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Verónica Silva Camejo
UN ROCK SOBRE LA ESPUMA DE UNA OLA
Mi asistente me tendió la mano con un café en cuanto crucé la puerta. El estudio
de grabación Stern Music, estaba a rebosar de jóvenes aspirantes a participar en el gran
musical. Recuerdo que recorrí el pasillo a toda prisa: la mañana iba a ser movida.
Sobre mi mesa me esperaba un alto de fotografías y currículums de los citados a
primera hora. Revisé, con detenimiento, los retratos que adjuntaron a la solicitud cada
uno de ellos. Me gusta buscar esa primera impresión, que me resuena dentro. Casi al
final del alto fajo de imágenes estaba ella, cara de gruñido, así la llamé en un primer
momento. Aquella joven que había decidido presentarse así, llamó mi atención. Su
belleza y su juventud se contorsionaban en una expresión desafiante.
La fotografía se había realizado desde un ángulo superior, por encima de su
cabeza. De ese modo, el rostro ocupaba el centro del espacio enmarcado, disimulando el
físico y la altura. La cara, los hombros y los brazos en jarra componían la imagen. Sus
cabellos rubios y lacios caían sobre los hombros y se perdían hacia la espalda, liberando
sus orejas pequeñas. La piel tan blanca contrastaba con las gafas negras que ocultaban la
mirada, dando más fuerza al gesto. Su nariz se fruncía asomando los orificios nasales.
El centro diametral de la imagen lo ocupaba la boca, donde los labios contraídos
encuadraban la doble hilera de dientes aferrados por los brackets. Desde su mentón una
línea imaginaria alineaba el cuello con la articulación clavicular.
Me pareció tan audaz su propuesta que la entrevisté primero.
Cara de gruñido se llamaba Alekai Pu’u Jones. Un nombre nada común para una
inglesa. Mi asistente la hizo pasar y me dispuse desde ese instante a observar todos sus
movimientos, necesitaba saber si podía aspirar al papel. Alekai era alta y delgada, se
movía con gracia como si flotara en el espacio. Se sentó cruzando la pierna con un
tobillo sobre la rodilla opuesta. Se adivinaba una gran confianza y una deportista con
algunas clases de ballet. Vestía jeans, zapatillas y un blusón estampado amplio. Sus ojos
café transmitían mucha fuerza.
Después de un breve saludo, leo en voz alta su curriculum y subrayo: clases de
canto y guitarra.
Le pido que cuente algo de sí misma que la describa, un recuerdo, una anécdota.
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Su mirada se vuelve más profunda, descruza la pierna y los hombros decaen
levemente aproximándose a la mesa. La voz enlaza con el recuerdo y pausada y cálida,
cuenta. Viví una infancia muy feliz con mi madre y mis abuelos polinesios en la isla
Oahu, Hawái. Mi abuelo decía que era delgaducha pero fuerte, con determinación y
muy valiente. Cuando nos adentrábamos en el océano con la tabla de surf para remontar
las enormes olas, no sentía miedo y mi cuerpo vibraba de emoción. Libre, así me sentía
cuando flotaba sobre la espuma de una ola que acababa de romper. El abuelo contaba, y
reía al recordarlo, que siendo muy pequeña me preguntaron de dónde venían los niños y
les contesté que venían del océano dentro de una caracola.
¿Por qué te presentas al casting de este musical de rock?
Porque cuando canto mis canciones de rock y las acompaño con la guitarra vuelvo
a sentir el vértigo de un Aéreo, un vuelo controlado para volver a caer sobre la ola.
Vuelvo a sentir la libertad.
Le pido que cante lo que tiene preparado para la prueba.
De pie con las piernas separadas y el pie derecho adelantado surgen los primeros
acordes de su guitarra. Su voz potente se expande y escala por las paredes hasta lo más
alto con una afinación perfecta. Mientras la escucho una imagen involuntaria se forma
en mi mente, mar gruesa con enormes olas me arrastran hasta la orilla. Soy muy
pequeña y no paro de llorar, me sangra una rodilla, mi abuelo me coge en brazos y me
lleva de regreso a la granja. ¿Cuántos años han pasado desde entonces? ¿Cuánto hace
que no lo veo? ¿Desde la muerte de la abuela quizás? ¿Llevo tanto tiempo sin llamarlo
siquiera?
Alekai sale de mi despacho con mi visto bueno y una cita para la prueba de baile.
Le pido a mi asistente que no me haga pasar a nadie más, tengo que hacer una llamada
que he postergado mucho tiempo. ¿Qué es esa algarabía que oigo del otro lado?, me
responde que son los amigos de Alekai que le acompañaron a la entrevista y agrega:
Comentaron que su voz hechiza el corazón como un canto de Sirena ¡qué ocurrencia!
Y cerró tras de sí la puerta.
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María Fernanda Guillamón
Adela en la cocina
La casa en invierno no invitaba a concentrarse en la tarea. Las habitaciones,
difíciles de calentar, y el sol que nos abandonaba temprano, eran los factores adversos
que jugaban en contra de mi perseverancia. Aún no terminaba los ejercicios de
matemáticas, envueltos mis pies en la manta de alpaca y fríos mis dedos mientras
dibujaban signos y cifras. Eran casi las ocho de la noche cuando desperté de mi
abstracción al inundarme el aroma que llegaba desde la cocina. El olor a puerros y
zapallitos impregnaba el aire prometiendo una deliciosa sopa de verduras que ella
misma cultivaba en la huerta. Me asomé y la vi, de espaldas frente a la mesada. Su
silueta dominaba el espacio minúsculo de paredes amarillas azulejadas, mientras se la
escuchaba tararear un tango con melancolía. Para Adela, ese aroma se parecía, casi con
certeza, a la sopa de puchero que preparaba a los nueve. Quizás, por eso, el tango. O tal
vez, por ese parecido, la voz melancólica.
Como cuando era niña, revolvía la cuchara de madera con parsimonia, y al mismo
tiempo, elevaba los talones y volvía a bajarlos al compás. Un momento después, vi
cómo cerró los ojos y abrió las narinas para adelantarse a la degustación. Amplias y
profundas, para atrapar ese aroma a puerros y el otro, dulce como los choclos. No podía
verla con claridad pero podía adivinarlo. Alumbrada a medias por esas bombitas, que
nada iluminaban con la baja tensión, Adela se perdía en sus recuerdos. Y sin la mínima
intención de revivir la infancia en el campo, viajaba velozmente a ella, transportada por
el aroma del caldo.
En aquellos años, Don Luis había preparado un banco de madera, reforzado con
clavos gruesos, para que su hija alcanzara a la olla enorme, instalada sobre la cocina
Instilart a leña, con la misión de preparar el almuerzo. Ella echaba dentro, con
delicadeza, los trozos de hortalizas: calabazas anaranjadas, rodajas de zanahorias y
zapallitos de tronco, aros de cebollas, pencas de acelga y trozos de papas y batatas,
peladas con obstinación. Bien al fondo, las presas de la gallina, que no hubo más
remedio que sacrificar, daban sustancia al plato principal, y único, por cierto. Sólo
algunos mediodías, contaba con choclos para el delirio de sus comensales, no más de
uno por cada invitado a compartir la mesa. Y a pesar de la impericia, lograba darle un
toque de gracia con dos dientes de ajo y un ramillete frondoso de hojas de apio y perejil.
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Después de un largo rato, asomada al borde, podía ver cómo el hervor provocaba
bocanadas del vapor perfumado a comida, que inundaba la cocina y se escapaba por las
hendijas de las ventanas. Entonces, la cocinera descendía del banco suspirando de
satisfacción. Con la misma presteza, convocaba a María, la mayor, y a Luisa, la que
seguía después de Pablo, para dejar la mesa servida. A regañadientes, María
abandonaba su cuarto en el piso de arriba, para poner el mantel, las servilletas y los
vasos, pensando que Adela no era su madre para mandarla. En realidad, lo que le
molestaba, era estar obligada a contactar con los peones. ¿Cómo era esto de compartir el
comedor con los jornaleros? Como su madre, vivía añorando los tiempos de estancia y
prefería retirarse a soñar que otra vez, serían las sirvientas las que se ocuparan de
preparar la mesa. El resto lo hacía Luisita que, llevando a la pequeña Titi prendida del
moño de su vestido, traía la panera, los platos y los cubiertos, siempre bajo la mirada
protectora de Adela que trataba de evitar accidentes domésticos.
Mientras tanto, afuera, más allá del patio con malvones, se alcanzaba a ver entre
los surcos, cómo el hombre alto de mirada azul y los jóvenes aprendices, cada tanto
giraban la cabeza debajo de sus boinas y enfocaban hacia la puerta de la casa, esperando
que Adelita apareciera. Ella, vestida para la ocasión, con su delantal con pechera,
bordado antaño por su abuela y en parte desgastado, tomaba con sus dos manos el
picaporte de la puerta de atrás, caminaba dos pasos adelante y, como si escuchara
primero unas trompetas, anunciaba que podían pasar al comedor. La niña permanecía
en el umbral hasta que su padre llegaba al patio, seguido del resto de los cosechadores, y
se arremangaba para lavarse las manos con el más suave de los jabones en pan, en la
pileta de afuera. Detrás de él venía Pablo, que se lavaba a medias con ayuda de uno de
los peones, Abelardo y Remigio - vaya nombres que tenían que cargar los hombres del
campo bonaerense-. Y era entonces cuando Don Luis, con las manos limpias, pasaba al
comedor acariciando la cabeza de Adelita antes de entrar. Ella sonreía con cierto aire de
triunfo por haber convertido otro mediodía, en medio del arduo trabajo y la
incertidumbre, en un momento soñado por todos. Tenía la condición natural de
convertir la adversidad en propósito.
