el mecanismo de las flores
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EL MECANISMO DE LAS FLORES
JORGE MÁRQUEZ
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ÍNDICE
1.- ÚLTIMA ESCENA 3
2.- ENTREACTOS 7
3.- TENTACIONES 9
4.- SER 16
5.- JUEGO DE ROLES 19
6.- NO SER 30
7.- SOLEDAD 34
8.- PRINCIPIO Y FUGA 40
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1.- ÚLTIMA ESCENA
Otra vez la misma musiquilla de vodevil introduce al espectador en el
epílogo de la comedia que lo viene divirtiendo —y si no ya son ganas de
suplicio— desde hace casi dos horas.
Sobre el escenario, luz blanca que despabila y ajetreo de llavín en la cerra-
dura. La musiquilla se esfuma, se abre la puerta y entran Valdivieso y se-
ñora, que vuelven a casa acicalados por de m{s tras darle la cristiana a la
noventona tita de ella, de quien al fin heredar{n pasta y patrimonio capaz
de contener el m{s desbordado raudal de l{grimas.
Gestos cansados, del fastidio del entierro y de toda una vida sin apenas
una ebullición memorable.
VALDIVIESO. — ¡Creí que no se moría nunca!
AVELINA. — (Ñoña gazmoña.) Ay, no digas eso, Valdivieso. (Se santigua.) ¡Po-
bre tita!
VALDIVIESO. — ¿Pobre? Si nos descuidamos, todavía nos hereda ella a no-
sotros las miserias.
Parlotean mientras se desprenden de ropa y complementos.
AVELINA. — ¡Eso sí! ¡Qué tranquilidad!
VALDIVIESO. — No sé, no sé. ¿Cu{ntos años de tranquilidad crees tú que po-
dremos disfrutar todavía? ¿Diez, quince, como mucho? Y no precisa-
mente los mejores. La vida pasa enseguida, Avelina del Tr{nsito. Fíjate,
ahora somos ricos, pero no parece que tanto dinero vaya a hacernos felices.
AVELINA. — Ah, ¿no?
VALDIVIESO. — Tú misma lo has dicho. ¡Qué tranquilidad! No has dicho
¡qué felicidad! Cuando se es joven se busca ansiosamente ser feliz, pero
a partir de ciertas edades uno se conforma con estar tranquilo. Para no-
sotros los viejos el dinero es un calmante y poco m{s.
AVELINA. — (Como si no le escuchara.) ¿No vamos a ser felices con la herencia?
VALDIVIESO. — ¿Lo somos ahora?
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AVELINA. — ¡Claro que lo somos! Somos m{s felices que la mayoría de los
matrimonios que llevan tantos años juntos como nosotros. ¿Te parece
poco? ¡Somos el modelo y la envidia de todas nuestras parejas amigas!
¿Qué m{s quieres?
VALDIVIESO. — ¿Yo? Nada, nada.
AVELINA. — No pretender{s que estemos como cuando teníamos veinte
años y yo te llamaba Rubén, en lugar de Valdivieso, y nos escondíamos
en los portales para< para<
VALDIVIESO. — Sí, para, para, que te embalas.
AVELINA. — ¿No pretender{s que vivamos a base de pan y cebolla, como
amantes alelados, sin preocuparnos de nuestra posición social, de tener
un buen sueldo o dos, un buen coche o dos, una buena casa o dos?
VALDIVIESO. — ¡No, no<!
AVELINA. — ¡Valdivieso!, ¿por qué me miras así? (Un llanto fingido.) ¡Ni que
la hubiera matado yo con mis propias manos, a la tita Apolonia Avelina!
VALDIVIESO. — ¡No, eso no! Pero asesinar un poquito a su hija, la única he-
redera<
AVELINA. — ¡Mi prima Apolonia Rosario tenía alzhéimer y acababa de
cumplir setentaidós años, Valdivieso! ¡No hubiera podido disfrutar de
la herencia! ¿Qué querías, que se la comiera toda hacienda?
VALDIVIESO. — ¡No, no<!
AVELINA. — Adem{s, yo no asesiné ni mucho ni poco a mi prima Apolonia
Rosario. Sólo le hice el regalo de cumpleaños de invitar a un joven a to-
mar café a su casa.
VALDIVIESO. — Ya. Un armatoste de veintidós años, de dos por dos, dos ve-
ces negro y que tardó dos minutos en cargarse a tu prima de una apo-
plejía cuando lo vio llegarse a ella desnudo y meneando aquellas dos
gardenias para ti.
AVELINA. — Quería hacerle un regalo original.
VALDIVIESO. — Original sí que fue. Lo último en regalos. Por lo menos para
tu prima fue lo último. Y a partir de ahí, nosotros, hala, a vivir que son
dos días.
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AVELINA. — ¿Y qué quieres, prefieres que renunciemos a la herencia en fa-
vor de las hermanitas de los pobres?
VALDIVIESO. — Hombre, no es mala idea<
AVELINA. — ¿Y nosotros, qué? ¡Nosotros no somos las hermanitas de los
pobres, pero somos los pobres de los sobrinitos! ¿O es que todavía pien-
sas que es m{s importante la solidaridad y la dignidad que la prosperi-
dad y el bienestar, Valdivieso?
VALDIVIESO. — Pues mira< sí.
AVELINA. — (Al borde de la histeria.) ¡No me asustes, Rubén Valdivieso, que
me matas! Este tren sólo pasa una vez en la vida, y para nosotros con
mucho retraso.
VALDIVIESO. — Pero los principios, Avelina<
AVELINA. — ¡No me hables de principios cuando estamos en las últimas,
Valdivieso! (Suplica, aterrada.) Mírame, Valdi, mírame. Mira a los ojos de
tu mujercita. (Lo coge por las solapas y echa toda la carne en el asador.) Hay
un tiempo para la lucha y otro para la paz. (Él asiente desencajado). Hay
una edad para la rebeldía y otra para la felicidad. (Se lo come. Él no sólo
asiente desencajado, sino que quiere retroceder). Hay una juventud para la
siembra y una madurez para la cosecha. (M{s y m{s, hasta que él se desen-
caja). Y ahora< ¡por fin llegó la cosecha! ¡Ricos para los restos! ¡Repite
con tu mujer, Valdivieso: ha llegado la hora de vivir como Dios!
VALDIVIESO. — (Numantino.) Pero Avelina< Yo no quiero vivir como Dios,
yo lo que quiero es vivir en paz con mi conciencia.
AVELINA. — (Se cansó.) Pues muy bien. Vive tú en paz con tu conciencia,
que yo viviré como Dios con mi herencia. (Le rechaza.)
VALDIVIESO. — (No sale del pasmo.) ¿Cómo dices, corazón?
AVELINA. — Digo que al fin y al cabo la herencia est{ sólo a mi nombre, al
de la única sobrinita querida de mi pobre tita, que en gloria esté.
VALDIVIESO. — ¿Ah, sí? (Afirmativo gesto aburrido de Avelina. Silencio.) Hay
que ver< Estoy pensando< lo bien que convences. Es que es una cosa
excepcional. De convencimiento, me estoy refiriendo. (Silencio.) Y<
¿cómo era eso de< lo de la< cosecha?
AVELINA. — (Beatifica.) Ha llegado la hora de vivir como Dios. (Se santigua).
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VALDIVIESO. — (Transido.) ¡Es que es así! ¡Es que encierras toda la razón en
ti misma, Avelina! ¡Es que ha llegado la hora de vivir como Dios!
AVELINA. — (Encendida de un rayo.) ¡M{s fuerte, macho mío, mi guerrero!
VALDIVIESO. — ¡Ha llegado la hora de vivir como Dios! ¡Viva el dinero y el
lujo!
AVELINA. — (Intentando amortiguar la cruda realidad que grita Valdivieso.) ¡Vi-
va< la merecida recompensa después de tantos años de esfuerzo, quie-
res decir, maridito mío!
VALDIVIESO. — ¡Viva la tita Apolonia Avelina!
AVELINA. — Que viva< en la contemplación eterna de Dios, la pobre.
VALDIVIESO. — ¡Se acabó la vergüenza!
AVELINA. — (Codazo disimulado al marido con guarnición de sonrisa al público.)
¡Tú quieres decir la timidez, querido! ¡Se acabó la timidez!
VALDIVIESO. — ¡Eso! ¡A vivir como Dios!
AVELINA. —Manda. Como Dios manda.
Comienza a sonar una música gloriosa que inflama las emociones.
VALDIVIESO. — ¡Pisa, morena!
AVELINA. — (Excitadita, lo atrae mientras la música se eleva.) ¡Pisa tú con gar-
bo< a tu hembra, marqués de Valdivieso!
VALDIVIESO. — (Fuera de sí.) ¡Con dos cojones, marquesa del Tr{nsito!
Se besan abraz{ndose como tangueros de arrabal. La música enfatiza la
indecorosa escena y la protege encubriéndola. Hasta que el oscuro se la
traga, quiz{ entre aplausos.
Los dos actores se recomponen y surgen de la oscuridad saludando al pú-
blico al final de la escena, que es el final de la tremebunda función. Gra-
cias sean dadas a quien corresponda.
Caen los aplausos, regresa la luz de sala y los actores hacen mutis a su ca-
merino compartido, que es —quién lo iba a imaginar— el propio escenario.
Y huelga aclarar que en los camerinos no hay luz de sala.
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2.- ENTREACTOS
JUANA. — (Se enjuga el sudor, se desmaquilla y se cambia de vestuario para el
principio de la segunda.) Cada vez me revuelve m{s el estómago hacer es-
ta mierda de función. Es mala, grosera<
PEDRO. — (Lo mismo.) ¡Mujer, al público le gusta!
JUANA. — Y por si fuera poco, anima a la corrupción y a la golfería.
PEDRO. — Pues tómatelo con calma. Dentro de una hora tenemos que ha-
cerla otra vez.
JUANA. — Lo que m{s hemos repudiado y contra lo que m{s hemos lu-
chado toda la vida.
