angel lopez

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López 1 ÍNDICE PRÓLOGO BIOGRAFÍA CAPÍTULO 1. LA ESTADÍSTICA PERVERSA CAPÍTULO 2. CARTA DE ÁNGEL CÓZAR CAPÍTULO 3. MI PASO POR LOS PASILLOS DE UN HOSPITAL CAPÍTULO 4. COLEGIO CAPÍTULO 5. INVENTOS CAPÍTULO 6. DIETA CAPÍTULO 7. LA MÁQUINA Y YO CAPÍTULO 8. MI CHICA CAPÍTULO 9. LA FE DE DIOS CAPÍTULO 10. QUÉ ES EL DUCHENNE CAPÍTULO 11. REFLEXIONES

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Page 1: Angel Lopez

‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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ÍNDICE

PRÓLOGO

BIOGRAFÍA

CAPÍTULO 1. LA ESTADÍSTICA PERVERSA

CAPÍTULO 2. CARTA DE ÁNGEL CÓZAR

CAPÍTULO 3. MI PASO POR LOS PASILLOS DE UN HOSPITAL

CAPÍTULO 4. COLEGIO

CAPÍTULO 5. INVENTOS

CAPÍTULO 6. DIETA

CAPÍTULO 7. LA MÁQUINA Y YO

CAPÍTULO 8. MI CHICA

CAPÍTULO 9. LA FE DE DIOS

CAPÍTULO 10. QUÉ ES EL DUCHENNE

CAPÍTULO 11. REFLEXIONES

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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PRÓLOGO

Me llamo Ángel López Hortigüela soy un ciudadano anónimo de 32

años. También soy un ser real de carne y hueso. Lo que nadie sabe

aún, es que represento todo un enigma para la Ciencia. Y lo que es

más sorprendente todavía, es que la Ciencia no quiere saber nada de

mí. Cuando yo contaba con 4 años de edad, la Medicina me hizo una

predicción insólita: mi fecha de caducidad. Al igual que una lata de

sardinas que compramos en un supermercado, se añadía una lista de

ingredientes. que iban a marcar mi vida:

Enfermedad hereditaria, sin cura ni tratamiento.

Distrofia muscular.

Contenido en movilidad y libertad de movimientos: 0.

Posibilidad de silla de ruedas a los 11 años: 100.

Limitaciones, dolor y sufrimiento: 100.

Contiene componentes letales para el aparato respiratorio

y el sistema cardiovascular.

Consumir inevitablemente antes de los 20 años de edad.

Ahora os invito a que volvamos al principio de mi esta historia: “yo

con 32 años”. ¿Cómo es posible?. ¿Cómo he podido ser capaz de

robarle, de momento, 12 años a la vida?. Me temo que hay un

ingrediente o tal vez una advertencia final, que no se tuvo en cuenta:

“Cualquiera de estos ingredientes pueden variar su composición

al añadir la Fortaleza del Ser Humano”.

¿Queréis saber cómo lo logré?. Esta es la historia de mi lucha por la

supervivencia.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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BIOGRAFÍA

Hola soy Ángel López Hortigüela y quiero contarles la historia de mi

vida. Nací el 9 de mayo de 1976 como un niño normal y corriente.

Pero a los 4 años me diagnosticaron una enfermedad que se llama

distrofia muscular de Duchenne. Es una enfermedad “rara” que no

tiene cura ni tratamiento y no viviría más de 20 años. Mi vida estaría

marcada por dolores, una movilidad que iría mermándose hasta

acabar en una silla de ruedas a los 11 años y graves problemas

respiratorios que le llevarían a un fatal desenlace. Actualmente tengo

32 años y muchas ganas de vivir y de seguir luchando. Mi médico de

cuidados paliativos, el Dr. Alberto Alonso, me confirma que no sólo le

he ganado 12 años más a la vida, sino que he logrado detener mi

deterioro, algo completamente insólito porque no llevo a cabo ningún

tratamiento médico. Por el contrario, yo me había convertido en mi

propio terapeuta, a través de mi observación e investigación de mi

enfermedad, el planteamiento de pequeños logros y objetivos a corto

plazo, la elaboración de mi dieta personalizada para mi organismo, el

desarrollo de inventos caseros para mejorar mi calidad de vida y ser

coherente con mi filosofía personal, donde con mi lema: “sin

sufrimiento no hay aprendizaje”, estoy dispuesto a ir hasta el final, en

mi lucha por la supervivencia. Con humor, ilusión y tenacidad, os

invito a bucear en el sentido de mi vida.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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1. LA ESTADÍSTICA PERVERSA

Es sencillo hablar de estadísticas y de probabilidades cuando a uno no

le toca. Prácticamente todos los días algún medio de comunicación

hablado o escrito, nos informa de la remota posibilidad de que

seamos protagonistas de un hecho concreto.

¿Cuál es la probabilidad de que nos caiga un rayo, de qué nos toque

la lotería o de padecer una de las llamadas “enfermedades raras”?

Esta última me la conozco muy bien, puesto que, ya sea por azar, por

caprichos del destino o porque Dios lo ha querido así, soy ese único e

irrepetible individuo de cada 3.500 personas que padece una de estas

mal llamadas enfermedades, concretamente el Síndrome de

Duchenne.

Soy de una manera apocalíptica “el elegido” y desde el punto de vista

médico “el condenado”. Soy un 1 rodeado de ceros.

¿Te imaginas dentro de una fila interminable de personas, donde un

dedo invisible fuera descartando sin razón aparente: “tú, no”, “tú,

no”, “tú, no”, “tú, no”, hasta que culmina con un “tú, sí” al ponerse

frente a tí?

Creo que eso fue lo que debió de sentir mi madre, cuando un 9 de

marzo de 1981, un médico diagnosticó mi enfermedad. “Su hijo tiene

una enfermedad que afecta a los músculos, es hereditaria y no tiene

cura”. Yo tenía 4 años y estaba allí, junto a mi madre y mis tías, que

escuchaban atentamente las palabras de este “médico sentenciador”,

que fue relatando sin tacto ni compasión cómo sería mi miserable

vida hasta la prematura muerte. Las escenas de terror iban pasando

por la mente de mi madre, mientras que aquel sombrío narrador iba

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describiendo lo que estaría por suceder y que sin la menor duda, era

inevitable.

“La distrofia muscular le afectará al hígado, al bazo, al corazón...”,

“un simple resfriado puede llevarle a la muerte”, “su cuerpo perderá

toda movilidad y se irá encogiendo poco a poco, agarrotándose de tal

manera que no se le podrá vestir más que con un simple camisón”,

“son muy frecuentes los problemas respiratorios y las flemas”, seguía

relatando.

Esos son los retazos que ella recuerda de aquella conversación, así

cómo una larga lista de dolores y penurias, que yo sufriría hasta que

llegara mi fin, a la edad aproximada de 20 años. Incapaz de emitir

sonido alguno, mamá daba vueltas al único pensamiento que

revoloteaba por su cabeza: “me he quedado sin él”, se repetía.

Cuando fue capaz de articular palabra, logró dirigirse al médico,

exclamándole: “¡Entonces me está diciendo que mi hijo está para

tirarle a la basura!”. Ahora sonrío al rememorar aquellas trece

palabras, formando esa extravagante frase, fruto de la consternación.

Podría parecer cómica, incluso fuera de lugar, pero supongo que mi

madre no estaba, en ese preciso instante, para sutilezas. Es difícil

ponerse en su piel y sentir la pérdida de un hijo, sin poder hacer

absolutamente nada, tan solo ser la espectadora de la muerte

anunciada de un pedazo de sí misma. Una escala de sentimientos la

atravesaron: la incredulidad, dio paso a la desesperación, que fue

transformada en rabia, que se materializó en rebeldía hasta alcanzar

el coraje. Porque Angelines, mi madre, después del shock inicial, ni

por asomo iba quedarse con los brazos cruzados, esperando el

desenlace. Una vez atravesado el umbral de aquella consulta, un

largo pasillo marcaba el comienzo de nuestra gran aventura: la lucha

por la supervivencia.

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Si la estadística perversa me vaticinaba que tan solo disponía de 20

años de existencia, tenía en mi poder 7.300 días que me regalaba la

vida. 175.320 preciadas horas para ilusionarme, sentirme querido,

aprender a amar, escuchar el sonido de mi nombre, conocer la

historia de mis antepasados, aprender de los errores, sentirme a

gusto conmigo mismo, reírme de la tristeza, recoger la toalla de la

rendición, conocer el placer y un larguísimo etcétera de experiencias

que no estaba dispuesto a renunciar. ¡No tenía ni un minuto que

perder!

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2. LA ESTADÍSTICA PERVERSA

Hola,

a continuación os escribo unas líneas sobre cómo y cuándo conocí a

Ángel y cuál ha sido nuestra relación de amistad hasta hoy.

