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Texturas en Psicoanálisis Año 8 - Nº 1 Dic. 2008 54 Osvaldo Couso : : La furia evangelizadora

Lo maravi l loso de la guerra es que cada je fe de ases inos hace bendecir sus banderas e invocar so lemnemente a Dios antes de lanzarse a exter-minar a su prój imo.

VOLTAIRE

El amor “al” padre, estrechamente anudado al amor “del” padre, es el punto crucial de un pasaje, es la bisagra, el umbral, de una triple diferenciación que se abre a partir de él. Por un lado la constitución subjetiva, un aspecto que puede llamarse “individual”, en el que se destaca muy especialmente el fantasma, la restitución del padre terrible y la búsqueda eternizada de la protección de un padre. Por otro lado se puede situar el pasaje a lo que puede considerarse una perspectiva “social”, donde los elementos no se traducen en fantasmas individuales sino en mitos, que tienen con ellos importan-tes diferencias y también una gran comunidad estructural. Finalmente el amor al-del padre también hace bisagra para la articulación con un tercer plano: una esfera de trascendencia de lo propiamente humano, la relación con lo Otro.

En tanto el hombre es un ser hablante, la tendencia a endiosar, la búsqueda de protección (que implica, como su otra cara, el sometimiento) y el amor al Padre como bisagra (articulando la triplicidad antes citada: constitución subjetiva, circunstancias sociales y “trascendencia”), son de estructura.

E L U N O

Al menos en cierto tramo de la obra de Lacan, el Uno es pensable como el significante que al ser extraído del campo de los otros posibilita que se constituya un conjunto. A partir del Uno1, diferenciación que culminará en el matema S1-S2 para la estructura sim-bólica, la idea de significante “a secas” resultará insuficiente. Esa expresión quedará referida al significante en tanto Falo e impar, al punto cero de un mítico comienzo

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del origen indecible, al corte mismo de una primaria y original simbolización que expulsa la Cosa. Hay significante, hay nombres y expulsión de lo que no se pue-de nombrar cuando se nombra. Pero que “hay significante” resultará insuficiente; comienza a adquirir esencial importancia una división “dentro” mismo de lo sim-bólico. Didácticamente se puede postular un primer tiempo en que “de algún modo, todos los significantes son equivalentes, porque sólo juegan con la diferencia de cada uno respecto de todos los demás”2 En un segundo tiempo, del “todos” de esa reunión sincró-nica un significante es extraído: poniéndose en juego una dimensión diacrónica, un significante va a “intervenir” en los “significantes que ya están ahí”, es decir sobre una batería que conforma “la red de lo que se llama un saber.” 3

Si en un principio todos los significantes parecen valer lo mismo, cuando el S1 “levante vuelo” 4, el significante no será ya un conjunto caótico de palabras sino un sistema articulado. Un nombre ha nombrado efectivamente, cavando una doble hiancia: “más acá” y “más allá” de él. Entre S1 y referente, por un lado; entre S1 y las otras palabras, lo que se puede predicar, por el otro lado. Cualquier significante puede adquirir esa posición diferente a la de los otros componentes del sistema. Cualquiera de ellos, pero debe ser uno, en cuya intervención vale destacar al menos tres consecuencias esenciales: hacer surgir el sujeto, por un lado, al quedar ubicado para la función de representarlo para los otros significantes5; des-completar la propia batería significante, por otro lado 6; finalmente, permitir que del Falo como significante “mudo” e impar, se pase al decir, a la articulación discursiva (para la que es necesaria la unión de al menos dos significantes). Así ligados Nombre-del-Padre y S1 7, se posibilita por un lado la concatenación discursiva y, por otro lado, un aspecto escritural: la marca y la letra funcionan como vías para el amor, el deseo y el goce, posibilitando al sujeto que se pueda internar en la repetición (en su aspecto predominantemente significante) y en los espejismos imaginarios.

L A R E P R E S E N T A C I O N

La definición clásica del sujeto incluye la idea de representación significante. Lacan introduce un cambio radical en la concepción misma de la representación:

“el sujeto al que representa no es unívoco. Está representado, sin duda, pero también no está representado.” 8

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Texturas en Psicoanálisis Año 8 - Nº 1 Dic. 2008 56 Osvaldo Couso : : La furia evangelizadora

La representación es, por definición, fallida. Su eficacia está indisolublemente anudada a un fracaso esencial:

el significante sólo puede nombrar, contornear lo representado, pero nunca apresarlo. Cava un abismo insalvable que separa para siempre al sujeto de la cosa con la que sólo posteriormente, por medio del objeto, se logrará cierto grado de relación.

