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Violeta y
el Camino de los 22 Arcanos
Novela Iniciática
Savitri Ingrid Mayer
Registrada en la Dirección Nacional del Derecho de Autor a partir del año 1999.
Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos. República Argentina.
Primera Edición Impresa: Argentina - octubre de 2009
ISBN 978-987-05-7220-6
CDD 130
Fecha de catalogación 7/9/2009
© Ingrid Mayer
Primera Edición como ebook – Amazon: marzo 2012
© Ingrid Mayer
0 - EL LOCO
1.
¡Adiós Buenos Aires! ¡Adiós todos! susurré, acercando mi cara a la ventanilla del
ómnibus y mirando por última vez los rostros de amigos y familiares, que con lágrimas
y risas gritaban las últimas recomendaciones. Ya no los oía, aunque por sus gestos podía
adivinar sus palabras: ¡cuidate!, ¡escribí!, ¡llamá!, ¡ojo con los españoles!
Mi vista se enturbió mientras ellos se fueron empequeñeciendo, en un agitar de
manos y besos, hasta que el ómnibus dobló y ya no pude verlos.
Mi compañero de asiento, un chico de ojos amistosos, pelos largos y sonrisa
encantadora, me preguntó si iba a San Pablo o a Río de Janeiro.
-Voy hasta Río, a tomar un avión que va a Lisboa, y de ahí a Madrid; así me sale más
barato.
-¿Te vas de paseo o te vas a vivir allá?
Demoré en responder, porque en realidad no lo sabía.
-Quiero conocer Europa... Y vos, ¿adónde vas?
-A Río... A trabajar y vivir un tiempo allí... Ya estuve hace unos años, enamorado de
una carioca... ¡Brasil es alucinante!
Me dijo que era uruguayo y que venía de pasar un tiempo en el Sur, en casa de unos
amigos; pero que se había cansado del frío, de la lluvia y de hachar leña. “¡Quiero sol,
quiero mar!” exclamó riéndose.
-¿Y de qué trabajás?- le pregunté.
-Soy artesano. ¿Y vos?
-Yo soy psicóloga.
Quizás esta respuesta lo intimidó, porque después de sonreír ligeramente abrió una
revista que llevaba y no me hizo más caso durante un buen rato.
2.
Corría el mes de abril de 1977, y me estaba alejando de un país doliente, donde un
terror silencioso, una feroz violencia enmascarada, aplastaban sin discriminar a unos y a
otros.
Me había graduado un par de años atrás, y estaba haciendo mi formación como
psicoanalista, y trabajando ad honórem en la facultad y en un hospital, cuando ocurrió el
golpe de estado y todo se desmoronó: de la noche a la mañana me encontré sin trabajo
ni ocupación alguna. Además, mi analista, con el que llevaba cuatro años en terapia, se
fue a vivir al Brasil. Y mis amigos y compañeros fueron desapareciendo: algunos de
verdad y para siempre; otros emigraron; y los demás se retiraron a sus casas, a esperar
que la tormenta amainara, porque hasta salir a la calle daba miedo, y hasta sentarse a
tomar un café en un bar era peligroso.
También me había separado, después de cuatro años de un matrimonio frustrante y
aburrido. Vivía de nuevo con mi familia; y de nuevo tenía que soportar el autoritarismo
de mi padre, que chocaba con mi carácter independiente y rebelde.
Así estaban las cosas cuando llegó carta de una amiga emigrada a España. Con
entusiasmo, relataba lo linda que era la vida allí, la libertad que se disfrutaba, y lo fácil
que era ganarse la vida.
Casi al mismo tiempo recibí, en forma totalmente inesperada, una pequeña herencia
de un tío fallecido. No era mucho dinero: el suficiente para un pasaje a Europa y para
vivir algunos meses, hasta que decidiera quedarme o regresar.
3.
Mi vecino cerró la revista que leía; se ofreció para traer café; y al volver, con los dos
vasitos en una sola mano, se presentó:
-Me llamo Juan ¿Y vos?
-Violeta – respondí sonriendo.
Juan me dijo que tenía veintisiete años, y que desde hacía mucho viajaba por
Sudamérica vendiendo sus artesanías: prendedores, colgantes y pulseras con el diseño
de un nombre. Entonces, sacó de su bolso un pequeño rollo de alambre y una pinza. Y
con destreza delineó en pocos minutos una “Violeta” de plata, que remató por detrás
dándole forma de alfiler.
Me asombró que se pudiera ganar la vida con algo tan sencillo, pero él me aseguró,
prendiendo el alfiler en la solapa de mi chaqueta, que los nombres se vendían muy bien.
-¿Y siempre trabajaste en esto?
-No, mi primer trabajo fue en una oficina, hasta que me echaron porque tuve una pelea
con el jefe, y después...
Mientras me contaba su vida, sus movimientos eran incesantes: se levantaba a buscar
más café, o a preguntarle algo a los choferes, sacaba y ponía cosas en su bolso,
fabricaba nombres.
-... y entonces me fui de viaje, al principio trabajando en lo que podía, y más adelante...
Lo escuchaba con interés: nunca había charlado con un “hippie”. Los había visto en
la feria artesanal de Plaza Francia, con sus ropas coloridas y su olor a incienso; me
parecían raros, diferentes, y quizá por eso me desconcertaban un poco.
Con Juan, sin embargo, me sentía bien. No era raro aunque sí diferente; ni olía a
incienso sino a colonia de lavanda; su ropa no era de colores sino de “jeans”; y su
sonrisa se volvía más y más encantadora a medida que pasaban las horas y seguíamos
conversando.
4.
Era de mañana: ya no se veían vacas ni llanura, sino lomas, palmeras, y un verde más
verde, más intenso.
A mi lado, Juan dormía: la cabeza ligeramente inclinada, sus largas piernas estiradas
hacia el pasillo, las manos flojas y abiertas. “¿Cómo será vivir así, me pregunté, con la
casa al hombro, todas las pertenencias en un bolso, y subsistiendo gracias a una pinza y
un alambre?”
Horas antes, mientras soportábamos los trámites del cruce de frontera, le había hecho
muchas preguntas.
-¿Cómo decidís adonde ir?
-Yo no decido, el cuerpo me lleva.
-¿El cuerpo te lleva?
-Es una manera de decir... el cuerpo... el instinto... Mirá, por ejemplo: hace un año
estaba en Buenos Aires, vendiendo mis nombres en una plaza, cuando conocí a una
pareja que vivía en El Bolsón, en una chacra, plantando frambuesas y criando hijos.
Media hora después hice el bolso y me fui con ellos.
Yo lo escuchaba atónita.
-¿Y nunca te equivocás? ¿No te ocurre que vas a un lugar y después no te gusta?
-¡Si no me gusta me voy! – replicó riéndose.
-¿Y no te cansás de viajar tanto, no te dan ganas, a veces, de quedarte tranquilo en un
lugar?
-¡Seguro! - volvió a reírse -Siempre me quedo en algún sitio ¿O te creés que me la
paso arriba de un ómnibus?
-Y cuando te quedás en un lugar: ¿qué hacés, además de los nombres?
-Vivo... conozco gente... aprendo algo nuevo... Es muy loco, pero casi todo lo que sé lo
aprendí viajando.
