picotazos en serie. microrrelatos
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Diseño y textos: Sergi Cambrils Ilustraciones: Internet (manipuladas)
microsergirelatos.blogspot.com www.sergicambrils.com info@sergicambrils.com
INDICE
FREAk SHOW 13
BENDICIONES Y BUENAS NOCHES 14
INEXPLICABLE 16
CAPRICHO 19
INMERSIÓN 20
EL VIEJO SOFÁ 23
CENA NAVIDEÑA 24
DULCES SUEÑOS 27
EL VIEJO ZORRO 28
EL GUANTE DE CRIN 31
LA SESIÓN 32
PORVENIR 35
PLACAS DE HIELO 36
CARRERA DE OBSTÁCULOS 39
CERRADURAS 40
DESPOJOS 43
LA HORMA DE SU ZAPATO 44
SUPERVIVENCIA 47
EL INTERRUPTOR 48
SOLEDAD 51
PUNTUALIDAD 52
LA MASCOTA 55
CONECTIVIDAD 56
PRISIONERA 59
ELECTRODOMÉSTICOS 60
SOMBRAS 63
ATÍPICA 64
MIL MARAVILLAS 67
MODAS 68
¡¡ OOOOOOOOOOHHH !! 71
AMOR DULCE 72
OTRA ÓRBITA 75
MIGRACIONES 76
PERRO DE COMPAÑÍA 79
SERPIENTES 80
TIC-TAC 83
EL ALBERGUE 84
PUÑOS MORTALES 87
LA MATANZA 88
OCHO VOCES 91
FUE NOTICIA 92
LO DE CADA UNO 95
PEREZA 96
EL HORARIO 99
LOS LIMPIADORES 100
FIN DE LA CITA 103
RABIETAS 104
CUALQUIER NOCHE LOS GATOS… 107
OJO AVIZOR 108
ENTRAR AL TRAPO 111
METAMORFOSIS 112
AROMAS DE PAPEL 115
PAPELEOS 116
EL SUPERVIVIENTE 119
LLUVIA 120
EL ABUELO 123
DURA DE PELAR 124
EL ESPECTÁCULO 127
LA CARRERA 128
POR BULERIAS 131
SALUDARSE 132
EL REFUGIO 135
UN FINAL 136
NADIE NOTA NADA 139
EL INODORO 140
SEGUIR LA ESTELA 143
VIGILANCIA 144
CAPRICHOS DE LANATURALEZA 147
CELEBRACIÓN 148
LA MUTANTE 151
TODO LO BEBIDO 152
EL MIURA 155
FAMILIA 156
CORAZÓN DE RESINA 159
MALA COMUNICACIÓN 160
BAÑO DE AMOR 163
COSTUMBRE ELECTORAL 164
DOMINGO 167
TODO SE GIRA 168
SEÑALES 171
RUINA DE HORMIGÓN 172
“YATEKOMO” 175
EL UNGÜENTO AMARILLO 176
ESPECTRO 179
LA INVASORA 180
TEORÍA DEL COLOR 183
LA BANDA DEL DIRECTOR 184
TODOPODEROSO 187
SUSTANCIA CICLISTA 188
NIÑO 191
EL OSO 192
EL SILENCIO DE LOS PREMIOS 195
«B» 196
TRASPLANTES 199
COSQUILLAS 200
LA PITONISA 203
EL MISTERIO DE LOS CALCETINES 204
NO ME FIO 207
LA PAREJA 208
LA ALMOHADA 211
Cien microrrelatos ilustrados de unas cien palabras que te picotean el cuerpo en un plis-plas
12
FREAK SHOW
Al caerse mis dientes de leche los nuevos que se
formaron fueron todo muelas. Ni incisivos ni caninos
ni premolares. Se configuró una dentadura
descomunal de treinta y dos anchas coronas que
molían y machacaban cualquier cosa. A la hora de
comer me llamaban “la apisonadora” porque ni
cortaba ni desgarraba; solo trituraba alimentos. Era
un monstruo con sonrisa de caballo, la atracción de
feria de todos y el motivo por el que llenaban su boca
de improperios para provocar mi llanto. Arrinconado
en una esquina e incapaz de contenerme, conseguían
hacerme llorar desconsoladamente, y descubrían
fascinados el verdadero espectáculo que suponía
presenciar cómo brotaban lágrimas de gelatina de mi
único ojo.
13
BENDICIONES Y BUENAS NOCHES
La otra madrugada llamé a un programa esotérico de
la radio para preguntar sobre el amor a la guía
espiritual que lo conducía. Se llamaba Leonor, y
además de tener una voz preciosa era especialista en
cartomancia y artes adivinatorias. Me dijo que
visualizara un color y que lo retuviera en mi mente.
Pensé en el negro. De fondo sonaba una música
misteriosa mientras me hablaba con bastante
indeterminación sobre aspectos de mi vida para
concluir diciéndome: «Cariño, estás cargado de
malas energías y necesitas una limpieza del aura».
Ahí sí acertó de lleno; llevaba demasiado tiempo
aguantando a Laura.
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INEXPLICABLE
El vaso que cae de la mesa se queda suspendido en el
aire antes de impactar contra el suelo. Me acerco
impresionado y compruebo que en efecto está
flotando a un palmo del piso. Lo toco cauteloso.
Oscila levemente como un péndulo desacompasado y
vuelve al mismo punto. Ejerzo algo de fuerza hacia
abajo para ayudarle a concluir el recorrido, pero no
se puede, se mantiene: levitando a centímetros de la
supuesta colisión. Esperaba barrer los pequeños
cristales esparcidos, pero cuando ocurre algo así no
hay más remedio que asumir el pequeño milagro y
empezar a creer en algo más.
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CAPRICHO
En algunos mercadillos con encanto se puede
encontrar de todo; solo hay que saber buscar entre el
barullo de paradas. Lo que yo compré aquella
mañana en lo que parecía un puesto de ropa, estaba
camuflado tras telas y cajas de cartón. Nadie podía
pensar que estaba en venta, pero yo enseguida lo
supe. El tendero hablaba con la mirada y al captar mi
interés anotó su precio en un papelito. Era razonable.
Siempre quise tener uno, era de color y, aunque venía
con lo básico, si abonaba el plus del transporte me lo
enviaría a casa vestido de mayordomo.
19
INMERSIÓN
En mi cama soy como un feto adulto, tapado hasta la
cabeza con el edredón de plumas y cobijado en la
calidez de ese manto de protección; con las piernas y
los brazos encogidos y respirando la fragancia de
unas sábanas de franela que me sumergen en un
océano de lavanda. La superficie es para los
valientes; ahí solo hay escarcha e icebergs, una
atmosfera nívea que lo hiela todo hasta que
irremediablemente suena el despertador. Y yo solo
soy un simple batiscafo que navega impasible en sus
propios sueños, sin contemplar ni siquiera la
posibilidad de elevar el periscopio.
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EL VIEJO SOFÁ
Deslicé mi mano por una ranura de la tapicería del
viejo sofá y alcancé una zona recóndita que albergaba
objetos. Saqué algunas monedas de veinticinco
pesetas con la cara del Caudillo, varios cromos de
“D’Artacan y los tres mosqueperros” y una cinta de
cassette en la cual se leía “especial gasolineras”.
Había más cosas. Me emocioné. Así que, como un
buzo que prepara su inmersión a las profundidades,
me equipé con mi escafandra de ir por casa y me
introduje de cuerpo entero por aquella hendidura
hacia un mar de polvo y ácaros que seguramente
escondía más tesoros del pasado.
23
CENA NAVIDEÑA
Quería regurgitar la medalla de oro y lapislázuli con
la que me condecoraron en Navidad. Arrodillado
frente a la taza del váter y sujetándome la cabeza
para aplacar la intensidad de las vueltas, me
provoqué el vómito introduciéndome en la garganta
los dedos índice y corazón. Las únicas cosas que pude
expulsar de mi estómago fueron: primero un espeso
pisto lleno de tropezones que olía a vino agrio, luego
un jugo semilíquido del mismo color que el orujo de
hierbas y, al final, después de rastrear
minuciosamente la papilla nauseabunda que obstruía
el inodoro, viscosidades verdemar, hilachas de babas
traslúcidas y hálitos de bilis.
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DULCES SUEÑOS
Quería saltar del borde de la acera para zambullirme
en un asfalto que ya no era de hormigón, sino más
bien de una espesa crema marrón. Palpé el
pavimento mantecoso sumergiendo mi mano y
después de relamerme comprobé que era de
chocolate con leche. La circulación era casi
inexistente, y, aun así, cruzar aquella amplia avenida
de tres carriles por sentido con el fin de llegar al otro
lado de la calle era para cualquier peatón una odisea.
