los mundos detäryenn primer capítulo
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PRIMER CAPÍTULO
LAURA TEJADA
L os M undos
de
Täryenn
Libro I
Primera edición: 2015
© Laura Tejada, 2015 Diseño de cubierta: © Fany Carmona, 2015 Composición: Diana Panadés, 2015
Verónica Calvo
© 2deLetras, 2015 Julián Hernández, 9
28043 Madrid E-mail: eme@2deletras.es www.2deletras.es
El ISBN de esta obra únicamente será conocido tras el anuncio oficial de su publicación.
Versión: primer capítulo gratis.
En esta versión no se contemplan diferentes parámetros de la edición definitiva; márgenes, sangrías, símbolos, separadores, numeradores de página, etc. Hemos querido premiar vuestro interés en esta obra ofreciéndoos el primer capítulo pero os reservamos sorpresas para la edición definitiva….
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren,
distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en
cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva
autorización.
Prólogo Una voz en la oscuridad
EL SONIDO DE UNAS PISADAS FIRMES RESONABA ENTRE LOS MUROS DEL CORREDOR
como un incesante murmullo de voces apagadas. La figura revestida de negro,
que ocultaba el rostro bajo una capucha oscura, parecía inundar el lugar con
su presencia, provocando que cualquiera que se hallara en su camino se
escabullera entre las sombras
para eludir su mirada. Tras ella, otras dos siluetas recortadas en la luz
mortecina que pendía de los candiles la seguían con pisadas más lentas y
torpes debido al peso que llevaban arrastrando y sujeto con cadenas.
La carga que portaban tenía una sucia mata de pelo negro que ocultaba su
rostro y caía por los hombros escuálidos de un cuerpo apenas consciente y ya
sin fuerzas, únicamente cubierto por una camisola raída, sucia y teñida de la
sangre reseca que durante meses había manado de sus heridas.
La figura encapuchada prosiguió su marcha hasta llegar a una puerta de
madera gruesa, adherida a la roca mediante enormes bisagras de acero negro
y custodiada por un hombre de complexión encorvada, que examinó al recién
llegado con respeto y temor al adivinar su identidad.
—Os ha estado esperando… —farfulló con voz agrietada, procurando no
ponerse en su camino.
El hombre pasó la mano levemente por la cerradura de la puerta, sin
tocarla, y esta cedió con un metálico chasquido. La fi gura encapuchada hizo
un gesto a sus dos secuaces para que esperaran allí mientras entraba en la
estancia que el hombre encorvado protegía.
Era difícil saber con precisión cuán amplia era la sala que la recibió, pues la
única luz que allí se derramaba provenía del resplandor nocturno que se
filtraba a través de un kilométrico túnel abierto sobre la cámara subterránea.
La silueta de negro permaneció en silencio, inmóvil, escrutando la
impenetrable oscuridad que se extendía frente a ella, y al instante percibió
que, de entre las sombras, irradiaba una densa y poderosa energía que la
envolvió como siempre hacía cada vez que se hallaba en
presencia de su señor.
—Shiba… —la llamó una voz grave y melodiosa desde la penumbra,
complacida por su presencia—. Muéstrate ante mí.
La recién llegada, obediente, dio varios pasos hasta colocarse bajo la luz
lunar y alzó unas manos pálidas para retirar la capucha que ocultaba su
rostro, dejándolo a plena vista de su señor. Su piel era fina y delicada, pero su
aspecto cadavérico y casi translúcido la hacía parecer carente de vida. Una
cascada de pelo blanco y liso cayó hasta su pecho, enmarcando dos ojos
grandes y ambarinos que mantenían la vista baja por respeto a quien le había
ordenado que se descubriera.
—La hemos traído, mi señor —dijo la mujer con una voz tan gélida como el
acero.
—Quiero verla —exigieron las tinieblas tras las que se ocultaba aquella voz.
La mujer a la que su amo había llamado Shiba dio media vuelta y abrió
nuevamente la puerta para indicar a sus hombres que entraran con la
prisionera. Ellos la arrastraron hasta el centro de la estancia y seguidamente
se marcharon con las cabezas gachas, en completo silencio. Shiba cerró la
puerta metálica, se colocó tras la cautiva y tiró de su pelo enmarañado para
que alzara el rostro, colocando la otra mano sobre su hombro. Un fulgor rojizo
salió de sus dedos y se introdujo en la piel de la prisionera, azotándola con
una pequeña descarga energética que la despertó de su inconsciencia. La
mujer a la que su amo había llamado Shiba dio media vuelta y abrió
nuevamente la puerta para indicar a sus hombres que entraran con la
prisionera.