“Y parece saber muchas cosas que yo ignoro, así que viajar debe ser muy instructivo”
pensé cuando el ómnibus se detenía.
“¡Veinte minutos para desayunar!” gritó uno de los choferes. Juan estaba
profundamente dormido. No quise despertarlo, y descendí sola.
Entré al parador, me senté frente a un mostrador larguísimo, y mientras tomaba mi
primer desayuno brasileño, reanudé mis reflexiones. Se lo veía tan feliz a Juan con su
vida de vagabundo, sin compromisos ni responsabilidades, sin pensar en el futuro, sin
planes... No solía conocer personas felices... Tampoco yo lo era... deprimida a menudo...
y sin encontrarle sentido a casi nada. Por eso había estudiado psicología... Y me había
servido... Y también mis años de terapia: estaba más equilibrada, más segura. Pero
seguía sin comprender... ¡Tenía ya veinticinco años, y todo continuaba siendo
inexplicable!...
¿Por qué tanto sufrimiento, en mí y en los demás?...
¿Cuál es el sentido de la vida?...
Ni este viaje estaba muy claro. Había partido llevada por un impulso, y sabía por qué
me iba, pero no para qué. ¡Ni la menor idea de lo que haría en Europa!
Terminé mi desayuno y me puse a mirar en todas direcciones, algo deslumbrada.
¡Qué distintos a nosotros me parecieron los brasileños! ¡Y su comida! ¡Y esos
colores!...
De repente, me sentí contentísima, con una alegría casi infantil. Quizás me había
contagiado de Juan... ¡Qué gracioso! Recién ahora me daba cuenta: me estaba yendo de
viaje, a la ventura, sin miedo y sin proyectos.
¿No estaba, acaso, haciendo lo mismo que él?
5.
Después de subir al ómnibus me adormecí. Me sacó de la modorra ver a Juan
ocupado en barajar y extender, sobre su revista, unas extrañas cartas. Estuve espiándolo
intrigadísima hasta que él, sin mirarme, dijo:
-Son cartas de Tarot... Me las regaló una amiga, y estoy aprendiendo a usarlas.
¡Cartas de Tarot! Poco tiempo atrás me hubiera sonado a brujería, pero ahora las
miraba, curiosa y divertida, insólitamente interesada.
-No puedo creer que haya alguna certeza en cartas que salen al azar- le dije cuando las
guardó.
Me aseguró que no salían al azar, que siempre aparecían las cartas justitas para lo
que le estaba pasando.
-¿Y recién qué te salió?
-¡Que en Río la voy a pasar muy bien! – exclamó sonriente.
Algo en su sonrisa y en su mirada me molestó, y deseando cambiar de tema le
pregunté cómo era Río. Manifestó que para ser una ciudad no estaba mal, aunque no
dejaba de ser una ciudad, con demasiada gente, ruidos, contaminación y violencia.
-Prefiero un pueblo pequeño, en el mar o en la montaña. Ahí sí que se respira aire puro,
y estás más cerca de la verdad de las cosas
-¿Qué querés decir con la verdad de las cosas?
-¡Qué sé yo!... Es como el fondo, viste, como si fuera el alma - y lanzó una carcajada
-¡Qué loca está poniéndose esta charla, gurisa!... Ahora quiero que me contés de vos.
Y le conté... Y me contó... Y así se nos pasó el resto del viaje.
6.
Llegamos a Río de Janeiro al mediodía. Era jueves, y yo tenía que esperar mi avión
hasta el lunes.
-Yo voy a un hotel que conozco en el barrio de Flamengo– me dijo Juan en la
“rodoviaria” –Venite, y después te muestro Río.
Me pareció una buena idea y acepté.
No despegué mi nariz de la ventanilla durante todo el viaje en taxi. Estaba de nuevo
contentísima. Y Juan, riéndose, repetía: ¡viste, qué alucinante!
El hotelito tenía un aspecto limpio y agradable. El dueño o encargado, un moreno
flaco y simpático, después de hablar unos minutos con Juan, nos guió por un largo
pasillo hasta una puerta de color granate. La abrió, le dio una llave a Juan, y se retiró.
Con estupor, miré la enorme cama matrimonial, cubierta por una colcha estridente,
que ocupaba casi toda la habitación. Molesta, irritada, le dije a Juan con tono agresivo
que deseaba una pieza para mí sola. Me respondió con un ¡ah! y una sonrisa que no supe
si era de disculpa o de burla. Y fue a buscar al hombre, quien regresó contoneándose y
riéndose.
Esta vez nos condujo por una escalera empinada hasta el segundo piso; y allí nos
mostró dos habitaciones contiguas, bastante acogedoras. Entré con mi valija en una de
ellas; y después de un deliberado portazo me tiré sobre la cama, cuya colcha, de un
blanco impoluto, tenía olor a desinfectante.
Estaba nerviosa y confundida. ¡Estábamos pasándolo tan bien! ¿Por qué había tenido
que arruinar todo? ¿Qué se imaginaba, unas horas charlando en el ómnibus, y ya tenía
que irme a la cama con él? De pronto todo estuvo mal: Juan me parecía torpe y tonto,
me dolía mucho el cuerpo después de cincuenta y cuatro horas de viaje, y me estaba
arrepintiendo de haber aceptado alojarme en su hotel...
Había una ventanita junto a mi cama. Me arrodillé y miré: el mar reflejaba como un
espejo al sol incandescente, y unos montes (que después supe se llaman morros)
emergían del agua como pequeñas islas verdes. Era tan espléndido lo que veía que me
aflojé.
Estuve, con deleite, mirando por la ventana, hasta que oí unos suaves golpecitos en la
puerta. La cara de Juan asomó, sonriente. Se había duchado y cambiado: pantalones
blancos, camisa de colores, sandalias de cuero.
-¿Seguís enojada?
Su expresión era tan amable que, sin poder evitarlo, sonreí yo también.
-¡Sos linda cuando te reís! – dijo con tono meloso.
Me tensé de nuevo, ante sus claros intentos seductores. Pero al mismo tiempo
comprendí que él me gustaba, y que bien podría dejarme llevar. “¡Estoy loca! pensé,
¿qué me pasa?”, mientras él me tomaba de las manos y con una mirada muy mansa me
decía:
-Quedate tranquila… si no querés, todo bien... si no se da, no se da... Igual somos
amigos, e igual quiero mostrarte Río y que pasemos estos cuatro días juntos.
7.
Los cuatro días los pasé trotando de un sitio al otro, conducida por un guía turístico
bastante original. “¿Adónde vamos?” le preguntaba cuando salíamos del hotel. “¡Dónde
nos lleve el viento! me contestaba. Y yo lo seguía sin rechistar.
Y paseábamos al azar: doblando en aquella esquina para ver que vendía aquella
mulata gorda, vestida de blanco (“pastelitos, y es una bahiana” me explicaba Juan), o en
aquella otra porque le gustaba el embaldosado de la vereda. O corríamos para alcanzar
un ómnibus que iba a Copacabana y después de haber subido, sin aliento, y de haber
sacado los boletos, nos bajábamos a las pocas cuadras porque tenía que mostrarme un
lugar “alucinante”. No conseguí subir al Cristo; tampoco al Pan de Azúcar, que veía
desde mi habitación, con su pequeña cabina que iba y venía a muchos metros sobre el
mar. “Eso es para turistas” me decía, “mejor subamos al morro de Santa Teresa”.
