sobre muertos y muy vivos
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GABRIEL LLANOS CERNADAS
Sobre muertos y muy vivos
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© Gabriel Llanos, 2006
© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2006.
Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
yerbamalacartonera@gmail.com
http://yerbamalacartonera.blogspot.com
Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),
Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Yiyi Yambo
(Paraguay) , Dulcinéia Catadora (Brasil), Santa Muerte Cartonera
(México)
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Impreso en: Av. Villazón Carretera Sacaba Cochabamba.
Derechos exclusivos en Bolivia
Hecho el depósito legal: 4-2-1355-06
Impreso en Bolivia
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ALGO ENTRE LAS PIERNAS
Alicia entró contorneándose en la tienda de Don Manuel. Se paró
frente al viejo y saludó coquetamente. Una blusa blanca ajustada,
dejaba distinguir un par de senos abultados, sus pezones parecían
observar tras la tela transparente al almacenero. Un par de piernas
pálidas y carnosas caían por debajo de una pequeña falda. Don
Manuel, quien había conocido a Alicia desde pequeña, miraba
fijamente hacia donde ella se encontraba, algo de extraño y ansioso se
reflejaba en sus ojos, una gota de sudor rodaba hacia su arrugada
barbilla, corría sin prisa para depositarse en su rechoncha barbilla, al
mismo tiempo y de improviso, algo empezó a crecer en sus
calzoncillos.
—¿Tiene fideos?— dijo la niña con una coqueta mueca, el
viejo respondió con una venia casi imperceptible. La niñita que venía
a pedir dulces había crecido, sus cuerpecito delgado y varonil habían
quedado en el olvido, ahora era una mujer hacha y derecha. La mirada
del almacenero parecía perderse en las carnosidades de la joven. Su
rostro se tornaba escarlata mientras sus ojos parecían explorar el
cuerpo de la joven mujer, parecía disfrutar con cierta morbosidad
aquellas piernas contorneadas, el sudor frío que caía de su escaso
cabello lo delataba, aquellos senos redondos y pulposos que
recordaban a la perdida maternidad y aquel bien formado trasero que
se dejaba apreciar por la pequeña falda que llevaba la expuesta joven
parecían extraviar al hombre entrado en años. La observaba fijamente,
la observaba sin pestañear mientras su pulso se aceleraba y el rictus de
su cara se transformaba de una amable sonrisa a un libidinoso gesto, a
un gesto de sufrimiento e incomodidad, al mismo tiempo, un bulto
inmenso crecía en sus pantalones.
—Me da dos libras— dijo la joven hembra, entretanto, acariciaba y
apretaba fuertemente entre sus dedos largos un sucio billete de veinte
pesos. Lo acariciaba lentamente y con suavidad, atravesándolo con el
sudor que su mano desprendía, dejándolo lánguido y húmedo. Don
Manuel miraba las acciones de la niña-mujer y su transpiración crecía
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junto con una tensión que se iba extendiendo de sus brazos a sus
piernas, junto a sus emociones incontenibles, algo entre sus piernas
crecía mas y más.
Se acercó Alicia hacia la alacena donde se guardaba la
mercadería, abrió uno de los compartimentos que se encontraban
debajo, se agachó y dejo entrever bajo su minifalda y sus gruesas
piernas una tanga color rosa. Don Manuel con la vista fija en un solo
punto, colorado y con la respiración entrecortada sintió que lo que
crecía en sus pantalones empezaba a tomar formas
desproporcionadas, sintió que de un momento a otro sus calzoncillos
explotarían.
Alicia cogió una bolsa de tallarines delgados, irguió su tronco
y dejó que su larga y negra cabellera acariciara su espalda,
desmoronándose en su cintura de ninfa. Estiró la mano hacia uno de
los compartimentos para alcanzar una lata de salsa de tomate que se
encontraba en la parte alta del estante, al no poder alcanzarla, se puso
de puntillas; en ese instante, mientras los talones se alejaban del suelo,
sus nalgas se contrajeron y formaron unas curvaturas casi perfectas,
más levantadas, más llamativas, más sediciosas. Don Manuel miraba,
parecía un toro colorado, su respiración se entrecortaba más, el sudor
se convertía en un torrente de aguas salvajes, su barbilla se llenaba de
liquido salado, el bulto entre sus piernas seguía creciendo, rellenando
el pantalón hasta alcanzar dimensiones inexplicables.
