las guerras de desintegración
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Las guerras de desintegración
Javier Jordán y José Luis Calvo, El nuevo rostro de la guerra, (Pamplona, EUNSA, 2005), pp. 81-97
La mayoría de los conflictos armados actuales se desarrollan en el interior de
las fronteras políticas de un solo país. Sin embargo el calificativo de guerra civil
resulta insuficiente para explicar su naturaleza1. Ese término, sobre todo para los
españoles, puede sugerir la existencia de dos bandos claramente establecidos y
organizados que libran un conflicto siguiendo el esquema clásico de guerra entre
estados. Cada uno de ellos posee algo similar a un gobierno, fuerzas armadas,
relaciones exteriores, industria militar y una población que en mayor o menor
medida reconoce su legitimidad y respalda el esfuerzo bélico. La victoria de uno
de los contrincantes da lugar al éxito de un proceso de secesión o a la aplicación
del proyecto político en todo el país a favor del bando triunfador. Estas fueron las
pautas que siguieron la guerra de secesión americana, las guerras civiles
españolas del siglo XIX y XX, y los primeros conflictos armados de los Balcanes
entre Eslovenia, Croacia y la República Federal Yugoslava.
Gráfico 4. Evolución de los diferentes tipos de conflictos armados
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1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003
Entre Estados Interno con intervención de otros EstadosInterno
Fuente: Mikael Eriksson & Peter Wallensteen, “Armed Conflict, 1989–2003”, Journal of
Peace Research, Vol. 41, No. 5, (2004), pp. 625-636
1 Mary Kaldor, Las nuevas guerras: la violencia organizada en la era global, p. 13.
2
Sin embargo, los enfrentamientos que vamos a analizar en este capítulo, a
pesar de producirse también en el interior de un mismo estado, difieren por
completo de esas guerras civiles clásicas. No se trata tanto de la rivalidad entre un
gobierno establecido y un centro alternativo de poder que aspira a crear una
nueva estructura política, como del desmoronamiento de la arquitectura estatal en
parte –y en algunos casos la totalidad– del territorio. Por ese motivo nos
referiremos a ellas llamándolas guerras de desintegración. Tal como refleja el
gráfico 4, esos conflictos son los más numerosos, los que producen un mayor daño
a la población civil y los que resultan más complejos en su resolución.
1. Retorno a edades antiguas con armas modernas
En la Europa de los siglos XV y XVI la guerra contribuyó a centralizar los
recursos y a reforzar el poder de los monarcas, favoreciendo así la génesis del
estado moderno. El contexto de los conflictos de desintegración se caracteriza
precisamente por el proceso contrario. La crisis del estado hace que su autoridad
sea contestada y que se ponga en marcha un proceso de descomposición que
acaba dando paso a una situación de poliarquía; de múltiples centros de poder
que no reconocen la soberanía estatal dentro de lo que anteriormente eran las
fronteras de una sola entidad política.
En sus primeras fases este proceso guarda cierto parecido con el caos que
siguió en Europa al derrumbe de la administración imperial romana a lo largo del
siglo V. Pero también es común que, una vez que se estabiliza, la situación
resultante se asemeje a las sociedades feudales de la Edad Media o a los antiguos
sistemas tribales. Es decir, a formas políticas previas al nacimiento del estado
moderno.
Los factores que explican la ruina parcial o total de las estructuras estatales
son de diferente naturaleza. Antes que a las motivaciones concretas de aquellos
que cuestionan con las armas la autoridad estatal, conviene prestar atención a las
condiciones que rodean el escenario del conflicto. Motivaciones y condiciones son
importantes pero estás últimas resultan más fáciles de medir y comparar entre
casos, y además son imprescindibles para que las aspiraciones de los insurgentes
de diverso signo puedan materializarse en una contestación armada y efectiva al
poder central.
3
Los aspectos de carácter político resultan decisivos para la comprensión de los
conflictos internos. En la raíz de las crisis se suele encontrar el incumplimiento de
tareas básicas por parte del estado. Las razones pueden ser también muy variadas.
Una habitual es la escasez de recursos, y, por eso, las guerras de desintegración
tienen su escenario mayoritariamente en países pobres. Una vez que se alcanza un
nivel de ingresos medio o superior, se reducen sensiblemente las posibilidades de
que se desencadene un conflicto de esas características2. La insuficiencia de
medios dificulta la implantación de la administración estatal sobre el conjunto del
territorio, e imposibilita la satisfacción de las demandas básicas de la población en
materia de seguridad, sanidad, bienestar e infraestructuras. Como consecuencia
los individuos no se sienten protegidos ni identificados con el estado y anteponen
con facilidad su lealtad al grupo de los suyos: los de la misma aldea, valle, clan,
tribu, etnia, etc.
A veces la precariedad de recursos públicos se debe a su injusta distribución.
Es el caso de los estados cleptómanos, donde los dirigentes se comportan con las
riquezas del país como si se tratase de su patrimonio personal. Desgraciadamente
abundan ese tipo de ejemplos. Felix Houphouët-Boigny, principal promotor de la
independencia de Costa de Marfil, y primer presidente del país hasta su muerte en
1993; Charles Taylor, ex-guerrillero, señor de la guerra y ex-presidente de Liberia;
Mobutu Sese Seko en Zaire; Robert Mugabe en Zimbabwe; Angel Félix Patassé en
la República Centroafricana…
La distribución desigual de los recursos se combina en ocasiones con la gestión
deficiente de la diversidad étnico-cultural del país. La pluralidad de tribus,
naciones o culturas en el interior de un país no es suficiente a la hora de explicar
el origen de esos conflictos armados. Son muy pocos los estados del mundo que
poseen una población completamente homogénea. La raíz del enfrentamiento
suele encontrarse en la inadecuada gestión de la diversidad cultural y,
particularmente, en la discriminación socioeconómica a favor de determinados
grupos étnicos o tribales.
La desigualdad puede materializarse de diferentes formas: restricciones a la
hora de acceder al empleo público (en especial a los cuerpos de la administración
2 Paul Collier, “The Market for Civil War”, Foreign Policy, May/June 2003, p. 40
4
armados), en las prestaciones sociales y en las oportunidades de progreso
económico y social de las élites de los diversos grupos. La discriminación de las
élites constituye uno de los principales detonantes de ese tipo de conflictos. Y por
esa razón el perfil de los líderes insurgentes responde con frecuencia al de
personas con un nivel de educación elevado que se aseguran la lealtad de sus
seguidores mediante la redistribución de los recursos que obtienen por su lucha3.
Pero los agravios comparativos no son el único motivo de la lucha armada por
el reparto de la riqueza nacional. El análisis cuantitativo de las guerras civiles
entre 1960 y 1999 concede más importancia explicativa a la avaricia de los
componentes de las distintas facciones armadas (que ganan y pierden
sucesivamente el poder) antes que a las injusticias entre grupos étnicos, aunque
estas tengan también la relevancia que acabamos de explicar4. Se trata de una de
las motivaciones más comunes entre los señores de la guerra que combaten en
contextos con abundancia de recursos naturales5.
Otra fuente de deslegitimación política es la falta de solvencia democrática. Sin
embargo lo habitual es que los regímenes dictatoriales sólo sufran graves fracturas
internas en los momentos de transición o de particular debilidad. De lo contrario
el férreo control que ejercen sobre la sociedad dificulta los preparativos y
supervivencia de los grupos insurgentes. Además esos regímenes suelen ser
expeditivos y despiadados a la hora de sofocar el más mínimo atisbo de
levantamiento. Fueron una prueba de ello las distintas operaciones de castigo del
antiguo régimen de Saddam Hussein contra los kurdos del norte en las décadas de
1980 y 1990, o el aplastamiento de la insurrección de islamistas sirios en la ciudad
de Hama en 1982 por las fuerzas de Hafez el Assad que provocó más de veinte mil
muertos en pocos días6.
Los factores externos también son relevantes en el origen de algunas guerras
de desintegración. El apoyo que los insurgentes reciben de estados vecinos o de
3 Jean-Paul Azam, “The Redistributive State and Conflicts in Africa”, Journal of Peace Research, vol. 38, no. 4, 2001, pp. 429–444. 4 Paul Collier & Anke Hoeffler, Greed and Grievance in Civil War, October 21st, 2001. Manuscrito del Banco Mundial. Disponible en http://www.worldbank.org/research/conflict/papers/greedgrievance_23oct.pdf [consultado: enero de 2005] 5 S. Mansoob Murshed, “Conflict, Civil War and Underdevelopment: An Introduction”, Journal of Peace Research, vol. 39, no. 4, 2002, pp. 387–393 6 Michael Rubin, “Are Kurds a pariah minority?” Social Research, Spring 2003, pp. 35-46.
