¿eres jaime? - murciaeduca.es
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Jaime ya se había sentado frente a su ordenador. Esta vez no estaba
solo, Víctor y Daniel acababan de llegar, y esperaban a que su amigo
intentase mandar el mensaje que la Ipératis escribió el día anterior. Habían
quedado con Fran y Rosa a media mañana en las Cuevas Primitivas para
volver a entrar en ellas, así que Víctor no se olvidó de coger su cámara,
dispuesto a tomar las mejores imágenes de esas pinturas maravillosas que
Nálira y Yako también estaban impacientes por admirar. La misión que Fran
y Rosa tenían asignada esa mañana, era la de vigilar los movimientos del
inspector Kelly, pensando que a ellos no los conocía y podrían pasar
desapercibidos con más facilidad.
Jaime siguió el mismo proceso que el día anterior para ponerse en
contacto con los esférides del Pueblo Perdido; pero antes, escaneó el
mensaje de la Ipératis y lo guardó en su ordenador. A continuación, tecleó
por dos veces las tres palabras juntas, y después de cinco minutos, en los
que el ordenador se descontroló como la vez anterior, aparecieron las
primeras palabras sobre un relajante fondo azul celeste.
¿Eres Jaime?
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Esta vez el chico sabía exactamente lo que tenía que decir y no tardó
nada en contestar.
El mismo. Tengo un mensaje de la Ipératis.
La respuesta también fue inmediata.
Muéstralo.
Jaime no se explicaba de qué manera los esférides conseguían
contactar con su ordenador de aquella forma tan peculiar, pero como eso
tampoco importaba, abrió el archivo con el mensaje de Nálira sin perder
tiempo. Poco después, supusieron que los del otro lado lo debían tener ya
en su poder, porque sorprendentemente desapareció de la pantalla y fue
sustituido por unas escuetas palabras.
Gracias. Imprime.
Al instante vieron ante ellos un mensaje diferente, escrito con esos
signos misteriosos que se encadenaban formando columnas. Jaime pinchó
en el botón de imprimir, y cuando el ordenador completó su trabajo regresó
a la página principal y finalizó la conexión.
Los tres chicos analizaban con curiosidad el nuevo mensaje para la
Ipératis, cuando Jaime se acordó de algo.
―Todavía no he abierto mi correo, y espero no encontrarme un
recado tan agradable como el de ayer...
No tuvieron suerte, por segunda vez alguien les quería asustar.
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“No hicisteis caso y os habéis metido en un peligro muy serio.
Tengo que veros. No os preocupéis del lugar porque yo os
encontraré”
Tres caras inquietas habían leído aquel correo, preguntándose con
quién se iban a encontrar en el momento más inesperado.
―Estoy convencido de que este mensaje lo manda nuestro amigo el
inspector ―afirmó Víctor.
―Pues a mí me parece que debe ser el misterioso hombre del
periódico... ―opinó Jaime.
―¿Y si el inspector y el holograma fuesen la misma persona?
―sugirió Daniel.
Víctor y Jaime se quedaron admirados, la posibilidad que les había
apuntado Daniel parecía la más lógica: el inspector, el holograma, quien
mandaba los mensajes... ¡Podía ser siempre el mismo! Los chicos
compararon el aspecto físico del individuo que los tres habían visto, y
confirmaron que las descripciones coincidían: alto, fuerte, rubio, ojos
verdes, de unos treinta años y bien parecido.
—Nos queda la duda de saber quién es en realidad el inspector Kelly
―dijo Víctor pensativo―. Si ese hombre es capaz de transformarse en un
holograma, algo tiene que ver con el mundo de Esfera.
―Pues se supone que al único que puede conocer es a nuestro amigo
el Albino ―opinó Jaime.
―Si es así, podemos dar por hecho que no vendrá hasta nosotros con
muy buenas intenciones ―indicó Víctor, asomándose discretamente a la
ventana por si la visita prevista ya estaba allí.
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―¡No creo que tardemos mucho en averiguarlo! ―aseguró Jaime.