El almuerzo era muy importante en tiempos de cosecha, para seguir en la tarde
en medio de los surcos recogiendo choclos plagados de dientes hasta el final de la
jornada. Era importante especialmente para Pablo, su amado hermano de apenas ocho,
que ya por la mañana y bien temprano, había trotado hacia el pueblo en su yegüita, a
repartir la leche recién ordeñada; impecable iba él con sus pantalones recién planchados
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por Adela y su cabello negro peinado con la raya al costado. Pero igual de esperado era
el almuerzo para el par de peones que seguían trabajando para Don Luis , a pesar de la
escasa paga, gracias a que la miseria se reproducía en los campos, allá por el año
veintisiete. Miseria que atravesaba todo, que intentaba desintegrar y borrar del mapa lo
diferente, que como un vendaval arrasaba con los bienes de los que se confiaban y los
amontonaba en los galpones de los que más tenían pero podían acumular más aún…
Aún hoy, puedo imaginar la magia de esa sopa, la dulzura que aportaba en días
como esos el puchero que mi madre preparaba, con batatas y choclos - sólo algunas
veces - pero siempre amarillos como el sol. Tengo grabadas esas escenas con todos su
detalles, desde las tardes de lluvia de mi infancia cuando, entre mates y buñuelos, ella
nos contaba historias, la suya y la de unos cuantos más.
Cuatro décadas después, una noche de frío, Adela volvía a la cocina, pero esta
vez, sin delantal y sin un puñado de personas para alimentar. Habiendo percibido el
aroma a verduras frescas recién escaldadas, yo veía desde aquel rincón, cómo ella
dejaba que el caldo se deslizara de la cuchara a su boca, lo degustaba y sabía que estaba
listo. Entonces, mi madre decidía pasar la preparación a la sopera de loza, decorada con
pimpollos, para llevarla a la mesa del comedor, también mal iluminado. Se volvía sobre
sus pasos y buscaba la galleta de campo para acompañar y el cucharón de plata para
servir el manjar. Y con la misma vocecita de niña, con el caldo recién degustado
humedeciendo todavía sus labios, llamaba -“¡A comer! “ - cantando la frase igual que
las vendedoras de pastelitos en las calles empedradas del siglo 19; del mismo modo que
su abuela en la casa del viñedo al norte de Italia; o de un modo casi idéntico al de ella
misma, cuando a los nueve, tenía que jugar a ser la cocinera de sus hermanos menores y
de todos los hombres de la casa, mientras su madre salía a visitar a sus parientes que,
ya sea en el pueblo o las estancias, no pasaban por las mismas privaciones. Pero llamaba
cantando de alegría por tener esa comida y porque ella se sentía grandiosa cuando hacía
algo por los otros, por los más amados.
Así me llamó esa noche a compartir la cena, pues ésa era su manera de transmitir
amor. Lo recuerdo como si fuera hoy: no dejé que terminara el pregón y me senté a la
mesa con rapidez. Crucé la servilleta en mi falda y esperé que llegara a sentarse
también. Tardó un poco más, pero llegó a la mesa con una fuente de choclos humeantes.
Me robó una sonrisa; ella sabía cuánto me gustaban. Sabía también que su sopa era
capaz de distender enojos y de conspirar contra el hermetismo adolescente. Por eso,
suspiró satisfecha.
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Esa noche cenábamos solitas. Sin embargo, los recuerdos ocupaban parte del
espacio, entibiaban el sitio como la sopa me entibiaba dentro, y no necesitábamos
palabras para explicar de qué se trataba.
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María Fernanda Guillamón
Una gorda aplastada por una flor
Faltan diez minutos para las cinco. Hombres de rostros opacos bostezan,
mientras sus mujeres, inquietas a pesar de la fatiga, miran atentas al final del pasillo. En
la sala de espera, ellos y yo, estamos obligados a esperar las noticias - ¿serán
alentadoras esta tarde? - y el llamado a compartir por un tiempo breve con nuestros
queridos. Presiento que mientras esperamos, sin que siquiera puedan sospecharlo los
demás, se está gestando en esta sala lo que en instantes hará eclosión ante nuestros ojos
asombrados. Eso espero, en realidad; necesito algo de música y color en medio de la
tristeza que este lúgubre hospital me produce. Este hospital, especialmente. He venido
por él, por mi padre y no sé aún si podré verlo.
Puede que esta tristeza se deba a que no he traído conmigo mi violín; no es
práctico andar con él a cuestas en el colectivo. Ni cargarlo desde la mañana - del aula de
la facultad a las calles - atravesando plazas que huelen a magnolias y veredas plagadas
de baldosas flojas, hasta llegar aquí. Definitivamente, no es cómodo transitar con
violines. Mucho menos, esperar sentada en estos bancos que nos dejan tiesos. Pero nada
se compara con la camilla de metal en la que trasladaron a mi padre unos días atrás, del
quirófano a su cama de terapia, ni con las vendas que le comprimen la cabeza, ni con el
tubo que atraviesa su garganta para permitirle respirar. No quisiera estar ahí, en su
lugar. Tampoco quisiera estar aquí, dónde estoy ahora, esperando el parte diario.
“Él es como el Ave fénix, renace de sus propias cenizas”, diría mi abuela, a
quién tanto amé, para minimizar ante la niña que yo era cada una de sus caídas.
Inmediatamente después, solía invitarme a cortar un ramo de flores frescas de su jardín
para distraerme. ¿Por qué será que, siempre que recuerdo estas escenas, mi cabeza
tiende a inclinarse hacia adelante, como si algunos recuerdos me vencieran, me pesaran
como una tonelada de flores, al menos por algunos segundos?
De repente, una luz surge de la puerta de entrada y hace que levante mi mentón y
dirija hacia allí la mirada. ¿A quién traen en esa camilla? Se trata de alguien pesado o de
una camilla muy vieja, por el modo en que suenan los bujes de las ruedas. La empujan
dos camilleros que apenas pueden moverla, pero, con esfuerzo, avanzan lo suficiente
para que la luz deje de enceguecerme y me permita ver una figura que causa mi
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asombro: trasladan una señora inmensa, de enorme vientre y senos voluminosos; muslos
anchos que desbordan la camilla y piernas regordetas, casi torneadas. Está vestida con
un curioso enterizo a rayas anchas, blancas y negras, como si estuviera enfundada en él.
En los pies, zapatillas rojas de baile y en la cabeza, una vincha con florecitas raídas.
Trato de disimular mi sorpresa pero no puedo dejar de mirarla con la boca entreabierta.
Para el caso, da igual, porque ella permanece confusa, apenas consciente. Mientras la
miro, la camilla se pierde por el pasillo camino a la sala de guardia. Y cuando
desaparece su imagen, deja una incógnita que despierta la necesidad imperiosa de
encontrar a alguien, algún acompañante, que me explique.
“¿Qué es lo que pasó?”- le pregunto al muchacho de ojos renegridos y labios
hinchados que está justo frente a mí - “¿qué le pasó, es grave?”.
“Pareciera…una flor enorme le cayó encima y casi la aplasta” - me susurró el
muchacho con cierto reparo. - Una flor ¿qué está diciendo, qué flor podría aplastarla?
Pienso, intentando no transmitirle mi incredulidad. Debería haber sido al revés. Me
pareció la mujer más grande que haya visto jamás, y no creo que le pueda afectar el
peso de una flor…
Toda la escena es confusa para mí. Si observo alrededor, veo que al menos cinco
personas se sumaron al muchacho en esta sala, en actitud de esperar por ella. Un señor
de bigotes, un poco más allá, permanece de pie y no puede aquietarse. ¿Qué le pasa a
ese sujeto? No se sacó su traje de padrino de casamiento y además, usa un bastón corto
sostenido entre sus dos manos que, a mi entender, no lo puede ayudar a caminar. ¡Va y
viene, va y viene, sin cesar! Tenía hace unos minutos un sombrero de copa que le
entregó a un muchachito para que no se le aje. ¡Ah, no! Si lo miro bien no se trata de un
jovencito; es, en realidad, un enano. Un enano vestido de pantalón azul Francia con
tiradores y una camisa a lunares.
Sigo muy confundida. Puede que me afecte el no haber almorzado para llegar a
tiempo al horario de visitas. Pero… ¿qué es lo que está sucediendo? No estoy
convencida de haber visto bien. Entonces, voy a frotarme los ojos con mis puños y todo
se aclarará, seguramente. Los vuelvo a abrir y…Ay! ¿Quiénes son ellas? ¿O es una sola
y estoy viendo doble? - recuerdo que un compañero de solfeo padecía de ambliopía y
me decía que verme dos veces, casi en un mismo plano, era para él un doble regalo ¡qué
tipo meloso! - Vuelvo al momento en que abro los ojos y las veo: no son idénticas pero
parecen mellizas, las dos cubiertas por tapaditos de paño color mostaza y el pelo erizado
de un tono cobrizo. Maquilladitas y tensas, hacen muecas con la boca mientras me
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miran; se muerden los labios y fruncen la nariz de un modo casi idéntico. Se me ocurre
decirles “¡Buenas tardes! ¿Cómo están?”
“¿Cómo crees? Nerviosas - me dicen - ansiosas por saber cómo está Azucena”
“¿La flor? pregunto sin pensar.
“No, no. A-zu-ce-na, nuestra compañera, la que llevaron a la guardia en camilla
hace minutos ¿no la viste?, la que fue aplastada por una de las flores que cuelgan del
techo”.
“Ah, claro, la flor del techo…” les contesto sin tener ninguna claridad sobre lo
sucedido.” Pero…¿dónde? ¿Cómo fue que pasó?” pregunto y respiro de un modo
imperceptible, intentado comprobar que no estoy pasando por un estado de confusión.