5
potencias extranjeras resulta en ocasiones imprescindible para la continuidad de
esos grupos. La ayuda puede ser de carácter más o menos directo. Desde
simplemente permitir el paso y refugio en zonas fronterizas, hasta la financiación
y suministro de armas o, incluso, la participación de fuerzas regulares en
operaciones combinadas con la guerrilla (momento en que el conflicto interno se
convierte en conflicto interno internacionalizado). Esta dinámica se ha dado de
alguna manera en muchas de las guerras de desintegración que han tenido lugar
en África Subsahariana, Asia Central y América Andina. La insurgencia se
convierte así en un instrumento de injerencia y política regional de vecinos mal
avenidos, que frecuentemente también padecen síntomas similares de debilidad y
descomposición. Por ejemplo, durante la rebelión contra el régimen congolés de
Laurent Kabila en agosto de 1998, las fuerzas de Ruanda y Uganda invadieron el
país en apoyo de los insurgentes, mientras que las de Angola y Zimbabwe
intervinieron en apoyo del dictador, a las que posteriormente se unieron las de
Namibia, Chad y Sudán7. La decisión de Angola se debía al temor de que la
guerrilla de la UNITA pudiera utilizar la República del Congo como refugio,
mientras que la de Zimbabwe respondía a intereses meramente económicos. A su
vez Ruanda había prestado en su día un apoyo crucial a la rebelión de Kabila
contra el régimen de Mobutu, pero se enemistó contra el nuevo dictador cuando
este expulsó del país a los altos mandos militares tutsis ruandeses8.
Otro factor internacional de peso, sobre todo en los conflictos de
desintegración de la década de 1990, fue el cese de la ayuda exterior que muchos
países del Tercer Mundo recibían dentro de los juegos de alianza y contención de
la Guerra Fría. El apoyo en forma de dinero, armas y asistencia militar apuntaló
estados débiles y permitió aplastar diversos conatos de insurgencia. Pero una vez
terminada la rivalidad entre bloques, la falta de interés de las grandes potencias
interrumpió esos canales de vida artificial. Como consecuencia las autoridades de
muchos países en desarrollo se encontraron sin medios financieros para
conquistar el apoyo de sus poblaciones y sin capacidad militar para frenar los
7 Thomas M. Callaghy, “Life and Death in the Congo: Understanding a Nation’s Collapse”, Foreign Affairs Vol. 80, No 5, 2001, pp. 143-149. 8 Ola Olsson & Heather Congdon Fors, "Congo: The Prize of Predation", Journal of Peace Research, vol. 41, no. 3, 2004, pp. 321–336
6
intentos de derrocarlos9. El fin del régimen de Mobutu que acabamos de comentar
responde también a esta secuencia. Ni Estados Unidos ni Bélgica (antiguos
valedores del dictador zaireño) fueron en su auxilio en 1997. Sólo Francia,
atemorizada ante la posibilidad de que el nuevo régimen de Kabila implantara el
inglés en el país, mantuvo su apoyo hasta el final10.
Además de las variables explicativas de carácter político, las circunstancias
económicas también resultan determinantes a la hora de comprender la génesis y
peculiar desarrollo los conflictos de desintegración. Una primera característica
consiste en que se trata de países donde una proporción muy considerable de la
población (en algunos casos más de la mitad) vive por debajo de la línea de
pobreza nacional. Debilidad económica y debilidad política se encuentran así
entrelazadas, pues aun en los casos en los que el país es rico en recursos naturales
(diamantes, madera o fuentes energéticas) la mala gestión y la corrupción de las
élites dirigentes impiden que la explotación de esas riquezas (a menudo
contratada a compañías extranjeras francesas, británicas, norteamericanas o de
otros países, como por ejemplo China en los yacimientos petrolíferos de Sudán) se
traduzca en desarrollo social y fortalecimiento de la administración del estado.
La precariedad económica se convierte entonces en un peligroso factor de
riesgo para el ejercicio de la soberanía estatal dentro del territorio, similar a los
efectos de la desnutrición sobre un cuerpo humano enfermo. Las defensas se
debilitan y los enemigos del estado cobran se hacen fuertes. Además, si los
ejércitos y agencias policiales se encuentran desmotivados y mal pagados, no es
extraño que en algunos casos acaben recurriendo al saqueo de la población, al
tráfico de armas o que se pasen al bando rebelde.
El equipo militar y el adiestramiento de las fuerzas estatales suelen ser
deficientes, de manera que la ventaja cuantitativa o cualitativa sobre los
insurgentes es a menudo reducida. El número de aviones y helicópteros de
combate –claves en la lucha contra la guerrilla– es ínfimo o simplemente no
existe. Por ejemplo en 2004 la fuerza aérea de Costa de Marfil estaba compuesta
9 Román D. Ortiz, “Las nuevas guerras civiles”, en Carlos De Cueto y Javier Jordán (Coord.), Introducción a los estudios de seguridad y defensa, (Granada: Comares, 2001), p. 35-49. 10 Ola Olsson & Heather Congdon Fors, "Congo: The Prize of Predation", p. 325.
7
por sólo dos aviones Sukhoi-25, tripulados por pilotos bielorrusos, y tres
helicópteros; hasta que en noviembre de ese año fue destruida en tierra por dos
Mirage franceses, como represalia a un ataque anterior en el que habían muerto
nueve militares galos.
Las unidades de tierra suelen carecer también de equipo pesado y de
multiplicadores de fuerza como visores nocturnos, equipos de comunicaciones o
auténticas unidades de operaciones especiales. La precariedad de medios y la
escasa fiabilidad de las tropas en situación de combate están convirtiendo en una
práctica común la contratación de compañías militares extranjeras. Abordaremos
ese fenómeno en uno de los siguientes epígrafes.
Por otra parte la pobreza generalizada, combinada con la debilidad del estado,
disminuye los costes del apoyo personal a la insurgencia. Los campos de
refugiados, las aldeas depauperadas en épocas de sequía y de hambruna, y las
barriadas marginales repletas de jóvenes en paro proporcionan miles de
voluntarios a los grupos insurgentes y a las bandas armadas incontroladas. África
es el continente más joven del mundo. En 2001 el 42.5 por ciento de su población
tenía menos de quince años11 y en algunos países espacialmente afectados por el
SIDA cientos de miles de niños quedan huérfanos a edades muy tempranas. Las
raíces políticas del conflicto –si realmente las hay– se combinan entonces con
otras motivaciones más primarias como lucha por la supervivencia, la codicia y la
desesperación.
Se crea así un círculo vicioso que daña aún más la economía del país y aleja las
oportunidades de recuperación. Por un lado, el estado desvía una cuantía
considerable de fondos públicos a gastos militares en unas sociedades que se
encuentran muy lejos de los parámetros básicos del sistema de bienestar. Por
ejemplo en 1999 Angola dedicó más del 21 por ciento del PIB a defensa y en 2002
Eritrea el 23,5 por ciento, mientras que sanidad y educación recibían
respectivamente el 2.8 y 4.8 por ciento12. En la práctica esos porcentajes tan
elevados se traducen en unos pocos millones de dólares que apenas permiten
11 United Nations Statistics Division, Demographic Yearbook 2001. Disponible en http://unstats.un.org/unsd/demographic/products/dyb/dyb2.htm [consultado: enero de 2005]. 12 Stockholm International Peace Research Institute, SIPRI Data on Military Expenditure 2004. Disponible en http://www.sipri.org/ [consultado: enero de 2005]
8
mantener fuerzas armadas dignas de tal nombre, pero en cualquier caso
constituyen un lastre insoportable para el desarrollo económico y social.
Además de los factores señalados, los efectos más graves para el avance del
país se derivan de la propia dinámica de desintegración estatal. Como señala Mary
Kaldor la economía de estas guerras difiere por completo de la centralización,
producción industrial masiva e incluso autarquía de conflictos clásicos como la
Primera y Segunda Guerras Mundiales. Al venirse a pique la economía nacional
en las regiones afectadas por el conflicto, los diversos grupos armados recurren
prácticas económicas irregulares como el saqueo, la extorsión de la población
(dinero o bienes a cambio de seguridad), el secuestro, la explotación y comercio de
materias primas, el robo y redistribución de ayuda humanitaria, etc.
Esos sistemas de financiación tienden a prolongar el conflicto, pues además de
devastar el país, proporcionan autonomía financiera a los grupos armados no
estatales. Se produce así un salto estratégico de primera magnitud, ya que pueden
adquirir por ellos mismos los medios para luchar, sin que resulte indispensable
contar con apoyo internacional. Por ello, la existencia de recursos naturales
fácilmente explotables o “saqueables”, por ejemplo, diamantes, madera, opio,
cannabis o planta de coca, se convierte en entonces en una variable predictora de
la prolongación del conflicto13. Y el acuerdo con los países que estaban ayudando a
la guerrilla deja de ser una garantía del cese de las hostilidades (una práctica
común en muchos casos anteriores)14.
Junto a la economía y el contexto político, hay otros dos factores que también
pueden contribuir al inicio y continuidad del conflicto. Se trata de la geografía y de
ciertos avances tecnológicos en cuestión de armamento que juegan a favor de la
autonomía estratégica de los grupos armados. Como se señaló en el modelo
explicativo descrito en el capítulo 1, las condiciones geográficas del entorno
afectan sustancialmente a la conducción de la guerra. En los conflictos de
desintegración variables como el tamaño y localización regional del país, la
presencia de cadenas montañosas, la existencia de junglas o bosques, la
13 Michael L. Ross, “What Do We Know About Natural Resources and Civil War?”, Journal of Peace Research, Vol. 41, No. 3, 2004, pp. 337–356 14 Román D. Ortiz, “Las nuevas guerras civiles”, p. 45.