Con el nuevo mensaje en la mano, por si aquella misma mañana les
daba tiempo a contactar con su amigo Yakolú, salieron los tres de la casa de
Jaime y se fueron directamente hacia la entrada de las cuevas. Durante el
recorrido por el pueblo, comprobaron que nadie parecía seguirles, pero
estaban seguros de que quien quería hablar con ellos elegiría, sin duda, un
lugar mucho más discreto.
Un rato antes, Fran y Rosa estaban sentados en un banco de la plaza,
de frente al pequeño hotel de donde, se suponía, podía salir el inspector
Kelly en cualquier momento. Compraron una revista en el kiosco y se
esforzaron por parecer interesados en ella, mientras con el rabillo del ojo
espiaban la puerta del hotel.
Había pasado más de media hora, cuando un hombre, que se
correspondía con la descripción del inspector, salió por la puerta vestido
con ropa deportiva y, sin casi darles tiempo a reaccionar, echó a correr.
―¡Parece que sale a hacer deporte! ―exclamó Fran, a la vez que
cogía su bicicleta y salía detrás.
―¡No podemos seguirle así por el pueblo! ―gritó Rosa a su primo―.
¡Se daría cuenta enseguida!
El inspector, mientras tanto, había desaparecido por una de las calles
laterales de la plaza, que llevaba directa al camino de las Cuevas Primitivas.
Los dos primos se dirigieron hacia allí, pero extrañamente no encontraron
ni rastro del corredor, que estaba en buena forma porque la calle donde les
había despistado era larga y empinada, y él la debió subir en tan solo un
minuto.
―¡Seguramente va hacia las afueras del pueblo! ―exclamó Fran.
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―Por allí sólo se va a las cuevas ―afirmó Rosa―. ¡Qué casualidad,
justo donde hemos quedado con los otros!
Como no tenían otro remedio, decidieron seguir hasta el lugar de la
cita y esperar a que llegasen los demás, pero por ningún sitio, ni aun cuando
llegaron a la entrada de las cuevas y se sentaron tranquilamente a la sombra
de un árbol, volvieron a ver al inspector Leo Kelly.
Más o menos un cuarto de hora después, Rosa y Fran vieron
acercarse por el camino a los que faltaban de la pandilla, pedaleando con
dificultad mientras intentaban subir una cuesta demasiado inclinada.
―No puede ser casualidad que nuestro amigo haya venido corriendo
hasta esta zona ―afirmó Víctor, cuando se contaron entre ellos los últimos
acontecimientos―. Seguro que éste es el lugar escogido para reunirse con
nosotros.
―Pero..., ¿cómo puede saber dónde vamos a estar? ―se preguntó
Rosa.
―La respuesta a esa pregunta no la quiero ni pensar ―dijo Víctor
preocupado.
Esperaron nerviosos la posible visita, hablando en voz baja para
escuchar con claridad si alguien se acercaba. Estaban sentados muy
próximos a la boca de las cuevas y, aunque impacientes por volver a entrar,
decidieron esperar un rato más hasta estar convencidos de que nadie les
seguiría.
Sin previo aviso, el inspector apareció ante ellos. Estaba sudoroso y
parecía venir de correr campo a través. Su aspecto no era amenazante, iba
solo y no llevaba ningún arma, en contra de lo que había pronosticado
Daniel unos minutos antes.
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Nadie dijo nada, los chicos lo miraron expectantes y dispuestos saber
lo que él tenía que decir.
―Veo, por vuestras caras, que no os he sorprendido demasiado
―dijo con ligero acento extranjero―. Creo que me estabais esperando.
―Lo raro ―afirmó Víctor―, es que sólo crea que lo estábamos
esperando y no esté seguro, porque hemos observado que parece saberlo
todo de nosotros.
―Por favor, no hace falta que me llaméis de usted, pues estoy
convencido de que pronto vamos a ser buenos amigos. Os recuerdo que me
llamo Leo.
―¿Si usted lo dice? ―dijo Víctor irónico.
