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Sociología de las Organizaciones Segmentariedades de la Iglesia Católica Universidad de Chile Facultad de Ciencias Departamento Sociología Alumnos: Andrés Fuentes Camila Gutiérrez Gabriela Sepúlveda Profesor: Miguel Urrutia

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Análisis institucional de la Iglesia en Chile

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Page 1: Análisis institucional de la Iglesia en Chile

Sociología de las Organizaciones

Segmentariedades de la Iglesia Católica

Universidad de Chile

Facultad de Ciencias SocialesDepartamento Sociología

Alumnos:Andrés FuentesCamila GutiérrezGabriela Sepúlveda

Profesor:Miguel Urrutia

Fecha 09/11/2015

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I. Identificación y justificación de un problema conceptual o caso histórico-empírico (organización) a analizar.

En el siguiente trabajo nos proponemos aplicar el análisis de las segmentariedades y las posibles tensiones entre lo social y lo político que se derivan de ellas al caso de la Iglesia Católica en Chile durante los años que van desde las reformas institucionales promulgadas por el Concilio Vaticano II (1965) y la Conferencia de Medellín (1968) hasta la implantación de la dictadura militar en el período 1973-1989. En el transcurso de tiempo señalado, la Iglesia Católica experimentó una serie de transformaciones y tensiones al interior de su organización producto de los debates originados en torno al rol que esta institución debía adoptar en relación con el resto de la sociedad, surgiendo diversas corrientes al interior de la organización que cuestionaban o reafirmaban las formas hasta entonces existentes de institucionalizar los principios fundantes del catolicismo.

Los segmentos en tensión a analizar durante el proceso corresponden precisamente a los segmentos que surgen de las diversas maneras de concebir la relación entre lo social y lo político. En términos generales se podría afirmar la concepción tradicional de la Iglesia en ese entonces podía identificarse con la llamada “Teología Postridentina”. En ésta, según Sergio Silva “se concibe la verdad revelada (la verdad dogmática y la verdad teológica) como una verdad ahistórica, abstracta, estabilizada para siempre” (2000, p.3), lo cual significa, en otras palabras, que la Iglesia tendía a concebir su propia organización social como un ámbito estrictamente orientado a conservar una verdad espiritual que poco o nada tenía que ver con el acontecer histórico del mundo. Más allá del hecho de que el dominio histórico de la Iglesia en las sociedades premodernas es eminentemente un hecho político, es decir, una definición determinada sobre lo común entre los individuos, también es cierto que en las sociedades modernas este ejercicio de autoridad se ha desplegado bajo la forma ideológica de una negación de lo político. Ante la separación entre Iglesia y Estado (establecida por la Constitución de 1925 en nuestro país), ésta pasa gradualmente a relegar formalmente cada vez más su influencia al ámbito de las creencias individuales (más allá de todo el poder social y simbólico que efectivamente detentan las instituciones católicas hasta el día de hoy en nuestro país), y es así como la teología posidentrina se erige como una defensa de la fe católica ante el avance de la secularización: su único interés político explícito sería aquí el resguardo de su autonomía frente al poder estatal.

Sin embargo, se puede afirmar que esta negación de lo político en el seno de la organización social de la Iglesia, en determinados contextos, puede cumplir una función política no explicitada por los discursos oficiales. En el caso de la relación entre Iglesia y Estados Modernos, ésta sólo puede conservar su autonomía al precio de reprimir cualquier aspecto de “lo instituyente” (la dimensión “profética” de la fe) que atente contra el orden capitalista que garantiza tal autonomía. Así, el límite de la institución de la Iglesia Católica bajo la forma adquirida en las democracias liberales no es otro que los límites propios de su discurso como legitimación ideológica del orden existente. Estos límites son los que en el contexto de las crecientes agitaciones sociales en Latinoamérica en los años 60-70 comienzan a cuestionarse. SI tomamos la noción de Lourau (2001) del “analizador” como cualquier situación socio-histórica que, al interpelar y “hacer hablar” a la institución, devela su lado “instituyente”, podemos afirmar que la situación de creciente conflictividad social de esos años actuó como un catalizador de un proceso de

