ferias e arreola - gob las ferias... · 2018-07-17 · el nombre del autor, el título y la serie.1...
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De las ferias, la de Arreola es más hermosa
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Este libro de Sara Poot Herrera es un hermoso fruto de su devota lectura de La feria (1963)
y de su amistad con Juan José Arreola, con quien conversó a plenitud a lo largo de los años. Sobre su relación vital con el escritor nos da puntual testi-monio, en particular la anécdota que se refi ere al regalo de cumpleaños que le hizo Mario Lazo, en 1985: la libreta llamada «La Feria. Primer borra-dor, 1954», que hoy se publica por primera vez en edición facsimilar.
Sin que los lectores nos percatemos, La feria —y antes su «primer borrador»— poco a poco se va transformando en una polifonía en la que las voces individuales de los habitantes de un pueblo se van sumando hasta transformarse en un coro, demostrando que más que de personajes, se trata de voces, cada una con su diferente registro y épo-ca. Quizá sea por ello que esta novela, que crece en la medida en que los lectores la van escuchan-do con los ojos, es una obra clásica de la literatura mexicana [Orso Arreola].
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Secretaría de Cultura ~ Jalisco2013
D.R. © Sara Poot Herrera, 2013
Primera edición, 2013
D.R. © Secretaría de Cultura Gobierno del Estado de Jalisco Avenida de la Paz 875, zona Centro 44100 Guadalajara, Jalisco, México
ISBN 978-607-734-010-2
Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in Mexico
Índice
9 Presentación
M& " ' ! ( V! ) * % + P , ! -. # ,
13 De las ferias,
la de Arreola es más hermosa
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65 L ! /% " ' !
primer borrador
(facsimilar y transcripción)
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[9]
H ace cincuenta años el maestro Juan José Arreola dio
para la mayor gloria de las letras nacionales una no-
vela sin precedente: La feria. En ella se retrata la vida de Za-
potlán el Grande en torno a su famosa festividad que cada
año, de acuerdo con el decir de los enterados, es distinta y
mejor pero que nunca se compara con la ocurrida en el año
de mil novecientos…
Arreola es un malabarista de la palabra; un maestro
cantero que logra en breves pero perfectos bloques dejarnos
frases de belleza marmórea. En esta ocasión, con motivo del
95 aniversario del nacimiento del hijo predilecto de Zapotlán
Presentación
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y el de sumarnos a ese armonioso canto polifónico que es
La feria, ve la luz para el orgullo de los jaliscienses el primer
borrador de esta celebrada novela.
Tiene el lector en sus manos un libro único; en él se
puede apreciar la letra, a veces nerviosa pero siempre preci-
sa, de este hacedor de minucias que sigue maravillando por
la precisión de su lenguaje.
Como toda empresa de valía fue éste un esfuerzo con-
junto que inició como un proyecto en el que la generosidad
de la doctora Sara Poot Herrera permitió llevarlo a cabo y
materializarlo. Ella, toda una institución en el mundo litera-
rio, facilitó la libreta y nos brinda además una «feria hermo-
sa» presentación que habla por sí misma y que seguramente
nuestro último juglar habría aceptado envuelto en su magis-
tral capa española.
Más que leer al maestro Juan José, hay que releerlo,
compartirlo, disfrutarlo, y ver con ojos nuevos y la mente
11
dispuesta La feria para asombrarse ante esta edición fac-
similar, que como toda obra valiosa, inició cual prodigioso
miligramo hasta llegar el momento de anunciarla como un
ruidoso advenimiento.
M& " ' ! ( V! ) * % + P , ! -. # ,
Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco
De las ferias, la de Arreola es más hermosa
S ! " ! P # #$ H % " " % " !
[15]
U n 27 de enero de 1954 para ser exactos (aunque el
4 se encima al 3 en esta libreta), Juan José Arreola
se propuso escribir lo que él mismo llamó primer borrador
de La feria. Casi nueve años después, el 5 de noviembre de
1963, 4 000 ejemplares de la novela salieron a la calle de la
Privada del Dr. Márquez 81, donde la Editorial Muñoz los
acababa de imprimir a pedido de don Joaquín Díez Canedo.