9
dispersión de la población, y la amplitud y porosidad de las fronteras
internacionales resultan claves a la hora de garantizar el control del territorio.
Esas características geográficas no influyen sólo en la ventaja de los rebeldes para
combatir en el nivel táctico, sino sobre todo en su capacidad logística y de
maniobra en el plano operacional15.
Por otra parte los avances tecnológicos con doble aplicación civil-militar están
incrementando el potencial armado de los grupos no estatales. La telefonía móvil
(que sorprendentemente sigue funcionando en muchos entornos catastróficos),
las radios encriptadas, los equipos de visión nocturna, la adquisición de
inteligencia y difusión de propaganda a través de internet, y otras aplicaciones
tecnológicas, se convierten en eficaces multiplicadores de fuerza.
Muchas veces esos avances se combinan con sistemas de armas menos
sofisticados, pero que, mediante el desarrollo de tácticas innovadoras (por
ejemplo el empleo de lanzagranadas para abatir helicópteros), limitan la
capacidad operativa de fuerzas mejor equipadas. El fusil de asalto AK-47
Kalashnikov y el lanzagranadas RPG-7 se empezaron a utilizar hace más de
cuarenta años y, debido a la facilidad de su empleo y bajo coste, equipan a la
mayor parte de las unidades militares de países en desarrollo y a los grupos
insurgentes. Pero a la vez se está difundiendo sistemas de armas que hasta hace
relativamente poco eran prohibitivos por su precio y resultaban difíciles de
adquirir. Así sucede por ejemplo con los sistemas de misiles antiaéreos portátiles
que actualmente son producidos por países como Egipto, Pakistán, Corea del
Norte, y Vietnam. Se calcula que hay quince grupos no estatales (incluida la red
terrorista Al-Qaida) que poseen este sistema de armas16.
El mercado de armas ligeras se ha vuelto mucho más accesible desde el fin de
la Guerra Fría. Se trata de un sector muy descentralizado (más de 1.249 empresas
en más de noventa países) que dificulta el control riguroso de los intercambios
comerciales. Varios de esos países son muy poco transparentes (México, China,
Israel, Sudáfrica y Bulgaria se encuentran en los últimos puestos del ranking).
15 Halvard Buhaug, “The Geography of Civil War”, Journal of Peace Research, Vol. 39, No. 4, 2002, pp. 417–433. 16 Small Arms Survey Project, Small Arms Survey 2004: Rights at Risk, Geneva: Graduate Institute of International Studies, 2004. Disponible en http://www.smallarmssurvey.org/index.html [consultado: enero de 2005]
10
Además, las armas ligeras se caracterizan por su resistencia y pueden ser
transferidas de una zona a otra de conflicto (en ocasiones cambiando incluso de
continente) a través de mafias que las compran y revenden. A ello se añade la
venta ilegal de armas por miembros de fuerzas armadas de países en desarrollo, el
saqueo de los arsenales oficiales en los países donde el régimen se ha venido abajo
(se calcula que en Irak la población civil se ha hecho con cerca de siete millones de
armas ligeras), y la capacidad que han desarrollado algunos grupos insurgentes
para fabricar armamento con sus propios medios17.
En cuanto a los actores, en las guerras de desintegración pueden darse cita
protagonistas armados de distinta naturaleza: fuerzas estatales –o lo que queda de
ellas–, milicias de autodefensa, señores de la guerra, grupos insurgentes con un
proyecto político, bandas sin ideología que viven del saqueo, fuerzas paramilitares
que combaten al lado de unidades del ejército regular, empresas privadas de
seguridad, fuerzas armadas de países extranjeros con o sin mandato
internacional, etc.
La pluralidad de grupos armados es una consecuencia directa de la
descomposición del estado en determinadas regiones del país y de la pérdida del
monopolio de la violencia. El panorama resultante recuerda las ideas de Thomas
Hobbes sobre el estado de naturaleza y la lucha de unos hombres contra otros en
ausencia de una autoridad superior18. De hecho ese miedo hobbesiano alienta aún
más la fragmentación y la aparición de nuevos colectivos que se arman o se unen a
otros con el fin de buscar protección.
Habitualmente ninguno de esos actores tiene poder suficiente para aplastar a
sus adversarios, ni capacidad para reconstruir el edificio político y social. Cada
uno se hace fuerte en determinados enclaves, donde ejerce su dominio sobre la
población y los recursos del territorio. La estructura interna y las relaciones que
mantienen entre ellos varían de unos casos a otros. A diferencia de las fuerzas
militares clásicas, no suelen poseer estructuras jerárquicas bien definidas. Son
frecuentes los cambios de alianzas y los acuerdos puntuales por razones de
negocios. Aunque en la prensa internacional pueden parecer dar la impresión de
17 Ibid. 18 Thomas Hobbes, Leviatán, (Madrid: Editora Nacional, 1980)
11
bandos monolíticos, muchas veces están compuestos por grupos independientes
que mantienen relaciones horizontales.
El adiestramiento militar de sus miembros es muchas veces precario y varía en
función del grupo. Las milicias de autodefensa están formadas por campesinos
que se organizan y empuñan las armas para defender sus aldeas. Los señores de la
guerra y otros grupos insurgentes reclutan a desertores del ejército regular,
parados y población civil. Algunas milicias paramilitares como los Tigres de Arkan
o las Águilas Blancas de de Selsej, que actuaron en las guerras de la ex-Yugoslavia
al servicio de los serbios, estaban dirigidas por antiguos delincuentes y miembros
de grupos urbanos violentos. En algunos escenarios es habitual que los menores
de edad acaben envueltos en la espiral de violencia. En 1998 se estimaba que
había 300.000 adolescentes de ambos sexos participando activamente en guerras.
En 2004 100.000 combatían en África Subsahariana, tanto en las filas de los
ejércitos regulares como en otro tipo de grupos armados. Algunos de ellos son
secuestrados y obligados a alistarse por la fuerza pero otros toman las armas para
recibir a cambio alimentación y techo tras haber perdido a sus familias19.
Como vimos en el primer capítulo, las características del entorno y de los
actores influyen de manera decisiva en el modo de plantearse el enfrentamiento.
El modelo teórico que proponíamos en las páginas iniciales agrupaba las diversas
expresiones del conflicto en cuatro conjuntos: reglas y comportamiento,
magnitud, primacía de unos actores sobre otros y prolongación en el tiempo.
Vamos a examinar cada uno de ellos.
Michael Ignatieff y Robert Kaplan, dos escritores que han sido testigos directos
de escenarios de desintegración, destacan la particular ausencia de restricciones
morales en los contendientes de esas guerras. Kaplan afirma que no son soldados
(con la carga semántica de disciplina y profesionalidad que esta palabra implica
en Occidente), sino guerreros; primitivos erráticos, hombres de lealtad voluble,
acostumbrados a la violencia y sin intereses en el orden civil20.
Michael Ignatieff explica que esa especial brutalidad es consecuencia de la
desaparición del honor del guerrero. Una identidad peculiar que han poseído los 19 Coalition to Stop the Use of Child Soldiers, Child Soldiers Global Report 2004, Disponible en http://www.child-soldiers.org./resources/global-reports.html [consultado: enero 2005] 20 Robert D. Kaplan, El retorno de la Antigüedad. La política de los guerreros, (Barcelona: Ediciones B, 2002), 180.
12
combatientes a lo largo de la historia, que se alimenta del espíritu de cuerpo y del
respeto ético hacia determinadas normas. Ese código es el que tradicionalmente
ha distinguido entre combatientes y no combatientes, objetivos legítimos e
ilegítimos, armas morales e inmorales, costumbres bárbaras y civilizadas. Normas
que a menudo han sido violadas con la misma frecuencia con que se han
observado, pero que establecen un sentimiento de respeto mutuo y honorabilidad
entre aquellos que combaten21. El encuadramiento en organizaciones militares no
asegura por completo el cumplimiento de ese tipo de leyes. Pero al menos la
disciplina y la jerarquía de los ejércitos contiene y canaliza la violencia ciega que
puede generar la interacción de miles de hombres armados. Según Ignatieff, esos
elementos de control están ausentes en las bandas de jóvenes vestidos con
RayBan, ropa ceñida, y a menudo drogados, que luchan en las guerras de
desintegración.
La magnitud de los conflictos de desintegración varía según los casos pero lo
normal es que tenga un impacto catastrófico sobre las áreas donde se libran.