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desinstitucionalización o de negación de lo instituido por parte de ciertas fracciones de la Iglesia. Surge la pregunta por parte de algunos sectores de la institución de hasta qué punto el abstenerse de los asuntos políticos, o el mero participar bajo la figura de una “caridad transversal” que no está a la altura de la intensidad de los conflictos, los transforma en cómplices de una opresión social que se contrapondría a la “auténtica” misión cristiana. Así, los conflictos de la Iglesia en el período a analizar se pueden describir como un proceso de apertura de las distintas subjetividades existentes al interior de la organización y las correspondientes reacciones conservadoras, lucha articulada principalmente en torno a la distintas definiciones que cada uno de los actores busca imponer sobre lo social y lo político.

Con respecto a la estructura de la Iglesia como organización, podemos afirmar que, pese a su ordenamiento jerárquico y autoritario, no es posible hablar de “la visión” de “la Iglesia” en un momento dado, por más que siempre tiendan a predominar ciertas posturas por sobre otras. La “universalidad” como propósito fundante de una institución nunca se refleja en una comunidad homogénea, al contrario, ésta siempre se encarna en distintos agentes que materializan los “valores últimos” de diversas formas: “al igual que cualquier organización humana al interior de la Iglesia existen posiciones divergentes y contrapuestas. Existen, además, una gran cantidad de carismas, órdenes, congregaciones las cuales tienen características, tradiciones, posturas, diferentes lo que hace a la Iglesia una organización heterogénea” (Marin, 2014, p.114). En momentos de relativa estabilidad las instituciones pueden parecer más rígidas y homogéneas en su discurso. La multiplicidad aflora cuando ciertos “analizadores socio-históricos” develan la tensión permanente entre lo instituyente y lo instituido:

“Caso insigne de esta multiplicidad de posturas que tuvo la iglesia como actor político se da desde los años 70’ en América Latina. Por un lado, algunos personeros de la Iglesia fueron pie de apoyo de golpes

militares y sus respectivas dictaduras. Mientras que otros estuvieron junto a grupos políticos de izquierda, en la tarea de la promoción y defensa de los Derechos Humanos y la restauración de la

democracia. Otros fueron aún más radicales y dieron una fuerte lucha política por el derrocamiento del régimen”. (Marin, 2014, p.115).

En síntesis, el problema de la articulación entre lo social y lo político se materializa en distintas tendencias y configuraciones dependiendo de los actores y el momento histórico. En sus momentos más álgidos, el conservadurismo religioso se vuelve manifiestamente político: el “enemigo” (Schmitt) de la “comunidad católica” se materializa de forma clara en el proyecto socialista de la UP, en su “ateísmo” y en su tendencia “destructora de los valores fundamentales”. Es en estos momentos donde ciertos sectores de la Iglesia no vacilan a la hora de tomar partido explícito por las fuerzas golpistas en la lucha política. Luego, se encuentra la postura “progresista-moderada” de la Iglesia que vendría a ser representada por la tendencia “socialcristiana”: en ella lo que se busca es una adecuada “adaptación” de la Iglesia instituida a los “tiempos modernos”. El límite de esta concepción es el mismo límite de la ideología capitalista: la falsa universalidad del “hombre” burgués. Bajo una supuesta preocupación apolítica y transversal por los derechos humanos, como en el caso de la Vicaría de la Solidaridad o el humanismo cristiano anterior a la dictadura, se podría argumentar bajo cierta perspectiva que lo que se encubre son los conflictos reales de clase. Por último, existen ciertas “líneas de fuga” en el interior de la institución, como por ejemplo las corrientes inspiradas en la “Teología de la Liberación”. Si bien

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minoritarias en Chile, lo que expresan estos movimientos son la amplitud de los procesos de ruptura cuando las materializaciones históricas de una determinada institución son confrontadas con su propia dinámica instituyente. En nombre de una verdadera adecuación a los fundamentos de la revelación divina, estas fracciones de la institución llevan a cabo una total ruptura con los límites hasta ahora establecidos entre lo social y lo político: la comunidad de los cristianos sería la comunidad de los oprimidos que luchan por su emancipación, identificando claramente en las relaciones de producción capitalistas al “enemigo” político de esta lucha.