Todo acabó cuando, repentinamente y atravesando
las nubes, una enorme pieza circular que llevaba
grabado el nombre de mamá lo destrozó todo.
27
EL VIEJO ZORRO
La violencia con la que un viejo invidente movía su
bastón para abrirse paso en una estrecha y
concurrida callejuela me marcó para siempre. La
gente, conmovida por la pena de su limitación, iba
apartándose sin recriminarle el peligro que suponían
sus desaforados bandazos de izquierda a derecha. Me
hallé frente a sus pasos, ajeno a la evasión del
tumulto y sin advertir la punta de un estilete
camuflado que sobresalía de la base de su báculo de
madera. Intenté esquivar su frenética esgrima, pero
no pude librarme de una gran zeta que desde ese día
marca mi vasta frente.
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EL GUANTE DE CRIN
Uno que se ducha mucho lo hace cuando el sudor se
instala en su piel y cuando cree que su transpiración
infecta la atmósfera y las de su alrededor. Por eso, su
ritual de limpieza es como mínimo tres veces al día, y
en ocasiones algunas más. Cuando su sensación de
suciedad y gérmenes es inadmisible, masculla, bajito
y disimuladamente, un «ahora vengo enseguida» y
aprovecha que su casa está cerca para volver a
hacerlo. Frota tan salvajemente su desgastada
epidermis que cuando la ve al rojo vivo no piensa que
ese deleite obsesivo contribuye a descarnar su
identidad.
31
LA SESIÓN
El fotógrafo que visité, capaz de crear belleza
encerrando el tiempo con su cámara, exhibía en las
paredes del pasillo algunas tristezas que yo nunca
colgaría en mi casa. Antes de pasar al estudio donde
me esperaba, me detuve a contemplarlas. Estaban
bien enmarcadas, con un listón de madera natural,
cristal y paspartú blanco. Curiosamente, olvidó
colocar la última instantánea que formaba el grupo;
las fotos seguían una determinada disposición:
primero una mujer inexpresiva, luego otra
disgustada, otra asustada, llorando, gritando, con los
ojos morados, con cortes, ensangrentada… como en
progresión, en serie.
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PORVENIR
Nada sucede de manera natural, los Poderes
Invisibles que pertenecen a unos pocos tocados por
Belcebú lo controlan casi todo sin levantar sospechas.
Mueven los hilos desde las sombras y nos hacen ver
lo que quieren que veamos. Sin brusquedades, en
pequeñas dosis, para que todo se entienda como algo
propio del desarrollo. El cambio necesario resurge
aparentemente cada cierto tiempo en nuevas fuerzas
políticas que arañan en la condición humana. Y los
elegidos, ocultos en zonas desconocidas, se ríen a
carcajadas mientras trajinan con varias décadas por
delante los sufrimientos y las desgracias que, sin
saberlo nosotros, están por venir.
35
PLACAS DE HIELO
Abro la nevera para gritar, para congelar mis
palabras de rabia. Meto la cabeza y explosiono frases
cortas, directas, sin medias tintas. Una retahíla de
ellas acaba con insulto final, como quien marca la
pared de un puñetazo para desahogarse. Él, en
cambio, está en el comedor con todos, sin que nadie
intuya cómo es en realidad. “Saco el postre”, les digo.
Y, sometida brevemente a esa tonificación glaciar, se
endurecen mis lágrimas, se estiran los vestigios de
pena en mi expresión y se transforma el odio en
punzantes témpanos de hielo, todos incrustados
como escarcha al fondo del frigorífico.
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CARRERA DE OBSTÁCULOS
Se encontraron en la avenida cuando al hombre duro
le dio por embestir al tranvía de su ciudad. Desde el
extremo opuesto y siguiendo la vía férrea, igual que
lo haría un atleta por su calle en una pista de
atletismo, se situó correctamente: retrasó el pie,
hincó la rodilla en el suelo, extendió sus brazos sobre
una línea imaginaria y, concentrado en su objetivo,
flexionó la cabeza hacia delante esperando la señal
acústica. La salida resultó nula. Aun así, explosivo
como una liebre, la ignoró y dio potentes zancadas
para arremeter con furia contra aquella máquina
cargada de pasajeros.
39
CERRADURAS
El cerrajero instaló en la puerta del sigiloso vecino
varios mecanismos de seguridad. Según el técnico,
era importante que no tuviera una sola cerradura, ya
que si conseguían forzarla, por muy blindada que
fuera la puerta podrían acceder igual a la vivienda.
Además del cerrojo principal le colocó de arriba
abajo un compendio de cierres con pestillo de acero y
cadenas metálicas, varias aldabas entre esos rodetes
y un dispositivo sonoro en el bombín que activaba un
escudo interno. Desde entonces, cada vez que
entraba y salía de su casa, la discreción a la que nos
tenía acostumbrados era otra.
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DESPOJOS
Me encantaba visitar el museo de mis propios
despojos en una pequeña planta baja que mi siniestra
familia había alquilado. Con muy buen criterio
dividieron la exposición en tres partes bien
diferenciadas: cabeza, tronco y extremidades. Y,
siguiendo ese circuito anatómico, en sus respectivas
vitrinas podía encontrarme la extirpación de mis
ojos, lengua y orejas, mis sesos diseccionados y mi
calavera. A continuación, aún llenos de sangre, mis
pulmones, vesícula, estómago, hígado e intestinos. Y
al final, desmembrados por completo, mis brazos y
mis piernas con las manos y los pies amputados. Una
auténtica carnicería para cualquiera que estuviera
vivo.
43
LA HORMA DE SU ZAPATO
Cuando el podólogo descubrió horrorizado los pies
de su prometida, se juró a si mismo que los
transformaría. Un día, protegido con mascarilla y
guantes, se dispuso a limpiarlos concienzudamente
en una solución de sosa caustica, deshaciendo en
pocas horas la costra roñosa que los recubría y
reblandeciendo al mismo tiempo sus pétreas
callosidades. Luego los frotó con una esponja de
alambre y perfiló con piedra pómez la forma podal
característica. Cortó sus uñas enroscadas con una
sierra de calar, las limó con lija del siete y acabó
escarbando entre ellas con un palillo para extraer la
fétida plastilina negra.
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SUPERVIVENCIA
Un señor bien vestido se desplomó delante de mí
mientras cruzábamos el paso de cebra. Me interesé
por su estado, enseguida lo atendí, pero no
reaccionaba. Fingí ser médico. Le tomé el pulso y
palpé su cuerpo inmóvil. Los vehículos se detuvieron
y la gente se remolinó a mí alrededor observando mis
maniobras de reanimación. Me agobié ante la
expectación y les pedí que llamaran a una
ambulancia. El revuelo permitió que deslizara con
más serenidad mi mano por la parte interior de su
elegante chaqueta, luego me incorporé al grupo y,
con naturalidad, desaparecí de allí con la cartera.
47
EL INTERRUPTOR
¿Dónde está el interruptor? me repite cada vez que la
visito. Esta semana cumples los cien, le digo. Le cojo
sus arrugaditas manos y la despisto hablando de
cuando subía aquellas empinadas escaleras de su
casa, cargada con un pesado barreño de ropa mojada
y dispuesta a tenderla en el tejado. ¿Te acuerdas
abuela? Lo tenías terminantemente prohibido por
todos, pero tú igual lo hacías, eras tozuda como una
mula.
Por un momento, al oír esa historia del pasado, se le
dibuja una sonrisilla pícara reconociendo sus
diabluras, pero enseguida se marchita y vuelve a
insistirme en lo del interruptor.
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SOLEDAD
El verdadero sonido de vivir es muy característico. Es
parecido al rumor de esas viejas neveras que trabajan
inagotables; como un murmullo interno, un lloro sin
lágrimas que anuda la garganta y exhala silbidos de
niebla. Un bisbiseo continuo que se integra con los
demás sonidos del día para contribuir en el ritmo, la
melodía y hasta en la banda sonora de una trepidante
vida. Hay quienes evitan como sea oírlo en su
individualidad y, al llegar a casa, lo funden con la voz
de la radio, los chismes de la televisión o incluso con
una conversación vacía de pareja.
51
PUNTUALIDAD
Aquella tarde plomiza, justo unos minutos antes de
las ocho, cuando me encontraba disparando a
bocajarro a un tipo que acorralé en un callejón sin
salida, ni siquiera sabía por qué lo hacía. No lograba
recordar los motivos que me llevaban en ese preciso
momento a tan salvaje y cruento acto. El caso es que
estaba allí, frente a aquel individuo desconocido,
acribillándolo sin piedad, contemplando como se
desplomaba y cubría el suelo de sangre. Miré el reloj.
