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Publicado en Graphos, 53, 55-62, (2004). Revista UD - Universidad de Deusto, 85, 42-43, (2005).
LA FIRMA COMO EPITAFIO (2004)
Leticia Perinat Psicóloga. Criminóloga. Grafoanalista. Perito Calígrafo Judicial.
La firma como epitafio. Leticia Perinat
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LA FIRMA COMO EPITAFIO (2004) Leticia Perinat
Siempre que visito una ciudad, visito su cementerio. No responde a un pasatiempo macabro.
Los cementerios son una síntesis del arte, la cultura y la historia del tejido urbano en que se
ubican. Superado el sentimiento de temporalidad que se nos reaviva cuando nos adentramos
en ellos, siempre nos descubren algo nuevo.
Acude a mi memoria el acogedor cementerio veneciano de Sant Michele, que ocupa por entero
una pequeña isla, amurallada, para proteger de las aguas de la laguna a sus eternos
moradores. El verde de los cipreses asomando por encima del cerco y la blanca fachada de la
iglesia renacentista, abierta al embarcadero, reciben al viajero que llega en vaporetto.
El cementerio de Père Lachaise, en lo alto de una colina que domina París, ofrece apacibles
paseos por sus senderos bordeados de frondosos árboles. La gente acude a él en busca de
remanso o atraída por alguna de las célebres figuras – Balzac, Proust, Chopin, Delacroix…-
que lo eligieron como última residencia. El motivo de mi visita, sin embargo, fue más personal.
Quería localizar la tumba en que descansa un antepasado familiar, una bella aristócrata que,
aunque inmortalizada por Federico de Madrazo, fue traicionada por una muerte temprana y
trágica, al prenderse sus ropajes con la llama de una vela.
Resulta conmovedor el cementerio de Arlington, con sus innumerables losas blancas
sucediéndose en múltiples hileras interminables, en desfile funerario, sobre la verde hierba, a
orillas del río Potomac, evocando todos y cada uno de los marines caídos en la controvertida
guerra de Vietnam.
Me sobrecogieron, en Palermo, las catacumbas de los Capuchinos, situadas bajo el homónimo
convento, en cuyas paredes se conservan expuestos, ante la mirada perpleja de los visitantes,
los cadáveres momificados de ilustres palermitanos, tal como era costumbre durante los siglos
XVII al XIX, hasta que se desechó tal macabra tradición; esqueletos de hombres y mujeres,
adultos y niños, ataviados con sus mejores vestimentas, evocan sin pudor la parte más
repulsiva de la muerte.
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Y quién no vuelve de Egipto cautivado por la magnificencia de las necrópolis faraónicas. El
culto a los muertos ha dejado en el Valle de los Reyes espléndidas cámaras mortuorias
adornadas con magníficos relieves y pinturas murales de una sensibilidad estética sin igual.
Pero el que me inspira este artículo es Var Frelsers Gravlund, en Oslo. Paseando por este
cementerio, que alberga las sepulturas de Ibsen y Munch, advertí algo que no había visto hasta
entonces en ningún otro: sobre algunas lápidas, figuraba esculpida la firma del fallecido,
sustituyendo a la inscripción tipográfica de su nombre.
El primer autógrafo que descubrí se hallaba
grabado sobre la piedra de una sencilla
sepultura apenas adornada con unas
margaritas; decía: “Alf Proysen” (1914-1970).
Su nombre no me resultaba familiar, pero su
escritura, curvilínea y distendida, me permitió
sentir de golpe, la naturaleza amable y
humana de ese desconocido que allí
reposaba.
Me enteré más tarde que se trataba de un afamado cantautor, muy querido y respetado en el
país, trovador de la cultura noruega, poeta costumbrista, narrador de historias de contenido
bucólico y social.
No lejos, en otra lápida firmada, se leía
“C.J. Hambro” (1885-1964).
El añadido en tipografía: “STORTINGESTS
PRESIDENT (Presidente del Parlamento)
1926-1933 y 1935-1945”, aclaraba su
identidad y explicaba, quizá, en parte, el
motivo de la prioridad concedida a su
proyección social sobre su vida personal
(las iniciales “C.J”, responden al nombre
compuesto Carl Joachim).
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Localicé algunas firmas más, en otras tumbas, tal como certifican las dos imágenes siguientes.
No puedo decir que fueran mayoría, pero sí suficientes para que saliera de ese silencioso y sin
embargo expresivo espacio gratamente sorprendida.