II. Analizar los modos de articulación y segmentación entre lo social y lo político que intervienen en el problema propuesto, sea que el problema incluya el caso de una organización a analizar con fuentes secundarias, o sea únicamente teórico conceptual

i. La Iglesia Católica y la década de los 60

Reformulación de la Iglesia

En el marco de la década de los 60 la Iglesia como institución sufre un proceso de cambio marcado por el Concilio del Vaticano II (1962-1965), el que pretende renovar los elementos de la Iglesia de manera que se corresponda con la realidad, como una puesta al día, que se encarga fundamentalmente de modernizar su organización y romper con el hermetismo que la caracterizaba hasta ese entonces. Pese a esto, estas transformaciones se venían gestando con anterioridad en los mismos cristianos, en donde surgieron grupos que practicaban su fe con autonomía a la jerarquía de la institución y siendo críticos hacia esta. Por lo tanto, en el análisis de la Iglesia como institución, se generan fuerzas instituyentes con relación a una nueva forma de experienciar el cristianismo, transformando en un cierto sentido sus intentos permanentes por romper con lo instituyente. En un cierto sentido, porque si bien el Concilio pretende institucionalizar estas tendencias, no basta enunciar sus objetivos para determinar si ocurre efectivamente; para esto se debe aludir a la realidad objetiva de la Iglesia en los distintos sectores, tanto del clero como de los laicos. A nivel latinoamericano, esto se ve expresado en la Conferencia de Medellín (1968), la cual es llevada a cabo en manos de los obispos más progresistas. Se trata de tomar la lectura surgida a partir del Concilio del Vaticano II pero atravesados por la realidad latinoamericana.En el contexto chileno estos cambios toman forma en la Misión General de Santiago de 1963. Esta se origina como un instrumento jerárquico que generaba comunidades de cristianos en torno a la lectura de la Biblia, con el objetivo de ejercer el control en la creciente población de la ciudad de Santiago. Toman protagonismo por tanto, las denominadas Comunidades de Base como

el espacio íntimo y cotidiano donde se comparte la vida y la fe (…) como la Iglesia que se hace presente en la base (…) suele utilizarse como sinónimo de capilla; capilla que es la presencia física de la parroquia en un sector de ella, ya que al ser parroquias muy extensas tienen que descentralizarse (p. 8)

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Sin embargo, muchas que se asentaron en los sectores populares de la ciudad van tomando una dinámica propia y autónoma con respecto a la jerarquía impuesta por la Iglesia, superando sus expectativas. De esta manera dejan de servir como instrumento de control, y en cambio lo hacen como una nueva forma de ser y hacer Iglesia. Como forma de vivir la comunidad, lo religioso adquiere un carácter eminentemente político, y por tanto funciones que se alejan del discurso de la Iglesia. Una decisión aparentemente administrativa por parte de la Iglesia en Chile, tiene efectos importantes para las formas de vincular a la población en sectores populares.

Contexto político y contexto eclesial

En paralelo a los procesos de cambio por los que pasaba la Iglesia, el clima político ejercía fuertes influencias en la articulación de distintos actores en el ámbito religioso, particularmente radicalizando aquellas influencias ya provenientes del Concilio del Vaticano II hacia la constitución de posturas derechamente revolucionarias. Primero se añade la influencia de la revolución cubana que acercó el término “revolución” al ámbito sociopolítico en Latinoamérica. Teniendo como evidencia a Cuba, se deja fuera de discusión la viabilidad del proyecto, forjándose un entusiasmo general y de discusión acerca del camino para hacer realidad la revolución. Era un concepto manejado en el discurso de aquellos interpelados por la miseria de los sectores más pobres, lo que se reflejaba también en el discurso de los cristianos más progresistas.