―En cuanto a lo de saberlo todo de vosotros… ―continuó, sin hacer
caso del comentario del chico―, ¡ni mucho menos! Si supiese tanto, me
habría evitado muchos calentamientos de cabeza. Quizá ahora estéis
dispuestos a contarme la verdad, y yo podría terminar mi trabajo con más
facilidad.
―¿Y a quién le vamos a contar la verdad? ―le interrogó Víctor
directo―. ¿Al inspector de policía, a un holograma duplicado, o a nuestro
interlocutor de internet...?
―¡Os felicito! ―exclamó el visitante―. ¡Ojalá mis ayudantes fuesen
tan eficientes! Sé que os debo una explicación.
Durante un buen rato contó su historia, que fueron reacios a creer,
hasta que Leo Kelly les mostró una prueba indiscutible.
El inspector, porque ya sabían que lo era, cogió de un bolsillo lo que
parecía una copia del mensaje que un rato antes habían recibido de los
esférides del Pueblo Perdido, Jaime lo comparó con la copia que él tenía y
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comprobó que eran exactas; además, los cinco pudieron leer al final del
escrito un mensaje para ellos:
“Jaime y tus amigos, confiad en Leo Kelly. Cuando la Ipératis
de Esfera reciba mi mensaje, también lo hará”.
Después de aquello se quedaron callados, hasta que Víctor dio su
opinión.
―¡Queremos creerte! ―afirmó el muchacho, hablando ya de tú al
inspector como él había pedido―, pero debes comprender que para
nosotros esto es un poco complicado. A pesar de ser un enviado de los
esférides del Pueblo Perdido, no podemos olvidar que eres un policía, y
quizá tu única intención sea descubrir al mundo la existencia de Esfera.
―Si hubiese querido hacer eso ―replicó el inspector―, lo habría
hecho ya hace muchos años. Te recuerdo, que conozco ese mundo casi igual
de bien que el mío. Tenía la edad de Daniel la primera vez que entré en él...
La historia que les había contado el inspector era similar a la de ellos,
con la diferencia de que sólo él, cuando apenas tenía diez años, había
descubierto el mundo de los esférides que vivían en el otro extremo del
planeta. También sólo a él habían adiestrado desde pequeño, para que
cuando tuviese la edad suficiente los ayudase a encontrar a sus
compatriotas. Kelly explicó, de qué manera ese grupo de esférides habían
conseguido encontrar un lugar donde guarecerse en el subsuelo terrestre,
hacía casi quince mil años, y cómo allí habían desarrollado un mundo muy
similar al que los muchachos ya conocían. El inspector, para convencerlos,
les había dado tantos detalles sobre la vida de esa otra misteriosa ciudad
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subterránea, que les pareció estar viendo la ciudad de Esfera que sólo un
día antes habían visitado.
―¿Y cómo, en la inmensidad de nuestro mundo, has sido capaz de
llegar hasta este pequeño pueblo? ―preguntó Rosa intrigada.
―El albino del tren está dejando demasiados rastros ―contestó
Kelly―. Aunque creáis que la policía no es capaz de abarcarlo todo, hay una
comunicación a nivel internacional de cualquier acontecimiento extraño.
Un albino misterioso apareciendo y desapareciendo en un tren de forma
incomprensible, el revisor y el jefe de estación dan cuenta a sus superiores,
los superiores a la policía, la policía utiliza ordenadores para mandarse
datos..., ¡y ahí estoy yo!, vigilando todas las pistas, que me han llevado a lo
largo de los años a muchas partes del mundo.
―Pero... ―objetó Jaime―, no comprendo cómo puedes tener
acceso a los ordenadores de la policía de todo el mundo, cómo puedes
clasificar tanta información, cómo...
―¡Cómo es posible que puedas viajar a cualquier parte del mundo
siguiendo una pista tonta, como es un albino en un tren! ―cortó Víctor
incrédulo―. ¡A alguien tendrás que dar explicaciones!