Ella comenzó a respirar ruidosamente. Su confusa mirada de ojos verdes
bailó por la sala y un rictus de terror cruzó su rostro cuando comprendió
dónde se encontraba. Desesperada, intentó desasirse de las cadenas que la
ataban y apartarse de su captora, pero Shiba apretó su mano contra ella y
una nueva descarga, esta vez más intensa que la anterior, hizo que desgarrara
el aire con un grito y quedara inmóvil.
De repente notó que unos pasos se acercaban, lentos y amenazantes como
el susurro de una serpiente al deslizarse por el suelo. Quiso gritar de nuevo,
pero su cuerpo estaba paralizado y le fue completamente imposible. Lágrimas
de miedo y desesperación comenzaron a nublar sus ojos, despeñándose hacia
su rostro y dibujando pálidos surcos en sus sucias mejillas.
Los pasos se aproximaron cada vez más hasta que percibió la presencia de
alguien justo ante ella, observándola. La mujer abrió los ojos y lo primero que
vio fue una túnica negra que parecía fundirse con la oscuridad de la
habitación. Al alzar la mirada encontró un semblante cubierto de sombras al
contraluz de la noche, en el que solo logró atisbar el brillo de dos ojos fríos y
ansiosos que la miraban con interés. El contorno de su cara se veía delimitado
vagamente por una cortina de pelo liso, mugriento y pelirrojo, la cual pendía
en el aire mientras mantenía la cabeza inclinada al examinarla
silenciosamente.
—Por… favor… —masculló la prisionera entre sollozos—. Por favor…
El hombre de pelo rojo acercó una mano de dedos delgados y largas uñas
ennegrecidas al rostro de la mujer.
—Shhhh… —le susurró limpiándole las lágrimas en una caricia sutil como
la muerte—. Ya no debes tener miedo.
Los sollozos de la prisionera se intensificaron cuando la energía de aquel
ser la inundó tan intensamente que pareció estar a punto de asfixiarla.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él con una extraña dulzura.
—Su… Sussan Jones —logró articular sin poder reprimir
el pánico en su voz.
—Bien, Sussan Jones. Nos has sido de gran ayuda —dijo él apartando un
mechón de cabello de su rostro—.
Ya es hora de que recibas tu merecida… recompensa.
La prisionera, aterrada, estuvo a punto de gritar pidiendo misericordia, pero
de su boca no salió más que una exhalación sorda y contenida. Entonces
sintió que una mano le rodeaba la garganta y que algo que no podía ver ni
tocar se introducía en su cuerpo lentamente, arrebatándole la vida.
Ella lo miraba con ojos alucinados, inmóvil mientras atisbaba su final e
incapaz de hacer nada para impedir que aquel ser se apropiara de su energía y
le robara cada resquicio de vitalidad que aún quedaba en su desvaído cuerpo.
Su piel comenzó a marchitarse rápidamente, unos profundos surcos
rodearon sus ojos desorbitados y el color de su pelo, antes negro como el
azabache, se tornó mustio y grisáceo. Al cabo de unos pocos segundos, la
prisionera ya no se movía.
El hombre de negro la soltó y su cuerpo cayó al suelo como un pesado saco
inservible. Sus ojos, ya sin vida, permanecieron abiertos en una infinita
mirada sin reflejos.
Shiba contempló impasible el cadáver de la prisionera y luego alzó la
mirada hacia su señor, al que incluso las sombras parecían temer.
—Deshazte de ella —le ordenó él.
Y Shiba, esbozando una sonrisa que reveló la eterna crueldad de sus ojos
ambarinos, se dispuso a obedecer las palabras de su amo.
1
PESADILLAS
LICE SINTIÓ CÓMO LA BRISA HELADA LE GOLPEABA EL ROSTRO CON
ligereza, haciendo ondear la tela blanca de su camisón al caminar por
aquella inmensa estepa verde. Sus pies descalzos se resentían al notar el frío
tacto de la hierba húmeda mientras, sumida en sí misma, avanzaba con la
mirada fija en la nada.
Entonces, sin saber por qué, se detuvo.