Por otro lado “la Teología de la Liberación” surge como una corriente dentro del cristianismo latinoamericano que se pregunta acerca del papel de Dios y su creencia en medio de una situación de miseria. Surge por lo tanto de la experiencia cotidiana de los cristianos latinoamericanos, en donde la vivencia y el cuestionamiento es lo primero. En este sentido, no se entiende sólo como una labor académica sino como una búsqueda de Dios en la historia, hecha por los cristianos en su vida desde la perspectiva de la liberación, a partir del discernimiento cotidiano (p. 38). A pesar de formar una minoría en el contexto chileno, dentro de la Iglesia fue un sector significativo e influyente que tuvo protagonismo sobre todo en los sectores laicos y en las comunidades de base, al responder a una experiencia existencial.

Algunos actores del ámbito religioso

Es importante señalar la constitución de la Democracia Cristiana en 1957 a partir de la Falange Nacional, como representante del proyecto socialcristiano. Resulta fruto de una conciencia social que se moverá entre la revolución y el progreso, es decir, entre la justicia social y el desarrollo económico. En contraposición, en la segunda mitad de los sesenta, se articula un discurso y acción encaminado a la transformación de la realidad social, conocido como los “cristianos de avanzada”, quienes rompen con la postura progresista moderada de la democracia cristiana, al radicalizarse hacia la izquierda. Frente a una Iglesia oficial chilena que se inquieta por las cuestiones sociales, divulgadora de la Doctrina Social de la Iglesia, surge esta corriente que hace una profunda autocrítica a la lentitud de las transformaciones estructurales de la Iglesia, y que cuestiona el modelo de desarrollo de la Democracia Cristiana. El “cristianismo de avanzada” se da en dos vertientes; una vertiente de reflexión intelectual, caracterizada

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por el diálogo con el marxismo y otra de encarnación en los sectores populares, caracterizada por la instalación en barrios periféricos de los cristianos.

Una expresión particular del cristianismo de avanzada fue el movimiento Iglesia Joven, el cual nace a partir de la toma de la catedral de Santiago en 1968 que coloca una pancarta con el lema: “Por una Iglesia junto al pueblo y sus luchas”. Quienes convergen en esta toma son dos parroquias provenientes del sector popular de Santiago, que tenían como objetivo hacer un gesto público de denuncia ante la visita de Pablo VI a Colombia, dada la indignación ante el escándalo de la miseria tanto en ese país, como en el resto de América Latina. Se plantean como una Iglesia del pueblo, que viviendo su pobreza y sencillez rechace una Iglesia esclava de las estructuras sociales, además de comprometida con el poder y la riqueza.

Se visualiza por tanto el carácter segmentario que tiene la Iglesia como institución, al menos dentro del contexto chileno, en donde la corriente progresista pasa a instituirse en un partido político como la Democracia Cristiana, lo que conlleva una radicalización de sus principios en los “cristianos de avanzada” que se forjan como fuerza instituyente, articulados predominantemente en las comunidades de base y por tanto cumpliendo una función política desde la articulación de la vida comunitaria.

Con la radicalización de distintos sectores cristianos, se origina el cuestionamiento hacia el partido que asume el gobierno en 1964, la Democracia Cristiana. Visto antes como la política más directa de transformación, se da cuenta de sus esfuerzos estériles a causa de lo que señala la teoría de la dependencia, es decir, a que el subdesarrollo del país se mantendría mientras siguiera siendo dependiente de otras potencias como EEUU. Sumándose el carácter tecnocrático del gobierno que aspira a la búsqueda de confort y no de dignidad humana, se resquebraja la unidad del partido. Nace de aquella escisión el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria). Como la Democracia Cristiana se sentía interpretada por la Doctrina Social, el MAPU lo hacía con la Teología de la liberación. Este movimiento recoge a los cristianos comprometidos con la causa social o causa sindical, ya sea de otros sectores o partidos. En este sentido, la Iglesia en sus expresiones y articulación con los sectores populares dejan de constituir una función sólo en el ámbito eclesiástico, es decir con un objetivo “evangelizador” o simple “caridad”, para pasar a tomar conciencia de las estructuras de poder tanto en la jerarquía religiosa como política. Se relega a un segundo plano la extensión de la comunidad eclesiástica, para anteponer un fin político que se expresa, por ejemplo, en el reconocimiento del ‘hermano’ comunista un aliado que lucha por las mismas razones de transformación estructural, independiente de su fe, y en el reconocimiento del que ejerce el poder como el enemigo.