Su editor (por antonomasia, dijo Arreola y lo hemos repe-
tido varias veces) sonreía al pensar en Juan José, y ese mar-
tes 5 de noviembre recibió en Guaymas 33, interior 1 (allá
en la Roma y la Cuauhtémoc) muchos libros de color lila y
16
negro, con cinco figuritas laterales en la cubierta junto con
el nombre del autor, el título y la serie.1 En la contraportada,
la foto del novelista, la presentación del libro («pertenece al
género de las apocalipsis de bolsillo») y títulos de la misma
serie (Najda de André Breton, Los palacios desiertos de Lui-
sa Josefina Hernández), que ahora se enriquecía con la nove-
la del escritor de Zapotlán el Grande, Jalisco, publicada en la
ciudad de México, escrita aquí y allí, y en los trenes de ida y
vuelta de uno y otro lugar pasando por Guadalajara.
Fue la primera edición de La feria; formaba parte ya
de la Serie del Volador de la Editorial Joaquín Mortiz y, a la
gracia de la novela (como la vio Rosario Castellanos y noso-
tros con ella), contribuían también los asteriscos de Vicente
Rojo que acompañaban a cada fragmento de la novela. ¿Es-
crita en fragmentos? ¿No que era una novela? Claro que lo
1 Juan José Arreola, La feria, Joaquín Mortiz, México, 1963.
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era, como lo fueron después muchas más de la novelística
mexicana. Y tenía que ser fragmentaria —papel cortado, le-
tras de cordel, avioncitos de papel, figuritas de tiro al blanco,
músicos de latón en desfile de colores—, que sólo así podían
meterse y dejarse oír al mismo tiempo las muchas voces que
componen esta polifonía en miniatura de Juan José Arreola.
El excepcional oído del escritor se apropió de las voces que
oyó cuando era niño y de las que oyeron sus antepasados y,
con las de hoy, las de ayer, las de mañana —diccionario de
oralidades—, pudo entonarlas musical y poéticamente en las
199 páginas de la primera edición de La feria, testimonio de
un antiguo Zapotlán el Grande.
El título tenía su historia. Aquel miércoles 27 de ene-
ro de 1954, Juan José Arreola había empezado a pergeñar la
novela que desde hacía tiempo le estaba dando vueltas a su
musa creadora, a su corazón zapotlanense. Y lo hizo tan de-
cidido como el protagonista de su cuento «Libertad»: «Hoy
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proclamé la independencia de mis actos. A la ceremonia
sólo concurrieron unos cuantos deseos insatisfechos, dos o
tres actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que ha-
bía prometido venir envió a última hora su excusa humilde.
Todo ocurrió en un silencio pavoroso». En ese (pospuesto)
acto de libertad entraba el de escribir La feria, que fue ha-
ciéndose de modo intermitente, en los parpadeos con Zapo-
tlán en sus pestañas, en el último gesto de su sonrisa y de su
pose de actor, a lo largo de varios años (hoy sí, mañana no,
finalmente sí).
Eran los cincuenta, época muy importante para Arreo-
la y su obra, de cuando escribe a mano sus primeros apuntes
de La feria (1954). Durante ese tiempo se amplía de modo
considerable y variado el mapa de su escritura. Los tres pri-
meros años —1950, 1951 y 1952— escribe para el suplemen-
to México en la Cultura del periódico Novedades. Del mismo
modo, los siguientes tres años consecutivos no sólo se ocupa
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de «meros oficios de escribanía». En 1953 redacta solapas de
libros del Fondo de Cultura Económica (aumenta sus lectu-
ras, sintetiza su escritura), en 1954 escribe para la Gaceta del
mismo Fondo y en 1955 para la Revista ! " # de la Escuela Na-
cional de Ingeniería. Arreola no para, le busca por todas par-
tes, (sobre)vive de su oficio de escritor. Ese mismo año hace
el programa de mano de Poesía en Voz Alta, del que forma
parte sustancial, y escribe lo que lo consagra como virtuoso
del ensayo breve: su notable prólogo para los Ensayos escogi-
dos (1955), de Michel de Montaigne que sale con sello de la
0. ! ( . Con este corto escrito, cortísimo, Arreola inaugura
el género ensayo breve y con el suyo como modelo destaca
la capacidad de su pensamiento, su mente de filósofo, su sa-
biduría en muestra que no se vende, en botón que sí se com-
parte: las ideas de un pensador en líneas de un escritor.