No intentó más nada para seducirme, se mantuvo en una actitud amistosa; pero había
algo flotando entre los dos, algo que no era sutil sino bien espeso y dulce, y que me
hacía debatir entre impulsos contradictorios. Me parecía un disparate comenzar una
relación que iba a finalizar en pocas horas, y a la vez, cada noche cuando nos
despedíamos junto a la puerta de mi cuarto, deseaba invitarlo a entrar.
8.
Y así llegamos al domingo, la víspera de mi partida.
Al atardecer fuimos a caminar por la playa. El sol era una bola roja sobre el
horizonte, y allá en lo alto, el Cristo extendía sus brazos blancos...
Juan corre adelante... y a veces se detiene... se moja los pies en la espuma... da
giros... junta piedritas y caracoles... juega con el gran sombrero de paja que se ha
comprado.
Ahora se acuclilla... parece haber encontrado algo... Al aproximarme veo sus
hallazgos sobre la arena: unos restos de velas, y flores empapadas. Intrigada, le pregunto
qué significan.
-Es de un ritual... Creo que son ofrendas a Yemanjá, una Divinidad o Espíritu de las
Aguas, a la que representan en las imágenes como una mujer muy hermosa– Y
mirándome con ternura agrega -¡Tan hermosa como vos!
Con las dos manos, con delicadeza, acaricia mis mejillas. Luego me envuelve con
sus brazos, y me besa... Y yo me rindo, me dejo llevar. Y nos besamos largamente...
Después seguimos caminando...
De pronto, siento deseos de meterme al mar así como estoy, con mi largo vestido
blanco y mi chal azul. ¡Debo estar enloqueciendo!: besándome con un hombre que me
habla de espíritus y divinidades, en los cuales no creo, y ahora, casi de noche, ¡quiero
meterme al agua vestida!
Al confesarle a Juan mi alocado impulso, se muestra encantado. “¡Bueno, vamos!”
dice riéndose. Y tomándonos de la mano corremos hacia la orilla.
Entramos en el agua tibia, apacible, con olas que se deshacen suavemente. Me siento
inmensamente bien, casi feliz; y es como si todo mi cuerpo lo sintiera. Jugamos...
Reímos... Nos besamos...
Inesperadamente, Juan se pone solemne, y comienza a mojar mi cabeza. Una y otra
vez vierte agua sobre mí, con dulzura. Y con una expresión muy seria exclama:
-¡El espíritu de Yemanjá, que está en las aguas, y ese Cristo que está en todas partes,
quieren que renazcas a una vida nueva!
Me quedo quieta mientras él continúa con la ceremonia... Y adivino que esto no es
sólo un juego, que tiene algo de verdad, y que estoy naciendo a una vida nueva, todavía
desconocida para mí.
9.
Esa noche, después de una cena con velas y música “bossa nova”, reanudamos con
naturalidad lo que comenzáramos junto al mar. Fuimos amantes al fin, aunque
fugaces; la noche, que se prolongó hasta el mediodía, nos pareció demasiado breve.
Sin dormir, y con las manos enlazadas, viajamos en taxi hasta el aeropuerto,
besándonos interminablemente, y prometiéndonos un reencuentro meses después,
quizás en Europa, quizás en Buenos Aires.
Yo sentía un poquito de pena, sólo un poquito: la emoción de estar partiendo era
más fuerte. Tampoco percibí tristeza en él: tranquilo y sonriente, me acompañó mientras
hacía los trámites. Luego, nos tomamos el último café juntos, mirándonos a los ojos y
diciendo tonterías. Caminamos abrazados y sin dejar de besarnos hasta la puerta de
embarque. Y después, sin una sola lágrima, avancé por el puente hacia el avión.
10.
Dormí la mayor parte del vuelo; y estuve como sonámbula durante la llegada a
Lisboa, las formalidades, el trasbordo, y el breve viaje hasta Madrid. Recién en el
aeropuerto de Barajas me desperté del todo.
De nuevo gestiones; cargar mi valija en un carrito; telefonear a mi amiga; tomar mi
primer café con leche español.
Y de nuevo esta alegría enorme, este alborozo casi infantil: saltaría, gritaría,
estallaría en jubilosas carcajadas. Pero no se puede hacer eso... Sin embargo... ¿por qué
no?...
Y me animo a dar brincos, mientras empujo el carrito hacia la salida. Y a reírme sin
disimulo... ¡Ja, ja!... ¡Van a pensar que me volví loca!
---------- ---------
I – EL MAGO
1.
Cuando llegué con el taxi Susana me estaba esperando junto al portón. Después de
muchos besos, abrazos, comentarios, y exclamaciones de alegría, la seguí por una
oscura escalera hasta el cuarto piso. Alquilaba un departamento bastante modesto,
atestado de muebles pesados y antiguos, y con un empapelado casi marrón en las
paredes. Pero había varias ventanas y un gran balcón, por los que entraba el sol y los
sonidos vivaces de la ciudad.
Desde el primer momento comprendí que para sentir que estaba en España tendría
que salir a la calle, porque en lo de Susana continuaba siendo Buenos Aires. La pava
para el mate silbaba a cada rato, haciéndole coro a un bandoneón rioplatense o a una
guitarra pampeana; y el desfile de argentinos era incesante. Había entre ellos
profesionales, artistas, exiliados políticos, y viajeros en busca de aventura y cambio.
Susana, que era socióloga, trabajaba como muchos otros en la venta ambulante;
ocupación habitual entre los recién llegados, porque no requería permisos legales. Me
encontré con profesores y licenciados vendiendo collares y pulseritas; y conversando
acerca de “la venta”, “los lugares donde te dejan vender” y “las tiendas mayoristas más
baratas”.
Otro de los temas favoritos era la Argentina, lo que pasaba allá, y los tiempos idos,
que volvían en ráfagas nostálgicas y dolorosas.
Todos me brindaron afecto y atenciones, invitaciones a comer y asesoramientos de
todo tipo. El mismo apoyo recibí de algunos psicoanalistas con quienes me relacioné:
podía continuar mi formación psicoanalítica, legalizar el título y ejercer.
Pero me sentía insegura: no sabía si deseaba trabajar como psicóloga, ni sabía qué
hacer en general. No tenía ni voluntad ni empuje para iniciar nada. Las horas se
sucedían, abúlicas y perezosas, entre mates, charlas, empanadas y recuerdos. Y yo no
estaba a gusto en lo de mi amiga, pero no entendía bien el por qué.
Lo único que me sacaba de mi apatía era salir a recorrer Madrid. Caminaba al estilo
de Juan, al azar, descubriendo sus barrios y sus paseos. Después me sentaba en algún
restaurante, curiosa ante los sabores nuevos y los nombres desconocidos: gazpacho
andaluz, judías verdes con jamón, natillas... Me agradaban los madrileños, los
encontraba simpáticos y comunicativos; y usaba la excusa de preguntar por una calle,
para ponerme a dialogar con señoras que barrían la vereda, o con vendedores de tienda,
o con viejecitos que tomaban el sol en las plazas.
Sí... paseando por Madrid me sentía bien. Pero al regresar a la casa de mi amiga
volvía esa sensación de estancamiento, de inercia, la lenta y desganada sucesión de los
mates y de las horas.