―La verdad es que quizá no os he dicho lo fundamental ―contestó
el inspector muy tranquilo―. Pertenezco a una especie de agencia de
policía secreta internacional y, por suerte, no tengo que dar explicaciones a
nadie porque soy su director. En cuanto a la clasificación de la información
―continuó―, tengo una serie de palabras clave metidas en un programa
de ordenador. Cuando cualquiera de estas palabras aparece en alguna
investigación policial, el ordenador la selecciona, y a mí sólo me queda leer
los informes seleccionados con muchísima paciencia. Os aseguro que cada
día analizo más de cincuenta, y si alguno de ellos lo considero
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suficientemente importante lo investigo, e incluso, como en este caso, voy
hasta el lugar donde se ha producido.
―¿Y qué palabra seleccionó tu programa de ordenador para que te
trajese hasta aquí? ―preguntó Jaime, muy interesado por lo que el
inspector acababa de explicar.
―El informe policial fue seleccionado por la palabra albino. Cuando
lo leí, me llamó la atención que las dos personas que habían denunciado el
caso, el revisor y el jefe de estación, aseguraban que el tal albino no parecía
un ser real, sino una especie de imagen de cine...
―¡Un holograma! ―interrumpió Daniel―. Y..., ¡por cierto! Me
gustaría saber lo que haces tú para transformarte en uno.
―¡Cállate Daniel! ―le dijo su hermana, que no podía dejar de mirar
al apuesto inspector.
―¡No pasa nada! Daniel, yo no te voy a desvelar el secreto, tus
amigos esférides lo harán si consideran que lo mereces. Pero te advierto,
que yo tuve que conocerlos durante más de quince años para poderme
enterar.
―¡Quince años! ―exclamó el chico―. ¡No sé si tendré tanta
paciencia!
Todos se rieron con la ocurrencia, y el ambiente dejo de tener la
tensión del principio. El inspector les había convencido, aunque no tanto
como para confiar en él sin consultarlo primero.
Igual que si les hubiese leído el pensamiento, Leo Kelly se levantó
para marcharse, y dijo:
―¡Bueno!, sé que debéis consultar primero a vuestra amiga la
Ipératis antes de decidiros a confiar en mí, pero cuando lo hagáis, estoy
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seguro de que os podré acompañar a verla, e intentaremos solucionar el
que, presiento, debe ser un grave problema para su pueblo.
Cuando terminó de decir estas palabras, se despidió de los
muchachos y volvió a salir corriendo, no sin antes recordarles que ya sabían
dónde le podían encontrar.
―¡Cierra la boca, Rosa! ―exclamó Daniel cuando el inspector se
fue―. Es guapo..., ¡pero no será para tanto!
―¡Y tú eres odioso! ―gritó Rosa molesta, aunque realmente estaba
impresionada por la apariencia del inspector.
―¡Yo creo que dice la verdad! ―exclamó Fran cambiando de tema.
―¡Y yo estoy seguro! ―afirmó Jaime―. Con su ayuda,
conseguiremos salvar a Esfera de los proyectos de Xóldeg.
―Pues yo prefiero esperar la opinión de Nálira ―dijo Víctor―. Pero
ahora..., ¿es que nadie está impaciente por admirar unas pinturas
increíbles?
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Los cinco se levantaron de un salto y echaron a correr hacia la entrada
de las cuevas peleándose por llegar los primeros. Con los últimos
acontecimientos, casi se habían olvidado de lo impacientes que se sentían
por ver algo que nadie había visto en miles de años. Inspeccionaron a
conciencia la zona para comprobar que nadie los vigilaba, ni siquiera el
inspector, y traspasaron ansiosos la enorme boca de entrada a las cuevas
exteriores, hasta encontrar la pequeña gruta por la que debían subir.
Por mucho que miraban hacia el techo, no lograban encontrar el
acceso a la cueva que había encima de sus cabezas. La grieta de entrada
estaba colocada de tal manera, que desde abajo parecía imposible que
pudiese existir. Rosa y Fran no conseguían ponerse de acuerdo sobre el
lugar exacto de la subida.
―¡Tranquilos! ―dijo Víctor―. Seguro que discutiendo no lo vamos a
encontrar. Primero exploraremos donde dice Rosa y si no es por ahí
buscaremos en la otra zona.
