anexo 2 -diosas, brujas y vampiresas

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Susana Castellanos De Zubiría Diosas, brujas y vampiresas El miedo visceral del hombre a la mujer Grupo Editorial Norma www.librerianorma.com Bogocá Barcelona Buenos Aires Caracas Guatemala Lima México Panamá Quito San José San Juan San Salvador Santiago de Chile Santo Domingo

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Page 1: ANEXO 2 -Diosas, Brujas y Vampiresas

Susana Castellanos De Zubiría

Diosas, brujas y vampiresas

El miedo visceral del hombre a la mujer

Grupo Editorial Norma www.librerianorma.com Bogocá Barcelona Buenos Aires Caracas Guatemala Lima México Panamá Quito San José San Juan San Salvador Santiago de Chile Santo Domingo

Page 2: ANEXO 2 -Diosas, Brujas y Vampiresas

"La única pasión de mi vida ha sido el miedo"

Thomas Hobbes

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A vuelo de bruja.

Hombre, ¿qué me importa de ti , del pudor? No soy del parecer de los dioses. De ellos soy pariente, tengo extraña sangre en mí, ni a su imagen n¡ a la tuya estoy hecha: mis venas están mezcladas, de ahí mi locura, ardo y me vuelvo contra mi carne. Por eso soy medio mujer y medio diosa.

Swinburne, Fedra

La naturaleza nos ha hecho a las mujeres absolutamente incapaces de practicar el bien y las más hábiles urdidoras del mal.

Eurípides, Medea

¿Por qué le teme el hombre a la mujer? Un halo fascinante recubre el temor a una forma particular de malignidad

que a lo largo de la historia ha encarnado la mujer. Recorre la imaginación humana como un fantasma y se plasma en el arte y la literatura, de manera que el miedo que inspira se ofrece como un don propio de su ser, intrínseco a su naturaleza. Las diosas madre, de las que el resto de personajes míticos femeninos no serán más que su evolución, encarnan misterios insondables. Su capacidad generadora de vida lleva impl íc i ta la muerte; su maternidad, en oca­siones puede llegar a tener una connotación dominante, avasalladora, siniestra. Porque, al fin y al cabo, todos venimos de una madre, que es una encarnación de la madre naturaleza. Ahí comenzó el miedo. Si bien ella es madre sabia, pro­tectora y tierna, en ocasiones también parece inmensa, infinita, todopoderosa, agobiante, capaz de preverlo todo. Como si su tiempo, incluso, fuese distinto, es capaz de visualizar el futuro y remontarse ai innombrable pasado. Ella es casi atemporal, parece reunir en sí mima pasado, futuro y presente, y unir la vida

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y la muerte. También su temperamento es particular, cíclico, como icgiclo por misteriosas fuerzas oscuras. A los ojos del hombre ella siempre será incierta; amada y deseada, y a la vez temida y odiada.

Cuando el hombre, masculino, se sintió superior a la naturaleza y pensó poder dominarla con su inteligencia y su fuerza, se rebeló, y no solo él, sino que trajo consigo unos brillantes dioses guerreros, masculinos también, que opacaron a las nocturnas deidades femeninas. Ellas, aunque aparentemente despojadas de su papel principal, siguieron plenas de sugestiones y atracti­vos. Siguieron encarnando el destino que vela, casi invisible, pero inexora­ble. Casi ocultas, han llevado a cabo desde hace siglos sus actos solapada e inconsciencen-iente, como si fuese sin querer, o al menos eso pareciera. Con su don de metamorfosis se convirtieron en hechiceras, en demonios súcubos, en las temidas brujas, e incluso en vampiresas. Ellas han impulsado el mundo desde hace tiempo, motivadas s imul táneamente por sus caprichos y arrebatos despiadados, y actúan casi siempre movidas por intensas pasiones que las arras­tran inevitablemente.

Ellas han dado cuerpo a lo incomprensible, por lo que le recuerdan cons- j tantemente al hombre que la naturaleza, la vida y el mundo no están bajo su control. Es por esto también que jamás un hombre ha llegado a comprender plenamente a una mujer. Y siempre siente que hay algo en ella que no alcanza a prever ni descifrar, y a ese aspecto femenino le teme profundamente. Del mis­mo modo, a codo aquello que se le asemeja a ese comportamiento imprevisto, azaroso e instintivo, lo ha asociado con la mujer.

Y es tal el miedo que han despertado las mujeres en quienes solo esperan encontrar en ellas sumisión, fragilidad y delicadeza, que algtmos llegaron a considerar que por su naturaleza la mujer estaba ligada a lo demoníaco y, de ese temor, surgió la temible imagen de la bruja.

Como dice Mario Praz en su obra La muerte, la carne y el diablo: "Siempre ha habido mujeres fatales en el mico y en la üceracura porque mito y literatura no hacen más que reflejar fantásticamente aspectos de la vida teal y la vida real ha ofrecido siempre ejemplos más o menos perfectos de femineidad prepotente y cruel". El mismo autor, a propósito de lo constante del tema en la hteracura clásica, hace referencia a un llamacivo pasaje de las Coéforas de Esquilo: "Las vidas emparejadas son dominadas por el cruel amor cjue reina en el corazón femenino, enere los brucos y también entre los mortales".

Pero en ocasiones, peligrosas consecuencias de ese miedo, siempre latente, parecen saltar de la literatura y el arte e incorporarse en la vida co-

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l id i . ina, incluso e n la actualidad. En los primeros días de enero del 2009, fi-iiaÜ/ando la primera década del siglo xx i , diferentes medios internacionales como CNN, en un reporte de Saeed Ahmed, y el Europa Press, difundieron la noticia, que luego fue denunciada por Amnist ía Internacional (AI), en la que se reportaba que, en Papua, Nueva Guinea, "una mujer sospechosa de brujería tue acada, amordazada y amarrada a un tronco sobre una pila de neumácicos a la que se le prendió fuego".

Ese miscerioso poder que para algunos emana de la mujer proviene de la (dac ión que se le acribuye con la naturaleza, con su aspecto maternal y ger-ininador, que le permite ejercer un control sobre campos fuera del alcance del hombre. De aquí que se le atribuyan poderes sobrenaturales, como ver y con­trolar el porvenir, hacer ungüentos amacorios o envenenar, volar o metamor-(osearse con fines dañinos. Ese fue el mismo espíritu supersticioso que hizo exclamar a los demonólogos entre los siglos xv y xv i , acerca de la prominencia del sexo femenino en el tema de la brujería, que "por cada hombre, quinientas mujeres practican la brujería", como aseguró el jurista Jean Bodin. "Por cada l)rujo, hay diez mi l brujas", aumentó el estudioso de asuntos luciferinos Jean de Lancre.

Por este motivo se acusó en su mayor ía a mujeres de ser brujas hace algunas con tenas de años y, curiosamente, ese sentimiento destella hoy en día en cierras aldeas, para nosotros lejanas. Siguiendo sus huellas, vamos tras los pasos de la bruja en busca de algunos aspectos de esa curiosa evolución de los reflejos de un temor atávico, visceral, desde las nocturnas divinidades de la Ant igüedad en los mitos basca las brujas y vampiresas de la üceracura y las leyendas.

En el principio, como herederas de las diosas, aparecen las hechiceras o sabias, que se cransformarán evencualmence en las brujas, quienes cieñen un conocimiento medicinal de las planeas, y son curanderas, parceras, adivinas y médiums. Además , se les acribuirá la capacidad de volar o cransformarse en pájaros. También aparecieron los súcubos, unos sugestivos demonios sexuales Icnieninos, antecesores de las vampiresas, amanees de ulcracumba sediencas de sangre y de sexo. Todas ellas encarnan el acávico cemor al incierco camino al más allá, a la profanación de la sangre y a la impocencia sexual masccdina. A ellas se les teme, por otra parte, porque atraviesan con facilidad el puente entré la vida y la muerte. Pero sobre todo porque el poder que ejercen sobre la libido del hombre supera el control que este tiene sobre su propio cuerpo.

Las fantasmagorías míticas permanecen en el corazón humano a través de los tiempos. Y la mujer aún habita la periferia de la razón y la lógica del

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hombre; sigue siendo casi un ser mágico que escapa de algún modo a la esfera de la racionalidad. Si bien han pasado siglos desde la sentencia teologal de los primeros padres de la iglesia que rezaba que "la mujer es la puerta del diablo" hasta el psicoanálisis de Freud, quien afirmó que "la mujer es un continente negro", la idea de la mujer como ser oscuro, peligroso e incomprensible, fuera del control de lo racional, se mantiene.

Hay un mundo a la vuelta de la esquina de tu mente, donde la rea­lidad es un intruso y los sueños se hacen realidad (...). El cosmos dentro de nosotros contiene a todos los dioses y demonios inventados por la humanidad, con toda su creatividad concentrada en místicas se­millas y nuestros corazones y nuestras mentes. (Michael Page y Robert Ingpen, Enciclopedia de las cosas que nunca existieron)

Tenemos entonces que hoy en día el miedo a lo femenino permanece, no solo en los remotos lugares donde aún queman brujas. A los ojos masculinos la mujer siempre va a encarnar aquello que no se puede controlar ni compren­der por completo. Sus comportamientos, intenciones, actitudes y sentimientos siempre escaparán a la estructura racional con la que el hombre pretende sen­tirse estable.