La joven en su postura de puntillas comenzó a menearse
buscando la lata ansiada, se meneaba y dejaba que sus nalgas se
muevan en una danza cadenciosa, se podía divisar un poco de piel, un
poco de tela, un poco de gloria, mientras tanto el pobre viejo sentía
querer morirse, más rígido, más sudoroso, más colorado, un rostro
más deformado y un bulto cada vez más grande.
Alcanzó la lata y el espectáculo se dio por concluido, arregló
sus diminutos vestidos y con movimientos insidiosos se adelantó
hacia la salida de la tienda. Una mirada, un guiño y una sonrisa regaló
al pobre hombre tras el mostrador, frunció su nariz y se la tapó con
una de sus manos, se dio la vuelta y salió. El viejo Manuel no
reclamó, la sensual mujer se iba, el pobre tendero se quedó quieto
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viendo como la pequeña Alicia salía de su vida sin pagar la cuenta. El
extraño cuerpo entre sus piernas seguía creciendo.
Mudo con la vista en un solo punto, trato de recuperar la
movilidad, arqueó sus piernas porque el cuerpo entre sus piernas lo
obligaba a hacerlo, dio media vuelta y a paso lento avanzó, el bulto
que había crecido manchaba y embadurnaba la ropa interior del pobre
viejo. Con cuidado y dando grandes zancadas se internó en una puerta
que llevaba inscrita la palabra BAÑO.
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CHOLAAA...!!!!!
Una diarrea galopante había fulminado a Eduviges Mariaca. Una taza
inundada de excrementos caducos, un bastón viejo y marchito, una
silla de ruedas ensombrecida por la mucha manipulación de las manos
gastadas y pestilentes, y un basurero repleto de papeles usados fueron
el último lecho de la marchita mujer. Un papel murió pidiendo papel
para limpiar sus laceradas nalgas, sus chirridos lastimeros no pudieron
traspasar las gruesas paredes del departamento donde habitaba, sólo
deseó morir limpia, oliendo a flores, no a defecaciones humanas.
Nadie oyó sus gritos de auxilio. El silencio que emanaba de su voz
suplicante quedó atrapado en aquel receptáculo, ningún vecino
escuchó queja alguna, a nadie le interesó. Sin embargo, y no se sabe
por qué, los gritos de la vieja impertinente se dejaban escuchar aún
después que ella había muerto.
—¡Chola! ¿Dónde te has metido pedazo de imilla? —decía,
mitad muerta, mitad sin vida. Unas ojeras profusas y penetrantes
manifestaban su estado, la infección la había consumido hasta
perderse entre sus mismos huesos, tan poca fuerza, tan débil, tan
malediciente. La inmundicia se entremezclaba en sus gritos, al igual
que ella iba haciéndose una con el putrefacto cuadro. Todo una misma
masa, retornando a la totalidad, regresando a donde un día había
salido.
—¡Chola! ¿Dónde te has metido, mal agradecida? Si no fuera
por mí, serías una puta. ¡Maldita, ven aquí!. Necesitó el talco, los
desechables, ven chola cochina, ven a limpiarme, que todo esto huele
a mierda.
Rufina Quispe no se había dado cuenta. Estaba fría, congelada
por el averno que se abría debajo sus pies, no veía ni sentía el calor
que el séptimo círculo le regalaba, únicamente los muertos lo sienten.
Para ella la vida transcurría sin tiempo. Como siempre, es difícil saber
si vives o mueres cuando la náusea ya te ha consumido antes del
sueño.
—Ya voy señora, ya voy, no me grites que no estoy sorda.