Susana me presionaba para que hiciera algo: “si querés te enseño lo de la venta, y
así trabajás hasta que te decidas” o “¿Por qué no vas comenzando los trámites para tener
la residencia legal?”. Pero con sus presiones sólo conseguía ponerme peor.
Y de nuevo me escapaba a la calle; y me aturdía de imágenes y de voces; y estaba
más contenta por un rato
2.
En pocas semanas Madrid también dejó de ser estimulante. Un amigo me sugirió,
para renovar mi entusiasmo turístico, hacer excursiones de un día, a sitios cercanos
como Ávila y Toledo.
Demoré un poco en animarme, hasta que una mañana desperté extrañamente
decidida, y partí bien temprano rumbo a Toledo...
Apenas salí de la estación me detuve para admirarla: erguida sobre un promontorio
rocoso cercado por el río, con sus antiguos edificios, sus cúpulas y torres, de un ocre
dorado. Crucé el puente y me interné por sus estrechas callecitas empinadas, con
asombro ante la presencia intacta y deslumbrante del pasado.
La mañana pasó velozmente. Al mediodía, algo cansada y hambrienta, me senté en
un bar. Mientras devoraba un bocadillo de jamón y queso, vi en otra mesa a un hombre,
cuyo rostro aindiado creí reconocer. Estaba absorto en la lectura de un libro; y lo
observé durante algunos minutos hasta que recordé: ¡el Rastro!, ¡los cartománticos! Una
vez había ido con Susana al Rastro, abigarrado mercado dominguero donde se puede
comprar de todo, desde vestidos hasta tornillos, nuevos y usados. En una de las calles,
atestada de puestos y de gente, estaban las mesitas de los adivinos.
Los había espiado largo rato, con la tentación de preguntarle a las cartas cómo
orientar mi vida, pero finalmente no me había atrevido.
Lo miré de nuevo: era bastante feo aunque interesante, con muchas arrugas alrededor
de los ojos, oscuros e impenetrables. ¿Cuántos años tendría? ¿Cuarenta, cuarenta y
cinco? Llevaba una camisa de seda gris, medio abierta, y sobre el pecho lampiño una
gran piedra opalescente. Había algo misterioso en él que me atraía, y tuve ganas de
conocerlo.
En cierto momento levantó la cabeza y echándola ligeramente hacia atrás me
observó, esbozando una mueca extraña que supuse era una sonrisa. Turbada, desvié la
vista, pero al rato lo aceché de nuevo, y él a mí. Este juego de miraditas y disimulos
duró un buen tiempo, hasta que súbitamente se levantó y con gran decisión se acercó a
mi mesa. Me pidió permiso para sentarse y se presentó: Simón, chileno, y “me parece
que tú eres argentina”
Me sorprendí: ¿cómo había hecho para darse cuenta? Aseguró que no era difícil
reconocer de qué países eran las personas, bastaba con observar su aspecto, sus
ademanes y movimientos. Además, nada tan fácil como reconocer a un argentino y,
sobre todo, a una argentina.
-¿Por qué? ¿Qué tienen las argentinas para que sea fácil reconocerlas?
-Cosa más clara, pues... Son muy lindas.
Lo dijo como si fuera algo objetivo, con gravedad, y no percibí ninguna insinuación
en sus palabras.
Le conté que lo había visto en el rastro. ¿En el Rastro? Había ido una sola vez ahí,
explicó, no le gustaba para hacer lecturas de Tarot, demasiado bullicio, demasiada
gente.
-Oye, ¿tú vas mucho por el Rastro? – preguntó, mientras llamaba al mozo con
ademanes muy raros.
-No, fui sólo ese domingo.
-Me parece que teníamos que conocernos, pues – dijo esbozando su sonrisa-mueca.
Y después de pagar su cuenta y la mía, me invitó a pasear juntos por Toledo.
3.
Mientras visitábamos museos, capillas, palacios y sinagogas, Simón me contó, con
profusión de referencias ocultistas, la historia de Toledo. Lo escuché referirse a la
Cábala, a la Alquimia, a la Magia, sin entender demasiado, pero con un interés que
desde hacía mucho no sentía por nada. Simón parecía saber todo acerca de todo y
respondía sin titubear mis preguntas, con una expresión seria, adusta, reconcentrada.
Sus pequeñas manos se movían en ángulos y giros, como acompañando a su voz, suave
y algo hipnótica.
Después de recorrer la casa del Greco, donde se explayó delante de cada cuadro con
muchas interpretaciones artístico-esotéricas, sugirió que fuéramos a un Paseo cercano a
contemplar el atardecer.
Nos sentamos sobre un muro de piedra, frente a los cerros y olivares, con las aguas
del Tajo corriendo a nuestros pies.
Y entonces comenzó a explicarme qué es el Tarot en realidad.
-Acontece que es mucho más que un juego de cartas para adivinar el futuro. El Tarot es
un sistema de conocimiento, un Camino de Crecimiento y Aprendizaje. Yo lo llamo el
Camino de los 22 Arcanos.
Simón sacó de su bolso un paquetito envuelto en un pañuelo de seda, y me mostró
sus cartas.
-Estas son las veintidós cartas fundamentales, o Arcanos Mayores. Son símbolos, y
representan a Fuerzas o Energías arquetípicas y universales.
Y con gran solemnidad manifestó:
- Si una persona es iniciada en el Camino de los 22 Arcanos, transitará una por una
las veintidós etapas regidas por los 22 Arquetipos. En cada una realizará un
aprendizaje diferente. En cada una, sus experiencias, el modo en que piense, sienta y
actúe, y hasta las personas que encuentre, todo estará sintonizado con la Energía
arquetípica que predomine en esa fase.
Mientras Simón me instruía, fue oscureciendo, y decidimos regresar a Madrid. En
el tren le conté lo que me estaba ocurriendo desde que llegara a España: la inercia, el
desgano, la inseguridad. Después de escucharme con atención, me ofreció una lectura
de Tarot, que acepté encantada. Y para eso acordamos un encuentro el día siguiente, en
la Puerta del Sol.
4.
Llegué antes que él al bar donde nos habíamos citado. A los pocos minutos vi su
esmirriada figura acercándose, con pasos cortos y apresurados. Estaba vestido con unos
pantalones y un chaleco negros, que le quedaban holgados y parecían antiguos, como
comprados de segunda mano.
Me saludó y me hizo cambiar de mesa, luego de dudar unos segundos entre una y
otra. Y enseguida ordenó tapas de calamares y de pescaditos, vino blanco para él y una
gaseosa para mí. Descubrí que le gustaba beber, y bastante, aunque no perdía la
compostura. El vino parecía inspirarlo, estimular su elocuencia; y me dedicó una larga
disertación acerca de Nostradamus y sus profecías.
Al acercarse la noche, me propuso ir a otro sitio para hacer el Tarot; y fuimos
caminando hasta el Parque del Retiro. Allí nos acomodamos en un banco, próximo al
estanque, y Simón sacó de su bolsillo el paquetito de cartas. Lo deshizo, extendió el
pañuelo sobre el banco, mezcló las cartas, y las desplegó boca abajo, en forma de
abanico. Durante algunos instantes cerró los ojos y yo, sin saber por qué, hice lo mismo.
Después me dijo que me contactara con las cartas y que escogiera cuatro... En algunas,
los arabescos del dibujo parecieron cobrar relieve... Elegí esas.