Habitualmente responden al paradigma de guerra total, sin distinción entre
combatientes y no combatientes, ni respeto a ciudades o a edificios de valor
cultural o religioso. En algunos conflictos étnicos ese contenido simbólico los hace
víctimas seguras de la destrucción. La población civil también suele ser blanco de
los ataques. En ocasiones porque pertenecen a una etnia, tribu o religión
diferente. Otras, para crear terror y controlar a la población de la zona. Y muchas
veces, sólo para saquear y violar. Como consecuencia se multiplica el sufrimiento
de los no combatientes y, si a comienzos del siglo XX entre el 85 y 90 por ciento
de las bajas eran militares (en los conflictos librados en suelo europeo), en estas
guerras, los civiles representan casi el 80 por ciento de las víctimas22. En algunos
casos las cifras son escalofriantes. Desde 1998 hasta la actualidad han muerto más
de tres millones de personas en el conflicto del Congo; Sudán más de dos millones
(el último estallido de violencia en la región de Darfur se ha saldado con un
balance aproximado de 70.000 muertes y más de un millón de desplazados); en
Angola los enfrentamientos desde su independencia en 1975 hasta 2002
provocaron un millón de muertos; en Ruanda otro millón; en Liberia doscientos
21 Michael Ignatieff, El honor del guerrero. p. 114. 22 Mary Kaldor, Las nuevas guerras, p. 100.
13
mil; y trescientos mil en Burundi. Los efectos económicos ya han sido comentados
páginas atrás y también son devastadores. La espiral de violencia destruye
muchas de las iniciativas de desarrollo puestas en pie con sacrificio durante años y
aleja las oportunidades de recuperación.
En cuanto a la primacía de unos actores sobre otros, las guerras de
desintegración se disputan en la escala más primitiva de la evolución del conflicto.
Los principales protagonistas son aquellos que ejercen la violencia de manera
directa, y la fuerza es quien tiene la última palabra. Los actores no armados
(medios de comunicación, opinión pública, movimientos sociales), que en las
economías avanzadas juegan un papel tan decisivo o más que las fuerzas militares,
no existen o son por lo general escasamente relevantes en el transcurso de este
tipo de guerras. Hay algunos casos excepcionales de grupos insurgentes que han
realizado hábiles campañas informativas para ganarse a la población del país y a
las audiencias globales. Uno de los más conocidos fue el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional en Mexico23. Las milicias chechenas y otros grupos
muyahidines también prestan una esmerada atención a la propaganda orientada a
los musulmanes. Sin embargo, en las áreas más olvidadas del planeta la mayor
parte de los señores de la guerra, gobiernos maltrechos y bandas armadas viven
de espaldas a la opinión pública y siguen pensando –justificadamente en esos
contextos– que el único poder válido es el que emana de la boca del cañón.
La diferencia de primacía de unos actores sobre otros tiene graves
implicaciones cuando en un mismo escenario coinciden fuerzas de ambos
mundos. Mientras que los parámetros estratégicos de unos corresponden a las
fases menos evolucionadas del conflicto, otros combaten en un universo mucho
más complejo y sujetos a mayores controles y condicionantes. Los criterios de
mínimas bajas propias y de población no combatiente, daño reducido a las
infraestructuras civiles del enemigo, limitación temporal del conflicto, reglas de
enfrentamiento muy estrictas, y otros necesarios para no perder la legitimidad,
obligan a algunos de los protagonistas pero no a los otros. Esos condicionantes
son aprovechados con frecuencia en el marco de los conflictos asimétricos.
23 David F. Ronfeldt, John Arquilla, Graham E. Fuller & Melissa Fuller, The Zapatista "Social Netwar" in Mexico, (Santa Monica: RAND, 1998). Disponible en: http://www.rand.org/publications/MR/MR994/ [consultado: enero de 2005]
14
También conceden mayor importancia a la dimensión informativa del conflicto.
Cada uno de los bandos procurará vender a la audiencia internacional su propia
versión de la guerra y e intentará también hacer dar publicidad, o por el contrario
ocultar, determinados episodios en función de que minen o refuercen la
legitimidad propia frente a la del adversario.
Por último, las guerras de desintegración se caracterizan por su tendencia a
prolongarse en el tiempo. Las características que hemos venido analizando
explican de sobra las dificultades que entraña su resolución. Normalmente son
conflictos que enfrentan a multiplicidad de actores y por tanto es más difícil
alcanzar acuerdos que satisfagan a todas las partes. También es habitual que
ninguno de ellos sea capaz de prevalecer militarmente sobre los otros y que cada
uno se limite a hacerse fuerte en determinados enclaves con fronteras más o
menos definidas. Se genera además una dinámica económica que vuelve rentable
la guerra para algunos de sus protagonistas (narcotraficantes, señores de la
guerra, vendedores de armas, ciertos sectores del gobierno, etc). En otros casos,
aunque se llegue a un acuerdo, algunas de las partes son después incapaces de
aplicarlo en su zona sin recurrir al empleo del terror (principal instrumento de
control hasta ese momento).
Las guerras internas causan también heridas que son difíciles de cerrar, sobre
todo cuando el odio étnico ha provocado miles de asesinatos, violaciones, torturas
y desplazados. Pero el obstáculo más grave se encuentra en la complejidad de
reconstruir las estructuras estatales y en dotarlas de legitimidad. Como
consecuencia de todos estos factores la duración media de los conflictos internos
durante la década de 1990 se elevó a 8 años, el doble de la década anterior24. Las
guerras terminan muchas veces por agotamiento de los contendientes o porque
uno de ellos acaba imponiéndose al resto en la mayor parte del territorio.
En los mejores casos el fin de la guerra es seguido por la creación de un
entorno de seguridad, imprescindible para la reconstrucción del estado y la
recuperación de la actividad económica. Las fuerzas multinacionales de paz son
habitualmente quienes garantizan esas condiciones mínimas. Las agencias
internacionales y las ONGs también contribuyen sensiblemente a la regeneración
24 Paul Collier, “The Market for Civil War”, p. 42.
15
del tejido social, político, administrativo y económico del país. Pero en cualquier
caso la ayuda internacional es siempre complementaria al esfuerzo que debe
realizar la población y las elites locales para enterrar las armas y sentar las bases
de una paz duradera. La experiencia de la década de 1990 (marcada por el boom
de las operaciones paz) demuestra que es posible en muchos casos salir de la
espiral de violencia y volver lentamente a la normalidad. Así ha sucedido por
ejemplo en Argelia, Sierra Leona, Ruanda, Guatemala, El Salvador, Angola,
Mozambique, Timor Oriental y Balcanes.
El principal problema se encuentra en aquellos países donde las estructuras
estatales han colapsado en parte o la totalidad de su territorio y donde resulta
extraordinariamente difícil lograr su restablecimiento. Es el caso de zonas del
planeta como Somalia y Haití, y algunas áreas de Afganistán, Cachemira,
Chechenia, Colombia, Eritrea, Liberia, Etiopía, Irak, República del Congo,
Burundi, Costa de Marfil, Chad, Sudán, Yemen, Aceh, Myanmar, Mindanao o
Nepal. En las zonas que escapan al control del estado las formas de organización
política responden a modelos premodernos y la vida de sus habitantes se ve
acechada por la incertidumbre de un entorno hostil. Son los agujeros negros del
mundo global.
2. Protagonistas con futuro
Entre los nuevos actores armados que protagonizan este tipo de conflictos
internos hay dos que merecen una atención particular ya que son propios de los
entornos donde el estado pierde el monopolio de la violencia. Como veremos,
ninguno de los dos es completamente nuevo. Los señores de la guerra tienen un
cierto reflejo en los jefes locales de la época feudal, y son causa y efecto de la
desmembración de las estructuras estatales. Por su parte, los mercenarios se
encuentran presentes a lo largo de casi toda la historia de la guerra; y su
reaparición en los conflictos internos no constituye sorpresa alguna y lo más
probable es que se generalice su empleo en las dos próximas décadas.
2.1. Los señores de la guerra
Como acabamos de señalar, la figura del señor de la guerra se asocia
intuitivamente a la Edad Media y el feudalismo. Pero su naturaleza está arraigada
16
a mucha mayor profundidad en las sociedades humanas. Los señores de la guerra
existían muchos milenios antes de que se iniciara la Edad Media y aún sobreviven
en la actualidad. Su presencia es de hecho inevitable siempre que no haya una
autoridad estatal fuerte, e incluso cuando esto ocurre logran con frecuencia
acomodarse a ella. En realidad, solo los estados occidentales modernos han sido
capaces de arrinconar y eliminar a los señores de la guerra. Pero en cuanto la
estructura estatal se debilita, y el caos comienza a extenderse, reaparecen
rápidamente, quizás porque en el fondo constituyen una respuesta primitiva a la
necesidad humana de seguridad.
Un señor de la guerra es fundamentalmente un jefe militar, pero no sólo eso.
También suele ser un líder social y político, como corresponde a sociedades
primitivas en las que la autoridad armada constituye la esencia, y a veces la
principal manifestación, de lo político. Frecuentemente es un hombre rico,
perteneciente a una familia poderosa, que se ha convertido en señor de la guerra
precisamente porque puede financiar un ejército privado. En ocasiones esto no es
así, y su ascenso a la categoría de jefe militar se debe a su prestigio social, o al que
ha acreditado en combate. También se ha dado el caso de que un señor de la
guerra sea simplemente el jefe de una unidad militar o paramilitar derrotada, que
ha buscado cobijo en una zona de difícil acceso.
