arte, memoria y victimas

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1 I. CONTEXTO SOCIO – CULTURAL DEL CONFLICTO ARMADO 4. Arte, memoria y víctimas invisibles Por Luz Adriana López V. INTRODUCCIÓN “Durante mucho tiempo muchas personas creyeron que si el dolor podía hacerse lo bastante vívido, la mayoría de la gente entendería que la guerra es una atrocidad, una insensatez […]” 1 Desde la antigüedad se ha planteado que la memoria es en sí misma conocimiento, al tiempo que se ha reconocido en el conocimiento, el poder que éste otorga a quien lo posee para acceder a otras formas de comprensión acerca de sí mismo, y acerca del mundo a que pertenece; poder que le permitiría a su vez, proponer nuevas formas para su comprensión y organización de sí y del mundo. No cabe duda que el entusiasmo con el que se ha acogido –durante las últimas décadas la discusión con respecto de la importancia de la memoria histórica toma de ello referencias. Referencias que al ser compartidas por nosotros nos mueven para asumir el compromiso y tomar parte de la discusión. Ahora, que hablar no solo de memoria, sino de esa conjugación bisagra entre memoria e historia, introduce nuevos elementos que no podemos pasar por alto, máxime cuando la discusión surge con respecto de los propósitos pacifistas de unos sectores de la sociedad que, conmovida por los estragos de la guerra, desea encontrar formas para sanar el dolor así producido y proponer salidas que eviten su repetición interminable. Así pues, si podemos reconocer en las actuales discusiones con respecto de la memoria, un debate contemporáneo, ello obedece al hecho de que la memoria histórica ha sido propuesta como parte de los procesos de reparación simbólica de las víctimas directas e indirectas de la guerra; sin embargo, si tal iniciativa es cuanto permite reconocer lo novedoso de la discusión, también es cierto que la discusión misma trasciende en mucho los alcances primeros de esta iniciativa. Si la reconstrucción de la memoria histórica supone la investigación de los hechos, la reconstrucción de la verdad histórica acerca de los acontecimientos que dieron lugar al crimen, la identificación de los responsables y la posibilidad de restituir los derechos que fueron vulnerados o desconocidos, esto es, si la memoria histórica se constituye en un factor importante para la aplicación de la justicia, no es en este punto donde se dirime el súmmum de la discusión. Y es que proponer la reconstrucción de la memoria histórica, además de un propósito de reparación inmediata –en el presente, supone la esperanza de que su permanencia en el tiempo habrá de contribuir con la formación de una conciencia de lo humano capaz de oponerse a la guerra; con lo cual las expectativas con respecto de la memoria trascienden la inmediatez de su reconstrucción, para situarse en una dimensión temporal y espacial tanto más amplia, capaz de involucrar no solo a aquellos que participaron o fueron afectados directamente por la conflagración, sino también a todos aquellos que permanecieron intocados por el acontecimiento, incluidas las generaciones por venir. En esta esperanza, que es a su vez uno de los más grandes desafíos que se le plantean a cualquiera iniciativa de reconstrucción de memoria histórica, es donde se concentran las más de las discusiones contemporáneas. Plantear, que la memoria histórica constituye un conocimiento que no solo compete a quienes se han visto directamente afectados por los crímenes de guerra, hace pues, parte de las confianzas en que dicho conocimiento podría organizar una disposición anímica de los seres humanos que 1 Susan, Sontag., Ante el dolor de los demás” , Ediciones Alfaguara S. A., Buenos Aires, 2003, p.p. 21

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El arte en medio de la guerra

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I. CONTEXTO SOCIO – CULTURAL DEL CONFLICTO ARMADO

4. Ar te, memor ia y víctimas invisibles

Por Luz Adriana López V.

INTRODUCCIÓN

“Durante mucho tiempo muchas personas creyeron que si el dolor podía hacerse lo bastante vívido, la mayoría de la gente entendería que la guerra es una atrocidad, una insensatez […]” 1

Desde la antigüedad se ha planteado que la memoria es en sí misma conocimiento, al tiempo que se ha reconocido en el conocimiento, el poder que éste otorga a quien lo posee para acceder a otras formas de comprensión acerca de sí mismo, y acerca del mundo a que pertenece; poder que le permitiría a su vez, proponer nuevas formas para su comprensión y organización de sí y del mundo. No cabe duda que el entusiasmo con el que se ha acogido –durante las últimas décadas­ la discusión con respecto de la importancia de la memoria histórica toma de ello referencias. Referencias que al ser compartidas por nosotros nos mueven para asumir el compromiso y tomar parte de la discusión. Ahora, que hablar no solo de memoria, sino de esa conjugación bisagra entre memoria e historia, introduce nuevos elementos que no podemos pasar por alto, máxime cuando la discusión surge con respecto de los propósitos pacifistas de unos sectores de la sociedad que, conmovida por los estragos de la guerra, desea encontrar formas para sanar el dolor así producido y proponer salidas que eviten su repetición interminable. Así pues, si podemos reconocer en las actuales discusiones con respecto de la memoria, un debate contemporáneo, ello obedece al hecho de que la memoria histórica ha sido propuesta como parte de los procesos de reparación simbólica de las víctimas directas e indirectas de la guerra; sin embargo, si tal iniciativa es cuanto permite reconocer lo novedoso de la discusión, también es cierto que la discusión misma trasciende en mucho los alcances primeros de esta iniciativa.

Si la reconstrucción de la memoria histórica supone la investigación de los hechos, la reconstrucción de la verdad histórica acerca de los acontecimientos que dieron lugar al crimen, la identificación de los responsables y la posibilidad de restituir los derechos que fueron vulnerados o desconocidos, esto es, si la memoria histórica se constituye en un factor importante para la aplicación de la justicia, no es en este punto donde se dirime el súmmum de la discusión. Y es que proponer la reconstrucción de la memoria histórica, además de un propósito de reparación inmediata –en el presente­, supone la esperanza de que su permanencia en el tiempo habrá de contribuir con la formación de una conciencia de lo humano capaz de oponerse a la guerra; con lo cual las expectativas con respecto de la memoria trascienden la inmediatez de su reconstrucción, para situarse en una dimensión temporal y espacial tanto más amplia, capaz de involucrar no solo a aquellos que participaron o fueron afectados directamente por la conflagración, sino también a todos aquellos que permanecieron intocados por el acontecimiento, incluidas las generaciones por venir. En esta esperanza, que es a su vez uno de los más grandes desafíos que se le plantean a cualquiera iniciativa de reconstrucción de memoria histórica, es donde se concentran las más de las discusiones contemporáneas.

Plantear, que la memoria histórica constituye un conocimiento que no solo compete a quienes se han visto directamente afectados por los crímenes de guerra, hace pues, parte de las confianzas en que dicho conocimiento podría organizar una disposición anímica de los seres humanos que

1 Susan, Sontag., Ante el dolor de los demás” , Ediciones Alfaguara S. A., Buenos Aires, 2003, p.p. 21

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apuntale un ethos de la paz y un repudio hacia toda forma de la violencia y cualquiera otra manifestación de la fuerza. Con esta perspectiva se han abierto también los debates con respecto del papel que podrían jugar otros objetos del lenguaje (diferentes del lenguaje historiográfico o jurídico) como el reportaje gráfico, las producciones audiovisuales y las artes, suponiendo de entrada que la presentación de contenidos sensibles con respecto de los hechos atroces, podría generar procesos de empatía en la humanidad, como si testigos directos de los acontecimientos de los cuales han estado a salvo, y por cuyo reconocimiento podrían derivar en actitudes de repudio frente a la guerra. Al respecto Susan Sontag dirá que “[…] las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, reportada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles. […]” 2 Afirmación que por acumulado de la evidencia no podemos más que corroborar. Qué otra cosa podría decirse cuando –solo para citar una referencia­ observamos la amplia producción y despliegue fotográfico, documental, literario y cinematográfico que, con respecto de la segunda guerra mundial, ha sido dado a conocer a la humanidad, con estéticas que no solo ofrecen al espectador un conocimiento de los hechos acaecidos, sino que logran comunicar a través de los diferentes recursos sensibles de que disponen, la experiencia anímica que pudieron experimentar –no solo las víctimas­ sino sus captores, sus asesinos y la sociedad que, inerme, fue testigo de la conflagración; sin que por ello, por su aparición en la escena del mundo, se haya configurado un criterio de unanimidad con respecto de la guerra y de la paz.

Sin embargo, antes que poner en duda el potencial de transformación que se reconoce en las artes, cuanto se cuestionará es la racionalidad instrumental con la que una y otras son puestas en discusión, desconociendo que toda forma de instrumentación del arte, no solo lo degrada, sino que de facto lo desaparece. Nuestra confianza en las artes no radica en su potencial instrumental y sensible, en su capacidad para provocar catarsis o desahogos de probable efecto terapéutico – importantes y necesarios, sí­ pero no definitivos. Nuestra confianza en las artes no radica pues en su mera capacidad para exorcizar sensibilidades, de cuya sostenibilidad en el tiempo siempre habrá que dudar, sino en su capacidad para retrotraer el pasado como resultado de un ejercicio del pensar, capaz de aguijonear, desestabilizar el orden acordado o impuesto, poner en cuestión las verdades establecidas, las representaciones sociales, los imaginarios y toda forma de doctrina que atenta contra el pleno ejercicio de la libertad. En este sentido, reconocemos que todo objeto del lenguaje puede constituirse en memoria, sin embargo, esperamos que la comprensión que proponemos con respecto de las artes permita esclarecer las diferencias existentes entre unos objetos y otros, sus limitaciones, sus alcances y sus requerimientos, así como el abandono de posturas que pretenden conferir al objeto en sí mismo un poder que solo posee potencialmente, y que solo podría desvelarse plenamente con la participación activa de los hombres y las mujeres que poseen –solo ellos­ la facultad de configurar la esfera pública y realizar actos de poder. Así pues reconocer que las artes son potencia de pensamiento por cuanto surgen de éste, y que por lo tanto además son potencia de acción, de transformación de un orden dado, no supone que las artes –o la memoria histórica­ sustituirían la acción política y moral que solo la sociedad en su conjunto pueden realizar; el artista puede iniciar una acción política cuando convierte el arte en objeto y provoca su aparición en la esfera pública, pero esta acción solo puede consolidarse cuando encuentra en el seno de la sociedad que le recibe, la potestad para pensar, decidir, organizar un nuevo discurso, y actuar en consecuencia. Si el arte como la memoria son potencia de trasmudación del mundo, sus objetos son como todo objeto una nueva forma de solidificación que solo puede ser rota por el poder que se alberga –también como potencia­ en el seno de las sociedades humanas.

Ahora bien, organizar objetos del lenguaje que logren dar cuenta por la memoria histórica de un acontecimiento del pasado, supone de entrada que dichos objetos poseen la facultad de comunicar

2 Susan, S., Ante el dolor…, op. cit., p.p. 21

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en el tiempo los contenidos que fueron organizados por una sociedad como acumulado de recuerdos que fueron juzgados conmemorables, y que interpretando los propósitos señalados, habrían de configurarse además como patrimonio de la humanidad; ruta por la cual logramos situar otro vórtice de la cuestión que centra las discusiones actuales y que refiere a ese campo de combate que se establece y dibuja entre: uno, la definición de los contenidos de la historia a recordar, esto es: la decisión acerca de qué recordar; dos, la forma como tales recuerdos serán organizados como objetos perdurables de la memoria, o dicho de otro modo: cómo hacer perdurar el recuerdo como memoria viva; y tres, las condiciones contextuales en que tales decisiones serán tomadas, que dicho de manera tanto más explicita refiere a quiénes deciden qué, cuándo, y cómo mantener viva la memoria.