El viento comenzó a ulular con fuerza, zumbando en sus oídos como si
quisiera susurrarle palabras que no podía comprender. Alice percibió algo que
la obligó a girar sobre sí misma, y aunque durante un instante creyó que no
encontraría nada, al volver la vista atrás descubrió que un lobo de pelaje níveo
y ojos blancos como el hielo estaba sentado sobre la hierba a escasa distancia
de ella, mirándola fijamente.
Extrañada, pero incapaz de reaccionar, Alice lo observó con cautela hasta
que el ambiente que la rodeaba comenzó a oscurecerse súbitamente. Alzó la
mirada para comprobar que el cielo estaba siendo invadido por enormes nubes
negras cargadas de electricidad, las cuales se arremolinaban como si fueran
arrastradas por las olas de un mar siniestro. El viento cada vez soplaba con
mayor brío, azotando su cuerpo y enredando su largo cabello. Pero Alice no se
movió.
El rugido de un trueno hizo temblar la tierra bajo sus pies y una lluvia
torrencial no tardó en derramarse sobre la verde inmensidad de aquel prado
de horizontes infinitos.
Alice bajó la vista del cielo para ver que el lobo blanco seguía allí, clavándole
sus ojos fríos de forma amenazadora. Aun así, impasible ante el animal,
A
permaneció quieta bajo el intenso temporal como si ambos estuvieran
retándose a actuar primero.
Notó que algo caliente le mojaba las manos. Cuando las alzó, descubrió
horrorizada que estaban cubiertas de sangre.
El vendaval arrollador hacía ondear la tela de su camisón violentamente, y
la lluvia apenas le permitía mantener los ojos abiertos. La sangre de sus
manos se deslizó por su piel hasta caer al suelo, tiñendo de rojo la hierba a su
alrededor.
De repente, un fuerte trueno rasgó el cielo y el lobo blanco comenzó a
aullar…
Un ligero sobresalto estremeció el cuerpo dormido de Alice, despertándola.
Poco a poco, a medida que abría los ojos, la imagen del lobo en aquel paraje
tormentoso fue desapareciendo para dar paso a la de su habitación.
Tardó unos segundos en percatarse de que el pitido incansable y agudo del
despertador aún sonaba desde la mesilla, por lo que alargó la mano, molesta,
para darle un golpe y acallarlo de una vez por todas.
Permaneció en la cama unos minutos, recordando las escenas del extraño
sueño que acababa de tener. Había sido intenso y tan real que incluso tuvo la
reacción inconsciente
de mirar hacia la ventana para ver si estaba lloviendo, pero el cielo, a pesar del
otoño, amanecía despejado.
Alice se frotó los ojos y exhaló un profundo suspiro. No era la primera vez
que sueños como el que acababa de tener la asaltaban durante toda la noche,
dejándole un fuerte dolor de cabeza al despertar y la sensación de estar más
cansada que antes de irse a dormir. Pero en todos ellos siempre había
aparecido sola. En todos salvo en aquel; los ojos del lobo, pálidos y helados
como la escarcha, parecían seguir vigilándola.
Miró el reloj al que hacía unos instantes había golpeado y vio que marcaba
las 6:05 de la mañana. Somnolienta, se levantó y fue directa al baño para
darse una ducha. Después de desenredarse la larga melena castaña con
desgana, contempló su reflejo en el espejo del baño y se dio cuenta de que no
tenía muy buen aspecto. La ducha la había despejado un poco, pero seguía
teniendo la sensación y la apariencia de no haber dormido en toda
la noche: sus ojos marrones se veían algo hinchados y la piel de su rostro
ovalado, habitualmente de color claro y ligeramente sonrosada, mostraba una
palidez casi enfermiza.
Desalentada por su desfavorecedora imagen, regresó a su habitación para
vestirse con unos vaqueros, una blusa negra y una rebeca del mismo color.
Tras prepararse un café bien cargado, se sentó en el sofá y encendió la
televisión sin expectativas de encontrar ningún canal en el que estuvieran
emitiendo algo decente.
Con gesto apático, Alice veía las noticias de la mañana. Se acercó la taza
para beber de ella, pero al dar el primer sorbo arrugó el gesto y la apartó de sí
con repugnancia, pues el amargor del café le había dejado un sabor
desagradable en la boca que detestaba. Maldiciéndose por haber olvidado
añadir el azúcar, dejó la bebida en la mesilla frente a ella y se levantó para
dirigirse a la cocina. Sin embargo, Alice no llegó a dar un solo paso,
porque una repentina idea galopó veloz hasta su mente y la hizo quedarse
donde estaba.