Tal abismo es propiciatorio, ya que por él la cadena desliza incesantemente: por la imposibilidad de la representación, cada significante “llama” a otro, que se

busca con el fin de que éste sea el “definitivo”, el que subsane la falla significante... que se vuelve a producir, haciendo que el deslizamiento continúe.

El S1 no es el representante final y definitivo, el que representa “por completo” al sujeto. Por el contrario, es el que encarna la imposibilidad misma de la representación. Es el que escribe el hiato insalvable que lo separa de ese sujeto al que no-todo representa. Así, el S1 es el índice de un sujeto que es tan representado como irrepresentable; que no es en sí una entidad positiva y sustancial, sino la amalgama de los significantes que lo inscriben, con el vacío que se abre más allá de toda inscripción. Por ello, puede decirse que para la constitución del sujeto la articulación S1-S2 implica, además de esos dos términos, un tercero:

el objeto.

C E R O , U N O Y T O D O S

Sin embargo, por su propia lógica el significante va a generar la desmentida de lo que ha intro-ducido. Esa idea es bastante temprana en Lacan, puede leerse, por ejemplo, cuando plantea que

“el significante hace surgir al sujeto... (...)... al precio de coagularlo”9, de soldarlo con lo que lo representa, ocultando su vacío constitutivo. El sujeto no sólo “no es” lo representado, sino que el significante al representarlo lo “tergiversa”; transforma algo ausente en una presencia que consiste y que incluso tiende a hacerse absoluta. En ese sentido, el significante es un monumento (idea con la que –vale recordar- Freud consideraba el fetiche), presencia consistente que a la vez ausenta, reemplaza, hace “olvidar” y también conmemora aquello que él mismo ha separado y excluido.

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La aparición del S1 oculta la falla de toda representación. Sucede como si el S1 asumiera, como equivalente general, la falla de todo significante; como si sólo él fracasara. Los otros pretenderán “rellenar” esa falla, postulándose “como si fueran” el objeto real. La reiteración del fracaso de tal pretensión no impide que la lógica del significante ilusione con la idea de alcanzar, al final de un recorrido (que se estira necesariamente hasta el infinito), un último significante que logrará completar la “verdadera y total” representación, cuya falla subsanará para siempre.

S1 es el significante que remite al vacío que implica la representación, de la que delimita su frontera y encarna su imposibilidad misma, que es estructural. S2 es el que desmien-te, materializa, transforma en “algo positivo” lo que es pura nada. Si S1 es marca de una ausencia, S2 es la presencia que la niega. Si S1 no está, los S2 no se totalizan, y entonces no representan nada.10 Si S1 está, los S2 se postulan como representantes “verdaderos” ya que intentan reencontrar lo ausente. Aunque fallarán, ello no quita que ponen en un mismo plano al cero y al uno, que suturan disimulando el corte que los separa, iniciando además la propagación al infinito de tal sutura y de la esperanza de reencuentro.

S1-S2 es el modo en que se “realiza” la estructura simbólica, de la que condensa dos aspectos esenciales:

el par ordenado es, tanto la marca de lo ausente como la sede de su desmentida. Por la lógica que el significante implica, algo comienza a partir del momento en que el S1 adquiere la posición de exterioridad11 que le es inherente, y se ordena en relación con los S2.

Desde que se producen la sutura y el cierre de un campo –que ahora llamaremos ideológico-, desde ese momento, recortable y puntual, se hace olvidar las huellas y condiciones de su surgimiento y reestructura todo el campo, transformando una colección de indi-viduos en una totalidad racional, ya que los desprende de otros lazos de pertenencia que los unirían a otras ideas o les darían una identidad distinta.