En Occidente, quizás el temor masculino no se refiere ya al miedo in­consciente a perder el rumbo por la atracción del canto seductor de una bella sirena de ondulante cabellera que lleva hacia el naufragio inevitable; ahora es latente el temor del hombre a ser devorado en otros campos: el económico, el profesional e incluso el sexual, por una mujer que acecha.En la sociedad actual, en constante cambio, donde la mujer está reafirmando su independencia y pasa a ser la proveedora emocional y material de los hijos, el machismo, otra de las manifestaciones del miedo a la mujer, pierde su sustento y la idea del varón proveedor sobre la cual se fundamentó la identidad y seguridad del hombre ha disminuido su fuerza. Incluso en las situaciones donde perdura todavía el este­reotipo de la mujer de la casa, destinada básicamente al cuidado de los niños y el hogar, dependiente e inactiva económicamente , o el de la mujer hermosa y frágil, dedicada exclusivamente al cuidado de su físico, al ocio y a la sociabili­dad, han ocurrido transformaciones sutiles, aunque muy importantes, ocultas bajo la superficie de los modelos ttadicionales.

Una de las más particulares consecuencias que ha traído consigo el miedo del hombre a la mujer es que, en muchos casos, la visión que la mujer tiene de

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sí m i s m a la ha construido a partir del miedo que el hombre le ha tenido a ella. Pareciera incluso que la mujer llegara en ocasiones a temerse a sí misma, estig­matizando y no comprendiendo las imágenes inspiradoras de temor que se han creado en torno a ella. Esa desconfianza de la mujer a sí misma, incluso más que la del hombre a la mujer, es la que ha sustentado la tan recordada tradición de subordinación femenina.

En todas las épocas se ha considerado pertinente subyugar aquello que se vislumbra como pocencialmente peligroso. Es claro que a lo largo de la historia se han dado injustas inequidades en cuanto a la libertad de expresión y a las oportunidades de desarrollo físico, emocional e intelectual con las mujeres, pero es también cierto que en ocasiones, casi siempre en aras de seguir una reli­giosidad profundamente patriarcal, la mujer ha sido cómplice de lo que luego, algunas con vehemencia, han llamado opresión.

Es evidente, también, que en los últ imos tiempos el papel de la mujer en la sociedad está cambiando, pues ha buscado salir del ámbito de lo ínt imo y privado, que ttadicionalmente ha estado bajo su dominio, y trascender al espacio público. Es este paso el qtie ha generado un reordenamiento social. La mujer como tal es entonces un tema y se ha mirado desde varias ópticas. Freud y Lacan, en su momento, se aproximaron al asunto desde una pers-|)ect¡va psicoanalít ica y científica, pero ante los constantes cambios sociales, aparecen nuevos interrogantes y la inquietud que despierta "lo femenino" sigue latente. Por otra parte, los movimientos feministas si bien abrieron un espacio de discusión en pro de la igualdad, en muchos casos derivaron en una compe­tencia de géneros que, en el fondo, no satisfizo por completo a las mujeres. Es común oír que en la actualidad los hombres se sienten más amedrentados con las mujeres, y ellas siguen un poco confundidas. El adquirir importantes cargos políticos, económicos o militares no resuelve las más profundas inquietudes femeninas, ni sus anhelos románticos.

La igualdad que se buscó a mediados del siglo pasado se planteó de a lgún modo bajo los estándares masculinos de libertad y de triunfo. Ideales que en la literatura y en las leyendas encarna el héroe, pero en ú l t imas este héroe, siempre tan masculino, es un curioso ser que se cree poseedor de la verdad y del bien, y su orgullo, por lo general, supera con creces su instinto de conservación.

Estas características del héroe no son atributos que el legendatio legado de ninguna época manifestase como propias de las mujeres. Si bien a ellas siempre les ha gustado el juego, ttadicionalmente, incluso a las más temidas he-

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chiceras, les ha resultado más fascinante admirar, seducir y ser consentidas, que competir y ganar. Quizás por eso, en lo más profundo de su fuero interno, las mujeres no se sintieron completamente satisfechas con los aparentes resultados de sus triunfos de l iberación durante las úl t imas décadas.

La piopuesta de este trabajo es dejarse llevar por la poesía de los mitos y las leyendas que con su sabiduría ancestral y milenaria, atiborrada de símbolos, permiten bajo sus coloridos velos entrever realidades, vislumbrar sentimientos, sin la pretensión de verdad absoluta de la ciencia o la religión. Los milenarios relatos tradicionales invitan a buscar el propio reflejo en su espejo mágico. Es un recorrido que sigue el sigiloso paso del tiempo. Comienza en los albores de la civil ización, y de la mano de las diosas atraviesa el mundo clásico siguiendo diferentes deidades. Luego llega a la Edad Media, donde se encuentra con he­chiceras; y finalmente a ios albores del mundo moderno, donde se hallan las brujas y posteriormente las vampiresas. En este trayecto se constata que ciertos miedos permanecen casi indelebles con el paso del tiempo.

El hombre ha anhelado sentirse valiente, magnífico, virtuoso, ha creado en sus épicas el tipo ideal de lo masculino en la figura del héroe. ¿Pero cuál sería el equivalente femenino? N i la tontarrona princesa de los cuentos de ha­das ni la Virgen Mar ía en toda su pureza resultan suficientes para condensar un verdadero ideal de lo femenino. Definitivamente la hechicera encarna esos atributos femeninos, pero ttadicionalmente ha sido considerada como astuta y maligna, y por lo tanto marginada y rechazada, incluso por las mismas mu­jeres. La verdadera oponente del héroe, la que lo saca de su mundo racional y equilibrado, no ha sido aplaudida por sus triunfos. Quizás porque las viriles épicas se han encargado de popularizar sus derrotas.

La Diosa Madre es una imagen que emerge de los mitos y se transforma en hechicera, súcubo, bruja, ídolo de perversidad y vampiresa. Todas sus ma­nifestaciones encarnan con toda la fuerza de su significado una ancestral idea: el hombre dueño de su razón lucha contra lo mágico que personifica la mujer. Que los hombres le teman a las diosas de las noches, las hechiceras o las brujas es cuando menos entendible, pero que las propias mujeres las desprecien es quizás negar en principio uno de los más apasionados (y apasionantes) aspectos de lo femenino. El anhelo de retener a toda costa un amado, que es el princi­pio de la magia femenina, no ha dejado de estar latente en el corazón femenino, como se evidencia en la canción "Sortilegio" de Aterciopelados:

Eres inmune a mis requiebros, repeles toda mi pasión, no le escuchas a mi corazón, te portas como una basura. Y en el horóscopo me predicen, mal panorama sentimental, leo en la taza del chocolate, no dejarás de ser porquería . [Dispuesta] a probar, este filtro de amor, para tenerte ya, no dudo que hará efecto

( . . . )

orines de sapo negro, una piedra de la calle, no dudo que hará efecto

(...)

Me amarás con este elíxir, te amarraré con este sortilegio, no dudo que hará efecto.

La magia, el embrujo y los sueños están presentes todo el tiempo al acer­carnos a la evolución de la imagen de las grandes diosas. Su connotación de brujas adquiere un interesante matiz en la actualidad, en un momento en que la sociedad se replantea las características de lo femenino. ¿Será posible resca­tar la imagen de las diosas madres medi terráneas con particular au tonomía sexual y poder, dejando atrás la idea de sexo débil , oprimido y dependiente, y sobre todo la patética idea de la mujer como víctima? Es en estas mujeres marginales, extremas, en el feroz brillo de sus impulsos salvajes, que se puede llegar a intuir el secreto que guardan las otras, las domésncas , dulces y caseras, porque solo las mujeres apasionadas, mortales, hechiceras, diosas o vampiresas, llegaron a reconocer como propios sus deseos, dando así rienda suelta a su verdadera identidad.

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E l irremediable terror masculino a la mujer

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E l hombre y las tinieblas

Tiene [la mujer] un rostro de anieblas, es el caos de donde todo ha salido y al que todo debe retornar... es de noche en las entrañas de la tierra. Esa noche en la que el hombre se ve amenazado con ser engullido y que es el envés de la fecundidad, le espanta.

Simone de Beauvoir, El segundo sexo

Ella es la noche cuando él es el cielo diurno. Él un dios creador y ordenador del mundo cuando ella, si bien dio­

sa madre generadora de vida, en sus arrebatos lleva al borde del colapso al universo.

Si él es el sol cálido de los pastores, ella la luna fría de los espantos. En la tierra, él será el héroe racional, equilibrado modelo y arque­

tipo de su pueblo mientras ella será la hechicera, apasionada y voluble, marginal y peligrosa.

Pero desde el inicio de los tiempos, él lo observa todo con sus celestes ojos grisazul que observan el mundo con fría mesura.

Ella tiene los ojos verdes, el color del mal, o tal vez oscuros como la tierra en la que bajo la aparente calma de la superficie bullen pasiones insondables en las que se baten la vida y la muerte.