Pues bien, la primera vez que oí hablar de Ángel fue

aproximadamente hace 6 ó 7 años. Recuerdo cómo la madre de mi

novia, familiar directa de la madre de Ángel, me comentó que un

chico de Valdetorres estaba buscando a alguien que le diera clases de

matemáticas y alguna otra asignatura. Yo por aquel entonces estaba

buscando alguien a quién dar clases particulares para sacarme un

dinerillo, así que me vino en buen momento la proposición.

Yo visitaba Valdetorres todos los fines de semana, puesto que mis

padres tienen allí una casa. Así que me venía bien impartir las clases

los sábados por la mañana. Así que un día mi novia nos presentó y a

la semana siguiente empezamos con las clases. Yo pensaba que

Ángel iba a aprender matemáticas y otras asignaturas gracias a mí y,

sin embargo, acabé aprendiendo yo de él cosas mucho más

importantes para la vida.

Desde el primer momento Ángel me habló de sus limitaciones a la

hora de estudiar, ya que no podía escribir, pero eso no fue

impedimento para que pudiéramos buscar la forma para que Ángel

estudiara convenientemente. La fórmula que me propuso Ángel era

escribirle en folios todo lo que fuéramos dando, entonces él se los

pegaría en las paredes para poder estudiar desde su silla, leyendo

toda la información desde allí. Pues bien, así fueron transcurriendo

todos los fines de semana y él fue obteniendo muy buenos resultados

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en las evaluaciones, con lo cual él estaba contento y yo más,

sabiendo que le estaba ayudando.

Así fue pasando el tiempo, yo creo que estuve dándole clases un año

y medio aproximadamente, no lo recuerdo bien. Pero llegó el

momento en que los trabajos de la Universidad me agobiaron tanto

que ya no venía al pueblo a pasar los fines de semana y tuve que

dejar de impartir las clases. Yo sabía Ángel me necesitaba, pero

estaba en un momento crítico de mi carrera en que no obtenía

buenos resultados y tuve que centrarme mucho más y dedicarle más

tiempo a mis estudios.

A partir de entonces nuestra relación sigue siendo muy buena, yo

intento visitarle cuando puedo (lamentablemente no suele ser más de

una vez al mes), pero mantenemos el trato por teléfono. A mí me

encanta hablar con Ángel y ver cómo siempre mira hacia delante en

la vida y nos da a todos una lección de cómo valorar lo que es

realmente importante y distinguirlo de lo que no lo es.

La última lección me la está dando ahora con todas estas iniciativas

que está llevando a cabo. Me acuerdo cuando me comentó su idea de

comprarse un ordenador portátil y conectarlo a Internet. Yo

sinceramente no lo vi claro puesto que sabía que sus padres tendrían

que aprender con él y ayudarle a manejarlo. Pero ahí me volvió a dar

otra lección: que nunca debes tirar la toalla y siempre debes luchar

por llevar a cabo una ilusión. Ahora lo veo claro, Internet es una

ventana al mundo para él y la está aprovechando de una manera

sorprendente. Además el hecho de que se publiquen sus poesías, sus

artículos y ahora este libro le está dando fuerzas para seguir

luchando.

Creo que sus padres han hecho una maravillosa labor por él y creo

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que deberían contar con más ayudas de todo tipo por parte de

ayuntamiento, comunidad y estado. Conocer a Ángel y a su familia

me ha hecho ver lo poco importante que son estas personas para los

gobiernos de turno, las pocas ayudas a la investigación de

enfermedades raras que hay hoy día y el dinero que se malgasta en

investigar estupideces que bien valdrían para avanzar en el estudio

de esta enfermedad.

Bueno, pues esta es mi pequeña historia de mi amistad con Ángel,

que me siento afortunado por ser su amigo y que como ya he dicho,

me ha enseñado muchos y muy buenos valores.

Un abrazo,

Ángel Cózar.

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3. MI PASO POR LOS PASILLOS DE UN HOSPITAL

Desde que a los cuatro años de edad se me diagnosticó la

Enfermedad de Duchenne hasta los 16, donde se me dio de alta

porque “ya no podían hacer nada más por mí”, fui vagando como un

ratón de laboratorio por los largos pasillos de un conocido hospital de

Madrid, que para mí fue como la “casa de los horrores”.

Ya comenzamos con mal pie, cuando a mi madre se le explicó la

enfermedad que yo padecía. No me quejo del diagnóstico en sí, que

fue correcto, sino en la forma y en el tono en el que se hizo. Si lo que

pretendía ese buen doctor era que mi madre no tuviera la más

mínima esperanza de que yo saliese adelante mal o bien, se estudió

muy bien la lección, realizando una interpretación magistral. Al salir

de aquella consulta, mi madre caminaba por los pasillos, como un

zombi que acaba de salir de su tumba. Todo le resultaba extraño

hasta tal punto, que ni siquiera pudo articular palabra con una amiga

que había coincidido por casualidad con nosotros en el hospital. El

efecto que causó en ella la frase: “en esta enfermedad no hay cura ni

tratamiento”, así como las terribles transformaciones que sufriría mi

cuerpo, fue demoledor, como si un rayo la hubiera atravesado,

partiéndola en mil pedazos. Metiéndome en la piel del médico,

entiendo que no debe ser nada fácil tener que dar un diagnóstico de

este tipo, y que no hay que abrigar falsas esperanzas en el paciente

ni en los familiares, pero la verdad es que tanto mi madre como yo,

nos sentimos abandonados en el pantano de la desesperación. Nadie

nos explicó en ningún momento qué me estaba ocurriendo, ni se me

hizo partícipe de las decisiones que se tomaban respecto a mi cuerpo.

Me sentí como un muñeco que simplemente respira, que tan sólo era

un conjunto de células, músculos, piel, vísceras y huesos. He

escuchado frases de señores y señoras doctores y personal sanitario

del tipo: “no estudies mucho que te vas a traumatizar”, “para lo que

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tiene que oír…”, “¿falleció ya su hijo? (dirigiéndose a mi madre),...

Pues bien, ya que no tienen o no quieren tener la capacidad de

transmitir un mínimo de humanidad, al menos, les rogaría abstenerse

de comentarios tan poco constructivos y mucho menos,

profesionales.

A los 12 años, empecé a tener problemas respiratorios y durante seis

meses fui medicado sin mucho éxito. Al final, la doctora que me

atendía vio conveniente realizar unos ejercicios para mejorar mi

capacidad pulmonar y en una semana le enseñaron a mi madre la

tarea que yo tenía que practicar todos los días durante 10 minutos.

Nos dieron un papel y nos citaron seis meses después para ver cuál

era mi evolución. Mi madre y yo los practicábamos todos los días

pero, bien, porque mi enfermedad iba avanzando pese a nuestros

esfuerzos, o bien, porque no los realizábamos correctamente, al cabo

de los seis meses no llegué a los parámetros que los médicos

consideraban adecuados y mi capacidad respiratoria, cada vez,

estaba más mermada. Su reacción fue apuntar a mi madre con el

dedo como única responsable de mi mala evolución. Resultaba que

ella, después de cuidarme durante las 24 horas del día y de la noche,

sin ningún tipo de ayuda, también tenía que ser una experta en

terapia respiratoria.

Por aquel entonces, vivimos auténticas batallas campales en el

hospital, donde nuestro único propósito era ser el paciente del que

hablaba Miguel de Unamuno: “un ser humano, de carne y hueso, que

sufre, ama, piensa y sueña”.

En un artículo de la revista argentina Alcmeon, dedicada a la clínica

neuropsiquiátrica (concretamente el número 17, de 1996), el Dr.

Francisco Maglio escribía sobre la “Ética médica frente al paciente

crítico”. Sus reflexiones a cerca de la relación entre médico y

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paciente me hicieron constatar que no persigo una utopía, que es

factible hacer las cosas de otra manera. En esencia, nos rebela la

importancia de ponerse en lugar del enfermo y de escuchar sus

palabras, mientras se deposita el frío estetoscopio sobre su pecho. El

extraordinario valor de explicar un diagnóstico desde la esperanza,

aunque lo único que nos quede, sea morir entre el murmullo de los

que nos quieren y sentir el tacto de la persona a la que hemos

confiado nuestra vida. La idea de que “un paciente puede perdonar

un error, pero no perdona el abandono” resuena en mis oídos una y

otra vez, como las verdades que no pueden ocultarse, porque eso es

lo que mi madre y yo vivimos en nuestras propias carnes:

"abandono”, una receta de desaliento en estado puro, tómese cada

ocho horas.