Por tanto, en esta etapa de las transformaciones se da cuenta en un primer momento de un “analizador” (Laoreau), entendido como una situación sociohistórica que interpela a la institución, en este caso la Iglesia, y hace posible visualizar lo instituyente representado ya sea por las comunidades de base, los cristianos de avanzada, o cualquier corriente cristiana radical con influencias en la teología de la liberación. En este contexto aún sirve este analizador como tal, manteniéndose significativos segmentos al margen de fuerzas instituidas como la Democracia Cristiana o las corrientes más

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conservadoras. Cabe ver en el siguiente período, sin embargo, si esta se dirige a la singularidad de la institucionalización o es capaz de mantener su carácter creativo y experimental.

ii. La Iglesia Católica y el socialismo

En el contexto del chile socialista de la UP podemos observar que la Iglesia no toma un rol unitario. Dentro de ella se pueden encontrar posturas que criticarían y rechazarían los fundamentos dogmáticos del socialismo y otros grupos que intentarían adaptarse para poder trabajar en conjunto con los grupos sociales más pobres y marginados. Para ambos casos es posible ver cómo la Iglesia articula la tensión entre lo político y lo social de maneras distintas. Con respecto al primer grupo, el rechazo al gobierno de Allende se puede entender desde la amenaza sentida por la institución a propósito de los fundamentos del llamado socialismo ateo y el temor al cuestionamiento y superación de los valores tradicionales defendidos por la Iglesia católica. Hay un rechazo al componente ideológico del socialismo que pondría en jaque los intereses de la Iglesia, la cual para mantener su posición dominante en la sociedad chilena dirigiría sus acciones a la deslegitimación y a poner en tensión el escenario político y social de Chile. El temor de este segmento eclesiástico tenía que ver fundamentalmente con que un gobierno socialista podría dar comienzo a un proceso de politización del conjunto social, lo cual derivaría no solo en una expansión de la ideología marxista sobre el conjunto social y junto con ello el acrecentamiento de los niveles de conflicto entre los distintos grupos sociales, al expandirse también las posturas políticas de derecha, sino que también, se provocaría una suerte de colonización de ciertos sectores de la Iglesia Católica con dicha ideología:

"Hemos experimentado: excesiva politización del ambiente; gran presión ideológica que desplaza a la fe; y un fuerte influjo de la ideología marxista y derechista. Lo cual generó: masificación política; absolutización de la política; pastoral alterada por la política; predominio político sobre el apostolado; una identificación de la política con el apostolado; la Iglesia entera se vio afectada por lo político, especialmente sus cuadros apostólicos; el abandono del ministerio por la política; se mantiene la tentación de preferir la Iglesia unida al poder político y económico" (Gaete, 2013, p.16)

. Respecto a esto último resulta decidora la incompatibilidad que parecieran tener la acción política con la acción eclesiástica para ciertos sectores de la Iglesia. Estos sectores, decían regirse por una neutralidad política en términos de que no le era permitido, como institución, optar por respaldar o legitimar un determinado régimen político: la Iglesia no podía avalar o rechazar una posición política o de gobierno, pues el evangelio tenía vocación universal (Gaete, 2013, p.15). Sin embargo, este universalismo propio de la Iglesia Católica, encontraba sus límites en el socialismo, esto pues

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tampoco puede adherirse sin contradicciones a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales a su fe y a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista, a su materialismo ateo, y a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva" (Gaete, 2013, p.18)

Aquí resulta clave entender la negación de esta aparente neutralidad política por el conflicto de intereses y la amenaza que significaba el socialismo para la institución eclesiástica, esta terminaría por la toma de una posición política frente al Gobierno de Allende (...)considerándose antimarxista y pasando por ello a transgredir los mismos principios de apoliticidad, neutralidad (Gaete, 2013, p.18). Esta toma de posición política es el paso a una ofensiva de una Iglesia que se veía amenazada a ser desmantelada y desplazada.