Lo había matado. Aunque seguía ignorando las
razones. El caso es que la muerte le llegó puntual. A
las ocho en punto.
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LA MASCOTA
Tenía una hiena como mascota. La llamaba
“Demoníaca” porque era muy temida por los
habitantes del pueblo. Devoraba todo lo que caía
entre sus fauces pero, aun así, no era carroñera como
la solían llamar algunos indeseables, sino una
fabulosa cazadora. Toda la carne que consumía se la
ganaba peleando.
Cada vez que salíamos a pasear nos sentíamos
amenazados, era impetuosa y se volvía loca con la
gente. Yo la sujetaba como podía con la correa,
aguantando su bestial empuje, y cuando emitía su
peculiar carcajada histérica entendía que debía
soltarla en la plazuela para que calmara su voraz
apetito.
55
CONECTIVIDAD
Un tipo cabezudo, traslúcido y con más de mil vatios
de potencia se aproximó con recelo a una enorme
campana de metal. Esa concavidad, situada a media
altura sobre una gran tabla horizontal de cuatro
patas, estaba provista de un casquillo negro
serpenteante que encajaba, a su vez, en un cuello
flexible y orientable del mismo material. Se descalzó,
se quitó los calcetines y con sumo cuidado fue
enroscando sus pies en ese soporte hasta quedar
completamente conectado. Se quedó semidesnudo,
suspendido en una incómoda posición, le dio al
interruptor y su enorme cabeza se hizo incandescente
iluminando la plataforma.
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PRISIONERA
Nos vimos de repente, él hablaba por el móvil, como
siempre. Había pasado mucho tiempo desde que lo
dejamos. Y, en ese encuentro inesperado, sin poder
esquivarlo, nos saludamos, e incluso nos dimos la
mano. Yo se la di mustia, como un trapo. Él la aceptó
y me la agarró fuerte. No abandonó la conversación
que llevaba, seguía hablando mientras me tenía bien
cogida. “Enseguida estoy contigo, cariño” me decía. Y
sin soltarme llegamos al parque, anduvimos juntos
bordeando el estanque de los cisnes, dimos una
vuelta en barca y hasta entramos al supermercado;
los dos cogidos de la mano.
59
ELECTRODOMÉSTICOS
A nuestro hijo primogénito le llamamos Panasonic en
honor a la anticuada televisión culona que aún
conservamos en la salita. Al segundo Taurus, igual
que la cafetera de goteo que sigue haciéndonos el café
matutino. A las gemelas, tras dar muchas vueltas, les
pusimos Zanussi y Balay, como a las dos lavadoras
que todavía aguantan en la galería a pesar de las
incrustaciones de cal. Y al pequeño, que justo hoy
cumple cincuenta años, decidimos ponerle Fagor por
el viejo calentador de gas. Es un lujo tenerlos a todos
en casa y que vayan tirando, pero se les nota
cascados.
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SOMBRAS
El día que el único superviviente del fatídico
accidente de tráfico decidió que ya no podía soportar
más aquella dichosa suerte, esperó a que cayera la
noche. Se emborrachó como nunca y empezó a
despojarse de su vestimenta. La dispuso como pudo
en el viejo perchero de seis brazos del recibidor, colgó
la gabardina y los pantalones, y arrojó el amasijo de
las demás prendas en la parte superior, modelándose
fortuitamente un capirote ovalado. Su estado le
permitió ver en las dobleces el inconfundible perfil de
su querida esposa. La contempló esperanzado. Y tras
el disparo, ya estaba con ella.
63
ATÍPICA
No éramos una pareja como tantas otras. Las tardes
que decidíamos dar un paseo por la rambla del
pueblo, yo caminaba delante de él a paso ligero y él
permanecía detrás de mí, siguiéndome a varios
palmos, como un guardaespaldas. No nos cogíamos
de la mano porque no me gustaba dar muestras de
cariño en público, me daba vergüenza. Y si durante
esa salida me detenía a hablar con alguien, él
también lo hacía a mi espalda, sumiso y entregado,
esperando cabizbajo a que reiniciara la marcha. De
esa manera nadie podía pensar o decir que éramos la
típica pareja.
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MIL MARAVILLAS
Las descripciones que nacían de las habladurías de
un colectivo ocioso iban creciendo en su exageración
hasta convertir un simple hecho en un desbordante
acto de fantasía. En un pequeño pueblo que
colindaba con otro, donde al parecer los jardines
crecían en el aire y los perros imitaban el maullar de
los mininos, se aseguraba que durante una lluvia
torrencial de truchas naranja se acercó al
Ayuntamiento, bajo un paraguas chillón, una
horrenda criatura con minifalda mitad mujer mitad
elefante, portadora en su trompa de un delicado
cuerno de unicornio y un currículum vitae para
entregárselo a la señora alcaldesa.
67
MODAS
Dejé el cuerpo antiguo en el armario, en la percha
correspondiente. Tras pasar la mano suavemente por
mi colección seleccioné otro, ya iba siendo hora de
cambiar. Las modas eran caprichosas, alterables, sin
criterio aparente, y lo que se consideraba rancio o
trasnochado en un momento dado podía volver con
fuerza y ser lo más. Viendo mí surtido de masas
corpóreas y analizando diversos factores climáticos y
sociales, revestí mi huesudo esqueleto convencido de
que con mi sabia elección influiría en que se llevaran
de nuevo los cuerpos rechonchos, de tez pálida y de
mofletes colorados salpicados con graciosas pecas.
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¡¡ OOOOOOOOOOHH !!
Mi grito de Tarzán era una birria comparado con el
que emitía Weissmüller en las míticas películas de los
años treinta. Ese rey de los monos cinematográfico
era un salvaje en taparrabos bien peinado que nunca
perdía los nervios, y además poseía una portentosa
capacidad pulmonar. El mío, por mucho que lo
imitara con mis tres hijos varones a la vuelta del
colegio, lo comparaba más a un chillido
descontrolado y gallináceo que funcionaba como
liberador de tensiones, equilibrador de chacras y
como una sonora sirena que alertaba a los chiquillos
cuando sentenciaba perseguirles con la alpargata en
la mano.
71
AMOR DULCE
Un señor totalmente desnudo saltaba como un niño
sobre una cama, destripaba un cojín de plumas y las
lanzaba a puñados por la habitación. Se reía con el
roce de esa suave lluvia al caer y luego cubría su
cuerpo con una sábana blanca para simular a un
fantasma o a una ridícula montaña nevada. Se sentó
como un jefe indio sobre el colchón, a fumar una pipa
de caramelo y a deshacer en su boca el humo de una
nube rosa de azúcar. En un extremo de la cama
estaba estirada su maja desnuda, comiendo
palomitas, sin decir nada.
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OTRA ÓRBITA
Acostado en la cama enciendo la luz de la mesilla.
Cargo el móvil en ella toda la noche, sin reparar en
las ondas. Me ciño el edredón hasta el cuello y que
penda similar en ambos lados. Tieso como un muerto
apoyo mis manos frías sobre el pecho, y noto un débil
tic-tac más adentro. Miro a la izquierda: armario,
escritorio y estantería. A la derecha: la ventana que
da al patio. Pienso muchas cosas. Nada bueno. Del
techo gravita un pequeño ovni que clarea, entro
enseguida en su órbita y, con los párpados pesados,
paso a un dulce letargo.
75
MIGRACIONES
Si no tienes trabajo, ser el amo y señor de las
palomas es relativamente fácil. Solo se requiere
constancia; el tiempo ya lo tienes. Así que seleccionas
un parque con muchos árboles, acumulas pan duro
troceado en una bolsa grande y, un día a la semana o
dos como mucho, vagas por el parque con los
mendrugos para que te identifiquen. Escoges un
banco, te subes en él, llenas el suelo de migas
machacadas, también el banco, tu abrigo, tu cabeza,
tus manos, todo. Extiendes los brazos al cielo, sientes
la grandeza, respiras hondo y esperas el revuelo, las
migraciones.
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PERRO DE COMPAÑIA
Un año de vida en los perros equivalía a siete en los
humanos. Lo recordaba cada día porque en pocos –
los suficientes como para quererlo– mí joven y
precioso mastín estiraría la pata. Para no sufrir tanto
esa pérdida que vendría, había decidido evitar los
mecanismos de cariño: no lo achuchaba, ni lo
acariciaba, ni le besaba el hocico. Solo lo sacaba a
pasear y lo alimentaba con su pienso. Nada de
sobras, ni recompensas, ni hablarle con afecto, ni
mirarlo como a un ser querido. Le marcaba bien los
límites, para que tuviera claro que solo era de
compañía.