En Colombia la situación es tanto más compleja que en otras sociedades donde se han desarrollado iniciativas de memoria histórica, por cuanto los crímenes de guerra no son en ningún sentido un hecho del pasado, sino que configuran un escenario que inaugurado en un pasado remoto, se continúa en el presente; y los factores estructurales que los “sustentan” tanto como la coyuntura que se describe actualmente, no permiten todavía augurar siquiera para el futuro más inmediato, el ordenamiento necesario para construir garantías de no repetición. Todo lo contrario, la polarización de las fuerzas en conflicto, no solo se ha afianzado, sino que los discursos y acciones más recientes del gobierno, han logrado configurar un escenario de polarización de la población civil, cuya percepción es manipulada para presentar toda forma de oposición, de reflexión y de acción crítica, como si alianza con los grupos armados en contienda, con lo cual el derecho a la libertad de expresión queda coartado tras la amenaza de señalamiento como enemigo del Estado. Tensión y campo de combate problemático que se agrava por la asociación entre memoria, verdad y amnistía planteada por la ley 975 de 2005. Con este panorama se sustenta la relación que proponemos entre memoria y víctimas invisibles, entendiendo que dicha invisibilidad de unas y otras se encuentra íntimamente articulada por cuanto hace parte de una verdad constitutiva que los actores armados aún pretenden eludir y ocultar como una acción de fuerza que se opone a toda iniciativa de poder que pueda pretender la fundación de un nuevo ordenamiento político.

Tomando como referencia las perspectivas anunciadas, el documento se ordena presentando primero una breve exposición que pretende situar de entrada la relación que hallamos entre arte y memoria, a partir de una diferenciación inicial entre fuerza y poder que consideramos obligada, y que acogiendo la conceptualización propuesta por Hannah Arendt, nosotros apropiamos con una pretensión de ajuste a nuestros propósitos más específicos articulándoles con acepciones como conflicto, pensamiento, cognición, memoria histórica, arte, libertad, carácter y acción creativa, subrayando el papel del arte como una acción que trasciende, de entrada, la mera provocación de una catarsis necesaria, para mostrar porqué y de qué manera las artes logran constituirse como potencia de acción política. Seguidamente presentamos una conceptualización (también diferencial) entre memoria personal, memoria colectiva y memoria histórica, de modo tal que nos permite mostrar además la alianza entre memoria, víctimas invisibles, y el complejo entramado que configura los desafíos que han de ser considerados para la construcción de una memoria histórica que no solo de cuenta por el pasado, sino que contribuya con la prefiguración del futuro. En un tercer apartado, abrimos la discusión contextual con respecto de las propuestas que condicionan la memoria y la verdad histórica con las iniciativas de amnistía adelantadas por el gobierno colombiano, como si triangulación indisoluble que amenaza la entronización de una falsa moral, que resulta por solo ello, encubridora y violenta. De esta manera esperamos haber resuelto en una breve exposición, la exigencia de una plataforma teórica y contextualizada que nos permitirá esbozar finalmente, ése punto de giro buscado con la intención de dar un viro en una larga historia que se aparece como si eterno presente; punto de giro que se presenta como si derrotero, con la expectativa de sumarse al abanico de posibilidades abiertas por la acción y la iniciativa de las organizaciones que hoy se animan por intento semejante.

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4.1. Ar te y memoria

“[…] Construir otra belleza es tal vez el único camino hacia una auténtica paz. Demostrar que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al fuego de la guerra. Dar un sentido, fuerte, a las cosas, sin tener que llevarlas hasta la luz, cegadora, de la muerte. Poder cambiar el destino de uno mismo sin tener que

apoderarse del de otro […] encontrase a uno mismo en la intensidad de lugares y momentos que no sean una trinchera; conocer la emoción, incluso la más

vertiginosa, sin tener que recurrir al doping de la guerra […] En fin, otra belleza, si es que comprendéis lo que quiero decir.” 3

Nacer a un mundo desconocido que pone alerta todos nuestros sentidos dilatando pupilas, papilas, y toda forma de receptores sensibles ha de ser sin duda una experiencia a más de asombrosa, angustiosa; se inaugura así, la experiencia de ir descubriendo la ambigüedad de un universo que, percibido por nuestros sentidos, se presenta colmado de maravillas sorprendentes y pasmosas arbitrariedades. Si la frustración generada por los límites que el ingreso al universo cultural de ese mundo al que arribamos, nos ha de generar la capacidad de contención necesaria para aprender a vivir en comunidad, es la necesidad de expresar nuestras ideas, nuestros sentimientos y el acumulado de nuestra experiencia, la que nos descubre ante las potencias del pensamiento, el poder de la acción y la búsqueda de la libertad y la felicidad. Entendemos rápidamente que no hemos aflorado a un mundo unívoco, monótono y estacionario, si no a un universo complejo e inestable, con una potencia de fluidez y transfiguración permanentes; entendemos que el asombro, la angustia y el conflicto se constituyen no solo en adjetivo que calificará la organización de nuestro carácter, sino en el súmmum mismo de la existencia, en la fuente que nos permitirá integrarnos creativamente en el ritmo natural de la evolución y transformación del mundo.

En cierto sentido, hablar de víctimas, y aún más, de víctimas invisibles, nos instala de facto ante una distorsión de ese mundo que hemos comprendido así. Si entendemos como víctima el adjetivo que califica a una persona que ha sufrido daño por efecto de una fuerza que atenta contra su estructura, y descubrimos –como es el caso­ que dicha fuerza fue infringida por otra persona que aparecía como su semejante, habremos de suponer también que algo en esa disposición que hemos descrito al inicio se ha trastocado. Dijimos que el asombro, la angustia y el conflicto se configurarían como fuente de integración creativa con la fluidez e inestabilidad del mundo que nos alberga; deberíamos decir ahora, que también se ha constituido, a lo largo de la historia, en fuente de búsqueda de condiciones que pudieran generar su estabilidad, la inamovilidad del mundo a partir de un ordenamiento capaz de minimizar la zozobra y hacer cada vez más cognoscible y aprehensible lo misterioso, lo inexplicable, lo ominoso de la existencia. Perspectivas éstas que nos permiten esbozar como hipótesis primera de nuestro trabajo, que el poder que poseemos –como cualidad potencial erótica­ nombra aquella disposición creativa que nos permitiría integrarnos con ese mundo que pretendemos conocer y definir, y que pocas veces logramos comprender; de otro lado, la fuerza se constituiría –como cualidad potencial tanática­ en aquella forma de resistencia al movimiento natural de ese universo al que afloramos, y por cuya acción física y material, pretenderíamos más que definir, organizar formas de dominación. Poniendo a cambio de la potencia creativa del pensamiento para construir un artificio plural e inestable del mundo, la fuerza unificadora de un artificio de lo estable, lo invariable en el tiempo, configurando así, no un conocimiento del mundo,

3 Alessandro Baricco, Homero, Ilíada , Traducción de Xavier Gonzáles R., Editorial Anagrama, Barcelona, 2005, p.p. 186

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sino una doctrina de la existencia, que propuesta como absoluto, estaría orientada a la aniquilación de cualquiera otra forma de pensamiento.

Así, poder y fuerza se presentan antagónicos. Mientras el poder se manifiesta en la palabra, el símbolo y la metáfora como si plumas o pínceles para dar forma temporal a lo inasible, facilitando nuestra construcción artificiosa de pactos también temporales para la búsqueda de la felicidad mutua en ese mundo inhóspito y amenazante; la fuerza se manifestaría en esa oposición violenta ante las comprensiones de principio, pretendiendo la organización de un artificio estable, no conversable, no contractual, sino impuesto como absoluto en un tiempo solo entendible como presente continuo, no pasado, no futuro. Artificios uno y otro, construidos ante nuestra imposibilidad de comprender, de aprehender el mundo; pero mientras el poder se manifiesta como voluntad de todos para lograr un nos que nos aglutine como humanidad, la fuerza se expresa como voluntad de un uno para lograr un todos, propósito realizable solo como dominación del uno sobre el todos. Así, mientras el poder es acción que ante el conflicto, se manifiesta como disposición colectiva para detenerse, reflexionar, organizar la acción y volver a empezar; la fuerza transforma el conflicto en tensión, polariza los discursos, inhibe la reflexión conjunta y el diálogo, dando lugar a la violencia, el totalitarismo, la represión y la conflictividad armada; de modo tal que se puede construir una síntesis donde poder, conflicto y libertad, se constituyen juntos en una acción pacífica; mientras fuerza, represión y dominación, quedarían configurados como acción violenta. Disposiciones de poder o de fuerza que se manifiestan en formas del pensamiento, la cognición, el carácter y la acción, perfectamente diferenciables. Mientras la potencia y voluntad de poder atendería una lógica de los principios, donde pensamiento, cognición, carácter y acción se configuran como Ethos político; la fuerza atendería la lógica de los fines, convirtiendo el conocimiento, el carácter y la acción en meras mediaciones e instrumentos, pantomima apenas de un principio que ha quedado refundido por la impotencia.

Así pues ese mundo complejo al que afloramos de inicio, construye su cuota de complicación cuando la fuerza aparece en la escena, no como escenario posible imaginado, que amenaza el proyecto de humanidad donde –como hemos dicho­ confluyen poder, conflicto y libertad, sino como condición que se patenta a sí misma en la escritura de una historia donde represión y libertad, conflicto y violencia, aparecen siempre configurando el combate político. Instando a la humanidad a realizar actos de poder que, como las iniciativas de memoria histórica, están orientados a construir escenarios para la reflexión y el pensamiento, con la esperanza que ello pueda contribuir con la elaboración y transmudación del odio y el miedo en confianza, sanando los odios y potenciando la esfera pública como escenario de poder. Al respecto Hannah Arendt, afirma que “[…] el animal laborans necesita la ayuda del homo faber en su más elevada capacidad, esto es, la ayuda del artista, de poetas e historiógrafos, de constructores de monumentos o de escritores, ya que sin ellos el único producto de su actividad, la historia que establecen y cuentan, no sobreviviría. Con el fin de que el mundo sea lo que siempre se ha considerado que era, un hogar para los hombres durante su vida en la Tierra, el artificio humano ha de ser lugar apropiado para la acción y el discurso, para las actividades no solo inútiles por completo a las necesidades de la vida, sino también de naturaleza enteramente diferente de las múltiples actividades de fabricación con las que se produce el mundo y todas las cosas que cobija.” 4

Ahora bien, resulta importante advertir que ni el arte ni el pensar son en sí mismos constitutivos o garantes de bondad, justicia, equidad, felicidad y belleza. Ni el pensador ni el artista se propondrían de facto como benefactores de la humanidad; si la obra resultante de una u otra actividad resulta siéndolo es por efecto de su acción, su contenido discursivo y por la cualidad crítica de su

4 Arendt, Hannah, “La permanencia del mundo y la obra de arte” en La condición humana, 1ª. Edición, 3ª. Reimpresión. Ediciones Paidós Ibérica. S. A. Barcelona 1998, pp. 191

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recepción, no por la realización del acto en sí mismo. Entender el arte como expresión del pensar, es entenderle como efecto del conflicto interior a que afloraría cualquier persona cuando opta por pensar, y nos permite reconocer el acto creativo, como potencia de acción política, por cuanto el objeto que resulta de él, puede configurar de facto un nuevo conflicto, ya no al interior de la persona, sino en el espacio donde tal objeto aparece.