Simón las dio vuelta y las miró durante algún tiempo, con gran concentración.
-Fíjate pues, Violeta – dijo señalando una carta en la cual una figura, vestida como un
juglar y con un hatillo al hombro, estaba por saltar a un precipicio –Este es El Loco...
éste es el Arcano que te acompañó al partir de Argentina. Y ahorita mismo estás bajo el
dominio del Mago – enunció, mostrándome otra carta con un personaje masculino que
expresaba poder y firmeza.
Luego, con mucha gravedad, manifestó:
-Mira, como ya me lo sospechaba: tú estás en el inicio del Camino de los 22 Arcanos, e
irás transitando una por una las veintidós etapas.
Yo lo escuchaba algo incrédula, aunque a la vez fascinada.
-El Mago salió invertido – continuó – Cuando una carta sale invertida quiere decir que
esa energía está desequilibrada, ya sea por una carencia, o por un exceso, o por una
distorsión de sus cualidades.
Y especificó que en mi caso había una carencia; y por eso mi apatía, mi
desgano.
-Debes armonizar esta energía en ti. Recién entonces podrás pasar a la etapa
siguiente.
Después me explicó que yo estaba afligida en la casa de Susana porque todas esas
personas y esa situación pertenecían a mi pasado. Y con mucha seguridad me espetó:
-¡Tienes que irte de ese piso! ¿Ya?
-¡Ay Simón!, me siento incapaz de irme a otro lado... No sé dónde ir ni qué hacer.
-¿Y qué te gustaría hacer, pues Violeta?
-No sé... Viajar me hace bien: los paseos por Madrid, ayer en Toledo...
-Cosa más clara, pues... viaja durante algún tiempo.
-¿Y el dinero de dónde lo saco?
-¿Es que ya no te queda?
-Sí, pero en pocos meses se me va a terminar.
-Ándate, pues, de viaje... Cuando se acabe tu dinero vas a estar más enterada de lo que
acontece en España, y de lo que tienes que hacer... No te pre-ocupes.
5.
Esa noche me costó dormirme, pero no debido a las revelaciones y consejos de
Simón, sino por algo que se me había “revelado” en el Parque del Retiro.
Después del Tarot, y mientras me daba algunas nociones de Chamanismo, Simón
había incrustado sus dos huesosas rodillas en mis piernas. Creyendo que era casual me
moví hacia atrás, pero él insistió, y hasta percibí fugaces brillos libidinosos en su
mirada. ¡Horror! Aunque Simón era una persona interesantísima, y me fascinaba
escucharlo y aprender de él, como hombre no me atraía en absoluto. Es más, me
causaba cierta repulsión. Entonces... ¿qué hacer?... Después de dar muchas vueltas en la
cama, pensé que lo mejor sería obedecer sus recomendaciones: no pre-ocuparme, e ir
viendo cómo manejar la cuestión.
Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Cuando andábamos por el postre
volví a sentir la presión de sus rótulas. Esta vez puse cara de disgusto, y ruidosamente
desplacé mi silla. Ante este rechazo evidente se quedó tranquilo. Y tuve esperanzas de
que continuara así.
Por varios días mantuvo una respetuosa distancia. Y prosiguieron nuestros paseos
por Madrid, y sus largas conferencias sobre temas esotéricos. No tardé en notar que
jamás hablaba de él ni de su vida privada. Lo único que me dijo es que vivía en
Barcelona, y que había venido a pasar una temporadita donde unos amigos chilenos.
A veces me animaba, y le hacía preguntas muy personales. ¿Se ganaba la vida con el
Tarot? ¡Jamás! exclamó, sentado frente a un vaso de vino tinto. ¡El Tarot era vocación,
conocimiento sagrado!; había otros oficios más viles para ganar el sustento diario. Pero
no pude saber cuáles eran esos oficios viles ni de dónde sacaba dinero, aunque no
parecía faltarle. ¿Tenía hijos? Con su copa de blanco en la mano, me dedicó un largo
sermón acerca del significado oculto de la paternidad, pero no me contestó si los tenía o
no. Cuando le pregunté por las mujeres en su vida, tuve que escuchar una perorata, que
regó con abundante clarete, sobre el amor y la pareja según el Ocultismo. Y a eso se
limitó su respuesta. Me harté, y quise protestar ¿Por qué nunca hablaba sobre él? Con
mucha circunspección, replicó que un mago no debe hacerlo.
Una tarde, sentados en un bar, y mientras me iniciaba en los misterios de la
Astrología, sus rodillas se hicieron sentir de nuevo. Y a partir de ese mo mento sus
toqueteos fueron aumentando en audacia, pese a mis claras demostraciones en contra.
Me ponía rígida, le daba codazos, fruncía la cara; y él continuaba... impertérrito.
Roces, presiones, estrujamientos, choques con la cadera al caminar, masajitos breves
en diferentes sitios de mi anatomía, su brazo en mi cintura y su aliento cerca de mi
oreja. Yo lo iba esquivando, pero ¿hasta cuándo podría hacerlo? Me cuestionaba a mí
misma por no sentirme atraída. ¡Un hombre tan interesante! ¿Por qué no me gustaba?
Mis esfuerzos, sin embargo, eran inútiles: mi voluntad no quería funcionar sobre mis
apetencias sexuales. El hecho de vivir ambos en casa de amigos me ayudaba; las únicas
situaciones peligrosas eran por las noches, cuando Simón me conducía a bancos
apartados en plazas oscuras. Entonces, pretextaba algo para irme rápido, como “estoy
cansada” o “Susana me espera”. Estaba segura de que este juego no podía durar
eternamente; era sólo una manera de estirar las cosas.
6.
Una noche estábamos conversando y oyendo música en un pub cuando se armó una
pelea. Hubo gritos, sillas derribadas y un par de heridos. Fue tal el disturbio que a los
pocos minutos llegó la policía; y empezó a pedir documentos y a llevarse detenidos a
los indocumentados. Sentí pánico.
-¡Simón, no traje mi pasaporte!
Simón intentó tranquilizarme, mientras rodeaba mis hombros con su brazo.
-No te preocupes, fíjate que yo tampoco.
Yo estaba nerviosísima, imaginando una noche tras las rejas.
-¡Tranquila!, no va a pasar nada – me susurraba al oído, frotando mi espalda al mismo
tiempo.
Cuando los agentes llegaron a nuestra mesa, Simón se levantó y, dando su nombre y
el mío, profirió una serie de apabullantes explicaciones. Sonreía de tal manera que hasta
parecía simpático. Enseguida escuché al oficial: “vale, vale, pero en adelante salid a la
calle con vuestros pasaportes”.
Quedé cautivada por su desenvoltura; y se lo confesé con admiración. Entonces, algo
ufano, comentó:
-Ninguna situación te domina si sabes enfrentarla con calma e inteligencia, si sabes
emplear tu Poder Personal.
-¿Mi Poder Personal?
-Ya, todos tenemos un gran poder dentro de nosotros: el poder de la Voluntad. Si
aprendes a usarlo, podrás orientar tu vida en la dirección que desees, y lograr así tus
propósitos.
Sus palabras me impresionaron fuertemente.
-¿Y si una no sabe lo que desea?
-Sería bueno que primero descubras lo que deseas, sino el Poder se dispersa en
diferentes direcciones.