PEDRO. — Son otros tiempos, Juana. Ahora la honradez es una discapacidad
psíquica, pero sin derecho a pensión. Al contrario, se paga con la po-
breza.
JUANA. — O sea, que adem{s de tontos, paganos. Vaya par de idiotas. Toda
la vida trabajando como esclavos y no tenemos donde caernos muertos.
PEDRO. — (Tremendas razones.) ¡Alto ahí! ¡Nosotros somos artistas puros!
Claro que tenemos donde caernos muertos. En la cama m{s limpia que
conozco. ¡La de la dignidad!
JUANA. — Pues ya podían ponerle un poquito de gomaespuma, a la digni-
dad.
PEDRO. — Adem{s, yo no pienso caerme muerto todavía. (La abraza, la do-
blega y la sujeta.) Ni dejar que te caigas tú.
JUANA. — (Se deshace del abrazo.) ¡Ay, déjame! Me desesperas.
PEDRO. — Pero ¿por qué?
JUANA. — (Se suelta de él.) Porque alguno de los dos tendr{ que desespe-
rarse, y lo que es tú< Podrías cabrearte alguna vez, aunque sólo fuera
por darme gusto. Al menos, admite que mereceríamos que las cosas nos
fueran mejor.
PEDRO. — Admito que mereceríamos que las cosas nos fueran mejor. ¿Con-
tenta? ¡Ni que acabaras de conocerme, Juana! Claro que nos lo merece-
mos. Pero también podría irnos mucho peor.
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JUANA. — (Niña aburrida.) Esto no es vida, Pedro. Vamos a dejarlo. Le pega-
mos un palo a un banco y escapamos a Brasil, como hacen los atracado-
res decentes.
PEDRO. — ¿Te imaginas?
JUANA. — No. Pero por lo menos vamos a suspender la segunda.
PEDRO. — Igual no viene nadie y se suspende ella sola.
JUANA. — ¿Ves? ¿Ves cómo eres?
PEDRO. — Positivo.
JUANA. — ¿Positivo?
PEDRO. — Positivo que lo veo y positivo que es uno.
JUANA. — (Lo deja por imposible.) Bueno, ¿qué hacemos<?
PEDRO. — (Interrumpe.) Pues hacer la segunda, qué vamos a hacer.
JUANA. — (Suspira.) ¿Que sí bajamos a picar algo o pedimos un bocadillo?
PEDRO. — Ah, no sé. Yo no tengo hambre. Fíjate que a mí esta función lo
que me da es sueño.
JUANA. — Ya. Y a mí, y al público, y al caradura que la escribió< Anda,
échate un rato mientras yo bajo a picar. Te traigo un bocadillo de sardi-
nas y te lo tomas cuando te despiertes.
PEDRO. — (Mendigo lastimero.) ¿Y no podría ser de anchoas?
JUANA. — (Ríe sarc{stica mientras va a salir.) ¡Ya lo creo! Y yo podría ser Ma-
rilyn.
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3.- TENTACIONES
Juana abre la puerta, sale, vuelve a cerrarla y regresa al camerino. La re-
cibe una fanfarria apoteósica de concurso, el momento glorioso en que el
ganador consigue hacerse con el gran premio.
JUANA. — (Señalando a Pedro, su tono a juego.) Usted es< ¡Calle! ¡No me lo
diga! (Redoble de tambores.) ¡Sí! ¡Usted es Usted! (Aplausos, gritos, silbi-
dos… Pedro no sale de su asombro. Después se acerca a él. Saca algo de su bol-
sillo.) Y esto es< ¡Esto es justamente lo que parece! ¡Esto! ¡Unas llaves!
Las llaves de< (M{s redoble de tambores.) ¡Su nueva mansión! (Señala al
horizonte. M{s aplausos, m{s gritos, m{s silbidos… Juana le ofrece las llaves a
Pedro.)
PEDRO. — ¿Para mí?
JUANA. — ¡Para usted! ¿O es que acaso usted no es< —consulta un supuesto
documento— Usted?
PEDRO. — (Desconfiado.) Sí, claro.
JUANA. — (Hace tintinear las llaves.) Pues precisamente Usted acaba de ad-
quirirla.
PEDRO. — ¿Así, sin m{s?
JUANA. — ¿Cómo que sin m{s? ¡Hoy en día, en este país, Usted y cualquiera
tan preparado como usted puede tener su suerte de usted de la noche a
la mañana! Mire, ¿ve? (Señala con el dedo una esquina del documento y se lo
muestra.) Su firma. Aquí, donde «El propietario».
PEDRO. — (Lo comprueba.) Sí, sí. Pero ¿cu{ndo la he comprado?
JUANA. — Hace unos minutos, recién terminada la primera función.
PEDRO. — Y ¿con qué dinero?
JUANA. — ¡Con el suyo, naturalmente! ¿Con cu{l, si no?
PEDRO. — (Como si cayera.) ¡Ah, claro, el mío! (Reflexiona en medio del asom-
bro.) Pero el mío< ¿cu{l?
JUANA. — ¡Uf! Pues si no lo sabe usted< Vamos a ver< ¿Concurso?
PEDRO. — No uso.
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JUANA. — ¿Tertulia?
PEDRO. — ¿Cómo?
JUANA. — Usted es actor, ya me entiende< ¿Va usted por los platós ha-
blando del sucio pasado de su esposa?
PEDRO. — ¡Oiga usted, mi esposa es una mujer decente!
JUANA. — ¡De las que ya no quedamos, a mí me lo va a contar! (A lo suyo.)
Eh… ¿Los ciegos, loterías varias, bingo del copón, un capicúa de sietes y
cincos, don Latino?
PEDRO. — (Niega.) Seguimos para línea.
JUANA. — ¿Herencia multimillonaria de alguna tía con la cabeza perdida
que hayan ustedes abandonado por ahí, en un asilo de mierda?
PEDRO. — (Hace memoria.) No< no. Precisamente en la función que hacemos
ahora mi señora y yo, sí. Pero en la realidad no. Quiero decir que en
nuestra realidad, no. En la de otros, me imagino que sí. O a lo mejor
tampoco, vaya usted a saber. Pero en la nuestra no, con toda seguridad.
Créame, que yo sé lo que me digo.
JUANA. — Ya. ¿Divorcio millonario? (Lo mira fugazmente de arriba abajo.) Ol-
vídelo. (Iluminada de repente, consulta el documento.) Ah, ya lo tengo claro.
Claro, claro, claro< Ahora me cuadra todo. He visto la luz.
PEDRO. — Pues usted me dir{, iluminada.
JUANA. — Es que la cosa no acaba en la mansión. Veo aquí también «coche
de lujo de la marca Lamarca», «cena de lujo al menos dos veces por se-
mana» y otras minucias, también de lujo. Todo esto sale de unos< doce
mil al mes. El cuerno de la fortuna, como quien dice, voil| tout.
PEDRO. — (Como si no hubiera oído nada.) Pues usted me dir{, iluminada.
JUANA. — Vamos a ver si yo me explico. Esto suyo del teatro< En fin< El
arte, los aplausos, la creación, el hambre, viajar, los estrenos, la emo-
ción, el hambre, los nervios, el hambre< (Dram{tica.) ¡Qué colosal in-
justicia!
PEDRO. — (Declamatorio decimonónico.) ¡Ah, somos tantos los orfebres de la
ilusión que dedicamos nuestra vida a hacer soñar al pueblo, y ni si-
quiera con un triste mendrugo de pan se nos reconoce!
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JUANA. — Es esto lo que a nosotros nos subleva y lo que queremos evitar a
toda costa, mi querido epígono del gran Molière, talento redivivo de
Marx, Groucho & Karl, Gary & Cooper. (No deja escapar la oportunidad.)
Y, por cierto, aprovecho aquí y ahora para decirle que su señora<
Bueno, bueno< la belleza de una Ava y el talento de una Bergman, ¿eh?
PEDRO. — (Desconfiado.) ¿Le parece?
JUANA. — (Rotunda.) ¡Oiga no me dude de eso que le meto un puñetazo en
cada ojo!
PEDRO. — Bueno, no se enfade. ¡Pues sí que la admira!
JUANA. — ¿Admirar? ¡Lo mío por su señora es mucho m{s que admiración,
caballero, es amor propio! (Vuelve al tema.) En fin, todo este nuevo cau-
dal económico suyo proviene del contrato que acaba de suscribir con
nosotros, el de nuestro selecto programa —se le llena la boca— Satisfart.
PEDRO. — ¡Pero qué me est{ usted contando, persona de Dios!
JUANA. — Le estoy contando el sueño de cualquier actor. Nosotros le ofrece-
mos dos años de protagonistas para usted y su señora de usted en un
espect{culo maravilloso con la mejor función y en el mejor teatro de la
capital, en pleno centro. Porteros de librea, camerinos de lujo, moqueta
roja, l{mparas de araña< Se acabó el viajar, el hambre, los camerinos
miserables, el anonimato.
PEDRO. — (Incrédulo.) ¡No me diga! ¿Y a cambio de qué?
JUANA. — Bah, minucias, nimiedades< Le proponemos una travesía, noble
cómico, una travesía en la que ilustrarle sobre nuestro programa de una
manera gr{fica a la par que amena. Suba a bordo, grumete.
PEDRO. — ¿A bordo?
JUANA. — A bordo del magnífico yate que acaba de adquirir y que le llevar{
al triunfo.
Suben los dos a bordo del centro del escenario, con la percha de {rbol a
manera de palo mayor a la que se agarran…
PEDRO. — ¿Que me acabo de comprar un yate? ¿Pero cu{ndo? (Juana lo mira
resignada.) Ah, ya, no me lo diga. Hace un momento, recién terminada la
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primera función.
…Para soportar una galerna, que, de pronto, se hace de órdago.
JUANA. — (Gritando como un lobo de mar sobre el fragor de la tormenta.) ¡Largar
velas, soltar amarras! ¡Avante! ¡Timonel, rumbo al éxito!