En cualquier caso su poder se asienta sobre la capacidad de mantener una
fuerza armada y de utilizarla para establecer el orden en un territorio
determinado. Que ese orden sea considerado legítimo o no por sus habitantes es
otra cuestión, aunque suele ser difícil que un señor de la guerra que no haya sido
capaz de lograr cierta legitimidad mantenga su posición por mucho tiempo.
Normalmente se asocia a los señores de la guerra con estructuras sociales
primitivas, basadas en familias, tribus y clanes como ejes de la sociedad. Esto así
en muchos casos, aunque no necesariamente. Es indudable que las sociedades
tribales presentan uno de los mejores caldos de cultivo para la aparición de
señores de la guerra. De hecho, estos suelen identificarse con los jefes de clan o
tribu, que ejercen la autoridad política y militar conjuntamente, y crean un
ejército basándose en la periódica aportación de varones armados por parte de
cada tribu. Dicha estructura, que parece remontarnos a la Prehistoria, se
17
mantiene en realidad en muchas sociedades actuales, desde Afganistán hasta el
África Subsahariana.
Los señores de la guerra, que pueden ser elegidos o nombrados en función de
su ascendencia familiar, constituyen así una forma política pre-estatal, que
proporciona prestaciones básicas en materia de seguridad, representación y
negociación frente a otros grupos sociales. Mientras se mantengan en esta
situación, su existencia es lógica, e incluso beneficiosa pues constituyen una
institución necesaria. Los problemas llegan cuando se convierten en el freno para
la aparición y desarrollo de estructuras políticas más avanzadas.
Este es el caso en la mayoría de los estados en vías de desarrollo. En realidad,
un rápido vistazo a la historia demuestra que la marcha hacia un estado moderno
ha tenido siempre que superar la resistencia de señores de la guerra de uno u otro
tipo. Los monarcas renacentistas en Europa comenzaron a establecer los
fundamentos de sus estados enfrentándose, a veces militarmente, a los vestigios
del feudalismo. El Japón del siglo XIX inició el camino de la modernización tras
aplastar a los samuráis más recalcitrantes. Otros proyectos de estado surgidos
recientemente al amparo de la descolonización, perdieron esa batalla y fueron
incapaces de someter a los señores de la guerra, que sobrevivieron convirtiéndose
en una perpetua fuente de inestabilidad, como es el caso de Yemen o Afganistán, o
simplemente anulando al estado, como ocurrió en Somalia.
Resulta evidente que la convivencia de un estado moderno con territorios
dominados por señores de la guerra degrada a ambos, creando una situación que
suele desembocar en conflictos armados intermitentes. La presencia de ejércitos
particulares supone una negación del clásico principio de monopolio de la
violencia, propio de los estados, desequilibrándolos inevitablemente. Los
territorios dominados por los señores de la guerra se convierten en refugio
permanente de movimientos opositores violentos, y sus ejércitos en amenaza a
gobiernos legales. Su mera existencia obliga a mantener un gasto de defensa
considerable para organizar unas fuerzas armadas capaces de mantenerlos a raya;
y, como ya hemos señalado anteriormente, esto puede ser una carga insoportable.
Los señores de la guerra también pierden su función tradicional cuando deben
convivir con un estado moderno. La necesidad de mantener una fuerza creíble
frente al ejército estatal les obliga a dedicar recursos exagerados. La forma de
18
obtener esos recursos suele ser siempre muy negativa. Lo más habitual es expoliar
a aquellos que habitan en los territorios bajo su control, o bien dedicarse a alguna
actividad delictiva rentable; el contrabando (que puede que sea la más benigna de
ellas, sobre todo si se la compara con el cultivo y tráfico de estupefacientes25), el
secuestro sistemático o el tráfico de personas. De forma inevitable, los señores de
la guerra dejan de ser la institución útil, garante de cierta seguridad y orden,
propia de las sociedades primitivas, para convertirse en parásitos del estado,
tiranos de sus propios pueblos y origen perpetuo de violencia.
Paradójicamente, los señores de la guerra resultan a veces imprescindibles en
los procesos de estabilización que llevan al nacimiento o la resurrección de un
estado. En Afganistán, por ejemplo, el régimen talibán se derrumbó en gran
medida porque la mayor parte de los señores de la guerra del país o estaban en la
oposición, o se pasaron a ella impulsados por la intervención norteamericana. En
la actualidad, y pese a que constituyen un grave problema para el gobierno de
Hamid Karzai26, a quién se ha llegado a denominar jocosamente “el alcalde de
Kabul” por su escaso control sobre el resto del territorio, también suponen un
importante soporte para el mismo. De hecho, los señores de la guerra contribuyen
enormemente a mantener a raya a los vestigios de los talibán y a los combatientes
de Al-Qaida que todavía mantienen la lucha en algunas regiones. Si decidiesen
cambiar de bando el gobierno Karzai difícilmente podría sobrevivir.
Otro ejemplo interesante es el de Somalia. Allí, tras el derrocamiento del
Presidente Siad Barre en 1991, el país quedó en manos de diferentes milicias,
lideradas por sus respectivos señores de la guerra. Ni siquiera la intervención de
Estados Unidos junto con otras fuerzas de Naciones Unidas entre 1992 y 1994,
logró acabar con ellos. Muy al contrario, las fuerzas internacionales decidieron
retirarse tras sangrientos enfrentamientos en la capital, Mogadiscio. Tras esta
retirada se agudizó la anarquía, y las diferentes facciones armadas
ensangrentaron el país durante siete años.
Pero, cuando en 2002 comenzaron a celebrarse negociaciones con vistas a
reconstruir el estado somalí, apoyadas por la vecina Kenia, resultó imprescindible
25 Michael Evans, “Warlords set to reap profits of poppy harvest”, The Times. 26 November 2001 26 Human Rigths Watch, Afghanistan: Return of the Warlords, June 2002. Disponible en www.hrw.org [consultado: febrero de 2005]
19
convocar a los señores de la guerra a que tomasen parte en ellas, ya que eran los
que realmente controlaban el territorio. Los señores de la guerra somalíes han
sido especialmente crueles, se han convertido en algo tan despreciable como
parásitos de la ayuda humanitaria y su intervención en el proceso de pacificación
no ofrece excesivas esperanzas27. Pero aún así ha sido preciso contar con ellos a la
hora de intentar establecer las condiciones para el retorno a la normalidad.
A menudo, la posición de los señores de la guerra es con frecuencia más frágil
de lo que parece. Su principal vulnerabilidad es la fragmentación y el constante
enfrentamiento mutuo. Cualquier enemigo organizado puede someterlos
estableciendo un juego de alianzas que fomente las luchas internas, debilitando a
los más fuertes y sometiendo o aniquilando a los débiles. Esto fue lo que hicieron
los talibán en Afganistán a mediados de los años 90, cuando no eran más que una
milicia bien organizada y motivada que penetró desde Pakistán, sellando alianzas
con los jefes pashtunes. De una forma no muy diferente actuaron los
norteamericanos en 2001 para acabar con su régimen.
La quiebra del estado en las zonas que han quedado desconectadas de la
economía global puede acentuar el retorno de los señores de la guerra. Ese
retorno puede ser especialmente negativo en aquellos países que han fracasado en
los proyectos de modernización social y política. En estas circunstancias se
produce una desorientación en la que el señor de la guerra no regresa ya como un
digno jefe de tribu, dispuesto a defender los intereses de los suyos, sino como una
figura degradada; jefe de milicias brutales, traficante de drogas, armas y personas,
extremista religioso o, en ocasiones, simple fanático milenarista.
El caso de la guerra civil en Sierra Leona resulta paradigmático, con toda una
constelación de milicias lideradas por efímeros señores de la guerra, a cual más
violenta e incontrolable28. Una de las más conocidas, los West Side Boys, que
secuestraron a 11 soldados británicos en agosto de 2000, y fue prácticamente
aniquilada en la posterior operación de rescate, estaba compuesta por
adolescentes bajo el efecto casi permanente de drogas diversas.
27 Yusuf Abdulqawi,.“Somalia´s Warlords: Feding on a Failed State”, International Herald Tribune. 21 January 2004 28 Mihka Vehnamaki, “Diamonds & Warlords: The Geography of War in the Democratic Republic of Congo and Sierra Leone”, Nordic Journal of African Studies Vol. 11, No 1, (2002), pp. 64-69
20
Cuando los señores de la guerra no son ya la expresión de un orden social
primitivo, sino simplemente el producto del caos, es cuando su influencia puede
ser más desastrosa. En las guerras de la antigua Yugoslavia, especialmente
durante los confusos combates iniciales en Bosnia y Croacia, cuando las
estructuras del estado yugoslavo se colapsaron, los señores de la guerra
aparecieron de forma natural y devastadora. Antiguos funcionarios de alto rango,
políticos populistas, militares que habían abandonado el ejército nacional y, en
muchos casos, delincuentes comunes. Su efecto sobre el conflicto fue terrible,
convirtiendo éste en una espantosa serie de matanzas, pese a que Yugoslavia
había llegado a ser un estado razonablemente moderno y avanzado. Pero el caos
que sigue a la civilización suele ser mucho peor que el que la precede. Y eso
también se aplica la naturaleza de los señores de la guerra.
