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ARQUITECTURA MARXISTA Y EL ARQUITECTO EN LA LUCHA DE CLASES. Larissa Slibe A continuación algunas consideraciones del arquitecto Hannes Meyer en la publicación El Arquitecto en la Lucha de Clases (1981) Meyer, de origen suizo, perteneció a un grupo de arquitectos llamados grandes maestros, murió en 1954, fue director de la escuela Bauhaus (1928-30), sin embargo la historiografía burguesa ha mantenido en silencio los aportes más trascendentes de su obra; la razón del silencio es sin lugar a dudas de tipo ideológico: durante la persecución fascista en Alemania él, a diferencia de sus compañeros, no se exilió en Estados Unidos de América, sino en Rusia... Fue conocido en la Alemania socialista como el “arquitecto y maestro comunista” y es un representante importante del racionalismo. Su postura crítica a la sociedad, la arquitectura y el urbanismo del sistema capitalista, lo diferencia del grupo de arquitectos de vanguardia del movimiento moderno. Sostuvo que el hecho constructivo es un proceso “técnico no estético” ya que las viviendas son “maquinas vivientes” y los procesos compositivos aislados no concuerdan con la función adecuada a la realidad, así mismo, lo refiere como un proceso biológico de carácter colectivo, “construir es sólo organización: organización social, técnica, económica, psicológica” lo cual elimina los componentes estéticos. Sus planteamientos son acordes con teorías de vanguardia soviética, sin embargo, es necesario analizar, en el contexto histórico, lo revolucionario de sus planteamientos, por el hecho de que desde su definición de Arquitectura Marxista, texto mecanografiado en alemán en 1931,publicado en Barcelona en 1972 y en Cuba en 1981, concientiza acerca de la posibilidad de desarrollar una arquitectura organizada dentro de la economía socialista planificada. Para Meyer, en el texto Arquitectura Marxista, construir no es una acción compositiva inspirada en el sentimiento sino un proceso meditado de organización, ya que el arquitecto debe coordinar las exigencias de las masas en relación con el área estandarizada (reglamentación, normalización y estandarización). El sistema constructivo de la ciudad socialista, según plantea, debe ser elástico y no rígido, cuanto mas elástico es el sistema mayor será su utilidad en la progresiva socialización del espacio, “el edificio en si no es una obra de arte. Hay que buscar su calidad en las dimensiones y en las finalidades de su función” En coherencia con el planteamiento marxista, la existencia determina la conciencia, la construcción socialista es un elemento de la psicología de las masas, de allí que Meyer sostenga que “la organización psicológica de las ciudades y de sus partes constructivas debe elaborarse según los resultados de un conciente planteamiento científico desde el punto de vista psicológico”. Los elementos constructivos capaces de despertar sensaciones deben formar parte orgánica de la construcción. Así mismo hace explicita la necesidad de que la arquitectura socialista proponga una transformación radical de la enseñanza de la arquitectura y se incorporen las leyes marxistas y la ideología del proletariado en el proceso arquitectónico. La enseñanza de la arquitectura no debe centrarse en la composición apoyada en el sentimiento, sino en fomentar “la enseñanza organizadora, basada en la razón”. Para el “arquitecto leninista”, termino usado por Meyer, la arquitectura no debe consistir en un estimulo estético, sino en un arma para la lucha de clases, en tanto que “cualquier tipo de construcción es, para él, una obra impersonal, cuya estructura viene determinada por las existencias de las masas”. Es por esto que pensar en formar arquitectos desde una perspectiva centrada en el hombre y no alienada en el objeto, cobra fuerza en un proceso de transformación social como está desarrollándose en nuestra realidad revolucionaria bolivariana. La lucha de clases tiene herramientas desde cada uno de los costados que la observemos y las nuestras, para una transformación real de la sociedad, deben estar bien afiladas, para Meyer esto: obliga a los arquitectos a un continuo análisis de las situaciones sociales que encuentran su expresión en la arquitectura de nuestro tiempo. Cuanto más claramente reconocemos los procesos sociales de la lucha de clases, tanto más obligados estamos a juzgar la forma de todas las manifestaciones en el campo arquitectónico”.Pues el arquitecto, como cualquier profesional si no es conciente, estará sometido a la supremacía de clase dominante.

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ARQUITECTURA MARXISTA Y EL ARQUITECTO EN LA LUCHA DE CLASES.

Larissa Slibe

A continuación algunas consideraciones del arquitecto Hannes Meyer en la publicación El Arquitecto en la Lucha de

Clases (1981)

Meyer, de origen suizo, perteneció a un grupo de arquitectos llamados grandes maestros, murió en 1954, fue director

de la escuela Bauhaus (1928-30), sin embargo la historiografía burguesa ha mantenido en silencio los aportes más

trascendentes de su obra; la razón del silencio es sin lugar a dudas de tipo ideológico: durante la persecución fascista en

Alemania él, a diferencia de sus compañeros, no se exilió en Estados Unidos de América, sino en Rusia... Fue conocido

en la Alemania socialista como el “arquitecto y maestro comunista” y es un representante importante del racionalismo.

Su postura crítica a la sociedad, la arquitectura y el urbanismo del sistema capitalista, lo diferencia del grupo de

arquitectos de vanguardia del movimiento moderno.

Sostuvo que el hecho constructivo es un proceso “técnico no estético” ya que las viviendas son “maquinas vivientes” y

los procesos compositivos aislados no concuerdan con la función adecuada a la realidad, así mismo, lo refiere como un

proceso biológico de carácter colectivo, “construir es sólo organización: organización social, técnica, económica,

psicológica” lo cual elimina los componentes estéticos. Sus planteamientos son acordes con teorías de vanguardia

soviética, sin embargo, es necesario analizar, en el contexto histórico, lo revolucionario de sus planteamientos, por el

hecho de que desde su definición de Arquitectura Marxista, texto mecanografiado en alemán en 1931,publicado en

Barcelona en 1972 y en Cuba en 1981, concientiza acerca de la posibilidad de desarrollar una arquitectura organizada

dentro de la economía socialista planificada.

Para Meyer, en el texto Arquitectura Marxista, construir no es una acción compositiva inspirada en el sentimiento sino

un proceso meditado de organización, ya que el arquitecto debe coordinar las exigencias de las masas en relación con

el área estandarizada (reglamentación, normalización y estandarización). El sistema constructivo de la ciudad socialista,

según plantea, debe ser elástico y no rígido, cuanto mas elástico es el sistema mayor será su utilidad en la progresiva

socialización del espacio, “el edificio en si no es una obra de arte. Hay que buscar su calidad en las dimensiones y en las

finalidades de su función” En coherencia con el planteamiento marxista, la existencia determina la conciencia, la

construcción socialista es un elemento de la psicología de las masas, de allí que Meyer sostenga que “la organización

psicológica de las ciudades y de sus partes constructivas debe elaborarse según los resultados de un conciente

planteamiento científico desde el punto de vista psicológico”. Los elementos constructivos capaces de despertar

sensaciones deben formar parte orgánica de la construcción.

Así mismo hace explicita la necesidad de que la arquitectura socialista proponga una transformación radical de la

enseñanza de la arquitectura y se incorporen las leyes marxistas y la ideología del proletariado en el proceso

arquitectónico. La enseñanza de la arquitectura no debe centrarse en la composición apoyada en el sentimiento, sino

en fomentar “la enseñanza organizadora, basada en la razón”. Para el “arquitecto leninista”, termino usado por Meyer,

la arquitectura no debe consistir en un estimulo estético, sino en un arma para la lucha de clases, en tanto que

“cualquier tipo de construcción es, para él, una obra impersonal, cuya estructura viene determinada por las existencias

de las masas”.

Es por esto que pensar en formar arquitectos desde una perspectiva centrada en el hombre y no alienada en el objeto,

cobra fuerza en un proceso de transformación social como está desarrollándose en nuestra realidad revolucionaria

bolivariana. La lucha de clases tiene herramientas desde cada uno de los costados que la observemos y las nuestras,

para una transformación real de la sociedad, deben estar bien afiladas, para Meyer esto: “obliga a los arquitectos a un

continuo análisis de las situaciones sociales que encuentran su expresión en la arquitectura de nuestro tiempo. Cuanto

más claramente reconocemos los procesos sociales de la lucha de clases, tanto más obligados estamos a juzgar la forma

de todas las manifestaciones en el campo arquitectónico”.Pues el arquitecto, como cualquier profesional si no es

conciente, estará sometido a la supremacía de clase dominante.

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El Arquitecto Alienado

*Publicado en Revista La Paja Teórica y Ciudad Atmosférica.

Por Patricio De Stefani

Robert and Shana ParkeHarrison, The Architect’s Brother, Sentinels, Lowtide,

2000.

Hace un tiempo atrás, conversando sobre el estado de la

arquitectura en Chile y su función en la actual estructura social,

un colega y amigo hizo el siguiente comentario: “el arquitecto

chileno es un sujeto escindido, disociado entre sus buenas

intenciones y su práctica efectiva, una especie de esquizofrénico

de personalidades múltiples y discordantes”. Sus palabras me

quedaron dando vuelta… “¿No será un poco exagerado?”… “¡Pero si se han hecho y se siguen haciendo cosas

buenas!”, y otras frases de tono similar podrían probablemente escucharse como hipotéticas respuestas. Pero

más allá de las siempre diletantes y abstractas argumentaciones puramente psicológicas y/o moralizantes

¿Qué clase de sujeto es de hecho, objetivamente, el arquitecto chileno?

Quisiera referirme de manera breve, aunque sustantiva, a un fenómeno relevante que considero poco

discutido entre los que se dedican a pensar y hacer arquitectura. La idea, simple pero no menor, de que los

arquitectos, operando en una sociedad como la nuestra y al igual que otros sujetos sociales, son sujetos

alienados. Como el breve espacio de este escrito no permite desarrollar los fundamentos de esta idea a

cabalidad, procederé a exponer una serie de conclusiones que se derivan de argumentos a la espera de su

explicitación futura.

Asimismo, me he dado la libertad de trabajar sobre una noción de imaginario quizás algo distinta de lo que

plantea la editorial. Lo que propongo es pensar el imaginario que los propios arquitectos y los sujetos

vinculados a su que-hacer, construyen de sí mismos. Entenderé por imaginario entonces a la dimensión

ideológica (en sentido moderno) de la arquitectura, y por ésta, a las formas de conciencia que se derivan de las

contradicciones prácticas y reales de la sociedad. Dicho de otra manera, la ideología es el cuadro que la

arquitectura ilustra de sí misma, la representación imaginaria –aunque real en sus efectos– que los

arquitectos construyen respecto de las condiciones materiales-sociales que los constituyen y en las que operan.