—¡Chola!, te voy a enseñar a obedecer a tu patrona. Te voy a
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botar a la calle por atrevida. ¡Desgraciada! ¡Vení ahorita! ¡Te estoy
llamando...!
—Ya señora ya voy, te estoy llevando tus ropas para
cambiarte
El cuerpo de la doméstica era un mostrador de carne oliscada
deambulando por los pasillos de la maloliente vivienda. Las moscas
rondaban sobre su delgada y patética figura, anidaban sobre sus
cabellos despeinados, se acurrucaban en los pabellones de sus orejas y
excretaban sobre su puntiaguda y cadavérica nariz, dejando puntitos
negros como grandes orzuelos a punto de estallar. Ella, acostumbrada
a que los bichos velen su cabeza y su cuerpo, no se inmutaba ante la
cruda realidad, no se percataba de aquel estado de degeneración física
que sufren los cuerpos exánimes, creía seguir existiendo, en la cocina,
en el cuarto de planchar, en el baño. Sentir esa presencia le decía que
aún continuaba siendo atormentada por la maravillosa vida. Los gritos
retumbaban entre las moscas, entre la inmundicia, entre los dientes
rechinantes de Rufina. La ama la había sometido a lo que la palabra la
conminaba: a la misma mierda. Detritus humano a la que las buenas
costumbres y la etiqueta social le pusieron un rótulo: chola. Rufina
debía haber rendido cuentas al creador dos semanas atrás, frente a una
muda oscuridad y un corazón que explotaba para sus adentros, pero la
factura no alcanzaba para pagar el nicho, el gran padre le dijo que
vuelva cuando tenga dinero para alquilar un rinconcito en su
grandioso paraíso. Ni los cuarenta años de haber servido a la vieja
Eduviges alcanzaban para cubrir los gastos de su sepelio, tampoco la
juventud pisada, enclaustrada en ese mundo excrementoso y rutinario,
mucho menos los años perdidos limpiando el trasero rugoso de la
patrona del vocabulario blasfemo, nada podía cubrir los gastos que
trae la muerte, por eso quizás es que la chola ajada decidió seguir
deambulando en aquel lugar repugnante..
— Aquí estoy señora, déjate de gritar pues, aquí estoy. ¿Qué
quieres?
—Chola atrevida, te voy a enseñar a chancearte con tus
patrones, tan tarde, tanto he gritado, tantas horas sentada y tú sin venir,
maldita, ya vas a ver, te voy a reventar, vas a aprender a comportarte...
Eduviges Mariaca observó a la vieja que la bañaba y la
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toqueteaba cada mañana, no se percató de las moscas y trozos de
carne que caían en la loza gastada del baño, ni mucho menos de los
ojos que se acurrucaban en las mejillas de la sirvienta; sin embargo, se
dio cuenta que algo era diferente en aquel ser, por primera vez en su
vida vio a la chola, no lo que era, sino lo que representaba. La odió y
se odió por entender en ese momento todo.
—Chola cochina, atendeme que para eso estás aquí, apúrate, a
mover tus nalgas, ¡floja y mierda!
Rufina Quispe con lágrimas en sus ojos desterrados, también
miró a la vieja urraca, la observó de pies a cabeza, la vio débil y sin
fuerzas, nadando en un mar escatológico y perturbado, también se dio
cuenta que la que ocupaba la taza rebalsada se parecía a ella, sólo que
más pálida y perversa. Sus ojos se secaron y por primera vez en toda
su vida respondió de manera diferente.
—La cochina es usted, vieja cagona...
Doña Eduviges Mariaca, infamando al aire y a sus ocupantes, sacó
fuerzas de su languidecido brazo, tomó el bastón que le hacia
compañía, elevó su descompuesta mano y descargó un golpe sobre el
rostro de la empleada rebelde.