A continuación intentaré ordenar mis premisas de modo que puedan ser tanto más comprensibles. Primero, si el pensar no es simplemente el acto cognitivo de buscar la verdad, sino el acto mismo de poner en cuestión tales verdades, es por ello mismo conflicto, es por ello que se le puede nombrar y reconocer como potencia subversiva, peligrosa. Pensar pues, pone en conflicto los valores, las doctrinas, los estereotipos, todo aquello que obstruye el libre curso de la razón, todo aquello que sostiene y estabiliza el mundo. Pensar entonces es conflictivo en tanto que al subvertir el orden, puede re­crear el mundo de quien piensa. Segundo, el arte en tanto que expresión del pensar, subvierte también este orden, re­crea el mundo, pero en tanto que discurso del pensar, no le basta con subvertir el orden del mundo individual, sino que –al convertirse en objeto artístico, en producción pública­ atenta contra el orden establecido por la sociedad, por la comunidad, y por ello puede ser considerado aún más peligroso, más conflictivo. Tercero, que mientras el pensar se expresa como arte, su peligrosidad reposa sobre la estabilidad del mundo como constructo, como apariencia, y es en este sentido que hemos dicho, que el conflicto que así se plantea se sitúa y dirime en el territorio de lo simbólico, territorio donde se haya la potencia que puede configurar el poder; no actúa sobre lo real, o dicho de otro modo, no como acción sobre otro, no es en ningún sentido semejante a la fuerza. Destruye convenciones, estructuras de valor, estereotipos; no destruye la cosa organizada, sino su sentido, su significado. No destruye la persona, le aguijonea, y le agrede –si se quiere­ pero no le destruye, no le asesina, no le desaparece, no le aniquila. El arte es pues desestabilizador y en este sentido, agresivo y peligroso, pero no es criminal, y la condición que le diferencia de tal es que se registra y actúa en el orden simbólico e imaginario, es decir en el mundo de las representaciones. De ahí, nuestra primera conclusión: el conflicto inaugurado por el arte, no solo no es equiparable con la violencia, aunque puede señalarse –al menos potencialmente­ como energía capaz de transfigurar el ordenamiento del mundo y atentar contra sus estructuras; conclusión primera que da lugar a dejar situadas nuestras confianzas en que el arte en tanto que memoria, es potencia germinal para liberar acciones humanas capaces de re­crear el mundo.

Ahora bien, atendiendo el objetivo de introducir la discusión que se propone, corresponde ahora evidenciar los nexos que encontramos entre pensamiento, memoria y arte, dejando situados sin más preámbulos que el pensamiento no es posible sin memoria, que uno y otra corresponden con una actividad de la persona que solo puede pasar a la esfera pública a través de su organización como objeto del lenguaje, y que el arte se constituye en uno de tales objetos; objeto artístico que por su particularidad, propone a la comunidad una serie de elementos que le diferencian potencialmente de otros discursos de la memoria, a saber, su potencia desestabilizadora, su perspectiva crítica del mundo solidificado por la inamovilidad de las representaciones sociales y los estereotipos; y su inclusión del tiempo futuro como noción que podría completar la estructura narrativa de otras memorias, al anticipar aquello que podría suceder. Así, mientras las memorias jurídica e histórica se fundamentan en el pasado, el arte puede recrear el pasado y el futuro, aunque su narrativa estuviere construida en tiempo presente 5 .

Con esta perspectiva, es posible pues afirmar que el arte se constituye en una expresión pertinente para esta indagación, en tanto podría conciliar y dar cuenta no solo por racionalidades distintas, sino

5 De acuerdo con Aristóteles “[…] el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa […] la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder.” Aristóteles, Poética, Editorial Gredos, Madrid, 1999, p.p. 158

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y sobre todo porque además podría expresar con verosimilitud aquello que se oculta en el ánima misma de los actores que hacen la historia y que una historiografía o una investigación jurídica de los hechos objetivos por sí solos, dejaría por fuera inevitablemente. En consecuencia, la expectativa de hallar un vórtice que comunique las artes y la memoria significativa de un pueblo, demanda realizar un alto en el camino, exige atender la emergencia no con actos de emergencia, sino con una acción resultado de la pausa y la provocación intencionada de un retorno sobre lo vivido, no para repetirlo irremediable, sino para retomar, considerar, valorar, y discernir, abrazados a la confianza que tal ejercicio de la voluntad, daría como resultado una propuesta renovada, que integrando los logros del pasado, puedan traer una frescura elaborada para atender el presente y vislumbrar el futuro.

Así, la asociación arte y memoria que proponemos, se establece a partir de su ligazón con el pensamiento, intentando mostrar cómo uno y otra logran dar cuenta por el ethos de una época. A partir de lo cual nosotros proponemos entender el arte como actividad interior del artista, que triangula sensación, pensamiento y cognición; actividad que como el pensamiento podrá aparecer en el mundo, al convertirse en discurso poético, el discurso poético en acción, y la acción en objeto de arte (obra de arte, producción artística, según se prefiera). Por otra parte estaríamos proponiendo además que el arte por cuanto que imitación poética del mundo, sería memoria –en sí mismo­ de ése mundo que imita. De cuanto se desprende la pregunta inevitable por la especificidad de cuanto imita, o dicho a manera de interrogación ¿qué es aquello que el arte imita y que permitiría reconocerle además como memoria histórica?, pregunta que atendiendo a los propósitos de esta investigación, nosotros responderemos tomando como referencia la definición que Aristóteles nos presentara de la tragedia, y que nosotros actualizamos y extrapolamos ahora al pretender que un objeto de arte sería además objeto de memoria histórica, cuando es “[…] imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado 6 […] y puesto que es imitación de una acción, y ésta supone algunos que actúan, […] necesariamente serán tales o cuales por el carácter y el pensamiento […] dos son las causas naturales de las acciones: el pensamiento y el carácter, y a consecuencia de éstas tienen éxito o fracasan todos.” 7 De todo lo cual se desprende, que con respecto del arte como memoria histórica, no habremos de comprender ni toda manifestación del arte (así cualquiera de éstas se constituya de facto en parte de la historia del arte, y por lo tanto, como parte de la historia de la humanidad) ni tan solo aquellas manifestaciones intencionalmente creadas como respuesta a un proyecto específico de construcción de memoria (como los monumentos). Más bien, se trata de proponer todo objeto de arte que –según hemos dicho­ imita una acción que por ‘esforzada y completa’, nombra aquellas acciones que, como actos de fuerza, están orientadas a recrear aquellos acontecimientos que dieron lugar a situaciones repudiables, que atentaron contra la humanidad y por lo cual se desean irrepetibles; o bien que imita aquellas acciones de poder, –también completas y esforzadas­ que logran sobreponerse al imperativo de la fuerza, como emulación de los actos humanos conducentes a la restitución de los derechos y la iluminación de nuevos escenarios posibles para el reconocimiento y la experiencia del ciclo natural de la vida­muerte­vida.

6 Hoy nosotros diríamos simplemente, lenguaje poético, que se espera encontrar en cualquiera forma de su manifestación: poesía, música, arte visual o escénico. 7 Aristóteles, Poética, Edición trilingüe por Valentín García Yebra, Editorial Gredos, Madrid, 1999, p.p. 145, 146

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Habiendo planteado ya cuanto consideramos ha de constituirse en nuestra definición del arte para que pueda ser comprendido a su vez como memoria histórica, debemos también considerar otra condición importante de su naturaleza. Si el pensar, hacer memoria y hacer arte, son resultado de una actividad, son movimiento que refleja la naturaleza misma de la vida­muerte­vida, la cosa 8 en cambio, estaciona el mundo, lo solidifica. Con lo cual habremos entonces de entender la importancia de que los objetos del arte, en cuanto que objetos de la memoria, prevalezcan integrados a naturaleza cíclica igual vida­muerte­vida, si se quiere garantizar su poder vital de ser y provocar movimiento, conflicto, pensamiento; fórmula que solo podrá funcionar por la voluntad activa de las personas y las comunidades que unidas por el afecto, re­crean críticamente los contenidos de tales objetos a través de su propio ejercicio de pensar, organizar discursos y actuar en la esfera pública. Caso contrario, los objetos del arte como objetos de la memoria, pasarán a ser artificios solidificados para consolidar una memoria muerta e inútil en todo sentido. Sin ese otro que quiera reactualizarle de manera permanente 9 , la obra de arte como otros productos del pensar quedan expuestos a convertirse en nuevos modos de solidificación del mundo en una nueva e inamovible estructura de valores, o como ocurre con más frecuencia de lo deseable, en objetos fosilizados que solo interesarían al exotismo del turista.

4.2. La memoria en cuestión

“Dame esa copa…, presto…, por Dios te lo pido. ¡Oh, querido Horacio! Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré después de mi muerte! Si

alguna vez me diste lugar en tu corazón, retarda un poco esa felicidad que apeteces:

8 Aquello en lo que se transforma la acción de hacer memoria: libro, monumento, obra artística, etc. 9 Para lo cual, según desarrollaremos más adelante, se requiere –como en el caso de la memoria­ que haya al menos una persona que desee recordar y ello supone una relación afectiva entre quien recuerda y la comunidad que produjo o donde se produjo el acontecimiento recordado.

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alarga por algún tiempo la fatigosa vida de este mundo lleno de miserias, y divulga por él mi historia […].” 10

Muchas son las discusiones contemporáneas que se adelantan con respecto de la memoria, entendiendo ésta de maneras disimiles según se trate de los propósitos que guían la reflexión en cada momento y dependiendo casi de manera directa del objeto disciplinar de que se trate. Memoria individual, recuerdo, memoria histórica, memoria colectiva, se convierten así en acepciones que no están nombrando siempre los mismos significados y tanto menos dan cuenta de los mismos intereses o motivaciones. La discusión que deseamos proponer aquí no escapa de estas condiciones y ello resulta seguramente por el hecho que pretender la construcción, recuperación o reconstrucción de una memoria supone el intento por sacar a la luz situaciones, hechos y acciones que –a juicio del agente­ permanecen ocultas para el universo de lo público. De ahí que hablar de Memoria como intención de promoverla, no sea en ningún sentido un acto inocente, resulta en cambio de una motivación interesada y orientada por propósitos que, en el mejor de los casos, está direccionada por la búsqueda de un interés común.

En Colombia, por ejemplo, perviven multiplicidad de memorias que si no cohabitan, sería solo entendible por el hecho de que el cúmulo de memorias vivas de las comunidades, permanecen como potestad de sus integrantes, por no contar con el necesario espacio de aparición 11 para hacer parte del escenario de lo público. Memorias múltiples que por permanecer silenciadas, no dialogan entre sí. De esta manera, las memorias en un contexto como el colombiano, perviven en condiciones de desequilibrio unas con otras, en una proporción directa con los desequilibrios sociales, políticos, económicos y culturales; desequilibrio que se profundiza por el efecto de las violencias y el uso de la fuerza como estrategia eficaz para el mantenimiento de las desigualdades y la inhibición del poder; ruta por la cual, una memoria oficial puede resultar siendo –como en otras latitudes­ el paraguas que, por impermeable, escinde la complejidad en que se teje nuestra historia, construyendo discursos cerrados con respecto de los acontecimientos más definitorios de nuestro devenir social, político, económico y cultural; dejando por fuera otros relatos que dan sentido a la vida cotidiana con sus particularidades identitarias y la riqueza potencial de nuestra pluralidad cultural; construyendo condiciones de excepción para la impunidad y el ocultamiento; proponiendo una lectura lineal del tiempo propicia para fomentar el olvido, la emergencia de la banalidad y la pérdida de sentido de la existencia; linealidad temporal que pareciera enroscarse sobre sí misma, operando como si circularidad repetitiva de lo mismo, mientras las potencias de transformación permanecen a la sombra. Organizando de esta manera relatos de ficción y simulacro, no por la cualidad de sus contenidos –que en algunos casos pueden incluso, resultar verificables o verosímiles­ sino por su capacidad para ocultar aquellos otros que le darían su condición de verdad.