Pretendo describir, de manera bastante libre, ciertas apreciaciones sobre la categoría “sujeto-arquitecto”.

Entiendo por “sujeto” algo que trasciende a las conciencias individuales y que es un producto social e

histórico. Son sujetos los profesores, los jóvenes, los trabajadores, etc. No así Juanita Pérez, una ONG, la clase

“alta” o “media”, etc. que corresponden a individuos, grupos de individuos, o estratos sociales,

respectivamente. Me referiré más bien al arquitecto como función social, como forma de conciencia, histórica

e institucional, más que a arquitectos, grupos, escuelas, o prácticas profesionales particulares. La propuesta es

simple: entender de qué manera el arquitecto chileno es un sujeto alienado. Con esto no me refiero a una

condición psicológica o moral –a menudo asociada al concepto de alienación– sino más bien a una situación

práctica y objetiva que deriva en ciertas formas de conciencia sobre su función en lo social y sobre sí mismo.

No me interesa, por tanto, meramente contemplar o criticar estas formas, sino más bien, exponer sus raíces

sociales. Planteo que esta situación, aparte de seguirse de condiciones sociales generales, es particularmente

consecuencia de dos hechos: el carácter de su formación doctrinal o disciplinar, y la forma que toma su

práctica profesional. El primero se debe principalmente a una extrema burocratización y profesionalización de

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la enseñanza en general y de la arquitectura en particular. El segundo se debe a la inhabilidad del arquitecto

(consecuencia de su formación académica) para relacionarse crítica y auto-críticamente (en teoría y práctica)

con la realidad social de la que es parte integrante.

Pero estas afirmaciones descansan sobre ciertas premisas que conviene explicitar. Primero, supongo que el

arquitecto, en tanto sujeto e individuo, es un producto social de las condiciones materiales existentes en las

que desenvuelve su práctica, y no a la inversa. Segundo, que su actividad y su conciencia están determinadas

por el modo de relación que establece con dichas condiciones. Tercero, que esta relación queda fijada por la

modalidad de práctica arquitectónica en la que efectivamente se desenvuelve, y no por la conciencia que

tenga o crea tener de esa práctica (imaginario como ideología). Cuarto, que es arquitecto no el profesional o el

académico de arquitectura, no el que realice muchos proyectos u obras (relevantes o no), ni siquiera el que sea

reconocido como tal por la sociedad o institución en la que opera, sino quien sea capaz de realizar,

colectivamente, la acción arquitectónica fundamental que es transformar al individuo en objeto de la obra de

arquitectura, pasando ésta a jugar el rol de sujeto activo y determinante. No me detendré en la evidente

elaboración que requiere este último punto.

Para entender el sentido del concepto de alienación es necesaria una mínima comprensión de otros conceptos

asociados como objetivación, extrañamiento, enajenación, cosificación, reificación, fetichismo.[1] Como dije,

no me detendré en explicaciones generales y pasaré a ejemplificar directamente en el campo de la

arquitectura. Si pensamos en la relación entre realidad social y academia, son relevantes dos tendencias

generales que se expresan de manera particular en la enseñanza de la arquitectura: la “burocratización” y la

“profesionalización” del conocimiento.[2] Por burocratización, entiendo al proceso mediante el cual la

producción de conocimiento es sistemáticamente transformada y legitimada como un fin en sí mismo, es

decir, como un mero instrumento de la reproducción académica, un instrumento de legitimación de

conocimientos más que de su generación. O bien, esta producción es instrumentalizada hacia un fin ajeno a su

propia naturaleza –que no es la erudición, sino que los nuevos conocimientos sirvan para vehiculizar una

práctica concreta. Este segundo caso da paso a la profesionalización del conocimiento, o su

instrumentalización en un saber tecnocrático o pretendidamente pragmático, funcional al poder político y/o

económico.

Ambas tendencias apuntan hacia una creciente “cosificación” del conocimiento. Esto quiere decir que los

conceptos pasan a ser entendidos como “cosas” autónomas y no como relaciones, hecho del que se siguen

consecuencias teóricas y prácticas. Un ejemplo de esto podría ser la fuerte concepción “espacialista” que

domina la formación del arquitecto chileno –herencia de las teorías de la arquitectura moderna derivadas de

la psicología experimental, como también el creciente uso acrítico de medios digitales. Bajo esta noción, el

espacio se entiende simplemente como cosa, como volumen o vacío neutral, pasivo, dado, visual y apolítico,

divorciado de las prácticas sociales que lo producen –es decir, independiente del acto de la producción, o el

trabajo como la constante histórica constitutiva del ser humano y su mundo. Este hecho lleva a entender la

arquitectura no como una relación de mediación entre el organismo humano y su medio circundante, sino

como un mero “soporte de actividades” sobre el cual la vida “sucede”. Esta base epistemológica se puede

pensar como análoga a la de las ciencias sociales y la economía “convencionales” –por contraposición a su

concepción “política”. La teoría es entendida aquí como externa y autónoma de la realidad social, produciendo

una escisión insalvable entre el sujeto o individuo que conoce y el objeto conocido. La realidad social adquiere

así un carácter de cosa –simple o compleja– pero más bien dada y naturalizada. Si la realidad es dada y no

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producida socialmente, se sigue que no es posible ni necesario conocerla para transformarla de

manera práctica, sino que sólo interpretarla de manera teórica.

Pero el fenómeno de la “cosificación conceptual” solo puede explicarse como consecuencia de la cosificación

de la realidad misma, y ésta, a su vez, como efecto de la enajenación que implica el sistema de trabajo

asalariado (extracción de la plusvalía producida por el trabajador directo, presentada como un intercambio

válido y “equivalente”). Los arquitectos producen representaciones de objetos o “diseños” que pueden o no ser

construidos por otros, y su formación se centra en este hecho. Si entendemos que “el producto del trabajo es

trabajo encarnado en un objeto y convertido en cosa física” y que “la realización del trabajo es, al mismo

tiempo, su objetivación”[3], tenemos que el arquitecto objetiva, es decir, convierte su trabajo subjetivo –

concebir proyectos– en unobjeto. La forma particular que toma la objetivación en una sociedad capitalista

globalizada como la nuestra, es una en que el objeto producido (mundo humano) se vuelve ajeno y extraño al

sujeto que lo produjo, a tal punto, que es dominado por éste como un “poder objetivo”: las mercancías. La

objetivación, la producción humana encarnada en los objetos que produce, se convierte entonces en

enajenación: el producto es apropiado precisamente por el sujeto que no lo produjo, pero que sin embargo

controla la producción y distribución del producto. En el caso de la arquitectura, la enajenación consiste

principalmente en dos aspectos: enajenación del producto y enajenación de la práctica del arquitecto. En el

primer caso, el objeto producido por el arquitecto es subordinado a motivos y fuerzas completamente ajenas a

su quehacer, haciéndolo aparecer como autónomo respecto de las relaciones sociales. En el segundo, la propia

actividad productiva del arquitecto es entendida como un requerimiento externo al cual se le debe dar

“solución arquitectónica”, por lo que la arquitectura es concebida no como causa de su que-hacer reflexivo y

práctico, sino más bien como una consecuencia, algo a lo que se debe “llegar”.

El primer punto implica que el sujeto-arquitecto es impedido de reconocerse en su propia creación, por el

hecho de que ese producto –en tanto mercancía elaborada para su intercambio en el mercado– escapa a su

voluntad y lo niega al pertenecer a una estructura social de clases a la que el arquitecto no puede hacer nada

más que subordinarse. Los proyectos deben “responder” a demandas de diverso tipo, a menudo presentadas

como “necesidades” naturales o morales que, sin embargo, terminan siendo ajenas al cumplimiento de lo

propio del arte de la arquitectura: articular la relación entre el organismo humano y su medio circundante de

manera determinante y activa. La obra arquitectónica, en lugar de ser entendida desde la humanidad que

contiene (el trabajo de todos los involucrados en su producción, incluyendo al arquitecto), se cosifica como un

objeto en sí mismo, un mero “soporte” o “contenedor”, velando el hecho de que la “cristalización” del trabajo

humano que da como resultado esa obra es, de hecho, el proceso vital que la constituye socialmente. El

arquitecto pierde así el control sobre su propia creación y, peor aún, no sólo él debe vivir con este hecho, sino

que el resto de la humanidad experimenta su medio como algo ajeno y mas allá de su control. Producimos un

mundo humano (compuesto de relaciones productivas, de intercambio, instituciones sociales, y entornos

físicos correspondientes) que experimentamos como dado e inamovible, como natural. Nuestro mundo parece

determinado por fuerzas impersonales –mercado, capital, dinero, estado, etc.– sobre las que no tenemos

incidencia alguna, a pesar de que son sólo el producto de nuestra propia actividad.

Dado que nos interesa por sobre todo la situación objetiva de la alienación –y no como fenómeno psicológico–

la enajenación y cosificación del proyecto/obra sólo pueden comprenderse sobre la base social de una práctica

enajenada de la arquitectura. Esto quiere decir, que la relación del sujeto-arquitecto con su propia práctica

profesional es experimentada como ajena a su control. La práctica arquitectónica es entendida como un mero

“servicio”, como la satisfacción de necesidades y/o carencias sociales. Esto se da a tal punto que se entiende

como algo obvio y por ende, incuestionable. Sin embargo, hasta el más incipiente análisis que considere la

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práctica efectiva de la arquitectura –y no simplemente su apariencia ideológica– revela el hecho de que los

proyectos/obras son concebidos primariamente para ser transados en el mercado en la forma de renta de

bienes inmuebles, y sólo como consecuencia de este hecho poseen un valor de uso. La actividad del arquitecto

resulta así en una inversión de los términos, en la cual el sujeto creador no utiliza los medios y condiciones de

trabajo a su voluntad, sino al contrario, éstos lo utilizan a él. El sujeto es convertido en objeto de las

condiciones sociales en las que se desenvuelve, es objetivado y luego cosificado, producido por condiciones

que escapan a su voluntad. Al mismo tiempo, estas condiciones, que son el producto de su actividad, son

subjetivadas, personificadas como si fueran autónomas y contaran con un poder intrínseco.