“Bueno, - dice la más parlanchina percibiendo que no está claro para mí - te
explico. Las flores que adornan el escenario están hechas con paneles de cartón y las
sostienen cables gruesos; uno de ellos se cortó de repente, en medio de la función de la
tarde, mientras Azucena se paseaba con su canasta repartiendo bolsas de palomitas en
las primeras filas. Nunca había pasado….pero pasó.”
Mientras escucho atenta su corto relato, desdoblo mi mente para corroborar si
esto está sucediendo de verdad. Me pellizco un dedo de la mano con otro dedo, y busco
en la sala a las personas que llegaron conmigo a la visita. Siento el dolor y ellos siguen
ahí, esperando todavía. Entonces, es cierto, me están relatando una sincronía, difícil de
repetir, aunque aún no tengo claro dónde sucedió…a pesar de lo que escucho, no puedo
distinguir aún si se trata de una escena ocurrida en una función de circo o en un cabaret
frecuentado por Toulouse- Lautrec, a juzgar por el aspecto de los acompañantes de
Azucena y de su enterizo negro y blanco. Ciertamente el frac y el sombrero de copa del
señor mayor se parecen mucho a los que usaban los hombres en París en la “Belle
Epoque”. Bigotes alargados hacia las orejas, como disciplinados por la gomina; pechera
blanca y cuello alto sostenido por un lazo. Resultan extraños los zapatos puntiagudos al
tono del frac. ¿Será él como aquellos señores de piel pálida y renegrida cabellera, barba
abundante e irónica sonrisa que, sentados en una de las mesas del Moulin Rouge,
esperaban que un par de bailarinas se acercaran a alternar? Esas mujeres risueñas, con
los labios pintados de “rouge” intenso y cabelleras teñidas de colores vivos que vestían
corset ceñido al cuerpo y cancanes negros, para equilibrar la voluptuosidad de sus senos
cubiertos a medias y de sus enaguas tan voluminosas como inútiles. Quizás, este señor
sea el dueño de uno de esos locales de espectáculos, donde se ofrecían frivolidades a un
público que se encantaba con los magos, las bailarinas y los malabaristas. A hombres y
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mujeres a los que les fascinaba ver rarezas y personas con aspectos curiosos, hasta
deformes. Puedo imaginar a las mujeres de esa época, vestidas con largos atuendos, de
seda o terciopelo, con peinados altos, adornados por variedad de sombreritos, casquetes,
moños y peinetas con “strass”. Sin dudar, recuerdo sus rostros empalidecidos con
maquillajes en polvo para resaltar el rojo carnal de sus labios.
Pero ha pasado casi un siglo desde esa época lujuriosa y los personajes no
terminan de encajar. Me inclino por pensar que este señor es el dueño de un circo,
quizás, como los que pintaban los impresionistas, con el espacio central cubierto de
arena, dos equilibristas con rostros maquillados de blanco, bocas rojas y sus cuerpos
flexibles como cañas, haciendo piruetas y vueltas de carnero, para acompañar el paso
impecable del corcel blanco que trasladaba a la bailarina vestida con un tutú amarillo de
tul…Un circo así o quizás, uno más actual, como esos a los que me llevaba papá, donde
no abundaban los animales, pero había más de un payaso. Definitivamente, un circo.
La otra melliza prosigue con el cuento. Dice que mientras un joven - Orlando-
lanzaba llamaradas de su boca en medio del escenario, una mujer llamada Azucena ,
extremadamente gorda, vendía pochoclo a los espectadores - a los más pequeños y a los
que no lo son tanto - a la espera de que los malabaristas iniciaran su presentación. Sin
previo aviso, una flor de cartón prensado, muy grande y pesada, se desplomó del techo
desde los metros y metros que la separaban del suelo y cayó, justamente, en medio de su
humanidad, la derribó y desordenó su peinado, ajando las flores blancas de la vincha. El
golpe hizo que volara la canasta de su mano, desparramando cientos de palomitas por
doquier. ¡Uhhh! esta escena – me digo - hubiera precisado acordes de violines, intensos
y marcados compases.
Una serie de imágenes pasan por mi mente, como si se tratara de un film. No
logro caer…es más, diría que el tiempo se ha suspendido y ya no me pesa la espera para
ver a mi padre, que – eso espero - sigue luchando por permanecer aquí. Miro a las
mellizas alejarse de la mano y sentarse en los bancos frente a mí. Veo al enano sacar un
puñado de maníes y repartirlos para que cada quién entretenga su estómago. También
está allí el señor de los largos bigotes, vestido de frac, y lo veo aquietar su paso y dejar
tranquila la varita. Por un momento, los mentones de todos ellos parecen caer sobre sus
pechos, como si fueran marionetas de papel maché.
“¡Atención, por favor! La visita a Terapia Intensiva está demorada. Les pedimos
paciencia, se debe a complicaciones en uno de los pacientes que ya han sido superadas.
En un rato nomás, los haremos pasar” – dice el enfermero, enjuto de ambo gris, que
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apareció desde el fondo del pasillo. Su voz resuena; me parece llegar desde muy lejos
¡como si se tratara de parlantes ubicados quién sabe en qué lugar del edificio! Escucho
las palabras sin tomar conciencia de que mi padre es uno de los pacientes. Todo sonido
se amortigua mientras afuera garúa sin apuro. Pasan los minutos y todos nosotros – es lo
que a mí me parece en este instante – seguimos inmóviles aguardando. Pero ya no
somos todos los que éramos; algunos debieron retirarse, sin ver a los suyos, para llegar
a tiempo a su trabajo en el turno nocturno. El tiempo es tirano con quiénes viven contra
reloj. El último micro, la hora de cierre, las monedas contadas, la panza retorciéndose y
helada. “Cada hogar es un mundo”, diría mi abuela que amaba los circos…
De repente, el mismo ruido de bujes en el fondo del pasillo avanza hacia
nosotros. Se dibuja la silueta de Azucena, que es traída por uno de los camilleros
acompañado, esta vez, por el médico de guardia. Los dos tienen la mirada cansada. Las
mellizas, el enano y el muchacho se levantan como resortes de los bancos y tratan de
alentar al Sr. Leónidas - así lo nombran - para que se incorpore. No hay murmullo que
quiebre el aire por unos segundos, fuera del sonido de las ruedas vencidas hasta que se
detienen.
“Bueno, señoras y señores, ha sido una desgracia con suerte” - comienza
diciendo el doctor con cierta ceremonia. Y continúa explicando ante un público
minúsculo que lo observa reteniendo la respiración - “Lo de Azucena fue sólo un
desmayo por la contusión. Estuvo confundida pero ya recuperó su conciencia. Las
placas no muestran fracturas y los signos vitales son estables.” Así diciendo, extiende su
mano al señor de frac, que ostenta la autoridad en el grupo y le entrega un papel que
contiene las indicaciones para el cuidado de Zu, como la llaman sus compañeros en el
circo - sí, he concluido que, definitivamente, se trata de una compañía circense -.
“¿Esto es todo? ¿No corre ningún riesgo? , lanza al aire Leónidas asumiendo su
rol.
“Esto es todo. Debe guardar reposo por cuarenta y ocho horas y regresar el martes
por consultorio”. La frase cierra la exposición; el hombre de ambo celeste esboza una
sonrisa antes de volverse por dónde vino y dejar que la historia continúe por sí sola.
“Bueno, si esto es todo… - define con sobriedad el hombre mayor, mirando a la
accidentada - ¡es hora de volver a casa! ¡Hay mucho por hacer antes de la próxima
función!
Zu salta como si fuera un resorte, con inusitada plasticidad pero eso desestabiliza
la camilla que apenas la contiene. “No, tú no, Azucena, no tienes que hacer nada más
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que descansar”, le dice su jefe. Y al decirlo, permite que el resto relaje la mirada, fija
hasta ahora en ella y hasta hace unos instantes en el médico de guardia. Y con la
mirada, se sueltan también las sonrisas y los abrazos a su amiga y a cada uno. Por
cierto, fue entre todos que sostuvieron este tiempo de incertidumbre que pareció
interminable. Es hora de que los murmullos por lo bajo estallen en risas y que entre
todos la ayuden a ponerse de pie. ¡Benditos ellos que tienen compañía - pienso - ¡ No
he logrado que nadie me acompañe…tampoco tengo familia en la ciudad para pedirlo.
Y la orquesta en la que toco el violín se limita a compartir ensayos y conciertos.
Se marchan decididos y al salir el último, sin rechazar los saludos efusivos de las
mellizas, la mano alzada del lanzallamas y la reverencia entre brincos de Raulito, el
enano, me acerco a cerrar la puerta. Ya está demasiado fría la sala de espera para sumar
la humedad que afuera crece con la llovizna. Los veo subir a través del ventanal, uno
por uno al colectivo antiguo que estacionaron más allá, totalmente pintado de colores,
decorado con flores y figuras circenses y con cartelitos donde explican con frases la
naturaleza de su espectáculo: “En esta casa viajan artistas al servicio de la comunidad”
“El circo que enseña a vivir” “Circo educativo Nuevo mundo” “Compañía circense La
amistad”. Cuando vuelvo sobre mí, siento el vacío que dejaron al marcharse, todos
juntos, como una sola alma.
Apenas unos segundos después, aparece en escena el enfermero anunciando el
comienzo de la visita. Como en un sueño, el tiempo de espera se disipó. Como en una
función de teatro, el tiempo voló. Es un regalo atravesar las encrucijadas en esta
liviandad. Hoy no hay partes médicos previos; sabremos cómo están las cosas cuando
veamos, cara a cara, a nuestros queridos dentro de la sala de terapia.