Propondremos con esta perspectiva una primera diferenciación necesaria entre memoria personal, memoria colectiva y memoria histórica; delimitación de conceptos que proponemos de una manera tal que podría resultar arbitraria, y cuya única justificación posible de aportar por ahora, radica en el interés de atender a los fines de la presente discusión, delimitando no solo el campo específico de nuestros intereses, sino también clarificando el argumento que sostendremos durante esta exposición y que se refiere al hecho de no compartir afirmaciones taxativas con respecto de la supuesta existencia de sociedades sin memoria, afirmaciones por demás ampliamente difundidas hoy entre nosotros y que interesa discutir para situar con especificidad la diferencia entre el aparente carecer de memoria y el fenómeno mediante el cual unas memorias devienen

10 William Shakespeare, Hamlet, Editorial Sol 90, Colombia, 2000, p.p. 115 11 Ver Hannah, Arendt, “El poder y el espacio de la aparición” en La condición humana, 1ª. Edición, 3ª. Reimpresión. Ediciones Paidós Ibérica. S. A. Barcelona 1998

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encubridoras, cuando no represoras, con respecto de aquellas que reconocemos como memorias invisibles; actuación de represión, invisibilidad o encubrimiento que reconocemos por solo ello, violentas. Así pues proponemos la diferenciación anunciada según los siguientes criterios.

i. Por memoria personal entenderemos aquél acumulado de acontecimientos a que puede acceder un individuo por sí mismo a través de la operación de evocar y por cuya condición de recuerdo personal, puede permanecer como potestad de lo íntimo, de lo estrictamente particular; en primera instancia la memoria personal nombraría aquellos acontecimientos que, por su envergadura, por sus delimitaciones espaciales y temporales, pueden ser reconocidas por el individuo como episodios de su vida personal o familiar, razón por la cual no siempre logran aparecer en el escenario público, puesto que el individuo no las presenta ni comparte con otros; así pues, su recordación, su permanencia en el recuerdo, y las posibles tentativas de actualización o conmemoración corresponderían, en estos casos a la esfera de lo privado. Ahora bien, si reconocemos que en todos los casos quien recuerda es una persona, encontramos entonces que la memoria personal es la fuente primera a partir de la cual se organiza y constituye la memoria colectiva de una comunidad o de un pueblo, de ahí la importancia de reconocer, escuchar y compilar las memorias personales.

ii. Asumimos como definición de memoria colectiva aquellos relatos de memoria que son compartidos por un grupo o comunidad de personas, que puede ser recreada por quienes así la comparten, a través de prácticas propias de su haber cultural y que pueden registrarse desde el simple ejercicio de la conversación evocadora, la organización de relatos colectivos, la producción de diversos objetos del lenguaje, y/o la realización de eventos conmemorativos que sin embargo, no logran por solo ello, trascender al reconocimiento público de la sociedad más extensa que les contiene. Aguilar –retomando a Lavabre­ señala que “[…] las memorias colectivas se constituyen mediante el trabajo de homogeneización de las representaciones del pasado y de reducción de la diversidad de los recuerdos y, finalmente, se producen en los ‘hechos de comunicación’ que se registran entre los individuos (Marc Bloch), en las ‘relaciones interpersonales’ que constituyen la realidad de los grupos sociales como conjuntos ‘estructurados’ (Roger Bastide) y en el seno de las ‘comunidades afectivas’ o de los ‘grupos intermedios’ entre el individuo y la Nación (Maurice Halbbwachs)” 12 . En no pocos casos, las acepciones de memoria colectiva e histórica suelen usarse sin distinción, si insistimos en la importancia de diferenciar una de otra, ello obedece al interés de subrayar el papel que juega el afecto con respecto de la vida de la memoria, así como los elementos que las hacen distintas y las instalan en un campo de tensión y combate político; así pues, retomamos de nuevo a Aguilar para añadir que “[…] todo recuerdo se produce en un contexto social y necesita de conceptos elaborados socialmente para registrarse y, posteriormente evocarse […]. De hecho, la memoria se mantiene viva mientras seguimos activamente vinculados a las ‘comunidades afectivas’ de las que formábamos parte cuando el recuerdo se produjo.” 13 Ahora bien, en tanto que la memoria colectiva se instaura por un grupo o comunidad, es posible considerar que dicha memoria requiera para ser completa, de la integración con otras memorias personales y colectivas a las cuales no siempre tienen acceso las comunidades, por ejemplo en los casos de desaparición forzosa, donde la familia o la comunidad en general desconoce el paradero de las víctimas directas, e incluso en algunos casos, se desconoce la identidad del actor que ha cometido el crimen. Este tipo de faltas en la configuración de la memoria colectiva, hacen parte de los argumentos que sustentan la importancia de organizar y reconstruir la verdad como nueva fuente que se agrega para la configuración de la memoria histórica.

12 Aguilar, Paloma. Políticas de la memoria y memorias de la política . Madrid. Alianza Editorial. 2008, p.p. 50 13 Aguilar, Paloma. Políticas de la memoria y… Op. Cit., p.p. 46

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iii. La memoria histórica por deducción, será aquélla memoria que ha logrado trascender los límites de la pequeña comunidad para convertirse en patrimonio de la humanidad, memoria ésta que solo podrá ser configurada a partir de la organización de un discurso integrador de las memorias colectivas asociadas a un acontecimiento que por su solo acaecer logra desestabilizar o poner en cuestión el curso normal de una sociedad o de la humanidad en su conjunto, como ocurre en el caso de los crímenes de lesa humanidad, y que son reproducidas luego a través de objetos del lenguaje 14 de los cuales se espera que puedan superar las fronteras del tiempo y el espacio que le son originales, de manera tal que la memoria así organizada logre ser reconocida por las generaciones de individuos y comunidades que no hicieron parte del acontecimiento recordado, y puedan así reconocerle como referente de fundación y de sentido de su propia historia. “Halbwachs ([1950] 1980) entiende por memoria histórica la ‘memoria prestada’ de acontecimientos del pasado que el sujeto no ha experimentado personalmente y a la que llega mediante documentos de diverso tipo; aquella que se mantiene viva gracias a las conmemoraciones que, a su vez sirven para reforzar los lazos de identidad de los grupos a los que pertenece ese sujeto.” 15 Así, la memoria histórica vendría a ser el resultado de una reconstrucción consciente e intencionada de memorias colectivas para ser puestas bajo el dominio de la esfera pública. De esta diferenciación se desprende que la memoria histórica es aquella que se reconstruye con la participación de un agente que la promueve y que logra mediante el ejercicio de reconstrucción, integrar en uno o varios relatos u otros objetos del lenguaje, la historia que da cuenta tanto por el acontecimiento o los acontecimientos que dieron lugar al recuerdo social, como por la diferenciación de los actores involucrados, el sentido de los hechos y la dimensión de futuro que resulta recreada y anticipada de esta manera.

Como se observa en la distinción propuesta, la memoria histórica requiere como condición de su emergencia –a diferencia de otras formas de la memoria donde puede o no estar presente­, de un agente que la promueva y acompañe en su configuración; agente que en la mayoría de los casos conocidos, atiende orientaciones de una política de la memoria orientada por una élite del poder. Ahora que si dicha reconstrucción supone una tensión de fuerzas que en no pocos casos, se dirime bajo el efecto de negar u ocultar unas a través de otras, ello obedece a la segunda condición resaltada para su estructuración, cual es el reconocimiento público de la verdad que rodeó los hechos, así como la diferenciación de sus responsables directos e indirectos, los destinos posibles que fueron valorados por la sociedad en su momento y aquellos que fueron decididos para la configuración de la historia futura. De todo lo cual se desprende la necesidad de subrayar la importancia del carácter independiente del agente, así como el papel preponderante de la obra de arte, cuando ésta a más de cumplir con los criterios esbozados para ser considerada memoria histórica, resulta además de la acción libre del artista, como acción creativa que tiene lugar como expresión –según se ha señalado ya­ de su pensamiento y su sensibilidad ante los hechos por él conocidos; cuando atiende a los principios de una acción estética no subordinada por los imperativos instrumentales de su tiempo, cualquiera que ellos sean.

Hablar pues de memorias y víctimas invisibles, es reconocer lo invisible no como un algo inasible a nuestros sentidos o a nuestra razón, no como si un fantasma; se trata más bien de entender lo invisible como aquello que siendo portador de un cúmulo de conocimiento resulta velado al reconocimiento de otros; es por esta ruta que víctimas y memoria se emparentan –al menos en esta discusión­ en tanto que la memoria es acción de recordar a través del pensamiento y de la sensación,

14 Objetos del lenguaje que han de ser entendidos a su vez, como documentos, libros, objetos de arte como producciones cinematográficas, monumentos, literatura, etcétera; o en todo caso cualquiera forma del lenguaje que logre, por su estatuto, trascender el tiempo vital de la comunidad que generó el recuerdo. 15 Halbwachs, citado por Aguilar, Paloma. Políticas de la memoria y… Op. Cit., p.p. 43­44

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situaciones y acontecimientos del pasado que significan y dan sentido al presente; que tal actividad del recuerdo solo puede ser ejercida, en primera instancia, por las personas o poblaciones de personas, que han vivido directamente el acontecimiento a recordar; y que para constituirse en memoria histórica han de trascender el mero acto de la recordación hasta convertirse en discurso, y tal discurso en una cosa –libro, objeto artístico, monumento, etcétera­ capaz de perdurar en el tiempo como símbolo de inclusión y motivo de conmemoración colectiva. Así pues, cuando una persona o una población que ha sido víctima de un acto criminal, resulta inhibida en sus espacios de aparición para hacer visible su experiencia (emocional y cognoscitiva) y que esta sea incluida en la reconstrucción histórica de los hechos que han de ser juzgados, víctima y memoria devienen invisibles para el mundo que, de otro modo, debería albergarles. Situación que se agrava no solo por el derecho y la necesidad psicológica de reconocimiento, sino y sobretodo porque cuando las memorias personales y colectivas permanecen escindidas en el discurso oficial, en la memoria histórica, se inhibe toda pretensión de construir condiciones sostenibles y posibles para una sociedad que dignifique la vida y la muerte como condición humana orientada al bienestar común. De ahí que la memoria histórica constituya no solo una acción de efecto psicológico 16 , sino que además, la memoria se constituye en una acción de carácter político, con sus consecuentes efectos en el universo cultural de una sociedad.

Con lo dicho hasta aquí, hemos anunciado ya algunos de los supuestos que nos permitirán hilar la discusión. Hemos señalado entonces que la memoria es fuente de conocimiento 17 para organizar y concebir el mundo 18 , conocimiento del cual es portador aquél que recuerda, sea que se trate de una persona, de un grupo de personas, de una comunidad, o de la humanidad en su conjunto; que la memoria propone una comprensión singular del tiempo y del espacio; que el conocimiento de que es portadora es potencia de transformación; que la memoria es en sí misma resultado de una acción humana y, en este sentido, es construcción que obedece a motivaciones e intereses, tanto como al ímpetu de los anhelos y la inhibición de los temores; y que por todo ello, resulta siendo, sin lugar a dudas, un campo de combate político, y en ningún caso, un acto desinteresado e inocente.