Operando en esta sociedad, y dejando de lado los idealismos románticos y éticas ilustradas que caracterizaron

a la arquitectura del siglo XX, el arquitecto es básicamente un productor de mercancías. Deslumbrado por

ilusiones estéticas convertidas en fetiches que adornan las publicaciones especializadas con un aire de

autocomplacencia, el arquitecto concibe su actividad como la de un creador libre y autónomo, un sujeto

pretendidamente culto y crítico. Sin embargo, la práctica concreta lo revela como un sujeto totalmente

subordinado a las disposiciones de un espacio determinado por la clase social que posee control absoluto

sobre la división del trabajo y, por ende, libre usufructo sobre la propiedad privada de los instrumentos de

trabajo (máquinas, fábricas, oficinas, etc.). Hay que aceptar fría y lúcidamente el hecho de que el arquitecto no

produce para sí mismo ni para el “ser humano” en general, sino que para una clase social en particular, y sus

proyectos/obras reflejan esta situación.

La alienación objetiva del arquitecto consiste en que durante su propia actividad productiva, y como resultado

de ésta, él mismo resulta cosificado, es decir, auto-enajenado. Incapaz de hacerse responsable de sus actos,

queda fuera de sí, alejado de su propio ser, subordinado a fuerzas que no comprende y, peor aún, no sabe que

no comprende. Pero esta conclusión depende de una premisa que no muchos están dispuestos a aceptar: el

hecho objetivo de que las sociedades capitalistas se han constituido y se constituyen de manera violenta, sobre

una relación de explotación que genera una estructura de clases sociales con intereses contradictorios, y la

producción de la arquitectura juega un rol no menor dentro de este proceso. La arquitectura es parte de esta

violencia estructural e institucionalizada: la violencia de la vivienda social, de los proyectos inmobiliarios que

destruyen impunemente barrios enteros, de mega inversiones privadas o públicas concebidas únicamente a

partir de criterios de rentabilidad económica o cultural. De esta manera, el arquitecto chileno parece

distribuirse sobre distintas opciones: en el mejor de los casos se retrae hacia un fenomenologismo reaccionario

y pretendidamente autónomo, o bien hacia la impotencia de nuevas formas de moralidad que se asemejan a

una “ética de negocios” (construcción “responsable”, sustentable o ecológicamente “respetuosa”); y, en el peor,

se subordina a las necesidades creadas de una industria cultural multinacional (bajo pretextos

autorreferenciales), o bien se resigna con descaro ante los dictados de la especulación inmobiliaria.

Esta situación de alienación da lugar a una forma de conciencia fundamentalmente cínica. El mundo

académico es especialmente susceptible a desarrollar ésta en base a una actitud “hipercrítica” donde se pierde

contacto con la realidad social y donde la crítica misma se “academiza” en estériles debates pseudo-filosóficos

que sirven meramente para glorificar autores o ideas en sí mismas, desplazando y ocultando la situación real

de la arquitectura. Argucias retóricas o estéticas que defienden el bien común al interior de las universidades

mientras lo destruyen en las prácticas profesionales. Este cinismo se presenta a veces como un nihilismo

radical y paralizante, un desencanto general hacia la posibilidad de transformación de las condiciones

materiales-sociales de la práctica arquitectónica. Si la relevancia social de la arquitectura es inversamente

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proporcional a su abstracción, su academización, y su mercantilización, ¿a qué puede aspirar realmente ésta

en una sociedad capitalista globalizada, más que a subordinarse servilmente a ilustrar el imaginario de las

clases dominantes, capitalista o burocrática?

La práctica enajenada de la arquitectura sólo puede superarse a partir de la práctica misma, y no desde una

teoría o un “cambio” en la conciencia. La reducción de la obra de arquitectura a un problema puramente

estético, funcional, constructivo, sensorial, o cultural cumple la función política de ocultar su origen

socialmente producido e históricamente situado. El campo de actuación de la arquitectura no puede reducirse

entonces a lo puramente material o perceptual, la obra actúa fundamentalmente a un nivel social o colectivo,

es producto e instrumento de la práctica social. La condición alienada del arquitecto chileno, que se deriva de

la burocratización de su formación disciplinar y la enajenación de su práctica profesional, solo puede ser

superada por medio de la transformación radical de la práctica arquitectónica, entendida ésta como un

determinadomodo de relación que el arquitecto establece con las condiciones materiales-sociales en las que se

encuentra inmerso. Salir de la situación de alienación y enajenación sólo puede ser un proceso

fundamentalmente político y social. La acción política en arquitectura debe tener lugar primero al nivel de sus

métodos de producción y debe necesariamente ir más allá de los límites de la propia disciplina.

Sin renunciar a su autonomía, la arquitectura debe salir de sí misma para desentrañar las condiciones

materiales de su propio proceso social de producción, no sólo con el objeto de comprenderlo teóricamente,

sino de transformarlo prácticamente, orientándolo de manera estratégica hacia un horizonte de superación

del capitalismo y sus prácticas arquitectónicas enajenadas; abriendo así la posibilidad a una sociedad en que

la explotación y la lucha de clases no determinen la producción y reproducción de la vida, en que la división

social del trabajo sea superada y el producto social sea administrado por sus propios productores, dando lugar

a una arquitectura que no sea determinada por los requerimientos abstractos del capital, la renta, o la

burocracia encubiertos bajo esteticismos triviales y falso confort programado.

Notas

[1] La diferencia conceptual entre estos conceptos no ha sido hasta ahora tratada de manera sistemática en la tradición del pensamiento

marxista. Estos se derivan de los conceptos hegelianos de Entäusserung (exteriorización) y Entfremdung (extrañación). Me apoyo en las

aclaraciones que hacen al repecto Bertell Ollman, Carlos Pérez Soto, y Henri Lefebvre.

[2] Utilizo aquí la distinción que Lefebvre hace entre saber (savoir) como una mezcla entre conocimiento, ideología y poder;

y conocimiento (connaissance) como práctica intelectual autocrítica, global e histórica. Ver: Henri Lefebvre, The Production of Space,

trans. Donald Nicholson-Smith. (Oxford: Blackwell Publishing Ltd, 1991), 367-68, 10n16.

[3] Karl Marx, “Manuscritos Económico-Filosóficos”, en Marx y su Concepto del Hombre, por Erich Fromm. México Fondo de Cultura

Económica, 1970), 105.

Referencias

García, Hugo y Carlos Jiménez. Del Espacio Arquitectónico a la Arquitectura como una Mercancía. Cali: Universidad del Valle, 1972.

Lefebvre, Henri. Espacio y Política: El Derecho a la Ciudad II. Barcelona: Península, 1972.

Lefebvre, Henri. The Production of Space. Traducido por Donald Nicholson-Smith. Oxford: Blackwell Publishing Ltd, 1991.

Marx, Karl. Manuscritos Económico-Filosóficos. En Marx y su Concepto del Hombre, por Erich Fromm. México Fondo de Cultura

Económica, 1970.

Ollman, Bertell. Alienation: Marx’s Conception of Man in Capitalist Society. Cambridge, MA: Cambridge University Press, 1996.

Pérez Soto, Carlos. Para una Crítica del Poder Burocrático: Comunistas Otra Vez. Santiago: LOM, 2008.

Pérez Soto, Carlos. Proposición de un Marxismo Hegeliano. Santiago: Arcis, 2008.

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Horizontes de Emancipación: La Posibilidad de una Práctica

Revolucionaria de la Arquitectura (Introducción + Conclusiones)

La arquitectura siempre ha estado ligada a procesos de transformación y reproducción social. Los

arquitectos han intentado desafiar estructuras sociales en el pasado, pero esta tendencia parece estar en

plena decadencia, ¿Es posible todavía una práctica emancipadora de la arquitectura? ¿Qué impide que la

arquitectura forme parte de transformaciones radicales en lo social y espacial? Para saber si aún puede

tener una función progresiva en la sociedad, su relación material con el capital debe ser desentrañada. El

cuerpo humano activo, el trabajo abstracto, el espacio abstracto, el capital fijo, la propiedad del suelo, y la

renta son conceptos fundamentales para entender la lógica espacial del capitalismo. Esta investigación

examina estos aspectos teóricos en su relación con el edificio UNCTAD III en Chile, uno de los últimos

intentos de oposición a la producción capitalista del espacio. A través de este caso, preguntas sobre el rol de

la arquitectura en la sociedad capitalista y cuáles son las posibilidades de una práctica alternativa en

nuestras condiciones actuales, pueden ser abordadas. Una alternativa radical a través de la arquitectura

debe reconocer tanto su autonomía como su dependencia de las ciudades producidas por el capitalismo, si

pretende plantear cambios concretos.

Palabras clave: Capitalismo, Producción de la Arquitectura, Espacio Abstracto, Práctica, Utopía,

Revolución, Emancipación

Indice Introducción

Parte I: La Base Material de la Arquitectura

1 Las Relaciones con la Naturaleza

2 El Orden Artificial

3 La Arquitectura de los Actos y la Abstracción del Trabajo

Parte II: La Producción de la Arquitectura en el Capitalismo

4 La Producción Social de la Arquitectura

5 Abstracción Real: La Arquitectura como Capital

6 Lo Formal: La Arquitectura como Mediación Política

Parte III: UNCTAD III y la Dialéctica de la Derrota

7 1971, Utopía: Industria, Modernismo, y Lucha de Clases en la Vía Chilena al Socialismo

8 1973, Tragedia: La Utopía Neoliberal y la Vía al Posmodernismo

9 2010, Farsa: GAM y el Aplanamiento de la Historia como Espectáculo

Conclusiones: ¿Una Arquitectura Revolucionaria?

Introducción

Tarde o temprano en su formación o en su práctica, todo arquitecto se ve obligado a confrontar un peculiar

dilema: para proyectar lo posible tiene que pensar en lo imposible. En otras palabras –y quizá sin saberlo–,

debe imaginar algo que parece imposible con el fin de abrir paso a nuevas posibilidades. Si evita esto, sus

visiones y diseños serán frustrados por el presente: repetirán sin cesar lo existente, o solo lo modificarán

trivialmente, haciéndolo aparecer como algo nuevo, o de lo contrario, regresarán nostálgicamente a un pasado

añorado. No serán proyecciones en sentido estricto, no engendrarán alternativas posibles. Al desafiar lo que

parece posible, el arquitecto se da cuenta de que sus ideas no son realmente suyas, de que vive en una realidad

social en la que desempeña un rol como cualquier otra persona. Sus percepciones y pensamientos acerca de

esa realidad están condicionados por su posición en ella, y ésta es la verdadera fuente de sus puntos de vista

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sobre la arquitectura, de las cuestiones que debiera abordar con más urgencia, los objetivos hacia los que

debiera apuntar y los métodos más adecuados para alcanzar dichos objetivos.

