el apando - josé revueltas
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Primera edición: 1969SBN: 978-968-411-014-4
Edición digital: 2013eISBN: 978-607-445-145-0
DR © 2013, Ediciones Era. S. A. de CV.Calle del Trabajo 31, 14269 México, D
F.
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encima de la cabeza, dentro de su ir venir sin amaestramiento, natural, siembargo fijo, que no acertaba a dar e
paso que pudiera hacerlos salir de lnterespecie donde se movían
caminaban, copulaban, crueles y simemoria, mona y mono dentro deParaíso, idénticos, de la mismpelambre y del mismo sexo, pero mon mona, encarcelados, jodidos. L
cabeza hábil y cuidadosamentrecostada sobre la oreja izquierdaencima de la plancha horizontal quservía para cerrar el angosto postigo
Polonio los miraba desde lo alto con eojo derecho clavado hacia la nariz eajante línea oblicua, cómo iban de uado para otro dentro del cajón, con e
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se cierra, mientras ellos, en el cajón, sentrecruzaban al ir de un lado para otr la cabeza parlante, insultante, con un
entonación larga y lenta, llorosa, cínicaarrastrando las vocales en el ondular dalgo como una melodía de alternoacentos contrastados, los mandaba chingar a su madre cada vez que uno otro incidía dentro del plano visual deojo libre. "Esos putos monos hijos de s
pinche madre". Estaban presos. Mápresos que Polonio, más presos quAlbino, más presos que El Carajo
Durante algunos segundos el cajó
rectangular quedaba vacío, como si ahno hubiera monos, al ir y venir de caduno de ellos, cuyos pasos los habíalevado, en sentido opuesto, a lo
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extremos de su jaula, treinta metros máo menos, sesenta de ida y vuelta, y aqueespacio virgen, adi-mensional, s
convertía en el territorio soberanonalienable, del ojo derecho, terco, qu
vigilaba milímetro a milímetro todcuanto pudiera acontecer en esta partde la Crujía. Monos, archimonosestúpidos, viles e inocentes, con lnocencia de una puta de diez años d
edad. Tan estúpidos como para no darsecuenta de que los presos eran ellos y nnadie más, con todo y sus madres y suhijos y los padres de sus padres. S
sabían hechos para vigilar, espiar mirar en su derredor, con el fin de qunadie pudiera salir de sus manos, ni daquella ciudad y aquellas calles co
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rejas, estas barras multiplicadas poodas partes, estos rincones, y su car
estúpida era nada más la forma de ciert
nostalgia imprecisa acerca de otrafacultades imposibles de ejercer poellos, cierto tartamudeo del alma, lorostros de mico, en el fondo más bieristes por una pérdida irreparable gnorada, cubiertos de ojos de la cabez
a los pies, una malla de ojos por todo e
cuerpo, un río de pupilas recorriéndolecada parte, la nuca, el cuello, los brazosel tórax, los güevos, decían y pensabaellos que para comer y para qu
comieran en sus hogares donde lfamilia de monos bailaba, chillaba, loniños y las niñas y la mujer, peludos podentro, con las veinticuatro largas hora
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de tener ahí al mono en casa, después das veinticuatro horas de su turno en l
Preventiva, tirado en la cama, sucio
pegajoso, con los billetes de los ínfimosobornos, llenos de mugre, encima de lmesita de noche, que tampoco salíanunca de la cárcel, infames, presodentro de una circulación sin fin, billetede mono, que la mujer restiraba planchaba en la palma, largamente
erriblemente sin darse cuenta. Todo erun no darse cuenta de nada. De la vidaSin darse cuenta estaban ahí dentro de scajón, marido y mujer, marido y marido
mujer e hijos, padre y padre, hijos padres, monos aterrados y universales
l Carajo suplicaba mirarlos él tambiépor el postigo. Polonio pensó todo l
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odioso que era tener ahí a El Caraj
gualmente encerrado, apandado en lcelda. "¡Pero si no puedes, güey. . . !" L
misma voz de cadencias largasndolentes, con las que insultaba a lo
celadores del cajón, una voz, emperompersonal, que todos usaban como u
sello propio, en que, a ciegas o oscuras, no se les distinguiría unos dos otros sino nada más por el hecho d
que era la forma de voz con la quexpresaban la comodidad, lcomplacencia y cierta noción jerárquicde la casta orgullosa, inconciente
gratuita de ser hampones. Claro que npodía. No a causa del meticulosrabajo de introducir la cabeza por e
postigo y colocarla, ladeada, con es
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estorbo de las orejas al pasar, sobre lplancha, sobre la bandeja de Salomésino porque a El Carajo precisamente l