4.3. Memoria, verdad histór ica y amnistía

“[…] y si es muerte (el pasado) y olvidar es matar, si nos fuéramos a otros tiempos y otro camino por ver de no recordar, duele mucho más caer en cuenta que hasta podemos olvidar a quien compartió el calor de su vientre, pues cuando se olvida, uno da por muerto al olvidado. Que es que nos matamos a punta de olvidos.” 19

Durante las últimas décadas de nuestra historia se ha renovado el interés por impulsar procesos de reconstrucción de la verdad histórica en una íntima articulación con los procesos de reconstrucción de la memoria en sociedades posconflicto, donde las víctimas aparecen como las principales demandantes de este derecho. Sociedades entre las cuales se encuentran Australia, Sudáfrica, España, Argentina, Chile, El Salvador, Perú, y más recientemente, Colombia, con la promulgación

16 Ver Gaborit, Memoria histórica: rela to desde las víctimas. Estudios Centroamericanos. Recuperación de la memoria histórica. El Salvador. Universidad José Simeón Cañas, 2002 17 “La historia previa de una persona es la fuente más importante de su conocimiento del mundo, Pero es también una fuente importante de su conocimiento, y su concepción, de sí misma.” Shoemaker, Sydney, Las personas y su pasado, Cuadernos de Crítica. México. Universidad Nacional Autónoma de México, 1981, pp. 44 18 Extrapolamos la afirmación de Shoemaker, haciéndola aplicable de la persona al mundo, lo hacemos con la confianza que los desarrollos posteriores permitirán argumentar y sustentar tal concepción. 19 Manuel José Sierra, “El beso de la roca”, en Partituras del Deseo, Texto para teatro, Inédito, su primer montaje fue llevado a escena por el grupo Domus Teatro, Cali, 2008

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de la Ley 975 de 2005 (autonominada por sus proponentes como Ley de Justicia y Paz 20 ), donde pese a la posición crítica de distintos sectores de la población frente a la mencionada ley, antes que asumir una actitud pasiva frente a la iniciativa gubernamental, se ha asumido la decisión de contribuir con el esclarecimiento de los hechos, a través de procesos organizativos de las comunidades y de asociaciones de víctimas orientado a fortalecer la capacidad para la exigibilidad de los derechos y la restitución de los mismos.

La asociación memoria y verdad histórica aparece de entrada como una asociación no problemática, puesto que nombran una y otra, no solo un derecho reconocido a las sociedades humanas, sino que guardan entre sí una relación de complementariedad e interdependencia al entender que la posibilidad de organizar una memoria histórica completa, requiere el conocimiento de la verdad con respecto de los hechos que constituyen el recuerdo, condición única que podría abrir las posibilidades para escoger libremente aquello que las sociedades juzgan meritorio para prevalecer en la memoria y aquello que desean olvidar. Las exigencias de reconstrucción de la verdad histórica delatan el imperativo social de realizar las investigaciones que sean necesarias para la revelación completa de los crímenes cometidos durante el tiempo que duró el conflicto armado, la identificación de los responsables y la determinación de los procesos de reparación consecuentes. El problema inicia con la vinculación entre las investigaciones orientadas para la elucidación de la verdad histórica y los procesos de reconstrucción de la memoria, con las propuestas de amnistía y perdón, articulándolas en una relación condicional que de facto no existe. Esta relación condicional con la que se ha vinculado memoria, verdad y amnistía, se ha planteado como si salida irrefutable para la superación definitiva del conflicto y el establecimiento de una paz posible y duradera; propósito que así expresado pareciera difícilmente controvertible, por cuanto convoca el deseo compartido de un cese definitivo de las violencias; sin embargo, su puesta en escena, o su tentativa, delatan de entrada una serie de cuestiones a todas luces problemáticas que no pueden ser pasadas por alto, cuestiones que son previsibles en el caso colombiano, donde la tentativa de reconciliación se ha presentado como política de justicia y de paz. En el gráfico 1, se propone una mirada del proyecto, que quiere mostrar cómo en la propuesta de triangulación Estado (ente de poder), víctima y criminal, se dibuja en realidad una operación angular que instala al Ente de poder como si mediador –que, sin embargo no facilita el encuentro real entre víctima y victimario, condición para dibujar el triángulo anunciado­ sino que se propone como si interlocutor de una operación donde se pone en canje –para la reconciliación­ la verdad por la amnistía. La gráfica nos permite mostrar que la propuesta de triangulación aparece como una pantomima de la justicia, que en realidad realiza una prorroga de las desigualdades y desequilibrios propios de un contexto únicamente favorable a los usos de la fuerza, la prevalencia de la impunidad, la continuidad del odio histórico y el curso de las violencias, puesto que la fórmula, si propicia algún diálogo, este aparece solo entre el ente de poder y el criminal. No se plantea un escenario de encuentro entre la sociedad, la víctima y el criminal; supeditando a la sociedad en general y a las familias de las víctimas en particular, al lugar silente de esperar el anuncio del relato que se espera habrá de ser desvelado. ¡Nada más! Si tal negociación pudiera ser leída –como pretenden algunos­ como un proceso del que todas las partes resultan beneficiadas, habría que decir que sería solo porque algunas de las familias de las víctimas

20 Nominación no solo inadecuada, sino engañosa puesto que no solo no emula la justicia, sino que además, no permite entrever salidas ciertas para la construcción de la paz en Colombia; más allá de su enunciación, su aplicación ofrece claras evidencias que argumentan las posturas críticas frente a esta ley, como una ley de favorabilidad, no transicional sino “transaccional” como bien la llama Hernando Llano, cuando afirma que “En Colombia […] bajo la ley 975 –que no puede denominarse de ‘Justicia y Paz’­ estamos asistiendo a un tratamiento benevolente dado a criminales privilegiados para afianzar aún más un régimen económico y social al servicio de privilegios criminales que requieren para su defensa y sostenimiento incluso de la legitimación política del crimen.” Hernando Llano, “La paz en Colombia: más allá de vencedores y vencidos”, en Memoria, revista sobre cultura , democracia y derechos humanos, Instituto de Democracia y Derechos Humanos, Pontificia Universidad Católica, Perú, Número 5, 2009, p.p. 50

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son restituidas en su derecho al conocimiento de los hechos; pero es el criminal quien recibe todas las prebendas de una amnistía que, como lo señala Lefranc, citando a Nicolaïdis “[…] no ignora la índole condenable del acontecimiento sino el acontecimiento mismo […]” 21 inaugurando y promoviendo la continuidad de una fragilidad moral tal, que afecta directamente la construcción de nuevos imaginarios y representaciones sociales; hoy, es común escuchar un nuevo adagio que hace carrera lamentable en el decir de las personas y que, tomando esta situación como referencia, reza: el crimen paga.

Esbozada así la estructura problemática que hallamos en la alianza propuesta entre verdad, memoria histórica y amnistía, en los acápites siguientes intentaremos sustentar nuestras posiciones frente a la estructura conflictiva en Colombia, la coyuntura actual, los desafíos, contradicciones y riesgos, que una alianza tal nos plantean.

Perdón y cuenta nueva

Ante las situaciones atroces que produce la confrontación armada, ante el dolor, la desgarradura y el miedo que se anida entre los vecinos de una comunidad por efecto de las hostilidades que se dan cita en medio de la población; ante las profundas brechas morales que van horadando la confianza y

21 Dimitri Nicolaïdis, « La Nation, les crimes et la mémorire », citado por Lefranc, S., Políticas del perdón, Editorial Norma S. A., Colombia, 2005, p.p. 397

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las posibilidades para la convivencia de los pueblos, la necesidad de encontrar salidas a las violencias se presenta como un imperativo; sin embargo, y del mismo modo que lo hemos señalado ya con otras referencias, la atención de un imperativo como éste ha de ser atendido no con el afán que pareciera imponer la crisis, no con la premura de los actos irreflexivos y pasionales, sino como resultado de decisiones largamente meditadas y ampliamente compartidas, para que sus resultados puedan considerar los mínimos posibles para su sostenibilidad en el tiempo. En este sentido, proponemos ahora una reflexión inicial con respecto del perdón que nos permita primero, ubicar con claridad la paradoja que se aloja tras las políticas del perdón, reconociendo en éstas más que una salida posible, una posible forma de mantener los desequilibrios y desigualdades que inauguran la tendencia a la retaliación y la venganza como si fenómenos estructurales; y segundo, que podamos continuar en el intento de avanzar en el ejercicio reflexivo que nos hemos propuesto, con la esperanza de hallar luces para el desciframiento de una salida al sufrimiento y la indignación así configurados, a partir del reconocimiento de las condiciones que podrían potenciar un escenario posible para la construcción de la paz en Colombia.

“El perdón puede incluso otorgarse de entrada (aunque no sea posible juzgar su sinceridad y por lo tanto su efectividad), en nombre de una fe cristiana o de una forma de fatalismo justificado por la imposibilidad de una justicia que beneficie a quienes están desprovistos de todo poder político.” 22 Esta afirmación de Lefranc nos parece del todo clarificadora, puesto que sitúa una condición central del problema, cual es la relación de desigualdad de fuerzas que media la relación víctima – victimario en los escenarios contextuales que rodean el crimen y que hacen que una tentativa de perdón en las circunstancias actuales, deje más bien un telón de duda no solo con respecto de la sinceridad posible de un acto tal, sino frente a la duración de un perdón así otorgado. En el supuesto de que ello sucediera, es bastante posible imaginar que tal respuesta de perdón se generase por efecto de conmoción, como una respuesta emocional circunstancial con respecto del testimonio del criminal y no como resultado del contexto idóneo en que debiera aparecer, cual sería el de un encumbramiento de la víctima, una vez se ha restablecido su relación con el derecho y elevado su condición moral; así pues se entendería que el perdón debe ser entendido no como una acción resultado del “fatalismo” anunciado por Lefranc, sino por el contrario, como resultado y evidencia de una superioridad moral 23 . Así pues, si consideramos la afirmación de Lefranc como una postura razonable obedece ya no a nuestras personales convicciones con respecto del acto de perdonar en sí mismo, sino al reconocimiento del contexto real donde hoy opera; el perdón planteado en los términos en que ha sido planteado en Colombia, por ejemplo, supone una continuidad en el desequilibrio de fuerzas entre los criminales y sus víctimas, donde los primeros resultan favorecidos. Ante la objeción que puede ser esbozada por algunas personas, con respecto del reconocimiento que hoy se le da a las víctimas, habrá que decir además que, si éstas empiezan a ser reconocidas en el discurso oficial, tal reconocimiento pareciera más una nueva impostura para velar intensiones otras, que un reconocimiento real de su dignidad y derechos. Si a esta política del perdón se le ha reconocido como ley de favorabilidad e impunidad, es por cuanto resulta evidente que tal proceso de perdón es asumido en realidad como un proceso de amnistía unilateral otorgado por el gobierno colombiano a una de las organizaciones criminales en nuestro territorio, y no como quisiera presentárselo, como si fuese otorgado por las víctimas o por la sociedad colombiana en su conjunto. La cuestión que prevalece interpela si el perdón e incluso la memoria o el olvido, pueden ser propuestas como un deber, como una política de gobierno. Nosotros por nuestra parte responderemos taxativamente que no, e intentaremos mostrar los argumentos que dan soporte a una posición radical que no admite quiebres.

22 Lefranc, S., Políticas del perdón, op. cit., p.p. 21 23 Situación que consideramos debería darse también en caso de amnistía, donde la superioridad moral debe entonces ser reconocible no solo en la víctima que otorga el perdón, sino en la sociedad que otorga la amnistía, y por supuesto en el criminal que –al haberse arrepentido­ se hace merecedor de ella.