PEDRO. — (Imit{ndola.) ¿Dónde est{ eso, mi capit{n?
JUANA. — ¡Siempre adelante! ¡No te importen las tormentas ni las brumas!
¡Aunque nada veas, aunque te asalten las dudas!
PEDRO. — ¡Siempre adelante!
JUANA. — ¡Lealtad al rumbo! ¡Por encima de tus propias opiniones y crite-
rios, lealtad inquebrantable al rumbo!
PEDRO. — ¡Siempre adelante!
JUANA. — ¡All{ vamos! ¡Disciplina, timonel!
PEDRO. — ¡A sus órdenes, mi capit{n! (Ruido y m{s ruido.) ¡Mi capit{n, bar-
caza a babor! (Señala a estribor.)
JUANA. — ¿Qué lleva?
PEDRO. — Parecen n{ufragos, señor.
JUANA. — ¿N{ufragos? ¡Eso es estribor, ignorante! ¡Fíjate bien, a babor no
hay nada! ¡Continúa en rumbo!
PEDRO. — Pero, ¿y si nos necesitan?
JUANA. — Si te detienes a ayudar a cada uno que dice necesitarte, no llega-
r{s nunca. ¡Concéntrate en tu destino, timonel! ¡Ésta es una carrera muy
dura que sólo culminan los mejores!
PEDRO. — ¡A sus órdenes, mi capit{n! (Silencio. Sólo la tormenta.) ¡Capit{n,
balsa por< —duda— allí! (Señala al noroeste.)
JUANA. — ¡Si no se interpone en tu camino, ignórala!
PEDRO. — Es que< son colegas en apuros como yo, capit{n. (Otea.) Distingo
a algunos de mis mejores amigos, actores a la deriva.
JUANA. — ¡Algo habr{n hecho!
PEDRO. — Pero< yo podría ser uno de ellos. (Se fija bien.) ¡Qué digo! ¡Pero si
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soy uno de ellos, mi capit{n!
JUANA. — ¡Lo eras, hasta hoy! Ahora ya eres un elegido. Y si ellos fueran
verdaderos amigos tuyos no estorbarían tu camino hacia el éxito. Pién-
salo bien, tú no lo harías. ¡Decide, grumete!
PEDRO. — (Callado sobre el fondo de la tempestad.) No sé... Me remuerde la
conciencia, capit{n.
JUANA. — ¡M{ndala a callar o acabar{s perdiendo el rumbo! ¡No la escu-
ches! (Histérico.) ¡Tú eres un triunfador!
PEDRO. — ¡Me parece oír sus voces pidiéndome auxilio, señor!
JUANA. — ¡Ser{n canallas<! Repite conmigo. (Pedro va repitiendo, hasta que a
la mitad de la oración se aburre y lo deja.) Al viento gritaremos lo que susu-
rréis a nuestro oído. A la tierra entregaremos a quienes a muerte conde-
néis. Sobre los cuerpos dispararemos a los que vos apuntéis. El honor
difamaremos de quienes vos maldig{is. A cambio, dadnos, Señores, for-
tuna y posición; y sapiencia, lealtad y prudencia con los que a vuestros
ojos merecer conservar el sillón. Los Señores nos lo dan, los Señores nos
lo quitan. Gloria por siempre a su sagrada voluntad. Amén.
PEDRO. — ¡Barquita a punto de volcar!
JUANA. — ¿A proa?
PEDRO. — No. ¡A la derecha!
JUANA. — Entonces, ¡qué barquita ni qué niño muerto! Es sólo una alucina-
ción producto del hambre y el agotamiento. ¡Cantos de sirena! Ya te dije
que la carrera iba a ser dura, grumete. ¡Una auténtica odisea!
PEDRO. — (Angustiado.) ¡Es mi padre, señor! ¡Mi pobre padre a punto de
morir< otra vez! ¡Padre! ¡Padre! ¡Tenemos que rescatarlo, mi capit{n!
JUANA. — Tranquilo, hijo. Un padre no es m{s que un bendito anciano con
su misión ya cumplida. Y tú eres un gran artista investido de la autori-
dad que te da tu nombre. ¿Quieres poner en juego tu reputación de
gran artista independiente que no se casa ni con su padre?
PEDRO. — (Asustado.) ¡No! Pero< ¡es mi padre, señor!
JUANA. — ¡Déjate de melodramas! Tu padre ya es pasado, grumete. El fu-
turo est{ en el rumbo que consagramos. Allí donde tu anciano padre
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zozobra, encallaríamos, porque aquello es el arroyo. El arroyo de la so-
ledad, que por no llevar no lleva ni agua. Se oye un murmullo, pero es
el murmullo de la soledad. Allí naufragan todos los ancianos, todos los
padres. ¿Quieres encallar tú también antes de tiempo? ¡No tengas prisa,
ya llegar{ tu hora, padre!
PEDRO. — (Murmurando.) ¡Pobre pap{!
JUANA. — (Rodrigo de Triana.) ¡¡Triunfo a la vista!!
Se calma la tempestad y ella desciende de la nave como quien se apea del
Metro.
JUANA. — Ya hemos llegado. Enhorabuena, noble cómico. Ha superado us-
ted las m{s duras pruebas. Ahora renace fortalecido, endurecido y so-
bre todo leal, triunfador y adinerado. (Recupera cierta marcialidad y le
tiende las llaves.) He aquí las llaves de su nueva vida.
PEDRO. — (Agotado por la tristeza.) Gracias.
JUANA. — Sea bienvenido. Y recuerde que esas llaves abren mucho m{s que
una casa de lujo. Disposición, sumisión, discreción, lealtad y< usted
dormir{ abrazado al éxito el resto de sus días.
PEDRO. — ¡Pues hasta la cobardía, oiga, si fuere necesario!
JUANA. — Ello le honra. Y ahora, mi querido camarada, ¡a vivir como Dios!
PEDRO. — (Ap{tico.) ¡A vivir como Dios!
JUANA. — Repita conmigo: ¡Ha llegado la hora de vivir como Dios!
PEDRO. — Que sí, que ha llegado la hora de vivir como Dios.
JUANA. — Bueno. Perdóneme que tenga que irme pero es que tengo que ir-
me. (Se dan la mano.) Lo dicho, felicidades, ya es usted un artista triunfa-
dor y adinerado<
PEDRO. — (Irónico.) ¡Y libre!
JUANA. — Al servicio de una doble causa. La nuestra y la suya.
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PEDRO. — Aunque no demasiado feliz.
JUANA. — Oiga, no se puede tener todo. Ya se acostumbrar{. Adem{s, en
esa zona gris en la que se ha instalado no se molesta a nadie. Sea dis-
creto y seguir{ triunfando. Cuando triunfe, no celebre demasiado sus
triunfos o despertar{ envidias. Con las envidias llegarían los enemigos,
y con los enemigos, la ruina. La ruina abre grietas y por las grietas se
cuelan las cucarachas.
PEDRO. — (Sarc{stico.) ¡Cu{nto sabe usted! ¡Y qué altura de miras! ¡Adiós,
persona sabia y elevadísima! Adiós, adiós.
Juana, con un pie en el umbral, agita el brazo tal capit{n de un buque en
el muelle.
De hecho, suena la sirena de de un transatl{ntico que parte.
JUANA. — ¡Adiós, sujeto ya de mis nostalgias! ¡Adiós!
Pedro responde de similar manera, incluso después de que Juana ha salido
ya y cerrado la puerta.
Pedro Amargo mira al público, mira las llaves de la mansión y se las
guarda en un bolsillo con un gesto de indolencia.
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4.- SER
Juana vuelve a abrir la puerta y regresa.
Trae un bocadillo en la mano.
JUANA. — ¿Ya est{s despierto?
PEDRO. — (Se sobrepone de golpe a la amargura.) Pero ¡cómo! ¡Yo siempre estoy
despierto! Camarón que se duerme deja escapar las gangas. Escúchame,
blanca flor, arroja ese bocadillo inmundo a la papelera de los meneste-
rosos y alégrate conmigo. ¡Hosanna en el camerino! Tus súplicas han si-
do escuchadas. No sólo suspendemos la segunda, sino que adem{s nos
vamos a cenar a un restaurante de lujo. Se acabaron las miserias. Somos
ricos, chúpate esa.
JUANA. — ¡Huy, qué l{stima! ¡Es que ya me la he chupado! Si nos hubiéra-
mos vuelto ricos hace veinte minutos, que todavía no había cenado<
Pero claro, ahora ya< Hartita vengo de casa de mi nuevo amante, que
es un gallego, millonario y octogenario que me persigue por todo el pa-
zo toc{ndome la gaita, me duela o no la cabeza, a éste no le vale el cl{-
sico pretexto. Langosta, cigalas, percebes como pulgares<
PEDRO. — ¿Cómo?
JUANA. — Pulgares, sí. Lo que oyes, artilugio. Me acabo de prostituir. A la
vejez condones.
PEDRO. — Pero ¿te has vuelto loca? (Cae en la cuenta.) ¡Ah, ya!, que es que no
me crees. Ay, santa Tomasa de los camerinos de provincias< Piensas
que he bebido o que soy víctima de un ataque de ilusión senil, y por eso
contraatacas con tus propios desvaríos.
JUANA. — Que no. Que sí. Que te creo. ¿Por qué no me crees tú a mí? Tú
acabas de prostituirte con no sé qué oferta irrechazable de un señor del
Poder y yo acabo de prostituirme con una jugosa oferta de un señor de
Lugo.
PEDRO. — Pero no es igual.
JUANA. — Ah, ¿no? Muy bien. A ver, encuentre las siete diferencias.
PEDRO. — (Piensa y no es capaz de hallar ninguna. O sí.) ¡En mi oferta no hay
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que venderse! El< el cuerpo, quiero decir.
JUANA. — Si supieras la de mendrugos y analfabetas que posan su culo de
ensueño en un sillón directivo< (Pedro se avergüenza.) ¡Ay, Pedro, Pe-
drito, Pedro!