Este conflicto interno entre lo que parece ser posible o imposible en el horizonte espacial y temporal de una

sociedad determinada revela una tensión permanente en la arquitectura: por un lado, no puede evitar la

proyección de un posible estado de cosas, y por ende, la transformación de una realidad dada y, por otro, es la

expresión de lo más ‘fijo’ en una sociedad: su estructura social, sus relaciones de propiedad, el Estado, etc. La

presente investigación examina esta dialéctica con el objetivo de evaluar las posibilidades que la arquitectura

tiene de transformar radicalmente una realidad establecida en lugar de reproducirla pasivamente. Este

problema forma la primera etapa de un proyecto de investigación más amplio, que intenta sentar las bases de

una teoría y práctica conjunta entre arquitectura y acción política. Este proyecto discutirá que uno de los

aspectos más decisivos en una obra de arquitectura es el modo en que el arquitecto se posiciona en relación al

mundo que habita. El arquitecto debe ser ante todo un ser humano situado, totalmente orientado y consciente

de su papel en la historia (el tiempo), el espacio y la sociedad. Se plantean tres preguntas fundamentales:

¿Dónde nos encontramos hoy? ¿Qué se debe hacer? ¿Cómo debe hacerse? Cada una de estas preguntas apunta

hacia diferentes etapas de la investigación, de las cuales la presente corresponde a la primera: para saber en

qué tipo de realidad vivimos y cuál es nuestra posición y el rol en ella, tenemos queanalizarla críticamente.

Para poder evaluar la posibilidad de una práctica arquitectónica que pretende no sólo la crítica hacia nuestro

actual sistema social (capitalismo global), sino que además tener un papel activo en la lucha por su

transformación radical, se requiere esclarecer su función dentro de dicho sistema. Esto implica un análisis del

rol que la arquitectura cumple en el capitalismo, con el objetivo de demostrar su relación estructural, y

evaluar el caso del edificio de la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo

(UNCTAD III) en Chile como un intento concreto por desafiar dicha relación.

I

Para saber si la arquitectura puede todavía tener una función progresiva en la sociedad capitalista, es

necesario desentrañar su relación concreta con el capital. Como explicaré más adelante, a mi parecer la forma

más adecuada de hacer esto es a través de: en primer lugar, examinar la forma abstracta o más pura de dicha

relación, en contraposición a su investigación histórica; segundo, poner el estado actual de la práctica

arquitectónica en perspectiva a través del análisis de un punto de inflexión crucial en su historia. La primera

premisa supone un conocimiento suficiente sobre la relación de la arquitectura con cualquier tipo de sociedad

–es decir, su relación universal con la práctica humana. Es evidente que una aproximación histórica a este

problema supera el alcance de este trabajo, ya que probablemente requeriría un estudio comparativo de la

evolución de la arquitectura desde el surgimiento del capitalismo. Se deduce entonces, que la segunda premisa

debe subordinarse a la primera, es decir, se procederá de lo abstracto a lo concreto, progresivamente.

Las cambiantes relaciones entre el medio ambiente humano y las prácticas que incesantemente lo producen

parecen estar en el centro de investigaciones relativamente recientes sobre el espacio, la economía y la política.

En general, estos trabajos se centran en el hecho de que la arquitectura se interpone entre nosotros y la

sociedad-naturaleza, es decir, nuestras relaciones como seres individuales y sociales están siempre mediadas

por el mundo artificial que nosotros mismos hemos creado. A pesar de que en los últimos cuarenta años el

capitalismo se ha expandido a una escala imprevista y ha impregnado casi todos los aspectos de la vida

humana, los arquitectos en general parecen más cómodos que críticos hacia éste –ver la reciente evolución de

firmas de arquitectura multinacionales y su maridaje con el establishment académico. Las posibilidades

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tecnológicas abiertas por este proceso son recibidas de manera más bien positivista, sin tener plenamente en

cuenta sus bases económicas y sociales. La falta de estudios de arquitectura que cubran sistemáticamente

estas cuestiones podría ser vista como un síntoma de la forma misma que esta relación entre arquitectura y

capitalismo toma en la esfera de la cultura.

Desde el punto de vista de la fenomenología, las obras de Van der Laan (1983, 1960, 2005), Uexküll (s. f.;

1957; 1926, 2010), y Borchers (1968, 1975) intentan construir una ontología de la arquitectura –es decir, una

teoría de sus bases fundamentales, más allá de consideraciones históricas o contingentes. Este enfoque

fenomenológico y biológico se centra en la percepción humana, la acción y el rol del cuerpo en la configuración

de nuestro mundo. Lefebvre (1991; 2004) también ha intentado restaurar el cuerpo humano como productor

del espacio y la arquitectura a través de su actividad. Estudios relativamente recientes en la materia, criticando

y contrastando el impacto de la cultura de consumo y de la imagen, han sido desarrollados por Pallasmaa

(2005, 2007, 2009), que analiza el sesgo visualista y autorreferencial de la arquitectura moderna, posmoderna

y contemporánea. Las ideas de Marx (2011) y Heidegger (2011) también tienen relevancia al estudiar cómo el

cuerpo humano a través de su movimiento y trabajo capta el mundo que lo rodea con el fin de intervenirlo

continuamente para ajustarlo a sus necesidades.

Durante la segunda mitad del siglo XX una serie de teorías relacionadas con el papel del espacio, las ciudades

y la arquitectura en la sociedad capitalista han cuestionado críticamente las diferentes actitudes que los

arquitectos han adoptado en relación con la realidad global del capitalismo. Estos temas han sido

ampliamente investigados en las ciencias sociales. En de la teoría de Marx (1968, 1859, 2011), el materialismo

histórico ofrece un marco para el análisis científico de la sociedad a través de un método dialéctico. Sobre la

base de la economía política marxiana, el trabajo de Lefebvre y Harvey han reinstalado la relevancia del

espacio en la reproducción de este sistema social contrastando con teorías previas más ortodoxas, que tendían

a subestimar su importancia. El trabajo de Lefebvre (1991, 1976, 1976, 1983, 2003) ha sido una fuente

importante para geógrafos, urbanistas y arquitectos, así como diversos movimientos sociales. Lefebvre plantea

preguntas críticas acerca de la naturaleza del entorno construido e introduce una historia del espacio

abstracto, o el espacio producido por el capitalismo. De particular interés es su intento por desarrollar las

ideas de Marx en una teoría de la economía política del espacio. También siguiendo las ideas de Marx, Harvey

(1985, 2005) desarrolla una teoría del desarrollo geográfico desigual del capitalismo, en el que se analiza el

papel de los procesos de urbanización en el desencadenamiento o desplazamiento de las crisis económicas.

El amplio campo de la Teoría Crítica, comenzando por Marx, Weber y Freud, seguido por el Marxismo

Occidental y la Escuela de Frankfurt, llegando hasta la Teoría Cultural y los Estudios Culturales, colocan al

frente problemas sobre la relación entre ideología y práctica social. Teorías más recientes se centran en el

problema del espacio, que a menudo ha sido minimizado por los enfoques clásicos. Jameson, por ejemplo,

analiza el posmodernismo como la forma cultural del capitalismo, así como el papel de la utopía y la

temporalidad en la política, la cultura de masas y la arquitectura (1991, 1997, 1998, 2005). Harvey (1989)

también analiza estos temas centrándose en la dialéctica entre base y superestructura, especialmente en el

paso de la modernidad a la posmodernidad. Lefebvre (1995) analiza críticamente la modernidad en toda su

ambigüedad política y estética. Eagleton (1991) y Žižek (1994) restablecen la teoría de la ideología, sobre todo

en su nivel ‘cotidiano’ o del fetichismo de las relaciones de mercado.

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La crítica radical de las diversas ideologías arquitectónicas y su rol en la reproducción y legitimación del

capitalismo ha sido investigada por Tafuri y Aureli. Desde el punto de vista histórico, Tafuri (1998, 1976, 1980)

es conocido por plantear una crítica radical de las ideologías arquitectónicas tanto modernas como

posmodernas. Más recientemente, Aureli (2008, 2011) ha realizado contribuciones relevantes al estudio de las

relaciones entre política y arquitectura, primero, relacionando el movimiento marxista autonomista italiano

de finales de los 60 con las teorías arquitectónicas de Aldo Rossi y Archizoom, y segundo, estableciendo el

papel de lo formal y del proyecto en relación a la dimensión política de la arquitectura. Leach (1999) y Le

Corbusier (1986) han abordado directamente la relación entre arquitectura y revolución. El primero desde los

puntos de vista del Marxismo Occidental y la teoría de Foucault sobre la relación entre espacio, poder y saber;

y el segundo, desde un singular enfoque sobre el papel de la arquitectura en una revolución social.

II

Hay varias cuestiones que no son claramente establecidas o tratadas por los autores mencionados. Con su

enfoque en el lenguaje, el discurso y la relación entre poder, saber y espacio, la crítica radical de las ideologías

arquitectónicas no capta el nivel de la experiencia corporal de la arquitectura y su crítica, y a menudo se

mantiene dentro de un enfoque idealista y abstracto respecto a los problemas de la arquitectura. Por otro lado,

los enfoques fenomenológicos, en su intento por recuperar el cuerpo humano en una experiencia

arquitectónica no alienada o no reductora, con frecuencia pasan por alto las cuestiones relativas a la práctica

social y la historia, y caen en la pretensión utópica de que el cuerpo se puede restaurar únicamente por las

lecciones de la arquitectura humanista, táctil y multisensorial de épocas pasadas (véase Jameson 1997, 252-

54, 1998, 442). Las teorías críticas y culturales sí afrontan la problemática social, pero a menudo descuidan la

importancia de la economía y de las relaciones materiales en la producción del espacio/arquitectura. Este

problema es abordado por la economía política marxista no-ortodoxa, sin embargo deja de lado la cuestión

fenomenológica o subestima el nivel ideológico. Lo que a menudo falta en todos estos campos es el nivel

concreto de la obra de arquitectura, abordada desde un punto de vista social y material. La fenomenología

minimiza el aspecto social, mientras que la teoría crítica y la economía desestiman el lado perceptual del

análisis. En consecuencia, varias preguntas pueden ser planteadas, por ejemplo: ¿Cómo una obra de

arquitectura actúa sobre nuestra percepción y relaciones sociales? ¿Dónde reside la dimensión social y política

en una obra de arquitectura? ¿Se limita la relación concreta entre arquitectura y capital a ‘restricciones

externas’ sobre una práctica arquitectónica que de lo contrario sería más ‘libre’? ¿O se encuentra incorporada

desde siempre en el proceso interno de su producción?