79
SERPIENTES
No la besé del todo. Fue algo fugaz. Apenas un leve
rocé en sus labios. Y eso no era besar. Habíamos
hablado más por teléfono, primero de lo cercano, y
con el tiempo de sentimientos, confidencias e incluso
secretos. Algo germinaba entre nosotros. Decidimos
vernos por primera vez el día de San Valentín, sin
filtros, cara a cara. Yo la miré prendado, ella de
arriba-abajo. Con cierto desaire accedió a que me
acercara y la cogiera de la mano. No fluían las
palabras, así que fui directo al grano, a su boca. Y
ella, muy ágil, me hizo la cobra.
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TIC-TAC
Un joven periodista preguntaba a un grupo de
chalados cómo reproducirían ellos el sonido que
emitía el segundero de un reloj. Al parecer sus
respuestas eran para un popular magazine de
televisión.
-¡Toc-toc, toc-toc! –respondió uno repeinado, unicejo
y con gafas de pasta.
-¿Cómo si golpearan a una puerta? –se cachondeaba
el periodista por sus pocas luces.
-¡Tiz-taz, tiz-taz! –exclamó otro al que le faltaban los
dientes.
Entonces, alguien vestido como un superhéroe surgió
de repente, sujetó con una mano la barbilla del
malintencionado reportero y con la otra le abofeteó la
cara al compás de un marcado ¡pim-pam, pim-
pam!…
83
EL ALBERGUE
El pequeño Eduardo era muy madrugador, incluso
los fines de semana. Mientras todos dormían, él se
dedicaba a rondar por el cementerio. En ese lugar,
más allá de lo fúnebre y lo macabro, se sentía bien,
apreciaba su encanto y valoraba que todo estuviera
tan bien cuidado y limpio. Le gustaba palpar los
relieves de las lápidas, leer las sentidas dedicatorias,
oler las flores que iban reponiendo y observar las
fotografías de los allí yacentes. No advertía tumbas
herméticas ni sepulcros de muerte, sino más bien un
albergue de pequeños dormitorios individuales
donde sus perezosos compañeros se quedaban
durmiendo demasiado.
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PUÑOS MORTALES
La cantidad de energía que muchos jóvenes
universitarios dedicaban para buscar trabajo era,
salvando las distancias, muy parecida a la del
protagonista de “Puños mortales”; una trepidante
película de acción donde un fortísimo luchador se
tomaba la justica por su mano y peleaba por sus
ideales en mil trifulcas callejeras para castigar a los
malos. Lo curioso es que a pesar de que su vida
siempre pendía de un hilo, en esas cruentas
contiendas, jamás recibía el más mínimo rasguño o
golpe de sus adversarios. Nadie podía con él. En la
vida real eso nunca pasaba, te molían a palos.
87
LA MATANZA
La matanza del cerdo resultó ser un procedimiento
muy limpio, nada de sangre a borbotones ni gritos
ahogados de sufrimiento. Más bien lo contrario, el
animal, dócil, se dejó coger por el matarife y sus
ayudantes como quien traslada un sofá de un sitio a
otro. Lo coloraron en una gran máquina de acero,
ajustaron su rechoncho trasero a una cuchilla
circular y, cuando el disco empezó a girar a gran
velocidad, apretujaron su carne a la afilada hoja.
Salieron finas lonchas recién cortadas de jamón de
jabugo, chorizo, salami, jamón de york, chóped y una
apetitosa mortadela de olivas.
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OCHO VOCES
La soprano había educado su voz concienzudamente
y había identificado en ella varias voces. No sabía
cuál era la más natural, todas las aceptaba como
suyas, aunque iban cambiando de tesitura y
resonancia en función de con quién se hallaba. No
estaba reconciliada con su verdadera voz, no se
reconocía en ningún tono y sentía que era, al menos,
ocho personas distintas. Una era la cantante que
entonaba en los escenarios, otra la que se relacionaba
con su marido, otra con sus hijos, con sus padres, con
su hermana, con sus amistades, con su gato y
finalmente con los desconocidos.
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FUE NOTICIA
La eficacia comunicativa de un informativo de
televisión y su credibilidad descansaban sobre la
figura de su presentador. Aquella noche, mientras
daba las noticias con el rigor y la seriedad de
siempre, comunicó a los espectadores que iba a
suicidarse. Explicó las causas de su decisión como
una noticia más de la parrilla de contenidos, solo que
sin leerla en el teleprompter. La credibilidad era la
cualidad más importante en un periodista, así que se
disparó en la sien después de anunciarlo, en directo.
Fue una pérdida traumática, aunque aquella noche la
cadena hizo la mejor audiencia de la historia.
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LO DE CADA UNO
Quien vive solo y no sabe qué hacer para ir al grano
se mantiene ocupado adecentando su casa. Realiza
una intensa limpieza general para sentir como se
resetea el ambiente. Cuando lo hace, primero se asea
él, se ducha. Luego siguen las tareas del hogar: hace
la cama, quita el polvo, barre el suelo, lo friega, se
pone a fondo con la cocina, desincrusta la cal de los
baños, saca la alfombra al balcón y la muele a palos,
pone varias lavadoras, organiza la despensa, arregla
desperfectos…La casa da un giro y reluce, pero de lo
suyo no cambia nada.
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PEREZA
Un joven estudiante universitario programó la
alarma del despertador para que sonara cada cinco
minutos, aunque cada vez la silenciaba con un toque
de su mano. Así estuvo más de una hora. Hizo
intentos por reaccionar al insistente aviso, pero fue
en vano. Su desvaído cuerpo no conseguía
desperezarse, tenía mucho sueño. Y cuando quiso
reaccionar ya era demasiado tarde, esa pereza propia
de los holgazanes acabó con él. Se fue hundiendo
poco a poco hasta ahogarse en el interior del colchón
de muelles, y sus inocentes compañeros de piso
todavía creen que desapareció en la biblioteca de la
facultad.
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EL HORARIO
Pedro y Julia eran un claro ejemplo de enfriamiento
progresivo ya que, como suele decirse, habían caído
en la rutina. Se querían, pero su pasión había
mermado bastante al no esforzarse en mantenerla.
Expresar sus sentimientos les cansaba y hacerlo por
medio de la actividad amatoria aún más. Conscientes
de su falta de interés, decidieron ponerle remedio y
se ayudaron de un simple organigrama que distribuía
en franjas horarias las diversas muestras de cariño
que podían mostrarse durante la semana. Así,
aunque fueran tareas controladas, sabían que esa
noche por ejemplo tenían, de 21 a 22 horas, caricias y
besos.
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LOS LIMPIADORES
Lo malo queda grabado en el disco duro de las
paredes: discusiones, gritos, lloros. Las casas lo
absorben todo, por eso deben limpiarse de las malas
vibraciones con energía renovada. Quienes saben
hacerlo, además de mantenerlas ordenadas y limpias,
cierran las puertas de los baños, bajan la tapa de los
inodoros y colocan los tapones en los lavabos para
que no escape por ahí. Las heridas en baldosas rotas
y zócalos deben sanarse enseguida para prevenir
posibles infecciones. Y, aunque un cuadro torcido no
supone una verdadera amenaza para el hogar, estos
profesionales los recolocan porque es como habitar
despeinado.
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FIN DE LA CITA
Me quedé con cara de tonto al descubrir que en el
último pedacito de papel higiénico había algo escrito.
Era una frase corta, como las que rezaban en algunos
sobrecillos de azúcar. Lo vi como una idea original,
un guiño al momento, una sorpresa al intelecto
ubicada al final del rollo. Sentado en el inodoro la leí.
Era contundente. Planteaba una reflexión
trascendental acerca de la condición humana. Me
hizo pensar un buen rato y las dudas se instalaron en
mi cuerpo. Sentí cómo crecía algo en mi interior.
Entonces recordé qué hacía allí y, asomando la
cabeza, grité: ¡papeeeeeeeel!
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RABIETAS
Seguía atrapado allí dentro porque tuvo la genial idea
de usar el pestillo interior de la puerta del armario.
No quería que le incordiáramos como otras veces. La
mala fortuna hizo que no pudiera abrirla cuando
quiso; se quedó obstruida. Oíamos como la
forcejeaba insistentemente sin éxito, pero no osamos
molestarle. Cuando se enfurruñaba dejaba de
hablarnos, nos ignoraba y se encerraba en ese
mínimo espacio durante días. Allí pasó las dos
últimas semanas; sin mover ficha. Hasta que una
mañana soleada se me reblandeció el corazón y la
tiré abajo. Y sí, lo encontré demacrado, jadeando,
hecho un ovillo.