Él está solo, ella le atrae pero le teme, la ve salvaje, inconstante, incierta, la ve hermosa y sensual pero la preferiría dócil, calmada, tran­quila, sumisa. Ella quiere retenerlo, pero él necesita conquistar el mundo y no puede mantenerse a su lado... Entonces ella inventará artimañas, pociones, hechizos y sortilegios para retenerlo, los filtros de amor surgen de su necesidad de ser deseada.

Ks el inevitable juego de la seducción desde el inicio de los tiempos, una pasión que airastra y da impulso y movimiento al mundo, es el Eros que consideraban los griegos una de las fuerzas primordiales, es el impulso de acercarse a lo otro.

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a lo desconocido, pero es también enirentatse a lo que no se conoce, a lo que parece incierto y produce miedo.

Los hombres de diversas culturas imaginaron que el universo surgió y fue ordenado a partir de fuerzas de atracción entre entes cósmicos. A mu­chos aspectos que no les encontraron explicación racional, como el destino, la muerte de bebés recién nacidos, tempestades, tormentas, sequías y vientos devastadores o que les producían miedo, les atribuyeron características fe­meninas. A pesar de la distancia que las separa, muchas culturas de diversas partes del mundo tienen en común el haber imaginado peligrosos seres fe­meninos con características similares. Esas figuras femeninas, a veces diosas o demonios, a veces brujas, siempre hechiceras (y en los sueños vampiresas), atraviesan culturas y épocas con elementos constantes que las identifican a través de los tiempos.

Identificadas con la noche, con la capacidad de curar o envenenar, con dones de fertilidad, adivinadoras, parteras e interlocutoras de los muertos, in­cluso se las ha considerado con la capacidad de volar y con una enfermiza obsesión por seducir al incauto escogido, para divertirse con él estrujando su alma, y hasta llevarlo por los senderos de la muerte. En el ordenamiento del mundo que se ha hecho particularmente en las culturas patriarcales, el cielo y el sol se han relacionado con Dios y con el hombre mientras que lo subterráneo o infernal, la luna y el demonio se han identificado con lo femenino.

Las religiones de los pueblos más ilustres y las de los más humildes se ajustan a tal orden de un modo u otro. Y así cuando el n iño del país católico aprende las oraciones y recita el padrenuestro o el Credo, automát icamente ordena el cosmos de suerte que coloca al Dios Padre en el cielo, como pone los infiernos bajo la tierra y allí también el dominio de las potencias del mal (...).

(...) el cielo de un lado como elemento masculino expresión de la paternidad, de la autoridad superior, y del otro la tierra como ele­mento femenino, expresión de la maternidad, de \n fecundidad (...) el soly e\ como vida, como Fuerza, como Bien, y la Luna y Noche como Muerte y como Mal; como elemento femenino asimismo, pero no tan fecundo como la tierra. (Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo)

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I .1 razón y el miedo a lo desconocido

I .1 la/ón puebla la mente de ¡deas que articulan lógicamente la lectura que el liKinbrc trata de hacer del mundo. Pero siempre hay algo que se escapa, un |u(lazo del mundo adonde la luz de la razón nunca parece tener alcance. Lo .Kíitonocido, el misterio, le recuerdan siempre al hombre que sus más absolu-i.is icrtezas son frágiles y deleznables y lo impulsan a moverse más allá, a ese liij'.ii que adivina pero que nunca puede pisar. A ese otro mundo solo se tiene H ( eso mediante los sueños, las alucinaciones y la idea de la muerte.

Ese es el espacio donde bullen las fi^erzas primordiales, los impulsos irra-' loiKiles, las pasiones generadoras de vida, donde el hombre enfrenta la pre-l'iinia por el punto original de su existencia e intenta aprehender lo inexplica-lilc y racionalizarlo para su provecho.

Octavio Paz hace una particular referencia a esta experiencia en su obra E l liirtiy la lira cuando expresa: "La experiencia de lo sobrenatural es la experien-I i.i de lo Otro", y agrega: "El misterio -esto es la inaccesibilidad absoluta- no I". sino la experiencia de la 'otredad', de esto que se presenta por definición ,i|iii() o extraño a nosotros, un ser que es también el no ser. Y lo primero que (li',|i¡erta su presencia es estupefacción".

I a mujer y lo inexplicable

I I reino de lo inexplicable y desconocido, en la tierra y en el inframundo guar-il.i especial relación con los elementos maternal y femenino. Por hallarse más I M( .1 de la naturaleza y estar mejor dotada de sus secretos, a la mujer se le ha ' ¡;ado el poder no solo de profetizar, sino también el de cutar o envenenar | H i i medio de misteriosas recetas. Jean Delumeau, en su obra E l miedo en Occi-.hiiic. al hacer referencia a este asunto nos dice:

Para el hombre la maternidad seguirá siendo probablemente siempre, i m profundo misterio, y Karen Horney (en La Psycologie de lafemme,) sugiere que ,el miedo que la mujer inspira al otro sexo se basa, sobre lodo, en ese misterio, fuente de tantos tabúes, de terrores y de ritos, (|Lic la une, mucho más estrechamente que a su compañero, a la gran obra de la naturaleza y hace de ella el "santuario de lo extraño".

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Tenemos de esca forma una humanidad formada por dos partes opuestas y complementarias: una masculina, primordialmente racional y abstracta, y otra femenina, más instintiva e invadida por la oscuridad, lo inconsciente y el sueño.

Incluso para Freud, en su artículo "La feminidad", "en la sexualidad fe­menina todo es muy oscuro y muy difícil de estudiar en forma anahtica"; y la escritora Simone de Beauvoir reconocía en su obra El segundo sexo, que "el sexo femenino es misterioso para la mujer misma, oculto, atormentado... En gran parte porque no se reconoce en él, la mujer no reconoce como suyos sus deseos". Así se van formando unas imágenes en las que la mujer representa la naturaleza y el hombre la historia. Las madres y mujeres son casi siempre las mismas y sus oficios tienden a ser similares, mientras que los hombres son gue­rreros o navegantes o comerciantes marcando así la historia y la identidad de sus pueblos. Así, ellas llevan en la continuidad, no solo de la vida en el aspecto cotidiano (dan a luz, o ayudan a hacerlo, cocinan, tejen y cuidan el hogar), sino en los l ímites mismos de la vida (curan, envenenan, profetizan).

En la mujer encontramos una ambigüedad fundamental: da la vida y cuando profetiza puede anunciar la muerte. En ella está el misterio de la mater­nidad, así como el de su propia fisiología, ligada a las lunaciones. Se ha creído en muchas tradiciones que es un ser más cercano que el hombre a la materia, por lo tanto más rápida y visiblemente perecedero. Sus flujos, olores y secrecio­nes provocan el rechazo masculino a pesar de la atracción natural que por ella siente el hombre.

En la tradición clásica, griega y romana, y en la judía , culturas sobre las que se sostiene el pensamiento occidental, el cuerpo de la mujer, su menstrua­ción, su útero, su capacidad para dar a luz, la excluyen por definición de la guerra, considerada el espacio de lo heroico, así como de ciertos aspectos de lo religioso.

La clasificación de la menstruación como impureza, basada en el Levítico, tuvo vigor durante siglos. La idea de que toda mujer era "impura" durante una vez al mes debido a un proceso que no puede ser controlado, suscitó muchos rumores supersticiosos y cteencias inquietantes. También textos científicos del mundo clásico, que conforman el corpus hipocrát ico de la avanzada Grecia del siglo IV a. C., hacen referencia a la menstruación como una circunstancia peligrosa, contaminante y misteriosa.

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Los médicos varones describen el menstruo como sangre que podía vagar por el cuerpo y causar la tuberculosis si entraba en los pulmones. I'.l Corpus supone que la menstruac ión era controlada por la luna y ijuc todas las mujeres menstruaban en la misma época del mes, creen­cia perpetuada por Aristóteles.

A la sangre menstrual se le atr ibuía todo tipo de poderes sobrenatu­rales. Aristóteles escribió que una mujer menstruante podía convertir un espejo limpio en sanguinolento, como una nube, pues la sangre menstrual pasaba a través de sus ojos hasta la superficie del espejo. (Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsset, Historia de las mujeres)

I .1 persistencia de estas creencias sobre la menstruación ayudó a desarrollar l.i .isociación de la mujer con lo mágico y peligroso que se mantuvo durante i i n k l i o tiempo:

Su contacto agria el vino nuevo, las cosechas se vuelven estériles, los injertos se mueren, las semillas de los jardines se secan, los frutos caen de los árboles, la superficie brillante de los espejos en los que apenas se refleja, se enturbia, el filo del acero y el brillo del marfil se apagan, los enjambres de abejas mueren, incluso el bronce y el hierro se aherrum­bran en el acto y un horrible olor colma el aire. A l probarlo los perros enloquecen y su mordisco se infecta con un veneno incurable. (Plinio el Viejo, Historia natural, vol. 2)

La pretensión de explicar el mundo según la frase de Protágoras, tenien-ilo .il "hombre como medida de todas las cosas", y a partir de esta idea tomar il varón como modelo y a la mujer como una variante de este, generó que l>i(st¡giosos pensadores racionales reconocidos como observadores rigurosos •.(•nicnciaran como verdades afirmaciones hoy risibles.

