arendt y la banalidad del mal
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Artículo explicativo del concepto de "banalidad del mal".-TRANSCRIPT
Hannah Arendt y la banalidad del mal
La necesidad de comprender
La historia nos presenta ejemplos de matanzas desenfrenadas y esclavización de masas humanas en
procesos de conquista y colonización. Ni siquiera los campos de concentración fueron una invención de los nazis. Lo
verdaderamente peculiar de la dominación totalitaria queda ejemplificado en el cambio que se produjo cuando el
control de los campos pasó de la SA a la SS. Arendt lo caracteriza en estos términos: "El verdadero horror comenzó
cuando los hombres de la SS se encargaron de la administración de los campos. La antigua bestialidad espontánea de
la SA dio pasó a una destrucción absolutamente fría y sistemática de los cuerpos humanos, calculada para destruir la
dignidad humana por la SS. La muerte se evitaba o se posponía indefinidamente. Los campos ya no eran parques de
recreo para bestias con forma humana, como las camisas pardas, es decir, para hombres que realmente
correspondían a instituciones mentales y a prisiones; se tornó cierto lo opuesto: se convirtieron en 'terrenos de
entrenamiento' en los que hombres perfectamente normales eran preparados para llegar a ser miembros de pleno
derecho de la SS".
La historia nos proporciona diferentes encarnaciones del mal con una pléyade de motivos humanos. El
agente del mal se suele mover por orgullo, envidia, odio o resentimiento. Y en este marco explicativo pueden encajar
las brutalidades de la SA, pero no la fría y sistemática ejecución masiva perpetrada por la SS. Lo que Arendt destaca es
que el agente del mal ejemplificado por la SS no obraba por ningún motivo de esta naturaleza. Él se veía a sí mismo
como instrumento de un programa de eliminación de lo humano, del que formaban parte el asesinato y la tortura como
simples técnicas de gestión o como efectos colaterales exigidos por el funcionamiento del sistema.
Arendt considera esta forma de mal como una manifestación nueva: de una parte, porque se muestra
reticente a las categorías tradicionales, que explican las formas extremas del mal como perversiones de sentimientos
humanos; de otra, porque responde a objetivos inéditos, que se resumen en la destrucción de la idea misma de
humanidad.
¿Por qué lo hicieron? En "Memoria del mal, tentación del bien", Tzvetan Todorov advierte que la dificultad
que plantea explicar y comprender los crímenes nazis puede inducir a situarlos fuera del umbral de lo "humano" y a
relegarlos al plano de lo "bestial" o lo "monstruoso". Pero calificar a tales individuos como monstruos los sitúa
inmediatamente al otro lado de la línea. Algo demasiado cómodo. "Eran monstruos, o estaban locos" son afirmaciones
que vienen a tranquilizar nuestras conciencias y a finiquitar toda reflexión. Pero tal actitud nos deja de nuevo a la
intemperie ante futuros acontecimientos similares. Ni eran monstruos ni estaban locos.
¿Por qué lo hicieron? La pregunta sigue estando viva, y nos incumbe sobremanera, pues en ella nos jugamos
nuestra propia humanidad.
El caso Eichmann
En 1932, cuando contaba 26 años, Adolf Eichmann ingresó en el partido nacionalsocialista y en la SS. Según
su propio testimonio, la afiliación al partido no fue una meditada decisión sino algo casi natural, ni siquiera se tomó
interés en informarse sobre el programa del partido. Eichmann no era un fanático.
Con el tiempo Eichmann hizo carrera en el Servicio de Seguridad de la SS. Su principal función consistía en
tareas de planificación y organización en las deportaciones masivas de judíos a los campos de concentración.
Tras la segunda guerra mundial, Eichmann se refugió en Argentina. Finalmente fue arrestado. En 1961 fue
juzgado en Jerusalén. El tribunal consideró probada su participación en la muerte de millones de seres humanos. Fue
condenado a la pena de muerte por la comisión de quince delitos, varios de ellos contra la humanidad y contra el pueblo
judío.