Es reconfortante encontrar personas que profundizan más allá de lo

que simplemente les enseñaron, porque ahí radica el secreto de

superarnos cada día y de contribuir en la construcción de un mundo

más humano, donde un médico se moleste en preguntar cómo se

siente su paciente, al margen de medir su presión arterial.

Sería injusto decir, que no me encontrado con médicos u otros

profesionales, donde su vocación y entrega les ha llevado a poner en

práctica todas estas reivindicaciones. Entre ellos, haré una mención

especial al Dr. Alonso, que desde mi humilde opinión me salvó la vida

o, por lo menos, la esperanza. Ocurrió cuando yo tenía veintiocho

años y llegué al hospital con la tripa hinchada como un globo a punto

de explotar. Me resultaba imposible evacuar y, creedme si os digo,

que me sentía como si, de veras, fuera a morirme. Me ponían

constantes enemas, pero eso no me ayudaba. Una vez más la desidia

era mi compañera de viaje. No se molestaron en ingresarme en la

planta de enfermedades relacionadas con problemas digestivos, sino

que fui directamente a neumología. Total, era más importante

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investigar mi adaptación a la máquina que me ayudaba a respirar (de

la que hablaré después), que molestarse en mis perezosos intestinos.

Estábamos muy asustados, porque tanto mis padres como yo, fuimos

testigos del trágico final de un amigo mío que padecía mi misma

enfermedad y que pasó por este mismo proceso. ¿Estaría reviviendo

la historia de mi amigo? ¿Había llegado el momento de despedirme?

Nadie me respondía. Allí estaba yo, en mi solitaria cama,

probablemente rodeado de algunas eminencias de la medicina, que

huían de mi maltrecho cuerpo como de la quema porque de sobra

sabían que no podían curarme. ¿Acaso no existe una asignatura en

su admirable carrera, donde se le explique al paciente en un lenguaje

entendible para todos los niveles intelectuales qué le está sucediendo

a su cuerpo? ¿Es posible que aún no sepan que el tacto cura? Tan

sólo necesitaba eso en aquellos momentos y un bendito laxante que

me ayudara a vaciar mis entrañas. No conseguí ninguna de las dos

cosas. Me dieron el alta y salí de allí con el pensamiento de que esas

eran mis últimas Navidades, además de llevarme de regalo una

dolorosa escara en una cadera.

Llegó la noche del 31 de diciembre, donde muchas personas

preparan con esmero sus trajes, bonitos peinados y los nuevos

propósitos para encarar el nuevo año. Por supuesto, yo no iba a ser

menos y también expuse a mis padres mi deseo: “morir”. Y hablaba

muy en serio. Cuando llegó el momento más esperado del año, donde

tan sólo por una vez, todos ponemos la mirada hacia un mismo punto

y escuchamos con atención (y sin interrumpir) las doce campanadas,

me atreví con un tenue rayo de esperanza a tomar una única uva

para pedir a Dios que me ayudase. Desde entonces, la llamo la “uva

de la suerte” porque las cosas empezaron a mejorar. El Dr. Alberto

Alonso, cuya especialidad son los cuidados paliativos y que me

visitaba en casa, me prescribió una medicación para ayudar a que

mis intestinos hicieran su labor. Se trataba de unos sobres, que para

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mí fueron como unos polvos mágicos que restablecieron el

funcionamiento de mi cuerpo. Así pues, gracias al empeño y

dedicación de este MÉDICO, volví a saborear el dulzor de la ilusión.

En mi condición de creyente en Dios, siento que Él se las ingenia para

poner en nuestro camino a personas, que sin saberlo, nos ayudan a

salvarnos. De cada uno de nosotros depende aprovechar lo que se

nos concede, sentirnos afortunados y seguir luchando.

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4. COLEGIO

Al principio todo fue bien hasta que aparecieron las barreras, las

físicas en primer lugar y las humanas poco después. Unos simples

escalones se convirtieron en los protagonistas de mi etapa escolar,

porque a medida que iba progresando de curso, el recorrido para

llegar a mi aula se fue convirtiendo día a día en una carrera de

obstáculos.

En el segundo año de colegio, ya tenía dificultades para andar como

los demás niños de mi edad, por lo tanto, cogido de la mano de mi

madre iba subiendo con paciencia una pequeña escalera hasta que

llegaba a mi clase. Eran unos insignificantes escalones, que para

cualquiera de mis compañeros estaba “chupado” y es más, ¿qué niño

de 5 años no se lo pasa “bomba” al coger carrerilla y saltar varios

escalones al mismo tiempo aterrizando con los pies juntos? Para mí

se convirtieron en el muro de las lamentaciones, sobre todo, los años

posteriores, donde mi madre me subía en sus costillas para poder

llegar a la cima.

En este punto, las barreras físicas se transformaron en la muralla

humana. Mil excusas diversas brotaban de los labios del director del

colegio cuando mi madre le pedía que se instalara una rampa para

que con la silla de ruedas pudiese subir a mi clase. Todo fueron

problemas y dificultades, hasta que mi madre le advirtió con ponerlo

en conocimiento del ayuntamiento, del ministerio o de quien nos

quisiera escuchar. El resultado de esa frase fue milagroso, porque de

repente todos los inconvenientes anteriores desaparecieron por arte

de magia y en el plazo aproximado de una semana la rampa estaba

construida.

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No me gusta ser trágico, amigo mío, pero me cuesta comprender qué

es lo que pasa por la mente de esta persona en concreto, dedicada a

la enseñanza, con el rango de director cuando veía a mi madre

llevándome sobre su espalda como un fardo de trigo. Estaba claro

que yo y mi madre representábamos un gran incordio para él, ya que

intentaba “quitarme de en medio” en la menor ocasión, aunque

nuestra filosofía era: “si quieres puedes echarme, pero yo no me voy

de aquí”. Probablemente su teoría particular sobre mi caso, era que

tenía que ir a un colegio adecuado para mí, sin tener en cuenta, que

mi problema era únicamente de tipo neuromuscular y no intelectual.

Así pues, tras escuchar los “sabios consejos” de algún profesor

recomendándome que no me presentara a las recuperaciones de

septiembre (había suspendido únicamente dos asignaturas),

hacerme repetir 5º curso tres veces y acabar en una clase “especial”,

cuando cumplí los catorce años terminé mi etapa escolar en ese

centro.

¿Pensáis que me había dado por vencido? ¡Ni hablar! Después de salir

de una depresión que me duró casi dos años, sentí una inyección de

energía que surgió no sé de donde, tal vez de mi propia cabezonería,

y cuando llegué a esa edad dorada de los 18 años, ocurrieron varios

acontecimientos en mi vida, que marcaron lo que sería después, el

boceto de mi existencia.

Uno de esos hechos fue reanudar mis estudios y proponerme como

objetivo obtener el título de Graduado Escolar, mediante la

enseñanza a distancia. Como ya no podía escribir y mis movimientos

eran cada vez más limitados, estudiaba sentado en una silla que

llevaba incorporado un atril y memorizaba una y otra vez el temario.

Después de aprobar todos los cursos, en Junio de 1999, una

profesora del Ministerio de Educación me examinó oralmente de todas

las asignaturas (incluyendo las matemáticas), en una prueba

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extraordinaria, superando todas las materias con notable. No siento

ningún pudor, ni siquiera una pizca de vergüenza al reconocer que

me sentí muy orgulloso de mí mismo en aquellos instantes y aprendí

una lección fundamental: no importa lo que los demás piensen sobre

hasta dónde eres capaz de llegar, tan solo tú puedes resolver ese

misterio, o mejor aún, qué delicioso es demostrarte a ti mismo que

los que no apostaban ni un céntimo por ti, se encuentran a tu

espalda, al final de la carrera.

Después de saborear un bocado tan dulce como el anterior, mi

motivación era tan enorme que me atreví con el Título de Educación

Secundaria. También lo hice a distancia en un instituto situado en el

barrio de Vallecas de Madrid. Al principio no me tomaron muy en

serio, pero de nuevo, estaba la figura de mi madre reivindicando la

Ley Orgánica 8/1985, que regula el derecho a la educación de todos

los ciudadanos, sin distinción ninguna. Aunque mi madre no entiende

de leyes, es una gran experta en dar cariño, en defender sus ideas

hasta el final y sobre todas las cosas en proteger a las personas que

quiere. Tiene una extensa experiencia profesional en ese ámbito y

cómo no, obtiene resultados sorprendentes. Así pues, una vez

aclarado el tema, todo fue sobre ruedas (nunca mejor dicho). Sentí

que me trataban como a una persona y disfruté tanto, que comencé a

escribir poesía, elaborando un librito compuesto de 27 poemas, al

que titulé “Poemas de la Vida”. ¡Qué buenos momentos me han

hecho pasar! Han sido, y siguen siendo la extensión de mi propio yo,

un hilo que me lleva a comunicarme con muchas personas de

distintos ámbitos, profesiones y culturas: paisanos, amigos,

cantantes, psicólogos, futbolistas, actores, sacerdotes, periodistas,

bailaores, médicos, profesores,… Siempre los llevo conmigo, allá

donde voy, porque son mi carta de presentación, mi regalo personal

para aquel que quiera leerlos. Por supuesto, le dediqué uno de ellos a

mi madre, que dice así:

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“Mi madre”

Mamá te agradezco todo

lo que haces por mí,

porque sé que lo haces de corazón.