No sé por qué - quizás sea por la compañía - presiento que todo estará bien esta
tarde. Tengo la esperanza de que así sea; los partes médicos anteriores me alertaron
sobre la gravedad de la hemorragia de mi padre, y el riesgo muy alto de que no se
recupere. Pero hoy, mi deseo de música y color trajo hasta mí una compañía completa
de circo y supe que una señora sobrevivió a un aplastamiento producido por una flor
gigante, hecho que casi nunca acontece. Además, hubo más de una persona que deseó
profundamente que ella se curara, y Azucena estuvo bien. Tengo derecho a soñar
entonces - si lo deseo profundamente - que cuando llegue junto a mi papá, él tendrá sus
ojos abiertos, me sonreirá y no sin esforzarse, podrá envolverme con uno de sus brazos
y decirme al oído: “No te preocupes, mi nena, todo se sanará…saldré volando de aquí,
como el Ave Fénix”.
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Beatriz López Martín
El pan nuestro
-¡Mamá mamá!
-…mm…eh…s…
- ¡Mamá!
- Déejame un poco
- ¡Mamá por favor! ¿ y los rotus?
- En la mesa hay un paquete de galletas, come, calla shhhh.
-¡tengo hambre mamá, ya las he comido!
- Hijo de puta, déjame en paz shhhh.
- Se lo diré a la seño, vez se lo diré a la seño y verás.
- Díselo, díselo, quién te va a querer desgraciado shhhhh déjame en paz
- ¿Sabes que esta tarde viene la educadora? ¡Avisó mientras dormías!
- ¡Voy cabrón, voy! Encima que te he conseguido tus rotus y me haces esto?
- Le he dicho que estabas trabajando hasta las tres, me dijo que pasaría a esa hora.
¿Qué vas a contar hoy, EH, EH?
- ¿Le has dicho qué? ¿Qué crees que te llevará contigo la gilipollas esa?
- ¿Qué vas a decir?
- Qué eres un hijo puta, que no haces nada en el colegio, con las que lías me
creerán.
- Estoy harto, esta vez qué vas a inventar, no te voy a dejar, mamá.
- El tío me dijo que vendría, te llevará a comer una hamburguesa.
- No me voy, hoy no me voy de aquí.
- Anda, bobo, que soy tu madre, con quién vas a estar mejor.
- Te odio
- Ojalá te hubieras muerto cuando te caíste, cabrón, hijo puta. Asco, me das asco.
Se hizo un ovillo para recibir, mientras le golpeaba con el puño sin control.
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Ángela Zaldo
El cloro de las piscinas
Cuando salí al jardín esta mañana le vi por primera vez. Estaba bañándose en
nuestra piscina, completamente vestido. Me asustó y divirtió al mismo tiempo y, sin
darme cuenta, le había invitado a desayunar. Aceptó. Le dejé una camisa y unos
pantalones tuyos que todavía guardaba, a saber por qué. Curiosamente le estaban bien.
Nos sentamos en la mesa del porche en silencio. Los dos mirando al frente, como
si estuviéramos en el cine. Teníamos que parecer, a ojos de los madrugadores que
habían decidido caminar en las horas más frescas del día, un matrimonio de esos que
llevan juntos tanto tiempo que ya no tienen nada que decirse, porque para bien o para
mal ya está todo dicho.
Sin embargo yo quería hablar. Quería oír mi voz, su voz, por encima del silencio,
por encima del susurro del viento, del trino de los pájaros, del ronroneo del tráfico. Por
encima de las alegres reuniones de mis vecinos, que hacían que me pesara el alma.
Pero ya no sabía. Hablar. Parece mentira lo rápido que uno olvida lo obvio, lo
normal, lo cotidiano. El cómo. De qué. Tenía la garganta seca, el corazón acelerado. Él
no parecía alterado, solo miraba fijamente su ropa empapada, escurriéndose en el
tendedero del jardín situado a la derecha de la casa. El sol de la mañana nos calentaba la
espalda, y la leve brisa que soplaba nos traía olor a ropa limpia. Tu perfume favorito.
Iba a ser un día caluroso. De limonada y sombra. Miro a mi alrededor, estarías
orgulloso. Nuestro jardín está precioso, bien cuidado, cuajado de flores y vida. Los
árboles se yerguen altivos, frondosos y tupidos, y la piscina, vacía de bañistas día tras
día, se ha convertido en un lago propiedad de una bandada de patos.
Yo ya me he terminado mi café, pero él no. Se está tomando su tiempo. Se lo bebe
a pequeños sorbos, como si quemara. Sin embargo tiene que estar helado. Ha pasado un
buen rato desde que se lo serví y además está esa manía mía de no calentar la leche.
Cómo te desquiciaba. Lo sigo haciendo aún, por si te interesa. Casi espero todavía que
me mires ceñudo desde el quicio de la puerta.
Le oigo sorber su café. Hace ruido, como tu tío. Con lo fácil que es beber en
silencio. Hay personas que no saben, que no quieren, que no pueden. Quizás tenga una
malformación en la boca. No sé. Siempre pensando bien de los demás, me decías.
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Demasiado bien. Es más fácil pensar que es mala educación. O mala costumbre. O
dejadez. Nada bueno, en todo caso.
Le observo de reojo, ya se lo tiene que haber acabado. Esa será la señal, me digo a
mi misma. Todavía no sé muy bien cómo empezar, me estoy poniendo nerviosa.
Maldito silencio. Abro la boca y, en ese mismo instante, se oye el ruido del cortacésped
del vecino. ¡Qué oportuno! Agradezco el estruendo, me da unos minutos más para
pensar. No es bueno improvisar.
Lo mejor será que le pregunte cómo se llama y qué estaba haciendo en mi piscina.
O mejor no, igual es un poco brusco. Puede parecer un interrogatorio. Mejor otra cosa.
Piensa. El tiempo, también podemos hablar del tiempo. El tiempo siempre es una buena
opción. Aunque es demasiado fácil, muy típico, como de ascensor. Puede parecer que
no sé de qué hablar, que estoy incómoda. Que por otra parte es verdad. Él, en cambio,
parece relajado, en paz. Disfrutando de la cálida mañana, ajeno al terremoto que está
provocando en mi mundo interior.
Podría preguntarle si acostumbra siempre a bañarse vestido. Es una pregunta
ingeniosa, que rompe el hielo, inesperada. Nos reiríamos, quizás a carcajadas. Después
le preguntaría su nombre y yo le diría el mío. Después de reír todo es siempre más fácil.
Aunque quizás piense que me estoy burlando de él. Empiezo a morderme las uñas
disimuladamente, como siempre que no sé qué hacer.
Carraspeo. A ver si así se anima a hablar. Yo no me atrevo: estoy segura de que, si
hablara ahora mismo, emitiría un graznido en vez de palabras, cual grajo. Espero un
poco, pero no funciona, ni siquiera ha desviado la mirada. Siempre he pensado que la
vista desde el porche de nuestro jardín es bonita, pero no tanto. Me da por pensar que
quizás tampoco él sepa. Hablar, quiero decir. Igual hace mucho tiempo también que no
lo hace. Quizás tengamos más en común de lo que pueda parecer a primera vista.
Contigo fue todo más sencillo. Simplemente comenzamos a hablar en aquel bar
como si nos conociéramos desde siempre. Yo acababa de terminar de cantar y me
acerqué a la barra para pedir un refresco y tú, no sé, allá estabas, sentado en un taburete,
mirándome. Una cosa llevó a la otra, un día al siguiente, pronto la cerveza con aceitunas
se convirtió en cena y más tarde en desayuno. Nunca tuve este problema, siempre sabía
de qué hablar o de qué no. Conversaciones fluidas o frases no dichas. Daba igual.
Contigo, solo contigo. Ahora dudo, igual solo es la falta de costumbre. Me digo que
seguro que es eso. Me doy ánimos internamente, como cuando de joven afrontaba una
tarea especialmente difícil.
16
Vuelvo a mirarle, intentando que no se dé cuenta. Con tu ropa casi parece un
hombre normal. Con trabajo, familia y casa. Educado e inteligente. Mantiene una buena
postura y está aseado. Tendrá, calculo, unos cincuenta y cinco o sesenta años, poco
pelo, nariz recta, manos cuidadas y una profunda cicatriz en el antebrazo derecho.
Pienso en cómo se la habrá hecho, en cómo será su vida, si también está solo, si es
moderadamente feliz, si tiene un sitio donde dormir.
Me pregunta bruscamente si puede tomarse otro café. Tiene una voz agradable y
unos bonitos ojos marrones. Le digo que sí, por supuesto, y le ofrezco unas pastas. Coge
una rápido, como si pensara que me iba a arrepentir del ofrecimiento, y se la come con
fruición. Deprisa, al contrario que el café, casi sin masticar. La verdad es que está
delgado, muy delgado. Tus pantalones le están holgados, caben dos piernas de las suyas
en una pernera de tu pantalón beige. Como cuando te operaron del corazón y perdiste
veinte kilos. ¿Recuerdas? Les cogiste cariño, solo te ponías esos pantalones, decías que
te habían dado suerte. Cuando empezaron a estropearse no quisiste deshacerte de ellos,
ni siquiera accediste a darlos a la parroquia. Y eso que tú dabas todo enseguida, otros lo
necesitarán más que yo, argumentabas cuando me enfadaba porque dabas todo
demasiado pronto, demasiado nuevo. Pero estos no, estos los guardaste como recuerdo
de tu victoria sobre la enfermedad. Eso me dijiste, ahora lo recuerdo. Dios mío… ¿cómo
he podido dejarle esos pantalones, precisamente esos, a un desconocido? Me dan ganas
de decirle que se los quite inmediatamente, de gritarle, de llorar, pero eso me obligaría a
explicarle por qué y, la verdad, no tengo muchas ganas de hablarle de nosotros. No
quiero preguntas, no quiero explicaciones. Solo quiero hablar y que me hablen, y que
mientras me miren a la cara.