PEDRO. — (Se justifica.) El que no llora no mama.
JUANA. — No me obligues a hacer chistes f{ciles. Claro que el que no llora
no mama. Por eso el mundo est{ lleno de llorones y de mamones. Y tú
no sirves ni para una cosa ni para la otra.
PEDRO. — ¿No?
JUANA. — No. ¿Quieres saber lo que pienso? Lo que pienso es que te has
quedado dormido y has soñado que alguien venía a ofrecerte una vida
regalada a cambio de que te vendieras. Eso sí, muy dignamente. Pero
sólo ha sido un mal sueño que tú creías que era bueno.
PEDRO. — ¿Y cómo est{s tan segura?
JUANA. — Mírate en el bolsillo y ver{s que no tienes las llaves de ninguna
mansión.
PEDRO. — (Al tiempo que mete muy despacio la mano en el bolsillo.) ¿Y tú como
sabes lo de las llaves de<?
JUANA. — Lo sé porque te conozco como a mi propia vida, porque eres un
espíritu libre, o sea, un desastre, y porque yo estaba en tu sueño. Era yo
quien te ofrecía el contrato —burlona— Satisfart, alma c{ndida.
PEDRO. — Ah, ¿sí? Entonces —saca la mano del bolsillo, muy despacio, y le
muestra las llaves—, ¿qué es esto, emperadora de mis sueños?
JUANA. — (Perpleja.) ¿Qué es eso?
PEDRO. — ¿A ti qué te parece?
JUANA. — A mí me parecen unas simples llaves. Las llaves de cualquier co-
sa menos de nuestra nueva< —sarc{stica— mansión —casi amenaza-
dora—. ¿Verdad, Pedro?
PEDRO. — ¡Vamos, Juana! ¿Y por qué no? Ya est{ bien de delirios que no le
importan a nadie y que sólo nos perjudican a nosotros.
JUANA. — (Cortante.) No llames delirios a mis principios.
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PEDRO. — ¿Por qué nos estamos negando a disfrutar de las cosas, a vivir
bien, a ser felices?
JUANA. — Yo no me niego a ser feliz. A lo que me niego es a que mi felici-
dad dependa de un dinero que no tengo, y a ganarlo a cualquier precio.
PEDRO. — Pero yo no digo que se lo quitemos a los hambrientos de la boca,
ni siquiera que asesinemos un poquito a tu prima la heredera única,
Avelina del Tr{nsito. El dinero est{ ahí, y si no lo cogemos nosotros lo
coger{n otros m{s r{pidos, o menos escrupulosos, o menos tontos<
JUANA. — Ya. ¿Te refieres a otros menos tontos que tienen en la mirada esa
misma sombra que tú tienes ahora, y que nunca antes te había visto?
PEDRO. — No sabes cu{ntas veces me he despertado en mitad de la noche
pensando si no nos habremos equivocado, si no habremos perdido toda
la vida empeñ{ndonos en un error. (Suena un chelo melancólico y grave.)
¿Qué clase de sacrificio inútil es éste? ¿Te has preguntado alguna vez
cómo habría sido nuestra vida si hubiéramos tenido dinero? (Se rebela.)
¡Que se calle esa cosa! ¡Ya est{ bien de lamentos! (Pero el chelo no calla.)
¿Sabes qué trae la pobreza, con todas sus privaciones? ¡Tristeza! ¿O es
que ya se te ha olvidado, Juana? A nosotros la pobreza nos metió en ca-
sa la peor de las tragedias. (Fuera de sí.) ¡He dicho que dejéis de tocar ese
violonchelo! (Agita las llaves de la mansión como un rancio aristócrata su
campanilla de plata.) ¡Ahora ya no somos pobres!
El chelo calla de golpe. En un silencio tenso, la mirada severa de Juana a
Pedro le recuerda su traición, el desprecio a sus amigos n{ufragos, el alto
precio de su viaje hacia el triunfo.
JUANA. — (Con una heladora ingenuidad.) ¿Qué violonchelo, Pedro?
Pedro busca serenidad en un suspiro hondo.
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5.- JUEGO DE ROLES
PEDRO. — ¿Te acuerdas de aquella noche de verbena, hace muchos años?
Éramos jóvenes, aún novios. ¿Te acuerdas? En el casino de la ciudad
había un baile para los señoritos. De nuestro pueblo iban los de siem-
pre. Los demás teníamos que conformarnos con la verbena de la plaza.
Tú me preguntaste por qué no podíamos ir al baile del casino. Me lo me
echabas en cara como si yo tuviera la culpa de ser pobres. ¿Te acuerdas?
JUANA. — No, no me acuerdo.
PEDRO. — Terminamos discutiendo, tú te fuiste por un lado y yo por otro.
En la verbena te pusiste a bailar con un muchacho del pueblo, para
darme celos. Yo llegué al baile, te arranqué de sus brazos, volvimos a
discutir y acabé dándote una bofetada.
JUANA. — (Sorprendida.) ¿A quién, a mí?
PEDRO. — En aquel preciso momento cambió nuestra vida. Es una idea que
nunca se me ha quitado de la cabeza. Si no hubiéramos sido pobres, ha-
bríamos podido ir al baile del casino aquella noche y yo no te habría
pegado.
JUANA. — ¿A quién, a mí?
PEDRO. — (Se abisma, lúgubre, en el fondo del espejo.) Créeme que aquello, y
todo lo que vino después, me dolió a mí más que a ti. Me arrepentí
siempre, por muchas razones.
JUANA. — (Carabina chulapa.) ¿Tú me pegaste? ¿A quién, a mí? ¡Ni borracho!
PEDRO. — (Sorprendido.) Ah, ¿no?
JUANA. — (Mari Pepa de su vida.) Tú te confundes de hembra, espantajo. Po-
drías haberme insultado una vez y hasta dos, pero a la tercera tendrías
que haberme gritado el insulto de acera a acera. Conque de sopapos ni
hablamos.
PEDRO. — Ah, ¿no?
JUANA. — Ni pobres ni millonarios. Ajusta la memoria, cachivache. A ver si
va a ser que ni tú eras tú, ni yo una servidora<
PEDRO. — ¿Entonces<? ¡Ah, ya me acuerdo! Tienes razón. Era otra mucha-
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cha, una mujercita de la que incluso llegaron a hablar los periódicos,
pobrecita, m{s< m{s< así<
JUANA. — ¿Poquita cosa?
PEDRO. — (Que duda si darle la razón.) Sí< De pueblo.
JUANA. — (En el papel culebrón de la muchacha.) ¡Canalla! Mírame, mira mi
mañanita por los hombros, mis manos toscas de recoger melones al
amanecer, con lo que pinchan los melones en el melonar al amanecer<
PEDRO. — (Abstraído.) No< No era labradora. Creo recordar que<
JUANA. — (Infinitamente triste.) Tienes razón, no era labradora. Yo te recor-
daré lo que era. La comiquita la llamaban, la niña de los cómicos. Vi-
vían en la capital, pero sus padres andaban siempre de gira y ella pa-
saba largas temporadas en el pueblo, con sus tíos.
PEDRO. — (Entre penumbras.) Sí< ya me acuerdo. ¡Qué guapa mocita!
JUANA. — (Seca y dura.) ¡Canalla! Mírame, mira mis manos de porcelana
agrietada, las señales de tus golpes, que ya nadie recuerda y que a mí
todavía me duelen, tantos años después. ¡Qué vergüenza pasé en mitad
de la verbena, delante de todos!
PEDRO. — (Como si fuera un chisme de pueblo más.) Y sin embargo terminaron
casándose.
JUANA. — Qué equivocación.
PEDRO. — ¡Mujer! No dramatices. Eran otros tiempos. Entonces todavía éra-
mos pobres. No sabíamos muy bien qué era violencia y qué no. Puede
que incluso ni siquiera se llamara así<
JUANA. — (Que no ha prestado atención, ida.) ¿Cómo?
PEDRO. — Violencia.
JUANA. — ¿Será ruin? Yo me lo sabía de carrerilla, como el padrenuestro,
como el ponme la comida y el estate quieta en la cama. (Al macho.)
¡Animal! Animales los dos. Tú cerdo y yo gallina, y no por puta, preci-
samente, sino por cobarde. Para puta< (Se calla.)
PEDRO. — (Airado.) ¡Qué!
JUANA. — Nada. Me callo porque yo respeto a los muertos, aunque no se lo
merezcan.
21
PEDRO. — ¡A mi madre ni la mientes!
JUANA. — Lo has dicho tú, no yo.
PEDRO. — ¡Que me estás provocando!
JUANA. — ¡Tú sí que me provocas: asco! Y encima me pegas.
PEDRO. — Te pegaba, te pagaba< ¡Cosas de pueblo! Entonces los hombres
se pegaban, los críos se pegaban< También te llevaba flores del ca-
mino. Pero eso sí, a escondidas, para que los otros mozos no me llama-
ran maricón y miserable.
JUANA. — Claro, claro. Eran otros tiempos. Tiempos de machos. Los machos
se pegaban en la calle, en el ejido, en las tabernas< Menos tú, que no
tenías agallas para pegarte con los machos y te venías a casa a pegarme
a mí. Cosas de machos.
PEDRO. — El vino, la pobreza, la adrenalina, la testosterona< Todas esas co-
sas que estaban ahí pero que ni siquiera sabíamos cómo se llamaban.
Bueno< el vino sí, el vino era el vino.
JUANA. — Menos mal que luego aprendimos el nombre de las cosas. Adre-
nalina, testosterona, víctima, canalla, pobre mujer, hijo de puta< Tienes
razón, ahora todo está más claro.
PEDRO. — ¡Claro! (La mira receloso.)
Rebuzna un burro en la distancia.
JUANA. — Entonces bebías más vino, y como éramos pobres, más barato
que ahora. Sería eso. (Irónica.) Los machos con clase y con dinero no
maltratan a sus mujeres, ¿verdad? Los machos con clase y con dinero no
son machos, son caballeros.