faltaba el ojo derecho, y con sólo ezquierdo no vería entonces sino nad
más la superficie de hierro, próximaáspera, rugosa, pues por eso lapodaban El Carajo, ya que valía ureverendo carajo para todo, no servípara un carajo, con su ojo tuerto, l
pierna tullida y los temblores con que sarrastraba de aquí para allá, sidignidad, famoso en toda la Preventivpor la costumbre que tenía de cortars
as venas cada vez que estaba en eapando, los antebrazos cubiertos dcicatrices escalonadas una tras de otrgual que en el diapasón de una guitarra
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como si estuviera desesperado eabsoluto —pero no, pues nunca smataba—, abandonado hasta lo último
hundido, siempre en el límite, simportarle nada de su persona, de es
cuerpo que parecía no pertenecerlepero del que disfrutaba, se resguardabase escondía, apropiándoselencarnizadamente, con el máapremiante y ansioso de los fervores
cuando lograba poseerlo, meterse en éacostarse en su abismo, al fondonundado de una felicidad viscosa ibia, meterse dentro de su propia caj
corporal, con la droga como un ángeblanco y sin rostro que lo conduciría da mano a través de los ríos de la sangregual que si recorriera un largo palaci
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sin habitaciones y sin ecos. La maldita desgraciada madre que lo había parido"¡Te digo que no puedes, güey, no sigas
chingando!" Con todo, la madre iba visitarlo, existía, a pesar de lnconcebible que resultaba su existencia
Durante las visitas en la sala ddefensores —un cuarto estrecho, dsuperficie irregular, con bancas, llenode gente, reclusos y familiares, dond
era fácil distinguir a los abogados interillos (más a éstos) por el aplomo el aire de innecesaria astucia con que sreferían a un determinado escrito, en u
bisbiseo lleno de afectación, solemne onto, cuyas palabras deslizaban al oíd
de sus clientes, mientras dirigían rápidamiradas de falsa sospecha hacia l
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puerta (recursos mediante el quograban producir, del mismo modo, un
mayor perplejidad a la vez que u
acrecentamiento de la fe, en el ánimo dsus defensos)—, durante estaentrevistas, la madre de El Carajo
asombrosamente tan fea como su hijocon la huella de un navajazo que le ibde la ceja a la punta del mentónpermanecía con la vista baja
obstinada, sin mirarlo a él ni a ningunotra parte que no fuese el suelo, lactitud cargada de rencor, reproches remordimientos, Dios sabe en qu
circunstancias sórdidas y abyectas shabría ayuntado, y con quién, parengendrarlo, y acaso el recuerdo daquel hecho distante y tétrico l
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atormentara cada vez. La cosa era qude cuando en cuando lanzaba un suspirespeso y ronco. "La culpa no es d
nadien, más que mía, por habertenido." En la memoria de Polonio l
palabra nadien se había clavadonsólita, singular, como si fuese la sum
de un número infinito de significacionesadien, este plural triste. De nadie er
a culpa, del destino, de la vida, de l
pinche suerte, de nadien. Por habertenido. La rabia de tener ahora aquí a E
Carajo encerrado junto a ellos en lmisma celda, junto a Polonio y Albino,
el deseo agudo, imperioso, suplicantede que se muriera y dejara por fin drodar en el mundo con ese cuerpenvilecido. La madre también l
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deseaba con igual fuerza, con la mismansiedad, se veía. Muérete muéretmuérete. Suscitaba una misericordi
lena de repugnancia y de cólera. Con lde las venas no le sucedía nada, purogritos, a pesar de que todos esperabaen cada ocasión, sinceramentehonradamente, que reventara de plano. Apropósito se arrimaba a la puerta de lcelda —un día u otro, cualquiera d
aquellos en que debía permaneceapandado dentro—, ahí junto al quiciopara que el arroyo de la sangre que lbrotaba de la vena saliera cuanto ante
al estrecho andén, en el piso superior da Crujía, y de ahí resbalara al patio
con lo que se formaba entonces ucharco sobre la superficie de cemento,
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calculado el tiempo en que esto habríocurrido, El Carajo ya se sentía con lconfianza de que se dieran cuenta de s
suicidio y lanzaba entonces sus aullidode perro, sus resoplidos de fuelle rotosin morirse, nada más por escandalizar que lo sacaran del apando a Enfermeríadonde se las agenciaba de algún modpara conseguir la droga y volver empezar de nuevo otra vez, cien, mi