Tras los informes periciales de seis psiquiatras, el tribunal consideró que Eichmann no constituía un caso de
enajenación mental o de trastorno grave de la personalidad. No se trataba de un loco o un psicópata. ¿Cómo explicar,
entonces, que Eichmann rechazara haber tenido pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos?
Por aquel entonces, la politóloga Hannah Arendt fue comisionada por el New Yorker para informar a sus
lectores del curso del juicio a celebrar en Jerusalén. Arendt diría a propósito de Eichmann: "Me impresionó la
manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún
nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable (al menos el
responsable efectivo que estaba siendo juzgado) era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso".
En una obra posterior, Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt analiza la personalidad de Eichmann. Arendt
se sorprende de que el oficial que participó activamente en el Holocausto no se sintiese culpable por sus crímenes y, no
obstante, no hubiese ningún rasgo de anormalidad en su persona. Apenas una tendencia a la irreflexión que se da
también en muchas otras personas normales. Incluso el acusado declaraba haber leído a Kant y que su acción estaba
dirigida por el imperativo categórico, en el sentido de que era asumida por escrupuloso deber. El caso Eichmann le lleva
a Arendt a proclamar la banalidad del mal.
En Eichmann descubrió Arendt un agente del mal capaz de cometer actos objetivamente monstruosos sin
motivaciones malignas específicas: los peores crímenes no requieren grandes motivos. El daño que causó, y del cual
Arendt le considera responsable, fue monstruoso. Pero todavía resulta más aterrador cuando se advierte que la raíz
subjetiva de sus crímenes no estaba en firmes convicciones ideológicas ni en motivaciones especialmente malvadas. La
banalidad del mal apunta precisamente a esta ausencia de malignidad. Lo que tiene de banal el mal cometido por
Eichmann no está en lo que hizo, sino en por qué lo hizo.
Detrás de la acción del funcionario no hay un elaborado razonamiento, ni odio ni intención de crueldad; no
hay nada, eso es lo más horrible. Esta peculiar forma de mal solo se explica porque el hombre se ha transformado en
algo superfluo. Cuando le preguntaron a Primo Levi si odiaba a los nazis del lager donde estuvo esclavizado, dijo que no
podía odiarlos, "no los veía como seres humanos, sino como engranajes de una maquinaria".
Para Arendt, Eichmann tenía un déficit de pensamiento. Una mera incapacidad de juicio. Para entender su
punto de vista conviene señalar que esta incapacidad no es una mera insensibilidad moral. Eichmann no era un idiota
moral. En su vida cotidiana actuaba de modo normal y sabía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal.
En este punto, Eichmann se asemejaba inquietantemente al hombre del montón, a muchos hombres
corrientes. La única característica notable que se podía detectar en su comportamiento fue precisamente su falta de
reflexión y de pensamiento Su incapacidad de juzgar.
Pero, ¿en qué consiste esta incapacidad?
Conocer Pensar
Ideas Empatía
Elaboración de teorías Diálogo interior
Resolución de problemas técnicos Intento de resolución de conflictos morales
Distingue Arendt entre conocimiento y pensamiento. Conocer implica acumular teorías, ideas y saberes,
incluso ser capaz de resolver cuestiones técnicas al respecto. Pero Arendt viene a definir el pensamiento como una
suerte de diálogo continuo y profundo con nosotros mismos en lo que llama solitud: una reflexión crítica sobre
nuestras propias acciones y, a la vez, sobre la ejemplaridad de cualquier acción, en nuestra más íntima soledad.
Tal reflexión implica una mentalidad amplia, una capacidad de ponerse en el lugar del otro para tratar de
entender su punto de vista. Pone como ejemplo a Sócrates, aquel legendario griego que decía hablar continuamente con
su daimon, su alter ego interior. Según Arendt, este diálogo interior fortalece nuestra conciencia y, en algún sentido,
dificulta el olvido. O a la inversa, precisamente porque dificulta el olvido de aquello que vemos y hacemos fortalece
nuestra conciencia y nos avoca al dialogo con ella. Esto nos obliga a escuchar respetuosamente su voz, aunque no
siempre se le haga caso.