Apoyándose en los escasos salientes de la roca, y ayudado por los de
abajo, Fran escaló la pared señalada por su prima.
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―¡Aquí no hay nada! ―gritó desde las alturas―. Además, es muy
difícil bajar y ayer lo hicimos sin demasiada dificultad.
Mientras los demás se ponían de acuerdo, Daniel se dedicó a
observar aquellos muros rocosos y se fijó en unos salientes de la piedra que
parecían señalar un camino. Sin decir nada a los demás, trepó por allí y
enseguida encontró lo que buscaba. En un momento se coló hasta la
siguiente cueva, desde donde podía escuchar, perfectamente, la discusión
que se estaba produciendo un piso por debajo.
―¡No interrumpáis el descanso eterno de los espíritus de esta
caverna! ―gritó Daniel, con la voz más tétrica que pudo.
Fue increíble cómo el sonido se multiplicó y cómo las paredes de la
cueva retumbaron con el eco. Los de abajo se quedaron paralizados del
susto, pero al instante se dieron cuenta de que faltaba uno y de que aquella
voz les había resultado demasiado familiar.
―¡Qué ganso eres! ―exclamó Víctor―. Aparece, y dinos por dónde
has subido.
Una cabeza sonriente se dejó ver entre las rocas y una mano señalaba
el camino.
Pronto estuvieron ante el cauce de ese curioso río subterráneo.
Daniel, Jaime y Víctor estaban poco convencidos de tener que escalar por
aquel agujero lleno de agua para subir a la cueva de las pinturas, pero Fran
y Rosa les prometieron que aquello sería como darse una ducha ligera.
―¡Increíble! ―exclamo Víctor maravillado, una vez que estuvieron
enfocando con sus linternas las pinturas de la pared.
―¡El que hizo estos dibujos debía ser un auténtico artista! ―añadió
Rosa―. Yo he visto muchas fotografías de representaciones rupestres en
cuevas de todo el mundo y los dibujos son mucho más sencillos, casi como
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hechos por niños. Sin embargo estas... ¿Os habéis fijado en la cantidad de
detalles que tienen?
Víctor sacó su cámara de la bolsa impermeable en la que tuvo la
precaución de guardarla. Fotografió, primero, la pared en su totalidad,
luego cada una de las escenas representadas y, por último, todas las figuras
dibujadas. Como la máquina era de esas que sacan las fotografías al
instante, poco después pudieron ojear un montón de imágenes perfectas.
—¡Tienes ésta repetida! —dijo Daniel, señalando una fotografía en la
que se veía la nave extraterrestre y a sus ocupantes saliendo de ella.
—¡Anda, es verdad! —exclamó Víctor, que apartó la repetida y
guardó juntas todas las demás para enseñárselas a Nálira y Yakolú cuando
los volviese a ver.
―Me imagino que querréis seguir explorando el resto de la cueva
hasta la salida en lo alto de la montaña ―supuso Fran.
―¡Por supuesto! ―afirmó Víctor.
Poco a poco, con Fran a la cabeza, recorrieron los húmedos y oscuros
pasadizos en sentido contrario a la vez anterior. Como ahora estaban más
tranquilos, pudieron observar con detenimiento el recorrido del agua, que
resbalaba por las paredes del túnel y bajaba suavemente la cuesta hasta
perderse en ese curioso agujero que acababan de atravesar.
―Estoy segura ―comentó Rosa―, que gran parte de esta galería ha
sido excavada a mano. Si os dais cuenta, en algunas zonas la forma de las
paredes no parece natural, seguramente no había suficiente espacio y ellos
mismos tuvieron que agrandar el hueco para poder llegar hasta el lugar
donde habían enterrado las trece ípulas.
―¡Hemos llegado al final del túnel! ―interrumpió Fran.
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Efectivamente, ya estaban en la pequeña caverna que fue su
salvación el día anterior, así que empujaron con cuidado el ramaje
acumulado en la salida y, después de asegurarse que el exterior estaba libre
de “enemigos”, pudieron por fin respirar aire puro y comprobar que el
terreno había sido removido casi por completo.