veces, sin encontrar el fin, hasta eapando siguiente. En una de éstas fucuando Polonio lo conoció, mientras ECarajo, a mitad de uno de los sendero
en el jardín de Enfermería, bailaba unsuerte de danza semi-ortopédica recitaba de un modo atropellado y febriversículos de la Biblia. Llevaba a
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cuello, a guisa de corbata, una cuerdpringosa, y a través de los jirones de schaqueta azul se veían, con lo
ademanes de la danza, el pecho y eorso desnudos, llenos de bárbara
cicatrices, y bajo la piel, de lejanos desvaídos tatuajes. El ojo sano y la floresultaban nauseabundos, escalofriantesEra una fresca flor, natural y nueva, ungladiola mutilada, a la que faltaba
pétalos, prendida a los harapos de lchaqueta con un trozo de alambrcubierto de orín, y la mirada legañosdel ojo sano tenía un aire malicioso
calculador, burlón, autocompasivo ierno, bajo el párpado semi-caído
rígido y sin pestañas. Flexionaba lpierna sana, la tullida en posición d
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firmes, las manos en la cintura y la puntde los pies hacia afuera, en la posicióde los guerreros de ciertas danza
exóticas de una vieja revista ilustradapara intentar en seguida unos pequeñosaltitos adelante, con lo que perdía eequilibrio e iba a dar al suelo, de dondno se levantaba sino después de granderabajos, revolviéndose a furiosa
patadas que lo hacían girar en círcul
sobre el mismo sitio, sin que a nadie se ocurriera ir en su ayuda. Entonces eojo parecía morírsele, quieto y artificiacomo el de un ave. Era con ese oj
muerto con el que miraba a su madre eas visitas, largamente, sin pronuncia
palabra. Ella, sin duda, quería que smuriera, acaso por este ojo en que ell
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misma estaba muerta, pero, entretanto, lconseguía el dinero para la droga, loveinte, los cincuenta pesos y se quedab
ahí, después de dárselos —convertidoos billetes en una pequeña bol
parecida a un caramelo sudado pegajoso, en el hueco del puño— sobra banca de la sala de defensores, con e
vientre lleno de lombrices que le caícomo un bulto encima de las corta
piernas con las que no alcanzaba a tocael suelo, hermética y sobrenatural causa del dolor de que aún no terminabde parir a este hijo que se asía a su
entrañas mirándola con su ojo criminasin querer salirse del claustro maternometido en el saco placentario, en lcelda, rodeado de rejas, de monos, é
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ambién otro mono, dando vueltas sobrsí mismo a patadas, sin poderse levantadel piso, igual que un pájaro al que l
faltara un ala, con un solo ojo, sin podesalir del vientre de su madre, apandad
ahí dentro de su madre. Como más menos de esto se trataba y Polonio era eautor del plan, trató de convencerla y afin —sin muchos trabajos— ella estuvdispuesta. "Usted ya es una persona d
edad, grande, de mucho respeto; cousted no se atreven las monas". La cosera así, por dentro, algo maternal. Srataba —decía Polonio— de uno
apones de gasa con un hilo del tamañde una cuarta y media más o menoscuyo extremo quedaba fuera, una puntitpara tirar de él y sacarlo después de qu
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odo había concluido, muy en uso ahoraen la actualidad, por las mujeres —ercuestión de que la instruyeran
auxiliaran Meche y la Chata— para nembarazarse y no tener que echar al hijpor ahí de mala manera, uno de lorecursos más modernos de hoy en díapodrían decírselo La Chata o Meche, ayudarla a que le quedara bien puestoAhí moría todo, ahí quedaban sin pasa
os espermatozoides condenados muerte, locos furiosos delante del tapóngolpeando la puerta igual que loceladores, también monos igual qu
odos ellos, multitud infinita de monogolpeando las puertas cerradas. Polonise rió y las dos mujeres, Meche y LChata igual, contentas por lo maciza
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por lo macha que resultaba ser la viejcon haber aceptado. Pero bueno: clarque nadie pensaba que la madre quisier
servirse del asunto para una cosdistinta de la que se proponían llevar cabo, y aquello no era sino unexplicación. La gasa iba a llevar, dentrode un nudo bien sólido, unos veinte reinta gramos de droga que las otra
dos mujeres le entregarían a la madre d
l Carajo. "Con usted no se haatrevido las monas, ¿verdad?, porquusted es una señora grande y de respetopero a nosotras, en el registro, siempr
nos meten el dedo las muy infelices". Erecuerdo y la idea y la imagen cegabade celos la mente de Polonio, perextraños, totales, una especie de n