Por eso yo te abro mi

corazón para darte ánimo,

consejo y que puedas confiar en mí.

Porque para mí eres la mejor

madre del mundo, porque me

ayudas aunque no puedas, me

cuidas con todo tu cariño y te

enfrentas a cualquiera para

protegerme de todo mal.

Gracias mamá, tu hijo.

Recogido de “Poemas de la vida” de Ángel López Hortigüela

Bueno, siguiendo con mis estudios, cuando conseguí el Título de

Graduado en Educación Secundaria, mis intenciones estaban puestas

en estudiar auxiliar administrativo, pero me encontré con una seria

limitación: tenía que realizar prácticas en una empresa durante tres

meses, barrera que no pude sortear. Aún así, decidí estudiar

bachillerato y ahí terminó mi formación académica oficial, aunque

sigo trabajando en la construcción de mi mente y de mi espíritu.

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5. INVENTOS

Un día cualquiera, al cumplir los cuatro años de edad apareció en mi

vida un personaje inesperado. Entre los juegos de mi niñez y mi

despreocupada existencia, fue surgiendo la sombra que me

acompañaría para siempre. En ese momento, yo no era consciente de

cómo me iba envolviendo, ya que su sutil rastro tan sólo se reflejaba

en mis piernas. Comencé a caerme con mucha más frecuencia que

los demás niños de mi edad y mi mente infantil se sorprendía cuando

de repente mis piernas me fallaban. Me enteré mucho tiempo

después, que cuando era tan sólo un bebé, me notaron que los

músculos de mis piernas estaban endurecidos. El médico le dijo a mi

madre que volviera dentro de dos semanas para ver su evolución y al

cabo de ese tiempo, en un examen posterior parece ser que no vieron

nada importante y dejaron el tema aparcado. Pero la sombra seguía

allí, haciendo pequeños estragos en mi cuerpo que cada vez eran más

evidentes. Las pérdidas de equilibrio, las caídas y las heridas como

consecuencia de todo ello, llegaron a convertirse en algo cotidiano.

Después empecé a andar de puntillas, sentía como si unos hilos

invisibles tiraran de mis talones hacia atrás. Era una marioneta

humana, dirigida según el capricho de mi propia enfermedad.

Durante un año, los médicos probaron con unas plantillas correctoras,

pero el tratamiento no dio sus frutos. Pese a todos estos infortunios,

la escena que ha quedado impresa para siempre en mi memoria fue

cuando mi padre me enseñó a montar en bicicleta. Grabado en

imágenes como si fuese una película, recuerdo con emoción cuando

mi padre, al soltar sus manos protectoras de mi bici, me permitió

saborear la libertad. Pedaleando sin parar, exploraba lugares que de

otra manera, nunca habría disfrutado. Me hice todo un “maestro” de

las dos ruedas, donde nada se me ponía por delante: subía y bajaba,

rampas y escalones, guiándome con una mano o con las dos. Mi

cuerpo echado hacia adelante, el viento separándome el pelo. En mi

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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mente, hubiera podido llegar a la luna y atravesar las estrellas.

Durante tres años saboreé la movilidad que me proporcionaba mi

bici, así como los instantes de placer que uno tiene cuando se le

permite elegir y practicar lo que le gusta. “Mi licencia” acabó cuando

cumplí los 8 años, ya que mis brazos no eran capaces de sostener el

manillar y mis codos parecían que estaban moldeados de gelatina.

¡Ya podéis imaginar el resultado! Evidentemente yo lo seguía

intentando, pese al peligro que corría la mayor parte de mi anatomía

sobre todo la facial hasta que un día entendí, que aunque el hombre

puede llegar a volar, tiene que tener en cuenta las leyes de la

gravedad y yo tenía que tener en cuenta mis limitaciones. Nunca tirar

la toalla, pero sí adaptarme a las transformaciones de mi cuerpo. De

esa idea partió mi primer invento, si puede llamarse de esa forma.

Después de aparcar mi bici, que alguien dio mejor uso, puesto que

acabó desaparecida como en la canción “¿quién se ha llevado mi

carro?” me afané en poder seguir moviéndome, por lo menos por mi

casa, ya que mi enfermedad empeoraba. Así al cumplir

aproximadamente los 8 años, le dije a mi padre que me pusiera una

rueda en cada pata de una silla normal y corriente que había en mi

casa. Tomando impulso y agarrándome a los muebles, iba

deambulando de un lado a otro sin tener que depender de nadie.

A los 10 años tuve mi primera silla de ruedas, y mi vida fue un poco

más fácil, pese a las limitaciones que conlleva. Me hicieron una silla

con pupitre incorporado que me fue muy útil en mi torturada vida

escolar a la que me referiré después, puesto que no tiene

desperdicio.

Tal y como se predijo cuando me diagnosticaron, los problemas

respiratorios hicieron acto de presencia en mi vida y de nuevo la

adaptación a un nuevo problema, me hizo pensar en una nueva

ocurrencia. Necesito tener cerca de mí un vaso para expulsar toda la

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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mucosidad que voy acumulando. Ya sé que no es un tema muy

exquisito para compartir contigo, pero forma parte de mi día a día y

es difícil de eludir. Pues bien, el sufrido vaso del que te hablo, me

suponía una gran inquietud. Utilizo uno de plástico y aunque es

opaco, temía que se transparentara el contenido. Se me ocurrió

forrarlo de cinta aislante y surtió efecto. Yo me siento más tranquilo y

hago la vida más fácil a los que me rodean.

Es una silla de ruedas que lleva adosada una bolsa de basura en el

asiento. No penséis que es un diseño vanguardista para la nueva

campaña primavera–verano en sillas de ruedas. Nació por una

necesidad y por una fatalidad al mismo tiempo. Algo tan sencillo

como ir al servicio para vaciar el intestino, para mí se convirtió en

“las doce pruebas de Hércules” y para que os hagáis una idea, en el

quinto trabajo que le encomendaron tuvo que limpiar en un solo día

la suciedad acumulada durante treinta años por miles de rebaños.

Gracias a su ingenio se le ocurrió desviar el cauce de dos ríos y

conseguir el éxito en la prueba. Pues bien, dejando atrás al valeroso

Hércules, debido a la hipertrofia de mis músculos no era capaz de

sostenerme en la taza del inodoro y la mala suerte quiso que mi

cuerpo se cayera hacia adelante, rompiéndome una pierna. Estuve

dos meses escayolado y afortunadamente mi hueso se soldó. De

nuevo me exprimí las neuronas para ver cómo podía solucionar este

gran problema. Se me ocurrió utilizar como base una silla de ruedas

convencional, que es donde me siento más relajado y seguro. Con la

ayuda de mi padre, quitamos los tornillos de atrás del asiento y

añadimos una bolsa de basura sujeta por una cinta adhesiva. Así es

el inodoro portátil que uso desde los 18 años y me ha funcionado.

Podría seguir relatando todos los ingenios, ocurrencias o desvaríos

sobre mi vida de “inventor”, como la pieza de corcho en forma de

cubo para que mis dedos no se cierren totalmente, la lija que mandé

pegar a mi padre a los pies de mi silla de ruedas, para que mi pie

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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vendado tras un percance no se me resbalara, y así un largo

etcétera. Pero lo que quiero resaltar por encima de todo es el gusto

por la lucha.

Intento seguir al pie de la letra unas palabras que nos dejó el escritor

griego Plutarco “Ten paciencia con todas las cosas, pero sobre todo

contigo mismo”. ¿Cuántas veces quitamos importancia a los errores

que cometen los demás, pero somos implacables con nuestros

deslices personales? No consiste en llegar a la perfección de las

cosas, sino tan sólo en tener un objetivo e intentar conseguirlo

durante todos los días de nuestra vida. ¿Qué habría ocurrido si

Thomas A. Edison hubiera tirado la toalla en el primer intento fallido

en su empeño de hacer brillar una bombilla? Estuvo probando hasta

más de mil veces hasta que dio con la solución adecuada. Así, se

convirtió en uno de los inventores más fructíferos de la historia.