M.R. Lefkowitz y M . B . Fant, en su obra Women's Life in Greece and lüiiiie, destacan que Aristóteles afirmaba en su tratado sobre la reproducción <|iic "la mujer es como si fuese un varón deforme" y que "la descarga mens-

II ii.il es semen, pero en un estado impuro, es decir carece de un constituyente \ lino solo, el principio del alma". Del mismo modo mencionan que Platón escribió:

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Este es el caso del llamado vientre o matriz de las mujeres. El animal que lleva dentro está deseoso de procrear hijos y cuando no da ftuto durante mucho tiempo después de su momento propicio se queda insatisfecho y enojado, y vaga por todas direcciones a través del cuer­po, se aproxima a las vías respiratorias y, al obstruir la respiración, las conduce a las extremidades ocasionando todo tipo de enfermedades.

Por otra parte se creía que la mujer tenía cierta culpa de que "el pene se tornaba rebelde y dominante, como un animal desobediente a la razón enlo­quecido por el agui jón de la lujuria" (Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsset, Historia de las mujeres).

Además, la teoría de que la matriz vagaba por el cuerpo como un ani­mal, llegando a considerarse el útero como un repulsivo animal dentro de un animal, facilitó en la imaginación popular la relación de la mujer con la bestia, particularmente con la serpiente, y que se la considerara como fría y húmeda :

la creencia en que las mujeres eran frías y húmedas , en tanto que los hombres eran calientes y secos, procedía de Hipócrates; al igual que en Aristóteles, frío se consideraba inferior y se utilizaba para demostrar la inferioridad de la mujer con respecto al hombre. La mujer es menos perfecta que el hombre por una razón principal -escribe Galeno en el siglo II—, porque es más fría. (Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, Historia de las mujeres)

Siempre se ha oscilado entre subordinar y demonizar aquello que se teme. Tenemos entonces que desde la Ant igüedad poderosos mensajes refuerzan una curiosa idea acerca de la mujer.

Tiene [la mujer] un rostro de tinieblas, es el caos de donde todo ha salido y al que todo debe retornar... es de noche en las entrañas de la tierra. Esa noche en la que el hombre se ve amenazado con ser engulli­do y que es el envés de la fecundidad, le espanta. (Simone de Beauvoir, E l segundo sexo)

Esta ambigüedad entre la vida y la muerte ha sido sentida a lo largo de si­glos y es la que se expresa en el culto a las diosas. La tierra es el vientre nutricio pero también es el reino de los difuntos, bajo el suelo o en el agua profunda.

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I .1 nuijer es pues origen, semilla, raíz, representación de una fuerza oscura y < olindante con la magia. De ahí que su imagen tenga siempre fuerza y ternura sin l ímites.

En las civilizaciones antiguas que se asentaron alrededor del Medi terrá­neo así como en varias comunidades cristianas medievales y aún en algunos pueblos en la actualidad, los cuidados de los muertos y sus rituales han corres­pondido a las mujeres, pues se considera que están más ligadas que los hombres .il ciclo de la vida y de la muerte. Ellas crean pero también tienen la capacidad (le destruir. Por ello los nombres innumerables de las diosas de la muerte y I imbién las múlt iples representaciones de los monstruos hembras.

La diosa h indú Kali, por ejemplo, es una de las representaciones más l'.iandiosas que los hombres hayan forjado de lo femenino, destructora y crea­dora a la vez. Hermosa y sedienta de sangre, es el principio materno ciego <|uc impulsa el ciclo de la renovación, provoca la explosión de la vida, pero al mismo tiempo difunde ciegamente las pestes, el hambre, las guerras, el polvo y el calor abrumador.

1̂1 aspecto inquietante de lo femenino

En el inconsciente del hombre la mujer suscita inquietud, no solo porque ella es juez de su sexualidad, sino porque él la imagina insaciable, compa­rable al fuego que hay que alimentar sin cesar, devoradora como la mantis teligiosa. La mujer le resulta "fatal". Ella le impide ser él mismo, realzar su espiritualidad, encontrar el camino de su salvación. La mujer es acusada de ser "un placer funesto", de haber introducido en la tierra el pecado. El hombre busca un responsable de haber perdido el paraíso terrestre y encuentra a la mujer.

Jean Delumeau, E l miedo en Occidente

La mujer es el alimento corporal más elevado. Novalis

I ,o inquietante de lo femenino, el asombro que produce —para la mirada mas-( i i l lna- parte inicialmente de la fertilidad que caracteriza a la mujer: ella es portadora en su vientre de la vida. Pero de esto se desptenden formas dife-untes de aproximarse al mundo y de entenderlo. El asombro en ocasiones se

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puede transformar en miedo, y este se maceriali/.a en forma de supersticiones y creencias.

El miedo a lo sobrenatural ha generado en el hombre dos tipos de re­lación con la trascendencia: la magia y la religión. A la primera, que busca manipular las fuerzas primordiales generadoras de vida, se llega mediante una mujer, hechicera o bruja, según la época.

A la segunda, con la que pretende ganarse el favor de la deidad, se llega mediante un hombre, el sacerdote. La mayor ía de los profetas de la ant igüe­dad jud ía eran hombres y los sacerdotes lo eran todos. Por otra parte cuando Saúl necesita invocar el espír i tu de Samuel, que está muetto, recurre a una méd ium, una mujer. En el mundo clásico existían los sacerdotes para invocar a los dioses; no obstante cuando se deseaba invocar a los muertos eran las hechiceras quienes tenían ese don. Tan fuerte era su poder, que algunas como Ericto y otras colegas suyas de Tesalia, llegaban incluso a atemorizar a los propios dioses.

El sacerdote le implora a un dios, hay una clara subordinación ante la divinidad y espera pacientemente a que ese dios tenga a bien escuchar sus plegarias, que implican acatamiento y vasallaje, para que luego, cuando esté de humor, y si lo considera adecuado, dé alguna respuesta positiva. Por supuesto, en la mayor ía de los casos no es inmediata. Por su parte las hechiceras no im­ploran, sino que manipulan, tratan de forzar a su antojo fenómenos naturales que parecieran inmodificables. Sus conjuros expresan órdenes, caprichos; es su deseo, su voluntad, lo que quieren llevar a cabo. De ahí su relación con lo maléfico, es decir, con aquello que nace de una pasión, de un capricho, y no de una búsqueda de la virtud.

Ya en el siglo i i i , el filósofo Plotino sostenía que la magia solo podía atacar la faceta irracional de un individuo y que aquel que tuviera su lado racional lo suficientemente estructurado no sufriría en su espíritu los efectos de la magia.

La evolución del culto a las diosas llegó a ser marginal tras el advenimien­to de la creencia en un dios superior masculino, en la tradición occidental. La imagen de la hechicera, a su vez, evolucionó en la imagen de la bruja y poste­riormente en la de la vampiresa. Todas tienen en común el poder de manipular lo que Frank Donovan, en su libro Historia de la brujería, llama los tres grandes acontecimientos en la vida del hombre: el amor, la muerte y la resurrección. El

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.^U^Ar^ A ^ ,A^ I lU.l .AINt I H', I K l A

M> t

• IM|. I (I( i.IS (liosas, hechiceras, súcubos, brujas y vampiresas radica en el juego Ili v . i i i a cabo con estas circunstancias primordiales.

IIMI.I', I.IS supersticiones relacionadas con lo femenino hacen referencia al I " . , ( I( i.il manera que las actividades esenciales de algunas de las diosas,

M . l i l o d a s las licchiccras y las brujas, están relacionadas con curar (o enve-I liac ( I amar (o enloquecer) y evocar a los muertos.

I I |IIMICI superar la aparente barrera que existe entre los vivos y los muer-111' d i a i u c - las apariciones alucinantes dota a la hechicera de la capacidad

!• i l . II K isc- en el tiempo. Ella, a diferencia de los hombres, pertenece a un I H i i l : i i donde la muette, entendida como final, no existe. Esto, súma­la l i l i l í l i i ) (le ser portadora de la vida y de estar siempre relacionada con los ' i i i i i ' i i i t i ' . , la cocina, las hierbas medicinales y, en general, los elementos de la

I, l( d. i a la hechicera una forma de conocimiento intuitivo que es de difícil I... .1. i i a i . i el hombre.