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Como parte del proceso de elaboración psicológica del duelo, el perdón viene a constituirse para las víctimas en un elemento importante para su recuperación y por lo tanto para la continuidad de su vida en condiciones emocionales deseables; pero esto supone también que dicho proceso de perdón debe ser una experiencia auténtica, obedecer a un sentimiento honesto por parte de quien lo experimenta; y debe en todos los casos, ser plenamente voluntario. Sin embargo, esta forma del perdón sugerido a las personas en su proceso terapéutico, corresponde con una experiencia privada de elaboración simbólica de sus recuerdos, una especie de ejercicio de re­escritura de su propia historia que le facilite re­escribir también su futuro; en ningún caso, el proceso terapéutico requiere la presencia de quien ha realizado el daño (al punto que éste podría estar muerto cuando el proceso terapéutico ocurre sin que ello constituya ningún desmedro para el proceso personal así vivido). El perdón en un proceso como el descrito opera de manera simbólica sobre el psiquismo del consultante, pero no tiene pretensiones de restauración de su relación efectiva con el causante del daño. Es un proceso que podríamos nombrar como un espacio simbólico donde la persona pacta consigo misma un cierre para un nuevo comienzo. Igual situación aunque con propósitos morales diferenciables, puede observarse en el proceso de perdón otorgado en soledad por el hombre o la mujer religiosos, quienes con el oficio de un sacerdote o sin éste, pueden decidir reconciliar sus odios y rencores con Dios, aunque no lleguen a hacerlo nunca ante la persona que les ha infringido el daño. Nadie –creo yo­ podría invalidar una decisión tal, que por demás corresponde no con un acto de libertad –entendida ésta como acción política, como ejercicio de derecho público­ sino con un ejercicio personal de libre albedrío, de diálogo interno del yo, tan personal que no compromete en ningún sentido ni al semejante cercano, ni mucho menos a la esfera pública, de cuya condición no participan disposiciones como las esbozadas.

Es bastante probable que las políticas del perdón hayan tomado esta experiencia clínica o religiosa, como referente para pensar la restitución de la paz en países en posconflicto; también las políticas del perdón, se plantean la importancia de una especie de tiempo cero a partir del cual pudiera enterrarse el pasado y recrearse un nuevo comienzo. También es posible de imaginar que –al menos para algunos sectores de la sociedad­ esta ilusión fuere deseable; es perfectamente entendible, que muchos colombianos, por ejemplo, deseasen un punto final de la historia vivida y un nuevo comienzo para el futuro 24 . Sin embargo, que ello pueda ser entendible y deseable, no contradice que sea una ilusión, y mucho menos puede suponerse que la coyuntura actual en Colombia esté cercana a un escenario tal. No se puede simplemente traslapar un modelo de tratamiento privado al escenario público, y pretender modelos de eficacia donde se requieren fundamentalmente principios éticos. Cuando Arendt señala que “Vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado

24 Para muchos incluso, puede obedecer simplemente al deseo banal “de ver otra película” tan ficcionado como ha sido el conflicto armado y sus desastres en Colombia. Para muchos colombianos y colombianas, lamentablemente, la atrocidad de los crímenes en Colombia no son más que una imagen repetida interminable que copa temáticamente, los contenidos de los noticieros, los novelones, las producciones televisivas, los documentales y el cine, generando, mucho más que una conciencia humana y política de los hechos, una sensación de hastío y repudio con la imagen y el relato así presentado. No hay lugar a duda que esta multitud de producciones constituyen artefactos de memoria con respecto de los hechos, una memoria complicada y problemática por cuanto –a nuestro juicio­ no solo no satisface muchas de las exigencias que hemos intentado esbozar al inicio con respecto de la memoria histórica, sino que además se han concentrado en imitar y presentar al criminal como figura protagónica, otorgando a la sociedad y a las víctimas el papel de personajes apabullados por el miedo, la impotencia, la inteligencia débil, cuando no francamente lloricona. El criminal­ protagonista, se presenta además humanizado, valiente, atractivo y exitoso, con lo cual se generan además – sobre todo en las producciones de mejor calidad­ procesos de identificación con el criminal y con su capacidad estratégica para evadir las amenazas y obtener sus metas.

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de una ‘objetiva’ relación con los otros proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida. La privación de lo privado radica en la ausencia de los demás; hasta donde concierne a los otros, el hombre privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera […]” 25 nos facilita el argumento para sustentar por qué un principio –valido quizá­ para la vida personal, no resulta por solo ello aplicable a la esfera pública. Resulta indispensable comprender que el daño causado por una persona a otra persona en la esfera privada (íntima), puede dirimirse en el seno de la misma relación, si ello corresponde con el interés de la víctima; incluso en la situación de daño profundo, la mediación de un tercero podría resultar suficiente para la resolución del conflicto y la superación del daño, a criterio de quien así se aparta. Pero una situación como esta no admite contrastaciones en paralelo con los fenómenos violentos de una sociedad y tanto menos con los crímenes cometidos en el marco de un conflicto armado, como es el caso que nos ocupa. Agreguemos además que si tal diferenciación resulta indispensable, su argumento no radica en la dimensión personal del daño recibido (que puede ser comparable en uno y otro caso) sino en el carácter político de su ocurrencia, de sus implicaciones, y de su tratamiento. Sin lugar a dudas, toda persona tiene el derecho a tramitar su dolor con un terapeuta o con un sacerdote, y si como resultado de ello, experimenta además el deseo de otorgar el perdón a su agresor también está en su pleno derecho, hasta este punto no planteamos discusión alguna; pero esta decisión realizada en la esfera privada, no puede ser traslapada simple y llanamente a la esfera de lo público sin que para ello sean tomadas en consideración condiciones también irrefutables que deberían estar presentes y que no se corresponden con la situación colombiana actual.

Así pues, reconocer que el perdón es una cualidad esencialmente humana, potestad de las personas y seguramente capaz de crear un nuevo comienzo incluso donde la situación pareciera darlo todo por terminado, constituye no solo un acto audaz, sino un derecho indiscutible. Pero ello no quiere decir que el perdón es condición de reconciliación, favorable a la amnistía, y mucho menos que pueda plantearse como deber, o relación condicionada. De un lado, la reconciliación exige como condición –no el perdón­ sino la aceptación de que hay hechos que no se han podido evitar y que la continuidad de la vida humana en comunidad no debe ser obstaculizada por su preexistencia innegable. Así, las personas pueden por una decisión particular decidir perdonar e incluso necesitar olvidar, pero ni perdón ni olvido podrán convertirse por ello en deber social y mucho menos político, no es admisible una legislación del perdón y el olvido. Visto desde la perspectiva inversa, habrá entonces que agregar que la indignación ante un crimen no puede ser condenable, y cuando los hechos repudiables continúan repitiéndose, una retórica del perdón resulta ser, más que una búsqueda de la reconciliación, una figura de falsa moralidad. El derecho a la verdad no puede quedar supeditado a la oferta de perdón. Memoria, verdad y perdón deben permanecer como principios inalienables y no como mediaciones para un fin, cualquiera que este sea.

Unificación nacional o nuevo ordenamiento político

“ […] Los grandes no saben jugar a la guerra , Por que se matan de verdad […]

Cali, del Jarillón a l Farallón, Los niños queremos ser un solo corazón.” 26

Cuando el buen humor aflora para mirar la coyuntura, la actitud gubernamental de acoger a unos en su seno protector mientras se repudia a otros, emerge como imagen, el recuerdo de los juegos

25 Hannah Arendt, La condición humana,…Op. Cit., p.p. 67 26 Fragmento de una canción de Julián Rodríguez, interpretada por el Coro de mil niños y niñas, organizado y dirigido por él en Cali, Colombia, 2007.

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infantiles donde el niño dueño del balón, al distanciarse de otros por las diferencias en la intención del juego o por diferencia en la interpretación de las reglas, llama consigo a quienes toman partido por su causa y saca del juego a quienes permanecen en contra, con el lema de “perdono a los míos y les presto el balón, y saco del juego a los que no están conmigo, y no comparten mis reglas”; sin embargo, la metáfora resulta tan inocua que ni siquiera logra mover a risa del modo como lo hace el recuerdo en sí mismo; en el fondo todos sabemos que los niños pronto se reconciliarán de nuevo para poder continuar con el juego: para los niños el juego que los junta, siempre es más importante que la posesión del balón. En Colombia, lamentablemente, la posible evocación del juego inocente se rompe insostenible por la dimensión de los hechos; para iniciar, ya no se trata de niños, ya no hay inocencia posible de invocar, el daño causado no guarda proporción alguna con las motivaciones del enojo infantil; y los cuerpos armados en combate continúan privilegiando el deseo insaciable de poder, sobre los principios que harían posible el orden político. Si hemos señalado una postura intransigente con respecto de una política del perdón en Colombia, interesa ahora señalar con mayor detalle de las razones sociológicas y políticas que apuntalan nuestros argumentos. Para hacerlo, presentaré en once puntos algunos de los asuntos que considero centrales en este sentido.

i. La conformación autoritaria de lo social, frente a la incertidumbre de una política democrática con un pueblo mal definido, resulta seguramente del surgimiento precoz del Estado nación, con lo cual además se favoreció y favorecen aún los “fundamentos clientelistas” que dan lugar a la configuración de nuestros gobiernos, y la negación de las identidades plurales propias de nuestro territorio, con todo lo cual, se entiende que nuestra democracia ha sido hasta hoy representada por una institucionalidad marcada por la fragilidad de sus orígenes. Hoy mientras los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes y todos aquellos grupos poblacionales tradicionalmente invisibilizados logran un nivel de organización y cohesión que les permitió ser reconocidos constitucionalmente por la carta de 1991, y les permite hoy continuar exigiendo el respeto de sus derechos, encontramos en contraposición una institucionalidad que pretende legitimarse exclusivamente por el resultado de las urnas electorales y las encuestas de opinión. Así los procesos organizativos de las comunidades que intentan y persisten en la creación de un nuevo ordenamiento político, se contrapone con la resistencia del orden establecido a cualquiera modalidad de cambio que pueda alterar sus intereses, con lo cual se persiste en el intento de sostener la falaz imagen de una unificación nacional que no tiene preexistencia corroborable en nuestra historia. Contradicciones como ésta plantean de entrada una seria dificultad que debe ser superada si se quiere favorecer un proceso de reconciliación y convivencia en Colombia.

ii. La fuerza de un antiguo adagio “del garrote y la zanahoria” asociado a la también antigua creencia de que “la letra con sangre entra”, han sido consignas morales que pese a los cambios y progresos del sistema educativo, persisten como representaciones que vienen a compensar la falta de autoridad en la configuración de la norma, los procesos de socialización y la construcción del conocimiento, a tal punto, que incluso nuestro modelo de justicia retributiva se funda también en adagios tales; las reflexiones y hallazgos de la filosofía y la psicología crítica parecen pasar de largo frente a esta representación de lo humano como si animales condicionados por el acierto y el error, el premio y el castigo. No cabe duda que una disposición tal en el ejercicio de la autoridad, descrita a través de la fuerza, la represión, y los procesos de castigo–compensación, hacen parte de ese fenómeno circular de causa­efecto­causa, donde se entretejen la falta de reflexión moral de la población, las actitudes de servilismo ante cualquiera símbolo de poder, y/o el empleo de la fuerza, el comercio de los afectos y la represión, como ejercicio supletorio ante la falta de poder, configurando sin más los procesos que vinculan a unos y otros en una relación de dominación que en no pocos casos llega a constituirse en relaciones de violencia física que,