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CUALQUIER NOCHE LOS GATOS…
Durante los días de bruma invernal, cientos de gatos
callejeros deambulan por las empinadas callejuelas
del núcleo histórico de un precioso pueblo rodeado
de mar por todas partes menos por la que facilita el
acceso. Lo hacen tranquilos, sosegados, sintiéndose
los amos del lugar, y dedicando su tiempo a lamer
con deleite el salitre que se adhiere sobre las miles de
piedras rodadas que forman el empedrado. Llega el
calor veraniego y algunos turistas incautos osan
ennegrecer el suelo sagrado con marcas de
neumático, sin esperar que los feroces mininos se
claven frente a sus vehículos con intención de matar.
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OJO AVIZOR
Una vez consumados los hechos me fui a casa,
procuré olvidar lo sucedido navegando por la red.
Martilleaba el ratón como un telégrafo mientras
masticaba insistentemente un chicle sin apenas
sabor, mis piernas bailaban descontroladas bajo la
mesa y hacía remolinos en mi barba con la otra
mano. No había obrado bien, así lo dictaba mi
conciencia, acabarían atrapándome. Empecé a
sudar, a temerme lo peor, a desconfiar de todo,
incluso de la pequeña cámara incorporada en la
pantalla. Desgarré un pedacito de goma de mascar y
la adherí sobre ese pequeño ojo, en astucia y picardía
no tenía rival.
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ENTRAR AL TRAPO
El trapo revelaba la cartografía de un paisaje urbano.
Su interpretación por aquella amalgama de manchas
indicaba el itinerario hasta la Plaza del Hoyo de mi
localidad. Extendí el paño tiznado sobre el banco de
cocina como quien despliega un plano callejero y,
delante de mi mujer e hijos, recorrí con el dedo los
recovecos que formaban entre sí aquellos lamparones
de suciedad. Corroboraron la correspondencia con
las calles que les iba señalando: Inmaculada, Virgen
de la Maraña, Salsipuedes, Engaño, incluso con el
Paseo del Tropezón, pero con el agujero que situaba
la citada plaza no quisieron entrar al trapo.
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METAMORFOSIS
Tener a presos encerrados la mayor parte del día
durante toda su condena es aniquilarlos. Todo
depende del tiempo recluido, aunque la capacidad de
algunos reos en remontar las adversidades es
sorprendente; así lo atestiguan algunos vigilantes de
prisiones de alta seguridad. Aseguran que una vez
han traspasado la franja de la locura, en su
adaptación por seguir viviendo y solo durante varias
horas, la fragilidad de sus cuerpos se ve sometida a
una virulenta metamorfosis que, lejos de acabar con
ellos, los transforma en feroces cuadrúpedos a los
que solo es posible apaciguar por medio de
cachiporrazos de plata.
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AROMAS DE PAPEL
Algunos libros huelen que alimentan. Sobre todo los
que me deja mi madre sobre la mesita de noche.
Desprenden el aroma característico de su cocido, de
su tortilla de patatas recién hecha, de sus albóndigas
o la fragancia de ese caldo que elabora
concienzudamente aprovechando los esqueletos del
pollo. Mi nariz se hunde en sus páginas y resucito,
me transportan, me llenan. Alguna vez me he
encaprichado con el olor a nuevo de los recién
comprados en librerías, o con el perfume vetusto de
los prestados en bibliotecas; y no están mal. Pero
como los de casa, en ningún sitio.
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PAPELEOS
En el pueblo había una joven sobradamente
preparada que lo sabía prácticamente todo. Sin
embargo, era una persona de escasos principios,
consumía periódicos en función de criterios
insostenibles. Compraba los de grapas cuando
arreciaba fuerte el viento, y los domingos de paella
elegía los amarillos, los sensacionalistas. La prensa
rosa la dejaba para cuando se hacía mechas de
colores, y entre semana seguía la diversidad
informativa de otros diarios en las cafeterías. No se
identificaba con ninguno, todos le valían, incluso los
desfasados que amontonaba en la buhardilla. Esos,
los extendía sobre el suelo para que nadie pisoteara
lo fregado.
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EL SUPERVIVIENTE
Los pasajeros sabíamos que aquella sensación de
hundimiento no era por los súbitos cambios en la
dirección y la velocidad de las corrientes de aire. El
avión temblaba y crujía de otra manera. Nos
precipitábamos. La histeria y los gritos se apoderaron
de todos, menos de la señora que tenía al lado. Con
una tranquilidad pasmosa, sacó un tupperware de su
mochila con pollo a l’ast troceado, su aroma era
inconfundible. Empezó a zampárselo en medio de lo
inminente y, chupándose los dedos, me dijo: si la
muerte ha de llegar, al menos, que nos coja con la
tripa llena.
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LLUVIA
Tenía una pequeña nube flotando a varios metros
sobre mi cabeza. Al parecer, me seguía a todas partes,
pero no me había percatado de ello hasta que un día,
al salir del trabajo, algunos me la hicieron ver
señalándola en el cielo. Era elíptica, alimonada, como
de algodón dulce, y del tamaño de una lavadora.
Pude comprobar que efectivamente me acechaba:
avanzaba y se detenía coincidiendo con mis
desplazamientos. Esta mañana, después de haber
estado conmigo todo este tiempo, me ha abandonado
por un señor calvo con gabardina para tornarse
oscura y precipitarle con furia un torrente de lluvia
amarilla.
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EL ABUELO
Sabía que el abuelo estaría desafinado por falta de
uso. Lo tenía guardado en el trastero, dentro de la
funda del contrabajo. Después de tanto tiempo me
apetecía tocarlo. Estaba recogido, en posición fetal y
vestido con su uniforme de batalla: pijama, pantuflas
y batín. Era evidente que debía ponerlo a punto, así
que lo saqué con cuidado para templarlo. Tensé sus
brazos y piernas, le hice el abrazo del oso para que
todo se recolocara en su sitio y acabé ajustándolo con
suaves movimientos cervicales. Enseguida abrió los
ojos y exhaló un prolongado bostezó perfectamente
afinado, como solía hacerlo.
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DURA DE PELAR
A quien yo quiero no le gusta que la quieran tanto. Le
recito poemas los días de lluvia y le entran náuseas.
Si le llevo el desayuno a la cama con la mirada tierna,
se me ríe, me llama friki. Necesita poco afecto: algún
beso, un abrazo por la noche y apenas roce, le
empalaga. Si la agobio con que debemos hablar, se
queda muda; “soy así” exclama, y se cierra en banda.
Lo malo es que me conformo con eso mientras
permanezca a mi lado. Es dura, aunque esta noche la
pincharé con una rosa, a ver qué dice.
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EL ESPECTÁCULO
La función empezó cuando un señor se colocó unos
pequeños auriculares en los oídos para mantener una
conversación telefónica. Lo hizo en voz alta, sin
importarle que estuviera lleno de gente. La mayoría
disimulábamos, hacíamos como si no estuviera, pero
la escena se convirtió en un vivo monólogo que captó
el interés. Estaba alterado, gesticulaba mucho con las
manos y, al final, en lo más álgido de la discusión, se
echó a llorar como un niño. Su intervención cautivó.
De hecho, cuando acabó de hablar, algunos que
también estábamos allí esperando la llegada del tren,
le dimos un fuerte achuchón.
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LA CARRERA
Procuraba no perder sujetándole las nalgas. La
llevaba colgada por delante, enganchada al cuello y
empotrada contra mi tórax, con sus piernas
haciéndome la tijera para formar un bloque
compacto. Nos movíamos como uno, la tenía bien
agarrada, pero la Carol había ganado algunos kilos y
ya no era tan grácil. Tras superar el tramo de
obstáculos y haber caminado por un lecho de lodo,
una de las parejas favoritas nos adelantó
restregándonos su superioridad con una irreverente
peineta. No podía permitir, después de todo el duro
entrenamiento, que las zancadas de aquella tipa
fortachona obtuvieran el preciado metal.
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POR BULERÍAS
El Tribunal apreció cierta rigidez en su mirada
cuando empezó a hablar. Sus facciones también se
tensaron y una sílaba puñetera se quedó
trastabillando en su garganta tornando escarlata su
semblante. No había dormido en toda la noche
pensando que su tartamudez le impediría explicarse,
pero cuando su padre y hermanos, también presentes
en la sala, arrancaron un débil taconeo y una sutil
cadencia con las palmas, la joven gitana se levantó
flamenca de su silla y, con una dicción perfecta, cantó
por bulerías su versión de los hechos.