Es, sin embargo, esta falta de reflexión crítica lo que Arendt descubrió en Eichmann y consideró que podía
ayudar a entender, no sólo el nuevo tipo de criminal que encarnaba en cuanto cooperador activo de una política de
asesinato masivo, sino también la colaboración, en formas y grados diversos, de una amplia masa de la población
alemana en el mantenimiento del régimen nazi.
Lo interesante del nuevo enfoque es que dibuja un agente del mal que, lejos de reducirse a sectores
minoritarios fuertemente ideologizados, se extiende a una amplia masa social desideologizada y anónima que
contribuyó, activa o pasivamente, a la implantación y sostenimiento del régimen nazi.
La distinción entre conocer y pensar le permite a Arendt explicar algunas cuestiones. Por ejemplo, el hecho
de que pueda haber tipos muy inteligentes, con grandes conocimientos científicos o de cualquier otra índole, que sin
embargo sean capaces de realizar colosales atrocidades con mínimos o nulos remordimientos. Y aunque no suelen ser
malhechores y a menudo son ejemplares ciudadanos, encierran, como dijimos, el potencial del mayor mal.
Perder la capacidad de pensamiento y juicio no le parece a Arendt como un mal que produzca siempre unas
consecuencias nefastas. Perder esta capacidad sólo se revela como un mal extremo, atendiendo a sus consecuencias,
en circunstancias muy concretas. Es decir, mientras no ocurren catástrofes éticas o políticas como el advenimiento del
nazismo, tal incapacidad puede resultar inocua. Pero en situaciones trágicamente excepcionales, aumentan y posibilitan
el fuego de la catástrofe.
Entre aquellos que perdieron esa capacidad de juicio distingue Arendt tres grupos: nihilistas, dogmáticos y
muchos ciudadanos normales que siguen fielmente las buenas costumbres.
El nihilista habría llegado a la conclusión de que no hay valores definitivos, de modo que asume unos u otros
ocasionalmente y movido por su propio interés. Cuando todo es dudable y no hay ninguna gran idea que defender o
creer la única carta segura a la que quedarse es el egoísmo, independientemente de las consecuencias que se deriven
de ello. Son los arribistas sin escrúpulos que pululan siempre cerca del poder, de cualquier poder.
El dogmático, quizá huyendo de la ansiedad de un escepticismo incapaz de dar respuestas definitivas a todas
las preguntas, asume un dogma rígido que le aporta seguridad. Al concentrar todas sus acciones en un único y
obsesivo ideal, fortalece su voluntad y su capacidad de acción. A este grupo pertenecen los fanáticos políticos y
religiosos, siempre refractarios al diálogo que pudiese cuestionar sus ideales.
Entre los ciudadanos normales distingue Arendt el tercer grupo irreflexivo, el más numeroso. Estos
ciudadanos suelen asumir las buenas costumbres del lugar donde habitan, pero lo hacen acríticamente, fieles al
significado originario de moral o ética; la costumbre, precisamente por serlo, es buena.
La cuestión fundamental es que los tres han finiquitado el dialogo con la conciencia, y aunque la conciencia
sigue estando ahí, es ya como un extraño. Una conciencia segregada a la cual se le niega el diálogo conlleva que en
absoluto retengamos sus discursos: monólogos cada vez más incomprensibles de un raro ser con el que coexistimos,
pero con el cual ya no convivimos.
Según Arendt, en la Alemania nazi los mayores males los posibilitaron, y en su caso los produjeron,
precisamente estos tres grupos; y dado que, sumados, constituían más del cincuenta por ciento de la sociedad
alemana, el acontecimiento se revela como escandaloso e inquietante.
Quizá entre los dirigentes nazis predominaban los nihilistas y dogmáticos, pero es evidente que entre la
población abundaban, precisamente, estos ciudadanos normales.