I I iiaiinaleza las hace [a las mujeres] brujas. Es el genio propio de la i i i i i | e i y su temperamento. La mujer nace hada. Por el retorno regular i|i l.i ex. l i tación, es Sibila. Por el amor, hechicera. Por su mahcia es l i i i i ] . i y echa suertes (...) engaña, adormece las enfermedades. (...) La sibil.I predecía el destino. Y la bruja lo realizaba (...) ella evoca, conju-I I . ( i | ) ( i a sobre el destino. La bruja crea este porvenir. (Jules Michelet, / ,1 l'i iijii)

\( 1.1 pena notar que si bien han existido brujos y hombres que han l i l i • i i l i i p.K l a r con el diablo, sus técnicas son distintas, no hacen uso de su

i l i i i 1 V de su piel, no es algo que sea inherente a su cuerpo y su sangre. I 11 l i i ' . h u i l l i n e s h:i sido más bien una decisión racional de tomar un camino • l( i i i i i i i A ID l , i i j ' ,o de la historia han existido herejes blasfemos y apóstatas, . n I I i i i a M M Í a hondires, a los que se les ha acusado de desafiar a Dios, o de IMI . 11 l i l i i ( i i i o c ¡miento prohibido y ese conocimiento tuvo muchas veces

. i i i . i j ' u o s . Pero en la mujer no es una decis ión, es algo que lleva en su l'l . ipK I •,( 1,

l i 1111(1.is y deseadas, buscadas y condenadas, exaltan lo más profundo de I ' i l . i i l i i i í . i .incestral. Desde las civilizaciones que dieron forma al pensamien-

11 i(l(mal, se buscó neutralizar sus poderes que se creían provenientes de su l ' i ' i p i I SI sii.ihdad.

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La mujer, origen de todo mal

¿Qué veía el hombre, o qué ha visto, desde la Ant igüedad en la mujer, humana, mortal, para hacerla receptáculo de todo aquello a lo que teme? En la forma que en la tradición griega presenta la aparición de la mujer en la tierra se puede entrever los temores que ellas despertaban y cómo en sí mismas eran una en­carnación de los vicios que traían el sufrimiento al hombre.

La mujer fue ideada como un castigo de Zeus, el padre de los dioses, contra los hombres, pues estaba indignado porque Prometeo le había robado el fuego para entregárselo a sus figuritas móviles de barro. El gran dios, temeroso del conocimiento y la técnica que los mortales adquir i r ían con dicho elemento, ordenó a los dioses idear una estrategia contra ellos. Entre todos los seres divi­nos crearon una estrategia sutil, arroUadora, perenne. Idearon la primera mu­jer, hermosa, caprichosa, voluble, inttigante y peligrosa. Luego la moldearon y todos los dioses le otorgaron dones, que en ella adquieren el carácter de vicios que acechan la condición humana, entre los que Hesíodo resalta un "áspero deseo" y unas "inquietudes que enervan los miembros", así como la impudicia y un "án imo falaz". También forman^parte de su ser "las mentiras, los halagos y las perfidias". ¿Qué se puede esperar de un ser así? Debió haber sido muy difícil para el hombre convivir durante milenos con un set tan complejo como la mujer.

M á s sagaz que ninguno, te alegras de haber hurtado el fuego y enga­ñado a mi espíritu; pero eso constituirá una gran desdicha para t i , así como para los hombres futuros. A causa de ese fuego, les enviaré un mal del que quedarán encantados, y abrazarán su propio azote.

Habló así y rio el Padre de los hombres y de los Dioses, y ordenó al ilustre Hefestos que mezclara en seguida la tierra con el agua y de la pasta formara una bella virgen semejante a las Diosas inmortales, y a la cual dar ía voz humana y fuerza. Y ordenó a Atenea que le enseñara las labores de las mujeres y a tejer la tela; y que Afrodita de oro esparciera

j la gracia sobre su cabeza y le diera el áspero deseo y las inquietudes ; que enervan los miembros. Y ordenó al mensajero Hermes, matadoi

' de Argos, que le inspirara la impudicia y un án imo embustero. Orde-! nó así, y los aludidos obedecieron al rey Zeus Cronión. A l punto, el

ilustre Cojo de ambos pies, por orden de Zeus, modeló con tierra una imagen semejante a una virgen venerable; la Diosa Atenea, la de los

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ojos claios, la vistió y la adornó; las Diosas Carites y la venerable Pito colgaron a su cuello collares de oro; las Horas de hermosos cabellos la coronaron de flores primaverales; Palas Atenea le adornó todo el cuerpo; y el Mensajero matador de Argos, por orden de Zeus retum­bante, le inspiró las mentiras, los halagos y las perfidias; y finalmente el Mensajero de los Dioses puso en ella la voz. Y Zeus l lamó a esta mujer Pandora, porque todos los Dioses de las moradas ol ímpicas le dieron algún don, que se convirtiera en daño de los hombres que se alimentan de pan. (Hesíodo, Los trabajos y los días)

Como consecuencia de los dones de los dioses, la mujer es causa de do­lores y aflicción. Siguiendo este orden de ideas, se puede deducir por qué era c oiisiderada como un ser con unos considerables niveles de peligrosidad.

Como si sus cualidades no fuesen suficiente castigo para el mundo, cuan-• 1(1 Zeus le insufló la vida a Pando^ le entregó una caja cerrada que contenía lotlos los males y miserias capacete asolar la humanidad. Tras esto, la mujer llegó a la vista de Epimeteo, n,eifMBo*de Prometeo, a quien este le había hecho inrar que no aceptaría ningún regalo de los dioses. Pero Epimeteo fue incapaz (le resistirse a los encantos que se le ofrecían y tomó a Pandora por esposa. Y lúe ella, encarnación de la perfidia, ta adulación, los embustes, la impudicia y l.i lalsedad, porque los dioses así la habían dotado, la que en un instante funes-10, producto de su curiosidad, abrió la caja prohibida y así d iseminó todos los iiilortunios sobre la tierra."

Pandora fue el precio que pagaron los hombres por acceder al conoci-iniciiio que otorga el uso del fuego. Ella, al igual que el candente elemento, es .iinbivaleiue y trae consigo 'dichas y desgracias. Si bien Pandora no es ni una (lios.i in ima bruja, su creación permite entrever la forma como ha sido imagi­nado el corazón de la mujer y los peligros que acarrea el acercarse a ella.

La cultura griega modeló el pensamiento del hombre occidental. Los ro­manos sustentaron en este sus preceptos, y justificaron en la Ant igüedad sus leyes y tradiciones. El imperio romano finalizó con la aparición de una nueva influencia, el cristianismo, cuyas raíces se encuentran en la tradición judía . Las (los corrientes básicas de pensamiento del mundo occidental, el mundo clásico y la tradición judeocristiana, comparten la idea de la creación de la mujer como 11 origen de las desgracias de los hombres. En el crisnanismo, la desobediencia (le Eva determinó el origen del sufrimiento humano y es ella la culpable de que el hombre deba ganar el pan con el sudor de su frente.

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Mientras su marido dormía , Eva sostuvo una imprudente conversación con una serpiente (animal que según algunos intérpretes era Li l i th , la primera esposa de Adán a la que se hará referencia más adelante), la cual instó a Eva a comer de un fruto prohibido, ttadicionalmente representado como una man­zana, asegurándole que si probaba el fruto del árbol del conocimiento llegaría a ser como los dioses. Eva, tentada, sucumbió a su deseo, a sus caprichos, como si estos fueran más fuertes que ella. Se estableció un pacto entre la serpiente y la tentada que persistió después de la desaprobación divina de ambas. Cuando Adán despertó ya era demasiado tarde, el daño se había consumado. Curiosa­mente, aunque se le adjudican al hombre mayores virtudes racionales que a la mujer, Adán simplemente aceptó la sugerencia de probar el fruto. Cuando el creador se enteró de la ofensa, indignado decidió impartir castigos. El animal fue condenado a arrastrarse por la tierra y dijo a la mujer: "Mult ip l icaté tus sufrimientos en los embarazos. Con dolor darás a luz a tus hijos, necesitarás de tu marido y él te dominará" (Génesis 3 ,1^ .

La necesidad de tener bajo control mujer, para evitar que sus capri­chos siguiesen trayendo sufrimiento al I I I IHIQ , fue considerada por el cristia­nismo como una específica e ineludible maldic ión de Dios contra ella. Adán, por su parte, tendría que trabajar la tierra con el sudor de su frente.

El considerarlas las incitadoras para que el sufrimiento se instaurara en el mundo, hizo que tanto Eva como Pandora fueran asociadas con todo aquello que trae desgracias a los hombres, los vicios, el mal, la serpiente, el pecado. Y que sus hijas legaran ese estigma.

Como castigo a la falta de Eva, la mujer tendría dolores de parto y se le condenó a que tuviera un deseo vehemente por su esposo, quien la dominar ía . Pero el mal estaba iniciado y fue Eva quien desató el conflicto. P o t ella todos sus descendientes son marcados, perdieron la cercanía con la divinidad y su­frieron desde allí la imperfección, la enfermedad y la muerte.