Un ejemplo clásico es la idea de nación, en la que un significante, la bandera por ejemplo, desamarra a los individuos de otros significantes que podrían determinarlos: mul-tiplicidad de lugares de origen, clase social, condiciones económicas o culturales, etc. Esa bandera constituye un conjunto, dentro del cual quedan englobados todos aquellos que se reconocen por ese rasgo. Ese conjunto reprime todas las otras -infinitas- características que también implica la nacionalidad de que se trata. Y para

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peor, aplasta toda diferencia y toda singularidad, “borra” toda otra determinación. Los sujetos englobados en el conjunto “consisten”, como si el vacío constitutivo del sujeto desapareciera al ser de tal modo representado. Cada uno puede creer que un significante es el nombre que aprehende su ser, dándole consistencia. Olvidar que queda aplastado por una determinación que borra toda otra determinación. Creer que la identidad abarca todo el ser, que queda por completo descrito y conocido por ese significante. Así se consolida “soy eso”; pero además se complementa con “sólo soy eso” (no hay otra cosa en mí que eso) y con la idea que el conjunto engloba, cons-tituye una clase con aquellos a quienes identifica determinado rasgo.

Se verá posteriormente que esa presunta “igualdad” es intolerable y va de la mano con la cons-titución de un rasgo diferencial que deberá ser expulsado, pero ello no quita que estructuralmente hace el “Todo” y también el “Todos”.

Y ello aunque, como fuera anteriormente expuesto, el Uno, tanto por la vía de la represen-tación del sujeto (que descompleta la batería significante) como por hacer posible el discurso (y siempre que hay un decir se circunscribe un imposible de ser dicho), cava el plano de clivaje que hace posible dejar siempre al borde del ridículo al “sujeto amo”12 que intenta sostener el mito del Yo que domina13, la ilusión de una identidad posible con el significante en tanto representante.

A pesar de tal aspecto de la función paterna “como nombre, como pivote del discurso”14, introdu-ciendo lo imposible, ubicando en la estructura el objeto que hace límite a la totaliza-ción, a pesar que “no hay todo sino acribillado”15, la maquinaria simbólica mantiene un intento hegemónico y “totalizador”, una pretensión imperial sobre lo real, un rechazo por el que el saber expulsa la dimensión de la verdad, un forzamiento por el que la significación tiende a usurpar el lugar del referente16:

la idea del Todo insiste.

S I G N I F I C A N T E Y G O C E El significante es “aparato del goce”17. Didácticamente se puede imaginar un cuerpo viviente en

un estadio “previo” a la irrupción significante. Lo suponemos afectado por un goce del que, al ser invadido por el símbolo, quedará despojado. El cuerpo es vaciado de un goce (supuesto) que es obligado a pasar por la palabra, empujado a transmutarse

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en demanda, aunque tal conversión resultará siempre fallida. A su vez, la maquinaria simbólica es transformada en aparato que, en su trabajo, produce goce, como si el significante quedara impregnado de aquello que expulsa. El símbolo es conmemo-ración de un momento decisivo: la originaria intrusión del goce en el ser humano, que se puede relacionar con el trauma freudiano. Es marca de goce y vehículo de su circulación, que va de una pérdida esencial y fundante a una distribución por diversos modos de una siempre incompleta recuperación.

Lacan dirá que “el Otro, presentado en la época de Instancia de la Letra como lugar de la palabra, era una manera, no diré de laicizar, pero sí de exorcizar al buen Dios”18. A partir de entonces, puede pensarse que el símbolo está “poseído por los demonios” del goce. Su operatoria no es sólo la automática y aséptica puesta en marcha de metáfora y metonimia produciendo significación y sentido.

D O S M O D O S D E L H O R R O R

La exigencia de hacer pasar el goce que se puede suponer a un cuerpo, por los desfiladeros significantes, encuentra siempre en el sujeto una resistencia, un rechazo que Freud nombra como “pulsión de muerte”19, genial invento que puede entenderse como voluntad de destrucción, de ataque al significante. O como intento de conservar y mantener la plena vigencia de un “paraíso” del que se supone haber sido apartado; incluso de retornar a tal “paraíso perdido”, alcanzando una “nada” fuera del símbolo a partir de la cual se pudiera retrotraer todo a un comienzo, como si fuera posible volver a empezar.

Freud descubrirá 20 que tal fuerza, que arrasa los símbolos que nos constituyen como humanos, los principios en que se basa y de los que se sostiene la cultura misma, es un empuje que no cesa. Con diferentes grados e intensidades, adicciones, melancolías y otras pasiones, suelen evidenciar ese gradiente, que también puede aparecer en práctica-mente cualquier sujeto en situaciones límite21.