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poder estar en el espacio, nencontrarse, no dar él mismo con supropios límites, ambiguo, despojado
unos celos en la garganta y en el plexsolar, con una sensación cosquilleantefloja y atroz, involuntaria, atrás depene, como de cierta eyaculacióprevia, no verdadera, una especie dcontacto sin semen, que aleteabavibraba en diminutos círculo
microscópicos, tangibles, más allá decuerpo, fuera de todo organismo, y L
Chata aparecía ante sus ojos, jocundabestial, con sus muslos cuyas líneas, e
ugar de juntarse para incidir en la cundel sexo, cuando ella unía las piernasaun dejaban por el contrario un pequeñhueco separado entre las dos paredes d
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piel sólida, tensa, joven, estremecedoraSi era visto a través del vestido, contraluz —y aquí sobrevenía un
nostalgia concreta, de cuando Poloniandaba libre: los cuartos de hoteolorosos a desinfectantes, las sábanaimpias pero no muy blancas en lo
hoteles de medio pelo, La Chata y él dun lado a otro del país o fuera, SaAntonio Texas, Guatemala, y aquella ve
en Tampico, al caer de la tarde sobre erío Pánuco, La Chata recostada sobre ebalcón, de espaldas, el cuerpo desnudbajo una bata ligera y las pierna
evemente entreabiertas, el monte dVenus como un capitel de vello sobreas dos columnas de los muslos —
aquello resultaba imposible de resistir
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Polonio, con las mismas sensaciones destar poseído por un trance religioso, sarrodillaba temblando para besarlo
hundir sus labios entre sus labios. "Nometen el dedo". Mo-nas hi-jas- de to-dsu chin-ga-da ma-dre, cabronaesbianas. La madre de El Caraj
levaría allí dentro el paquetito de drog—aunque los planes se hubierafrustrado inesperadamente por culpa d
esto del apando no se alteraban por lque se refería al papel que la madre iba desempeñar—, el paquetito paralimentarle el vicio a su hijo, com
antes en el vientre, también dentro della, lo había nutrido de vida, dehorrible vicio de vivir, de arrastrarsede desmoronarse como El Carajo s
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desmoronaba, gozando hasta lndecible cada pedazo de vida que se l
caía. Ahora mismo enlazaba con e
brazo el cuello de Polonio suplicándolque lo dejara mirar por el postigo, y a uado de la nuca, un poco atrás y debaj
de la oreja, Polonio sentía sobre la pieel beso húmedo de la llaga purulenta eque se había convertido una de laheridas no cicatrizadas de El Carajo
os labios de un beso de ostra que lmojaba con algo semejante a un hilito dsaliva que le corría por el cuello hacia espalda, todo por descuido, por l
ncuria más infeliz y el abandono siesperanza al que se entregaba. Polonie dio un puñetazo en el estómago, coa mano izquierda, un torpe puñetazo
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causa de la incómoda posición en questaba, con la cabeza metida en epostigo, y un puntapié abajo, éste much
mejor, que lo hizo rodar hasta la paredde hierro de la celda, con un grito sord sorprendido. "Pinche ojete —se quej
sin cólera y sin agravio—, si lo únicque yo quería es nomás ver cuandlegue mi mamá". Hablaba como u
niño, mi mamá, cuando debía decir m
puta madre. De verdad así. Funecesario improvisar nuevos planes y lencargada de llevarlos a cabo erMeche, la mujer de Albino. No vendrían
a visitarlos a ellos sino con el nombrde otros reclusos, pues ahora ellos nenían derecho a visita, ya que estaba
apandados. El que se desesperaba má
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en el apando era Albino, tal vez por seel más fuerte, hasta llorar por la falta ddroga, pero sin recurrir a cortarse la
venas aunque todos los viciosos lhacían cuando ya la angustia ernsoportable. Había sido soldado
marinero y padrote, pero con Meche noella no se dejaba padrotear, era mujehonrada, ratera sí, pero cuando sacostaba con otros hombres no lo hací
por dinero, nada más por gusto, sin quAlbino lo supiera, claro está. Así shabía acostado con Polonio muchaveces. Estaba buena, mucho muy buena
pero era honrada, lo que sea de cadquien. Los primeros días del apand
Albino los entretuvo y distrajo con sdanza del vientre —más bien tan sólo
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Polonio, pues El Carajo permanecíhostil, sin entusiasmo y sin comprendeni mierda de aquello—, una danz
formidable, emocionante, de graprestigio en el Penal, que producía taviva excitación, al extremo de qualgunos, con un disimulo innecesarioque delataba desde luego sus intencioneen el tosco y apresurado pudor qupretendía encubrirlo, se masturbaba