Hay otra interesante analogía entre los relatos bíblico y griego, y es el an­helo del hombre por un conocimiento que le es vedado, al menos por las deida­des masculinas, racionales. Ese conocimiento prohibido será el que trasmitan las hechiceras y las brujas, un conocimiento subterráneo, oculto y en ocasiones maléfico. Una sabiduría que no proviene de las divinidades celestiales sino que será atribuida a los seres infernales:

Los poderes y la ciencia de la serpiente se los consideró fruto de un robo, se convirtieron en ¡ leg í t imos con respecto al espír i tu . La

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ciencia de la serpiente se convirt ió en maldita y la serpiente que nos habita no engendró ya más que nuestros vicios, que nos traen no la vida sino la muerte. (Chevalier-Gheerbrant, Diccionario de los símbolos)

ligadas al destino maldito de los hombres desde sus orígenes, estas funestas mujeres representan el principio del mal de la humanidad según la tradición ]•,! ¡ega y de modo similar en la bíblica. Pero es interesante notar que en relatos más antiguos, como los mesopotámicos, y otros distantes como los chibchas, i sia idea permanece latente. En el caso de Mesopotamia, las desgracias huma-11.IS también aparecen relacionadas con la indolencia femenina. Cuando los I m í n a n o s fueron creados por el dios Enki, este y las demás divinidades celebra-i i m c o n una gran fiesta. L a esposa de Enki, Ninmah, bebió hasta embriagarse V completamente borracha comenzó a desafiar a su marido:

- A l igual que tú, yo podría hacer un cuerpo humano. Enki, divertido aceptó el d e ^ í o : —Hazlo, contestó, y te prometo que encontraré un lugar en la tierra para cada uno de esos seres que tú crees.

(Citado en Susana Castellanos De Zubiría , Mitos y leyendas del mundo)

Fue así como, habiendo ingerido bastante licor, Ninmah dio forma a m i eunuco, a una mujer estéril y a otros cuatro seres perversos o mutilados \n lo acordado, Enki encontró lugar para cada uno de ellos; se destaca (|iie del eunuco hizo u n funcionario civil y de la mujer estéril u n a concubina, fuego, l ínk i desafió a Ninmah a continuar el juego: ahora él daría forma a l i n o s caprichosos especímenes y ella debería encontrarles un lugar adecuado I I I la tierra. La primera obra de Enki fue un hombre cuyo nacimiento se había perdido en los tiempos, fue el primer hombre anciano. Este desvalido ser se del u v o frente a Ninmah. Ella le ofreció un pedazo de pan, pero el desdentado anciano estaba demasiado débil como para alcanzarlo. Ninmah, aburrida con el juego, no pudo enconttat ninguna utilidad al infortunado ser. Victorioso

V liorracho, Enki decidió seguir jugando y creó ottos cinco hombres y muje­res agobiados por deformaciones y calamidades, a los que Ninmah n o pudo liarles trabajo, pero aun así continuaron sus míseras existencias deambulando por la tierra.

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Por su parte, en tte los chibchas de la sabana cundiboyacense, en el terri torio que hoy es Colombia, es interesante encontrar la leyenda de Huitaca, diosa de la pereza, el alcohol y la lujuria: Bochica era el bondadoso hijo del Sol que llegó de oriente, enviado por el gran creador Chiminigagua, con la misión de llevar cultura y civilización a los chibchas, a quienes enseñó las leyes, el uso de la agricultura, el tejido, el calendario y muchos otros secretos que los desarrolla­ron y fortalecieron como pueblo.

Pero todo el esfuerzo de su ttabajo fue corrompido por su esposa, H u i ­taca, a quien los chibchas llamaban Ch í a debido a su extrema belleza; era una diosa del placer y la perversión. Apareció en el altiplano cundiboyacense para enseñarles a sus habitantes los encantos de la pereza, el alcohol y la lujuria. Fue de este modo como aparecieron las depravaciones y los vicios entre los pacíficos y bien organizados chibchas.

Chibchacum, el dios de la sabana de Bogotá, indignado por la desver­güenza de los habitantes de sus tieiras, desató su ira divina inundando por completo todo su territorio. Los hombres^orrieron a refugiarse en las mon­tañas, angustiados, muertos de frío y de hambre. Mediante ayunos, ofrendas y sacrificios, desde sus refugios invocaron a Bochica para implorarle ayuda y perdón. Bochica, satisfecho por la forma en que los humanos lo adoraban, una tarde descendió a la sabana de Bogotá y abrió una grieta gigantesca en la tierra. Enseguida, en medio de un estrepitoso sonido, las aguas de la inunda­ción cayeron por un precipicio conocido hasta hoy como el Salto de Tequen-dama.

Además , molesto con Chibchacum por haberse sobrepasado con el casti­go que les infligió a los chibchas, Bochica lo condenó a cargar el mundo sobre sus hombros, lo cual no deja de tener inconvenientes, pues cuando Chibcha­cum se siente cansado y reacomoda el mundo en su espalda, la tierra tiembla. A Huitaca, por su parte, Bochica la castigó convirt iéndola en la luna, y su instin­to libidinoso y perverso puede sentirse en el efecto que tiene la luz de sus rayos sobre la vida en la tierra. En las noches de luna nueva, el astro no aparece en el firmamento porque es cuando Huitaca retorna a la tierra en forma de lechuza para llamar a la perversidad.

En conclusión los seres femeninos presentados hasta ahora, desde las an­cestrales diosas con sus atributos nocturnos, hasta las monstruas, híbridos de mujer y bestia, así como las mujeres primigenias, reflejan, en su mayoría , aque-, líos aspectos que el hombre debe combatir con las virtudes que ha de desarro-

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I I I I /\<|iiellas (|tie encarnan los atributos de las diosas son entonces el verdadero . iM iiiij'/) del héroe. Ellas serán su equivalente en cuanto a seres semi-humanos . mi podeics otorgados por deidades; ellas serán las herederas de las diosas, las IM 1 liii eras.

1 os símbolos constantes, como su belleza bestial y peligrosa, su sensuali-.1 id ansiosa y desbordada, su identificación con la luna, la noche, la serpiente, • I di agón y las aves rapaces, su triple rostro de mujer hermosa, de anciana o de l ' e M Í . i , dan forma y cuerpo a sus pulsiones y a su aspecto más siniestro. La no-. Iii , l.i muerte, el destino, las pasiones, la volubilidad de la fortuna, los desas-

I I . . n.ittiiales: todo esto se le ha presentado al hombre en un cuerpo femenino, I I I . i', o menos atractivo, peto siempte sugestivo e inquietante.

II <. ulto a la virginidad y el terror a la sexualidad insaciable

I a mayor virtud de la mujer es la castidad.

Texto pitagórico, siglo 11 a. C.

I lii.i de las más curiosas tradiciones relativas a las mujeres, legado de la Ant i -l'iiedad, es la de definirlas como buenas o malas, respetables o perdidas, por ar. relaciones sexuales con los hombres. Una buena hija era una hija virginal.

< 11.indo perdía su virginidad, debía hacerlo dentro del matrimonio, y por su­puesto debía mantenerse casta, esto es, tenei relaciones sexuales solo con su • .poso, para no ser considerada como lasciva.

I'ai las culturas tempranas el adulterio era básicamente un crimen de mujer. Un hombre lo comet ía solo si manten ía relaciones sexuales ion la esposa de otro hombre, no con otra mujer. Todas poseían leyes severas para castigar la infidelidad sexual de una mujer. (Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, Historia de las mujeres)

I ,a virginidad y la castidad estaban relacionadas con la obediencia al varón |eíe de la famiha. El matrimonio significaba la transferencia de esa autoridad de un varón a otro. La virginidad de una hija estaba ligada al honor de la familia y una Ielación sexual que no contara con la aprobación de la potestad masculina mancillaba ese honor.

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La virginidad no es del todo tuya, un tercio pertenece a tu padre, un tercio a tu madre. Solo un tercio es tuya, no pugnes contra dos que ha/i vendido a su yerno sus derechos sobre t i . (Catulo, siglo I , Poemas)

Por otra parte los hombres siempre han manifestado su recelo hacia las mujeres que utilizan su atractivo sexual para influir en ellos. La mujer que uti­lizaba su sexualidad para aumentar su poder era estigmatizada como prostituta, sin importar su rango social.

Desde los primeros escritos de estas culturas, los hombres han ex­presado su temor al poder que la atracc ión sexual de las mujeres ejercía sobre ellos. La solución de estas primeras culturas al pro­blema consist ió en el intento de dividir a las mujeres en categor ías particulares y distintas: la esposa y la prostituta. Una esposa deb ía set obediente a su esposo y seguir sus mandatos incluso en la cama. La sexualidad independiente fue estigmatizada como caracter íst ica de la ptostituta. (Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, Historia de las mujeres)

Respecto a este tema, el pensador griego Plutarco (siglo i) escribe, en sus Obras morales: "una esposa no debe evitar o poner objeciones cuando su mari­do comienza a hacerle el amor, pero tampoco debe ser ella quien empiece. En un caso ella está sobreexcitada como una prostituta, en el otro se comporta de modo frío y carente de afecto".

Este temor a la iniciativa femenina y a la sexualidad devoradora es expre­sado en forma más o menos explícita en diferentes cultutas. Según un mito ja­ponés, los dioses decidieron enviar una pareja kamiÁ mundo, que era el octavo par de deidades aparecido tras la creación del universo, para que terminara de solidificar esta tierra que aún era tan solo un lodazal movedizo, y enviaron a Izanagi y a su hermana y esposa, Izanami.