Pero he mencionado antes que el significante es aparato de goce. No todos los espantos responden a la presión incontenible de una pulsión de muerte que se opone a las determinaciones simbólicas. Se puede distinguir cómo, en muchos casos, el símbolo puede apropiarse de tal poderosa fuerza deletérea (originalmente dirigida en su con-tra) para llevar a la “embriaguez” de un goce horroroso. Los arrasamientos subjetivos que produce entonces tienen como característica clínica que no obedecen sólo a un

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imperativo destructivo, sino a un intento de sustitución: reemplazar unos símbolos por otros. El saber rechaza al sujeto y tiende a “totalizarse”, tendencia que cada vez le “hace olvidar” más las consecuencias de sus acciones en el mundo. Ese saber que no sabe se presenta como verdad y su efecto es la existencia de un goce que tiende a desanudarse. Ello deviene fácilmente en fundamentalismo, en creencias que no sólo no se reconocen como tales, sino que se presentan como “fundamentos de lo real”.

A partir de entonces, a quien estuviera marcado por “otros” símbolos se le niega cualquier relación con alguna verdad y se lo toma como oponente. La “furia evangelizadora” comienza por destruir los símbolos del “diferente”, transformado en “enemigo”, para reemplazarlos por los propios. Los ejemplos son innumerables: se pueden mencionar los conquistadores que imponen su lengua y sus costumbres a los pueblos conquis-tados, cuando no los esclavizan y los reducen a pura fuerza para realizar los trabajos más humillantes; o los cultos religiosos que construyen sus templos por encima de las ruinas de otras iglesias pertenecientes a cultos diferentes; o la destrucción de libros o de estatuas o de monumentos o el cambio de nombre de las calles, etc. Aunque implican grados muy diferentes de arrasamiento y salvajismo, tales hechos tienen en común que obedecen a un modo de concebir lo simbólico y lo real que puede fácil-mente llevar a las mayores aberraciones: despojos, asesinatos, iniquidades, violacio-nes, exterminios, horrores a los que lamentablemente asistimos casi cotidianamente.

Para la acción totalitaria capaz de despojar a millones de seres humanos de su condición de tales, dichos arrasamientos son sólo un primer tiempo, destinado a hacer posible un segundo tiempo, que es reemplazar por los propios, los símbolos del “oponente” que han sido borrados. Tales tiempos son esenciales para sostener una idea que es clave: asegurar la total soldadura entre saber y verdad.

La operación simbólica “no cierra”, siempre hay algo que escapa a la captura, “un detalle” que recuerda que no todo es posible, que no se puede apresar lo real sin que surja algo incapturable, que no se puede dominarlo sin que se haga presente lo ingobernable.

Por un lado la aparición del Uno implica los aspectos propiciatorios que fueran mencionados anteriormente. Pero, al mismo tiempo, también implica que la operatoria signifi-cante, porque no puede recubrir lo real, genera lo Otro del Uno y del significante fálico capaz de unificar. Así, la aparición de lo “hétero” fija lo Uno y lo Otro como constitutivos del hablante.

Es un hecho de estructura para el parlêtre, una lógica, un modo de pensar, un germen de “racismo” capaz de desarrollarse y generar todas las exclusiones; el discurso genera, una vez constituido, el movimiento que tiende a alcanzar un límite, a la supresión del discurso mismo.

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Freud nos enseñó que lo extranjero deviene fácilmente enemigo, cuando para sostener el amor dentro de un círculo que contiene lo idéntico, se hace necesaria la expulsión lisa y llana de lo diferente. En verdad, lo difícil de soportar no es tanto lo diferente, sino lo semejante si lo diferente no existiera; es respecto de lo semejante donde pueden generarse buenos o malos encuentros, donde se puede propiciar lo mejor o lo peor.