2.2. Mercenarios y empresas de seguridad
La última década han presenciado la aparente reaparición de mercenarios en
numerosos conflictos. En realidad los mercenarios han sido actores tradicionales
en las guerras durante la mayor parte de la historia. Los ejércitos regulares, sin
embargo, han constituido más bien una excepción temporal, propia de momentos
en los que se han podido desarrollar sólidas estructuras estatales. Pero incluso en
esos momentos la utilización de mercenarios era considerada habitual, hasta que
el nacionalismo de los siglos XIX y XX los marginó progresivamente, haciéndolos
desaparecer en los ejércitos occidentales.
El retorno de los mercenarios ha venido de la mano del auge de las empresas
privadas de seguridad. Puede identificarse varias causas para este fenómeno pero
todas estas relacionadas con la crisis del concepto de estado en muchos lugares
del planeta, y con la progresiva reducción de personal de los ejércitos en los
estados occidentales. Las empresas de seguridad cubren en realidad el hueco que
la escasez o la ausencia de fuerzas regulares deja en numerosas regiones del
mundo, al tiempo que complementan la acción exterior de algunos estados
occidentales, que prefieren no utilizar sus fuerzas armadas en determinadas
circunstancias, bien por economía o bien por evitar problemas diplomáticos.
Aunque este retorno de los mercenarios resulta inquietante a primera vista, el
papel desestabilizador que se les atribuye resulta discutible. Como ha ocurrido a lo
21
largo de la historia, la actuación de los mercenarios tiene consecuencias
contradictorias, manteniendo por un lado las hostilidades en perfiles muy bajos,
menores en todo caso a los propios de los ejércitos regulares, pero promoviendo a
la vez cierta situación de descontrol que puede terminar en caos generalizado.
La acepción tradicional del término mercenario es la de una persona que sirve
militarmente a un poder extranjero a cambio de un salario o beneficios
económicos de algún tipo29. Así pues, los dos elementos que caracterizan al
mercenario son combatir bajo una bandera que no es la propia de su lugar de
origen, y hacerlo por dinero. Esto último puede dar lugar a confusiones pues,
evidentemente, todos los profesionales de las armas reciben un salario. Pero en el
mercenario se supone que el beneficio económico es el principal –cuando no
único– motivo que le lleva a afrontar el combate, ajeno a motivaciones patrióticas
o de defensa de una comunidad específica o unos valores determinados.
La condición de mercenario resulta frecuentemente polémica y confusa.
Existen varias figuras que, manteniendo ciertas similitudes con los mercenarios,
se diferencian de ellos en un aspecto u otro. Una de ellas es la de los profesionales
ligados al servicio en una nación extranjera concreta. Es el caso de los famosos
“gurkhas” nepalíes, enrolados en el Ejército británico desde el siglo XIX. Podría
citarse incluso a la Guardia Suiza vaticana. En su origen estaba compuesta por
mercenarios suizos, considerados en los siglos XV y XVI los mejores de Europa.
Pero difícilmente podría tildarse hoy de mercenarios a los voluntarios que realizan
tareas de protocolo y seguridad en la Santa Sede.
Las “legiones extranjeras” integradas en ejércitos regulares, especialmente la
francesa y la española constituyen otro caso controvertido. Más o menos abiertas
al ingreso de personal procedente de otros países, algunos de sus miembros han
sido en ocasiones calificados de mercenarios, utilizando una interpretación
rigorista del término. No obstante, entre los aspirantes extranjeros al ingreso en
estas unidades, no parece que el beneficio económico haya sido nunca la
motivación principal, ni siquiera una secundaria.
29 La definición de “mercenario” más fiable es probablemente la que proporciona el artículo 47 del Protocolo Adicional I de la Convención de Ginebra Puede encontrarse en http://www.ohchr.org/english [consultado: febrero de 2005]
22
Por último, cabe reseñar un fenómeno aparentemente nuevo, pero en realidad
clásico: el ingreso de extranjeros en algunos ejércitos occidentales como medio
para obtener la nacionalidad. Esto ocurrió ya en el ejército romano, después de
que, en el siglo I antes de Cristo, el cónsul Mario comprobase que los ciudadanos
de Roma habían perdido gran parte de su tradicional ardor combativo, decidiendo
abrir la puerta a la admisión de no ciudadanos. En el actual conflicto de Irak, una
significativa minoría de las bajas norteamericanas corresponde a soldados que se
enrolaron en las fuerzas armadas para adquirir su nacionalidad, y que estaban
todavía pendientes de su concesión en el momento de su muerte. Incluso en
España se ha aceptado recientemente el ingreso de un número limitado de
ciudadanos extranjeros en determinadas unidades del Ejército, si bien su
procedencia ha de ser de países con fuertes lazos culturales con España.
Como hemos visto en el capítulo 2, es muy probable que aumente la presencia
de extranjeros en los ejércitos occidentales, con la finalidad de obtener la
nacionalidad, aumentará probablemente, favorecida tanto por la progresiva
dificultad de reclutar personal nacional como por el continuo flujo de
inmigrantes. No obstante, su figura está también bastante alejada de la imagen
del mercenario. De hecho, se trata más bien de aspirantes a ciudadanos de un
estado determinado, que consideran su servicio militar como un método para
adquirir esa condición de una forma más rápida.
Pero, entre todas estas figuras más o menos ambiguas persiste la del
mercenario “clásico”, aquel que todavía sigue vendiendo sus habilidades
marciales al mejor postor. Su papel, que llegó a adquirir cierta importancia
durante la gran época de la descolonización, se vio relegado durante los años 70 y
80 del pasado siglo, para renacer en los 90, en gran medida absorbido por el
nuevo fenómeno de las compañías privadas de seguridad.
Los mercenarios clásicos se asocian siempre al final de un periodo prolongado
de conflictos. El fin de las hostilidades significa el licenciamiento de grandes
contingentes de combatientes que, en muchas ocasiones, encuentran difícil su
reincorporación a la vida cotidiana y prefieren continuar viviendo de su habilidad
militar. Buscan entonces conflictos menores y beligerantes ricos (pero sin
23
experiencia para organizar un ejército o utilizar armas y equipos sofisticados) para
ponerse a su servicio30.
Durante el siglo XX el papel de estos mercenarios ha sido mucho menor que en
otras épocas, debido a su descrédito ante la ideología nacionalista y los ejércitos
de recluta obligatoria; pero frecuentemente mayor de lo que se cree. En los años
30, por ejemplo, un gran número de oficiales alemanes, con experiencia en la
Primera Guerra Mundial, sirvieron como asesores en el ejército nacionalista
chino. Incluso el ex Jefe de Estado Mayor de la Reichswer, Von Seeckt, llegó a
planificar varias ofensivas contra las fuerzas comunistas de Mao Tse Tung, que
casi llegaron a suponer su desaparición31.
Tras la Segunda Guerra Mundial el número de desmovilizados fue enorme, y
los procesos de descolonización iniciados en gran parte del mundo suponían un
oportunidad irresistible para muchos de ellos. Multitud de nuevos estados surgían
rodeados de conflictos, desprovistos de una organización militar moderna y con
escasos técnicos capaces de manejar las nuevas armas. La presencia de
mercenarios fue especialmente notable en África, donde apenas existía
experiencia previa en la organización de estructuras estatales y de ejércitos
regulares. Las guerras civiles del Congo, Nigeria y Sudán se convirtieron en polos
de atracción para ex combatientes, fundamentalmente europeos. Contra la
creencia habitual, el papel principal de estos mercenarios no estuvo relacionado
con el combate directo sino con la organización y el adiestramiento de fuerzas
nativas; y el impacto de su presencia fue menor de lo que la leyenda ha difundido.
Generalmente apostaron por movimientos secesionistas como el de Biafra en
Nigeria, Katanga en el Congo o el Sur cristiano de Sudán. En todos los casos se
trataba de provincias ricas en petróleo y otros recursos mineros, que podían
financiar fácilmente la contratación de extranjeros. Los mercenarios prolongaron
un tanto su supervivencia, pese a que combatieron indistintamente en uno u otro
bando y, finalmente, debieron ceder ante ejércitos regulares, apoyados
normalmente por las potencias europeas, Estados Unidos o la URSS. De cualquier
30 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, Adelphi Paper 316, (Oxford: Oxford University Press, 1998), pp. 13-14 31 Christian Zentner, Las Guerras de la Posguerra. Conflictos militares desde 1945 hasta nuestros días, (Barcelona Editorial Bruguera, 1973), pp. 55-56
24
modo la edad de oro de los mercenarios africanos terminó rápidamente. En los
años 70, las grandes potencias comenzaron a intervenir directamente en las crisis
africanas. Los asesores militares soviéticos, cubanos, franceses y norteamericanos
sustituyeron con ventaja a los mercenarios en Angola, Etiopía o Chad.