Pareciera que la pregunta que lógicamente articula estos problemas es ‘¿puede haber una arquitectura

revolucionaria?’ –de la misma manera como se podría pensar en una política, movimiento, o incluso prensa

revolucionaria. Sin embargo, esta formulación oculta una problemática subyacente: ¿Puede la arquitectura ser

política en sí misma? ¿Pueden los arquitectos tomar acción política a través de su arquitectura? ¿Requiere esto

reducirla a un mero instrumento político o de propaganda? ¿No es ya uno? Por otra parte, la revolución es un

proceso social complejo que incorpora muchas relaciones en diferentes niveles, por lo que no puede decirse

que esté ‘contenida’ en las propiedades internas de un objeto. Una formulación alternativa de esta pregunta

sería ¿Puede haber una práctica arquitectónica revolucionaria? De esta manera, el foco se desplaza de un

objeto hacia la práctica social responsable de su producción.

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Estas preguntas pueden ser reformuladas y organizadas a lo largo de la contradicción interna de la

arquitectura entre cambio y replicación identificada anteriormente. Si la arquitectura está intrínsecamente

ligada a imaginar un futuro, entonces siempre implica una transformación o bien una reproducción de una

realidad existente. Sin duda, esta es una formulación altamente abstracta –ya que ambos polos denotan

‘extremos puros’ que no se encuentran en la realidad concreta–, aunque sin embargo nos permiten

circunscribir el objeto de estudio. Antes que puedan formularse preguntas acerca de la revolución o la

reproducción, una pregunta clave sobre las posibilidades y límites de la práctica arquitectónica debe guiar y

estructurar nuestro análisis: de cara al capitalismo global y el supuesto desvanecimiento de cualquier

alternativa viable a éste ¿Cuál debería ser el rol de la arquitectura en las ciudades producidas por el capital?

Luego de la decadencia de la arquitectura moderna, junto con los ideales sociales y políticos que la

sostenían ¿Es posible todavía una práctica emancipadora de la arquitectura? Dos opciones lógicas se abren a

partir de esta pregunta primordial: si la respuesta hipotética es No, una segunda pregunta sería: ¿Qué impide

que la arquitectura forme parte de transformaciones radicales en lo social y espacial? Y si la respuesta

especulativa es Sí, una tercera pregunta puede ser lógicamente formulada: ¿Puede la arquitectura tener un

papel en la transformación social? ¿Cómo?

III

Los criterios para selección del caso de estudio son una combinación de varios factores. La primera premisa

fue concentrarse en una determinada práctica u obra de arquitectura, ya que la pregunta principal apunta

hacia el ámbito del proyecto en lugar de problemas urbanos más amplios –aunque de ninguna manera

pasando por alto la interacción entre ambos. El problema inicial fue encontrar una obra de arquitectura que, o

bien encarnara la acumulación de capital (industrias, centros comerciales, oficinas, suburbios, etc.), o bien la

desafiara (sindicatos de trabajadores, edificios constructivistas, etc.). Sin embargo, este enfoque tipológico

limita la problemática al punto en que se asume que algo como una arquitectura capitalista o no-capitalista

pueden coexistir dentro de un mismo modo de producción, lo que es un argumento sino dudoso, al menos

ideológico. Sin embargo, este enfoque despejó el camino para plantear la cuestión de si centrarse en

arquitecturas que pretenden reproducir el espacio capitalista, o las que pretenden transformarlo. La primera

opción nos daría una comprensión precisa del papel del espacio/arquitectura en la acumulación de capital,

mientras que la segunda aborda directamente el problema de la emancipación o revolución espacial. Esta

última opción fue elegida debido a su evidente proximidad con la pregunta principal. El siguiente paso apuntó

a la localización de un contexto histórico y geográfico. Se seleccionaron tres períodos históricos claves: 1) la

arquitectura neoclásica y utópica de las revoluciones burguesas del siglo XVIII; 2) la arquitectura soviética

constructivista de los años veinte; 3) las utopías radicales de finales de los sesenta. El tercer período fue

escogido por ser relativamente reciente y, por ende, menos estudiado que los anteriores. Sin embargo, hay una

razón más importante para haber seleccionado dicho período en particular: representa un momento

coyuntural en el desarrollo del capitalismo del siglo XX, y este hecho fue reflejado ampliamente en el ámbito

cultural (la transición del modernismo al posmodernismo) y político (revueltas de 1968). En el ámbito

arquitectónico, durante estos años se establecieron los programas clave (posmodernismo, tecno-utopismo,

fenomenología, deconstructivismo, regionalismo, etc.) que sentarían las bases para los desarrollos actuales

(biomorfismo, parametricismo, sustentabilidad, etc.).

El edificio UNCTAD III fue seleccionado finalmente debido a dos factores: en primer lugar, se trató de un

intento concreto de confrontar la producción capitalista del espacio durante un proceso pre-revolucionario en

la sociedad chilena; en segundo lugar, mi propia cercanía con el edificio y su historia (nací y me crié en

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Santiago y he sido testigo de sus diversas metamorfosis a través del tiempo).[1] UNCTAD III fue construido

entre 1971 y 1972 en Santiago de Chile, durante el gobierno de Salvador Allende. Simbolizó un enorme

esfuerzo colectivo, construido en sólo 275 días con motivo de la tercera sesión de una importante Conferencia

Internacional de las Naciones Unidas[2] durante la cual líderes mundiales tuvieron la oportunidad de conocer

personalmente lo que entonces se denominó la ‘vía chilena al socialismo’. Su diseño fue influenciado

directamente por las premisas de la Bauhaus y el Constructivismo. Luego del golpe militar de 1973, el edificio

se convirtió en la sede de la Junta, y después pasó a formar parte del Ministerio de Defensa, adquiriendo todo

tipo de connotaciones represivas y autoritarias. Posteriormente, en el 2006, fue parcialmente destruido por un

incendio, sólo para ser reconstruido el 2010 como el espectáculo visual de la coalición liberal-democrática que

se encontraba en ese momento en el poder.

IV

Examinar la función de la arquitectura dentro del modo de producción capitalista en su forma general o

abstraída, y evaluar las posibilidades que la práctica arquitectónica tiene de confrontar activamente dicha

función, constituye el objetivo principal de esta investigación. Un objetivo secundario es analizar un ejemplo

histórico concreto de una relación antagonista entre arquitectura y capital, con el fin de comprobar la

viabilidad de las hipótesis teóricas planteadas. El estudio de esta relación –desde el punto de vista de la

práctica– no ha sido una preocupación importante para los teóricos de la arquitectura, ni hablar de los

profesionales. Este hecho contrasta con el aporte de ciencias sociales como la geografía o la sociología. En

consecuencia, el estudio de estas cuestiones teóricas e históricas ahonda en una zona inusual del conocimiento

arquitectónico y contribuye a la formación de una práctica alternativa y crítica de la arquitectura que se

plantea como objetivo transformar concretamente nuestras condiciones materiales existentes en lugar de

simplemente replicarlas o reforzarlas.

V

La estructura general de este estudio se compone de tres partes principales. Tanto la totalidad como sus partes

se organizan de acuerdo a un método dialéctico de investigación, partiendo de conceptos teóricos elementales

hasta temas históricos más complejos –de lo abstracto a lo concreto. Cada parte tiene una función distinta, la

primera despliega principalmente un argumento teórico, la segunda es predominantemente histórica, y la

tercera se centra en la práctica y la coyuntura histórica.

En la primera parte, me ocupo tanto de los fundamentos de la arquitectura como del capitalismo, tratando de

desentrañar su relación estructural a partir de los conceptos básicos que los definen. Para ello, busco

relacionar la fenomenología de la arquitectura con un enfoque materialista respecto a la cuestión de la praxis

humana. En la fenomenología, la arquitectura es pensada como un mediador entre el hombre y la naturaleza

(Van der Laan 1960, 7, 1983, 11; Borchers 1968, 33, 1975, 182), mientras que en el materialismo histórico, el

mediador principal es la práctica humana en sí, ya que el trabajo humano es visto como la actividad

fundamental por la que el hombre transforma la naturaleza, produciendo un mundo humano a partir de ésta,

y modificándolo constantemente en función del desarrollo de sus fuerzas productivas (Marx, 2011, 197-98).

Una mayor integración de estos enfoques requiere de una profundización de la fenomenología en las ideas de

la biología teórica (Uexküll 1926), y una progresiva incorporación de la función de las relaciones sociales en la

percepción y la producción de la arquitectura (véase Capítulo 2). Al poner en relación una definición específica

de objeto arquitectónico –en términos de un esquema de acción más que de una cosa sensible– y la teoría del

valor de Marx –como ‘cristalización’ del trabajo humano abstracto–, planteo entender su relación e influencia

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mutua como la base material sobre la cual descansa la producción capitalista de arquitectura (véase Capítulo

3). Una restauración del cuerpo humano y el valor de uso sobre el dominio del fetichismo de la mercancía y el

valor de cambio requieren un enfoque materialista de la arquitectura en que la práctica social constituye el

origen real de las ideas arquitectónicas en lugar de lo inverso.

Este enfoque nos dirige, en la segunda parte, hacia un entendimiento del espacio y la arquitectura como

productos sociales sujetos a las mismas leyes de movimiento que operan en el modo de producción capitalista.

Ambos poseen funciones sociales específicas, ya sea como medios de producción y subsistencia, o lo que

denomino como una ideología objetiva(véase Capítulo 4). ¿Cómo se puede caracterizar el tipo de arquitectura

producida por el capitalismo? Conceptualizado a partir del proceso histórico de la abstracción del trabajo y el

espacio –es decir, la acumulación primitiva requerida para el establecimiento de la sociedad burguesa y sus

relaciones de propiedad–, psicólogos, historiadores y teóricos de arquitectura desarrollaron el concepto

moderno de espacio hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Este concepto presenta al ‘espacio’

como un vacío/volumen neutral y autónomo disociado de las prácticas sociales y políticas que lo producen.