Tanto Freud como Lacan fueron pesimistas con respecto al hombre y la sociedad. Vale como ejemplo el enojo de Freud al comentar el mandamiento religioso por el que se debe amar al prójimo como a uno mismo22. Freud insiste en que el prójimo no merece nuestro amor porque está siempre dispuesto a perjudicarnos según sus convenien-cias, o a exhibir su poder, o a denigrarnos, ofendernos y difamarnos si eso le da placer; en definitiva el prójimo no nos ama, es incapaz de consideración o respeto hacia sus semejantes. Tal posición puede relacionarse con una tradición que ubica como esen-cia del hombre su tendencia al mal, lo desmedido de sus ansias y apetencias, el brutal predominio de la pulsión de muerte que lo habita y tiende a desplegarse en el mundo como pulsión destructiva. Si bien tal concepción es importante (porque corrige la idealización por la cual el hombre tendería “naturalmente” al bien), se arriesga con ella una exageración: las ideas de “el hombre como lobo del hombre”, de reducir la sociedad a ser sólo sede de las luchas más feroces, “olvidando” que las realizaciones sociales son producto, en su inmensa mayoría, de fuerzas diferentes que el ansia de dominio; dejan como única alternativa apartarse de la relación con los otros, cuando no refugiarse en un ideal de autosuficiencia. Entre fantasmagorías ingenuas o terro-ríficas, entre creencias almibaradas (restituir un Paraíso de amor y paz sobre la tierra) o complacencia con las iniquidades, entre ángeles sobrevolando mundos celestiales o sombríos sacerdotes del Mal, entre la tendencia al conformismo o la justificación perversa de los atropellos... resulta difícil encontrar un equilibrio que sostenga los relativos valores de verdad de cada una de las dos concepciones.

Pero vale destacar que ni Freud ni Lacan propiciaron prescindencia de las relaciones sociales como modo de evitar la “voluptuosidad”, la “ilimitada entrega a las pasiones”23, en suma el potencial predominio del goce que ellas pueden implicar. Baste recordar al respecto la conocida parábola de los puerco espines que Freud toma de Schopenhauer. Si bien “ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima a los demás”24, la parábola enseña que puede existir la búsqueda de un equilibrio entre las dos posiciones extremas: la necesidad de protegerse del frío que lleva a aproximarse, las heridas que la proximidad conlleva y el consiguiente alejamiento... que renueva el frío originario.

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En la vida en sociedad no se trata de eliminar esa tensión y esa búsqueda, sino de sostenerlas. Aunque tal equilibrio resulte improbable o difícil (tal vez imposible) como también Lacan señalara25, al precisar que en el otro dormita y está siempre latente la posibili-dad de aparición de un goce intolerable que puede llevar a lo peor, a la reducción de los sujetos al rango de objetos de goce.

U N N U D O

Si se considera al amor, al deseo y al goce como nudo borromeo, se puede imaginar que esa triplicidad sostiene cierto (discreto) equilibrio que evita que alguno de ellos traspase los límites de los otros.

El objeto del amor es la “persona total”26 que alberga el objeto que hace a lo más íntimo, a lo más propio de lo humano. Por ello el amor permite la renuncia a un objeto de goce: aunque se busca la satisfacción a través del objeto que el otro alberga, ni tal búsqueda se limita a ese aspecto ni puede arrasar en su recorrido toda dimensión amable. Así, el amor no es sólo el medio de que se vale un sujeto para alcanzar el objeto que el otro “contiene”; por el contrario, el anudamiento que propicia asegura la imposibilidad de reducir al otro a la condición de objeto, el goce se mantiene dentro de límites tolerables y se preserva, además, la función de la falta por la cual el sujeto tendrá la chance de sostener el deseo. En esas condiciones, un prójimo puede posibilitar un buen encuentro.

Pero nada garantiza el éxito del anudamiento borromeo de amor, deseo y goce. Con demasiada frecuencia asistimos a un “truco” del narcisismo, por el cual el sujeto cortocircuita, evita el riesgo de la aparición del goce en el prójimo, inherente a la relación misma con los otros: para no aceptar dicho riesgo, para negar que para todo sujeto pueden existir los buenos o malos encuentros, lo mejor o lo peor, se lleva al extremo el nar-cisismo que Freud llamaba “de las pequeñas diferencias”27. Se inventa un modo de desviar la potencial violencia que habita en el hombre: se recorta un rasgo, se delimita una diferencia en la que ubicar tal violencia que es necesario sacar del círculo, para preservarlo. Tanto en ese texto como en Psicología de las Masas y análisis del yo, Freud sostiene que los lazos sociales implican la familiaridad de los hermanos (hacia dentro) y la intolerancia, crueldad y falta de aceptación (hacia fuera)28.