La pareja se situó en un puente flotante del cielo llamado Amenoukihas-hi , que según parece era el arco iris y desde allí agitaron el mar con una lanza recubierta de piedras preciosas, llamada Amenonuhoko, hasta que una parte del océano se espesó y cuajó formando la isla de Onoroko. Izanagi e Izanami construyeron allí un palacio, Yahirodono-Shiseido, una espléndida edificación

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I I I ( l iyo teiuro se encontraba un pilar celestial, Amenomihashira, el cual cons-n i i i í . i la columna vertebral del mundo.

I ,a primera vez que rodearon dicha columna, él por un lado, ella por el otro, lí eiKoiurarse de nuevo frente a frente ella comenzó a hablar y lo sedujo con pa-I ilii.is amorosas tras lo cual se dedicó a estudiar el cuerpo de su compañero. A l . I iiisiaiar que encajaban, se unieron. De dicha unión nació una criatura horrible. I I <\s culparon a Izanami de la malformación del engendro por haber sido ' . II.I l.i primera en hablar, lo que fue interpretado como una insinuación.

I',l pr imogénito deforme, al que llamaron Hiroku, fue considerado in-ili|',iio y sus padres lo metieron en una cesta de juncos y lo abandonaron en'el 111II. Tiempo después, Hiroku se convirtió en Ebisu, dios de los pescadores. La l ' i K J a volvió a hacer la ceremonia de la columna, pero Izanagi, el varón, invitó • I I .nielante a los juegos sexuales.

Apatece aquí , latente, con la sutileza propia del espíritu japonés, el temor I l.i incitación femenina, a que sea la mujet la que dirija los encuentros ínt i­mos, ( 'omo se verá más adelante, el personaje de Li l i th , quien solo desea tener imimidad con Adán a su propio antojo y en la posición que a ella le resulte pl.ieiruera, vuelve a encarnar la imagen de este miedo visceral a una sexuali-i l . i i l salvaje y gozosa; desbordante, de la mujer lúbrica que en Occidente está ir|)resentada de forma esencial en la imagen de la vampiresa pero que, como se |Miet le apreciar, es un temor bastante generalizado.

Por otra parte, es recurrente el mito de la vagina dentada, es decir, de una ili id.id con dientes en la vagina que, al parecer, inspiraba mucho temot a los lioiiibres, hasta que finalmente llega un valiente héroe que es capaz de arrancarle I o c i o s esos dientes, logra copular y sale victorioso de tan temida hazaña y peligro­so desafío. imagen de esta leyenda ha sido muy atractiva para artistas y escri-l o i e s , (|ue han buscado plasmar ese atávico temor; los mitos de LiHth, Lamia, las MIIX, todas ellas sedientas de sangre y de cuerpos de hombres jóvenes, recreados imiiimeiables veces por poetas y escritores terminaron creando la imagen de la mnji ' i fatal cuya máxima expresión será la vampiresa. Freud utilizó la imagen l i e l.i vagina dentata para explicar sus teorías sobre el miedo a la castración. El 1 iiii'ilogo Leo Frobenius en Mitologías del atlántico, y posteriormente Cari Jung e n ¡hinsformacionesy símbolos de la libido, también hicieron referencia al miedo I l.i mujer devoradora, particularmente durante el acto sexual. Pero el terror en

el (oiazón de los hombres llegó hasta el siglo xx. Una leyenda urbana extendió el iiimor de que las prostitutas asiáncas solían esconder cuchillas y vidrios rotos eiitie sus piernas para cortarles el pene de manera salvaje a los soldados norte-

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americanos. Si bien esta pudo ser creada intencionaJmente para mantener a los muchachos alejados de las peligrosas mujeres, parece ser que consiguió buenos resultados. El temot a la sexualidad femenina avasallante como mantis religiosa ha desarrollado también la creencia popular del "pene cautivo" según la cual a los hombres les puede suceder lo mismo que a algunos perros o gatos: quedar enganchados sin posibilidad de desprenderse de su pareja durante el acto sexual. No obstante, no existe documentación que corrobore este temor, que no es más que un reflejo del miedo que puede producir el penetrar una mujer.

Desde siempre, se ha considerado que el desbordante deseo femenino tie­ne visos de peligrosidad. El término ninfomanía, según el diccionario de la Real Academia, proviene de "ninfa" y "manía", y se refiere al furor uterino, el cual se define como deseo violento e insaciable en la mujer de entregarse a la cópula. La definición está precedida por la abreviatura "med", de medicina, por lo que, según parece, es considerada como una enfermedad. Se entiende por manía una preocupación excesiva. Según esto, la ninfomanía será un apetito sexual exage­rado de la mujer. Lo que no resulta claro es el l ímite de lo normal, ni si para los hombres es el mismo que para ellas. Porque es claro que, en la jerga popular, los calificativos para referirse a mujeres con un marcado interés en los juegos de seducción carnal son en su mayoría, si no todos, despectivos, mientras que sus equivalentes para los hombres son s inónimo de virilidad y hombría .

Si nos remitimos a la mitología, se encontrará que las ninfas para los grie­gos eran las deidades del bosque, de las aguas y del campo. Si bien ellas seducían o se dejaban seducir por dioses, príncipes y pastores, no se consideraba que tuviesen ninguna enfermedad particular ni que portasen consigo n ingún mal; tampoco eran tratadas con desprecio. La evidente asociación de la sexualidad con el mal, la enfermedad y el desprecio, tendrá su auge en la Edad Media, con el advenimiento del cristianismo. Si bien las raíces del cristianismo se remontan a la tradición judía , en esta no se exalta la virginidad como un fin en sí mismo, no corresponde al ideal femenino. Todo lo contrario, existía una particidar valo­ración de la fertilidad y goce sexual en la mujer. Por lo tanto la sobrevaloración de la virginidad con la imagen de María , la madre de Jesús, y toda la adoración que se le hace como ideal femenino a un ser artificial y asexuado, como lo es esa imagen, que se impuso como modelo a seguir para la mujer, solo pueden traer consecuencias nefastas, pata toda la sociedad, claro está, pero principalmente para ellas, teniendo en cuenta que claramente de los hombres no se esperaba lo mismo, ya que los héroes de todos los dempos se han caracterizado por sus numerosas amantes. Pero una mujer virgen y casta que se fiscaliza a sí misma.

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su poder de seducción y el ejercicio de su cuerpo, es más dócil a los ojos de los hombres e inspira menos miedo que aquella que hace uso a su antojo de su 1 uerpo. Si bien el pavor al descontrol que la atracción femenina puede producir h.i estado latente siempre, este ha adquirido diferentes visos con el paso del I lempo y según las diversas culturas. Los momentos más críticos para las muje-u s se han dado cuando esos cánones virginales han imperado con más fuerza. I',s entonces cuando se han imaginado situaciones absurdas como relaciones -exuales de las mujeres con el diablo o con animales demoníacos, o más aun, cuando se las ha acusado de pactar con el diablo, por el simple hecho de llevar (11 su naturaleza y en su piel algo que los hombres no logran dominar.

Las diosas de la noche, hechiceras, brujas y vampiresas, se caracterizan por ser apasionadas y despiadadas a un mismo tiempo, pero sobre todo por lener una sexualidad propia y por reconocer abiertamente sus deseos sexuales, desligados completamente de la maternidad o de las relaciones sentimentales duraderas. Incluso en ciertos casos algunas de ellas prefieren devorar literal­mente a los hombres, tras haber agotado sus fuerzas amatorias. Su imagen recuerda a la de ciertos animales, como la viuda negra que mata al macho después de copular con él.

La peligrosa idea de que algunas mujeres tienen control sobre la sexuali­dad masculina es un tema constante en la hechicería y la brujería; con este mo-livo, el de atraer a un hombre especialmente escogido, y ligarlo, de ser posible i (ernamente e incluso contra su voluntad, es que surgen los filtros de amor, los l o n j u r o s y los amarres. Estos yacen latentes como objetivo constante de casi (odas las hechiceras. Hacerse deseable y retenet a cualquier costo al ser amado o deseado es el trasfondo del asunto,

Casi todas las figuras femeninas que conforman la evolución de la diosa .1 la vampiresa, desde la Ant igüedad hasta el mundo contemporáneo, son las­civas, voluptuosas, con una lubricidad desbordante, con una torrencial sexua­lidad devoradora, amenazadora, incontenible, temible. Son seres femeninos i|uc, a pesar de sus diferencias de tiempo y cultura, están presentes en la imagi­nación popular como mujeres de rostros con bocas de un rojo intenso y labios luimedos, entreabiertos, cuyos gemidos se intuyen; sus ojos están entornados < > completamente cerrados, y sus cuellos se doblan hasta perder la rigidez que caracteriza el aplomo de lo racional. Ellas se divierten en el constante juego de la seducción y buscan frenéticamente el placer y el éxtasis, que se asemeja .1 un estado hipnót ico, en el que pretenden mantener a sus víct imas: aquellos a (¡uienes han escogido como sus amados.