Por lo tanto, se trata de una concepción ideológica (falaz) del espacio desde un comienzo. Otros intentos de la

Bauhaus y parte del movimiento Constructivista de incorporar la dimensión social a través de teorías

funcionalistas (y supuestamente marxistas) no abordaron el papel que el formalismo (y su forma degradada, el

esteticismo) tuvo y aún tiene en el carácter fetichista del espacio capitalista (Tafuri y Dal Co 1980, 173). En

efecto, la reducción del espacio a este estado apolítico, visual-estético, o puramente empírico no es mera

ideología, sino que cumple una función práctica específica: garantizar la reproducción de las relaciones

sociales de producción (Lefebvre 1991, 317, 1976, 11). Sin embargo, dicha reproducción no se puede conseguir

sin grandes problemas. Las contradicciones internas al desarrollo del capitalismo (especialmente entre capital

y trabajo) se incrementan en el nivel espacial como una tendencia simultánea hacia una homogeneización

absoluta por un lado, y la fragmentación extrema del espacio, por otro. La arquitectura se convierte así en

una abstracción real(como el dinero o el capital), un objeto aparentemente autónomo y racional, que aspira a

homogeneizar todo lo que se encuentre en el camino de las fuerzas de la acumulación (el estado y el mercado

mundial), paradójicamente, mediante la fragmentación y subdivisión del espacio (véase Capítulo 5).

Si el espacio/arquitectura puede servir a fines políticos y económicos mediante el reforzamiento de las

relaciones de producción/propiedad, ¿podría servir entonces como un dispositivo para confrontar dichas

relaciones? ¿Acaso esto no depende, en primer lugar, de la total transformación de las prácticas sociales que lo

produce? Estas preguntas requieren distinguir entre la política de la arquitectura y su

dimensión política intrínseca. Mi objetivo es demostrar que la arquitectura es intrínsecamente política, no en

el sentido limitado de su uso o interpretación política, sino debido a su rol como mediador entre los seres

humanos, la naturaleza y el mundo humano. Lo político es una condición universal o formal, mientras que la

política es particular y contingente (Jameson 1997, 243; Lefebvre 2003, 61). Esta distinción se expresa en

términos arquitectónicos, a través de la dialéctica entre proyecto y diseño (Aureli 2011, xiii, 30ff), que

corresponde también a la ya mencionada relación entre objeto y cosa. La dimensión política sólo puede ser

captada al nivel abstracto/interno de los objetos, a saber, en la forma en que un proyecto fija el modo de

relación entre la arquitectura y el espacio social que la produce (por ejemplo, la ciudad). La distinción entre el

concepto de lo político y la ideología también debe ser considerada con el fin de aclarar su relación con la

arquitectura. La ideología, por ejemplo, no se define tanto como una construcción mental, sino como algo que

opera en la práctica social, por lo tanto, en la práctica arquitectónica. En última instancia, mi objetivo es

demostrar que la arquitectura no puede ser política en sí misma (como la encarnación directa de una ideología

política en particular), ni tampoco puede ser política debido a sus cambiantes usos políticos. Sin embargo, esto

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no implica que pueda ser determinada conscientemente (políticamente) al nivel substancial del proyecto

arquitectónico (véase Capítulo 6).

Por último, en la tercera parte mi propósito es evaluar el marco teórico a través de un análisis materialista de

UNCTAD III. Esta parte se divide en tres capítulos que, como episodios de una historia, tratan de reconstruir

el proceso de concepción, construcción y funcionamiento del edificio. Este proceso se articula mediante la

interacción dialéctica entre tres puntos de inflexión históricos: Utopia (1971), Tragedia (1973), y Farsa

(2010).[3] EnUtopía (véase Capítulo 7), se analiza el contexto económico y político de la época y su influencia

en la concepción y realización del edificio. Dos niveles de análisis son introducidos: el edificio como resultado

y condición de una práctica concreta, y como unarepresentación ideológica. En Tragedia (véase Capítulo 8),

se examinan las precondiciones sociales del golpe militar que puso fin al proceso revolucionario chileno y que

transformó UNCTAD III en la sede principal de la Junta –una especie de centro de vigilancia estratégico,

similar a un búnker de guerra. En Farsa (véase Capítulo 9), se relata el triste destino del edificio después del

término de 17 años de dictadura: en el 2006 fue parcialmente destruido por un incendio debido a la falta de

mantención, y más tarde fue reconstruido de acuerdo a los imperativos de una arquitectura abstracta y

altamente estetizada. Varias preguntas surgen de este análisis histórico y que intentaremos responder de

acuerdo a las premisas teóricas previas. Por ejemplo, ¿cuál fue la relación que UNCTAD III estableció con la

ciudad y el entorno social más amplio de la época? ¿Cuál es su dimensión política intrínseca? ¿Cuál fue su

papel en el proceso revolucionario iniciado por el gobierno de Allende? Si después del golpe, el edificio fue

fácilmente convertido en un aparato represivo ¿dónde reside su potencial emancipatorio?

Después de examinar este caso único, que muestra la historia y la derrota de una práctica arquitectónica

abiertamente política –precisamente en un punto de inflexión en la historia general de la arquitectura–

seremos capaces de evaluar la posibilidad de que una práctica arquitectónica políticamente comprometida aún

pueda ser viable dentro de las leyes coercitivas de la acumulación capitalista. Como cualquier otra forma de

práctica social, la arquitectura podría tener un rol importante que desempeñar en un proceso de revolución

social que apunte hacia la emancipación de la clase trabajadora de la dominación abstracta del capital y su

forma política, el Estado. A pesar de que se pudieran formular acusaciones precipitadas de utopismo, debemos

recordar que a veces lo verdaderamente utópico no es lo imposible, sino que precisamente la eterna

reproducción de lo posible. Puede ser cierto que una futura ‘arquitectura socialista’ o no-capitalista no pueda

ser pensada de antemano, y que dicho intento es fútil. En ese caso, uno pudiera preguntarse si esto no es más

bien un falso problema. Podría ser que la verdadera cuestión resulte ser mucho más modesta: no la

imaginación de arquitecturas imposibles y utópicas sobre el papel, sino la larga lucha –en terreno– por la

consciente organización y revolución de su práctica.

—◊—

Conclusiones: ¿Una Arquitectura Revolucionaria?

No hay duda de que, en todas sus variantes, el modernismo –como la forma cultural y política del

capitalismo– abrió un rol potencial para el arte y la arquitectura en la transformación revolucionaria de la

sociedad burguesa –un papel difícilmente concebible hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, esto no fue más

que una posibilidad a la espera de realizarse. La ambigüedad política hacia el capitalismo y sus nuevos

desarrollos tecnológicos, sobre todo en la arquitectura, comprometió en gran medida dicha potencialidad.

Esto fue mucho más allá que una cuestión de elección para los arquitectos, dado que la fuerza y realidad del

espacio abstracto –generado por el movimiento del capital y el Estado centralizado– influenció la teoría de la

arquitectura de manera insospechada. Los arquitectos marxistas más comprometidos, desde los movimientos

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Constructivista alNeues Bauen, por ejemplo, vieron al funcionalismo como el resultado práctico del

materialismo histórico: la arquitectura sería determinada únicamente por los procesos de la vida real y ya no

por la ideología de la clase dominante. Sin embargo, tras el impulso inicial, el resultado fue claro: lejos de

desafiarlos, la arquitectura moderna encarnó eficientemente los requerimientos del capitalismo y su aparato

estatal. Con el advenimiento del capitalismo global y su contraparte cultural, el posmodernismo, el

componente revolucionario fue ‘tirado por la borda’, por decirlo así, junto al Estado totalitario. El potencial de

una práctica arquitectónica revolucionaria jamás se restableció –a excepción de unos pocos intentos menores.

A pesar de la crítica posmoderna del modernismo (dentro y fuera de la arquitectura), lo que ha permanecido

intacto durante la era posmoderna es, por supuesto, la actitud indulgente hacia el capitalismo. En ausencia de

un proyecto político global que confronte seriamente la hegemonía capitalista y sus formas políticas

(democracia liberal), el desafío activo de la arquitectura contra el orden social establecido, a lo sumo, se ha

retirado hacia un fenomenologismo reaccionario o desviado hacia la impotencia de nuevas formas de

moralidad que se asemejan a una ‘ética de negocios’ (construcción ‘responsable’ o ecológicamente

‘respetuosa’); y, en el peor de los casos, ha admitido voluntariamente las nuevas necesidades de una industria

cultural multinacional (bajo pretextos autorreferenciales o teóricos), o se ha rendido totalmente ante los

dictados de la especulación inmobiliaria.

Cualquiera que sea el intento de diagnosticar la situación actual, debería estar claro a estas alturas que hemos

decidido seguir un camino muy diferente en este análisis. En lugar de abordar directamente el estado actual de

las cosas, se ha creado una distancia crítica, lo que ha permitido ver el problema en cuestión de nuevas

maneras. Esta distancia se ha creado tanto en el plano de la teoría como el de la historia. En primer lugar,

hemos abstraído la relación concreta y contingente entre arquitectura y capitalismo para examinarla en

relativo aislamiento –colocando entre paréntesis ciertas especificidades históricas y geográficas. En un

segundo movimiento, hemos puesto a prueba las conclusiones teóricas mediante su incorporación en las

complejidades de una realidad histórica concreta (UNCTAD III). Al volver hasta ese momento coyuntural de

crisis y reestructuración capitalista, acompañado de la correspondiente agitación social, política y cultural,

entre finales de los 60’ y principios de los 70’, mi objetivo fue localizar (examinando el último aliento del

modernismo) las bases reales de la relación entre la arquitectura y el capitalismo actuales. La tarea de estos

pensamientos finales es, entonces, rearmar esta totalidad (teoría e historia, abstracto y concreto) en su

movimiento, es decir, reconectar los procesos examinados desde el punto de vista de la práctica –es decir, las

restricciones y posibilidades concretas de un práctica arquitectónica antagonista.

I

El planteamiento inicial se caracterizó por el intento de relacionar la teoría fenomenológica y biológica de la

arquitectura con una concepción materialista del mundo. El objetivo fue establecer el papel de la actividad

humana (praxis) en la producción del mundo humano (segunda naturaleza) y, en particular, la arquitectura.