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SALUDARSE
Salí desconfiado. Y tan pronto pisé la calle oí como
alguien me saludaba. El efusivo hola provenía de una
señora que no conocía. La escaneé de arriba abajo:
morena, de unos cincuenta años, cara de pan, vestida
con un abrigo velludo color avellana y portadora de
un carrito con ruedas; seguramente venía del
mercado. La olisqueé a fondo como un sabueso,
había comprado sardina, el tufo se mezclaba con la
fragancia perfumada de sus encrespados cabellos.
Pellizqué la carnosidad de sus mejillas, palpé a
golpecitos la prenda que la cubría y, finalmente, tras
lamerle una mano, le devolví el saludo.
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EL REFUGIO
En el mejor escondite de la ciudad se celebraba cada
año una gran efeméride. Ese día, se comía, se bebía y
se lanzaba por los aires lo comido y lo bebido.
Gracias al fervor descontrolado de todos, podían
verse volar platos de paella y bocatas aplastados con
fiambre; también finas parábolas de vino que
manaban al apretar el odre de sus botas y una lluvia
multicolor nacida del latigazo impulsivo de sus vasos
medio llenos. Mientras todo eso sucedía con
algarabía, una orquesta sonaba desconocedora de
todas esas particularidades bajo una improvisada
cúpula de plástico, para sobrellevar, de alguna
manera, la contienda.
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UN FINAL
Le construí un final con varios listones de madera,
unos cuantos clavos y un martillo. Después le prendí
fuego y me quedé observando como las llamas
convertían la materia en un montón de cenizas
ardientes, incandescentes. Me arropé cerca de los
restos, a la lumbre de sus rescoldos, pues la noche en
el bosque se adivinaba fría. Descansé metido en mi
saco de dormir, y por la mañana ya nada me oprimía.
Me sentía renovado, libre. Sin embargo, aquel
humillo blanco que aún evocaba su presencia sobre la
hoguera me llevó a extinguirla del todo con un
generoso meado matutino.
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NADIE NOTA NADA
Hay quien necesita encerrarse unas horas al día para
llorar y vaciarse; ahogar sus gritos desesperados en el
cojín donde yacen sus propias lágrimas y, a modo de
terapia, cuando se extingue esa incómoda presión en
el pecho, conversar con los geranios que aún
sobreviven a ese entorno sombrío para vomitarles la
bilis de su desdicha. Se recupera pronto, pero se
asfixia y sale a la calle a respirar otro aire, a cortar
con ese tormento del alma. Su fortaleza le cambia el
rictus y lo convierte en otra persona capaz de
interpretar una pose dicharachera. Así, nadie nota
nada.
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EL INODORO
Creo que el inodoro intenta decirme algo. Lo hace
cada vez que acciono el pulsador y se descarga el
agua de la cisterna. En poco vuelve a llenarse, como
cualquier retrete, pero al acabar el proceso emite un
ruido entrecortado y farfullante comparable a un
bramido semihumano: Brrupp-Trptr-Brumpp-
Prtgrrr… Es una estridencia molesta y algo
enigmática, por lo que me lleva a destapar el
depósito, a desplazar el latiguillo de la válvula de
llenado y a limpiar los restos de cal. Después,
recoloco la tapa, vuelvo a presionar el tirador y, esta
vez, al final, escucho claramente lo que intentaba
decirme.
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SEGUIR LA ESTELA
Recuerdo que de pequeña, en el salón de casa,
triunfaba. Cantaba para mi madre, la vecina del
primero, un policía jubilado amigo de la familia y mis
hermanos pequeños. Les encantaba oírme cantar
versiones de Lola Flores vestida de flamenca
mientras tomaban un cafetito sentados en el sofá. Mi
padre se iba a dar una vuelta cuando me veía recrear
el pequeño escenario que montaba para la ocasión,
no le gustaba eso del artisteo. Así pasaba las tardes.
Ahora pinto. Soy licenciada. Y os informo que
durante este mes de mayo tengo una magnífica
exposición en el rellano de casa.
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VIGILANCIA
Visto desde arriba, los usuarios de la ciudad eran
como colonias de hormigas que se movían de casa al
trabajo y del trabajo a casa. Los fines de semana ese
rutinario movimiento cambiaba; se movían muy poco
o incluso se mantenían quietos. Si hacíamos un zoom
al grupo de viviendas arquitectónicamente
semejantes y elegíamos una al azar, podíamos espiar
a través de la ventana a una familia mientras
desayunaba, y constatar como uno de los miembros,
el más joven, observaba sorprendido la pantalla de su
móvil donde un mensaje wassap anunciaba que su
amigo Manuel acababa de abandonar el grupo.
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CAPRICHOS DE LA NATURALEZA
Esta mañana, un latigazo de luz ha afectado al
tiempo. Estábamos en la piscina del camping cuando,
de repente, el mundo se ha paralizado. A mis
hermanos los ha cogido persiguiéndose fuera del
agua, petrificándolos como perro y gato; a mi padre
levantándose de la tumbona, con gesto de “ahora voy
copón”; a mi madre extendiendo el brazo derecho,
desde la parrilla, marcando el lanzamiento de un
chorizo criollo que le ha lanzado, frenado a medio
camino. Y a mí saltando del trampolín, suspendida
en el aire, tapándome la nariz y consciente de todo,
sobrellevando estos caprichos de la naturaleza.
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CELEBRACIÓN
Los cumpleaños me dan nauseas, me parecen una
chorrada; aunque si todos fueran como yo no se
celebraría nada. Me encierro en mi habitación y fumo
todo el día como un cosaco, sin apenas ventilación,
contribuyendo a que los dedos, los dientes y las canas
de mi bigote amarilleen, las paredes ya lo están. Me
ovillo en un rincón, y a oscuras, sin que entre el
mínimo resplandor por las rendijas de la persiana,
me ventilo un paquete tras otro, a ver si de esa
manera también ennegrecen mis pulmones y
trasciende a algo que si valga la pena celebrar.
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LA MUTANTE
Si tienes el superpoder de ver a través de las paredes
y quedas en el apartamento de un chico que has
conocido por internet, puedes aprovechar la
capacidad que posees para espiar. Antes de llamar al
timbre, te concentras y radiografías el interior de su
casa para obtener pistas; solo lo conoces por sus
manifestaciones escritas. Si esta facultad te permite
visualizarlo mientras se cambia y resulta que nada se
corresponde –que está mal hecho, anda arqueado y
cojea–, te decepcionas bastante. Sin embargo, yo,
igual llamo a su puerta y le doy otra oportunidad. Su
interior no lo veo.
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TODO LO BEBIDO
La última vez que llegué bebido a casa senté la
cabeza. Lo hice a mí manera, en el trono de los
bajorrelieves mitológicos que yo mismo había
grabado con mi navaja. A mis padres no les hizo ni
pizca de gracia esa manera de demostrarles que
podía cambiar. Vieron como colocaba un mullido
cojín en mi asiento real y, con un leve impulso, me
quedaba con las piernas hacía arriba, haciendo el
pino. No dijeron nada, se quedaron con los brazos
cruzados, contemplando como mi sangre bajaba
rauda al cerebro y, como un tomate, vomitaba a
borbotones todo lo bebido.
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EL MIURA
Antes de salir adopto la apariencia de Frascuelo
Segundo. Si lo que quieren es marcha, la tendrán.
Sin que nadie me vea, paso a verle en los chiqueros y
le musito a la oreja una copla de Rocío Jurado, la
Chipionera, eso lo relaja. Le acaricio el lomo con mi
montera y le digo que no rehúya rematar sus suertes,
que confíe en mi lidia y que no tenga miedo, yo estaré
a su lado dando los capotes precisos para que el
público disfrute. Que los ignore, y que, sobretodo, no
se ponga panza arriba, nadie debe notar que nos
apreciamos.
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FAMILIA
No me acostumbraba a estar en el salón, en una casa,
con una mujer y dos niñas. Observaba la situación
sentado en el sofá, haciendo como que leía el
periódico. La televisión daba las noticias y aquella
mujer entraba y salía de la cocina con algo en las
manos cada vez: primero una jarra de agua, luego
cubiertos y servilletas, cuatro vasos,
platos…preparaba la mesa. Olía a hervido; a coliflor.
Las niñas me hicieron sentar en la mesa, y la mujer,
con los ojos vidriosos y como si me conociera, me
preguntaba cada noche cómo había pasado el día.