PEDRO. — ¿Ves? Si hubiéramos sido ricos, no te habría golpeado, y nuestra
vida habría sido otra. ¡Yo qué culpa tengo!
JUANA. — ¡Y dale!
PEDRO. — ¡Hombre<! Ahora soy otro. Mírame. Un señor. Te sigo trayendo
flores, pero, eso sí, nada de margaritas cortadas al borde del camino.
Ahora te las traigo de las caras. Así nadie puede llamarme miserable ni
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maricón.
JUANA. — (De miel agradecida.) ¡Preciosas! Gracias, cariño.
PEDRO. — Lo mejor para la mejor. Bodas de plata. Veinticinco años casados
y te amo como el primer día. Cierto que voy de putas de vez en cuando,
pero eso reafirma aún más lo mucho que te quiero. A las putas les entro
animal, violento y villano y ellas me devuelven a ti noble, cariñoso y
manso. Y todo gracias al divino filtro del dinero.
JUANA. — (Alegre y olé.) ¡Ole, mi machote primoroso!
PEDRO. — Veinticinco años casados y tan enamorados como el primer día.
(Mimoso.) Bueno, al menos yo de ti.
JUANA. — (Mimosa.) Mimoso. Eso lo dices para que yo diga lo mismo de ti,
pero no pienso. (Se abrazan y se besan.) ¡Cómo puede haber matrimonios
que finjan amarse!
PEDRO. — ¡Tengo una idea! ¿Quieres que volvamos a casarnos, con nuestro
curita y todo, con nuestros quinientos doce invitados, con nuestra limu-
sina de plata y charol negro piano?
JUANA. — (Feliz.) ¿Como aquel día, el más feliz de mi vida, quieres decir?
PEDRO. — (Contrata a un fotógrafo ambulante.) ¡Oiga, joven, por favor! ¡La me-
jor foto para esta pareja de recién casados que acaba de cumplir veinti-
cinco... —quién da más— ¡qué digo veinticinco, cincuenta años de feliz
matrimonio! ¡Una foto a todo color!
Arman el cuadro y posan.
JUANA. — ¡Bodas de oro ya! ¡Cómo pasa el tiempo! A propósito, ¿qué fue de
aquella chiquita, la indigente, la comiquita?
Flash que los ciega y fin de la pose.
PEDRO. — (Misterioso.) Ah, sí. La poquita cosa. Pues< verás. (Rapsoda del
pueblo andaluz, mira hondo al hondo horizonte.) Un atardecer de plomo y
23
cobre<
JUANA. — ¿Cómo, cómo? (Pedro queda suspenso, mirando mosqueado dentro de
sí.) O plomo o cobre. Decide, metalúrgico.
PEDRO. — (Tras pensarlo, coge aire y recupera la solemnidad.) Un atardecer de
terciopelo rojo< —mira a Juana buscando su aprobación— trajo al cortijo
un mozo a caballo a sus padres<
JUANA. — ¿Cómo, cómo?
PEDRO. — (Prosaico.) Vino un mozo a caballo, con sus padres, del mozo, a
pedirles la mano a sus padres. (Aclara.) De la moza. Al cortijo. Vinieron.
JUANA. — ¡Ole, mi poeta!
PEDRO. — Y dijo el padre de la moza: Sea. Mas para llevarse a mi niña, antes
hay que cumplir un par de condiciones.
JUANA. — ¡Ole! (Palmea bajito por rumbas.)
PEDRO. — Y dijo la madre del mozo por bajo al marido.
JUANA. — Mira, Manuel, que para llevarse a esa niña, con lo feíta que es,
más que condiciones, lo que hay que ponerle es un par de<
PEDRO. — (Se impone.) ¡Ole!, atajó el padre del novio, ¡Condiciones!, repitió,
y déjame hablar a mí, que si la niña es fea, tu niño no es que se diga un
san Luis.
JUANA. — Pues no será porque haya salido a mí.
PEDRO. — (Cachazudo.) Mírate bien.
JUANA. — ¡Vaya, hombre! Habló el bonito del sur. ¡Mírate tú!
PEDRO. — Sea, terció el mozo, yo le veo a su niña las dos condiciones y subo
dos más si fuera menester, que tengo medio armado un trío, dijo para
él, pero no tengo con qué comer, y la plata, dijo bajito a sus padres, has-
ta a la fea hace guapa. (En alto.) Usted dirá.
JUANA. — (Sin dejar el palmeo.) ¡Vaya con el mozo, lo sinvergüenza que es!
PEDRO. — La primera. Que yo le concedo la mano, pero con la mano<
JUANA. — El brazo, el resto del cuerpo y hasta la uña del pie, dijo por bajo la
madre del novio, lo vas a ver.
PEDRO. — No< Con la mano, viene de vuelta la promesa de usted, dijo el
24
padre de la novia al padre del novio<
JUANA. — Ole, qué lío.
PEDRO. — ¡Digo, el lío padre! <De que nuestra niña va a vivir bien, dijo.
JUANA. — ¡Digo!
PEDRO. — Y el otro dijo: Como un rey.
JUANA. — Será como una reina.
PEDRO. — Será como una reina si yo vivo como un rey, pensó él. ¿Y la se-
gunda?, preguntó al padre<
JUANA. — Mientras le decía por bajo a su mujer —se emociona hasta casi in-
terrumpir su parlamento, aunque se sobrepone—: La segunda va a ser que
una vez que se la dé, no me la puede devolver. (Llora contenida.)
PEDRO. — (Rompe el juego y se acerca a ella enternecido y la abraza y la consuela.)
No, no, no... (La acuna.) Eso no. No llores, Juana, no llores. (Emocionado
él mismo, intenta no llorar.)
JUANA. — (Después de un momento, se sobrepone.) Ya está, ya...
PEDRO. — Venga... «¡Olé, mi hombre! ¡Esos chistes...!». ¡Anda, vamos!
JUANA. — (Se suena la nariz.) ¡Ole, mi hombre! ¡Esos chistes, qué antigüitos y
qué gastaditos y qué asquerositos que son! (Él la besa en la cabeza, ani-
mándola.)
PEDRO. — (Teatralmente ofendido.) ¡Perdona, Avelina del Tránsito, te re-
cuerdo que esto es teatro!, ¿eh?
JUANA. — (Vuelve a palmear, la voz aún trémula.) Ah, ¿sí? Pues no me había
dado cuenta, resalao.
PEDRO. — Bueno. Lo digo porque aquí los que quedamos somos los héroes
de la resistencia, a ver si me entiendes. El teatro se muere, querida mía,
y cada cual hace lo que puede.
JUANA. — Pero, ¿qué he dicho yo?
PEDRO. — Y si aguanta un poco más es gracias a estas finezas y a ese pú-
blico paliativo, romántico y generoso que se resiste a dejarlo morir, y
que merece todo nuestro agradecimiento y nuestro aplauso.
JUANA. — Sí, señor, en eso tienes razón, Rubén Valdivieso. (Haciendo un
25
gran esfuerzo.) ¡Un aplauso para este público —su voz se tambalea— que
mantiene vivo el teatro por esos rinconcitos del mundo! Ole. El mundo
al revés. (Le cuesta aguantar las lágrimas hasta el punto de verse obligada a
salir de la interpretación y disculparse con el público.) Perdón. Perdonen...
Lo siento. (Se retira avergonzada hacia el fondo si dar la espalda, haciendo re-
verencias. Luego, una vez en el foro, se gira para ocultar su llanto.)
PEDRO. — (Que no sabe cómo salir del apuro, clown a la fuerza.) ¡Un aplauso pa-
ra ese público generoso que se resiste a dejarlo morir y que merece todo
nuestro aplauso, Juana! (Aplaude.)
Juana se arma de fuerzas y, sonriendo como puede y tragándose las lágri-
mas, se da la vuelta y aplaude también al público mientras avanza hasta
la embocadura.
PEDRO. — Perdone el respetable. En este caso ustedes no pueden aplaudir.
Ahora bien, les rogaríamos que se pusiesen en pie para recibir el aplau-
so de esta humilde pareja de cómicos tal como ustedes se merecen.
La pareja aplaude y hasta lanza un bravo al público.
JUANA. — (Cuando cesan, explicativa como una vendedora de paños.) Hemos de-
jado de aplaudir no porque no se merezcan más, sino porque no vaya a
ser que ustedes, en su modestia, se sientan obligados a hacer mutis, co-
mo hacemos nosotros, y —otra vez a punto de llorar— abandonen la sala,
¿verdad, Pedro?
PEDRO. — (Pendiente de la actriz.) ¡Qué razón tienes, Juana!
Silencio embarazoso.
PEDRO. — (Salta, excesivo todo él.) Bueno, bueno. Conque bodas de oro ya<
¡Cómo pasa el tiempo! A propósito< ¿qué... qué fue de aquella chica, la
del pueblo?
JUANA. — (Amenazada por las lágrimas.) ¿Mi comiquita? Se casó al fin. No tu-
vo suerte con el marido. Ella acabó descubriendo el trío y<
PEDRO. — (Épico.) ...Despechada, buscó un amante. Entonces se montó el
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cuadrilátero y antes de que sonara la campana él la mató. A veces no es
fácil esquivar el destino. Por los montes cabalga una tragedia lorquiana.
JUANA. — (Se aparta.) No, padrecito mío. Ella descubrió el engaño, lloró,
quiso marcharse< Y él se lo impidió. (Asiente Pedro circunspecto. Silen-
cio. Juana se limpia con el pañuelo.) ¿Y las flores?
PEDRO. — (Ilusionado.) ¡Las he puesto en el jarrón, en el jarrón más lujoso de
nuestra lujosa mansión, por supuesto! ¡Chino de la dinastía Ming, como
todos los de lujo!
JUANA. — (Nostálgica.) No, ésas no. Me refiero a las otras, aquellas humildes
y preciosas margaritas frescas que me cortabas al borde del camino
cuando éramos pobres y aún me amabas.
PEDRO. — (Espectro cruel.) Las sigo cortando para ti cada mañana, mi amor.