Al iniciar el año 54 (que cierra con una nota de Alfon-
so Reyes dando la bienvenida literaria a Rulfo y a Arreola
20
antecedido por Emmanuel Carballo que los saludaba como
cuentistas), el escritor universal de Zapotlán ya había publi-
cado Varia invención (1949), cinco Cuentos en 1950, más re-
cientemente su primer Confabulario (1952) y tres años des-
pués se reunirían Varia invención y Confabulario en un solo
libro (1955). Su primer título tenía ecos barrocos de la Varia
imaginación gongorina; el segundo, a manera del Crepuscu-
lario del Nobel chileno (así que Neruda estuvo en Zapotlán,
y también Valle Inclán y Pellicer), reunía sus varios conjuntos
de escritos, los pasados y futuros «arios» de Arreola: su ver-
sátil, muy móvil y siempre moderno y vivo Confabulario, su
próximo (y dictado a José Emilio Pacheco) Bestiario (en 1958
sale en «punta de plata» y un año después como libro) y su
cotidiano Inventario (1976).
Ese mismo año del primer manuscrito de La feria del
paisano de los pinceles violentos (sí, de Orozco quien, como
José Rolón, Guillermo Jiménez, Lupe Marín y Consuelito
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Velázquez, también son de Zapotlán, allí donde en el patio
de una escuela los niños Juan José y José Luis Martínez y
otros eran devotos a la religión de «la Babucha»), se publi-
có (con título quevediano) La hora de todos (juguete cómico
en un acto) (1954), obra de teatro que un año después le
valió a Arreola su primer reconocimiento nacional, el Pre-
mio del Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas
Artes (1955). El siguiente, nada menos que el Premio Lite-
rario Xavier Villaurrutia, sería precisamente para La feria,
que ese año de 1963 lo compartiría con Los recuerdos del
porvenir de Elena Garro. Vendrían más premios, más libros,
más traducciones, más prólogos, presentaciones de libros y
años también: cuando se publica La feria Arreola acababa de
cumplir los 45, y no había dejado de escribir y, sobre todo,
de leer y de formar y publicar a quienes fueron —reprodu-
ciéndose entre ellos— sus discípulos («no falta en tu dibujo
una línea, pero sobran muchas»; ah, las tijeras de Arreola,
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¿se fue con ellas?, «no todos son libros, hay engaños encua-
dernados»).
Pero volvamos a los orígenes de La feria, y con ellos
su autor nos lleva al 27 de enero de 1954. Ese año hay va-
rios acontecimientos importantes en el mundo y en Méxi-
co: se casan, y se divorcian también, Marilyn Monroe y Joe
DiMaggio; Elvis Presley graba su primer disco; «El hombre
del pueblo» da la bienvenida a «El auto del pueblo» (Láza-
ro Cárdenas y el vocho en México); " ) ! Victor pone a la
venta la primera televisión comercial a color; se devalúa el
peso mexicano frente al dólar y ya no oiremos el tintin de la
moneda de plata; de México se podrá volar a París; con un
discurso de Méndez Plancarte en la Academia Mexicana de
la Lengua se homenajea sin restricciones al autor de «Mamá,
soy Paquito, no haré travesuras»; muere Frida Kahlo, Die-
go la extraña; nacen los Pumas de la 0. ! ( y transcurren
los años de la dizque modernidad en México. Un año antes,
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Juan Rulfo había publicado El llano en llamas (1953) y uno
después publicaría Pedro Páramo (1955).
Aunque en sus noches de insomnio piense en Zapo-
tlán, Arreola está atento a todos esos aconteceres (y va, ha
ido más allá con sus relatos de ciencia ficción, «Baby H. P.»
es ejemplo) mientras que inaugura su editorial Los Presentes
con el primer libro de Elena Poniatowska —Lilus Kikus— y
el primero de Carlos Fuentes —Los días enmascarados. Ese
año una carta enviada desde París lo sorprende. Su remitente
la escribe el 20 de septiembre de 1954 y trata a su «Querido
Arreola» de gran cuentista, le habla de la perfección de las
piezas que lee en Varia invención y en Confabulario, libros
que agradecido ha recibido y mucho lo han alegrado las de-
dicatorias de su autor. Comunica como lector su asombro
por la brevedad de las frases, concibe poeta al cuentista, lo
relaciona con Borges (quien habla de Arreola y habla con
Arreola), festeja la frescura y lo que llama fraternidad de su
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destinatario, del que ha leído y releído piezas que, como fle-
chas, dan en el blanco. ¡Ésos son cuentos!