Por eso, “el otro” que resulta necesario para asegurar la consistencia del nudo borromeo que conforman el amor, el deseo y el goce, es muy diferente del “otro” que es imprescin-

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dible a la lógica totalitaria. Al primero se le hace “conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda” que, como se sabe, “es un enigma y siempre es una fiesta descifrarlo”29... La segunda en cambio, más que los enigmas valora las certezas; la diferencia que prefiere tener a mano en las “noches sin luna” es sólo a los efectos de eliminarla: un negro, un judío, un homosexual, un zurdo, algún chino o coreano o turco, quienes fueran, siempre que aseguren la portación de un rasgo diferencial que se podrá ubicar como el objeto que impide la totalización y, por ende, se pretenderá transformarlo en resto a desechar (como en matemáticas, cuando se descartan las cifras que hacen que la cuenta no resulte exacta). Mientras se arbitran los medios para tal eliminación, se sostiene la ilusión del reinado del Todo.

En algunos casos, tal gusto por las matemáticas no se realiza en el plano de la eliminación física ni es una exclusión excesivamente violenta, pero se manifiesta en el modo mismo de pensar. Cierto “progresismo”, por ejemplo cuando, si bien con buenas intenciones, insiste en predicar la tolerancia y aceptación de “las diferencias” con el otro: “olvida” así que el sólo hecho de proponer tal tolerancia ubica a quien la postula como Uno, como punto de partida. A partir de allí el diferente... es el Otro. Aunque de ese “olvido” hasta el asesinato hay un trecho muy largo, tal modo de pensar contiene, en germen, una violencia capaz de desatarse. Por ello conviene insistir en precisar la idea central, el carozo de la lógica totalitaria: la tendencia a eliminar el objeto que hace obstáculo al Todo. De no ser eliminado, ese objeto se hace muy peligroso porque puede convertirse en causa del deseo. Y es muy especialmente ese deseo, así como el nombre propio, la singularidad de los rasgos, el derecho a los lazos sociales y a la inscripción simbólica (incluyendo en ella los ritos funerarios, que despiden un sujeto de la vida sin borrar los significantes con que en ella estaba representado) y hasta los cuerpos mismos, los que constituyen las características que forman parte esencial de lo propiamente humano. Ellas son las condiciones por las cuales el proyecto totalita-rio choca con un resto in-eliminable.

Por ello pone en marcha una operación que arbitrariamente, por un forzamiento extremo, “declara suprimido” lo imposible. Ese es el motivo por el que organiza sistemática-mente campos del terror, para encerrar a los “opositores” en los que corporiza ese imposible reduciéndolo a resto a eliminar. Aislados, separados de sus lazos sociales, de su nombre (generalmente cambiado por un número), de todas sus determinacio-nes simbólicas, aplastado todo lo que los hace humanos, quedan reducidos a ser sólo un cuerpo y, por si ello fuera poco, un cuerpo lacerado y humillado.

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P A R A C O N C L U I R

Los dos aspectos que distingo en el arrasamiento subjetivo (supresión de los símbolos del “enemigo”, seguido del reemplazo por “nuevos símbolos”) que produce el proyecto totalitario, quedaron nítidamente ilustrados por la dictadura militar que tomó por la fuerza el gobierno en 1976, en la Argentina: la desaparición forzada de personas se complementaba con la apropiación de los hijos de los desaparecidos. Como si los cuerpos masacrados de los padres, despojados de todas sus determinaciones simbólicas (entre ellas –y muy especialmente- de los ritos funerarios), “vuelven a nacer” en los cuerpos de los niños, sus hijos. Es como si se los hiciera “reaparecer” pero nuevos, “borradas” todas sus marcas, tal vez pudiera decirse “purificados”, si se tiene en cuenta que la dictadura militar implicó una asociación con las jerarquías de la Iglesia, en una nueva versión de la Cruzada evangelizadora, de la alianza de la espada y la cruz. Tal arrasamiento hace “renacer” los cuerpos como páginas en blanco, listas a recibir los símbolos del opresor, sus significantes que se postulan como verdad.

Para que tal postulación fuera consistente pretendieron arrancar, con el tormento sistemá-tico, todo lo que a esos cuerpos reales hacía humanos. Para luego eliminarlos, transformarlos, reducirlos al rango de carroña, de pura materia a desaparecer con-fundida con la tierra o el agua. Tal eliminación de los cuerpos era esencial para que, “purificados”, retornaran en los cuerpos de los hijos que, ahora sí, el Orden triunfante podía adoptar (inscribir bajo “sus” símbolos).