Un trozo de piel violácea y una mano anémica se
desprendieron, un bastón impregnado en carnes oliscadas cayó al
suelo, salpicó de excrementos los rostros de las difuntas e hizo eco en
la penumbra, marcando para la eternidad a ambas mujeres. Chola y
ama gritaron de dolor y de miedo, sus quejas se entremezclaron en la
oscuridad de la habitación. Por fin se miraban como eran: sólo un par
de viejas pudriéndose en un baño, olvidadas en un departamento,
desapareciendo y convirtiéndose en ecos perpetuos. Ambas se
quedaron quietas por primera vez después de vagar por el limbo
durante días; aceptaron su estado. Mas eso no importaba, nadie se
había dado cuenta que ellas habían dejado de existir.
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ESTAMOS MUERTOS
—Estamos muertos...
—Bah, sonseras hablas, Alfonso, puras sonseras son, ya estas
borracho, siempre me dices lo mismo cada vez que chupamos. A ver,
pensá un ratito, los muertos no chupan como beduinos —respondió
Álvaro en tono trivial, como queriendo minimizar el conflicto del
inseparable amigo, mientras tanto iba sorbiendo un vaso con algo que
derretía el plástico en sus manos. Después de una larga velada de ron,
singani y alcohol, la noche comenzaba a ceder frente a los primeros
vistazos de luz; en las montañas se podía distinguir algunas claridades,
las manos largas del poderoso querían tocar las redondeces de la
coqueta nocturna. La luna abandonaba su puesto para dar paso al dios
sol, un juego sensual se desarrollaba entre ambos cada día, el astro
señor quería intimidad con la señora noche, pero ésta, ya cansada y
madura, había aprendido de los errores, escapaba de las manos del
intemperante rey para acurrucarse en los brazos de sus amorosas hijas,
de las hijas paridas a raudales por culpa de la promiscuidad del padre.
La lujuria siempre muere con los hijos. Si mamá y papá se hubieran
cuidado, no existirían pléyades que alumbren la noche y ambos
podrían juguetear tranquilamente en la oscuridad. La señora
aprovechaba la noche para ocultarse, dispuesta a reposar de la
inquietante vida de los mortales y de las fugaces y ardientes manos del
esposo lascivo. Álvaro y Alfonso tomaban sus preparados de alcohol
y agua, dejaban que el liquido espirituoso caiga de un solo golpe de
mano y queme sus entrañas. Tomaban a toda prisa por que la noche
acababa y pronto tendrían que volver a su rutina, la reunión de
confraternidad se estaba acabando.
—La vida no es de sentir, la vida no es de creer, la vida es de vivir y nada más, ¿cómo vamos a estar muertos si bebemos y vivimos como nos place?
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—En verdad, pues, creo que estamos muertos.
—A ver, ¿qué te hace pensar que estás muerto, Alfonso?
—Mi esposa, la Anita, ya no se hace caso, la acarició y no siente, la toco y no dice nada, se queda callada, duerme.
—No chango, así son las mujeres, romance quieren, plata quieren, todo quieren, menos sexo. Cuando hay hijos ya no hay pasión, eso muere con los años, lo único muerto que tienes es tu matrimonio, Alfonso, nada más.
—Pero si hace dos semanas nomás estábamos juntos, me quería, decía, me abrazaba, después no sé qué ha pasado, no me acuerdo, tal vez me he muerto chupando.
—No morimos por chupar, del corazón morimos, del frío morimos, del cáncer morimos, de un accidente morimos, pero no por chupar unos inofensivos «mísiles», esos borrachitos mueren de frío no de chupar, difícil que te hayas muerto.
Y trago tras trago la noche iba durmiendo, cansada de la faena
nocturna, cansada de dar abrigo a borrachos, vagos y ladrones,
dándoles consuelo por nada; acurrucada en sus sabanas negras,
dormida, mas no reposada, porque las haces del dios la toqueteaban y
la ponían nerviosa, sentía asco de aquellas manos ardientes, no
dormía, cerraba los ojos para imaginarse que Mercurio la poseía o que
sus hijas la consolaban. Álvaro no podía sostenerse en pie, la
conversación sobre la otra vida continuaba. Alfonso quería convencer
al amigo de su estado post-mortem, quería saber qué le pasaba, no
hallaba respuesta al rechazo, no entendía cómo podía ser alguien sin
ser alguien. Álvaro no le hacia caso, para él eran cosas de amargados,
de impotentes, de borrachos.