con violento y notorio afán, la mano podebajo de las ropas. Era un verdaderprivilegio para Polonio haberlcontemplado aquí, a sus anchas, en l
celda, por cuanto en otras partes Albinosiempre ponía enorme celo respecto a lcomposición de su público, como bueuglar que se respeta, y desechaba a lo
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espectadores inconvenientes desde spunto de vista, frívolos, poco seriosncapaces de apreciar las difícile
cualidades de un auténtico virtuosoTenía tatuada en el bajo vientre unafigura hindú —que en un burdel dcierto puerto indostano, conforme a srelato, le dibujara el eunuco de la casaperteneciente a una secta esotérica dnombre impronunciable, mientra
Albino dormía profundo y letal sueño dopio más allá de todos los recuerdos—que representaba la graciosa pareja dun joven y una joven en los momentos d
hacer el amor y sus cuerpos aparecíarodeados, entrelazados por un increíblramaje de muslos, piernas, brazos, seno órganos maravillosos —el árbo
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brahamánico del Bien y del Mal—dispuestos de tal modo y con tasabiduría quinética, que bastaba darl
mpulso con las adecuadacontracciones y espasmo de lomúsculos, la rítmica oscilación, eespaciado ascenso, de la epidermis, y usutil, inaprehensible vaivén de lacaderas, para que aquellos miembrodispersos y de caprichosa apariencia
orsos y axilas y pies y pubis y manos alas y vientres y vellos, adquiriesen ununidad mágica donde se repetía emilagro de la Creación y el copula
humano se daba por entero en toda smagnífica y portentosa esplendidez. Eel cubículo que servía para el registrde las visitas, las manos de la celador
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a palpaban por encima del vestido —después vendría lo otro, el dedo de Dio—, pero Meche no se podía apartar d
a cabeza, precisamente, la danza dAlbino, una semana antes, en la sala ddefensores, no bien terminaron de urdios últimos detalles del primer plan, de
que había fracasado a causa del apando
la madre de El Carajo contemplabas contorsiones del tatuaje con el air
de no comprender, pero con unsolapada sonrisa en los labios, mucapaz de que todavía hiciera el amor lvieja mula, pese a sus cerca d
sesentaitantos años. En el rincón de lsala, a cubierto de las demás miradapor el muro de las cinco personas: lares mujeres, El Carajo y Polonio, s
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había desbraguetado los pantalones, lcamiseta a la cintura como el telón de ueatro que se hubiera subido par
mostrar la escena, y animaba con lofascinantes estremecimientos de svientre aquel coito que emergía de laíneas azules y se iba haciendo a s
mismo en cada paso, en cada ruptura reencuentro o reestructuración de suequidistancias y rechazos, en tanto qu
odos —menos El Carajo y su madreque evidentemente luchaba por ocultasus reacciones— se sentían recorrer ecuerpo por una sofocante masa de dese
una risita breve y equívoca —a Mech La Chata— les bailaba tras de
paladar. Desvestida ya de su ropnterior Meche presentía los próximo
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movimientos de la mano de la celadora la agitaban entonces, cosa que antes n
ocurriera, extrañas e indiscernible
disposiciones de ánimo y una imprecisprevención, pero en la cual sransparentaba la presencia misma d
Albino (con el recuerdo inédito, cuandse poseyeron la primera vez, de curiosodetalles en los que jamás creyó habersfijado y que ahora aparecían en s
memoria, novedosos en absoluto y casdel todo pertenecientes a otra personaque no la dejaban asumir la orgullosndiferencia y el desenfado agresivo co
os que debiera soportar, pacientecolérica y fría, el manoseo de la mujeentre sus piernas. Por ejemplo, lrespiración agitada y sin embarg
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reprimida, contenida, o mejor dicho, esresoplar intermedio, ni muy suave nmuy violento —y ahora se daba cuent
que había sido únicamente por la nari— de Albino, sobre su monte de Venusporque ya estaban aquí, inexorablesacuciosos, el pulgar y el índice de lceladora que le entreabría los labiosmientras de súbito, con el dedo mediocomenzaba una sospechosa exploració
nterior, amable y delicada, en upausado ir y venir, los ojocompletamente quietos hasta la muerteSe trataba de entrar a la Crujía con l
visita general, y dispersas, confundidaentre los familiares de los demás presosplantarse las tres mujeres por sorpresante la celda del apando, dispuestas
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odo hasta que no se les levantara ecastigo a sus hombres, inmóviles y fijaahí para la eternidad, como fieles perra