Volvió a sentarse con el cuerpo ligeramente vuelto hacia la cocina —cuya
forma abierta le permitía ver el mobiliario desde allí— y fijó la mirada en unos
armaritos de puertas verdes que había colgados sobre el fregadero. Focalizó su
atención en ellos y extendió el brazo hacia delante, como si pretendiera
tocarlos desde la distancia. Movió los dedos hacia la izquierda y las pequeñas
puertas de madera se abrieron obedientemente. De entre todos los tarros de
cerámica, localizó uno de color azul, que era donde guardaba el azúcar. Movió
la mano sutilmente, como si estuviera indicándole que se acercara, y el tarro
se deslizó hacia el exterior del armario para avanzar hacia ella.
Con un constante vaivén, el recipiente de azúcar atravesó el aire bajo el
poder de una Alice que apenas se atrevía a desviar la vista de él por miedo a
perder la concentración
y provocar que cayera al suelo. Finalmente, lo hizo posarse sobre la mesilla
con lentitud para no estropear su obra en el último momento.
Alice esbozó una sonrisa al contemplar el bote de cerámica azul junto a su
taza y sintió que, al fin, su mente despertaba del letargo en el que aquel
extraño sueño la había sumido.
En aquellos momentos agradecía vivir sola. Por alguna razón que
desconocía, desde muy temprana edad había poseído habilidades poco
comunes entre la gente normal y, a pesar de que disfrutaba poniéndolas en
práctica, había aprendido que era mucho mejor que nadie supiera la clase de
cosas que podía hacer.
Le gustaba llamarlo su don secreto. Un don que, con el paso de los años, se
había convertido en lo único por lo que merecía la pena levantarse cada
mañana. Solo en aquellos instantes experimentaba la vida con intensidad. El
resto del tiempo se limitaba a contemplarla pasar ante sus ojos, igual que
quien observa una tormenta bramar tras su ventana.
Pese a todo, y aunque su don la había acompañado desde que tenía
memoria, habían sido muchos los años que había necesitado para aceptarlo.
Era incapaz de recordar cuántas veces se había preguntado si estaba loca y
todo aquello no era más que un producto de su imaginación, pero ningún
psicólogo ni psiquiatra que la hubiese tratado desde niña —y eran más de los
que podían contarse con los dedos de ambas manos— había conseguido
averiguar qué era lo que le ocurría.
Su infancia más temprana transcurrió entre los muros de un orfanato
cristiano, donde los especialistas la trataron hasta que se marchó. Pero la
única solución que todos hallaron, incluidos los que la medicaron después de
su adopción, fue cebarla con pastillas y obligarla a relacionarse con el resto de
niños, lo cual no habría sido una decisión nefasta si realmente hubiera estado
enferma y los demás no la hubieran temido como a una bruja salida de las
entrañas del infierno.
A veces se preguntaba si las cosas habrían sido distintas de haberse
quedado con sus padres biológicos, aunque lo dudaba, pues las monjas le
contaron que su madre, una indigente que ni siquiera sabía quién la había
dejado embarazada, la entregó con solo dos años para darle una vida mejor.
Cuando la adoptaron, Alice obtuvo cuidados, estabilidad y educación, pero
también una vida repleta de psiquiatras y medicamentos. Una vida en la que
siempre se había sentido atrapada e irremediablemente sola.
La primera vez que experimentó un resquicio de felicidad fue cuando por fin
dejó de estar obligada a hacer aquello que no quería. Y ese momento llegó con
la muerte de sus padres.
No se sentía nada orgullosa de admitirlo, y si le hubieran preguntado jamás
habría respondido la verdad, pero lo cierto era que, más allá del pesar y de la
pérdida, el accidente de coche que acabó con sus vidas le dio la oportunidad
de empezar a vivir la suya.
Con el dinero de la herencia, Alice se marchó a Nueva York y alquiló un piso
que, a pesar de ser pequeño y tener una renta demasiado alta que pagaba con
un odioso trabajo, le brindaba la posibilidad de tomar sus propias decisiones
sin tener que ocultarse de los demás. Daba igual cuántos tarros de azúcar
rompiera al hacerlos surcar el aire, cuántas veces fundiera las bombillas al
enfadarse o congelara toda la mesa al intentar enfriar un refresco, porque
nadie podía juzgarla, mirarla con temor ni decirle cómo debía vivir.