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Ellas están ahí, más allá del tiempo y de la historia, a la que ven pasar como por una ventana o como un cuadro viviente, mientras ellas permanecen, con los hombros desnudos e incitadores, con una piel b lanquís ima, con los ojos ocultos y seguramente extraviados bajo unos párpados carnosos, con una languidez y un arrobo que pretende desperrar el furor sexual de los hombres. Su apetito libidinoso, lúbrico, no ha cambiado desde el inicio de los tiempos, como tampoco el fascinante temor que inspiran. _̂

En algunas, figuras femeninas cuando sonríen, se pueden ver pequeños colmillos que permiten intuir la fascinación que les produce alimentarse con la sangre de su amado; ellas succionan su vida y llevan a su héroe a vislumbrar la muerte. Ese es, finalmente, su principal oficio como vampiresas. Tienen en: sus labios y en sus ojos el brillo de la provocación. Por eso, a partir de la Edad Media llevan el estigma de ser las hijas de la primera mujer que mordió la man­zana, la fruta del árbol prohibido, y sucumbió a la tentación del demonio.

De diosas a brujas es el paso de lo femenino natural a lo diaból ico, hasta casi ver destruida su alma en las hogueras de la Inquisición, donde se busca­ba extirpar la esencia de la autonomía femenina, y donde se hizo particular énfasis en el temor que se sentía a los deseos sexuales femeninos. Se creía que hechiceras y brujas llevaban infiltrado en su sangre el veneno del deseo sexual desenfrenado.

El héroe y la hechicera

El alma tiene por así decirlo una morada, en parte alojamiento de la mujer en parte alojamiento del hombre. Ahora para el hombre existe un lugar donde habitan los pensamientos masculinos, estos son sabios, correctos, justos, prudentes, piadosos, llenos de libertad, audacia y apego a la sab idur ía . . . Y el sexo femenino es irracional y afín a brutales pasio­nes, temores, penas, placer y deseo de los que sobrevienen una debilidad incurable y enfermedades indescriptibles.

Filón de Alejandría , siglo i , citado en Constance F. Parvey, The Theology and Leadership ofWomen in the New Testament

El es racional (no obstante, racionalmente religioso); ella, apasio­nada y escéptica (quizás los dioses existan, pero no se siente obligada a obedecerles).

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SUSANA CASI lil.l.ANOS UK ZUBUÍIA

Él es el escogido o descendiente de un gran dios del cielo, al que respeta. Ella es una hechicera, busca su contacto con la trascendencia manipulando las fuerzas de la vida, por sus propios medios, subterráneos, irreverentes, prohibidos.

Para él todo lo que tenga que ver con la lógica es claro y los senti­mientos son brumosos, confusos; para ella la razón de él no existe o no la comprende o no importa, su espacio es el mundo de la magia, del deseo, los sueños y las alucinaciones. Él busca la virtud, la excelencia, vive el presente y construye la historia. Ella añora la pasión, vive en los márgenes del tiempo, trasciende los límites de la vida y la muerte.

Enfrentarse entre ellos siempre será un desafio. El triunfo de él es una victoria de la virtud, la templanza, del control de la razón sobre el instinto.

El triunfo de la hechicera sobre el héroe significa que ella coleccione el mayor número de instantes posibles en los que lo pueda retener con sus besos, con la esperanza de que por un efecto mágico se le filtren en la piel y lentamente le inunden el alma, haciéndole perder la voluntad. Todo es válido para mantenerlo a su lado.

El hombre, el héroe, al contrario que la mujer, pareciera que no se acos-lumbra a la simple permanencia de lo rutinariamente existente, a lo circuns-i.incial; siempre le está exigiendo a la aparente consistencia de lo teal una evi­dencia más profunda y verdadera. En una constante búsqueda de la excelencia, ei i i rcnta desafíos de monstruos y dragones, encarnaciones malignas de fuerzas i i id íHi i i tas . El héroe busca afianzar con estos actos las que cree sus verdades .ib.solutas sobre su posición en el mundo y lo que desea, lo cual encarna el bien <()mún, de su gente y de su pueblo. Se aferra con tal fuerza a ellas, que con e m o c i ó n llega a arriesgar su vida por ello, como si le gustase creer desesperada-meiue que lo que hace está bien y es lo correcto.

Camille Paglia, en su ohxdi Sexual Personae, plantea que el hombre se arraiga en el "más allá", y la mujer en el "más acá"; el primero mira al cielo, la sej;imda a la tierra. Lo celeste contra lo terrenal, el sentido contra lo instintivo. I'ero estas diferencias son las que conducen a la creación, por parte del hombre, (le esas figuras femeninas misteriosas y oscuras, peligrosas sombras fantásticas, liei inosas proyecciones de una mente atormentada. "En la cultura griega clási-, 1 a, el varón se identificaba con la civil ización^la razón y el orden; la mujer con

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la naturaleza, la emoción y el caos. Se esperaba t̂ ue el hombre aplicase razón y lógica a su vida para controlar la emoción y el instinto" (Bonnie S. Anderson y Juditb P. Zinsser, Historia de las mujeres).

Ya sean monstruas, diosas o hechiceras, ellas representan los desafíos a los que el hombre deberá enfrentarse con algo más que la fuerza física y la valentía para superarlos. Son mujeres que representan por una parte la imprevisible astucia, pero también la sexualidad independiente y el amor apasionado, la locura que engendra la culpa y los recónditos caminos del más allá y la muerte. Su condición femenina las hacer estar más cercanas a los sentimientos, y los pueden manipular mejor que el hombre para quien dichas emociones son casi indescifrables. Es interesante notar que aun en la tradición judía, donde existe un Dios único masculino, muchos consideran, particularmente en la tradición cabalística, que la Shejina son los valores más femeninos de Dios, su aspecto más femenino. El tétmino además tiene que ver con el aspecto de habitación, residencia o morada. No obstante. Dios es Dios, descrito con artículos y pro­nombres mascidinos. Según esta interpretación, la mujer y no el hombre sería la que estaría en mayor cercanía con la divinidad entendida como el aspecto espiritual, como la facilidad para el contacto con lo trascendente, y el hombre con el mundo físico en el que enfrenta certeramente los desafíos que impone. Ahora bien teniendo en cuenta que por sus propias destrezas musculares y analíticas, el hombre comprende más lo que tiene que ver con el descubri­miento del mundo y sus hazañas lo llevan a inventar, conquistar y descubrir, sus preocupaciones inquietudes e interrogantes más difícües tienen que ver con lo divino, donde busca respuestas. Por su parte, las preocupaciones e inquie­tudes de la mujer, más en sintonía con la divinidad, tienden a ser corporales, pasionales, domésticas y cotidianas ya que lo trascendental lo lleva inmerso en su naturaleza.

Aquellas monstruosas, con torma de mujer y de bestia, representan la primacía del instinto sobre el intelecto; son seres que alejan al hombre de la racionalidad y de lo que ha sido considerado como virtud. Personifican un reto al héroe, que lucha contra sus pasiones y sus miedos tratando de mantener su autocontrol y su templanza.

Comienza a generarse desde la Antigüedad una dicotomía, que tendrá su auge durante la Edad Media, entre la mujer buena y la mala. La mujer ideal sometía sus sentimientos, su instinto y su juicio a su padre, marido o protec­tor; la mujer ideal, la que el héroe merecía, era aquella que se sometía volun­tariamente a los hombres de su famiha. Tácita o explícitamente, las culturas

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i i i i i j M i . i s desaprobaban a las mtijeres que ejercían funciones masculinas; si bien 1 II l.i historia siempre se han dado excepciones como es el caso de Deborah y Mil ¡am, protetisas de Israel, cuando la generalidad en ese pueblo fue que dicha l i i i K i(')n la ejercieron hombres. Pero incluso en el caso de ellas es explicable |MM(|iic son profetizas de los primeros tiempos de la consolidación del pueblo il. IsiacL y aun se encuentran las gentes más cercanas a la naturaleza primor-1 hil y al sentido de la mujer como ser cercano a lo espiritual. Luego, a medida • | i i i (I sacerdocio se va formahzando, institucionalizando, al igual que en otros l ' i i . Iilos, queda exclusivamente en manos masculinas:

I .1 independencia o autonomía femenina ha sido vista como una perver-i ' iii dfl orden natural de las cosas o una usurpación del espacio propio de los

h hics. Esto es evidente incluso en el temperamento que se le atribuye a las 'hir.as y se corrobora en las hechiceras cuyas características son más humanas, |MM rn-mplo, en Circe y Medea, así como en Morgana, la hermana hechicera • I' I icy Arturo. Incluso las qtie no son consideradas magas por el uso de filtros 1 l ' i n iones, llevan latente su condición por la fuerza de su encanto y seducción. I 11 la ¡•'.neida de Virgilio, poeta latino del siglo i . Eneas llega a probarse a sí l i l i M i i o como héroe al resistir la tentación que es para él el amor de la hermosa I ' i i l i i , la poderosa reina de Cartago, que encarna el poder de la seducción. I li|'i en cambio como esposa a la dócil Lavinia, convenientemente callada y i | i i i ilediiirivamente no tenía la fuerza ni el carácter de Dido, porque no musita I' lili 11 a en toda la epopeya.

A las mujeres que encarnan a hechiceras, brujas, súcubos y vampiresas, • 11. < aliíica como de espíritu independiente, particularmente en su sexuali-

•I l ' l , ' jprichosas, voluntariosas. Tales eran las características y atributos de las 'li.i.a',.

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