Y acariciando mi barbilla me aconsejó que me quedara tranquila, que ya lo sabría.
Esa misma noche, mientras me acompañaba a lo de Susana, le pregunté si era difícil
aprender a usar el Poder Personal, y si llevaba mucho tiempo. Me aseguró que nada se
aprende de un día para el otro, que hay que trabajarse a sí mismo con empeño para
obtener una creciente perfección.
-Y a vos, ¿cuánto tiempo te llevó aprenderlo?
-Yo continúo siendo un aprendiz – musitó.
7.
Un domingo por la mañana me telefoneó para invitarme a comer en casa de sus
amigos. Ellos se habían ido de paseo, y él estaba preparando un “ceviche”, tradicional
plato chileno que se hace con pescado crudo. Tuve unos instantes de vacilación, ¿a solas
con él?, pero la curiosidad fue más fuerte y acepté. Conocer ese piso, ver su entorno,
era un modo de conocerlo más.
El departamento, en el barrio de Lavapiés, era similar al de Susana: antiguo y algo
más oscuro, aunque arreglado con calidez: coloridas mantas de telar en camas y
sillones, tapices en las paredes, adornos de cobre y de cerámica. Estuve husmeando
mientras Simón terminaba de cocinar. Había muchas fotos de sus amigos: un
matrimonio joven de aspecto simpático y sus tres niños. En una habitación pequeña
descubrí la ropa de Simón y varios libros esotéricos.
Después, lo ayudé a poner la mesa. Me sentía menos a la defensiva con él que de
costumbre. Y cuando insistió en que probara el vino blanco chileno, no pude rehusarme.
El pescado, con papas cocidas y ensalada, estuvo riquísimo. Y el vino también:
cuando llegamos al café yo estaba ligeramente ebria.
Mientras disertaba sobre todas las formas del Poder de un mago, con su copa de
pisco en la mano, Simón me invitó a sentarme en un sofá. Lo escuchaba a medias,
totalmente distendida sobre los almohadones, y yo también con mi copita de pisco, que
Simón me había casi obligado a compartir. Estaba como en una nebulosa; y cuando él
comenzó con sus toqueteos, sin interrumpir su perorata, lo dejé hacer...
De repente, ¡oh, sorpresa!, advierto su respiración agitada sobre mí, y su boca
ansiosa mordiendo mis labios... ¡No consigo reaccionar! Sus manos se mueven como
enloquecidas, y todo él tiembla con un frenesí pasional que me aprisiona, aplastándome
contra el sofá e impidiéndome casi hasta respirar.
Noto que empieza a desnudarme, y yo, entorpecida como estoy por el alcohol, no
me resisto. Me siento atrapada, vencida, en su poder... Me da asco, pero lo estoy
dejando...
Y ahora su boca muerde mi oreja derecha... Subyugada por él, hace un mes que me
tiene hechizada con sus discursos... Y ahora su lengua se pasea por mi oreja izquierda...
¡No quiero hacer el amor con él!... Y su boca está descendiendo por mi cuello... Esto es
ridículo, ¿qué estoy haciendo?... “Ninguna situación te domina se sabes emplear tu
Poder Personal”.
Súbitamente me incorporo; y aparto con violencia a Simón, que ya andaba por mi
ombligo. Me paro frente a él… El sopor del vino se ha esfumado y yo estoy gritando:
¡no quiero hacer el amor con vos, no me gustás!
Velozmente, arreglo mi ropa y busco mi cartera, delante de un Simón paralizado y
mudo. Y fulminándolo con la mirada, abro la puerta del departamento y salgo dando un
portazo.
Sé, mientras viajo en un taxi de regreso a casa, que lo ocurrido significa el fin de
nuestra amistad. Sin embargo, no estoy ni mal ni triste. Hay algo nuevo en mí, una
especie de fuerza, de potencia, como si todo se estuviera volviendo flexible y
obedeciera al poder de mi Voluntad.
8.
A los pocos días me llamó.
-Oye, perdóname la tontera del domingo, ha sido una lamentable equivocación...
Quería despedirse porque regresaba a Barcelona; y nos citamos en el bar de la Puerta
del Sol, donde nos encontráramos tantas veces.
Estaba más serio que nunca, y volvió a disculparse. Había una inevitable tirantez,
que traté de suavizar haciéndole preguntas sobre los temas de siempre; pero la
conversación duró lo que duraron nuestros cafés.
Después escribió algo en un papelito, y me lo extendió diciendo: “toma este regalo
que te tengo”. Era el teléfono y dirección de su maestra de Tarot: María de Ouro, una
mujer muy sabia y maravillosa que le había enseñado mucho, y que vivía en Galicia.
Me aclaró que esto era un privilegio, pues ella no permitía que dieran sus señas a
cualquiera.
Insistió en pagar, como siempre; y ya en la puerta del bar me dijo:
-Nuestros senderos se bifurcan, pues Violeta. Quisiera que me recuerdes bien... a pesar
de lo acontecido...
Le aseguré que sí, agradeciéndole sus enseñanzas. Y después de un ligero abrazo, se
marchó.
Mientras lo miraba alejarse, sentí que estaba terminando un capítulo en mi vida, y
que tenía que definir mi situación. No sabía cuáles eran mis metas aún, pero sí que debía
irme de Madrid. ¿Y adónde?...
El nombre de María de Ouro resonó en mi cabeza como un eco, durante algunos
días, hasta que me decidí.
-Me voy a Galicia para ver a una bruja- le dije a Susana, quien no entendía nada.
Reservé mi billete de tren; me despedí de todos los compatriotas; y partí, una
mañana, con destino a Santiago de Compostela.
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II - LA SACERDOTISA
1.
El tren se internó en tierra gallega: montes cubiertos de árboles, bosques de pinos,
valles verdes, la luz del día filtrándose tras brumas densas, y más lomas, y más verdes,
de infinitos tonos; Santiago estaba cerca.
Había telefoneado a María de Ouro desde Madrid, explicándole confusamente mis
motivos para conocerla: Simón... me atraía el Tarot... no sabía qué hacer con mi vida...
Su voz cálida respondió con firmeza a mis titubeos:
-De momento haremos un Tarot; luego veremos. Cuando llegues a Compostela,
llámame.
Y eso es lo que hice: la llamé desde la estación, esperando poder verla enseguida,
pero me dijo que esa tarde era imposible y me dio turno para tres días después.
La pequeña frustración por la espera me duró sólo unos minutos, hasta que me bajé
del taxi y empecé a caminar por el centro de la ciudad. Santiago me impresionó tanto o
más que Toledo. De nuevo el pasado, intacto, en los edificios y monumentos, en las
fachadas de piedra, en las angostas calles con soportales.
Deslumbrada, caminé al azar, admirando todo; y al anochecer me alojé en un hostal
con aspecto de antigua posada. La dueña, seria y cautelosa al recibirme, prorrumpió en
exclamaciones efusivas cuando se dio cuenta que yo era argentina. “¡Si usted supiera
cuantos parientes que tengo por allá!”, exclamaba una y otra vez. Y mientras me
contaba la historia de su familia, me condujo a un cuarto muy agradable, con un gran
crucifijo en la pared y una ventana desde la cual se divisaban las torres de la Catedral.
2.