En lo que respecta al grupo referido a la segunda fracción representada por los sectores que de alguna u otra manera se adaptaban a las nuevas formas del gobierno socialista o que derechamente se involucraron con grupos revolucionarios más radicales, debemos referirnos a lo que fue el movimiento de Cristianos por el Socialismo (1971), el cual le sirvió al programa de la izquierda provocando al mismo tiempo fuertes tensionamientos dentro de la Iglesia. CpS (Cristianos por el socialismo), se planteó como uno de sus objetivos principales participar y colaborar con el proceso histórico de construcción del socialismo democrático en el gobierno de Salvador Allende. Esto, dentro de otras cosas, se veía plasmado en un trabajo directo con las clases populares: En el CpS se agruparon sacerdotes que convivían con los pobladores y/o trabajaban como un obrero más para vivir. También sacerdotes más específicamente dedicados a las labores intelectuales (Fernández, 1996, p.45) los cuales apoyaban desde allí la acción obrera. En este contexto es importante comprender que este rol político que asumieron fracciones como las de Cristianos por el Socialismo, desafiaron, en primer lugar, la postura de neutralidad sostenida en un principio por la Iglesia Católica, y en segundo lugar, desafiaron las propias estructuras de la Iglesia al involucrarse con sectores marxistas de manera tal que su posicionamiento tendería a poner en crisis a la institución eclesiástica, escapándose de las convenciones asumidas por la Iglesia, incluso si dichas convenciones se veían ligadas a la perduración de su posición hegemónica. En resumidas cuentas, la acción de grupos como Cristianos por el Socialismo estuvo marcada por un empuje constante de los límites fijados por la Iglesia en lo que su relación con los procesos políticos y sociales refieren.

iv: La Iglesia Católica y la dictadura cívico-militar

En lo que respecta el desarrollo de la dictadura cívico-militar, la Iglesia Católica siguió presentando distintas segmentariedades entre lo social y lo político que se veían reflejadas en sus fracciones internas las cuales se expresaban a su vez en diferentes posiciones que tomaron con respecto a la dictadura. En una primera instancia, encontramos que los sectores anteriormente se veían amenazados por el socialismo y la ideología marxista, concibieron el golpe militar de 1973 como el único remedio para

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poder purgar el pecado irreligioso en el cual la sociedad chilena estaba encontraba inmersa, siendo el medio más idóneo para trabajar por la construcción de la paz (Gaete, 1996, p.30). Veían en la dictadura la posibilidad de reconstrucción de los valores tradicionales de la Iglesia Católica y de la mantención de su postura hegemónica, razón por la cual lejos ya de la neutralidad política, llamaban a la población a dar su respaldo y colaboración al nuevo régimen pues

esto posibilitaría la restauración del patrimonio espiritual de la patria lesionado por el gobierno de la Unidad Popular, buscando revivir las tradiciones cristianas fundantes de la nación y, de esta forma, limpiar las conciencias del vicio del ateísmo, concepción que contradecía la tradición cristiana e hispánica ( Gaete, 1996, p.30)

En este momento y para estas fracciones eclesiásticas, la politización de lo social ya no era percibido como una cuestión negativa a la cual acusar, la politización de los sectores sociales y de la Iglesia misma, no era visto como un factor de riesgo o amenaza para la institución, sino que por el contrario, su articulación podría derivar en un fortalecimiento de la Iglesia Católica. Además, la Iglesia y su adscripción a los fundamentos ideológicos de la dictadura, respaldarían el carácter vinculante de la política en términos de una separación abrupta con su componente social, dejándole a la junta militar la tarea de someter y organizar unilateralmente lo social. Resulta llamativo que no sólo las nociones de amigo-enemigo de Schmitt encuentran correspondencia aquí, sino también la analogía entre milagro y estado de excepción. En efecto, si “el estado excepcional tiene en la Jurisprudencia análoga significación que el milagro en Teología” (2004, p.57), entonces la necesidad de una intervención política absoluta aparecerá sublimada en la conciencia de los sectores más conservadores, según interpreta Humberto Lagos, como “la respuesta de Dios (supuestamente el Jehová Bíblico) a un pueblo creyente que clamaba angustiado por un ‘salvador’" (Lagos, 2001; en Gaete, 2013).