Es una carta afectuosa, reposada, motivo de reflexión
sobre el género cuento. Está escrita a máquina, quien la ha
hecho se despide de Arreola «como su amigo» y, con la pla-
cidez de su lectura, firma: Julio Cortázar. Esta carta del autor
de Rayuela al autor de La feria, novelas que coincidirían en
el año de su publicación —1963— es muestra de la genero-
sidad de quien ya era el gran cronopio argentino, más que
merecida por quien sería el último juglar mexicano.
Esa carta de 1954 ilumina al escritor de Varia invención
y Confabulario, autor en ese momento de La hora de todos,
becario de El Colegio de México, traductor, autor intelectual
de la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica,
donde leía y corregía textos ajenos (y no sólo allí) y escri-
bía solapas de libros que a veces decían más que los libros
mismos; y no por eso le faltaba tiempo de leer a los jóvenes
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que, orientados por el maestro, anhelaban dejar, como él, la
«página viva», «la que se queda parada en la mesa». Cuader-
nos y Libros del Unicornio era para ellos, formados algunos
en Mester: Arreola fue fundador y editor de los primeros, y
maestro ejemplar del taller bautizado así por él que, además
de juglar, fue mester también.
Y en la «mesa de espera» de una calle de los muchos
«ríos» donde el maestro vivió en la ciudad de México esta-
ban los gérmenes de La feria. La cosecha sería en noviembre
de 1963, y los primeros surcos de 1954 se abrían zigzaguean-
do en las hojas rayadas de una libreta donde se encuentra el
manuscrito autógrafo de Juan José Arreola: son los trazos
iniciales de La feria, titulada así desde un principio; aun-
que modificadas más tarde sus primeras líneas, su génesis
ya se había fraguado. Incipientemente mostraba sus trazos
a mano en una libreta comprada en La Carpeta, uno de esos
«Almacenes de papel y artículos de escritorio» (así dice el
26
anuncio), que tenían un olor especial —a papelería, a plu-
ma y lápiz, a tinta y borrador—, donde también hacían (y se
dice también) «Grabados en acero y cobre. Libros en blan-
co». Se despachaba en la céntrica calle 16 de Septiembre 53,
los talleres estaban a unos pasos (13ª Bolívar, núms. 151 al
157) y los números de teléfono (de disco) eran casi mono-
sílabos.
La Carpeta se anunciaba con el dibujo de un escritorio
de madera en medio y aún aparecía el nombre del dueño
(«y cía») en los almacenes, tiendas y talleres en México. Allí
llegó Juan José Arreola a comprar su libreta de 96 hojas y le
tocó el diez como número de orden. Era la década del cha-
chachá, del bolero, de los grandes de la música ranchera; el
desodorante mm mm «mum» se ponía de moda, todavía se
lloraba a Jorge Negrete, moriría Miroslava y también Pedro
Infante. En la literatura el primer año de los cincuenta se
cerraba con la muerte de Xavier Villaurrutia, y la década
27
terminaba con la de Alfonso Reyes. Pero la literatura seguía
su marcha, y esa década fue muy bienvenido, entre otras no-
vedades, El libro vacío (1958) de Josefina Vicens. En la calle,
el auto americano —mientras más grande, mejor— circu-
laba por el centro de la ciudad de México, pero Juan José
Arreola seguía y siguió siempre a pie (divirtiéndose también
con el caballito del ajedrez, con sus acuarelas, sus objetos
preciados, sobre todo los libros, con la mesa de ping-pong
donde practicaba el golpe preciso de la tecla de su máquina
de escribir).