―¡Desde luego que estuvieron entretenidos!, aunque, por suerte, no
les sirvió para nada ―dijo Jaime.
―¡Mira, Fran!, todavía no han quitado las cuerdas para subir a la cima
de la montaña ―indicó Rosa.
―No creo que se tomen la molestia de volver a quitarlas.
―¡Pues qué bien! ―exclamó Daniel―, porque así podremos venir de
vez en cuando por aquí a practicar la escalada.
―¡Buena idea! ―confirmó Fran, por una vez de acuerdo con una
propuesta de su primo.
Se sentaron a descansar en un trozo de prado verde, de los pocos que
quedaban sin remover, comprobando que aún conservaba una frondosidad
especial.
―Lo que no sé es lo que va a pasar ahora en Esfera ―dijo Jaime,
expresando en voz alta lo que llevaba un rato pensando―. Xóldeg estará
hecho un lío, sin poderse explicar de dónde ha podido sacar Nálira una
nueva ípula para restituir la que él robó.
―Yo no creo que tenga duda de que esa bolita es la que sus
compinches habían perdido ―opinó Víctor―, y pienso que debe sospechar
que alguien está ayudando a la Ipératis. Además, se imaginará que Nálira
desconfía de él, y que no lo ha detenido ya porque antes quiere averiguar
lo que está tramando ―añadió pensativo―. Si es así, seguro que no tardará
en completar su plan, sea el que sea.
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―¡Debemos irnos ya! ―interrumpió Rosa―. Si tardamos mucho en
llegar, tendremos que dar demasiadas explicaciones a los abuelos.
Emprendieron el regreso con rapidez, aunque decidieron hacer una
pequeña parada delante de las pinturas.
Estaban ensimismados en su contemplación, comentándose unos a
otros pequeños detalles en los que no se habían fijado con anterioridad,
cuando sintieron una presencia extraña a sus espaldas. Con los pelos de
punta giraron a la vez sus cabezas esperando encontrar algún tipo de animal
al acecho, pero tuvieron que reprimir un grito cuando lo vieron. El Albino
en persona estaba en su presencia, pero esta vez no había necesitado
convertirse en un holograma porque estaba protegido por la oscuridad de
la cueva.
―¡Realmente son unas pinturas increíbles! ―dijo Xóldeg con una
tranquilidad absoluta, como si sus interlocutores fuesen unos amigos de
toda la vida.
En ese momento Daniel se levantó de su sitio precipitadamente,
mientras daba, con disimulo, una patada a la mochila de Víctor que quedó
oculta en la penumbra. Todos, menos el Albino, se habían dado cuenta de
que el chico sólo pretendía poner a salvo el mensaje para Nálira que
llevaban dentro de ella.
―¿Dónde te crees que vas? ―gritó Xóldeg sorprendido.
―Es que quiero enseñarle el dibujo que más me gusta ―dijo Daniel
como si no pasara nada, señalando lo que parecía un pequeño arbusto―.
Si se ha fijado, esta planta es igualita a una que he visto cerca de esta cueva.
La pena es que no sé su nombre, ¿lo sabe usted?
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El Albino se quedó sin palabras, no podía creer la actitud de ese
pequeño humano que no parecía impresionado por su presencia.
―¡Siéntate ahora mismo! ―le ordenó―. No creo que me veas con
mucha gana de broma...
―Entonces, ¿a qué ha venido hoy aquí? ―preguntó Víctor
intentando parecer tan tranquilo como su primo.
―He podido confirmar, hace un momento, que sabéis mucho más de
mí que yo de vosotros ―empezó a decir Xóldeg con gesto amenazante―.
Llegué hace un rato a lo alto de la montaña, en el otro extremo de esta
gruta, en busca de algo que se perdió hace unos días y, sin embargo, me he
encontrado con cinco pequeños humanos, algunos de los cuales ya había
conocido en un tren. No he tenido más que escuchar vuestra conversación
allí fuera, seguiros a lo largo de este túnel y ver estas pinturas, para estar
seguro de que he tenido una suerte increíble.
―¿Suerte? ¿Por qué? ―preguntó Víctor cada vez más inquieto.