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CORAZÓN DE RESINA
Por la lengua de asfalto que comunica a la ciudad
amurallada, y siguiendo el zigzagueo de las calles
empedradas, un enorme camión ha transportado
varios cañones que un grupo de operarios ha ubicado
sobre cada una de las troneras del baluarte. Se
basaron en los planos de un cañón original del siglo
XVIII para obtener estas réplicas de resina y piedra
artificial. Y han quedado resultones, le han limpiado
la cara a la historia, pero nada tienen que ver con los
genuinos de hierro, grabados con el escudo del rey de
la época y con más de una tonelada de peso. Estos
parches inexactos y chapuceros que apuntan a un
horizonte difuso, han conseguido dinamizar la zona
de turistas y, por las noches, cuando nadie vigila el
bastión, parejitas de enamorados como Jessica y
Joshua arañan sus nombres dentro de un corazón tan
frágil como la goma que cubre este falso tubo de
artillería.
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MALA COMUNICACIÓN
Cuando las lágrimas no le funcionan parpadea con
avidez, impulsivamente, como el repiqueteo de un
código morse. Desde fuera puede verse como un tic
en sus ojos, pero no lo es. Se sitúa a mi lado –o frente
a mí– y, sin una razón aparente, empieza a
frotárselos hasta que enrojecen. No le ha entrado
ningún cuerpo extraño: ni arenilla, ni un minúsculo
insecto, ni esas partículas vegetales que transporta el
aire y tan molestas son cuando invaden nuestra
cornea. Eso sería algo razonable para atenderla. Pero
ella, sin más, se los irrita con descaro, sin decirme
que le pasa.
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BAÑO DE AMOR
Desde mi vientre sube un aleteo de mariposas
algodonadas que anidan en el laberinto de mi azotea
y mudan, borboteantes, en hormigueos, cosquillas y
lágrimas efervescentes mientras te espero arrodillado
en la calle. Por fin sales al balcón, pero no exhalas
palabras de primavera ni promesas de abrigo como
solías. Me lanzas, sin esperarlo, la bravura de una ola
que disuelve mis ilusiones y las transforma en una
espesa niebla que trepa hasta ti para atraparte y
estrangularte.
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COSTUMBRE ELECTORAL
Ganarse la confianza de la gente cuando eres
extraterrestre es complicado. Hace diez años que
aterrizamos en la Tierra con nuestra nave nodriza, y
los humanos, muy desconfiados al principio,
pudieron comprobar que una civilización alienígena
podía venir en son de paz. A pesar de nuestras
diferencias, siempre hemos querido compartir el
planeta y convivir con ellos sin conflictos. Una
campaña electoral no iba a cambiar nada, pero desde
entonces la venimos realizando como un
acercamiento más a sus costumbres. Así, los
ciudadanos terrícolas creen formar parte de algo y,
tras ejercer su derecho al voto, se sienten más
seguros.
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DOMINGO
Las hormigas me invaden cuando me tumbo en el
sofá. Salen de lo más recóndito de la tapicería y
corretean nerviosas por un terreno abultado y de
trasiego intestinal; mi barriga. Arracimadas en la
convexidad, transportan miguitas de pan y restos del
pollo a l’ast que han quedado adheridos en mi suéter.
Me he zampado uno entero, con patatas fritas, y una
botella de cava. Un bicho traslúcido va
entretejiéndome en el escay, me ovilla en una dulce
modorra que se adueña como un desmayo y preso de
ese estado catatónico es cuando da comienzo la peli
de las cuatro.
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TODO SE GIRA
Los días soleados siempre pienso en la muerte. Me he
vuelto extraña, como del revés. Disfruto de las
pesadillas que se cuelan en mis sueños, de las falsas
relaciones con la gente que no aprecio y de mi
desaborido esposo. Estoy tan satisfecha de todo que
me sabe bien hasta el dolor. Lloro de risa por mis
penas, por esas normas que no tienen corazón, por
esa amargura que me oprime. Todo se gira, y como
no sé muy bien dónde caerme muerta, soy yo misma
la que se clava un chuchillo por la espalda para gozar
de esa agonía.
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SEÑALES
Desde la muerte de mi marido llenaba la casa de
señales para no olvidarme de las cosas. Tenía mis
truquillos para ir funcionando. Por ejemplo, dejaba a
la vista una pinza de madera para acordarme de
tender la ropa, una estampita de la Macarena me
indicaba la cita diaria con la psicóloga…pero, sobre
todo, utilizaba decenas de papelitos amarillos
adheridos en lugares estratégicos con notas para
tener en cuenta lo básico: ir a comprar, hacerme la
comida, lavarme, etc. Ayer recordé que no estaba
sola; tras mover un antiguo baúl, encontré anotado
en un descolorido papelito «recoger a los niños».
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RUINA DE HORMIGÓN
Las placas de escayola del techo esconden el cableado
interno que corresponde a la domótica de la casa, a
su cerebro. Es una casa inteligente, pero siempre está
enferma. Sufre migrañas que la cortocircuitan y
escalofríos sudorosos que ensucian el yeso de su piel.
En ese estado azogado van sucediéndose pequeñas
catástrofes en el hogar, y hoy, tras un potente
fogonazo hemos quedado a oscuras. El chasquido con
los dedos no ha activado el mecanismo de sus
entrañas y la continua vibración del andamiaje de su
conciencia ha querido que las paredes de ladrillo se
nos vengan encima, sin advertirlas.
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“YATEKOMO”
Tengo que haceros una confesión: llevo un collar de
tortilla de patata y una colonia de calabacín que me
chifla. Con los espaguetis, macarrones y lazos hago
filigranas en mis cabellos de ángel, y mi falda de
papel Albal viene de envolver bocatas de lomo con
queso calentito, calamares a la romana y panceta
ibérica. No puedo impedir que mis zapatillas de
mazapán se coman mis calcetines verdes de col
forrajera. Hasta mis andares son apetecibles, pues al
contonearme me fluyen flatulencias al chocolate que
lo llenan todo y huelen que alimentan. Pues eso, que
estoy muy buena, pa comerme.
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EL ÚNGÜENTO AMARILLO
Me limpié solo un pie, el izquierdo. El otro no lo
necesitaba. Lo hice con un jabón de PH ácido, tal
como indicaba el breviario. Masajeé los dedos y la
planta hasta conseguir esa espuma jabonosa que
mantuve unos minutos, lo enjuagué bajo el grifo del
bidé con abundante agua y lo sequé a golpecitos con
papel de cocina. Después le extendí el ungüento
amarillo para que la piel lo absorbiera. El
tratamiento hizo su efecto rápidamente y la
conversión apenas causó dolor. Realicé de nuevo el
proceso, pero esta vez en mi ojo derecho, el otro no lo
necesitaba.
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ESPECTRO
El fantasma que habita con nosotros mueve el
Scalextric con el poder de su mente. Carlitos está
encantado con su habilidad, pero a mí me exaspera
que ronde incorpóreo por la casa sin aceptar su
condición espectral. Sabe que esta dimensión no es la
suya, que debería marcharse, pero pasa de todo.
Ocupa la mesa de mi difunto marido, hace la siesta
en su sillón y duerme en su lado de la cama, justo a
mi izquierda. Esta madrugada me ha despertado
juguetón, ha estirado la sábana y se ha cubierto con
ella para que aprecie su tienda de campaña.
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LA INVASORA
Salió, sigilosa, a estirar las piernas y, aun así, fue
detectada. La luminosidad del día pasó de repente a
tinieblas y la bóveda celeste que se movía sobre
aquella silenciosa ciudad, se transformó en una corte
de nubes tormentosas que acompañaban a la
amenazante y oscura cumulonimbus, la reina de los
fenómenos meteorológicos. Inmensa como una
montaña, adoptó la apariencia de una terrorífica
bomba atómica, engendrando en sus entrañas
huracanadas el más terrible de los ataques para
lanzarlos sin piedad a los que –como aquella
insensata joven que andaba de puntillas– osaban
salir de casa a dar un paseo.
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TEORÍA DEL COLOR
Los días soleados aprovechaba para tender la ropa en
la azotea. Había cuerdas de sobra, aunque la última
vez estaban todas ocupadas por centenares de
calzoncillos; sujetos con una pinza y organizados por
colores. En la entrada, del negro al blanco había
dispuestos una cincuentena perfectamente
escalonada. En la parte central se difuminaban de la
misma manera pero en gamas básicas: magentas,
amarillos y azules. Y en los extremos, predominaban
los cromatismos secundarios: violetas, rojos y verdes.
Una distribución masiva de slips que llenaba de color
el terrazo y descubría, además del gran acopio, el
talento singular de algún vecino.