Y te las llevo frescas, oliendo aún a hierba y a rocío, desde mi cárcel a la
tuya, desde mi tumba a la tuya, para que nunca olvides quién es el úni-
co hombre al que perteneces de verdad. Pero, ya sabes, a escondidas, no
sea que los mozos me llamen marica y miserable.
JUANA. — (Tierna.) Mi monstruo. (Agria contra sí misma.) Flor tronchada, es-
túpida criatura. Aún conservas las cuchilladas asesinas en el dulce tallo
de tu garganta, mi amada violeta.
PEDRO. — (Padre anciano y hundido.) No, señora, no. No llame estúpida a mi
niña, doña Avelina. Si yo tuviera palabras< (Un silencio, perdido.) Pero
no sé explicarme. O quizá es que algunas cosas nadie sabe explicarlas.
Verá usted< Hay un abismo donde el dolor ya no duele. El mundo en-
tero puede hervir en veinte minutos y estallar como un volcán. Es justo
lo que va desde el primer llanto hasta el último suspiro de una hija. Es
justo lo que va desde que te revienta el pecho cuando oyes decir que un
hijo de puta te la ha matado, hasta que agarras la escopeta de caza y le
revientas el pecho al malnacido que te la mató. (Un disparo brutal muy le-
jano. Eco. Silencio.) Veinte minutos, justo lo que va desde el Génesis al
Apocalipsis. Seguro que usted lee la Biblia, doña Avelina. Pues eso.
JUANA. — ¿Y ahora qué, buen hombre?
PEDRO. — Ahora que se me lleven, que me encierren< Ya me da igual. Me
meto el recuerdo de mi niña en las entrañas y me importa un carajo el
rincón del mundo donde me encierren o me entierren. Porque, ver{<
27
Justo antes de que me la mataran debía de tener yo cincuenta y pocos
años. Veinte minutos después cumplí de golpe trescientos. Estoy muer-
to. (Títere.) Buenas noches, señoras y señores. Ha sido un placer.
JUANA. — Se juega y< Se gana o se pierde.
PEDRO. — Perder, lo que se dice perder, al final se pierde siempre. Lo que
cambia es la manera de tomárselo: «Bueno, no ha estado mal». O «¡Qué
corto!». O «¡Vaya mierda!». Va en caracteres. Ea, lo dicho.
JUANA. — (Zalamera cañí.) ¿Y tu carácter quiere al mío, o no?
PEDRO. — (Con cara de bobo.) Más que a su vida. Yo contigo he ganado hasta
las que no me jugué. Suerte que tiene uno. Y empeño, claro.
JUANA. — Me pones tonta.
PEDRO. — Ya somos dos.
JUANA. — (Gira al hastío, al llanto rabioso.) ¿Entonces por qué le cortaste el
cuello? ¿Por qué hiciste que te matara su padre? ¡Imbécil! ¡Fantasma!
PEDRO. — (Sin perder la calma.) ¿Fantasma yo? Será, pero fantasma macho. O
mía o de nadie, ya te lo advertí. O el amor o la muerte.
JUANA. — (La muchacha.) ¡Pero si tú ya no me amabas! ¡Ni yo a ti tampoco!
¡Qué más daba tres que mil en aquella cama revuelta, llena de miserias
y sábanas sucias! ¡Yo sólo quería irme!
PEDRO. — Eso es lo de menos. Un hombre de verdad no puede dejar esca-
par lo suyo para que cualquiera se lo lleve y lo disfrute. La mujer de un
hombre es su mujer para siempre o hasta que él quiera, le guste a ella o
no. Si le gusta bien, y si no< pues la muerte.
Canta el gallo en la distancia.
JUANA. — (Como para tontos.) Mi despreciable animal dos puntos. Lección
primera de conocimientos muy básicos de humanidad dos puntos. Por
definición una mujer coma como un hombre coma carece de dueño
punto. Y desgraciadamente muchas veces ni siquiera es dueña de sí
misma coma como un hombre coma como cualquier persona punto.
Basta por hoy alimaña ruin no sea que tu cerebro minúsculo y enmara-
ñado se aturulle con tantos conocimientos primarios sobre el amor y
28
termine confundiéndolos con la muerte. Punto. Y final.
PEDRO. — (Zoquete.) ¿Puede repetir desde el principio, señorita?
JUANA. — Cuántas noches, en la oscuridad de mi cama, he necesitado que
me abrazaran y ni siquiera he sido capaz de encontrarme a mí misma,
perdida entre problemas, soledades, angustias< ¿Quién me iba a decir
que la única posibilidad de refugiarme la tenía a mi lado, en las garras
del ogro que acabaría devorándome? Perra suerte de hembra, esta fra-
gilidad de cuerpo y de sentimientos. Del amor a la muerte.
PEDRO. — (Muy a la defensiva.) También yo conozco a muchos hombres en-
cadenados a sus mujeres. Hombres frágiles que viven pendientes de un
hilo.
JUANA. — Ya. Hilo orgánico, pelo de hembra. ¡Claro que tienen miedo! Les
asusta que se les cierre la puerta de la cueva caliente que los acoge co-
mo a críos de teta ansiosos del abrazo de la madre, del calor del cuerpo
de la hembra. Esas embestidas de placer y terror por volver adentro una
y otra vez, como un toro que arremete y cornea tozudo hasta hacerse
daño a sí mismo, angustiado, tembloroso, primario igual que un bebé. Y
claro que hay mujeres que se valen de esa necesidad, indignas prostitu-
tas domésticas que no aman pero pagan con sexo los caprichos que su
cliente único les proporciona. Por dinero y buena vida vale todo. Éste es
el trato.
PEDRO. — ¿Y el retrato?
JUANA. — En público, brazos de madera cogidos, dedos de metal entrelaza-
dos y labios de gelatina que se pegan como ventosas, chup, chup. Todo
para que nadie en la fiesta piense que por dentro los corazones están
como están, gélidos. En privado, quizá sueñen con otros amores, aun-
que no por ilusión, sino por vencer el aburrimiento. Escucha. ¿No oyes
el silencio clamoroso de tanta gente que finge ser feliz y lo grita? Están
todos podridos. De dinero.
Sol-do de violín burlón.
PEDRO. — (Insobornable, tras un silencio.) No me creo tanta basura.
JUANA. — (Se encoge de hombros.) Quizá si no hubiera tanta basura no haría
29
falta tanto perfume caro con que tapar el mal olor. Quizá si no hubiera
tanto vacío no haría falta tanto lujo con que rellenarlo. (Un silencio largo
y denso.) ¿Me escuchas, Pedro?
PEDRO. — (De una serenidad contundente.) Yo siempre te escucho, Juana. Y tú
a mí. ¿Por qué, si no, crees que seguimos juntos y queriéndonos toda-
vía?
30
6.- NO SER
JUANA. — (Entusiasmada.) Entonces ven, corre, ven< (Le toma de la mano y se
lo lleva al centro del camerino.) Ponte otra vez aquí, mírate en el bolsillo y
verás que ahora no tienes ninguna llave de ninguna mansión.
PEDRO. — (Al tiempo que introduce muy despacio la mano en el bolsillo.) ¿Y tú
como sabes<?
JUANA. — Lo sé porque te conozco como a mi propia vida, porque eres un
espíritu libre, o sea, un desastre, y porque yo estaba en tu sueño. Era yo
quien te ofrecía el contrato.
Pedro rebusca en sus bolsillos y descubre pasmado que esta vez, en efecto, no
encuentra llave alguna.
JUANA. — ¿Lo ves? (Pedro no sale de su asombro.) Y a propósito< (Se acerca a
él y le da un cachete.)
PEDRO. — (Impasible.) No sé por qué, pero a medida que me voy haciendo
viejo, cada roce que no es claramente una caricia, más me parece una
agresión. ¿Se puede saber qué haces, Juana?
JUANA. — Eso por vendido, que eres un vendido.
PEDRO. — ¡Juana, que me faltas!
JUANA. — ¡Tú sí que me faltas a mí, aunque sea en sueños! ¿Te has visto
bien? Acércate aquí, anda. (Se lo lleva frente al espejo.) ¿Qué ves? (Inte-
rrumpiendo a Pedro, que está a punto de lanzarse a responder cualquier ocu-
rrencia.) ¿Es que quieres dejar de ser ese abuelo rosado de ojos sonrien-
tes que cuando duerme respira lento, hondo y calentito, y empezar a
encorvarte, y que tu sangre se vaya transformando poco a poco en una
especie de agua cenicienta, que se te apague el brillo de la mirada y se
te sequen los labios? ¿Quieres herir a la gente que te quiere, acostarte
cada noche sobre el fango frío de tus propias miserias, convertirte en<?
PEDRO. — (Interrumpiendo.) Si es por una buena pasta, sí.
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JUANA. — (Le recrimina con cariño.) ¡Pedro!
PEDRO. — Entonces< ¿lo del gaitero?
JUANA. — Lo del gaitero, como tu oferta. Así que vamos a tener que hacer la
segunda de hoy y todas las que vengan, hasta que nos fallen las fuerzas.
PEDRO. — (Derrotado.) Tienes razón. Para enriquecerse como un canalla hay
que tener la soberbia de Dios y la mala leche del diablo, y yo no tengo
ni una cosa ni la otra. Yo quiero acercarme a la barcaza y ver qué le pasa
a aquella gente. Y a la balsa, a echarle una mano a mis amigos. Y a la
barquita de mi padre, aunque lleve treinta años muerto. Así no se pue-
de triunfar a cualquier precio.
JUANA. — Ni ganas. Ni falta que te hace. (Conciliadora.) Cuando uno no es
demasiado ambicioso la vida es un regalo, Pedro. ¿Qué te pasa, por qué
no estás tranquilo? Pareces un ratón asustado. (Como si, madre, le contara
un cuento a su niño.) Corría el ratón despavorido, sin saber que el gato
que le acosaba estaba solo, solito, solo< sólo en su imaginación.