rabiosas. La celadora, pues, y sumanoseos, eran la fuente del doble, deriple, del cuádruple recuerdo que s
encimaba y se mezclaba, sin que Mechpudiera contener, remediar, reprimiruna estúpida pero del todo inevitablactitud de aquiescencia, que la mona y
omaba para sí con un temblor ansioso un jadeo desacompasado —casi feroz únicamente por la nariz, igual quAlbino—, con lo que el propio vientr
de Meche parecía transformarse —o sransformaba, en virtud de una sediciosrasposición— en el vientre de aquéella, Dios mío, como si se dispusiera
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funcionar en plan de macho respecto a lceladora) al filtrarse dentro de estasensaciones la imagen de Albino
durante aquellas escenas de la primervez, cuando a horcajadas a la altura dsus ojos infundía esa vida espeluznante prodigiosa a las figuras del tatuajbrahamánico, y ahora Meche imaginabser ella misma la que en estos momentohacía danzar su vientre —idénticas, bie
que secretas, invisibles oscilaciones—como instrumento de seducción dirigida la mona y a sus ojos cercanos, en tantque ésta no sólo no ofrecía resistencia
sino que, sin saberlo, a impulsos desoplo misterioso que hacía transcurride tal suerte (sustrayéndolas al azar y ahecho fortuito de no conocerse) la
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relaciones internas que de pronto sestablecían entre Albino, Meche y lceladora, se colocaba así, apenas meno
que metafóricamente, pues le bastaríuna palabra para hacerlo de verdad, ea propia posición de Meche bajo e
cuerpo de Albino, envenenada eabsoluto por el amor de los adolescentendostanos. Meche no podía formular d
un modo coherente y lógico, ni co
palabras ni con pensamientos, lo que lpasaba, el género de este aconteceenrarecido y el lenguaje nuevo, secreto de peculiaridades únicas, privativas, d
que se servían las cosas parexpresarse, aunque más bien no eran lacosas en general ni en su conjunto, sincada una de ellas por separado, cad
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cosa aparte, específica, con supalabras, su emoción y la resubterránea de comunicaciones
significaciones, que al margen deiempo y del espacio, las ligaba a una
con otras, por más distantes questuviesen entre sí y las convertía esímbolos y claves imposibles de secomprendidas por nadie que nperteneciera, y en la forma má
concreta, a la conjura biográfica en quas cosas mismas se autoconstituían esu propio y hermético disfrazArqueología de las pasiones, lo
sentimientos y el pecado, donde laarmas, las herramientas, los órganoabstractos del deseo, la tendencia dcada hecho imperfecto a buscar s
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consanguinidad y su realización, pomás incestuoso que parezca, en spropio gemelo, se aproximan a su objet
a través de una larga, insistente ncansable aventura de superposiciones
que son cada vez la imagen másemejante a eso de que la forma es uanhelo, pero que nunca logra consumar quedan como subyacencias sin nombr
de una cercanía siempre incompleta, d
nquietos y apremiantes signos quaguardan, febriles, el instante en qupuedan encontrarse con esa otra parte dsu intención, al contacto de cuya sol
presencia se descifren. Así un rostrouna mirada, una actitud, que constituyeel rasgo propio del objeto, se depuranse complementan en otra persona, e
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otro amor, en otras situaciones, comoos horizontes arqueológicos donde lo
datos de cada orden, un friso, un
gárgola, un ábside, una cenefa, no sosino la parte móvil de ciertdesesperanzada eternidad, con la que scondensa el tiempo y donde las manosos pies, las rodillas, la forma en que s
mira, o un beso, una piedra, un paisajeal repetirse, se perciben por otro
sentidos que ya no son los mismos dentonces, aunque el Pasado apenapertenezca al minuto anterior. CuandoMeche trasponía la primera reja hacia e
patio que comunicaba con las diferentecrujías, dispuestas radialmente en tornde un corredor o redondel donde serguía la torre de vigilancia —u
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elevado polígono de hierro, construidpara dominar desde la altura cada unde los ángulos de la prisión entera—
odavía estaban fijos en su mentequietos, imperturbables y atroces, loojos de la celadora, negros y de unelocuencia mortal, como si se lhubieran quedado mirando para siemprePolonio ya no pudo soportar por máiempo con la cabeza incrustada en e
postigo, y decidió ceder el puesto dvigía para que Albino lo ocupara, peroal mirar de soslayo muy forzadamenthacia el interior de la celda, le pareci