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iniciando en el ámbito familiar se constituyen en un problema de orden público. Esta preexistencia de la dominación como modelo de configuración social y cultural, hace parte –a nuestro juicio­ de las condiciones estructurales que complejizan una posible salida del conflicto armado a través de fórmulas de transición y restauración, por cuanto estas exigen la preexistencia de una comunidad inteligente y responsable, capaz de elaborar juicio crítico, y sobre todo de comprender los procesos de perdón y reconciliación, no como un gesto de debilidad, sino como –se ha señalado antes­ como un signo de superioridad moral. Mientras tanto, la memoria de unas relaciones de dominación históricas persisten como estigma que actualiza las memorias de la violencia, el deseo de venganza y de retaliación, o la disposición al seguimiento y la adhesión a fórmulas salvadoras de atención a lo inmediato en desmedro de los problemas estructurales. Situación esta última que Zuleta nos ayuda a comprender cuando afirma que “[…] puede ocurrir también que si las circunstancias de nuestra vida nos han conducido a una pérdida de las referencias de identidad y se ha desatado una angustia de disolución, sintamos el deseo de volver a padecer esa violación total. […] significa anhelo de sometimiento, de dogmas, de abandono de toda crítica. Y mientras más despersonalizadora sea la forma de vida social, más posibilidades habrá de que irrumpa la demanda de que el gran aparato –religioso, estatal, político­ nos resuelva de una vez por todas el problema de quiénes somos y para dónde vamos.” 27 Dejando entrever que un acto de poder como el que exigiría un proceso de transición, nos plantea profundos desafíos en la reconfiguración de las identidades, el reconocimiento de la autonomía de los pueblos, la apertura de espacios plurales para la actividad y expresión del pensamiento en libertad, que antagonizan con nuestra coyuntura actual.

iii. Reconocer e integrar activamente la diversidad cultural y política, se plantea también como un desafío que debe ser comprendido sin que en su intento se confunda con distinciones que potencian la atomización de la población, incrementan los desequilibrios, potencian la discriminación y terminan por fragilizar aún más la configuración de los escenarios de poder. En sociedades como la nuestra, la integración de las diferencias no se ha logrado, a la fecha las comunidades han avanzado de manera significativa en sus procesos de organización y fortalecimiento interno, lo cual resulta a todas luces muy importante, el desafío que se plantea ahora es lograr la integración de tales procesos de modo que puedan constituirse como un poder real centrado en propósitos de bienestar comunes. Mientras ello sucede, la realidad continúa constatando la vulnerabilidad de los grupos poblacionales tradicionalmente excluidos e invisibilizados del escenario político, tales como las poblaciones de indígenas, de afrodescendientes y de campesinos; así como los trabajadores y las mujeres, entre otros grupos poblacionales, configurando de entre ellos, el cuerpo de las víctimas y las memorias invisibles.

iv. La victimización horizontal, constituida por efecto de las desigualdades, las violencias y los odios históricos, configuran el fenómeno que da lugar a la transformación de una persona de víctima a criminal. Este fenómeno se constituye también en una de las razones de apuño que sustentan las iniciativas de reconciliación y perdón, tendientes a organizar un escenario pacífico que ponga fin a esta situación en cadena que no permite la salida del círculo repetitivo de las violencias. Los planes de pacificación orientados por la tentativa de vencer militarmente al enemigo, no solo desconocen las causas estructurales que dan lugar al recurso y abuso de la fuerza, sino que pasan por alto la fragilidad de los resultados y por lo tanto la potencia de repetición hipermnésica o amnésica que alberga en su seno mismo.

27 Estanislao Zuleta, “Tribulación y felicidad del pensamiento” en Elogio a la dificultad y otros ensayos, Fundación Estanislao Zuleta, Cali Colombia, 2000, p.p. 39 y 40

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Desmond Tutu nos lo dirá así: “Cuando usted se deshumaniza, yo también me deshumanizo, porque mi humanidad está contenida en la suya.” 28

v. Los procesos de amnistía pueden incubar no un nuevo inicio, sino una repetición. Dimitri Nicolaïdis, citado por Lefranc, señala otro factor no menos grave con respecto de la amnistía, cuando afirma que ésta ignora “[…] la posibilidad de que haya podido surgir una división en el seno de la Nación. La obliteración comienza ahí, en la concepción singular de la identidad nacional que hace a la vez inevitable e inadmisible la existencia de una falla en el edificio social y político […]” 29 . De esta manera la crítica relativa a las políticas del perdón aplicadas en diferentes contextos, se argumenta sobre la comprensión de tal tentativa por parte de los gobiernos democráticos de negar la preexistencia de una división en el seno de la Nación, todo lo cual implica que se adelanta una política de la reconciliación que se presenta con la promesa de una transformación de las condiciones que dieron lugar a los crímenes, cuando lo que sucede en realidad es que al perdonar a los criminales, termina perdonándose también el crimen mismo, mientras las razones estructurales que le dieron lugar resultan siendo desconocidas. Así, pasado el proceso de amnistía, en lugar de un nuevo comienzo, cuanto se registra es el reinicio de lo mismo.

vi. Desconocer a l opositor y declararle enemigo para legitimar el uso de la fuerza represiva, la persecución y el asesinato selectivo, es otra práctica que se ha hecho común en Colombia, potenciando la polarización no solo con los grupos armados ilegales, sino y lo que es peor, con las organizaciones de la población civil, y toda forma de expresión de la diferencia o de defensa de los derechos humanos. Con lo cual se dificultan a claras luces las posibilidades de una resolución pacífica del conflicto, toda vez que ello exige espacios reales para la confrontación, la discusión y el debate abierto de los planes, proyectos, e iniciativas de diverso orden, al lado de condiciones también reales para el desvelamiento de la verdad con respecto de los crímenes atroces cometidos por los diferentes actores, incluidos los crímenes de Estado.

vii. La continuidad del conflicto armado y la ausencia de garantías de no repetición se constituyen de facto en otra limitación innegable para adelantar un proceso que respete el derecho a la verdad y la configuración de una memoria histórica incluyente y favorable para la construcción de un nuevo escenario. La situación se agrava cuando además se insiste en negar su existencia, pretendiendo –como se ha señalado­ que no existe una confrontación interna, con lo cual se facilita la demonización del otro que exige como única salida su exterminio. Mientras el escenario permanezca en condiciones semejantes, la visibilidad de las víctimas, el desvelamiento de la verdad y la construcción de memoria, continuará siendo un desafío, no una confianza.

viii. La reparación de las víctimas como recurso para silenciarlas constituye otro factor que inhibe la confianza en las políticas del perdón y de la memoria, al revelarse como nueva forma de la perversión. Se trata nuevamente de una confusión entre los principios y los fines, bastante propia de los conflictos armados internos, donde se canjea el claro reconocimiento de las responsabilidades del Estado con respecto de las víctimas, y se pretende que las acciones conducentes a la reparación generen formas de gratitud y sentimientos de endeudamiento de las víctimas con respecto de quien aparecería como su

28 Desmond Tutu, “La paz es posible”, en Sanar no tanto castigar, Memorias del simposio internacional Justicia restaurativa y paz en Colombia . Fundación Alvaralice, Cali Colombia, 2006, p.p. 68. 29 Dimitri Nicolaïdis, « La Nation, les crimes et la mémorire », citado por Lefranc, S., Políticas del…Op. Cit., p.p. 397

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benefactor. La situación se manipula de tal manera que la gratitud espontánea por el deber cumplido, se propone como nueva posibilidad de entronización de una figura de salvador, orientada a frenar cualquiera nueva reclamación por las inconsistencias o procesos fallidos. Debe ser claro que los derechos de las víctimas, entre los cuales se haya el derecho a la reparación económica, material y simbólica, han de obedecer al principio de respeto por la vida y la dignidad de las personas; y que en tanto que se trata de un derecho que le fuere negado por efecto de las hostilidades, su restitución se constituye en deber por parte del Estado, y no en un favor otorgado por sus representantes.

ix. El arrepentimiento real de los responsables de los crímenes de guerra ha de ser la condición irrefutable que podría abrir el escenario para que las víctimas consideren la posibilidad de otorgar el perdón –el desvelamiento de la verdad no puede considerarse ahí por las razones expresadas antes, puesto que ésta se constituye en deber de unos y derecho de otros, por lo cual no admite negociaciones­; esto supone por parte de los criminales una disposición y capacidad para la reflexión moral y el consecuente reconocimiento del crimen como un hecho repudiable para su propia condición de humanidad. Cuando el victimario se planta ante la víctima y ante la sociedad de ciudadanos que ha ofendido para decirle “[…] ‘le ruego su perdón, le pido que me lave de mis culpas, no para limpiar las páginas de la historia sino para recuperar mis derechos como ser humano, para volver a unirme al reino de la humanidad moral’[...]” 30 , y agregamos nosotros, no para acceder a prebendas o beneficios adicionales, sino única y exclusivamente para insertarme de nuevo a “la humanidad moral”, no para canjear “mi testimonio y declarar la verdad”, sino simple y llanamente por su necesidad moral de ser perdonado, entonces podría pensarse que es posible la aplicación de mediaciones o “círculos de reconciliación” entre unos y otros, sin el riesgo de un mediador comprometido con intereses que puedan comprometer la aplicación de la justicia y el encumbramiento de la impunidad.

x. La importancia de que las personas que han sido víctimas deseen dejar de serlo, que la nominación “víctima” permanezca como adjetivo, y no se transforme en sustantivo, constituye otro factor en nada despreciable con respecto de los procesos orientados a la visibilidad de las personas y las comunidades y su derecho a la verdad y la memoria, con respecto de los hechos que un día las hicieron víctimas. En un país que comparta condiciones semejantes con Colombia, esta exigencia ha de ser tomada en consideración con especial cuidado 31 . Así como el psicoanálisis ha demostrado de qué manera la enfermedad puede –pese a su incomodidad innegable­ representar un satisfactor para el paciente, también la victimización resulta en países como el nuestro, planteando condiciones para las víctimas que podrían generar un apego con el statu quo que su reconocimiento objetivo les otorga; una situación tal puede presentarse al menos en dos situaciones reconocibles: Uno, si reconocemos que un porcentaje muy importante de las personas y comunidades victimizadas en países como el nuestro, corresponden con personas y poblaciones cuyos derechos han sido vulnerados desde siempre. Cuando aceptamos que su invisibilidad no inicia con el conflicto armado, es decir no inicia cuando devienen víctimas de un crimen de guerra, sino que ha iniciado con la historia de su propia existencia; aceptamos entonces que su vida ha estado signada por la desprotección, el abandono, la deprivación de los derechos fundamentales y mínimos, como el derecho a la vivienda, a la educación, la nutrición y la salud, al trabajo en condiciones dignas; me estoy

30 Pumla Gobodo – Madikizela, “Tú confiesas, yo perdono”, en Sanar, no tanto…, op. Cit., p.p. 72 31 La estabilidad y permanencia de condiciones que no se experimentan como excepcionales y evitables, logran construir una representación sustantivada de aquello que en sí mismo, carece de sustancia, como es el caso de la victimización.