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LA BANDA DEL DIRECTOR
En el estómago del director sonaba el rumor
constante de un bombo, unos platillos sin brillo y el
redoble lúgubre de un tambor. Una triste y sombría
percusión que marcaba sus lamentos intestinales. Y
en ese bálsamo desalentador que iba desarrollándose
lentamente, se solapaba el sonido grave e
imprescindible de las tubas, la solemnidad de las
trompetas y el acompañamiento fúnebre del resto de
instrumentos. El carácter de la marcha iba in
crescendo, retronando a cada paso y despuntando
alguna estridencia inesperada propia de los
clarinetes; aguantando el tipo y disimulando como
podía la procesión que le iba por dentro.
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TODOPODEROSO
Con el primer mordisco al melocotón se marcaron a
la perfección los perfiles de un territorio imaginario
parecido a nuestro país. Animado, le di un segundo
mordisco a otra zona aterciopelada y se formó otra
región hermana. Seguí así hasta componer un atlas
de mordeduras, un mundo propio. Cautivado por mi
pequeño planeta frutal, contemplé su abrupta
superficie a la altura de mis ojos; así era perfecto, por
lo que decidí en ese punto detener mi creación.
Coexistió escasos segundos. Con el ruido de mis
tripas y mi apetito mañanero continué devorando su
jugosa carne hasta quedarme con el hueso.
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SUSTANCIA CICLISTA
Mi excentricidad como ciclista de carreras es que
antes de adaptar mí posición aerodinámica sobre la
bicicleta debo degustarla. Le doy un buen repaso con
la lengua a las zonas de apoyo, el manillar, el sillín y
los pedales. La fibra de carbono de la horquilla y la
aleación de aluminio del cuadro son sustancias
insípidas que apenas chupo. Eso sí, relamo los platos
y piñones sin freno, me pongo las botas con la grasa
de la cadena y con el barro de las cubiertas que se
queda entre mis dientes paso los finos radios de las
ruedas y listo.
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NIÑO
Las galletas que mi madre ha comprado para el
desayuno no se deshacen bien en la leche y, justo
hoy, no puedo recrearme en dejarlas blandas. A pesar
de ser un día decisivo me quedo embobado viendo
los dibujos animados y pierdo la noción del tiempo
hasta que mi madre se percata de la hora que es. De
un zarpazo me sienta en la silla de los peinados y me
planta una raya al lado, aplana con saliva los pelos
rebeldes y me perfuma. «Estás listo» exclama. Me da
un beso y me desea suerte en la entrevista de trabajo.
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EL OSO
En el momento en que le dio la espalda –después de
prepararle un barreño con varios kilos de pescado y
una caja de suculentos arándanos bañados con un
buen chorro de miel para que merendase-, el gran
oso pardo que tan afectuoso y dócil era con su
adiestrador, se vio movido por primera vez por un
impulso que le germinaba de sus entrañas: se alzó
majestuoso con sus dos patas traseras ante quien lo
alimentaba cada día, le rugió con ojitos de peluche,
arrinconándolo contra los barrotes, y dando
bandazos con sus zarpas retraídas, le atacó
lentamente, con ternura.
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EL SILENCIO DE LOS PREMIOS
Entre la carretera que unía a Villa del Sordo y Villa
del Mudo había un precioso palacete, un paraíso de
luces de neón rodeado por una envolvente
vegetación. En su extensa frondosidad había
aparcados decenas de vehículos: camiones,
furgonetas, turismos, motos e incluso alguna bici.
Era un lugar de paso que todo el mundo conocía,
aunque curiosamente todos negaban haber estado.
Flor de Agua era la señora que regentaba el pequeño
castillo, y al preguntarle sobre los agraciados del
gordo de Navidad nos comunicó con discreción
profesional: “lo único que puedo decir es que el
premio ha estado muy repartido”.
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«B»
Curiosamente, con el paso del tiempo, me di cuenta
que iba dejando actividades y cosas que empezaban
con la letra B. Antes estaban ligadas a mi vida por
completo, e inexplicablemente las he ido
abandonando. Ya no iba en bici, por ejemplo, ni
tomaba birras ni bravas con los amigos, ni me
bañaba en la playa ni en casa, claro. No bajaba la
basura ni barría y nunca iba a Barcelona. Allí vivía
Beatriz, mi ex, también la dejé. No tocaba el
bombardino, ni bailaba, ni besaba, ni bromeaba, ni
buscaba lo perdido,... pero hacía otras cosas, el
abecedario era amplio.
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TRASPLANTES
Es una buena noticia que a un hombre le hayan
injertado tres plantas en su cuerpo. Gracias a los
avances de la ciencia la operación se llevó a cabo
como quien cuida un pequeño huerto. Le cavaron
surcos en las zonas enfermas, las abonaron con un
fertilizante especial, plantaron los esquejes elegidos y
lo regaron con abundante agua. En poco, le brotaron
unas preciosas hortensias en el lumbago de su
espalda, se le entrelazó una parra leñosa en su brazo
dolorido y en la pierna que cojeaba se apuntaló un
robusto ciprés. El mantenimiento y cuidado era
mucho más sencillo.
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COSQUILLAS
Carmencita no decía a nadie donde tenía las
cosquillas. Pero un día que estaba de buenas nos
permitió explorarla de arriba abajo para buscárselas.
Con el deseo de hacerla reír, presionamos
ligeramente diversas zonas: las axilas, las costillas, el
cuello, las palmas de las manos y, visto que se dejaba
hacer, hasta las plantas de los pies. Ni rastro de ellas.
Permanecía impertérrita. “Son cosquillas secretas”,
nos decía. “Venga va, confiesa. Las debes tener en
algún sitio, todas las niñas las tienen”. Su carita se
puso colorada y, con cierto rubor, nos señaló la parte
que no le habíamos tocado.
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LA PITONISA
Contactaron conmigo porque en su día predije con
acierto el futuro de un chiquillo. Al examinar sus ojos
enseguida supe que apuntaría maneras. Declaré que
en su etapa escolar empujaría por las escaleras a su
profesor de lengua y unos años después echaría a
tierra ese mismo colegio para convertirlo en un
lujoso prostíbulo; sería un carismático líder político
que utilizaría su poder para ocultar asuntos y
negocios turbios; y que al final, con su vasta
experiencia, acabaría como asesor de una importante
empresa multimillonaria. Recuerdo bien que sus
dilatadas pupilas estaban hechas de la misma
sustancia que la codicia.
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EL MISTERIO DE LOS CALCETINES
Los calcetines que se pierden en cada colada son uno
de los misterios que mi madre debería revisar. Ella
asegura que los mete todos en la lavadora, que pone
el programa adecuado y cuando los saca y organiza
por parejas para tenderlos, comprueba que ya faltan
algunos. El centrifugado elimina gran parte de la
humedad del tejido y puede que esas revoluciones
que da el bombo afecten de alguna manera a la ropa
más pequeña. Le digo que la próxima vez los lave a
mano, pero el puñetero de mi padre sostiene que,
aunque lo haga así, pasaría lo mismo.
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NO ME FIO
Suena el timbre. Oigo voces que no identifico. Me
acerco sin hacer ruido a la mirilla y observo a dos
hombres y una mujer. Han accedido al edificio.
Alguien les habrá abierto. Yo solo abro al cartero, y a
estas personas, aunque no tienen malas pintas, no las
conozco. Mis padres me han dejado bien claro que
debo hacer cuando me quedo solo y llaman
desconocidos. La mujer se sitúa entre ellos, esboza
una sonrisa postiza y saca varios sobres blancos y de
color salmón de una bolsa de papel. Siguen dándole
al timbre. No sé, pero no me fío.
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LA PAREJA
La cena que debía reconciliarles tampoco hizo su
efecto, no había remedio. El muy zopenco volvió a
sacar su sensibilidad de albañil y construyó sobre la
mesa un muro de ladrillos que los separaba. Ella,
compungida y aguantándole todo, llevaba una gran
maza para derruir lo que él erguía, evitando así que
se montara un espectáculo en el restaurante. Pasaron
la velada de ese modo, él haciendo pared y ella
tirándola. En la última cimentación perdieron el
contacto visual, y él, acostumbrado a su posterior
demolición, corrigió su conducta y la echó abajo
arrepentido. Pero ella ya no estaba allí.
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LA ALMOHADA
Un minúsculo poro situado en mi mejilla derecha se
llena de sebo con facilidad. Es por el roce con la
almohada, lo tengo comprobado. Cada noche
plancho mi cara en ella –vuelta y vuelta–, hundiendo
mi nariz en el hedor de su tejido captador de babas.
Huele a mí, a rémoras que suspiran, a piel muerta
que añora, a cantos fétidos que se pliegan, a lágrimas
encebolladas, a sedimentos, a gritos de fritanga…, a
mis esencias. Y todas ellas reposan en esa espuma
amarillenta, podrida y nauseabunda que engrasa mi
piel y alimenta sin medida a ese orificio
imperceptible.
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