Así que callo y él se queda con tus pantalones, arrugándolos, dejándoles su olor,
arrebatándoles el tuyo, y me enfado con él, conmigo y contigo, sí, contigo, por ponernos
a los dos en esta situación. Porque fue, es, tu culpa. Si hubieras ido al médico unos
meses antes quizás todo sería distinto. Yo sería distinta.
El médico. Cuando por fin conseguí convencerte para que fuéramos ya era
demasiado tarde. No había nada que hacer. Nos fuimos de allí con demasiadas citas
médicas para el poco tiempo que te quedaba y muchas recomendaciones. Cogidos de la
mano, en silencio.
Me duele el pecho al recordar. Intento tranquilizarme, respiro hondo. Vuelvo a la
realidad, al ahora. Tu pantalón. Solo se ha bañado en nuestra piscina, me digo, solo
puede coger olor a cloro, a nuestro cloro, el mismo que tú te empeñabas en comprar y
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poner año tras año para que pudiéramos bañarnos dos veces en todo el verano. Nos
salían caros los baños. Pero valía la pena. Habría pagado el doble solo por escuchar tus
gritos al entrar en el agua helada. Por ver tus aspavientos. Por oír tu risa. Qué lástima
que no hubiera entonces móviles para grabar esos momentos. Y tantos otros. No me
sentiría tan mal, tan sola, tan muda, tan invisible, si te pudiera ver de vez en cuando, oír
tu voz, perderme en tus ojos. Cierro los míos. Te recuerdo, la mirada franca, tu sonrisa.
Los abro, vuelvo a la piscina, al cloro. Ahora contrato a una empresa para que la limpie
y la mantenga, para le ponga cloro. Sigo haciéndolo aunque ya no me baño, me da
demasiado miedo hacerlo sola por si me pasa algo. ¿Quién vendría a ayudarme?
No me arrepiento de nada, me dijiste. Si hubiera ido antes quizás habríamos
arañado unos meses, con suerte un año, pero habría sido un año triste, de sufrimiento, de
un continuo peregrinar en busca de un imposible. No habríamos sido nosotros, los de
siempre.
En eso tenías razón, tú fuiste el de siempre, pero yo ya nunca fui la misma.
El sol está alto en el cielo, ya debe de ser mediodía. No hemos intercambiado ni
una palabra, fuera de las estrictamente necesarias, desde que aceptó mi invitación.
Quizás esté cohibido. Es posible, hay que admitir que esta circunstancia no es muy
normal.
Necesito ir al baño. Le digo que tengo que entrar en la casa un momento, me mira
y asiente sonriendo, y yo me voy con el corazón en un puño, sabiendo que al volver su
silla estará vacía. Y que se habrá llevado tus pantalones.
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Maika Guijar
DESTINO
El bar estaba abierto y Luis sintió como una caricia el golpe de calor que le
abofeteó la cara al empujar la puerta.
-¡Esa puerta! –gritaron desde el fondo. Una mano amiga no tardó en ayudarle a
cerrarla.
La tormenta de nieve había caído como todas, de imprevisto, en medio de un viaje
importante y sin ninguna pinta de que fuera a amainar en breve. Razón por la que
decidió parar en aquella taberna inhóspita y mugrienta, pero con al menos un buen
sistema de calefacción.
Sacudiéndose como un perro, fue directo a la barra. Sin tener que decir nada, un
vaso de whisky apareció entre sus manos e igual de rápido pasó por su garganta,
creando una reconfortante sensación de quemazón en la boca del estómago.
¿No se puede pedir más, verdad? Un lugar cálido, bebida no excesivamente cara y
un sitio en el que poder descansar pese al insistente olor a fritanga. Se iría de allí en
cuanto pudiera, pero, de momento, fue directo a por el último punto de su lista. Dejando
a un lado a un grupo de parroquianos, Luis divisó una pequeña mesa vacía en un hueco
al fondo de la taberna, justo al lado de una de las ventanas. Con un par de manotazos
limpió de migas la silla de tela y, tras revisar que el hueco de la mesa no estuviera tan
pegajoso como creía, se dejó caer pesadamente. Sentado al fin, se permitió cerrar los
ojos unos minutos, apoyando la frente contra el cristal. Un escalofrío le recorrió toda la
columna, pero aún así fue una sensación gratificante que le relajó lo suficiente como
para empezar a pensar.
No tendría que haberse ido. Tal vez las cosas hubieran sido de otra forma. A lo
mejor, si hubiera pensado en lo que sentía en vez de en lo que querían que sintiera…
Pero ya era tarde, no había sitio para los arrepentimientos.
Estaba reprimiendo un impulso infantil de escribir su nombre en el vaho de la
ventana cuando notó un movimiento por el rabillo del ojo.
- Otro whisky, por favor.
- No soy la camarera.
No, desde luego aquella voz no era ni de lejos tan musical como la de la chica de
la barra, sino rasposa y seca. Luis se giró para ver sentarse a una mujer al otro lado de la
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mesa. Su tez morena y surcada por cientos de arrugas le enmarcaba el pelo blanco y
recogido en un estricto moño bajo. No era alta, aunque su postura quería dar una
sensación completamente diferente. Lo único que le faltaba era el vestido negro, y no
los pantalones de pana marrón desgastados, pero no había que ser muy listo para darle el
mismo significado. La palabra le vino a la mente demasiado rápido, olvidando el
protocolo a seguir para estos casos. Buscó auxilio, disimuladamente, mirando a la barra
y las otras mesas, pero parecía que todo el mundo estaba haciendo un esfuerzo tremendo
por ignorarlos.
- Pasa a menudo –dijo la mujer-, pero al final siempre acaba viniendo alguien a
servir un vaso de coñac a esta pobre y desvalida anciana.
No acabó de decir la frase y ya había un vaso con el dorado líquido colocado
frente a ella. A Luis lo obviaron. Desde luego no era ni de lejos tan inquietante como
ella. Tomó el vidrio con cierta reverencia y olió suavemente el contenido antes de darle
un pequeño trago. Cerró los ojos y asintió con aprobación para luego dejarlo sobre la
mesa y volver su atención a él.
- El secreto no es tanto aterrar como tratar de ser aterradora –comentó, como si
hablara con un viejo amigo al que no hubiera visto en años.- No son mala gente, tan
sólo saben lo que les conviene. Ahora no nos retrasemos más.
La mujer alargó la mano en dirección a Luis y él se la quedó mirando, como si en
cualquier momento le fueran a salir afilados dientes de la palma.
- ¡Oh, vamos! ¿Qué pasa? ¿Acaso es esta tu primera vez?
Notó cómo le ardía el rostro, aunque no sabía si era por el desparpajo de la mujer
al hablarle o por cómo se escapó alguna risilla malamente camuflada bajo una tos
excesivamente falsa.
- Te haré precio especial, chico –le animó,- veinticinco euros la buenaventura y
por cuarenta la camarera te servirá un par de whiskys del bueno, el que esconde dentro
de la botella del Dyc barato ¡que veo que te hacen falta!
Una parte de él quiso negarse. Alzar la barbilla y decirle a aquella mujer que
podía guardarse su buenaventura para otro pardillo, que él ya tenía destino para rato y
que pasase una muy buena noche, gracias.
Pero, y ese era el problema, quién podía rechazar una oferta así. En la ciudad, la
lectura de manos regulada por la Comisión no baja de los cincuenta euros, y, además, el
whisky no estaba nada mal.
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Sin pensarlo más alargó la mano, dejándola frente a la mujer, quien le dedicó una
sonrisa socarrona. Con cuidado la tomó entre las suyas, ásperas y callosas. Sin mostrar
vacilación alguna, la mujer la acercó a su cara y comenzó a recorrer con su larga uña las
líneas una por una. Algunas veces suspiraba, mientras que otras lanzaba exclamaciones,
ligeramente exaltada.
“Es un espectáculo” se dijo Luis, tratando de calmarse “está tratando de hacer que
ponga nervioso”.
Y lo estaba consiguiendo.
- Mira esta línea –dijo la mujer tras un rato,- es la del corazón. Indica el amor de
tu vida. Es larga y, pese a que al principio aparece bifurcada, señalando dos amores, uno
se mantiene fuerte y duradero a lo largo del tiempo. Parece que hay alguien que te ama
mucho. Ahora, ¿ves esta otra? –en esta ocasión señaló un punto diferente-, es la de la
suerte. Mira como todas estas otras líneas la cortan. Esto significa que has tenido
momentos de menor fortuna, pero, observa, luego hay un tramo largo sin cortes, lo que
marca una época de gran esplendor. Y está última, es la de la vida. Larga y sin cortes.
Eso es que vivirás una vida sin ningún tipo de problema.
Algo dentro de él se relajó. Lo notó cuando exhaló la respiración que no sabía que
había mantenido contenida. Sin una palabra más sacó su billetera del bolsillo trasero del
vaquero y dejó dos billetes de veinte sobre la mesa para después marcharse a la barra,
donde la joven camarera le sonreía con un vaso en la mano.
La mujer le observó sentarse y entablar conversación con la chica antes de recoger
los dos billetes y deslizarlos entre los pliegues del abrigo.
- Si no les dices la verdad, podría decirse que les estás robando.
Un hombre de piel oscura y mirada penetrante se sentó en el sitio dejado por Luis,
mirándola con indiferencia.
- Robar sería que me hubiera pagado sesenta por las sandeces que le he dicho. No,
lo único que he hecho ha sido entretenerle el tiempo suficiente para que no saliera fuera.