Pero la caída del Muro del Berlín se llevó consigo a las grandes potencias de
África y con ellas se fueron sus asesores. Era el momento para el retorno del
mercenario clásico, Sin embargo, éste ha cambiado en muchos sentidos. Ya no se
trata de británicos, franceses o alemanes veteranos de la Guerra Mundial, sino de
sudafricanos, serbios, rusos o ucranianos. Su función principal ya no es tanto el
adiestramiento como el mantenimiento y manejo de sistemas de armas complejos,
que han quedado frecuentemente inoperativos tras el repliegue de los asesores
militares. El presidente Mobutu de Zaire contrató por ejemplo pilotos serbios y
croatas para convertir en operativa su pequeña fuerza aérea y enfrentarse, en
1996, a la rebelión de Laurent Kabila.
Los métodos de contratación y financiación también han cambiado. Los
mercenarios (aunque ahora ya no admitan que se les denomine así) forman
frecuentemente parte de los servicios de empresas que combinan la venta de
armas con servicios de adiestramiento y contratación de profesionales.
La intervención directa de mercenarios como fuerza de combate resulta más
esporádica. Pero todavía puede darse como una forma de desestabilizar
rápidamente estados pequeños, apoyando golpes de estado. Ejemplos como las
Seychelles en 1977, las Comores en 1995, y el todavía discutido intento de golpe de
estado en Guinea Ecuatorial en 2004, muestran cómo grupos relativamente
pequeños de mercenarios pueden influir decisivamente en la vida política de estas
pequeñas naciones. Sin embargo, las actividades de los mercenarios clásicos han
declinado inevitablemente frente a las nuevas compañías privadas de seguridad.
Estas últimas constituyen un fenómeno polémico y a veces confuso, pero de
indudable éxito, que merece un estudio aparte.
Las empresas internacionales de seguridad han adquirido una especial
importancia en muchos conflictos de la última década. Aunque en los medios de
comunicación son presentadas frecuentemente como agencias de contratación de
mercenarios (los famosos contratistas), ellas lo niegan y, en muchos casos, su
25
naturaleza resulta ambigua. Muchas agencias no contratan combatientes que
vayan a tomar parte directa en operaciones militares, sino instructores y técnicos
que realicen labores de asesoramiento y entrenamiento, por lo que resulta
complicado denominarles mercenarios. La mayoría actúan de forma abierta, y
algunas sólo aceptan contratos que apoyen la acción exterior de sus estados de
procedencia, como es el caso de muchas compañías norteamericanas. En algunas
ocasiones hay agencias de seguridad que trabajan para ONG’s en tareas de
asesoramiento, y en otras, llevan a cabo tareas que pueden calificarse de
humanitarias, como es el caso del desminado posterior a un conflicto32. Todas
estas circunstancias hacen difícil calificar a los empleados de estas empresas como
mercenarios, por más que la función que desempeñan sea muy similar a la que
tradicionalmente ha correspondido a estos.
David Shearer establece una clasificación de cinco tipos diferentes de
compañías de seguridad según sus actividades33: en los niveles superiores pueden
encontrarse las puramente militares, tanto las que se dedican a la participación
directa en conflictos, como las que simplemente ofrecen entrenamiento,
organización y asesoramiento. Las primeras son las más próximas al concepto
clásico de mercenarios. En un nivel intermedio están las empresas dedicadas a la
actividad militar, pero sólo en aspectos logísticos no directamente relacionados
con el combate. Aquí pueden incluirse muchas compañías que proporcionan y
mantienen equipos, instalaciones y vehículos para clientes que van desde estados
hasta multinacionales pasando por ONG’s. En los niveles inferiores se encuentran
aquellas centradas en la seguridad privada y de empresa. Por un lado las que
ofrecen protección de personas, servicios e instalaciones y, por otro, las que
simplemente proporcionan inteligencia para evitar riesgos que pueden ir desde el
crimen organizado hasta el espionaje industrial34.
32 La contratación de empresas privadas de seguridad por parte de ONG’s dedicadas a la acción humanitaria no está exenta de polémica. (Vaux, Seiple, Nakano & Van Brabant Humanitarian Action and private security companies. International Alert, London 2001. Disponible en: http://www.international-alert.org/ [consultado : enero de 2005] 33 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, pp. 25-26 34 Deborah Avant, “Privatizing military training”, Foreign Policy in Focus, Vol. 7, No 6, (2002), Disponible en http://www.fpif.org/pdf/vol7/06ifmiltrain.pdf [consultado: enero de 2005]
26
Esta clasificación sirve para clarificar las actividades a las que normalmente se
dedican las empresas de seguridad, pero puede resultar engañosa puesto que
muchas de ellas trabajan en varios niveles simultáneamente.
Habitualmente las compañías actúan dentro de un entorno legal, por más que,
en ocasiones, algunas de sus actividades sean cuestionadas. Pero la tolerancia
hacia este tipo de empresas deriva en gran parte de su necesidad. En realidad las
compañías privadas de seguridad son tan útiles a los gobiernos como rentables
para sus directivos35.
El primer factor que explica su interés radica en su capacidad para influir, a
veces decisivamente, en una situación de crisis, evitando a los gobiernos una
intervención armada. Poner en marcha una fuerza militar para actuar en un
territorio extranjero resulta siempre problemático; la intervención necesita un
marco de consenso internacional que a veces resulta muy complicado de
conseguir, puede provocarse un grave desequilibrio geopolítico, y las bajas y
gastos de una intervención militar tiene siempre un enorme impacto en las
opiniones públicas, tal como hemos visto en el capítulo 2. Además, si las cosas
salen mal, el gobierno que tomó la decisión de intervenir puede sufrir un deterioro
irreversible.
Las compañías privadas permiten sortear muchas de las limitaciones sociales y
políticas que caracterizan a los países con economías avanzadas. Contratadas por
alguno de los actores de la zona en crisis, su intervención no constituye un
incidente diplomático, las bajas que sufran tienen poca repercusión y, en el peor
de los casos, su fracaso no supone desgaste para ningún gobierno. Su actuación
resulta especialmente indicada en conflictos entre beligerantes débiles, en los que
la intervención directa de su personal, o sus tareas de adiestramiento y
equipamiento, pueden inclinar la balanza hacia uno u otro bando. La intervención
de la compañía sudafricana Executive Outcomes en la guerra civil de Sierra Leona,
que resultó decisiva para mantener al gobierno del país, es un buen ejemplo de
estas ventajas. Un caso quizás más famoso es el de la empresa norteamericana
35 Frank Camm, Expanding Private Production to Defense Services, (Santa Monica: RAND, 1996).
27
Dyncorps, integrada principalmente por ex militares36, que facilitó
asesoramiento, equipamiento y adiestramiento a las fuerzas croatas en 1994-95,
permitiéndoles lanzar la ofensiva que en 1995 recuperó la zona de las Krajinas y
sentenció prácticamente la guerra de Bosnia.37
Una segunda razón para recurrir a las compañías privadas es su coste. Aunque
la impresión generalizada es que resultan más caras que un ejército regular, lo
cierto es que casi invariablemente resultan más baratas. Desplazar una fuerza
militar implica mover un enorme volumen de equipos y suministros, así como
poner en funcionamiento complejas instalaciones en la zona de operaciones. Las
empresas privadas desplazan sólo un pequeño número de personal, utilizando
para ello medios comerciales. Muchos recursos se obtienen sobre el terreno y sus
miembros no suelen necesitar grandes instalaciones. Como ejemplo de economía
se puede señalar la ya citada intervención de Executive Outcomes en Sierra Leona.
La compañía recibió 35 millones de dólares por su decisiva intervención, mientras
que la no demasiado eficiente misión previa de Naciones Unidas en el país costó
247 millones38. En realidad, las empresas de seguridad actúan como catalizador
de la potencia de combate de fuerzas que ya existen en la zona de operaciones,
proporcionando adiestramiento y equipo, y empleando pequeñas unidades
especializadas para actuar sobre los lugares y objetivos críticos. Esto es algo que
también pueden hacer las fuerzas especiales de muchos estados, normalmente
mejor, pero también con un mayor coste económico e implicación política para
sus gobiernos39.
La tercera razón para utilizar compañías privadas de seguridad es que, en la
mayoría de los conflictos, no se dispone de un número suficiente de soldados y
policías. Los ejércitos occidentales suelen contar con un número limitado de
efectivos, aunque muy especializados. Pero muchas tareas de seguridad requieren
un gran número de personal con una especialización que no coincide con la
36 Algunos de los militares que trabajaron para Dyncorps tenían un rango extremadamente alto. Varios Tenientes Generales, algunos de los cuales como John Galvin, habían ejercido cargo como Jefe de las Fuerzas OTAN en Europa, formaban parte de su plantilla. 37 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, pp. 39-63. 38 Pierre Conesa, "Modernes mercenaries de la securité", Le Monde Diplomatique, (Avril 2003). p. 22 39 Eugene B. Smith, "The new condottieri and US policy: the privatization of conflict and its implications", Parameters, (Winter 2002-2003), pp. 104-119. Disponible en http://carlisle-www.army.mil/usawc/Parameters/02winter/smith.pdf [consultado: enero de 2005]
28
mayoritaria entre las fuerzas militares y policiales. Es el caso de la escolta de
personas amenazadas en zonas de alto riesgo, como ocurre actualmente en Irak.