Sin embargo, el fracaso de las tumbas sin nombre de la dictadura militar, cercano al fracaso del intento de eliminar los cuerpos en los campos de concentración del nazismo, pareciera indicar que suprimir el obstáculo que descompleta al saber (supresión que posibilitaría que dicho saber pueda ser presentado como verdad y reinara como goce) no es viable: aún en las peores circunstancias, aún en las más extremas humillaciones, algo en los propios cuerpos hace imposible la separación total con los símbolos que los hicieran morada del ser hablante. Como si una vez constituida tal morada, albergaran para siempre un núcleo esencial e in-eliminable de dignidad humana.

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¿Será ello suficiente para sostener un discreto optimismo? ¿Será ilusorio suponer al hombre animado por ese leve latido, imaginar un destello casi imperceptible sobreviviendo entre sombras y horrores, entre el dolor y el recuerdo de tantos monstruosos sacrifi-cios, de tantos millones de seres humanos entregados al fuego bárbaro de los dioses oscuros, inmolados en el altar del dios-Todo?...

1 El Seminario, Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, J. Lacan , Ed. Paidós, Buenos Aires, 1993, pág. 284.

2 El Seminario, Libro XVII: El reverso del psicoanálisis, J. Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 93.

3 Ibidem, pág. 11.4 El Seminario, Libro XX: Aún, J.

Lacan, Paidós, Barcelona, 1981, pág. 172.

5 El Seminario, Libro XVII: El reverso del psicoanálisis, J. Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 93.

6 Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, J. Lacan, Escritos I, Ed. Siglo Veintiuno, México, 1975, pág. 318.

7 El Seminario, Libro XVIII: De un discurso que no sería del semblante, J. Lacan, inédito, clase del 16-6-71. Allí Lacan desarrolla una distinción entre el Falo y el Nombre-del-Padre.

8 El Seminario, Libro XVII: El reverso del psicoanálisis, J. Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 93.

9 Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente

freudiano, J. Lacan, Escritos I, Ed. Siglo Veintiuno, México, 1975, pág. 328.

10 Ibid. pág. 330.11 El Seminario, Libro XVII: El reverso

del psicoanálisis, J. Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 11.

12 Ibid., pág. 84.13 Ibid. pág. 66.14 El Seminario, Libro XVI: De un

Otro al otro, J. Lacan, inédito, clase 29-1-69.

15 El Seminario, Libro XXIV: L’insu que sait de l’une-bevue s’aile a mourre, J. Lacan, inédito, clase del 14-12-76.

16 Proposición del 9 de octubre de 1967, J. Lacan, inédito, ficha de circulación interna de la EFBA,

pág. 5.17 El Seminario, Libro XVII: El reverso

del psicoanálisis, J. Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 51.

18 El Seminario, Libro XX: Aún, J. Lacan, Paidós, Barcelona, 1981, pág. 84.

19 Mas allá del Principio del Placer, S. Freud En Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. Tomo VII, pág. 2525.

20 El malestar en la cultura, S. Freud, En Obras Completas, Ed. Biblioteca

Nueva, Madrid, 1972. Tomo VIII, pág. 3056.

21 Empuje a la perversión, Osvaldo Couso, en Psicoanálisis y el Hospital Nº 29, Ediciones del Seminario, Buenos Aires, junio de 2006.

22 El malestar en la cultura, S. Freud, En Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. Tomo VIII, pág. 3045.

23 Psicología de las masas y análisis del yo, S. Freud, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, Tomo VII, pág. 2572-2573.

24 Ibid., pág. 2583.25 El Seminario, Libro XVI: De un

Otro al otro, J. Lacan, inédito, clase 12-3-69.

26 Los instintos y sus destinos, S. Freud, en Obras Completas, Ed- Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, Tomo VI, pág. 2050.

27 El malestar en la cultura, S. Freud, En Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. Tomo VIII, pág. 3048.

28 Psicología de las masas y análisis del yo, S. Freud, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, Tomo VII, pág. 2581.

29 Una mujer desnuda y en lo oscuro, M. Benedetti, en Inventario dos, Ed. Sudamericana, Madrid, 2000, pág. 432.