Cautivada por este atractivo recurso, me he dirigido a diversos organismos, desde el
departamento municipal que gestiona el propio cementerio, hasta las embajadas de Noruega
en España y de España en Noruega, sin excluir diversos institutos y centros de cultura y
turismo, a fin de indagar más a fondo sobre esta práctica. He de decir que el silencio, las
evasivas y alguna respuesta más cortés que comprometida, ha sido la tónica habitual de estas
instituciones oficiales. Intuyo que la especificidad del tema les confundía. Pero ha habido dos
personas que, a modo privado, han atendido amablemente a mis demandas y me han guiado
con sus enfoques: la antropóloga norteamericana de origen noruego, Valery Borey y la propia
hija de Alf Proysen, Elin.
Ambas coinciden en que no es un uso o costumbre en el país, si bien puede advertirse en el
caso de algunas figuras relevantes. De hecho, Elin Proysen me aclaró que su padre yace en el
recinto del cementerio destinado a los ciudadanos que, por sus méritos, el estado rinde
homenaje. Valery Borey apuntó, como posible explicación a este tipo de grabado, el hecho de
que las firmas de la gente con renombre, al ser en general conocidas y formar parte de su
imagen y su legado, constituirían en este contexto, una reliquia más de la persona admirada.
Transcribo, por último, traducidas al castellano, las significativas palabras con que Elin Proysen
me obsequió al respecto: “Yo sólo puedo darte la razón que nos llevó a nosotros a hacerlo.
Quisimos una piedra sin pulir y pensamos que lo más adecuado era situar, sobre esa piedra
natural, su firma. Lo hacía más personal”.
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“Lo hacía más personal”, explica Elin. Esta sencilla frase encierra la clave de esta inteligente
forma de inscripción funeraria que contribuye – y éste ha sido mi descubrimiento en mi visita a
este cementerio – a la trascendencia en su forma más pura.
La práctica del epitafio no es sino un reflejo más de la necesidad de sobrevivir a nuestra propia
muerte. El hombre asustado ante su corta vida, ha anhelado a lo largo de la historia, de forma
más o menos consciente, más o menos soterrada, permanecer en la memoria de los vivos. Así,
los griegos, impelidos por tal necesidad, convirtieron el lenguaje lapidario en género literario,
llegándolo a separar, incluso, del enclave sepulcral. Durante el renacimiento, sugerentes
esculturas compensaron en los mausoleos las restricciones de la palabra escrita. Y con la
modernidad, la agudeza y la ironía fueron adquiriendo protagonismo, reemplazando la
solemnidad de las composiciones de antaño, haciendo una fina burla a nuestra vulnerabilidad.
Ciertamente, el epitafio es una difícil tarea pues, forzado a la brevedad, ha de condensar,
apenas en unas líneas, la esencia de la persona que fue y ya no existe. Su frecuente alusión a
las obras o pensamientos del fallecido, no siempre – lo sabemos - termina de desvelar su
auténtico ser. ¿Con qué frase nos gustaría ser recordados? ¿Qué palabras pueden sintetizar
nuestra biografía? Nuestro reciente extinguido siglo XX, quizá conocedor de esta dificultad, no
ha sido precisamente fecundo en inscripciones significativas.
Estas limitaciones quedan superadas, sin embargo, a los ojos de un grafólogo, cuando en la
lápida aparece grabado el autógrafo. Por eso, este recurso se me desveló, en Oslo, como la
más fidedigna de las leyendas mortuorias, al permitir transmitirnos - respetando la obligada
concisión - la verdad de esa persona ya desaparecida, haciéndole posible pervivir en su forma
más genuina. Un acto íntimo, en el que en la mirada del observador, consigue recobrar, de
golpe, su existencia.
Tal es así que, desde la grafología, me atrevería a hacer una sugerencia para el ya entrado
siglo XXI: firmas esculpidas sobre nuestras tumbas, que rubriquen nuestra existencia y nos
permitan permanecer, con una imagen fiel a lo que fuimos, en el recuerdo y consideración de
los que nos sobrevivan. �
Las fotografías expuestas han sido tomadas por la autora de este artículo, y son de su propiedad.
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Anexo Posteriormente he advertido esta práctica, de forma anecdótica en algún cementerio más, y de un modo más significativo en el cementerio Novodevichy de Moscú. Se muestran a continuación algunos ejemplos encontrados en éste último.
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