Los tres días pasaron con lentitud, pese a que Santiago, con su atmósfera de
medioevo, me fascinaba. Estaba inquieta, esperando con impaciencia que llegara el
momento de la entrevista con María de Ouro, y definiendo obsesivamente lo que iba a
preguntarle.
¿Debía quedarme viviendo en algún sitio o debía viajar por un tiempo, como me
había recomendado Simón?¿Tenía que continuar con la psicología o trabajar en otra
cosa?¿Qué significaba este interés, nuevo en mí, por temas que nunca me habían
importado?
Un gran interrogante subyacía a todos los demás, y estaba precisándose desde aquel
Tarot con Simón: ¿para qué vine a Europa?
Pasear y reflexionar no calmó mi ansiedad, pero el lunes finalmente llegó, y con él la
entrevista que desvelaría tantas incógnitas.
La casa de María de Ouro era similar a muchas otras en Compostela: tres plantas,
marcos cuadriculados en las ventanas, techo de tejas. Toqué el timbre, y me abrió la
puerta una mujer anciana, toda vestida de negro, que supuse era la empleada. Me hizo
pasar a un saloncito muy acogedor, donde había una mesa pequeña y redonda, varias
plantas, grabados en las paredes, y una repisa con imágenes, una cruz de madera y
flores.
Unos minutos después se presentó María. Me pareció bellísima, pese a ser ya de
cierta edad, con sus cabellos canosos recogidos en un rodete, y sus diáfanos ojos grises
de mirada muy intensa.
Le conté lo que me ocurría. Ella me escuchó atentamente, y después me explicó
algunas cosas. Me dijo que en una lectura de Tarot, ayudar al que consulta a conocerse
mejor es más importante que predecir su futuro. Y que ese autoconocimiento es la
condición primera si queremos perfeccionar nuestra naturaleza.
Le pedí que me aclarara eso de “perfeccionar nuestra naturaleza”. Resultó ser lo
mismo que el Camino de Crecimiento y Aprendizaje mencionado por Simón, el cual,
según lo que ambos aseguraban, podría conducirme a una mayor armonía y felicidad en
la vida.
Después María encendió una varilla de incienso y comenzó a barajar las cartas...
Hizo una larga lectura, confirmando las indicaciones de Simón, aunque su análisis
fue más profundo. Simón había leído las cartas; María me leyó a mí. Su sabia
percepción era poderosa y al mismo tiempo delicada. Su mirada, con dulzura, me
protegía de sus palabras, a veces duras, que descubrían mi realidad más íntima, mis
motivos más ocultos. Quedé totalmente deslumbrada.
Al finalizar la sesión María me acompañó hasta la puerta, diciéndome que los
sábados por la tarde recibía visitas, y que me esperaba a fin de conversar un poco más.
Me alejé de su casa caminando lentamente; y al llegar a Rúa del Villar me senté en
un bar, bajo los soportales. Había caído la noche, llovía finamente, y la luz de los faroles
se reflejaba en el pavimento húmedo. Estuve largo tiempo reflexionando acerca de lo
que María me dijera. Ahora estaba clarísimo que la psicología no me interesaba más, al
menos por el momento, y que el trabajo que eligiera tendría que permitirme ser libre y
viajar, estar abierta a los encuentros con personas y situaciones, abierta a lo que la vida
me fuera trayendo.
Pero una cuestión fundamental estaba todavía sin dilucidar. ¿Para qué vine a Europa?
Al preguntárselo, ella había sonreído enigmáticamente, manifestando que esa respuesta
no me la daría el Tarot, que yo misma iba a descubrirla, y quizás muy pronto.
3.
Mientras esperaba, algo impaciente, que llegase el sábado, estuve paseando por
Compostela.
Una tarde descubrí varios juegos de Tarot en el escaparate de una librería. Entré a
mirarlos. Sólo un mazo me gustó, y mucho. Eran cartas grandes, de colores intensos; las
sentí afines a mí. Sin embargo, dudé antes de comprarlas. ¿No sería mejor que María me
aconsejase? Era lo más razonable, pero esas cartas me atraían con fuerza, y sin pensarlo
dos veces me las llevé.
Entre las cartas, y los recorridos por la mágica Compostela, me distraje hasta que el
momento de visitar a María llegó.
Esta vez la anciana me hizo pasar a un salón casi lujoso, con mullidos sillones,
cortinas de terciopelo, cuadros originales, y objetos de cristal y de plata.
Enseguida vino María. Estaba más elegante que la primera vez, con un vestido de
seda celeste, un chal sobre los hombros y un largo collar de perlas.
Nos saludamos con un abrazo; y apenas se sentó le mostré el mazo de Tarot que
había comprado.
-¿Le parece que debería haberla consultado antes, María?
-Pues no, has hecho bien. Lo escogiste intuitivamente, con el corazón, no con la
cabeza- dijo llevándose las manos al pecho.
Y me explicó que la Intuición es indispensable para el conocimiento de uno mismo y
de los demás; y que es menos complicado encaminarse en la vida si nos valemos de
ella.
En ese momento entró la anciana trayendo una bandeja con té y pastelillos de crema.
María sirvió el té mientras yo alababa la tetera, una preciosidad en porcelana con flores
azules. Comentó que la había comprado en Londres, donde residiera durante muchos
años con su marido. Al enviudar había sentido morriña, y había regresado a
Compostela, a la casa familiar. Aquí vivía con la única compañía de la anciana, criada
de su familia desde que ella era pequeña.
Noté que era golosa: los pastelillos se acabaron rápidamente y pidió que le trajeran
más. Para mí, en cambio, lo único apetecible eran sus explicaciones.
-Simón asegura que todos somos potencialmente magos. ¿Usted piensa que todos
somos, también, potencialmente intuitivos?
-¡Ya lo creo! Los seres humanos somos iguales, si bien cada uno trae al nacer ciertos
dones, y es más eficaz en unas tareas que en otras. Pero no es suficiente con tener el
don; hay que desarrollarlo, ejercitarlo.
- ¿Y cómo hago para desarrollar la Intuición?- pregunté, segura de que era uno de mis
dones.
-¿Has advertido esas corazonadas o comprensiones súbitas que tenemos a veces: debo
hacer esto o esto otro, ver a tal o cual persona, etc.? Pues son anuncios de la intuición;
hay que hacerles caso... Naturalmente, al principio es difícil: dudamos, tememos
equivocarnos, quizás los demás opinen diferente... Pero con el tiempo se aprende, y
podemos discernir entre intuiciones e ilusiones; hay como una resonancia interior.
Yo estaba encantada y me hubiera quedado hasta bien tarde, pero después del té,
María -discretamente- me sugirió marcharme, y regresar el siguiente sábado.
4.
Durante la semana seguí visitando iglesias, conventos, palacios y monasterios.
También estuve leyendo un par de libros sobre Tarot que María me prestara. Me sentaba
con ellos en las escalinatas de la Catedral, si el tiempo era bueno, o a la mesa de algún
bar, cuando llovía.
El sábado llegué a su casa con un paquete de pastelillos de crema en la mano y un
montón de preguntas anotadas en un papel. Pero ¡oh, desilusión!: al entrar al salón la
encontré rodeada por varias personas, de diferentes edades, que conversaban
animadamente.