¿Suerte? ¿Inteligencia? ¿Talento? Yo destacaría tan sólo dos cosas:

paciencia y perseverancia. Si ya lo decía un proverbio chino: “Si te

caes siete veces, levántate ocho”.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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6. DIETA

Todo comenzó cuando a los 12 años fui a la consulta de un

naturópata. Estuve llevando a cabo un tratamiento durante un año

con elementos y compuestos naturales, como el magnesio y el calcio.

Aunque mi enfermedad seguía avanzando, me abrió los ojos con

respecto a lo importante que es la alimentación y me enseñó una

serie de pautas sobre los alimentos que eran saludables y los que

eran perjudiciales para mi salud. Así pues, con esos cimientos, fui

elaborando poco a poco y año tras año lo que sería mi dieta actual.

Como un científico loco, que prueba con él mismo, la fórmula de un

nuevo experimento, esperando ver los efectos en su propio cuerpo,

fui haciendo combinaciones con los distintos alimentos utilizando el

método acierto-error, es decir, eliminando aquellos que me producían

digestiones largas y pesadas o que su sabor no me resultaba

placentero e introduciendo los que me sentaban bien y me hacían

disfrutar de la comida. A esto hay que añadir la fragilidad de los

dientes de las personas que padecemos esta enfermedad, cuya

dentadura se convierte en una cárcel de cristal que se va deshaciendo

en trocitos o capas. Teniendo todo esto en cuenta, y echando una

mirada atrás a mi yo adolescente, aprendí a prescindir totalmente de

los dulces bollos de mi infancia comprados en la panadería, de las

hamburguesas, de los refrescos de cola y de los gaseosos chicles.

Poco a poco, fui tejiendo una red, cuyas hebras me envolvieron en un

mundo de sabores y texturas, de olores y apariencias, que culminó

en el esencial propósito de conseguir la fórmula magistral, que ligara

el manantial de la vida, que es la nutrición, con el delicado deseo de

disfrutar de cada bocado.

Debo prevenir al lector, que mi alimentación no ha sido objeto de

ningún estudio científico, ya que yo no soy ni endocrino, ni

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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especialista en nutrición, ni he hecho ningún curso de dietética.

Únicamente soy un aprendiz de mi propio cuerpo. Alguien que se

preocupa por observarlo. Alguien que simplemente escucha sus

sonidos y se empeña en prestar atención a su bienestar o a su

lamento. Porque nuestro organismo opina, suspira, sonrie, grita,

lucha o se rinde, porque él conoce a la perfección qué es llegar hasta

los límites de lo que humanamente somos capaces, pero es el propio

ser humano (valga la redundancia) los que nos resistimos a

entenderlo. Así pues, escuchando atentamente y teniendo en cuenta

los rincones de mi cuerpo, elaboré el siguiente ritual, que animo a

que cada persona construya el suyo propio.

Comienza cada mañana, me tomo un vaso de agua con un zumo de

naranja recien hecho que saboreo con una pajita y después de unos

minutos, le sigue 1 loncha de jamón serrano con piñones, triturado

en la batidora, 3 porciones de queso fresco, leche con cacao y

galletas con mantequilla. Buena energía para comenzar el día.

A medio camino, entre el desayuno y la comida, me tomo otro vaso

de agua y otro de zumo de naranja recien hecho.

Para la hora de la comida, sigo un patrón fijo, elaborando un menú

semanal, que se repite según los días de la semana. Estos son los

platos elegidos:

� LUNES: puré de pescado cocinado con salsa verde, huevo cocido,

cebolla, ajo, patata y zanahorias.

� MARTES: mezcla de macarrones, atún y huevo cocido, todo ello,

triturado en la batidora.

� MIÉRCOLES: un puré compuesto de arroz con pescado con un

huevo cocido.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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� JUEVES: puré de verduras (espinacas, acelgas y zanahorias) con

huevo cocido y una porción de pescado.

� VIERNES: sopa de ajo con un huevo cocido y pescado todo ello,

triturado.

� SÁBADO: puré de lentejas con pescado.

� DOMINGO: cocido, preparado de la siguiente manera: se realiza

un puré con el caldo del cocido, los garbanzos (sin pellejo) y la

carne. A parte, me permito el gusto de saborear una porción de

tocino con un poco de pan. ¡La moderación nunca es un pecado!

En general, consumo poco pan. Más o menos un cuarto de una barra

al día.

Como postre suelo disfrutar de una onza de chocolate negro que

dejo que se me deshaga lentamente en la boca, además de su

delicioso sabor, tiene un efecto relajante para mí.

No podemos olvidar una pequeña merienda compuesta por un vaso

de horchata (ocasionalmente un flan o un helado de chocolate).

Para la cena, he conseguido una combinación que me agrada

mucho su sabor y que de momento, sigo todas las noches. Consiste

en:

1 loncha de jamón serrano con piñones, una nuez, almendras,

avellanas y una ciruela pasa, todo ello, triturado.

Una ensalada compuesta por 4 espárragos blancos con un palito de

cangrejo, aunque esto lo suelo tomar ocasionalmente.

1 rebanada de pan con tomate natural, aceite de oliva y azúcar. ¡Rico

y saludable!

A ello le sigue una porción de queso manchego.

Me encanta beber durante la cena un refresco de té u horchata

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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Y para terminar un vaso de leche con cacao, que en ocasiones hago

acompañar por unas galletas, sobre todo si ese día he tenido más

actividad, como ir al cine o a otra actividad lúdica.

7. LA MAQUINA Y YO

Voy a dedicar este breve capítulo a la máquina que me ayuda a

respirar. Sé que puede sonar excéntrico el hecho de que considere a

mi máquina como a una verdadera amiga. Aún no la he puesto

nombre, pero he decir que al igual que mis piernas, mis ojos o mis

manos, ella también forma parte de mi anatomía.

Cuando menciono algún aspecto de mi vida, tendría que añadir al

lado de cada fecha un “a.M.” o “d.M.”, que significaría “antes de la

máquina” o “después de la máquina” porque como un ave fénix me

hizo renacer de mis cenizas. Justo antes de que me la pusieran,

llegué al hospital con una depresión grave que llevaba arrastrando

durante dos años y con serios problemas respiratorios. Mi

enfermedad seguía avanzando. Aparte de las limitaciones que tenía

para controlar mi cuerpo y la debilidad que sentía, la mucosidad

“me traía por el camino de la amargura”. Comencé a sentir vergüenza

para relacionarme con los demás. Me pilló en plena adolescencia y

me encerré en mí mismo. Me obsesionaba con cosas que ahora me

parecen increíbles, como por ejemplo, recluirme en los juegos de la

videoconsola, tener miedo a que una mañana no saliera el sol o leer

una revista de videojuegos, y una vez leída, volver a pasar todas las

páginas al revés. Como veis, no siempre tuve el arrojo que ahora me

caracteriza ni el equilibrio ni la seguridad en mí mismo, que hoy

poseo.

Siguiendo con la historia, me asignaron un neumólogo y nos

concedieron una beca para probar la máquina conmigo. Al principio

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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fue un poco dificultoso por varias razones: en primer lugar, tuve que

adaptarme a un cuerpo extraño que iba a formar parte de mí, en

segundo lugar, había que aprender a manejarla y en tercer lugar, el

médico que tenía que guiarme en todo este proceso tenía menos

paciencia que un bebé hambriento y la sensibilidad de las piedras de

un estanque. Para culminar con la parte negativa de la historia, “mi

amiga, la máquina” nos dio algún que otro susto, ya que debido a

algún fallo, se paraba durante unos segundos durante la noche y yo

perdía el conocimiento. Después de consultarlo con el neumólogo, él

supuso que el problema estaba en mí, porque bajo ningún concepto,

la máquina podía fallar. ¡Pero cómo se me había ocurrido siquiera

pensar en semejante tontería! ¿Desde cuándo un aparato puede

funcionar mal? En fin, él lo tenía clarísimo: era mi corazón lo que

estaba mal y esa era la única causa de que sufriera tres lipotimias

mientras seguía enchufado a la máquina. ¡No puedes imaginarte, el

lío que se armaba en mi casa cada vez que yo sufría uno de mis

desmayos! Mi madre me metía el dedo en la boca para que no me

tragase la lengua y en una ocasión, la pegué tal mordisco al

recuperarme, que casi la dejo sin dedo. A partir de entonces, empezó

a valerse de un palo de esos que utilizan los médicos para mirarnos la

garganta. Como mi padre duerme a mi lado para darme la vuelta de

vez en cuando, coincidió que esa noche él estaba en vela y notó que

la máquina se había parado sin emitir sonido alguno. Al cabo de un

breve instante volvía a funcionar como si no hubiese ocurrido nada.