―Porque además de comprender algunas cosas, tengo cinco rehenes
con los que poder negociar, ahora que estoy seguro de que Nálira me ha
descubierto.
―¿Y se puede saber qué va a negociar? ―preguntó Víctor, esperando
poderse enterar de lo que el Albino tramaba en realidad.
―Quiero gobernar Esfera y lo voy a conseguir. No sé lo que sabéis de
mi mundo, ni cómo habéis llegado a conocerlo, pero a lo mejor estáis
informados de que Nálira gobernará Esfera hasta su muerte, cosa que
sucederá dentro de muchísimo tiempo. Yo soy su sucesor, pero he decidido
no esperar.
―Pero, ¿qué tiene que ver eso con sus paseos en tren? ―preguntó
Jaime haciéndose el inocente.
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―¿Que qué tiene que ver? ―gritó Xóldeg cada vez más alterado,
asustando a los chicos―. ¡Estoy harto de vivir en una cueva! Llevo años
estudiando vuestro mundo, vuestras costumbres, he inventado la manera
de poder salir a la luz de vuestro Sol... ¡Estoy convencido de que nuestros
dos mundos podrían convivir!
―¿Y qué opinan de eso en Esfera? ―preguntó Rosa con un hilo de
voz.
―¡Basta ya! ¡No tengo por qué daros más explicaciones! ―gritó
fuera de sí―. ¡Sentaros ahora mismo con la espalda pegada a la pared!
―ordenó.
Los muchachos obedecieron inmediatamente, preguntándose qué
pasaría después. Pero no tuvieron que esperar mucho para averiguarlo,
porque sin que supieran cómo, de una mano de Xóldeg empezaron a salir
cientos de hilos luminosos, de muchísimos colores, que les fueron rodeando
todo el cuerpo. Pronto no pudieron moverse, y supieron que el Albino los
había inmovilizado de una manera bastante peculiar.
―Ahora os quedaréis aquí hasta que yo regrese ―dijo―, pero no os
preocupéis, porque enseguida empezaréis a sentir un sueño tranquilo y así
no se os hará muy larga la espera.
―¿Y si no regresa? ―preguntó Fran casi sin querer oír la respuesta.
―Simplemente creo muy difícil, por no decir imposible, que alguien
encuentre este lugar ―fue su dura respuesta.
Xóldeg dio media vuelta y desapareció, aunque ninguno supo muy
bien por dónde ni de qué manera. Los chicos intentaron enseguida
liberarse, comprobando con desesperación que no podían mover ninguna
parte de su cuerpo. Instintivamente empezaron a chillar pidiendo auxilio,
pero sus gritos se apagaron en un momento porque, tal y como les había
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advertido el Albino, un sueño dulce se apoderó de ellos y no se enteraron
de nada más.
Por suerte, alguien desde las cuevas de abajo había escuchado sus
gritos.
El inspector Leo Kelly no se marchó al hotel como dijo a los chicos, se
había quedado por los alrededores sospechando, erróneamente, que en
aquel lugar estaba la entrada a Esfera. En realidad no tenía intención de
seguirlos, prefería que confiasen en él y estaba seguro de que lo harían en
cuanto hablasen con la Ipératis. Por eso pensó, que cuando saliesen de allí
podría volver a hablar con ellos y empezar a trabajar lo antes posible. Los
cinco chicos tardaban demasiado en aparecer y el inspector se empezó a
impacientar, se acercó a la entrada de las cuevas y pudo ver sus bicicletas
escondidas entre los arbustos. Cuando estaba dentro de la caverna
principal, oyó unos gritos desesperados que dejaron de escucharse en unos
segundos. Estuvo seguro de que había alguna manera de subir hasta allí,
aunque él, por suerte, no necesitaba saberla. Sacó de su bolsillo un pequeño
aparato semejante a una barra de cristal, y proyectó el haz de luz que salía
de él justo sobre la roca por donde había escuchado los gritos con más
intensidad. La piedra se desintegró, creando una especie de puerta
luminosa en el techo de la gruta. Al instante dirigió la pequeña barra sobre
sí mismo y se transformó en un cuerpo de luz que con un pequeño impulso
se elevó.