PEDRO. — (Sonríe.) Lo que me pasa es que estoy viejo y tengo miedo de ha-
berme equivocado, de no haber sabido ser feliz ni hacerte feliz a ti. Y
que nunca he podido quitarme de la cabeza la idea de que si hubiéra-
mos tenido dinero, nuestra Violeta seguiría viva.
JUANA. — Qué tonto eres. Claro que estás viejo. Y yo. Y esos venenosos pen-
samientos tuyos se te están comiendo la vida a mordiscos sin que te des
cuenta. Vamos a vivir lo que nos quede, Pedro, no sea que de pronto un
mal día nos toque morirnos a borbotones. No le des vueltas a lo que
podría haber sido. Al final, los más felices somos los que hemos sobre-
vivido a nuestros sueños y a nuestros dramas, los que fuimos capaces
de enterrar serenamente a nuestros muertos y nuestras ambiciones y
perdonarnos los fracasos. Ya lo hemos llorado todo, no hay tiempo para
más lamentos. Ahora toca reír, seguir viviendo y empezar a despedirse
de los lugares que tal vez no volvamos a visitar nunca. Sonríeme, vieji-
to, y sonríete a ti. (Pedro sonríe. Ella también.) Así.
PEDRO. — (Mimoso y aliviado.) ¿Me das un beso?
32
JUANA. — (Jugando.) ¿Un beso? Una paliza te voy a dar, por vendido.
PEDRO. — (Más.) Bueno, pues dame una paliza, pero una palicita chica y ri-
ca. (Se besan. Hasta que Pedro se detiene de golpe.) ¡Tengo una idea! ¡Vamos
a casarnos!
JUANA. — ¡La que te ha dado con las bodas, Pedrito! ¿Otra vez? Pero si ya
nos hemos casado más de mil veces.
PEDRO. — Pero en el escenario, de mentira. No puede salirnos mal, Juana,
¿no te das cuenta? Ya somos casi ancianos y seguimos juntos y felices.
Somos más felices que la mayoría de los matrimonios que llevan tantos
años juntos como nosotros. ¿Te parece poco? ¡Somos el modelo y la en-
vidia de todas nuestras parejas amigas! ¿Qué más quieres, Avelina del
Tránsito?
JUANA. — Yo, puestos a arriesgar, prefiero jugar a la máquina del bar de
abajo, a ver si saco algo y te puedo traer un bocadillo de anchoas del
Cantábrico, en vez de sardinillas.
PEDRO. — (La retiene por el brazo.) ¡Lo que te tira a ti el norte últimamente!,
¿no? Ven aquí, ludópata cántabra, y ponte a mi lado.
JUANA. — Pedro, no juegues con estas cosas, que las carga el diablo.
PEDRO. — (A lo suyo.) Y tú, Pedro, ¿prometes hacer feliz a Juana cada mi-
nuto de su vida, por encima de todas tus ambiciones y caprichos? (Se
contesta.) Por supuesto. Y tú, Juana, ¿prometes...?
JUANA. — (Interrumpiéndole.) No.
PEDRO. — ¿Cómo?
JUANA. — Que no. Prometo que intentaré hacerte feliz cada vez que me
queden fuerzas, aunque en ese momento yo misma no lo sea. No se me
ocurre otra manera mejor de amarte. Luego háblame de convivir, de
abrazarnos, de dormir juntos, de compartir< y quiz{ pueda garanti-
zarte que estaré a tu lado, aunque no sé si te amaría. O viceversa. Elige,
cariño: el amor o el contrato. Del amor, la generosidad y sus errores y
del contrato, la obligación y sus miserias.
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PEDRO. — Está bien. Elijo la generosidad, incluso con todos sus erro-
res. Así que sé generosa y dame un abrazo.
JUANA. — Ea, ven aquí. (Lo acoge en un abrazo maternal y se muerde el la-
bio.) ¡Pero qué caprichosito es mi hombre!
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7.- SOLEDAD
PEDRO. — (Después de un silencio.) Juana.
JUANA. — (En mitad de una madrugada solitaria y perdida.) Qué.
PEDRO. — ¿Lo del bebé lo decías por mí?
JUANA. — ¿Qué es lo del bebé, Pedrito?
PEDRO. — Lo del bebé de tu monólogo de la página treinta. ¿Te acuerdas?
JUANA. — (Repasa.) Eh< «Hilo org{nico, pelo de hembra< La puerta de la
cueva caliente que los acoge como a críos de teta<»
PEDRO. — ¡Eso!
JUANA. — ¡Calla! «...Como un toro que arremete y cornea< angustiado,
tembloroso, primario igual que un bebé.» ¿Ese bebé?
PEDRO. — ¡Ése, ése!
JUANA. — ¿Estás tonto?
PEDRO. — ¡No! Sí. Bueno, no sé. Es que< ¿Te cuento un secreto? Después
de tantos años, he vuelto a ponerme polvos de talco en las ingles. ¿En-
tiendes lo que significa?
JUANA. — ¿Que te sudan las ingles y las tienes escocidas?
PEDRO. — No. Bueno, sí. Pero ése es el significado de andar por casa, luego
está la metáfora poética.
JUANA. — Ya. Metáfora que me vas a soltar, claro.
PEDRO. — Sí. Eso quiere decir que necesito no volver a sentir nunca más la
desolación del escozor, el silencio de mi llanto de bebé, la insoportable
ausencia de mi madre, muerta hace tanto tiempo< Y sobre todo que
necesito sentir que no me faltas, que estás a mi lado queriéndome, ali-
viando la quemazón de mis ingles y de mi alma, los dos tan escocidos,
tan solitarios. ¿Me quieres?
JUANA. — (Lo mira que no deja de sorprenderle.) Como no te quisiera yo, viejo
escocido<
La luz se va poco a poco.
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PEDRO. — Es que yo no quiero que me quiera nadie más que tú. Yo lo que
quiero es que estés a mi lado. Y si no puedes estar a mi lado, mi felici-
dad es que tú seas feliz. Nunca soy más feliz que cuando tú lo eres,
aunque no estés a mi lado. Porque si eres feliz yo te siento a mi lado.
¿Me entiendes?
JUANA. — Regular. Tengo una idea. ¿Por qué no pruebas a callarte un poco?
Casi oscuro. Silencio.
PEDRO. — Vale. (Silencio.) Es que te quiero mucho. (Silencio. De pronto estalla,
como un adolescente nuevo por primera vez enamorado, y con él la luz.) ¡Mira!
Me dedico a arrancar por las noches los carteles medio despegados, los
caducos, los fugaces, Casagrande la mejor inmobiliaria, y pego otros
que dicen Te quiero Juana aún no sé bien quién eres pero te intuyo y te
quiero Contra el dolor muscular use aspirina Juana te amo.
JUANA. — ¡Estás loco, Pedro! ¡Como un cencerro abolladito perdido!
¡Anda, ven aquí!
Vuelve Pedro y se deja abrazar. Se calman los dos, Pedro y la luz, y se
duermen.
PEDRO. — Loco por ti.
JUANA. — Chsss. (Silencio. Le acuna suavemente.) ¿Y yo?, ¿qué haría yo si al-
gún día dejaras de quererme?
PEDRO. — ¡Pero yo no voy a dejar de quererte jamás!
JUANA. — (La paciencia.) ¿Quieres dejarme decir mi monólogo?
PEDRO. — Est{ bien< Perdona.
JUANA. — ¿Y yo?, ¿qué haría yo si algún día dejaras de quererme? (Se con-
centra.) Nunca te he contado que te estuve esperando durante años. Al
principio, herida. Después muerta. Luego me enteré de que vagabas por
ahí solo, abandonado por tu gran amor, el mismo que te llevó a aban-
donarme a mí. (Cruel, si pudiera dejar de ser tierna.) Imbécil. Entonces re-
sucité. De rabia. Quizá también de esperanza. Esperaba que volvieras. Y
así durante más años. Ilusionada< Hasta hace unos minutos. Cuando
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anunciaste que venías me puse nerviosa igual que una adolescente. Lo
preparé todo para recibirte como si nada hubiera ocurrido, como si fue-
ra posible empezar una nueva vida juntos. (Silencio.) Pero sólo un se-
gundo antes de que aparecieras en el umbral de esa puerta, he decidido
que nunca volveré a darte una oportunidad. No por odio ni por ven-
ganza, cariño mío, sino porque acabo de comprender que durante todos
los años de tu ausencia he cometido el inmenso error de despreciar el
regalo que el destino me estaba ofreciendo. (Echa los párpados, cerrados
por un momento de paz infinita.) Paz. (Y mucho tiempo después los abre.) Si
ahora te acepto, pierdo la última oportunidad de volver a despertar cada
mañana, abrir los ojos y pensar: —amarga— «Hoy tampoco va a venir
nadie a turbar esta paz defraudando mis deseos, escatimándose cari-
cias, regateándome mimos ni palabras de cariño. Hoy tampoco va a ve-
nir nadie a hacer que me sienta triste». ¿Te das cuenta, querido? Un se-
gundo más y habría vuelto a arriesgar mi felicidad en ese estúpido jue-
go de empeñarme en ser feliz.
PEDRO. — (Que durante el monólogo se ha ido apartando angustiado y está a pun-
to de echarse a llorar.) Pero... pero ¿por qué me dices todo esto, Juana? No
entiendo nada, Juana. ¿Es que yo no te doy paz? ¿De qué paz me estás
hablando?
JUANA. — (Frívola.) Que sí, que sí. No te preocupes, cariño. Es un monólogo
que tenía preparado desde hace muchos años y me moría por interpre-
tarlo, pero no veía el momento propicio y ahora me ha parecido que<
PEDRO. — ¡Joder, Juana, que me vas a matar!
JUANA. — ¡Es tan bonito<! (Entusiasmada.) ¡No me negarás que lo he bor-
dado, Pedro! (Cambia.) Anda, ven, que ahora voy a decirte el monólogo
que toca.