Aunque se han realizado varios intentos por vincular el Marxismo y la Fenomenología en el pasado –

especialmente en Heidegger y Merleau-Ponty–, el análisis se centró en la ‘arquitectura inherente’ en el cuerpo

humano en lugar de preguntas trascendentales o existenciales más amplias. La cuestión clave fue la relación

del cuerpo humano con la naturaleza en abstracto –es decir, como si estuviera hipotéticamente aislado de las

relaciones sociales. Examinada de cerca, la naturaleza se revela no como un absoluto, no como autónoma, sino

como algo que está siempre ya-transformado por el hombre. No existe una naturaleza original, sólo la

naturaleza previamente modificada –en mayor o menor medida– por la mano del hombre y vista a través de la

mente humana. Por lo tanto, la noción de una segunda naturaleza –el mundo humano como nuestro propio

hábitat ‘natural’– capta la interacción dialéctica entre la naturaleza externa e interna (humana), yendo ‘más

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allá de la interpretación ontológica idealista y materialista de la naturaleza’ (Lefebvre 2011, 142). Lo que este

breve análisis revela es el carácter ilusorio de distinciones mecánicas entre naturaleza y sociedad: sólo hay una

segunda naturaleza (humanizada), que está hecha de la materia de la primera naturaleza. Interpretaciones

falaces e idealistas de la naturaleza pueden llevar fácilmente a ver la arquitectura simplemente como el

‘receptáculo’ de la vida humana, como supuestamente es la naturaleza. Sin embargo, nuestro mundo humano

no puede ser visto simplemente como un ‘medio’, ya que no solamente es un mediador entre nosotros y la

naturaleza, sino entre nosotros y ‘nosotros mismos’. En otras palabras, es a la vez resultado y condición de la

actividad humana que lo transforma continuamente con el fin de reproducirse a sí misma, y no puede hacerlo

de otra manera. Por lo tanto, el mediador real y origen de toda arquitectura es la actividad productiva como

tal.

Visto desde esta perspectiva, el problema general y U3 se vislumbraron bajo una nueva luz. La perspectiva

ontológica idealizada, en que la arquitectura emerge entre los seres humanos y el espacio natural (Van der

Laan, Borchers) se amplía con una en la que la arquitectura también media entre los seres humanos y la

segunda naturaleza (social), y al mismo tiempo, entre lo que ya existe (arquitectura del pasado) y lo que podría

ser (arquitectura posible). Por otra parte, debido a que la arquitectura es un producto de las relaciones

sociales, esta relación espacio-temporal es una en la que las relaciones sociales organizadas son el

intermediario concreto entre los seres humanos y su mundo objetivo. Además, es la acción colectiva humana

la que interviene entre las condiciones sociales y materiales ya existentes, y las posibles o nuevas condiciones

que esta misma acción anuncia. U3 fue el producto de un intento por forjar nuevas relaciones sociales entre

Santiago y sus habitantes, una relación en la que los trabajadores pudiesen percibir el mundo objetivo de la

ciudad y sus edificios como el producto común de su propio trabajo, como una gran obra colectiva que ya no

pertenecería a una clase de ciudadanos particulares o al Estado, sino al pueblo que la produjo.

Es precisamente esta conciencia de la arquitectura como una actividad creativa consciente, sujeta a disciplina,

lo que la distingue de la actividad de la construcción en general, y de las formas naturales. Para entender la

arquitectura desde el punto de vista de las relaciones con la segunda naturaleza, fue necesaria una distinción

adicional entre lo natural y lo artificial. En el ámbito de la arquitectura de esta diferencia está lejos de ser

evidente, y se basa en el carácter constitutivo de los términos más que la fuente de la que supuestamente

emanan. Marx también utilizó el término ‘segunda naturaleza’ para referirse al mundo humano ‘naturalizado’,

tratado como un absoluto externo sobre el que los hombres no poseen control. Ampliando la distinción de Van

der Laan entre los órdenes naturales y artificiales, Borchers incluyó la llamada arquitectura ‘cotidiana’,

‘vernácula’ o ‘popular’, que se desarrolla de forma espontánea, dentro del orden natural, y la distinguió de la

arquitectura como el resultado del pensamiento teórico sistematizado, la cual pertenece a un orden artificial.

La arquitectura concebida como arte mayor rompe desde el inicio con el determinismo de las leyes naturales

(humanas o no). Se deduce entonces, que latransformación del mundo (como segunda naturaleza), en el

sentido de romper con su desarrollo ‘natural’ o ‘ciego’ más que reproducirlo instintivamente, sería una

característica intrínseca a la arquitectura concebida de esta manera. Una vez más, U3 puede ser visto como un

ejemplo de esto. Las personas involucradas en la planificación y la construcción eran plenamente conscientes

del rol del edificio y la conferencia en la ruptura radical con la planificación (burguesa) establecida de la

ciudad.

En este punto, y habiendo llegado a conclusiones iniciales sobre una base abstracta, tuvimos que integrar el

entendimiento universal o puramente teórico de la relación entre hombre y naturaleza en una comprensión

social –y progresivamente histórica– de la actividad humana. Con este fin se desarrolló la distinción entre los

órdenes naturales y artificiales en la diferencia entre las cosas (cualidades sensoriales externas) y

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los objetos(esquemas internos de acción), los cuales constituyen lo que Uexküll llama el círculo funcional del

cuerpo humano. Junto a éstos, introdujimos la dialéctica del uso y elintercambio de Marx. La primera

distinción apela al carácter dual del cuerpo humano, siendo a la vez un transmisor pasivo y activo de energía

(Lefebvre, 1991, 178). La segunda, apunta al carácter concreto y abstracto de las mercancías. Una distinción

adicional de Marx es entre el valor de cambio (razón de cambio entre mercancías) y el valor (trabajo

abstracto). Siguiendo a Uexküll y Van der Laan, Borchers postuló a los objetos como la substancia de la

arquitectura. Por su parte, Marx planteó al valor como substancia de las mercancías. El objetivo aquí fue

establecer la relación intrínseca entre los objetos (arquitectónicos) y los valores (sociales). El concepto común

que los une es el tiempo de trabajo, y su equivalente en arquitectura, los actos humanos. Según Borchers, los

actos son acciones ‘cristalizadas’ (por ejemplo: entrada, pasillo, etc.), mientras que en relación con el valor, los

actos son la estructura social que regula las acciones (por ejemplo, acciones ritualizadas, el trabajo, el deporte,

la danza, etc.) En este marco, U3 se analizó como cosa y objeto, como valor de uso y valor de cambio. La

cuestión central en este punto fue: ¿Cuáles características del edificio son intrínsecas a su arquitectura y cuáles

no? Para responder, buscamos analizarlo como el resultado de una práctica social concreta y, al mismo

tiempo, como una representación ideológica.

Al restaurar el papel central del cuerpo humano –su percepción, movimiento y su práctica social–

reafirmamos una concepción materialista (social) de la arquitectura que nos permitió criticar y disipar los

enfoques idealistas dominantes. Si la arquitectura es entendida ya no como el producto de los llamados

‘conceptos arquitectónicos’, las ideologías o incluso del zeitgeist ‘predominante’, sino más bien como resultado

y medio de una práctica social, el problema de su rol en el capitalismo y en contra de éste reaparece de una

manera distinta. Así, en lugar de concentrar los esfuerzos en los análisis ideológicos –sin duda necesarios,

pero que abundan entre los teóricos de la arquitectura– decidimos centrarnos en las prácticas materiales

sobre los que, en primer lugar, estos debates se construyen. En consecuencia, el primer paso en la

investigación fue el análisis del espacio y la arquitectura entendidos como productos sociales, no medios

pasivos o meros ‘reflejos’ de la sociedad. Establecimos sus funciones como los medios de producción y

de subsistencia, y como ideología ‘objetiva’, es decir, el carácter fetichista que asumen bajo el capitalismo, y

que es precisamente lo que asegura su uso instrumental por el poder político.

II

Una cuestión compleja emerge de estas reflexiones: ¿Qué tipo de arquitectura ha engendrado el modo de

producción capitalista y cómo? La primera parte del problema debió abordarse de una manera abstracta, a fin

de introducir el concepto clave de capital. Si la producción de valor (incluyendo la arquitectura) es lo que

caracteriza a la producción simple de mercancías en las sociedades pre-capitalistas, la producción de plusvalía

es lo que define el modo de producción capitalista. ¿Cómo se produce esta plusvalía? ¿De dónde viene la

ganancia? Marx llegó a la conclusión de que sólo una mercancía llamada fuerza de trabajo tiene la capacidad

de producir más valor de lo que cuesta –es decir, el capital variable. La condición previa para transformar el

trabajo humano en mercancía fue la expropiación de los productores directos del acceso a los medios de

producción (capital constante) y de subsistencia por una naciente clase social, la burguesía –un proceso

conocido como acumulación originaria. Se inició así un cambio radical en las relaciones de propiedad, en la

que el llamado ‘derecho a la propiedad privada’ asegura y legitima la exigencia de los ‘nuevos propietarios’ de

explotar fuerza de trabajo con el fin de acumular plusvalía como un fin en sí mismo. El proceso por el cual el

propietario de estos medios compra la fuerza de trabajo y la pone a trabajar para producir nuevas mercancías

que luego vende por el precio original más una ganancia, define el concepto de capital. Por lo tanto, si el

capital es un proceso en el que el valor contenido en las mercancías cambia constantemente su forma con el fin

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de expandirse a sí mismo –del dinero a las mercancías y de nuevo a más dinero– y luego, tan pronto como la

arquitectura se adentra en este circuito como medio de producción (una fábrica u oficina, por ejemplo) se

convierte ella misma en capital –como capital constante, o más específicamente, capital fijo.

El resultado de este proceso histórico fue la progresiva abstracción de las actividades laborales concretas en

esa actividad indiferenciada de creación de riqueza llamada trabajo abstracto. Una vez medido como el

promedio del tiempo de trabajo para producir una mercancía dada, el trabajo abstracto forma la substancia

del valor de dicha mercancía, que finalmente se expresa en su valor de cambio y su precio. Según Lefebvre,

este proceso no podría haber tenido lugar sin la integración de la arquitectura y el espacio en su totalidad, en

el circuito del capital. Como resultado, éstos se han convertido en abstracciones reales: fetiches

aparentemente autónomos (como el dinero y el capital) que causan una tendencia simultánea a la

homogeneización y la fragmentación social que, sin embargo, es socialmente real. El espacio abstracto nació

de la violencia y la ‘destrucción creativa’ de la acumulación originaria y la creación del Estado moderno.