—En serio, hazme caso, creo que nos hemos muerto. Mis
hijos tampoco me escuchan, les grito pidiendo algo y no me oyen, yo
tengo que ir a traer mis cosas, yo me sirvo la comida, ya nadie me
sirve, nadie me hace caso
—Te has vuelto paranoico, Alfonso, los jóvenes son así, a
cierta edad nada hacen por ti, se independizan, te esquilman hasta el
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último centavo y te dejan en la cochina vía para irse a las discos, a las
chupas con sus badulaques amigos y sin embargo no pueden servirte,
así son, es la ley de la vida.
—Pero nadie más bebe hace tiempo con nosotros, sólo los
dositos estamos chupando, nadie nos dice nada, ni los pacos nos
cargan, ni los pandilleros se acercan, hasta los choros se hacen los
locos.
—Viejos y sin plata somos, Alfonso, a los viejos nadie les
pide cuentas, nadie los molesta, ¡Qué se jodan el hígado, ya han
vivido!, ¡que se mueran, son basura!, eso piensan los tiras de mierda,
nos quieren matar, y la mejor manera es dejándonos tomar nuestros
«tirillos»; en cuanto a los amigos, también son una mierda, sólo te
buscan para empobrecerte, para chupar gratis, cuando bien estas:
amigo, amigo, te dicen, después te botan, no te conozco, te dicen
después, hermanito, ahora ocupado estoy, así te dicen; una vez que
consiguen su propósito, se van, una mierda son los amigos. Tampoco
los necesitamos.
—No, en serio pues, nos hemos muerto y estamos pagando
nuestras culpas, los borrachos no vamos al cielo, ¿sabias?, nos vamos
con el tata tío, a quemarnos en sus llamas, a oler azufre, a sufrir los
suplicios mas inimaginables, a que se coman nuestras tripas los
duendes y los demonios, los borrachos vagamos en este mundo, Dios
no nos acepta ya, odia el pecado, odia el olor a trago, le repulsa los
borrachos, como a mi mujer; por eso, Alfonso, nos hemos muerto,
estamos pagando nuestra culpa, tal vez ni el diablo nos quiera
reconocer
—No, carajo, no estamos muertos, estamos chupando,
estamos hablando, los muertos no hacen eso, los muertos sólo
duermen, los muertos se quejan por las calles, asustan a los
borrachitos como nosotros, les agarran de las patas, se disfrazan de
bebe con bigote y después te hablan, se visten de negro y te
encandilan, unos jodidos son los muertos, te asustan y después se van.
Yo borracho alegre soy, divertido, ¿quién es así?, haber dime: ¿qué
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muerto conoces que es así?
—Los muertos también dicen sus tristezas, tal vez cuentan sus
alegrías, sólo que los que viven no quieren escucharlos... escucharnos;
es así, Alfonso, los muertos a veces no se dan cuenta que están
muertos, son almas en pena que vagan pensando que están vivas,
vagan expiando sus faltas, sus pecados.
—No estamos vagando, no estamos con cadenas, no decimos
buuuu, estamos chupando en el parque Riosiñho, estamos con unos
alcoholes que hemos comprado de la tienda de la esquina, estamos a
la luz de un farol, estamos disfrutando y olvidando como nos olvidan,
vamos, chupate de una vez, ya es tarde, tenemos que irnos ya. Los
muertos no chupan, los muertos sólo duermen, y yo no duermo, yo
estoy calentándome con ésta que no me engaña.
Al escuchar esas palabras, Alfonso defendió por ultima vez en
aquella noche sus argumentos. Creyó que podía darle fin a esa eterna
discusión. Por fin la respuesta a su tesis se había vislumbrado de una
manera simple.