advertir movimientos extraños, a la veque se daba cuenta de que El Caraj
había cesado de gemir después dhaberlo hecho sin parar desde qu
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recibiera el puñetazo en el estómagoCon gran cuidado y lentitud, atentoprecavido, se dobló la oreja qu
sobresalía del marco, para retirar haciatrás la cabeza, con la preocupación dsi, entretanto, Albino no habríerminado ya de estrangular al tullido
En realidad —pensó— no le faltabarazones para hacerlo, pero que esperarun poco, lo matarían entre los dos e
circunstancias más propicias y cuando ldroga ya estuviera segura en sus manosno antes ni aquí dentro de la celda, pueel plan podría venirse a tierra y, lo
quisieran o no, la madre de El Carajcontaba de modo principal en todaquello. Era cuestión de pensar biedónde y cuándo matarlo después (
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despuesito, si así lo quería Albino)pero todas las cosas en su punto. Eefecto, se había puesto a gemir si
detenerse, desde que Polonio lpropinara el puñetazo y el puntapié, euna forma irritante, repetida, monótonaartificiosa, con la que expresaba siembozo alguno, en todos los detalles, lmonstruosa condición de su almperversa, ruin, infame, abyecta. Lo
golpes no había sido para tanto y a má mayores y más brutales estabacostumbrado su cuerpo miserable, asque esta impostura del dolor, hecha ta
sólo para apiadar y para rebajarseobtenía los resultados opuestos, unespecie de asco y de odio crecientesuna cólera ciega que desataba desde e
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fondo del corazón los más vivos deseode que sufriera a extremos increíbles se le infligiera algún dolor más rea
más auténtico, capaz de hacerlo pedazoy aquí un recuerdo de su infancia), igua
a una tarántula maligna, con la mismsensación que ivade los sentidos cuanda araña, bajo el efecto de un ácido, s
encrespa, se encoge sobre sí misma —produce, por otra parte, un ruido furios
e impotente—, se enreda entre supropias patas, enloquecida, y siembargo no muere, no muere, y unquisiera aplastarla pero tampoco tien
fuerzas para ello, no se atreve, le resultmposible hasta casi soltarse a llorar
Gemía en un tono ronco, blandogargajeante, con el que simulaba,
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ratos, un estertor lastimoso desvergonzado, mientras en su ojo suci lleno de lágrimas lograba hacer qu
permaneciera quieta, conmovedoraransida de piedad, una implorant
mirada de profunda autocompasiónhipócrita, falsa, repleta de malévolareconditeces. Si Polonio y Albinohabían hecho alianza con él, era tan sólporque la madre estaba dispuesta
servirles, pero liquidado el negocio, volar con el tullido, que se largarmucho a la chingada, matarlo iba a ser lúnica salida, la única forma de volvers
a sentir tranquilos y en paz. "¡Déjalo!"ordenó Polonio con un vigorosempellón de todo el cuerpo sobrAlbino. Libre de las garras de Albino
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l Carajo quedó como un saco inerte eel rincón. Estuvo a punto de que Albinoo estrangulara, en realidad, y ya no s
atrevía a gemir ni a manifestar protestalguna. Con una mano que ascendiorpe y temblorosa sobre su pecho, s
acariciaba la garganta y se movía lnuez entre los dedos como si quisierreacomodarla en su sitio. El ojo lbrillaba ahora con un horror silencioso
leno de una estupefacción con la quparecía haber dejado de comprender, dsúbito, todas las cosas de este mundo
omás en cuanto el plan se llevara
cabo y la situación tomara otro cursopensaba contárselo a su madre, decirlde los sinsabores espantosos qupadecía, y cómo ya no le importaba nad
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de nada sino nada más el pequeño efímero goce, la tranquilidad que lproducía la droga, y cómo le era precis
ibrar un combate sin escapatoriaminuto a minuto y segundo a segundopara obtener ese descanso, que era lúnico que él amaba en la vida, esevasión de los tormentos sin nombre que estaba sometido y, literalmentecómo debía vender el dolor de s
cuerpo, pedazo a pedazo de la piel, cambio de un lapso indefinido y sicontornos de esa libertad en qunaufragaba, a cada nuevo suplicio, má
feliz. Introducir —o sacar— la cabezen este rectángulo de hierro, en estguillotina, trasladarse, trasladar ecráneo con todas sus partes, la nuca, l
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frente, la nariz, las orejas, al mundexterior de la celda, colocarlo ahí demismo modo que la cabeza de u