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refiriendo a ése impresionante porcentaje de nuestra población que se encuentra por debajo de la línea de pobreza y que se encuentran excluidos del sistema, y que en condiciones de conflagración son además los primeros damnificados por la guerra. Dos, en un tiempo donde el valor se obtiene por la fama o el reconocimiento público, la salida del anonimato generada por efecto del crimen, se convierte en muchas ocasiones en referente único de reconocimiento de su existencia. Con respecto de personas que se han configurado como víctimas directas o indirectas en circunstancias como las mencionadas, y en un contexto social como el que hemos descrito antes, la respuesta cultural ante su victimización las abraza con sentimientos de lástima y conmiseración, que mucho antes de percibir siquiera posibilidades de reparación al daño recibido, se constituyen de facto en una ilusión de afecto y reconocimiento que por si mismo configuran una retribución de su humanidad borrada. Es innegable que este argumento en particular, exigiría un desarrollo mucho más amplio que el presentado en este texto, pero la exigencia de delimitación propia del propósito de este documento no nos permite aportar por ahora argumentos adicionales, baste por lo pronto entonces, con señalar la importancia de reconocer que la visibilidad de las víctimas puede configurar un escenario cultural propicio para la aparición del apego a la nueva condición así otorgada, inhibiendo los procesos de elaboración y reorganización del recuerdo del daño recibido, necesarios para que la víctima desee trascender la situación objetiva que la convirtió en víctima, recuperando su dignidad como miembro activo de una comunidad en capacidad para participar en la toma de decisiones, esto es, renunciar al reconocimiento compasivo y protector que dio lugar a la asistencia humanitaria, indispensable en el primer momento, para reinstalarse en situación de dignidad e igualdad de condiciones para exigir sus derechos y el de los demás. Así, el deseo de dejar de ser víctima, se propone también como imperativo que se agrega a los anteriores para construir un escenario viable para la reconciliación como fenómeno sostenible y la construcción de una memoria que no entronice la violencia y potencie el odio histórico, sino la fundación de un nuevo orden político. Tomando esta referencia como hipótesis provisional, podríamos también añadir que quizá en una situación tal, el perdón podría hacer su aparición pública no como una política promovida por los gobiernos, sino como iniciativa civil acunada en el único lugar legítimo para ser decidido.

xi. Entender la inocencia como potestad de la infancia y del estado de ignorancia, y no como condición de la sociedad en su conjunto, también resulta importante para avanzar en el propósito; considerar inocente a la sociedad, a la población civil que constituye la base del poder democrático, significaría aceptar la negación de su condición política, negación que haría imposible cualquier pretensión de autonomía, autoregulación y configuración de las libertades políticas indispensables para el establecimiento de ese momento cero para un nuevo inicio, para la plena configuración de la esfera pública. Resulta indispensable que la sociedad, la red de instituciones que la definen, reconozcan de entrada su responsabilidad en la configuración del escenario que dio lugar a la organización de un poder obtenido con el recurso de la fuerza, la represión y la exclusión, la conflictividad sin mediaciones dialógicas, y el consecuente florecimiento de las violencias. Quizá en este punto repose uno de los más grandes desafíos, pues aunque no se haya participado directamente en la comisión de los crímenes –situación que no admite confusiones, ni distribución alguna de las responsabilidades, ni atenuante ninguno para con los responsables directos­ si hemos de reconocer en cuanto que ciudadanos, que incluso la omisión se constituye en factor que contribuye con la permanencia de las desigualdades y los desequilibrios del sistema social, político, cultural y económico que subtiende la emergencia del conflicto armado, su progresiva degradación y su aparente inamovilidad en el tiempo. Una actuación contraria no haría más que potenciar una moral relativa para juzgar a unos mientras se exculpa a otros, moralidad cuestionable que solo apuntalaría las desconfianzas estructurales.

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Así, la fundación de un nuevo orden político que de lugar a una sociedad capaz de asumir los retos de una democracia, se presenta como lectura de un escenario de salida claro, sostenible y posible, solo si cada uno de los actores –en conflicto­ asumen su parte de responsabilidad proporcional a sus acciones y omisiones, para decidir por una memoria histórica que ha de ser escrita bajo criterios de participación e inclusión, que además de integrar los relatos del pasado desde el punto de vista propio y ajeno, puedan también recrear la perspectiva de nuestros anhelos de futuro. La voluntad compartida de una refundación del orden político, es quizá el único principio que puede hacer confiar en una política del perdón, en un escenario propicio para la reconstrucción de la verdad y la determinación precisa de los responsables directos, en una memoria histórica integradora y reveladora que pueda permanecer viva en el tiempo, en una sociedad intolerante con la impunidad, la repetición, capaz de exigir el cumplimiento –no de promesas­ sino de los compromisos así construidos.

4.4. Punto de giro

“Objetivamente, es decir, viéndolo desde fuera y sin tomar en cuenta que el hombre es un inicio y un iniciador, las posibilidades de que mañana sea como ayer siempre son abrumadoras. No tan abrumadoras, sin duda, pero bastante cercanas a las posibilidades de que ningún planeta Tierra vuelva a surgir de los procesos cósmicos, de que ninguna vida se desarrolle de los procesos inorgánicos y de que ningún hombre surja de la evolución de la vida animal. La diferencia decisiva entre las ‘infinitas improbabilidades’ en las que descansa la realidad de nuestra vida terrestre y el carácter milagroso inherente a los acontecimientos que determinan la realidad histórica consiste en que, en el campo de los asuntos humanos, conocemos al autor de los ‘milagros’. Los hombres son los que realizan, hombres que, por haber recibido el doble don de la libertad y de la acción, pueden configurar una realidad propia.” 32

Hay en Cali un balcón que, por su altura y ubicación emula las cualidades de la contemplación, desde ahí pueden observarse los Farallones en la regia transición que dibujan al atravesar la ciudad; con alguna frecuencia la noche que todo lo cubre se extiende aún en las mañanas con un manto de niebla que, haciendo obstáculo al paso de la luz, encubre plenamente la cadena majestuosa de las montañas; el paisaje visto así, en esta noche que se alarga, deja a la vista de nuestros ojos, solo un valle de extensa monotonía donde los edificios se disputan entre sí la potestad de aproximarse al cielo. Mientras las moles de habitación se encubran de ése modo, mirando al infinito, miles de transeúntes en motocicletas, automóviles y busetas de mil colores se disputan un turno ante la luz roja que les detiene, prestos para continuar avanzando hacia el lugar de todos los días, sin elevar jamás sus ojos del pavimento, so pena de estrellar, desviar o perder sus apretados y apurados pasos; peligro que se hace tanto más inminente por cuanto las familias despojadas de su hogar se apiñan en torno de la triada de luces, logrando que el tiempo avance con más velocidad que los motores, incrementando el desespero de los competidores; nosotros solo testificamos el estancamiento que se produce por el encuentro entre los que quieren avanzar para llegar a un punto fijo y los parados que no van a ningún lado porque ningún lugar les espera.

Otros días en cambio, durante el solsticio de verano, es posible diferenciar incluso una cumbre de otra, en ése tejido de colores verde azul que acompaña su imponencia indiscutible. En esos momentos la contemplación se posiciona como la más elevada forma de la existencia, podemos disfrutar el cruce de los vientos que despeinan a su paso toda forma de follaje, renovando la frescura

32 Hannah Arendt, “¿Qué es la libertad?” en Entre el pasado y el futuro, Ediciones Península, Barcelona, 2003, p.p. 268

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y moviendo el corazón a expresar sus más ocultos anhelos, de tan desnudo como queda cuando el viento le arrebata impertinente, la piel endurecida de palabras que –como sentencias­ lo abrazaba. Vista así, el contraste entre las elevadas cumbres y el valle que se dibuja por su precipitación, la altura de los edificios aparece apenas como exhibición de una arrogancia que mueve a risa, de tan pretenciosa como resulta; la falacia de su intento desvela la realidad de su impotencia plena, entonces nuestro rostro amalgamado de evidencias, de tanta seriedad como requerimos cada día, se rompe como espejo de narciso, y en la dispersión de sus esquirlas aparece su más impúdica y estridente carcajada. En ese momento descubrimos que todavía somos capaces de la esperanza, del ensueño, de recrear una nueva apariencia del mundo.

Quizá nunca sepamos quiénes somos, porqué estamos aquí, para qué vivimos, pero siempre podremos reconocer nuestra maravillosa capacidad para re­crear la apariencia de este mundo que hemos logrado habitar, construyendo sentidos de existencia en el vacío, recreando la vida donde la muerte se ensaña como si presencia negadora de su contrapartida, recreando cosmogonías a partir del abrazo con esa ley inexorable que hace surgir la vida en la combinación invisible de los elementos. Reconocimiento que hoy, ante la apabullante inminencia del desastre, nos impulsa para continuar en el intento, renovando nuestras confianzas y fortaleciendo nuestra capacidad para resistir y penetrar la intensa niebla que encubre nuestra visión de otro horizonte. Con esta disposición aquietamos la racionalidad que se apuntala en la evidencia y damos lugar a esa racionalidad otra capaz de recrear el mundo y producir el milagro del que somos capaces cuando ganamos en humildad suficiente para aceptar que la realidad es más extraña y cercana a la ficción de cuanto nos gusta imaginar.

Aquietamos pues el apabullante efecto de la evidencia que nos acosa y damos lugar a ese estado contemplativo que nos permite imaginar nuevos mundos para unir nuestro intento con el de otras organizaciones que, en Colombia y en el mundo, actúan motivados por el mismo intento; atendiendo a la necesidad de desarrollar estrategias orientadas a restituir la plenitud de los derechos de las víctimas y de sus familias; reconociendo además que la sociedad colombiana en su conjunto, tiene derecho a conocer y reconocer la verdad histórica de los hechos acaecidos, así como el deber de atender el imperativo de idear acciones que resultan prioritarias para intentar un equilibrio en la balanza de la justicia; para avanzar en la configuración de un escenario propicio para marcar ese punto de giro que –como ejercicio de poder­ no puede esperarse como resultado de la mera intención de un gobierno deseable, sino más bien, como si agenda posible de ser acogida en el seno de los colombianos y las colombianas que hoy nos encontramos en la convicción de que un nuevo futuro para Colombia, es posible de ser escrito como resultado de la acción conjunta y sostenida. Puesto que entendemos que una política viva es en esencia acción, acción conjunta de los muchos que somos.

“Cuántos somos no sé… Somos uno, tal vez dos; tres, tal vez cuatro; cinco, tal vez nada. Tal vez la multiplicación de cinco por cinco mil y cuyos restos llenarían doce Tierras.

Cuántos, no sé… Sólo sé que somos muchos –el desespero del decimal infinito. Y que somos bellos como dioses, aunque trágicos.

[…] Cuántos, no sé… Somos la constelación perdida que camina lanzando estrellas,

Somos la estrella perdida que camina deshecha en luz.” 33

Somos un pueblo que nunca ha dejado de sonreír, de cantar y hacer danza de la existencia, quizá sea hora de imaginarnos otras identidades posibles y jugar a ser otros, de unir el poder que se haya

33 Vinicius De Moraes, “El poeta”, en La vida vivida, Edición bilingüe, El Áncora Editores, Bogotá, 1996, p.p. 73, 79.

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disperso en medio de nuestras diferencias, en medio de todas aquellas razones que –loables­ un día hicieron que empezásemos a luchar por el reconocimiento de nuestra pluralidad, de nuestras diferencias individuales. La brecha entre las generaciones potenciada por el encumbramiento de las relaciones de uso; el distanciamiento y confrontación surgido en las relaciones de género, a causa de las luchas de la mujer por construir un lugar que le reconozca en su dignidad; la lucha de los pueblos por su derecho al territorio y al reconocimiento e inclusión de su cultura; la restitución de los derechos que han sido vulnerados o negados históricamente; no pueden continuar siendo tarea de cada grupo poblacional. Resulta indispensable frenar el ímpetu de los fines, la tentativa de la instrumentación, y reconocer que cuanto nos une se encuentra ­más allá de toda diferencia posible­ en nuestra condición de humanidad, y que es justamente nuestra condición humana, como principio, la que resulta negada cuando la fuerza apabulla el poder que se acuna –no solo en la riqueza de nuestra diversidad­ sino, y sobre todo, en la unidad de nuestra semejanza.

No constituye ninguna novedad señalar que la salida de los problemas complejos es siempre aquella que aparece más simple. La novedad, el milagro que conjuramos, se haya en que podamos convertirla en realidad.

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