Una punzada de dolor en la sien la apartó de sus pensamientos y le recordó
que debía tomarse una aspirina antes de irse si no quería soportar el día que
le esperaba con semejante jaqueca. Se tragó la pastilla con el último sorbo que
le quedaba de café y se aseguró de que nada se le olvidaba antes de coger el
bolso y salir de su apartamento.
Tras más de una hora de atasco, Alice consiguió llegar al trabajo cinco
minutos antes de lo necesario. Todo un logro aquella semana.
Como cada mañana, se encaminó hacia el gris edificio que daba cobijo a la
empresa inmobiliaria Groen House. Trabajaba allí desde hacía dos años, pero
solo llevaba tres meses en su nuevo puesto administrativo, lo que, con solo
veinte años, la convertía en la empleada más joven de su oficina.
Podría haberse sentido orgullosa, pero lo cierto era que Alice detestaba su
trabajo. De no haber sido por el precario salario que recibía, habría preferido
seguir haciendo fotocopias y repartiendo el correo. Ella no encajaba en aquel
ambiente de maletines, corbatas, informes y registros contables, pero ese
empleo era lo que pagaba su pequeña libertad, y solo por eso merecía la pena
conservarlo.
Cuando cruzó las puertas acristaladas de la entrada principal, dejó atrás la
recepción y recorrió un largo pasillo hasta los ascensores, donde todas las
mañanas esperaba varios minutos antes de poder subirse a alguno.
Sumergida en un grupo de hombres enchaquetados y mujeres vestidas con
tacones y trajes formales, Alice comenzó a impacientarse. Se apartó un poco
de la multitud y miró distraídamente hacia el lugar por el que había llegado
para comprobar que más trabajadores se aproximaban con paso acelerado,
como si hubiera algún ascensor esperándolos precisamente a ellos.
En ese momento, entre aquella corriente de chaquetas y camisas, Alice
advirtió una silueta distinta a las demás. Vestía extraños ropajes negros y
llevaba puesta una holgada capucha que no dejaba visible de su rostro más
que unos pálidos labios curvados en una leve sonrisa. Se hallaba
completamente inmóvil, como si fuera inmune al frenetismo que la rodeaba, y
aunque no podía apreciarlo desde aquella distancia, Alice supo que, de todas
las personas que abarrotaban el lugar, era a ella a quien miraba con una
turbadora fijeza.
Una punzada de inquietud se le clavó en el pecho. Estaba segura de que
aquel hombre no se encontraba allí hacía un segundo. Ella lo habría visto
entrar. Cualquiera se habría fijado en él inmediatamente y posiblemente no le
habrían permitido pasar. Sin embargo allí estaba, como si hubiese surgido del
mismo aire que respiraban.
Procurando disimular su desconcierto, Alice miró en derredor con cierta
ansiedad, pero nadie mostraba síntoma alguno de estar viendo lo mismo que
ella. Y entonces, al volver la mirada hacia el lugar desde el que la oscura
silueta la había estado observando, descubrió que había desaparecido…
Desconcertada, lo buscó entre la multitud, pero esta la arrastró hasta el
interior de uno de los ascensores y no pudo ver nada.
Mientras subían, arropada por una decena de personas y un incómodo
silencio, se preguntó si lo que acababa de ver habría sido a causa de una
aspirina en mal estado o porque sus sentidos le estaban jugando una mala
pasada. Fuera lo que fuese, no podía haber sido real, así que procuró calmarse
y llevar sus pensamientos lejos de pesadillas, lobos blancos y hombres
encapuchados para centrarse en la mustia pero segura realidad que la
rodeaba.
Cuando el número de su planta se iluminó, Alice salió del ascensor y
caminó entre las fi las de mesas hasta llegar a la suya, dándose cuenta de
que, aquella mañana, sus problemas no habían hecho más que comenzar.
El sistema de electricidad estaba fallando en el edificio entero, y los
constantes apagones vaticinaban que la jornada no iba a ser fácil ni
productiva. Aun así, como cada día, Alice se sumergió en las letras y números
de su pantalla, escribiendo informes, rellenando formularios y efectuando
operaciones con aplicaciones informáticas.