¡Ajá, te pillé!, pensé cuando todo volvió a la normalidad, ya que en

esa ocasión y justo antes de quedarme sin aliento, le repetía a mi

padre: “dame masaje en el pecho”, en un intento desesperado de

aferrarme a la vida. Pero que no cunda el pánico, que la cosa no fue

para tanto. Después descubrimos mediante exámenes clínicos que mi

corazón latía y sigue latiendo en perfecto estado. Y ahora por fin,

viene el momento en el que comenzó nuestra historia de “amor”. Una

vez resueltos los problemas iniciales, incluyendo el cambio de

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máquina, todo empezó a ir sobre ruedas y de una capacidad

respiratoria del 45 por ciento pasé a un porcentaje del 94. Este hecho

me animó muchísimo, porque mi cuerpo comenzaba a oxigenarse y

físicamente me encontraba mejor. Como mente y cuerpo van unidos,

la mejoría física inundó mi estado psicológico y tan sólo dos meses

después, empecé a salir a la calle. Las barreras que habían

conseguido enclaustrarme en mi casa, se resolvieron con optimismo y

resolución, dos cualidades que forman parte de mi personalidad, pero

que habían quedado eclipsadas por la depresión. Uno de estos

obstáculos consistía en que no me podía sostener erguido en el

respaldo de mi silla de ruedas y mi pecho se caía hacia adelante.

Resolví el problema con dos cojines, uno colocado delante de mi

tronco y el otro en el lado derecho. Y así aparecía en las fiestas de mi

pueblo, iba a la iglesia a escuchar la misa y empecé a relacionarme

con mis vecinos. Tan sólo unas últimas palabras, dedicadas a mi

máquina amiga: “Simplemente, gracias”.

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8. MI CHICA

Chica de dulces ojos que te

Vi y ya no te encuentro,

Que con tu pelo negro y

Tu piel morena, ¡jo! qué

Bonita eres.

Te busco y no te veo con

Lo bella que eres, con tus

Ojos que parecen dos luceros

Y tus labios de seda.

Ya no te puedo olvidar desde

Que tu sonrisa linda vi,

Que con tu blusa blanca y

Tu falda de cuadros, ¡jo! Que

Guapa estás.

Chica eres simpática, eres preciosa,

Eres un cielo, por eso te quiero.

“Poemas de la vida” de Ángel López Hortigüela

12 de Abril de 1996, ese día conocí la primavera. El escenario no

podía ser más paradójico, el pasillo de un hospital. Sentado sobre la

silla de ruedas, que sostenía mis diecinueve años, iba camino de una

revisión, cuando me crucé con ella.

Nunca sabré su nombre y se que nunca volveré a verla. Ninguna

posibilidad hay, de recordar su voz, pues ni ella ni yo, articulamos

sonido alguno. Debía de tener unos 14 años. Iluminó el frío túnel,

como un rayo de luna. Tal vez el mismo, que persiguió el joven

Manrique en una de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Para él

significó la locura, para mí la salvación. Durante el breve instante en

el que dos personas se cruzan en un punto del camino y pasan de

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largo, ¡pueden ocurrir tantas cosas...!. Ambos nos miramos y yo le

sonreí tímidamente. Ella me devolvió la sonrisa y mis labios surcaron

mi cara de este a oeste, como si unos duendecillos, tiraran de mi piel

hacia arriba. Dudo que el mejor cirujano plástico pudiera hacer un

lifting tan perfecto. Me dominó una espiral de plenitud que me

produjo un hormigueo por todo el cuerpo. Sentí una seguridad en mí

mismo que no había experimentado antes, porque ella no se fijó en

mí como “el chico de la silla de ruedas”, no vi en sus ojos ninguna

sombra de temor, recelo, lástima o rechazo, tan sólo vi a una chica

que miraba a un chico. Ese hecho que para muchas personas es algo

cotidiano, para mí significó todo un acontecimiento. ¡Cuántos días de

soledad se llenaron con ese pequeño instante! ¡Cuántas sonrisas me

arrancó después, al recordarlo! Fue nada más y nada menos que otra

hebra más para sujetarme el alma.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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9. LA FE DE DIOS

Y Él me dijo: Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al

colmo el poder. Muy gustosamente, pues, continuaré

gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la

fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las

enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las

persecuciones, en los aprietos, por Cristo; pues cuando

parezco débil, entonces es cuando parezco fuerte. (2 Cor 12,

9-10)

Hablar de Dios no está de moda. Aunque sí perdemos el tiempo en

discusiones sobre la Iglesia y toda su jerarquía. Sobre su manera de

hacer las cosas. Acerca de lo que nos gusta o nos disgusta de sus

representantes. Defendemos, disentimos, discutimos, criticamos,

veneramos, nos escandalizamos... Pero, ¿oramos? ¿Escuchamos a

Dios? ¿Buscamos su rastro en algún detalle? No me refiero a

acordarnos de Él cuando todo está perdido y sólo un portentoso e

increíble milagro puede salvarnos. No nos damos cuenta de que el

milagro ya está hecho. Se inició desde el mismo momento en el que

salimos del útero de nuestra madre y se nos concedió la oportunidad

de vivir y de decidir. Un día descubrí en mis propias carnes, que Dios

no cura órganos, sino que cura a las personas. Nos sana de nosotros

mismos, de nuestros miedos más profundos, de esos que no nos

atrevemos a contar a nadie. A mí me enseñó a ser consciente de mi

debilidad física. Me mostró la paciencia para asimilar mi enfermedad

y la sabiduría para aceptarla. Y eso, aunque cueste creerlo, aumenta

los años de vida, y lo que es aun más importante, la calidad con la

que se apuran. No importa cuál sea nuestra doctrina o religión, lo

importante es la fe. Para mí la fe no es otra cosa que una energía

espiritual que me empuja a seguir luchando y me lleva en volandas

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cuando estoy a punto de rendirme. Y Él le dijo: Hija, tu fe te ha

salvado; vete en paz y seas curada de tu mal (Mc 5, 34). Alguien

puede pensar que para conocer la fe, hay que pasarse horas y horas

meditando a solas con uno mismo, para poder escuchar el susurro de

Dios. Pero mi humilde experiencia es que Él nos inyecta su medicina

a través de las personas que pasan por nuestro camino y deciden

hacer un alto para ayudarnos. No tienen por qué pertenecer a

nuestra familia, ni quedarse con nosotros para siempre, sino que

vienen cuando se las necesita y después prosiguen su viaje. ¿Será el

Espíritu Santo que actúa a través de nosotros como si fuésemos

instrumentos de Dios? Cómo puedo yo saberlo. Tan solo tengo la

absoluta certeza de que desde que estoy unido a Él, siento que mis

temores se desvanecen y que psicológicamente experimento una

seguridad en mí mismo que crece cada día. Y eso para mí es una

gran noticia, porque no temo a lo que vivo en lo cotidiano, sino a los

pensamientos que mi mente puede generar. En muchas ocasiones, la

destrucción no llega por la enfermedad física, sino por el hecho de

pensar que el tiempo que nos queda, no merece la pena vivirlo. La

vida no siempre luce del color que más nos gusta. Igual que brillamos

con el blanco, nos apagamos con la sombra. Pero es necesario a lo

largo de todas nuestras etapas vestir de todos los colores y aprender

a llevarlos con nuestra mejor sonrisa. Gracias al sufrimiento, conocí

a Dios y tomé la decisión de amarlo sobre todas las cosas, sin

excusas, ni reproches. Hasta que el cuerpo me lo ha permitido he ido

a la iglesia de mi pueblo para entrar en Su casa. Ahora Su Casa

habita en mí. Rezo todos los días, dirigiéndome a Él con la sencillez

de cuatro palabras: “Gracias por este día”. Después me gusta

terminar con un “Padre Nuestro”. He cogido la costumbre de

conmemorar la Eucaristía como la describe el Evangelio de San Mateo

(Mt 26, 26-29) y le pido a mi padre que me parta un trozo de pan,

que lo deshago lentamente en mi boca, y a continuación, tomo un

sorbo de vino e inicio mi diálogo interno con Dios. Soy consciente de

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que muchos creyentes pensarán: “Eso no sirve para nada”. Pero

para mí lo significa todo, porque mi fe es como un grano de mostaza,

que aun siendo diminuta tiene un poder inmenso. “Porque de cierto

os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este

monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible”

(Mt 17,19-21). Y esto es lo que me guía en cada aliento. Creo

firmemente que no se necesita nada más.

Una de mis últimas aventuras tiene mucho que ver con este capítulo.