- ¿Y qué más da fuera que dentro?
Un fuerte golpe seguido por el pitido de la alarma de un coche alertó a toda la
gente de la taberna. No tardó en formarse un pequeño tumulto alrededor de la puerta
para ver qué había pasado. Se quedaron boquiabiertos ante una rama que había
quebrado por el peso de la nieve y, que en su caída, había aplastado el coche que estaba
justo debajo.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Mi coche! –Gritó Luis.
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El hombre levantó una ceja interrogante, pero la mujer se encogió ligeramente de
hombros.
- Si él hubiera estado allí…
- Si él hubiera estado allí tal vez lo habría aplastado la rama. O tal vez ya se
hubiera marchado. O tal vez no hubiera montado aún –dio un largo trago a su coñac.-
Lo importante es que el chico está en la barra sano y salvo, pensando en que no ha sido
muy buena idea dejar a su novia plantada en el altar sólo por escuchar lo que sus
amigotes le aconsejaron sobre las decisiones que tenía que tomar en su vida y en su
destino.
- Está cogiendo el teléfono –comentó el hombre- y parece que le están gritando.
- Me sentiría muy decepcionada si no le gritaran.
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Ramiro De Benedetti
Una tarde de sol en el camino
Bajo aquel cielo luminoso y brillante hubiera debido reinar la alegría, pero ese
estado de ánimo tenía poca relación con el de Silvio. Tener que cambiar un neumático
bajo es sol ardiente era lo peor que a cualquiera le podía suceder. Antes de hacerlo tomó
un trago de la botella de agua mineral que llevaba.
Abrió el baúl, sacó la rueda de auxilio, el cricket y la llave en cruz y los puso
junto al desinflado neumático. Una nube atravesó la escena lentamente. Colocó el
cricket y le dio un ligero toque, la rueda tenía que seguir apoyada para poder
desenroscar los pernos. Tomó la llave y probó el primer encastre. No encajaba con la
cabeza del perno, recordó entonces que su coche precisaba un encastre de seguridad,
una pequeña pieza que se colocaba entre el perno y la llave. Lo que no recordó es dónde
estaba guardado, si es que lo había traído. La ruta estaba desierta, no pasaba nadie a
quien pedir auxilio. Eso es, pensó, tengo que pedir auxilio, bueno, un auxilio. Tomó su
celular y, al primer intento, escuchó una educada voz, hispánica y femenina, informando
que estaba fuera de cobertura. Revisó el baúl y todos sus recovecos y nada, el encastre
seguía sin aparecer. La ruta seguía desierta. En todo ese tiempo no había pasado ningún
vehículo. Sí, la ruta seguía desierta y el Sol seguía clavado sobre su cabeza. Revisó la
guantera y los bolsillos laterales. Nada. Agotado, se sentó en una piedra, entonces vio
cómo el viento movía las matas de pasto alto que limitaban la ruta frente a él. Tomó un
papel de diario y se hizo un gorro. Seguía sin pasar ningún coche, camión o lo que
fuera.
Entonces tuvo la sensación de que algo o alguien se ocultaba detrás de los
matorrales. Le pareció distinguir un par de ojos. Quedó en alerta. Debe ser un gato
montés, pensó, puma o yaguaretés sería raro, para comenzar quedan pocos en la zona, si
es que quedan. Además, son demasiado grandes como para ocultarse tras esos
matorrales. ¿Me dará tiempo, sea lo que sea, como para meterme en el coche? La hilera
de matorrales parecía más oscura, más siniestra. La ruta vacía, el Sol, el puto perno.
De golpe la vegetación se abrió para dejar pasar a un perro que, con
desconfianza, cruzó la carretera. Silvio decidió quedarse donde estaba. El perro llegó
hasta él y, con precaución primera y algo más tranquilo después, se dedicó a olfatearlo
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para terminar sentándose frente a él. Lucía sucio, sediento, con la lengua colgando al
costado de sus fauces.
Entonces Silvio vació con clavos, bujías, tornillos y demás cosas que siempre
llevaba consigo, y usándola como bebedero la sirvió un poco de agua mineral que el
perro bebió con avidez. El perro se recostó a su lado en gesto de confianza absoluta.
Silvio volvió a guardar las cosas en la caja: entre ellas estaba el bendito encastre.
La sorpresa de Laura, la esposa, cuando lo vio bajarse del coche seguido de un
perro sucio que se sentó al lado de él con el aire de orgullo del perro que ha vuelto a
encontrar su humano, fue enorme.
Se llama Perno - dijo Silvio, a modo de explicación preliminar.
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EL NENE Y EL CABALLO
Elena Mariani
Al pibe le gustaban los caballos, mucho le gustaban, sí ya sé que se fue todo a la
mierda, pero te juro que creí que era el candidato perfecto, pobre y vivo, vos también lo
viste Sapo, ahora no me discutas, atravesaba el campo con el guardapolvo blanco y una
mochila destartalada, feliz de ir caminando tres kilómetros solito hasta el colegio. En el
camino sólo se detenía ante los caballos, los acariciaba les daba algo que sacaba de los
bolsillos, era capaz de compartir azúcar con ellos y sabés que todo les escaseaba.
Además la familia, si eso era una familia, la madre desdentada a los 30, sola con
siete pibes en ese rancho destartalado en el medio del campo de los Juárez, sí Sapo ya
sé que parecía una bruta y no lo era, una taimada, ventajera la tipa con esa pinta de
pobrecita. Ah no era ventajera, o te creés que hizo la denuncia por sus ideales? Quiere
plata. Bueno Sapito, yo también te puedo echar en cara que meterse con la policía no
fue una buena idea, y vos me vas a decir que sin ellos no es posible trabajar y así la
seguimos hasta la madrugada. Pero ya está, perdimos y estamos acá en gayola y si el
boga de los polis no nos saca, y si los polis no nos tiran la mugre de ellos encima, quién
te dice en dos años estamos otra vez en carrera.
Disculpe la molestia pero el Sr Juárez mi patrón me dijo que hablara con la
doctora y nadie más, con nadie más me lo repitió muchas veces, no no fui a la seccional,
les tengo un poco de miedo, de ahí sacaron cadáver a mi sobrino, sí claro que lo
entiendo pero sabe? el patrón me dijo: hablá solo con la Dra. Silva, algo de la Fiscalía,
mire acá me anotó la dirección y el nombre, caminé como treinta cuadras y tomé dos
colectivos para llegar, disculpe otra vez señorita, pero es por mi hijito el Franquito, el
cuarto el de diez recién cumplidos, el más inteligente, puros dieces y felicitados en la
escuela. Espero señorita, todo lo que sea necesario, perdone pero no me voy hasta que
hable con la doctora.
Cómo iba a saber yo,- pedazo de infeliz-, que el Sapo y el otro chatarrero le iban a
enseñar a manejar a un pibito de diez años, son dos inútiles, todo por un caballo de
mierda, si nosotros tenemos varios pungas en la seccional que por cien pesos te traen lo
que les pidas. Dónde viven estos infelices, no saben que ahora con esto de los derechos
de los turros esos ya no es tan fácil mandar a chicos a trabajar en la calle. Encima nos
tocó la Silva, una turra impecable, no hay con qué darle, y nos tiene entre ceja y ceja
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desde el procedimiento del taller del gordo, sabe que cobramos del rubro desarme y nos
agarró directamente sin intermediarios, lo peor es que el patrón del campo nos jugó en
contra, resultó ser un cristiano arrepentido de todas sus fechorías, nos tocaron todas jefe,
no nos enteramos de los allanamientos y a usted se le ocurrió guardarse de recuerdo el
BMW de los agencieros de Pilar, y la gente del Sapo tenía todos los talleres con piezas
afanadas. Un desastre y salimos hasta en los medios internacionales, un escarmiento
dicen, pero ¿justo a nosotros?
La doctora se inclinaba cada vez más hacia adelante intentando no perder ni una
palabra del relato de la mujer que tenía enfrente y procurando no demostrar lo que iba
sintiendo a medida que avanzaba con los detalles
Sí, como le cuento Doctora, no sabe cómo le agradezco que me atienda, Dios la
bendiga, se me apareció con un caballo, me dijo que un señor muy bueno se lo había
regalado, me pareció raro ¿vio? Quién le regala un caballo a un chico pobre y
desconocido. Pero estaba tan contento que lo dejé, se iba al colegio a caballo, imagínese
como lo cuidaba. Un día le encontré unas chapitas, mire, acá las tengo, en el bolsillo de
la camperita, le pregunté qué es esto hijito? Nada Ma, me las dio el señor del caballo, y
para qué sirven mijo? No te puedo decir es un secreto entre nosotros, me puse como
loca, le grité, le mostré el cinto, poco lo uso con los chicos pero a veces hace falta, y
nada, no me respondía, lo agarré y al primer golpe se puso a llorar y me contó. Sí,
Doctora, me contó eso aunque usted no lo crea.
El Sapo y su amigo miraban con desconfianza a sus socios del otro lado del patio
de la comisaría, sabían que cuando cayeran, los policías se arreglarían entre ellos y los
iban a dejar librados a su suerte.
Era vivo el pibito, aprendió a manejar en pocos días, te acordás ? Apenas llegaba a
los pedales pero era lo que buscábamos o no? Que no llamara la atención al abrir los
autos, no era como los fieritas que usábamos antes y te apretaban para conseguir merca
todo el tiempo. Y dejarle las ganzúas te parece? Qué gil que sos.