La cuestión es que sin diálogo interior el dogmático cambia fácilmente de dogma, el nihilista de conducta y
muchos ciudadanos normales, de valores.
Entre los dogmáticos es conocida la gran cantidad de comunistas alemanes que fueron engrosando el
partido nazi en la década de los años veinte. También el nihilista, no exento de cierto cinismo, no tiene escrúpulos en
modificar su conducta si la nueva es capaz de procurarle más beneficios. ¿Pero qué ocurre con ese gran número de
ciudadanos que no han mostrado nunca ningún rasgo de anormalidad y que, en muchas ocasiones, han sido
considerados incluso ejemplares?
Aquel ciudadano normal que sigue sus buenas costumbres, tras un momento primero de perplejidad en el
que el mundo parece caérsele encima, puede aferrarse de nuevo a otras si son las que realizan sus vecinos, las que
marca el Estado y las que recomienda la propaganda a través de los periódicos, el cine o la radio.
Quien tiene unos valores inculcados, incluso fuertemente inculcados, pero en absoluto pensados,
reflexionados o examinados, puede sustituirlos tras un momento de crisis. Y esto es lo que, según Arendt, ocurrió en
gran parte de la ciudadanía alemana.
Si exceptuamos a los perseguidos y a los que simplemente tenían miedo, demasiados alemanes, hasta ese
momento buenos ciudadanos en el sentido tradicional del término, toleraron, participaron en algún grado o aplaudieron
al nazismo.
Según Hannah Arendt, en ese momento algo inédito ocurrió en la historia. Algo que debemos intentar
comprender.
Hasta ese momento todos creíamos saber que nuestras debilidades nos pueden hacer matar o mentir, aun
sabiendo que no se debe hacer. Y si no somos psicópatas desalmados, incluso en ese caso el diálogo interior se sigue
manteniendo, aunque más o menos tormentosamente. Lo nuevo en los totalitarismos del siglo XX no es el
incumplimiento de la norma ética por gran parte de la población. Lo novedoso y, por ende, lo más difícil de comprender
es que las propias normas se hayan invertido con tanta facilidad. En lugar de no matarás, matarás, parecen promulgar
los nazis; en lugar de no mentir, mentirás, señalan los bolcheviques. Lo escandaloso es que gran parte del mundo lo
asumió, y que el mundo mismo no se derrumbó.
El deber de no olvidar
El infierno ha sucedido. Y el hombre ha sido su artífice. Nietzsche proclamó la muerte de Dios. Con el último
judío aniquilado en las cámaras de gas murió definitivamente el hombre. El horror no debe ser olvidado. Quién se
disponga a pensar el bien ha de hacerlo ahora desde los lager alemanes y los gulag soviéticos. Y habrá de hacerlo sin
fruncir el ceño, sin intentar siquiera eludir con un gesto tibio de la mano el hedor que allí eternamente se desprende.
De no ser así, que la maldición de Primo Levi se cumpla: "que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite,
vuestros descendientes os vuelvan el rostro". Hannah Arendt encabeza un capítulo de su obra sobre los totalitarismos
con una frase de David Rousset: "Los hombres normales no saben que todo es posible". La consigna debe ser ahora no
ser un hombre normal. Nadie debería ser ya un hombre normal. Lo que Dante tan sólo imaginó en leve ficción, nosotros
estamos obligados a recordarlo ahora como grave realidad, a modo de penitencia obsesiva propia de Sísifos
despeñando eternamente la piedra: "Sé que es posible, el infierno ha sucedido, puede volver a suceder…". Grabémoslo
en brazos y piernas, en la espalda y en las manos. Grabémoslo en la frente de todos los recién nacidos. Grabémoslo en
el pecho con un hierro candente hasta que llegue al corazón: "Es posible, ha sucedido, puede suceder…". Y junto a las
insistentes palabras, a modo de imborrable amén, el nuevo mandato de la razón impura, el nuevo imperativo categórico
que, como proclama Theodor Adorno, deberá guiar nuestra conducta: "Actúa de tal manera que Auschwitz no se vuelva
a repetir".