—Aja, ¿y a dónde tenemos que irnos?
—¿Irnos a dónde?
—Ya sabes, Álvaro, adónde tenemos que volver, ¿dónde vas a ir a dormir?
Álvaro confundido, sólo atinó a balbucear algunas frases ininteligibles
—¿Adónde tenemos que regresar? —Insistió el triunfante
beodo, que también tambaleaba por los gases tóxicos que perforaban
sus recuerdos y mezclaban fantasía con realidad, vida con muerte, luz
con oscuridad, noche con día, alcohol con manjar...
—No sé pues, me he olvidado— respondió Alfonso, mientras
se bamboleaba y daba de topes al farol.
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—¿Ves?, ¿ves?, ¿sabes por qué no te acuerdas?, porque estás
muerto, estás muerto. Si no te acordarías, los muertos no tienen
memoria, los muertos ya no tienen hogar, los muertos dan vueltas, se
olvidan, se pierden, mueren y vuelven a vivir, ya no recuerdan, se
olvidan, se olvidan como nosotros lo hacemos.
—No, no es eso, compadre, borracho estoy no me acuerdo,
para qué chupamos tanto, en el camino me voy a acordar.
Alfonso al escuchar esto, se dio cuenta que sería imposible
convencer al amigo de su sombría situación. El sol había salido con
sus manos desesperadas queriendo tocar algo de mujer, sus primeros
rayos hicieron que corra la noche para que se esconda tras las sábanas
negras, el astro rey buscaba escotes, buscaba ver, las ansias de poseer
lo llenaban de ira y rabia, lo llenaban de calor, sus poros explotaban
formando grandes nubes radioactivas, su fuerza se centraba en un solo
punto, deseaba estallar, y la madre luna durmiendo con sus hijas. La
mañana comenzaba a prometer un día de extrema temperatura; los
dos amigos se abrazaron, oscilaban como péndulo de reloj antiguo, no
sudaban pese a las caricias de Júpiter, tal vez porque la bebida los
había secado sus pasos se confundían con el trajín de los pájaros y el
ruido de las primeras movilidades que iban directo a la rutina diaria;
se dirigieron andando por una de esas calles viejas que conectan el
casco viejo con el centro, pareció como si se diluyeran entre las
paredes de una casona antigua, quizás fue una visión producto de las
emanaciones de vapores que empezaba a desprender el asfalto.
Mañana, estoy seguro, continuarán su conversación sin solución, hoy,
hoy tienen que volver a casa.
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FRÍGIDA
Su indiferencia fundida con la noche se entremezcla en los
claroscuros de la vida. Un poco de oscuridad, otro poco de
ausentismo, un poco de soledad, otro poco de miedo, todo en ella se
pierde en la noche: sus cabellos largos y cenagosos, sus ojos
profundos: ni un halito de luz, ni siquiera una chispa. Todo
escalofriante. La cavidad oculta entre sus piernas: seca,
extremadamente seca, como el desierto: sin vida, sin líquidos, sin
sentido. Todo en ella se confunde, como si fuera una sola con la noche
Ardiendo, quemándome entre las llamas del deseo, en el
congelado cuarto, con mi cuerpo entumecido, únicamente una sábana
nos tapa. Tiemblo de frío y jadeo de calor, enfermo, delirante de
pasión, de morbosidad, de sed y de amor. Mis piernas trepidan, no
atinan a apoyarse sobre las de ella, resbalan sobre su cuerpo. No se
inmuta, no se mueve, mira hacia la pared de azulejos blancos, que son
tan oscuros por el reflejo de la soledad, lo prefiero así, me llenan de
espanto aquellos hermosos y profundos ojos, tan solemnes y fijos, tan
tristes, tan sin vida.