Cuando la electricidad fallaba y la pantalla de su ordenador se ponía a
parpadear, impidiéndole trabajar, se reclinaba en su asiento y contemplaba
los reflectores de luz blanca que relampagueaban sobre su cabeza en breves
intervalos, preguntándose si sería capaz de fundirlos con un solo
pensamiento. En casa podía hacer estallar cualquier bombilla con un simple
enfado si no se controlaba, y una vez, tras una discusión con su casero,
destrozó el cableado de su apartamento. Lo malo fue que eso afectó al resto del
edificio y estuvieron sin luz durante dos días.
Al llegar la hora del descanso agradeció poder salir a la calle y liberarse del
estrés que se respiraba en aquella sala repleta de cubículos, donde aislaban a
los empleados para acrecentar su eficiencia. Entró en el concurrido bar en el
que almorzaba habitualmente y pidió una ración de pasta y un refresco que,
como siempre, llevó hasta la mesa más apartada para comer con tranquilidad.
Le extrañó ver que allí también reinaba un ambiente diferente al que solía
encontrar cada día. El local no estaba sumido en el ruidoso ambiente que lo
caracterizaba, sino que el murmullo de conversaciones cruzadas y el chocar de
la vajilla habían quedado relegados a un segundo plano por las noticias que en
ese momento emitía el televisor, cuyo alto volumen las convertía en un foco
de distracción imposible de ignorar.
Al igual que ella, tanto camareros como clientes se vieron atrapados por la
imagen e intentaron oír lo que una periodista narraba a su cámara mientras
las luces de varios coches de policía bailaban sobre su rostro, cubriéndolo
de colores rojos y azules:
… cuando una pareja encontró el cadáver
flotando a orillas del Hudson. Se trata de Sussan
Jones, una mujer de treinta y cinco años cuya
desaparición fue denunciada por su marido hace
dos meses. Sin embargo, los médicos forenses
han quedado desconcertados al comprobar que
el grado de descomposición del cadáver indica
que Sussan murió hace más de un año. Para
conocer más datos tendremos que esperar a un
examen detallado de…
Alice se fijó en la fotografía que apareció en pantalla.
Se trataba de una mujer joven: tenía el cabello negro, la piel blanca y unos
grandes ojos de color verde que se entornaban para acompañar a su amplia
sonrisa. «Sussan Jones», oyó que decía de nuevo la periodista, y se dio cuenta
de que le sonaba ese nombre. Probablemente había oído la desconcertante
noticia en la radio de camino al trabajo y no le había prestado atención.
El extraño caso de aquella mujer siguió rondando su cabeza hasta que
regresó a la oficina. Una vez allí, el ambiente parpadeante de las luces y las
idas y venidas de los empleados —que no dejaban de despotricar y pelearse
con sus ordenadores— la absorbieron como la corriente de un mar
embravecido.
Al cabo de una hora, y cuando por fin la electricidad parecía haberse
estabilizado un poco, el cielo tras las ventanas empezó a colmarse de nubes
oscuras que devoraron la luz antes siquiera de que el mediodía diera paso a la
tarde. Alice apenas había podido percatarse del tiempo que hacía en el
exterior, pues le habían pedido un informe de última hora y estaba demasiado
ocupada en elaborarlo. Sin embargo, la providencia parecía tener otros planes
muy distintos, porque a tan solo unos minutos de concluirlo, la pantalla de su
monitor quedó completamente tapizada del negro más absoluto.
Alice se quedó mirándola con incredulidad. Profirió un cansado suspiro
intentando no perder la paciencia y se reclinó en su silla a esperar que el
aparato volviera en sí.
Fue entonces, justo cuando iba a apartar su atención del ordenador,
cuando un cursor de color blanco apareció en el centro de la pantalla,
parpadeando como si estuviera listo para escribir. Miró la torre y comprobó
que el ordenador seguía estando apagado por el fallo eléctrico. Extrañada, se
acercó a su mesa y se fijó ceñudamente en aquel cursor grueso y parpadeante.
Pulsó varias teclas pero, como ya esperaba, nada sucedió. En un gesto
inconsciente, Alice tocó la pantalla en el lugar donde la diminuta línea blanca
aparecía y desaparecía como si fuera una mota de polvo que pudiera limpiar
con los dedos, pero entonces, esta se movió rápidamente hacia un lado
dejando tras de sí un breve mensaje:
«Hola, Alice».
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