En el día de la fecha siendo las nueve horas…. Esta formalidad del acta de
denuncia me agobia, miro a esta pobre mujer desesperada tratando de salvar a su hijo
del desastre en el que estos delincuentes lo metieron y siento que el derecho penal y la
tarea jurisdiccional no sirven para nada si no hago algo por esta gente. Al Comisario de
la cuarta ya lo tenía enfocado, me faltaba esto, un testimonio directo para meterlos a
todos en la cárcel, aunque sea por unos años, y a esta familia sacarla de ahí urgente y
protegerla, qué difícil es no llorar mientras escucho la voz balbuceante pero valiente de
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esta mujer que podría ser mi hija y parece mi madre. Qué difícil mantenerme en este rol
sin cruzar el escritorio y abrazarla. Ya tendré tiempo de dialogar sin tanta tensión, tengo
que asegurarle que su decisión ha sido tan importante que merece mi apoyo y mi
confianza.
Y dígame, Doctora, en la ciudad ¿cómo voy a hacer? Me van a dar trabajo, y el
colegio de los chicos, y los muebles, disculpe que parezca una pedigüeña pero no
tenemos más que el rancho y lo poco que hay adentro. El Sr. Juárez nos va a ayudar,
qué buen hombre, que Dios lo Bendiga a él y toda su familia. ¿Tan lejos nos vamos?
Disculpe, tiene razón a ver si me matan los chicos o me los roban, quién sabe de lo que
son capaces.
Al pibe le gustaban los caballos, seguí repitiendo eso que a lo mejor convencés al
Juez para te excarcelen ¡idiota!
La Doctora Silva no pudo abandonar su despacho hasta pasadas las 18, revisaba la
declaración una y otra vez. Sabía desde hacía mucho tiempo que la banda operaba con
menores, pero no podía creer que lo hicieran con ese chiquito del campo. Jubilate,
Marta, le decía su marido, jubílate vieja coreaban sus hijos, pero no podía, esa era su
vida, la justicia en medio de la injusticia y la pobreza y la indiferencia de sus pares y
hasta de sus propios empleados. Después de varias horas tomó el teléfono y lo llamó,
con él todo se podía, esconder un pibe y toda su familia, garantizarles una mejor vida,
no sos Dios, Marta, diría su amiga, no lo era pero algo es algo. El cura la atendió con la
calidez de siempre y escuchó atentamente. Sí, claro, Amelia, así la llamaba en la
privacidad de sus llamados desesperados, como siempre, esta familia estará protegida,
quédese tranquila.
Una vez más en el conurbano ardiente el padre Pepe tendía su mano: el nene de
los caballos estaba a salvo.
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LA BRISA DE JUNIO
Quique Cano Ros
“…y la canción que escuchas, tu cuerpo
abrirá con el alba”
Durazno sangrando
Cuando anochecía, más por lástima que por costumbre, ellas dos sacaban al
viejo a tomar un poco de aire a la entrada del porche. Más tarde, al comprobar que los
mosquitos establecían una tregua piadosa, empujaban la silla de ruedas por el pasillo
que desembocaba en el muelle que la casa tenía a la vera del río. Así se les iba el
tiempo a los tres conversando hasta la cena. La charla de siempre: la luna, los colores
cambiantes, las fotos, las crecidas, la lancha colectivo; que pasa, que ya no pasa…
Hacía diez días eran sólo ellos en la vieja casa del Tigre. La primera que se
encontraba al doblar el arroyo Paso y Pedro Varela.
Ahí según la vieja leyenda descansaba el espíritu de Malaber Correa, un salvaje
asesino que por el 1900 enloqueció de soledad. Un espíritu errante poseído por la
maldad misma que de buenas a primeras comenzó a merendarse a la poca gente que
rondaba la cercanía. Conocido en la jerga policial de la época como “el antropófago del
Tigre”, fue el primer asesino serial descubierto en las tierras del delta bonaerense.
Nunca se lo apresó.
A los Sepúlveda poco les importó eso a la hora de comprar. En principio, el viejo veía
el terreno como una inversión, con el correr del tiempo se fue enamorando. Era un
“lugar único”, situada la casa en un paraje bastante alejado de los arroyos del centro y
todas sus atracciones turísticas. Lo de “lugar único” el viejo lo repetía con aire
insuperable, como si el hecho de ser único prevaleciese sobre todas las casas, parajes,
ríos y demás atractivos del lugar, también únicos.
Las leyendas fueron quedando atrás y con el correr de los años no tardaron
mucho en vivir momentos irrepetibles también, decía el viejo. Deslumbrados por
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amaneceres donde el sol asomaba como un naranjo de ombligo, la vida le sonreía en
ojotas. Así al menos lo veía él junto a sus camaradas trasnochados y fiesteros. A decir
verdad, luego de los atracones nocturnos que se pegaba con sus amigotes de barrio
norte, uno podía encontrar el arco iris a la vuelta de cualquier arroyo.
Ahora le había tocado a su hija más chica, Lorena, acompañarlo en lo que los
dos tomaron como unas pequeñas vacaciones de invierno.
Al mirar alrededor todo tan abandonado, ella siente que su madre tiene razón.
Con los años el viejo se hizo pertinaz, en realidad si volvía tanto al Tigre no era para
saciar su melancolía. Le gustaba mortificar a los demás con sus historias de gran piloto
lanchero.; y de paso, entre gallos y media noche, se volteaba a Mercedes.
La” mecha” quedó como única encargada de la casa; a los ojos de Lorena, se
había transformado en toda una isleña. La sensual Mercedes, hoy ya con treinta años
bajo la piel.
Justo cuando su padre tenía cuarenta y dos años, sufrió el accidente con la
lancha. Desde ese momento, su esposa no quiso volver al Tigre, sólo lo hacía cuando
nadie de la familia se comprometía a viajar con él. A pesar de los malos recuerdos, el
viejo se negaba a vender la casa. A él ya no lo picaban los mosquitos, tenía carnet
vitalicio, -la sangre azul no los llama- era un chiste sin fin. Disfrutaba siendo testigo,
de cómo con el correr del tiempo el río se come las casas abandonadas. Algo tan fuerte
como la imposibilidad de levantarse de la silla de ruedas lo hacía regresar cada tanto.
- Venga don, esta noche la vamos a ver bien desde acá - dijo Mercedes al
acomodar la silla, sin esperar contestación corrió al borde del río.
-Mire ahí, los dos patos fosforescentes que a usted le gustan cruzan el río. Esos dos se
tienen ganas- le dijo al viejo que miraba entre su escote.
Mercedes y el señor se entendían desde hacía algunos años. Su tía, la antigua
ama de llaves, había mandado a buscarla a Corrientes cuando tenía quince inocentes
primaveras, al día de hoy podríamos decir que sólo conserva el acento. Le dieron trabajo
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en la cocina y eran pocos los momentos en que se hacía ver por las habitaciones de
arriba. Ante los ojos libidinosos del patrón, la chica era un lindo durazno a punto de
sangrar. Con su andar de liebre correntina, fue descubriendo las sensaciones que su
presencia despertaba entre los hombres de la casa. Todo era nuevo, muy extraño que
pasara un día sin recibir insinuaciones. Su aire fresco de provincia levantaba todo tipo
de sugerencias.
Pero el acoso de película vino montado en cuatro ruedas. El chofer, un
cincuentón bigotudo que no tardaba mucho tiempo en calentar motores con las
empleadas nuevas, se entusiasmó con ella. En cuanto supo que Mercedes era virgen, sus
revoluciones se pusieron a tope. Cuentan las lenguas afiladas de la cocina, que una
noche se metió en la habitación de ella vestido con el pijama que usaba para dormir.
Cuando lo vio paradito, descalzo, con el pantalón floreado y la camisa a cuadros, pensó
lo afortunada que era al estar indispuesta. El chofer lo entendió en seguida, poniendo
marcha atrás se fue a golpear la puerta de la cocinera. Se salvó raspando. Había una
sola forma de proteger su integridad.
A la mañana siguiente, cuando encontró el momento justo interceptó al señor
Sepúlveda mientras leía en la biblioteca, él la escuchó con sumo interés. No pasaron
muchos días antes de que al chofer lo echaran y Mercedes abandonara la cocina. En
seguida el señor le encomendó otra cosa, pasar un plumero de vez en cuando, subida en
la banqueta la observaba desde abajo; él le pedía algún ejemplar polvoriento, mientras
rememoraba melodías adolescentes.
–Acomodame los libros- le decía, distendido, le cantaba estrofas de canciones que ella
no entendía, pero seguro tenían que ver con el futuro que avizoraba.
“La noche del tiempo, sus horas cumplió, y al llegar el alba el carozo canto….”.Ella reía
al imaginar el momento, sin miedo. Las ganas que superaban la curiosidad, vencieron
el miedo a la primera vez, era la elección correcta, la mejor que pudo tomar.
“…partiendo al durazno, que al río cayó…” Su voz se comía el aire, hasta llegar a los
oídos de ella que no paraban de reír.
-Esta biblioteca es única Mecha, ¿viste alguna tan grande?- se vanagloriaba el señor de
lo bien que hizo en construir una biblioteca tan alta.
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Las cosas estaban en su lugar, “su piel era rosa, dorada del sol”, le cantaba
incansable el patrón. “Y al verse en la suerte de todo frutal, a la orilla de un río, su pelo
y su llegar”. Con esa estrofa se hizo mujer sin darse cuenta, un recitado de pura poesía
que le quitó el dolor a la bella correntina.
El tiempo los encontró fusionados en una complicidad torpe que las miradas no
pudieron sostener. De ambición limitada, Mercedes no representaba ninguna amenaza
para los planes de un depredador como Sepúlveda. Todos lo sabían. Sería raro que
siendo ella tan hermosa que las cosas no cayeran por su propio peso. Hoy recuerda esos
años en Palermo sin poder evitar la vergüenza y la risa. Después de un tiempo, para
mantener su matrimonio a flote, a expreso pedido de la esposa, a la chica se le propuso
vivir en la casa del Tigre.