En ese andar de peregrino (había ido y vuelto de Fran-
cia, Letras Mexicanas lo tenía entre sus autores) y a muchos
kilómetros del sur de Jalisco, seguía sintiendo el latido de
Zapotlán como si fuera su propio latido: la geograf ía y la his-
toria de su infancia y juventud lo acompañaban y, transfigu-
radas, saldrían de sus poros hechas literatura. ¿Historia de
Zapotlán? Sí, una nueva historia. ¿Crónica? También, que así
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funciona y, además, nueva crónica. ¿Ficción? Eso es La feria:
una novela (y también poesía y cuentitos desperdigados),
hecha de retazos de documentos, de voces vivas en contra-
punto, de apropiaciones y alternancias, de personajes reales
e inventados, de situaciones vividas, posibles e imposibles,
reales y ficticias. Es el Zapotlán el Grande de Juan José, que
con La feria lo hará más grande; es el Zapotlán de su expe-
riencia, su imaginación y su deseo, el pueblo que le duele, al
que le es fiel, y que éste lo escoge porque en él encuentra la
palabra que piense y hable por él y por todos —sobre todo
de los de a pie.
Ya en casa, ese último miércoles de enero de 1954,
Arreola empezó a escribir con «rústicas palabras» la libreta
de pasta de cartón duro, color vino y centro negro, de for-
ma francesa y de aproximadamente 25 cm de alto y 17 de
ancho. Años después —1985, para mí; 2013, para ustedes—,
la libreta en general sigue en buen estado, y el escrito es in-
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confundible: es la letra, digamos, nerviosa y ágil de Juan José
Arreola que reconozco de línea en línea aunque algunas de
sus palabras son dif íciles de leer, pero que ceden al fin, se
dan, se oyen, son inimitables. Las hojas están numeradas
con un sello manual que va del 1 al 95 (parece ser el mismo
de la papelería), pero no se numeraron todas, como es el
caso de la 6 y de la 7 (el texto no se interrumpe, pero parece
también que se brincaron estos números al sellar las hojas) y
no están —anoto— las correspondientes a la 22, 23 y las que
van de la 25 a la 38. La narración, propiamente de La feria
(que hay otros apuntes) y hecha con un mismo tipo de letra
y pluma, termina en el anverso de la hoja 20. En el anverso
de la 21 hay un párrafo que adelanta una de las historias de
la novela, lo mismo que lo escrito en el anverso y en el rever-
so de la hoja 24.
La libreta pareciera ser de siglos pasados, un cuaderno
de archivo. Sus páginas bien pudieran verse y citarse como
30
folios (folio recto, folio vuelto, sin foliación) y así voy a refe-
rirme desde ahora al primer borrador de La feria.
Su motivo y tema, recurso y punto de arranque es la
fiesta religiosa («se pensó en el Novenario, con vísperas,
función, rosario y todo lo demás»; f. 3v) y profana también
«con tantas diversiones» (f. 4r), celebración ef ímera, he-
cha tradición desde siglos atrás. Un día Juan José Arreola
pondría a disposición de la fiesta de Zapotlán una libreta y
empezó a hacer de ella un artefacto armado con las piezas
blancas y negras de su escritura.
Después del folio 24, los demás no tienen nada anota-
do, con excepción del reverso de la última hoja, la 95, que
contiene un párrafo suelto, en apariencia independiente de
todo lo anterior, y escrito con otra pluma. Sin embargo, de
estas líneas que corresponden a (y cito lo que Arreola tiene
escrito) «E. Giménez Caballero. San José, 181», y que poco
después dicen: «Va interesando… Ibid. 178» (s.f.), me llama la
31
atención un dato particular y aquí lo tenemos: el nombre es
del vanguardista español Ernesto Giménez Caballero (1899-
1988), autor (muy prolífero por cierto) del artículo «San José.
(Contribución para una simbología hispánica)», publicado
en la Revista de Occidente,2 que asiduamente leía Juan José
Arreola. Tiene sentido la referencia (ahora sólo como apun-
te en la libreta). El escrito dedicado a San José propone —se
dice— que el culto al santo se relaciona con el amor al padre
ausente, lo sustituye, ocupa su lugar. En el caso de Arreola, no
se trata del padre del autor, que don Felipe está más que pre-
sente en la novela y así estuvo en la vida de su hijo, «Juanito, el
declamador», sino del gobierno, el padre cívico en defensa de
sus hijos, que no existe en la novela, crónica de Zapotlán: son
los olvidados de la historia, los desprotegidos, sobre todo los
naturales del lugar y también la gente pobre, los de a pie.
2 Revista de Occidente, año 3 ' ' ' , núm. , 4 4 4 ' ' ' , mayo de 1930.
Este documento presenta un fragmento del texto cortesía de
la Secretaría de Cultura de Jalisco.
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