Esencial para este proceso fue también el papel creciente de la urbanización en la expansión de los mercados,

llegando finalmente a todo el mundo.

A finales del siglo XIX y principios del XX, teóricos del arte y la arquitectura comenzaron a formular el

concepto de espacio moderno, lo que no fue más que un reflejo en la teoría de una realidad social ya en

desarrollo. Este movimiento corresponde a la instrumentalización del conocimiento analítico por el

pensamiento burgués a fin de facilitar la aplicación práctica y estratégica del espacio abstracto –ya sea por el

Estado o las empresas privadas. La arquitectura se convirtió progresivamente en un problema de ‘economía y

conveniencia’ (Durand) y finalmente adoptó plenamente la jerga y los métodos de la industria a gran escala (la

gestión científica del trabajo, el funcionalismo, y así sucesivamente). Paradójicamente, la Bauhaus, los

Constructivistas y arquitectos afines se vieron a sí mismos como llevando a cabo una revolución anti-burguesa

en el arte, el diseño y la arquitectura. Es cierto que cambiaron radicalmente la forma en que el arte y la

arquitectura se relacionaban con la sociedad, y por lo tanto, inevitablemente, se abrió el camino para una

práctica revolucionaria en el ámbito cultural. Sin embargo, las llamadas a los arquitectos a ‘abrir sus ojos’ a la

sociedad industrial y sus nuevos desarrollos técnicos (Le Corbusier) contenían un mensaje ambiguo que

resume su postura positivista. Arquitectos más radicales o abiertamente marxistas adoptaron una actitud

determinista e igualmente positivista en la fusión entre materialismo y funcionalismo. Otras variantes del

modernismo, como el futurismo, el expresionismo, y el neoplasticismo se mantuvieron dentro de un enfoque

formalista-esteticista desprovisto de, o indiferente hacia, las cuestiones sociales.

Los arquitectos de U3 fueron muy influenciados (incluso directamente) por estas teorías, y las incorporaron en

su diseño a través de dos características principales: el diseño total o integral, y la búsqueda de lo nuevo –

ambas están estrechamente relacionados con la idea de la producción del espacio. La concepción abstracta del

espacio se vio atenuada por un enfoque local como resultado del despliegue pre-revolucionario de nuevas

relaciones sociales en el ámbito de la producción y la cultura. Como objeto arquitectónico (y un conjunto de

objetos) y como el resultado y condición de una nueva práctica social, las características intrínsecas de U3 –

como su planta libre, su estructura independiente, o su apertura hacia la ciudad– no lograron romper con la

producción capitalista del espacio de una manera substancial. Sin embargo, su proceso de producción y

diseño, sin duda desafió los métodos imperantes en la época, tanto en la arquitectura como la organización del

proceso de trabajo.

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Después de haber analizado las relaciones entre el desarrollo del espacio abstracto y la aparición de la

arquitectura moderna, debimos especificar el carácter político de la obra de la arquitectura. ¿Es la arquitectura

política? La respuesta es sí, pero sujeta a definiciones específicas. La distinción entre lo político y la política se

desarrolló en el marco de la diferencia entre proyecto y diseño, que asimismo corresponde a la previa

distinción entre los objetos (propiedades internas) y las cosas (propiedades externas). Se identificó un camino

en que se reconoció el carácter estructural o formal de lo político en la arquitectura. Como el resultado de una

práctica política en su sentido más amplio, la arquitectura es entonces intrínsecamente política, que no es lo

mismo que decir que es política ‘en sí misma’. La dimensión política de la arquitectura radica en la

estructuración del modo de relación que establece entre los seres humanos y entre éstos y su entorno. De ello

se desprende que la utilización o la interpretación política de la arquitectura son funciones meramente

externas o contingentes que no puedan constituir su dimensión política intrínseca. Al enfrentarnos a las

afirmaciones de Jameson y Tafuri se hizo evidente que la pregunta inicial debía ser reformulada desde el

punto de vista de la práctica arquitectónica y no de su resultado. Este nuevo enfoque nos permite hacer frente

a la difícil cuestión de la acción política del arquitecto. Confrontando la esterilidad extrema de la posición de

Tafuri, afirmamos la idea de que la acción política en arquitectura debe tener lugar primero al nivel de sus

métodos de producción y debe ir más allá de los límites de la propia disciplina. U3 fue analizado desde el

punto de vista de estas hipótesis, llegando a la conclusión de que a pesar su significación política explícita y

cambiante a lo largo de su vida útil, su dimensión política intrínseca como objeto arquitectónico se mantuvo

prácticamente sin modificaciones hasta que fue destruido por el incendio de 2006. Como un ejercicio de

amnesia histórica y política, su reconstrucción aseguró que su dimensión intrínseca como objeto –y conjunto

de objetos– se rompiera o modificara al punto de llegar a ser irreconocible.

III

No puede haber una práctica arquitectónica revolucionaria sin el apoyo de un proceso social revolucionario

que la sustente. Si la arquitectura es entendida como el resultado de la producción social del espacio, es

precisamente esta práctica productiva lo que deberá cambiar radicalmente para cambiar la arquitectura. Por

otro lado, estas prácticas revolucionarias no ocurren en un vacío: están sujetas a un conjunto de condiciones

ya existente, un espacio social y una arquitectura ya existentes. ¿Debería la práctica arquitectónica esperar a

una revolución total, una transformación total de la producción de la vida material, para cambiar ella misma?

o ¿Puede la práctica arquitectónica transformar estas condiciones materiales heredadas únicamente

cambiando sus propios métodos internos? No y sí. No, en la medida en que estos métodos sólo pueden alterar

la manera en que la arquitectura es conceptualizada y diseñada, pero no su producción social real, que

depende de un amplio conjunto de fuerzas económicas y políticas: la arquitectura no puede cambiar

exclusivamente a partir del ámbito de las ‘ideas’. Sí, si una práctica arquitectónica específica o un conjunto de

prácticas son capaces de establecer vínculos orgánicos entre sus métodos y los objetivos de organizaciones

sociales y movimientos revolucionarios, especialmente los vinculados a las prácticas espaciales –por ejemplo,

movimientos ciudadanos, movimientos urbanos por el ‘derecho a la ciudad’, movimientos de los sin techo,

organizaciones por la defensa del patrimonio o la conservación del medio ambiente, etc. ¿Qué impide llevar a

cabo esto? Se examinaron varias cuestiones en nuestro análisis: la internalización del espacio abstracto dentro

de la práctica arquitectónica, la ilusión ideológica de los arquitectos respecto a su propio papel en el

capitalismo, su gran dependencia de un marco institucional (político) y económico que legitima y perpetúa el

modo de producción existente, la ‘comodificación’ de los objetos arquitectónicos y de la arquitectura en

general. ¿Cómo pueden los arquitectos confrontar estos límites? ¿Existen condiciones para una práctica de

arquitectura políticamente consciente en el capitalismo? Para ser verdaderamente radical, la arquitectura debe

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ir a la raíz del problema y enfrentarlo con sus propios métodos, pero nunca de manera aislada de otras

prácticas radicales, y ciertamente no como una cuestión puramente teórica o académica. La raíz del problema

es clara: la arquitectura debe desafiar el espacio abstracto del capitalismo (basado en las relaciones de

propiedad privada) mediante la restauración del cuerpo humano total en el conjunto de sus dimensiones

perceptuales y sociales y en el ámbito de los objetos arquitectónicos, es decir, dentro de la propia planta de

arquitectura. La actividad humana siempre podrá cambiar el propósito de la arquitectura, pero no puede

cambiar su estructura interna, su sistema de medición, y la manera en que ésta afecta nuestra percepción y

acciones. La arquitectura es un producto colectivo y artificial de nuestra propia creación, es el mundo humano

que nos forma al tiempo que nosotros lo conformamos, su transformación no será nunca la exclusiva

invención de los arquitectos, sino de la sociedad en su conjunto.

En resumen, esta investigación ha analizado teóricamente las relaciones entre arquitectura y capitalismo con

el objeto de enfrentar con realismo la cuestión de su rol político en la lucha por la transformación de este

modo de producción. Es evidente que esta tarea no puede ser confiada a la arquitectura como los modernos

creían, sino que debe ser entendida sólo como una pequeña contribución (colaborativa) a un proyecto

colectivo más amplio por la emancipación de la clase trabajadora de la dominación ciega y abstracta del

capital, así como la transformación radical de sus instituciones –sobre todo la propiedad privada y el Estado.

Sin duda, el objetivo final, como creía Lefebvre, es la transformación de la vida cotidiana en todos sus

aspectos. Sin embargo, soluciones facilistas a este dilema caen por lo general en formas no-dialécticas o crudas

de utopismo. Estas se manifiestan ya sea como experimentación formal auto-referencial vaciada de contenido

político (o uno forzado y a posteriori), o como llamados reaccionarios a volver a una arquitectura más

‘humana’ y fenomenológica que lograría por sí misma un cambio sin contaminarse o asociarse con prácticas

sociales externas. El carácter ilusorio y ensimismado de estas y otras variaciones no sólo exige un análisis

crítico del lugar y rol de la arquitectura dentro de la producción capitalista del espacio, sino que más

importante aún, es el replanteamiento de su práctica y métodos. En breve, lo que queda por hacer es trabajar

hacia un programa de arquitecturaque aborde de una manera unitaria (como un conjunto de proposiciones

teóricas fundamentales) sus contenidos, objetivos y métodos. Por razones estratégicas explicadas

anteriormente, esta investigación consistió sólo en una pequeña parte del análisis crítico necesario, centrado

principalmente en los problemas de la arquitectura moderna. Un análisis más detallado requiere hacer frente

a los nuevos problemas que el posmodernismo –entendido como la superestructura cultural del capitalismo

global– representa para la práctica arquitectónica. Es de esperar que el ejemplo de UNCTAD III y la

experiencia de los trabajadores, artistas, arquitectos e ingenieros que lo hicieron posible, pueda ser una valiosa

prueba del potencial revolucionario de la práctica arquitectónica para contribuir modestamente a la

transformación y re-apropiación del espacio y el tiempo social.