Salvando la enorme distancia entre Jesús de Nazaret (el gran

Maestro) y yo, un simple aprendiz de discípulo me vi envuelto en una

situación que me recordó en algunos detalles a otra que se relata en

el Evangelio de San Juan, concretamente en Jn 20, 24-31. La historia

comienza hace tres años, cuando mis padres solicitan una tarjeta de

aparcamiento para que podamos estacionar nuestro coche en las

zonas reservadas para minusválidos. Se supone que los requisitos

que se deben reunir para la Comunidad de Madrid son los siguientes:

Certificado de minusvalía en el que se especifique grado y

enfermedad y baremo de movilidad, según la Organización de

Consumidores y Usuarios (OCU). Pues bien, en mi caso particular, no

sólo tuvimos que presentar mi grado de minusvalía así como las

características de mi enfermedad, sino que me hicieron presentarme

allí personalmente. La eficiente y escrupulosa trabajadora que

llevaba mi caso, al igual que el discípulo llamado Tomás que describe

San Juan en su Evangelio, necesitaron ver para creer. Con respecto

a mí, era asombroso que yo estuviera vivo, ya que la operación lógica

que se cernía sobre su cabeza era la siguiente:

Síndrome de Duchenne multiplicado por 32 años igual a

muerte segura.

Hace algo más de 2000 años el discípulo Tomás, tuvo que ver las

señales de los clavos en la manos de Jesús y su costado herido, para

reconocerle resucitado. Además de demostrar que sigo vivo, también

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tenía que aclarar que no estaba agónico sobre mi lecho, sino que

aparte de respirar, me empeño en disfrutar de los placeres mundanos

que mi cuerpo me permite, como por ejemplo, me gusta salir al cine

y reflexionar sobre la película que he visto, al igual que deleitarme

con algún concierto de música clásica o visitar a mis compañeros de

la asociación de enfermedades musculares. Para hacer todo eso, claro

está, necesito nuestro coche, que como es obvio, lo conduce mi

padre. A ver, entiendo que tal vez se hayan encontrado con la

situación de que algún desaprensivo haya querido sacar beneficio de

manera ilícita de este tipo de cosas y, alertados, decidan

comprobarlo. Una vez más, pagan justos por pecadores. Bueno, una

vez demostrada mi existencia, mi gusto por vivir y divertirme en la

medida que puedo, se nos concedió la escurridiza tarjeta, no sin

antes tener que escuchar de los labios de la fiel trabajadora de la

Comunidad: “se ve que te tienen bien cuidado”. Si, señora. Es lo que

suele pasar cuando unos padres quieren a su hijo. Lo tratan con

cariño, se sacrifican por él, le escuchan, le educan, se mantienen a su

lado en momentos difíciles y disfrutan de los instantes de felicidad. Ya

sabe usted, toda esa tontuna del amor. Ya se nos decía en la Epístola

1ª a los Corintios: “y si tuviera tanta fe que trasladase los montes, si

no tengo amor no soy nada” (I Cor 13, 2). Al final termina diciendo:

“Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y el amor;

pero la más excelente de todas es el amor”. Mientras os escribo estas

palabras me doy cuenta que disfruto cada día de las tres. ¿Puedo ser

más afortunado? Y tú, amigo, ¿en verdad crees que no puedes

conseguirlas? Como dijo Martin Luther King, “Da el primer paso con la

fe. No tienes por qué ver toda la escalera. Basta con que subas el

primer peldaño”, porque “Todo lo que la mente puede concebir se

puede lograr” (W. Clement Stone). Tan sólo tienes que tener claro lo

que quieres conseguir y desearlo cada día con fe. ¿Aceptas el reto?

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10. QUÉ ES EL DUCHENNE

“Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien

batallas correrás peligro;

Si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo,

perderás una batalla y ganarás otra;

Si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás

peligro en cada batalla”. (Sun Tzu, El Arte de la Guerra).

Voy a permitirme utilizar como fuente de inspiración de este capítulo

al estratega chino Sun Tzu. Aunque se trata de un texto de dos mil

quinientos años de antigüedad, a mi me ha servido como si el célebre

militar lo hubiese escrito ayer mismo.

Con todo mi respeto hacia las sabias consideraciones de Sun Tzu, me

he permitido adaptar su mensaje a mi propia vida. Para ello, tomando

como base la cita que encabeza mi reflexión, voy a sustituir las

palabras: “a los demás” por “tu enfermedad”, quedando el argumento

de esta manera:

“Si conoces a tu enfermedad y te conoces a ti mismo, ni en

cien batallas correrás peligro;

Si no conoces a tu enfermedad, pero te conoces a ti mismo,

perderás una batalla y ganarás otra;

Si no conoces a tu enfermedad ni te conoces a ti mismo,

correrás peligro en cada batalla”.

Por lo tanto, como si mi propia existencia se desarrollase en un

campo de batalla, era imprescindible que conociera hasta el mínimo

detalle de cada rincón del laberinto de mi enfermedad. Siguiendo las

directrices de este principio, mi objetivo principal es el de convertirme

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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en el guía que, de una manera sencilla y clara, te explicará el origen,

las características, los entresijos y las últimas investigaciones de la

Distrofia Muscular de Duchenne, porque como vas a ver, es

fascinante. Así pues, ponte cómodo y no pierdas detalle. Comienza la

explicación.

Este señor del retrato es el doctor Guillaume Benjamin Amand

Duchenne y fue el que descubrió nuestra enfermedad, al investigar el

caso de un niño de 9 años que de manera progresiva estaba

perdiendo la capacidad para caminar. Como estaba interesado en

seguir la pista de enfermedades neurológicas de las que se tenía poco

o ningún conocimiento, buscó casos parecidos a los de este

muchacho y diez años después, publicó su investigación, describiendo

con todo lujo de detalles, la enfermedad que lleva su nombre. Esto

ocurrió aproximadamente en 1868.

Pero, ¿cómo llegó hasta ahí?

Vamos a rebobinar un poco en la historia de nuestro interesante

doctor.

Lo primero que debemos saber, es que nació el 17 de septiembre de

1806 en Francia. No era hijo de médicos, sino de valientes marinos,

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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ya que su padre fue un héroe de guerra, que llegó a ser condecorado

por el mismísimo Napoleón. Comenzó la carrera de medicina a los 21

años y se doctoró en 1831. Si prestamos atención a su retrato

podremos profundizar un poco más en el personaje. No he

encontrado ni una sola fotografía de Duchenne donde mostrase un

atisbo de sonrisa. Parece ser que era un hombre melancólico, solitario

y de costumbres sencillas. Su vida tampoco fue fácil, ya que su

esposa murió después de dar a luz a su único hijo. Aunque en

muchas ocasiones tendía a encontrarse deprimido había algo que

lograba mantener su atención hasta el punto de motivarle a hacer

grandes e interesantes investigaciones, la electroestimulación. Creó

una máquina, con la cual estimulaba a través de la piel los nervios y

los músculos del paciente. Consistía en una caja de madera con una

pila y una bobina. Es la que se muestra en el dibujo.

Al principio, nadie le apoyaba en sus experimentos, sino que muchos

de sus colegas se reían de él y le tachaban de “bicho raro”, como

ocurría en el cuento de “El Patito Feo” de Hans Christian Andersen.

Pero él no se dio por vencido y día tras día, llevando consigo su caja

de madera, seguía estudiando los casos que caían en sus manos en el

hospicio donde trabajaba como médico, convirtiéndose en el creador

del Electrodiagnóstico, que consiste en el registro y estudio de la

actividad eléctrica generada por el tejido neuromuscular. También fue

el impulsor de la Electroterapia, que es el tratamiento de lesiones y

enfermedades por medio de la electricidad. Se utiliza como

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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tratamiento en lesiones musculares, procesos dolorosos,

inflamatorios, nerviosos periféricos, en atrofias y en parálisis. Jean-

Martin Charcot, un eminente neurólogo francés, catedrático de

neurología y profesor de anatomía patológica en la Universidad de

París, trabajó codo con codo con Duchenne en múltiples

investigaciones y métodos de diagnóstico. De hecho, cuando hablaba

de Duchenne, se refería a él como un maestro.

La Historia les considera a ambos los fundadores de la neurología

moderna.

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11. REFLEXIONES

“Miré a los ojos de mi enemigo y vi que eran los míos.

Porque no hay batalla más encarnizada

Que la que se libra contra uno mismo”

REFLEXIÓN 1

“Las grandes almas tienen voluntades, las débiles sólo deseos”

(Proverbio Chino)

Noviembre de 2007,

Esta última semana he completado el círculo. Toda la impaciencia que

antes me consumía, hasta casi desesperarme, se ha desvanecido. Por

fin he comprendido que dispongo en exclusiva para mí de todo el

tiempo de mi vida. ¿De cuánto tiempo dispongo? De lo que se me

conceda. Es así de sencillo. El tiempo es tan solo una invención del

hombre, un punto de referencia, un antes y un después. ¿Cuántos

ejemplos conocemos de personas que han vivido brevemente, pero

que nos dejaron sus experiencias, reflexiones o descubrimientos y

que recordamos generación tras generación con tanta viveza, que

casi podemos sentirles respirar? ¿Quién no recuerda el romanticismo

de Bécquer, la sensualidad de Marilyn, los colores de Van Gogh o la

valentía de Juana de Arco? Ninguno de ellos llegó a cumplir los 40

años. También tenemos el caso contrario y nos encontramos con

seres humanos octogenarios que se rindieron ante la primera

dificultad que encontraron, o en el peor de los casos, se

transformaron en un látigo contra la piel de la humanidad.