Pasé la tarde intranquila, ansiosa, deseando que todos se fueran para quedarme a
solas con ella. Y cuando al fin comenzaron los saludos, comprendí con disgusto que yo
también debía retirarme. Al acercarme para darle un beso, María me detuvo con un
gesto y me hizo sentar a su lado.
-Tal como vienes hoy, Violeta, la Intuición no puede manifestarse– me dijo con
dulzura.
Intenté decirle lo que me pasaba, pero me hizo callar.
-Me doy perfecta cuenta de lo que estás sintiendo –sonrió.
Sus palabras y su sonrisa me tranquilizaron.
-Pues mira, te daré una tarea para los próximos días. Te vas por la mañana y por la
tarde a una iglesia, la que más te agrade; y una vez allí te sientas con los ojos cerrados,
una media hora, procurando no pensar en nada.
Y con énfasis afirmó:
- La Intuición sólo florece en el silencio, en la calma.
Después me despidió, diciéndome, como si tal cosa, que el sábado siguiente estaría
ocupada.
Salí de su casa algo abatida. ¡Dos semanas de espera! ¡Y ya me conocía Santiago de
memoria! Pero, ¿qué otra cosa podía hacer, si no era seguir sus instrucciones?
5.
Sentarme en silencio y no pensar, fue casi imposible al principio, pero a los pocos
días me resultó más fácil, y hasta empezó a gustarme. Mi vida se fue organizando en
torno a esas dos visitas diarias a la iglesia. Había elegido la de San Félix, una muy
antigua que estaba cerca de la pensión, y en la cual me sentía particularmente bien. El
resto del día vagabundeaba por Compostela. Estaba menos ansiosa, más serena; y me
encantó recorrer sus calles una y otra vez; o sentarme en las escalinatas de la Catedral, y
en bares y tabernas, no ya para leer, sino para observar la gente y la vida de la ciudad.
Una tarde disfrutaba del sol, que acababa de asomar después de muchas horas de
lluvia, frente a la Plaza de las Platerías. Acomodada plácidamente sobre las escalinatas,
entre los estudiantes y los turistas, me quedé largo rato contemplando el agua, que
brotaba de la fuente con reflejos de arco iris...
Mi mente está quieta, silenciosa...
Y de pronto, aparece en mí una Certeza. Sé, y lo sé sin ninguna duda, para qué vine a
Europa. Vine en busca de Algo... Algo todavía impreciso que tiene que ver con el
Camino de Aprendizaje y Crecimiento... con la Perfección de mi Naturaleza.
Mi comprensión es clarísima en este momento. ¡Es como si se hubiese rasgado un
velo! Y saber que estoy en esta búsqueda me llena de alegría.
6.
Las dos semanas pasaron; y al llegar el sábado a lo de María la encontré sola. Le
conté detalladamente mis progresos, y la Certeza que había sentido en Platerías.
-Eso que has experimentado fue un mensaje de tu Intuición – me dijo con una sonrisa
complacida -Ya lo ves, sentarte en silencio fue beneficioso.
Entonces se levantó y me pidió que la acompañara. Subimos por una escalera
alfombrada, y entramos a una habitación que olía a flores y a quietud. Había
muchísimos libros, un buen equipo de música, sillones, plantas, y un antiguo escritorio
junto a la ventana.
María abrió una gaveta del escritorio con una pequeña llave, y sacó un libro
encuadernado en tela blanca, con el título “Curso de Tarot” y su nombre bordados en
letras doradas.
-Voy a regalarte esto – dijo mientras me lo extendía.
En realidad era un cuaderno, de esos que se usan para llevar un diario; y estaba
escrito a mano, con una letra pequeña y pareja.
-Una discípula mía se ocupó, con gran paciencia, de copiarlos y encuadernarlos –
explicó, aclarando que tenía pocos ejemplares, y que darme uno suponía establecer un
vínculo entre nosotras.
Algo emocionada, se lo agradecí; y le pregunté por qué no lo publicaba. Me contó
los motivos, pero eran muy personales y me pidió reserva al respecto.
7.
Cuando estábamos tomando el té apareció otra visita, una chica simpatiquísima
llamada Lupe. Al notar mi acento me dijo que ella era mitad madrileña y mitad
hispanoamericana, ya que su madre provenía de Méjico. Me pareció muy vital y muy
linda, con sus grandes ojos castaños, sus cabellos cobrizos, y una encantadora risa de
campanillas. María nos dejó a solas por un rato, y nos pusimos a conversar como si nos
conociéramos de toda la vida. Lupe manifestó gran admiración por María, y aún más
por sus consejos.
-Siempre que necesito una ayudita moral, vengo a Compostela y me hago echar las
cartas por ella – me confesó.
Cuando la anciana le avisó que María la esperaba en su estudio, Lupe me dio su
dirección en Valencia, ciudad en la que residía desde algunos años atrás.
-Si vienes por Valencia te puedes quedar en mi casa; me da gusto recibir amigos y
tengo sitio de sobra – dijo despidiéndose con un abrazo.
Mientras esperaba a María me puse a hojear su libro. Y súbitamente sentí lo mismo
que esa tarde frente a Platerías: una Certeza, una Idea, imponiéndose en mí. “¡Tengo
que ir enseguida a Valencia, a la casa de Lupe!” De inmediato pensé que eso era un
disparate. Acababa de conocerla: sería muy precipitado...
Cuando vino María le conté lo que acababa de suceder. Se rió suavemente.
-Tu intuición te está indicando que vayas a Valencia, pero lo estás negando con tus
prejuicios, temores y cortedades.
Y enseguida anotó en un papel el teléfono de la casa donde paraba Lupe, diciéndome
que ella se marchaba dentro de pocas horas.
-¿Le parece que la llame?
-Haz lo que sientas – respondió mirándome significativamente.
Pese a todo continué con mis dudas, pero llegaron nuevas visitas y no pude hablar
más del tema.
8.
Salí de su casa, y caminé bajo la llovizna en dirección al hostal. “Quiero quedarme
más tiempo en Santiago, y continuar aprendiendo de María”, cavilaba, mientras me iba
empapando. Pero una palabra resonaba, obcecadamente, dentro de mí: ¡Valencia!,
¡Valencia!
No logré acallarla, y aunque seguía pensando que todo eso era muy precipitado, me
dirigí a un teléfono y marqué el número de los amigos de Lupe.
Mi llamado la sorprendió alegremente. Con timidez, le pregunté si sería una molestia
que la visitara en los próximos días.
-¡No, mujer, de mil amores!... Oye, te vienes conmigo. ¡Qué bueno! No me apetecía
nada conducir a solas...
Enseguida llamé a María. Aprobó con énfasis mi decisión, asegurando que me
sentiría muy bien en casa de Lupe, y que me gustaría Valencia. Antes de cortar, recalcó
que en Compostela estaba ella, y su teléfono, para cualquier cosa que yo necesitase.
Al llegar a la pensión me cambié y preparé la valija. Después, hice un último paseo
por las “rúas”, y cené en una taberna cerca de la Catedral. Me sentía bien, muy
tranquila, como aligerada de un peso por haberle hecho caso a mi intuición, y curiosa
ante lo que me depararía Valencia.
Lupe vino a buscarme de madrugada, en su pequeño auto amarillo. Y rápidamente
dejamos atrás las calles desiertas, iluminadas por los faroles, y envueltas en la neblina.
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