El anochecer se vino con la clásica niebla flotando en el agua. La brisa de junio,
densa cuando aprieta, flota por el río, sube hasta la entrada de las casas, ensancha las
puertas, pasa sin permiso. Lorena siente sus manos húmedas, le cuesta digerir el paso
del tiempo.
- ¿No tenés miedo, acá sola vos?- dijo al entibiarse las manos.
- ¿Miedo, de qué?
- Y no sé, acá la gente no habla, me pone nerviosa. Después a la noche, los ruidos. Hay
más ruidos que palabras.
- Si será supersticiosa. ¿No andarás extrañando al novio, no? Si querés te consigo algo
en seguidita. Acá son calladitos pero a la hora de cumplir…- dijo Mercedes mientras
cubría las piernas del viejo.
- Te agradezco, pero mañana me vuelvo a la capital. Y vos, es raro pero nunca te
casaste
- No, si novios tuve muchos yo. Pero los patrones nunca quisieron que
me case ... yo vivo bien acá, sin compromisos. El viejo asentía cada afirmación de
Mercedes.
- ¿Y, me lo va a dejar a su padre acá conmigo?
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Lorena clavó los ojos en la manta que cubría las piernas de su padre y no le hizo falta
averiguarlo. Puso la mente en blanco. La noche anterior mientras dormía escuchó unos
gemidos; suspiros con acento correntino provenientes de la habitación del viejo. Pensó
que ése era el único desahogo, por un momento creyó que todo estaba en su lugar. Si
callaba, su madre no tendría por qué enterarse más de lo que ya sabía.
Entonces, con esa voz que parecía aventurada, dijo:
-Vos cuidámelo, mira que del corazón anda más o menos
- Por mí no se preocupe, dígale a él.
Lorena terminó de juguetear con el teléfono. En cualquier momento Mercedes
diría: -¿no quiere que lo hamaque don?- y así lo hizo en dos minutos. Lo pasaron a la
hamaca construida con respaldo hasta los omóplatos. El viejo se dejaba llevar. El ir y
venir del columpio aceleraba sus recuerdos. A medida que aumentaba el empujón era
como pararse en dos piernas y la imagen le venía sola. Ante sus ojos el accidente,
siempre igual. Su lancha yendo en el aire; una estúpida carrera para darse corte con
algún vecino y ese tronco flotando en cualquier lado. El golpe seco en la cadera no sabe
cuando vino, su cuerpo vuela sin columpiarse hasta la orilla.
Abre los ojos, quiere gritar -!más alto Mercedes!- pero el aire frío le tapa la garganta y
no puede.
Sentada a unos metros Lorena dedicó un buen rato a mirar para otro lado. Era
luna llena, a pesar de la niebla alcanzaba su vista una buena distancia.
El momento había llegado, Sepúlveda entre susurros canturreaba su vieja
canción “..y si tu ser estalla, será un corazón el que sangre…” Entonces a ella le pareció
que algo se movía por el fondo, la copa de un sauce. Lo creyó extraño; las casas vecinas
están lejos y los perros de noche siempre avisan. Se enderezó en el asiento y estiró el
cuello, ahora era otro arbusto más cercano. Al ponerse de pie, vio a un hombre salir de
la maleza. Son increíbles los efectos de la niebla; al principio parecía un lagarto de esos
que por la noche se la pasan hipnotizados por la luz de las casas, pero no. Con paso
firme se dirigía hasta donde estaban su padre y Mercedes ignorantes de la situación. En
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sus manos llevaba un sombrero, como una galera de copa. Vestido con un traje antiguo,
de época. Caminaba con dudas, tanteaba el terreno; el tipo se ubicaba en la situación.
- Sabrán ustedes disculpar la intromisión, pero me he perdido - dijo, y dando un
respingo Mercedes dejó de hamacar al señor y dirigió sus palabras directo a los ojos del
extraño.
-¡Por la virgen santa. No sé usted de dónde salió, pero yo acostumbro aplaudir cuando
llego a una casa!
- Mercedes, no ves que anda perdido el hombre - dijo Lorena mirando de reojo al
extraño. -Venga, siéntese un momento. Mecha, traete unos mates, ¿querés?
Y la chica fue entrando en confianza sobre los asuntos del extraño.
- Le agradezco mucho pero quedé con unos amigos para ir a una fiesta de disfraces y me
bajé mal de la lancha.
Mercedes que venía con la pava, la fuente y unos bizcochos de grasa no le dio mucho
tiempo.
-¿Qué lancha, qué fiesta, qué dice? A esta hora no hay más lancha colectivo. Por acá no
hay ninguna fiesta. ¿Qué casa está buscando?
-El arroyo Arenales.
-Eso no es por acá, se pasó maestro-
-Venga, siéntese un rato, deberá estar muy cansado señor ...
-Molina, Sixto Molina para servirle- Y mientras se iba acercando Lorena vio cómo
sujetaba firme la galera. Un poco más alto que ella, se paró cerca. La miró con unos
ojos verdes que disiparon la neblina. Lorena podía sentir sus preguntas en la cabeza.
Mientras estrechaba su mano creyó marearse. Su traje con olor a viejo, la embriagó de
tal manera que a punto estuvo de trastabillar.
- Llegó el mate... Sixto, no quiere un bizcochito, tome, sírvase.
- No gracias, no como bizcochos.
- ¿Y mate tampoco? Viene con ruda.
- No, no, le agradezco, el mate no me cae bien, es ácido.
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-Ah, la pucha- dijo guardándose el pensamiento. Un hombre que no toma mate a ella le
caí definitivamente mal.
-Sixto- dijo Lorena - ¿usted no irá solo a la fiesta, no?
-Es un casamiento. Yo no salgo mucho vio, ahora no sé cómo volver a mi casa desde
acá, ¿el arroyo ese está lejos?
-¡Y más o menos, vio! Pero si camina derechito por acá, por la orilla es una media hora.
-Hace más de dos horas que camino.
-Aaay, pobrecito- dijo Lorena riendo con un “puchero” seductor. Por momentos
olvidaba a su padre; en realidad con la llegada de Molina, las dos se lo habían olvidado
en la hamaca.
-Dos horas, qué fatalidad, justo acaba de pasar la última lancha colectivo.
-Una fatalidad, no sé.... gentilmente les pediría alojamiento.
-No se puede- dijo Mercedes pensando en que a Molina no le gusta el mate. –En la casa
no hay lugar-.
-Entonces tendré que retirarme, disculpen y gracias de todas formas- Antes de irse,
como buen caballero, besó la mano de Lorena. Ella sintió algo distinto, además de ojos
encendidos tenía un vello suave, como una pelusa de durazno en la palma de la mano.
-Estábamos por cenar, si anda con hambre….
-No, le agradezco, han sido ustedes muy serviciales- y así como vino se perdió entre la
maleza mientras las mujeres discutían en voz alta.
-No es bueno alojar extraños nena. Las cosas acá no son como parecen. No es bueno y
punto. Voy a preparar la cena.
Si lo pensaba dos veces, Mercedes tenía razón. Lo más probable es que durante la
noche no sucediera nada. ¿A quién se le ocurre casarse y celebrar con una fiesta de
disfraces? Tanto aburrimiento se curaba con una buena fiesta.
Ya en la cocina, Mercedes enciende la hornalla del fondo, da una
revisada al vuelo, algo está mal, como si faltara un olor.
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-Muchacha atrevida-, invitar a un desconocido a cenar, a dormir –
De la heladera saca unos bifes de cuadril, tira la sangre en la pileta. Iba a prepararlos
saltados con ajo y cebolla, bien picadita y mucho limón, como le gusta al señor. Se
calienta las manos con la llama azul y piensa, después ajusta su delantal. Piensa en el
señor olvidado en la hamaca. ¡Pobre! ¿Qué diría él si se enterara de todos los hombres
que frecuentan la casa cuando el patrón no está? El tipo ése, Molina, era bastante buen
mozo, pero ella jamás arriesgaría su trabajo. No debe abusar. El reloj de pared le avisa
la hora de la pastilla. Esa cabeza distraída. Saca la tableta del cajón y sirve un vaso de
agua.
Con un sonido que no la deja gritar, el cajón vuelve y le aplasta un dedo.
Después de eso fue la mano izquierda de lleno a los glúteos y la otra rozándole el
cuello. Quiere regresar, pero no puede, los cuerpos se juntan. Por detrás, Molina la
tiene sujeta de la cintura. Un olor a durazno le sube por la nariz y lo siente propio. No
puede gritar, ni lo intenta. Como mareada por un extraño influjo se deja apretar contra
la mesada, larga el cuchillo; con la otra mano se desespera, la sartén termina en el piso.
El sube hasta meter su izquierda dentro de la solera, desprende los botones, da un
suspiro cuando acaricia los pechos blancos bien terminados. Aprieta su pezones duros
con uñas largas de vampiro. Se pega más contra el cuerpo de ella y con la mano libre
retira unos mechones del cuello. Saca su lengua arrugada y lame. En zig zag busca un
hueco que le permita tocarla por delante. Mercedes se abandona a ese aliento extraño
hasta sentir como los finos colmillos de Molina penetran buscando la sangre caliente de
la yugular.
Succiona tranquilo hasta sentirse vivo otra vez, igual a los tiempos en que la isla era su
territorio. Bebe su sangre despacio. Disfruta como si la hubiera deseado desde hacía
mucho tiempo. Y cuando ella abrió sus ojos llenos de placer notó cuál era la falta.
Alguien había retirado la ristra de ajos colgada en el marco de la puerta. Ya no le
serviría de mucho, nadie cocinaría más en la casa.
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