El número de veces que respire en este mundo, no me preocupa,

porque no temo a la muerte. Lo único que me produce verdadero

terror es la rendición.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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REFLEXIÓN 2

“Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y

la energía atómica: la voluntad”. Albert Einstein.

A veces, del detalle más sencillo se puede aprender una gran lección

y que ésta te sirva de guía en algún momento de tu vida. Cuando tu

cuerpo no te obedece, los sentidos que quedan intactos se agudizan,

afinándose como los violines más exquisitos interpretando a Vivaldi.

Cada sonido, cada silencio y cada gesto, por delicado y leve que sea,

adquiere un interés especial y único para mí. Así es cómo he

descubierto muchísimos tesoros que se desvelan tan sólo observando

con detenimiento.

Un día me fijé por casualidad en un botón de mi chaqueta de lana del

que tan sólo pendía un hilo. Estaba claro que el pobre no iba a

aguantar mucho tiempo soportando el pesado botón. Cuál fue mi

sorpresa, cuando después de olvidarme por completo del sufrido hilo

durante todo el día, a la mañana siguiente seguía amarrando

heroicamente el botón a mi chaqueta. Inmediatamente pensé en la

repetida frase: “su vida pende de un hilo”, refiriéndose a que alguien

tiene pocas esperanzas de vivir o que “está en las últimas”. Mi

siguiente pensamiento fue: “Caray con el hilo, nadie puede pensar

que algo tan frágil e insignificante pueda poseer tanta fuerza”. Yo soy

ese botón y el hilo, mi voluntad. Evidentemente, alguien puede

decir: “el botón, al final, siempre cae”. Y estaría en lo cierto, porque

ese es el destino que todos tarde o temprano tenemos que afrontar.

Mucha gente siente curiosidad sobre cuándo va a morir y bajo qué

circunstancias. Yo tuve “la oscura fortuna” de conocer ambos hechos

cuando tan sólo era un niño. Tal vez por ello, no abandoné el botón a

mi suerte, sino que intenté y sigo intentando cada día reforzarlo con

todos los hilos que encuentro a mi paso: el amor y la dedicación de

mi madre, los “Poemas de la Vida” que escribí a los diecinueve años ,

la buena gente de mi pueblo, los profesionales que se han

preocupado de la salud de mi cuerpo y de mi mente, los voluntarios

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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que quisieron pasar un momento de su tiempo a mi lado, aquella

chica que un día encontré en el hospital, mis compañeros de la

asociación, los paisajes que he visto, la gente que me escribe cartas o

se pone en contacto conmigo a través de mi correo electrónico, las

películas que me hicieron reflexionar, los profesionales que luchan

cada uno en su campo (periodistas, actores, médicos, bailaores,

psicólogos, cantantes…) para que enfermedades como éstas se

conozcan y se tengan en cuenta, los libros que me hicieron conocer

más sobre la vida, y un largo etcétera, que se resume en tan sólo

dos palabras: calor humano. La energía más potente que existe, en

definitiva, la hebra de la vida.

REFLEXIÓN 3

“Hace falta más valor para sufrir que para morir”. Anónimo.

Lo que nos viene dado sin ningún esfuerzo, pierde su valor en el

mismo instante en que cae en nuestras manos.

Para saber resolver problemas, los obstáculos tienen que llamar a tu

puerta.

Si quieres llegar a dominar la improvisación, los amigos que invitaste

para mañana, se presentan hoy.

Para vencer a tus miedos, primero tuviste que pasar muchas noches

gritando, hasta que un día, decidiste tomar un café con ellos y

cambiar impresiones.

En definitiva, sin sufrimiento o sin dificultades, no hay aprendizaje.

En esta etapa de mi vida, siento tal fortaleza e ilusión en mi interior

que me cuesta sujetarlas, como si sacase a pasear a dos perros

juguetones. Afortunadamente para mí, no siempre fue así. Sí, no

hace falta que vuelvas a leer la frase. He dicho “afortunadamente”,

porque es probable que de no pasar por las experiencias que he

vivido, tal vez no fuera la misma persona que se dirige a ti y, por lo

tanto, no estarías leyendo estas páginas.

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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Muchas veces, he dicho en voz alta que doy gracias a Dios por mi

enfermedad y por extraño que parezca, soy totalmente sincero. Sin

ella, el Ángel con el que compartís esta historia no existiría. Ni mejor

ni peor, simplemente sería otro. No pretendo decir, que uno tenga

que enfermar para profundizar y descubrir el mundo, sino que cuando

una persona es capaz de ver la vida como un reto diario, se esfuerza

por saborearla lentamente hasta la última gota. “La gente se arregla

todos los días el cabello. ¿Por qué no el corazón?”, dice un Proverbio

Chino. Nos empeñamos en llenar nuestra existencia de miles de cosas

que se pueden comprar, pero al final de nuestros días, estoy

convencido que al respirar sosegados esperando el último suspiro, no

nos paramos a pensar en todos los trapos que me compré en las

rebajas, ni en el día que demostré que mi coche era el más rápido, ni

que mi casa era la más cara, sino que apostaría cada segundo que

me queda, a que mis velados ojos querrían enfocar hacia aquellos

momentos por los que la vida merece la pena vivirla, aquellos días en

los que uno vuelve a recoger del suelo la toalla que había tirado. De

mis acartonados labios brotará una sonrisa al recordar a las personas

que me hicieron reír o a aquella vez en la que metí “la pata” y todos

se rieron conmigo. En mis oídos sonará el eco de los que me dieron

ánimos y creyeron en mí, cuando la desesperanza comenzaba a roer

mi espíritu. Querré imaginar cómo olía el mar o aquel guiso de madre

que estaba para “chuparse los dedos”. Y también, saborear por

última vez, la onza de chocolate que tomaba en la merienda. Estas

cositas tan pequeñas, estos mínimos detalles son los que, sin duda,

me llevaría a mi viaje a la eternidad. Piensa por un momento: ¿qué

podrías llevarte tú?

REFLEXIÓN 4

“Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la

mejor manera de adaptarse a la realidad”. David Viscott

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‘Nada que perder y mucho que ganar’ de Ángel López

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Yo soy mi enfermedad y mi enfermedad soy yo. Ambos compartimos

un mismo cuerpo y una misma mente. Desde el mismo momento en

el que fui engendrado, ella también fue gestándose día a día dentro

de mí, enredada en mis propios genes, concretamente, según las

investigaciones genéticas, en el brazo corto del cromosoma X. Ella y

yo nos despertamos a la misma vez cada mañana y cerramos los

mismos ojos al anochecer. Compartimos pensamientos, sensaciones,

recuerdos del ayer y los planes del futuro. Tras años de convivencia

aprendí a no luchar contra ella, sino a luchar para vivir con ella.

Quedaría muy conmovedor decir que he librado una dura batalla

contra mi enfermedad y que he salido victorioso, pero os estaría

engañando. Con el tiempo, caí en la cuenta de que no consiste en

“luchar contra”, sino en “adaptarse a”. “La mejor victoria es vencer

sin combatir”, afirma Sun Tzu en su libro “El arte de la guerra”; “y

esa es la distinción entre el hombre prudente y el ignorante”, termina

añadiendo. Según Darwin, en su “Teoría de la Evolución de las

Especies”, el individuo que sobrevive es el que mejor se adapta a su

medio. En mi caso, un día caí en la cuenta que era de vital

importancia la adaptación a mi enfermedad, a los cambios que ha ido

experimentando mi cuerpo a lo largo de mi vida y a las dificultades

que van apareciendo a cada paso del camino. Hay un Proverbio

Holandés que dice: “No puede impedirse el viento. Pero pueden

construirse molinos”. No puedo evitar mi enfermedad, ni quiero mirar

hacia otro lado como si no existiese, ni desesperarme por todas las

cosas que no puedo hacer por padecerla, sino aprovechar lo que me

aporta, en las oportunidades que me brinda, al igual que el molino

transforma el viento en energía útil. Pero también he de añadir que la

manera en la que cada persona convive con su padecimiento es una

decisión personal. En uno de mis ingresos en el hospital, oí a un

anciano que estaba a punto de morir pedir a las enfermeras un

cigarrillo y un chato de vino. En ese momento, descubrí dos cosas: la

irracionalidad del ser humano y libertad para morir.