Leo Kelly no podía dejar de contemplar las pinturas milenarias,
mientras los chicos seguían durmiendo un plácido sueño. En cuanto subió
allí y vio las ligaduras con las que estaban atados, supo que aquello tenía
que ser obra de un esféride. Dirigió esta vez el pequeño aparato hacia los
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muchachos, y en un segundo aquellos extraños hilos multicolores fueron
absorbidos en su interior.
―¡Chicos, despertad! ―escucharon los cinco en las profundidades de
un sueño.
Fue Rosa la primera en reaccionar y mirar con ojos incrédulos la cara
sonriente del inspector.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó, intentando moverse poco a poco―.
¡Los abuelos! ―recordó preocupada―. ¡Debemos llevar mucho tiempo
dormidos!
―¡No te preocupes! No debéis estar dormidos más de cinco minutos.
Lentamente empezaron a despertar los demás, y todos miraban con
gratitud al inspector Leo Kelly.
―¡Pues me parece llevar años aquí metido! ―exclamó Daniel
intentando abrir los ojos.
―El efecto de las ligaduras de luz es muy fuerte ―explicó el
inspector.
―¿Y cómo has conseguido encontrarnos y desatarnos? ―preguntó
Fran algo más espabilado.
―Os confieso, que cuando me despedí de vosotros no me fui del
todo, os estuve esperando pensando que ésta era la entrada al mundo de
los esférides, aunque creo que no lo es ―dijo Leo, mientras veía que los
cinco asentían a su último comentario―. Al ver que era tarde y no salíais,
me acerqué a la entrada de la cueva y casualmente oí vuestros gritos. Y en
cuanto a la manera de llegar hasta vosotros, o de desataros..., ¡no me ha
quedado más remedio que utilizar medios no demasiado humanos! ―el
inspector les enseñó, en ese momento, la pequeña barra de cristal que sacó
de su bolsillo.
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―¿Te has dado cuenta de que ese aparato se parece al que vimos el
otro día? ―dijo Fran en voz baja a su prima.
―¡Es idéntico! ―contestó ella.
Leo Kelly, sin darse cuenta del comentario de los dos primos,
preguntó:
―Supongo, que el causante de que estéis prisioneros aquí ha sido
nuestro amigo albino...
―¡Así es! ―confirmó Víctor―, y se ha ido dispuesto a chantajear a
Nálira utilizándonos a nosotros como rehenes.
―Creo que no hay tiempo de que habléis con la Ipératis para confiar
en mí, tenéis que llevarme hasta ella antes de que sea demasiado tarde
―dijo el inspector―. Pero ahora, debéis volver con rapidez a vuestras casas
antes de que se empiecen a preocupar vuestras familias.
―¿Y por qué tus amigos esférides del otro lado del mundo no te han
explicado ya cuál es el problema? ―interrumpió Jaime suspicaz―. Ellos ya
lo conocen, porque Nálira se lo ha debido comunicar en su mensaje.
―Ten en cuenta que yo no conozco su lenguaje secreto, y que
cuando me comunico a través del ordenador con ellos lo hago con muy
pocas palabras ―explicó Kelly―. Comprended, que sería demasiado
peligroso dar muchos detalles.
―¡Creo que el inspector tiene razón! ¡Debemos confiar en él!
―afirmó Víctor dirigiéndose a sus compañeros de aventura―. ¿Qué opináis
vosotros?
Los demás asintieron, convencidos de que era la única posibilidad de
salvar a Esfera de sus enemigos.
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―Esta tarde nos vemos a las cuatro ―le dijo Víctor―. Te
esperaremos en la carretera que comunica la estación del tren con el
pueblo, más o menos a la mitad del camino. ¿Conoces el lugar?
―¡Por supuesto!, allí estaré ―contestó Leo―. Y ahora, explicadme
la manera terrícola de salir de aquí, aunque os confieso que me gustaría
quedarme un buen rato contemplando esta maravilla.
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