Aunque tanto las fuerzas armadas como la policía disponen de un cierto número
de especialistas para esa tarea, rara vez es suficiente, y deben concentrarse en la
protección de personalidades de alto nivel. Los escoltas de compañías privadas –a
veces contratadas por los mismos estados implicados en el conflicto– sirven
entonces para atender la necesidad de protección al resto de personas,
instituciones y empresas.
Pese a que nadie pone en duda su utilidad –aunque surjan interrogantes sobre
la ética de sus intervenciones– las compañías privadas de seguridad tienen
también sus límites que son, en general, los mismos que tradicionalmente
afectaban a los mercenarios. Su eficacia es alta cuando se trata de conflictos
menores o tareas de seguridad frente a adversarios débiles, mal equipados y
organizados. Pero esta eficacia decrece espectacularmente según aumenta la
intensidad del conflicto y la potencia del adversario. Las compañías privadas
disponen de recursos limitados y se encuentran sujetas a las leyes del beneficio
comercial; por eso tienen dificultades si se ven enfrentados a adversarios de
entidad.
Este ha sido también el caso de Irak. Tras la ocupación del país por las fuerzas
de la coalición, una multitud de empresas de seguridad acudieron al reclamo de
los sustanciosos presupuestos para la reconstrucción del país, una parte de los
cuales debería emplearse en crear un entorno seguro. La presencia de estas
empresas casaba además perfectamente con el enfoque que el secretario de
Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, había dado al conflicto, intentando
mantener la presencia de fuerzas militares en un perfil bajo. Las compañías
privadas asumieron multitud de papeles: desde la protección de personalidades
hasta la vigilancia de instalaciones petroleras, pasando por el adiestramiento de
fuerzas iraquíes o el apoyo logístico y de inteligencia a las propias fuerzas
norteamericanas40.
40 US GAO, "Military Operations: Contractors Provide Vital Services to Deployed Forces but Are Not Adequately Addressed in DoD Plans", Report GAO-03-695, Washington, D. C., June 2003. Disponible en: http://www.gao.gov/new.items/d03695.pdf [consultado: enero de 2005]
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Pero los insurgentes pronto demostraron ser un adversario temible. Los
ataques contra la coalición, y contra aquellos que participaban en la
reconstrucción, aumentaron progresivamente en intensidad y frecuencia. Docenas
de empleados fueron asesinados, algunos de forma especialmente dramática,
decapitados ante una cámara de vídeo. En consecuencia los salarios debieron
aumentarse espectacularmente para garantizar la contratación (un empleado con
experiencia en actividades militares críticas como operaciones especiales,
inteligencia o comunicaciones puede llegar a cobrar mil quinientos dólares
diarios). Evidentemente esto acabó generando unos costes prohibitivos, que
obligaron a buscar personal en países en desarrollo, más barato pero con peor
formación y más difícil de controlar.
Por si fuera poco, las bajas entre los contratistas tuvieron en ocasiones los
efectos desmoralizadores que se pretendían evitar utilizándolos como sustitutos
de los soldados. La muerte de cuatro empleados de la empresa Blackwater en
Faluya en marzo de 2004, seguida por la vejación de sus cadáveres filmada en
video, provocó la indignación de la opinión pública norteamericana, y obligó a
lanzar una apresurada ofensiva militar sobre la ciudad con resultados bastante
negativos. Asimismo, la implicación de especialistas en inteligencia en los
interrogatorios de prisioneros iraquíes fue muy cuestionada después de que
apareciesen fotografías que mostraban el maltrato que estos sufrían en la prisión
de Abu Ghraib.
Por otro lado, las compañías privadas pueden tener en ocasiones una
influencia bastante negativa sobre los ejércitos regulares. Gran parte del personal
que contratan son antiguos militares, lo que les permite un ahorro considerable
en adiestramiento. Pero, a la vez, los altos salarios que ofrecen estas empresas
tientan a un gran número de profesionales activos, que ven la posibilidad de ganar
varias veces su sueldo por un trabajo similar al que realizan para las fuerzas
armadas. Este fenómeno resulta especialmente delicado en el caso de aquellos
militares formados en áreas críticas –como la ya citada de operaciones
especiales– en cuyo adiestramiento los ejércitos gastan una enorme cantidad de
30
tiempo y dinero, para ver después como muchos de ellos abandonan el servicio
activo atraídos por los altos salarios41.
Pero quizás los aspectos más controvertidos de estos “ejércitos privados” son
los relacionados con su control, su potencialidad desestabilizadora y su negativa
influencia a la hora de solucionar pacíficamente los conflictos armados. Muchas
de esas críticas son exageradas, pero otras están perfectamente justificadas.
La mayoría de las empresas de seguridad existen bajo la influencia, la
protección o al menos la tolerancia de uno o varios gobiernos. En algunos casos,
como la anteriormente citada Dyncorps, sólo actúan en escenarios donde existen
intereses de su país de origen. En la mayoría de las ocasiones son los propios
gobiernos los que ejercen la contratación, o al menos actúan de intermediarios
para introducir a una compañía en una zona en determinada zona en crisis. De
esto se deduce que la contribución de estas empresas a la conflictividad en
determinada zona no es mayor que la que provocan los gobiernos a los que sirven.
En ocasiones su presencia incluso evita un deterioro excesivo de la situación;
principalmente porque su intervención resulta menos agresiva que la de un
ejército regular; pero también porque, al tratarse de empresas que actúan de
forma pública y abierta, resultan menos desestabilizadoras que las actividades
clandestinas y encubiertas que puedan utilizar los estados para hacer sentir su
influencia en un área determinada.
Las empresas de privadas de seguridad contribuyen frecuentemente a
estabilizar una zona en conflicto, más que a fomentar las hostilidades. Tareas
como el asesoramiento y adiestramiento en cuestiones de seguridad a miembros
de ONG’s, desminado humanitario o adiestramiento de fuerzas policiales y
militares locales, son indispensables para el retorno de la normalidad en zonas de
conflicto bélico. Y en muchos casos deben ser llevadas a cabo por compañías
privadas ante la ausencia de fuerzas militares y policiales suficientes.
Como contrapartida, los miembros de estas empresas son, en general, menos
controlables que los soldados de un ejército profesional puesto que no están
sometidos al mismo tipo de disciplina y a la habitualmente estricta legislación
penal militar. En ocasiones, incluso resulta complicado establecer su situación
41 Deborah Avant, “Think Again: Mercenaries”, Foreign Policy. July/August 2003. Disponible en: http://www.foreignpolicy.com/story/cms.php?story_id=2577&page=1 [consultado: enero de 2005]
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jurídica en áreas de conflicto en la que las autoridades locales están incapacitadas
para actuar, o son ellas mismas las que han contratados a esas empresas. Esa
relativa falta de control puede manifestarse de muchas formas negativas, desde
abusos a prisioneros o personal civil hasta complicidad con redes de delincuencia
locales. No es que los ejércitos regulares sean inmunes a estos fenómenos, pero en
general disponen de instrumentos disciplinarios y legales más eficaces para
combatirlos. Los miembros de las compañías de seguridad pueden tener
problemas incluso con su propia consideración, si son capturados en un conflicto
armado, ya que, con frecuencia, resultará difícil aplicarles la legislación
internacional sobre prisioneros de guerra.
Pero quizás las mayores suspicacias acerca de la existencia de empresas
privadas de seguridad surgen de la ruptura que suponen del principio de
monopolio de la violencia por parte de los estados. En la actualidad, como ya se ha
recalcado anteriormente, los estados son los principales contratistas de estas
empresas y, en cualquier caso, controlan bastante estrictamente sus actividades.
Pero la perspectiva de que ese control pueda relajarse y el sector de la seguridad
privada pueda utilizarse en beneficio de otros actores internacionales, como
empresas multinacionales o incluso grupos de delincuencia organizada, resulta
inquietante. También existe el riesgo de que un eventual crecimiento de las
capacidades de alguna de estas empresas pueda situarla como árbitro regional en
zonas del mundo desprovistas de ejércitos regulares eficientes. Sería un caso
similar al ocurrido en Italia durante el siglo XV, cuando los jefes mercenarios
llegaron a dominar la política de la zona e incluso accedieron al gobierno de
algunas ciudades estado como Milán.
En definitiva las compañías privadas de seguridad son un complemento útil de
la política exterior de muchos estados, y una forma de evitar los costes políticos y
económicos que implica la utilización de ejércitos regulares, que por otra parte
son cada vez más reducidos y especializados. Esta es la razón de su actual auge y,
de momento, su existencia no ha tenido los efectos desestabilizadores que podrían
esperarse; en ocasiones ha ocurrido exactamente lo contrario. No obstante, las
capacidades de la seguridad privada son limitadas, y su utilización puede causar
más problemas que beneficios en conflictos armados contra adversarios bien
organizados. Por otro lado, la generalización de este fenómeno podría tener
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consecuencias muy negativas si las empresas comienzan a escapar al control de
los estados, introduciendo la clásica tendencia al caos que siempre ha provocado
la intervención de mercenarios en los conflictos.
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