Resbalan mis piernas al intentar abrir las suyas, su fuerza es
superior a la mía, cuando logro abrirlas, ellas vuelven a su posición
inicial chocando tobillo contra tobillo. Me rechaza, me enfurezco,
muero por entrar y hacerla mía, como todas las noches. Apetezco su
carne, su sequedad, su frialdad. Abre tus piernas Frígida amada,
quiero hacerte el amor, que sientas mi dulzura dentro tuyo, ábrete
querida, te amo. No me oye, no se mueve, se abandona y se disuelve
en la penumbra.
Un juego, un simple juego de pareja, ella no se deja, yo la
obligo, ella se deja, es feliz, somos felices, creo escuchar su gemido
leve y sensual, parece decir algo, aunque esta fría, es de suponerse, el
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azulejo es frío, su espalda choca contra él. Gimotea de dolor y de
placer, parece hacerlo, no la escucho, me oculto en mis deseos, en mis
divagaciones, veo otros cuerpos, el cuerpo de Carla, de Luisa, de
Andrea, de Lucia, muerdo sus pechos, dos conos, está congelada, la
caliento, soy tierno también, la abrazó, no termino, prefiero así, el
juego tiene que alargarse, hacerse eterno. Todo un juego, un simple,
sano y lúdico preámbulo antes de la explosión en la que entraremos
los dos. No se deja, necesita disfrutar más, los amigos siempre me
dijeron: las mujeres necesitan romance. Dejo de preocuparme,
acaricio su piel, siento como el terror se apodera de mí, está fría, tan
fría como la noche, no se inmuta, no se queja ante el imperturbable
clima, desea continuar el juego, trato de calmarme: es normal: noche
fría, una sábana, el azulejo, nuestros cuerpos desnudos, también me
muero de frío.
Ha cedido, ha dejado que nuestros cuerpos se fundan, sus
piernas se mantienen abiertas, ha dejado que entre, ha abierto sus
puertas para mí, he aquí, aquí voy querida, guarda silencio, me gusta
tu silencio, me gusta que calles, me excitas cuando enmudeces. Entro,
socavo, profundizo en ella, en su oscuridad, ya no hay miedo,
únicamente curiosidad, hambre, búsqueda de calor y aquella luz al
final del camino. Sin embargo, está seca, tan seca como la noche, tan
dolorosa como el silencio que le obligo a tener. Jadeo, un gimoteo de
dolor, de indescriptible malestar, angosto el camino, demasiado
angosto, tan estrecho como el cuarto que nos cobija, tan frío, tan
oscuro, tan siniestro. Necesita caricias, muchas caricias, caricias para
que el camino se alise, para que no gima, para que lo disfrute, para no
oírla: calla, calla, déjame sentirte. Sangro, demasiado seco, más
caricias, más vida, toma un poco de calor, toma un poco de mí, eres
mía, soy tuyo, eres tú, te amo, ámame, disfruta, pero calla…
Termino, lo logro, exploto dentro, un hueco de sangre y
sudor, de cansancio colorado, hemorrágico, lacerado. Ella parece no
sentirlo, mi amada Frígida, tan inestable, tan fría. No te has dado
cuenta, susurro a tus oídos que te amo, no me contestas, has vuelto a
cerrar tus piernas, haciendo resonar en las frías paredes de azulejos
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blancos el contacto de tus tobillos; te susurro en los pabellones de tus
gélidas orejas que te amo. Ella sigue mirando la pared, espero una
respuesta, no me responde, sólo espera que me vaya, ella no me dirige
palabra alguna. La tapo, ha dejado que sus senos tiesos se queden al
aire, no se ha cobijado con la tela blanca, no siente frío, no me
responde. Me visto: pantalón blanco, camisa de popelina, zapatillas y
barbijo. Vuelvo mañana, le digo, abro la pesada puerta y se cierra con
furia, escucho: desde afuera se oye como ella comienza a llorar, lo ha
sentido, lo ha disfrutado, soy su hombre, soy de ella, ha sido mía...
igual que todas las noches....
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Ediciones Yerba Mala Cartonera
Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para
caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas
de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.
Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora
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Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257
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