PEDRO. — Espera, a ver si me encuentro el corazón, que debe de andar por
aquí< (Respira hondo y se sujeta el pecho, del que se duele.)
JUANA. — Que sí, tonto. Ven, verás, ven. (Suspira y vuelve a concentrarse.) ¿Y
yo?, ¿qué haría yo si algún día dejaras de quererme? Como una cojita
sin muletas, andaría. Y si fuera rica, pues< con muletas también. A lo
mejor de oro, con empuñaduras así< llenas de brillantes, pero igual de
coja. ¿Para qué hubiera querido yo ser rica sin ti, Pedro, que me ense-
ñaste que la mayor desgracias es no darte cuenta de que en realidad no
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eres tan desgraciado como tú te crees? Cómo no voy a quererte.
Pedro sigue doliéndole del pecho, gime, se asfixia. Finalmente, se tumba con di-
ficultad en la chaise longue.
PEDRO. — (Un lamento apenas murmurado, un ruido casi imperceptible.) Juana...
JUANA. — (Enfrascada en sus pensamientos.) Y mira que eres ruidoso. Claro
que a lo mejor eso también me hace feliz. Yo qué sé, si todo esto de la fe-
licidad es tan sencillo, o tan complicado, según, como el mecanismo
de< el mecanismo de< No sé. ¿Ves?, ahora yo tendría que improvisar
aquí una metáfora, pero como no soy poeta... Sólo me sale decirte que
me quieras siempre, mi amor. Al fin y al cabo, con la edad que vamos
teniendo, «siempre» tampoco es demasiado pedir, ¿verdad? —Silen-
cio—. ¿Verdad, Pedro? (Silencio.) ¿Pedro? (Silencio.) ¿Pedro? (Un mo-
mento de angustia en el que la ambigüedad juega entre el sueño y la muerte.)
¡Pedro, despierta! Pedro< (Desesperada.) ¡No, Pedro, no! (Una música
triste y dramática subraya la angustia de Juana.) ¡No me hagas esto, por fa-
vor! ¡Todavía no! (El tiempo mágico del teatro queda suspendido en brazos
del delirio.)
PEDRO. — (Su voz de hielo, cercana y seca, alentando el cuadro paralizado de la tra-
gedia.) He dejado de oír el galope de los caballos furiosos, el violento si-
seo de las navajas que cortan los sueños, el gruñido de las ambiciones
trepando por mi cuello como caracoles ciegos, los gritos del poder irra-
cional, los flácidos susurros de la hipocresía. Ya no me suena en la ca-
beza el frisar metálico de la adulación, ni me abruma el peso insoporta-
ble de la mentira oculta, ni me alcanza ya la pestilencia de la traición, ni
el hedor del ansia, ni la envidia. Ya sólo siento un aroma dulce de mal-
vas que me acaricia, y un campo infinito de violetas pequeñas que me
abrigan y enjugan para siempre mis lágrimas.
La realidad insoportable de la pesadilla le devuelve a la vida.
JUANA. — ¡Pedro! ¡Pedrito! (Va cambiando de la angustia de la viuda reciente a
la paciencia de la madre infatigable.) ¡Pedro! ¡Despierta, Pedro! (Hasta que,
por fin, Pedro se despierta y comienza a revolverse en la chaise longue). ¡Va-
mos, que tenemos que empezar!
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PEDRO. — (Descubre asombrado lo evidente.) ¡Me he quedado dormido!
JUANA. — ¡Y no sabes cómo! Has roncado, has gruñido, te has removido,
has hablado y hasta has gritado< ¿Qué estabas soñando, hijo mío?
PEDRO. — No lo sé. Que éramos ricos< que hacíamos teatro<
JUANA. — ¿En qué quedamos, éramos ricos o hacíamos teatro?
PEDRO. — Al principio éramos ricos, al final hacíamos teatro.
JUANA. — ¡Eso sí que es una pesadilla!
PEDRO. — Si yo te contara...
JUANA. — Te quedas dormido porque estás rendido de hacer teatro y te po-
nes a soñar que haces teatro. Lo tuyo no tiene remedio.
PEDRO. — ¿He dormido mucho?
JUANA. — ¿Recuerdas si todavía estabas despierto en los saludos de la pri-
mera función?
PEDRO. — (Sarcástico.) Qué graciosa.
JUANA. — Pues has llegado, te has cambiado entre bostezos para el princi-
pio de la segunda, te has echado ahí y hasta ahora. Cuando te he pre-
guntado si bajábamos a picar o pedíamos unos bocadillos, ya me has
contestado roncando. Estabas tan dormido, que me daba pena desper-
tarte, así que he bajado a cenar sola y te he traído un bocadillo. ¿A que
no averiguas de qué?
PEDRO. — (Ilusionado.) ¿De anchoas?
JUANA. — ¡Qué más quisiera yo, corazón! De sardinas.
PEDRO. — Bueno, es igual, tengo mucha hambre.
JUANA. — Pues vas a tener que tomártelo después, porque ya no te da
tiempo. Hay que salir ahora mismo a hacer otra vez este lujo de fun-
ción.
PEDRO. — (Salta del diván.) Este lujo de función que nos da de comer, sí. (Ter-
mina de prepararse deprisa para el principio de la función.)
JUANA. — (Suspira ruidosamente.) Si no fuera por eso< (Lo mismo.)
PEDRO. — Como no quieres hacerte rica por vía de la honradísima ganga,
Marilyn<
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JUANA. — ¿Cómo dices?
PEDRO. — Nada. Cosas mías. ¿Qué suena?
JUANA. — (Señalando afuera.) El diluvio universal.
PEDRO. — ¿Además llueve? (Señalando hacia la sala.) ¿Y cómo está el patio?
(Juana, sonriente, abre ocho dedos.) ¡Mira qué bien, con lo que me agobian
a mí las multitudes!
Suena el timbre de avisos.
JUANA. — Última. Vamos allá.
A punto de salir a escena, Pedro cumple con su antiguo rito de ensartarse
en el ojal de la chaqueta una vieja y deslucida violeta de tela, la ajusta, sa-
cude con los dedos una mota de polvo, la pondera ante el espejo y parece
darle un razonable visto bueno —sonríe condescendiente— un segundo
antes de abandonar el camerino.
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8.- PRINCIPIO Y FUGA
Oscuro. Suena el chirrido del telón elevándose.
Una musiquilla de vodevil ilustra al espectador, y lo tranquiliza, sobre el
género de la función que se le viene encima. Luz blanca que, sí, despabila.
VALDIVIESO. — (Su voz desde el hombro izquierdo.) Avelina. Avelina<
AVELINA. — (Su voz desde el derecho.) ¿Sí?
VALDIVIESO. — (Entra de andar por casa, con un telegrama abierto en la mano. La
música se desvanece y huye gateando.) ¡Telegrama del alcalde del pueblo!
AVELINA. — (Entra también doméstica, pero con artificioso aire de señora.) ¿Un
telegrama? ¡Y del alcalde del pueblo, nada menos!
VALDIVIESO. — Te recuerdo que el alcalde es también el único empleado
de la oficina de telégrafos y el único que sabe leer en todo el pueblo,
nada menos. (Un muy convencional suspiro.) ¡La tita Apolonia Avelina,
que se ha puesto enferma!
AVELINA. — (Excesiva.) ¡Ay! ¡A que se nos muere!
VALDIVIESO. — No caerá esa breva por muy madura que esté, y mira que
lo está, que son ya noventaisiete.
AVELINA. — (Demasiado escandalizada para ser creíble.) Ay, no digas eso, Val-
divieso. ¡Pobre tita!
VALDIVIESO. — Mujer, yo lo digo porque ella ya no disfruta de la vida, y si
tuviera pensado dejarnos algunas migajas de lo mucho que tiene<
pues mejor ahora que enterrarnos con ellas, como a los faraones.
AVELINA. — (Conspiradora.) ¿Cómo que migajas?
VALDIVIESO. — A ver, tú me dirás. Heredera, lo que se dice heredera, no
hay más que una, su hija, tu prima Apolonia Rosario.
AVELINA. — Ya, ya< Pero hace semanas que le vengo yo dando vueltas a
una idea<
VALDIVIESO. — Tiemblo.
AVELINA. — (Por lo bajito.) Ella es la que debería temblar. (En alto.) ¿Tú no
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has notado que a mi prima últimamente se le olvidan las cosas, Valdi-
vieso?
VALDIVIESO. — Ahora que lo dices<
AVELINA. — Entonces, ¿para qué querría tanto dinero, sin memoria?
VALDIVIESO. — Por poca memoria que tenga, no creo que se le olvide que
es la heredera única.
AVELINA. — Sí, pero conozco yo a una amiga que tiene adoptado a un ne-
grito que ríete tú de los del Congo.
PEDRO. — (También por lo bajito.) Avelina.
AVELINA. — (Un silencio, desconcertada.) ¿Qué?
PEDRO. — Digo< Juana. (Señala al patio de butacas.) Que se han ido cuatro, se
conoce que ha dejado de llover< Y de los otros cuatro, dos se han que-
dado dormidos. Y los otros dos son la pareja del fondo, que yo creo que
no han venido a ver la función, precisamente.
JUANA. — (Lo comprueba.) ¿Y qué hacemos?
PEDRO. — ¿Despertamos a éstos?
JUANA. — Sería una canallada. Parecen tan cuajaditos<
PEDRO. — Es verdad. Y los del fondo, tan calentitos<
JUANA. — Mejor nos vamos, ¿no?, y que les apaguen la luz.
PEDRO. — Pues yo creo que sí, vámonos.
La luz se va apagando poco a poco mientras los dos, gnomos traviesos,
hacen mutis de puntillas.
PEDRO. — No sé cómo lo haces, que al final siempre te sales con la tuya, Juana.
JUANA. — Tú sigue mi rumbo, grumete, que hasta ahora no te ha ido tan mal.
Pedro se petrifica del asombro mientras Juana, la muy pícara, se monda
por lo bajito, ella sabrá de qué.
OSCURO
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