Por otro lado, se encuentran las fracciones que resistieron a la dictadura dentro de las cuales también es posible encontrar diferentes formas de tensionar lo político y lo social mediante la tarea que cada una de ellas se adjudicó. Dentro de estos actores podríamos señalar a la Vicaría de la Solidaridad y a las organizaciones influenciadas más de lleno por la teología de la liberación. En lo que respecta a la Vicaría de la Solidaridad (1976), se puede encontrar una postura más moderada propia de sectores de la Iglesia que luego de caer en cuenta de los niveles de persecución, tortura y asesinato de la política de Estado, comenzaron a desarrollar una postura un poco más crítica del funcionamiento de la dictadura, de manera tal que la Iglesia se comenzaría a preocupar del cumplimiento de los Derechos Humanos con un rechazo absoluto a toda forma de violencia ya que esta transgredía los valores básicos de la Iglesia. Este fue el propósito de la Vicaría: La Vicaría no nace para enfrentar al Gobierno, sino para ofrecer soluciones a las necesidades reales de los hombres" (Gaete, 2013, p.43). Esto es fundamental si se atiende al marcado carácter institucional de la organización, entendida como “el brazo solidario de la Iglesia” cuya relación con las autoridades civiles y militares eran decididas prácticamente por el arzobispo de Santiago. La Vicaría, aunque con una postura crítica y decidida, se limitaba a propiciar el empoderamiento a través de la organización de las clases populares y a manejar datos e información dando origen a un importante archivo difícil de desmentir. De tal manera que los funcionarios de la Vicaría hacían todo lo posible por no asumir ellos el protagonismo y se esmeraban en ayudar a la gente

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a promover su dignidad y que ellos mismos defendieran sus derechos(...)Es decir, se creaba una red en que la atención era integral (Fernández, 1996, p.84). Este enfoque aunque ligado al rechazo y a la crítica (y sin desmerecer los aportes significativos que pudo haber tenido para los sectores oprimidos), no apostaba por una transformación estructural de las condiciones que hacían posible este tipo de prácticas quedándose más en la esfera de la denuncia y la formación, en la esfera de prácticas directamente revolucionarias. La tensión entre lo político y lo social se ubicaba en la esfera de la resistencia más que el de la transformación absoluta. Pese a estos matices, sin duda alguna la Vicaría de la Solidaridad constituyó un segmento importante en el proceso instituyente dentro de la Iglesia Católica como los primeros (aunque moderados) lineamientos por un desprendimiento y puesta en duda de las posturas que legitimaban en buena parte la dictadura.

Dentro de este mismo sector crítico de la dictadura cívico-militar, como decíamos, encontramos a sectores que, influenciados por la Teología de la Liberación, adoptaron una posición más radical que la adoptada por grupos representados por organización como la Vicaría de la Solidaridad. Se pueden mencionar grupos tales como la Coordinadora de comunidades cristianas populares, el Movimiento contra la Tortura “Sebastián Acevedo”, ambos autónomos de la orgánica estructural de la Iglesia oficial, y por otro la Vicaría de Pastoral Obrera, cuyos dirigentes estaban fuertemente inspirados en los movimientos liberacionistas de los 60’. Lo central aquí es que la organización social de la Iglesia que se pretende adquiere un carácter marcadamente político: ser cristiano y luchar por la emancipación de las clases oprimidas por el capitalismo constituirían una misma práctica. Esta nueva formulación podría resumirse en el paso de enfoque que combate los “efectos” de la pobreza a uno que se preocupa de identificar y combatir sus “causas”. Así lo expresaba en el siguiente fragmento el teólogo chileno Ronaldo Muñoz en su artículo “La acción social, desde la perspectiva de los pobres” (1981):

“Me parece de vital importancia reaccionar contra una tendencia en la Iglesia a escamotear –por miedo, por cansancio o por un realismo dudosamente cristiano- la cuestión del sistema que nos rige. No podemos sacarle la vuelta a esta cuestión, ni en el nivel del diagnóstico, si realmente miramos nuestra realidad social “con los ojos de Jesús” y “desde la perspectiva de los pobres”; ni en el nivel de la acción, si realmente queremos ser un Samaritano que no sólo “pone de pie al herido”, sino que también trabaja “para que nunca más haya heridos en el camino”. Se presentará en el siguiente apartado la manera en que estas prácticas emergentes en la Iglesia se pueden caracterizar como una línea de fuga que tensiona los límites instituidos entre lo social y lo político.

III. Analizar las líneas de fuga que agencian el problema estudiado.

Las líneas de fuga se producen cuando se abren en el interior de la Iglesia posibilidades de reinterpretación de la doctrina que permiten la creación ámbitos de acción inexistentes hasta ese momento. Max Weber ya había esbozado algunas posibles relaciones entre catolicismo y capitalismo, las cuales luego fueron sistematizadas por Michael Lowy (1996), quien las caracterizó como relaciones de “afinidad negativa”: existiría una tendencia por parte de la Iglesia a rechazar la búsqueda de la

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ganancia como un fin en sí mismo y un rechazo a la despersonalización de las relaciones mercantiles, tendencia presente en los valores últimos sobre los que se sustenta y que podría permanecer latente o manifestarse explícitamente según las condiciones sociohistóricas. La relación entre Iglesia Católica y Capitalismo siempre supuso un conflicto entre el momento de “universalidad” promulgada por esta institución y la negación particular de los individuos concretos llamados a portar esta universalidad en un determinado momento histórico. En el caso de las corrientes más críticas al interior de la Iglesia, como en el caso de quienes simpatizaban con la Teología de la Liberación, postulaban que la institucionalidad eclesiástica vigente era incapaz de dar cuenta adecuadamente de las exigencias que el momento histórico imponía a la fe católica. Esta última no debía sólo considerar la realidad de los oprimidos, si no que debía precisamente encontrar su sentido en una praxis de liberación en favor de ellos. Con esto, la línea dura que mantenía a lo social, entendido como un ámbito de comunidad de individuos en términos meramente espirituales, separado de lo político, lo cual era visto por otro lado como un ámbito profano del cual la iglesia al menos en el papel quiere distanciarse, es transgredida por la inserción de lo político en la práctica misma de la fe: la verdad revelada de Dios es algo que requeriría de la participación activa de los sujetos en un mundo corrompido por las instituciones capitalistas. Esta politización de la fe es explicada por los teólogos de la liberación en términos de una toma de conciencia del “carácter englobante de la fe cristiana, que no se puede confinar en un sector delimitado de la existencia humana, individual y colectiva -el sector religioso-, sino que está destinada a penetrar la totalidad del ser y del actuar de la persona del creyente” (Silva, 2000, p.9).

Otra línea de fuga surge también desde el lado opuesto de la Iglesia. Cuando la organización capitalista se ve amenazada, los sectores más conservadores de la iglesia también se ven obligados a romper con esta segmentación: en nombre de la fe declaran al marxismo como enemigo político, y en nombre de la fe justifican la interrupción de la democracia para acabar con la amenaza del “enemigo”. Esto no hace sino develar la estructura ideológica de la propia separación entre lo social y lo político. Cuando el conflicto de clases se agudiza, la postura “apolítica” y de “conciliación universal” de la Iglesia termina volviéndose cada vez más abstracta y vacía de contenido frente a la situación concreta: ella se ve obligada a dotar a su modo de organización social de un contenido político específico, ya sea tanto para ponerse del lado de la violencia originaria de las democracias burguesas como para oponerse conflictivamente a éstas.

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