ajusticiado, irreal a fuerza de ser vivarequería un empeño cuidadosominucioso, de la misma manera en quse extrae el feto de las entrañamaternas, un tenaz y deliberadautoparirse con forceps que arrancabamechones de cabello y que arañaban l
piel. Ayudado por Polonio, Albinoerminó por colocar la cabeza ladeadencima de la plancha. Allá abajoestaban los monos, en el cajón, con s
antigua presencia inexplicable y vacíde monos prisioneros. A tiempo drecostar la espalda contra la puertaunto al cuerpo guillotinado de Albino
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Polonio prendió lumbre a un cigarro aspiró larga y profundamente con todosus pulmones. El sol caía a la mitad d
a celda en un corte oblicuo cuadrangular, una columna macizacorpórea, dentro de cuya radiante masse movían y entrechocaban cosonámbula vaguedad, erráticasdistraídas, confusas, las partículas dpolvo, y que trazaba sobre el piso,
corta distancia de Polonio, el marco duz con rejas verticales de la ventana. Aotro lado del contrafuerte solar, la figurde El Carajo, rencorosa y muda, s
desdibujaba en la sombra. Lompetuosos montones de la bocanada d
humo que soltó Polonio, invadieron lzona de luz con el desorden arrobado
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de las grupas, los belfos, las patas, lanubes, los arreos y el tumulto de scaballería, encimándose
revolviéndose en la lucha cuerpo cuerpo de sus propios volúmenecambiantes y pausados, para en seguidapoco a poco, a merced del aire inmóvilntegrarse con leve y sutil cadencia e
una quietud horizontal, a semejanza de lrevista victoriosa de diversa
formaciones militares después de unbatalla. Aquí el movimiento transferísus formas a la ondulada escritura dotros ritmos y las lentísimas espirales s
conservaban largamente en snstantánea condición de ídolo
borrachos y estatuas sorprendidas. Lvoz de Albino le llegó del otro lado d
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a puerta de hierro, queda, confidenciacon ternura. "Ya comienza a entrar lavisita". La visita. La droga. Los cuerpo
del humo desleían sus contornos, senlazaban, construían relieves estructuras y estelas, sujetos a su propiordenamiento —el mismo que decide esistema de los cielos— ya puramentdivinos, libres de lo humano, parte duna naturaleza nueva y recién inventada
de la que el sol era el demiurgo, y dondas nebulosas, apenas con un soplo dgeometría, antes de toda Creaciónocupaban la libertad de un espacio qu
se había formado a su propia imagen semejanza, como un inmenso desenterminable que no deja de realizars
nunca y no quiere ceñir jamás su
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ímites a nada que pueda contenerlogual que Dios. Pero ahí estaba E
Carajo, un anti-Dios maltrecho
carcomido, que empezó a sacudirse coas broncas convulsiones de una to
frenética, galopante, que lo hacígolpear con el cuerpo en forma extrañantermitente y autónoma, con el ruid
sordo y en fuga de un bongó al que lhubieran aflojado el parche, el muro de
rincón en que se apoyaba. Parecía uendemoniado con el ojo de buitrcolérico al que asomaba la asfixia. Laíneas, las espirales, los caracoles, la
estatuas y los dioses enloquecieronhuyeron, dispersos y resquebrajados poas trepidaciones de la tos. Le faltaba u
pulmón y a la mejor Albino habrí
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apoyado la rodilla con demasiada fuerzcontra su pecho cuando, momentos antesratara de estrangularlo. Era u
verdadero estorbo este tullido. Con graesfuerzo Albino sacó la mano por epostigo, pegada al rostro y encima de lnariz, con el propósito de estar listo recibir la droga en el momento en quas mujeres se aproximaran a la puert
de la celda. De pronto una espantos
rabia le cegó la vista: esa pequeñcostra húmeda, no endurecida todavíael pus, el pus de la herida abierta de E
Carajo que éste le dejara adherido a l
mano durante el forcejeo y que Albinoestuvo a punto de untarse en los labiosCerró los ojos mientras temblaba con uintineo de la cabeza sobre la plancha d
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hierro, a causa de la violencia bestiacon que tenía apretados los dientesEstaba decidido a matarlo, decidido co
odas las potencias de su alma. Abrióos párpados para mirar otra vez. Nardaría en comenzar el desfile de lo
familiares, pues las dos puertas decajón, una frente a la otra en cada rejaa estaban sin candado, para permitirlea entrada. Ellas no llegarían juntas, sin
a distancia, confundidas entre lavisitas. Albino conjeturaba acerca dcuál sería la primera en aparecer, si LChata, la madre o Mercedes, Meche, co
su bello cuerpo, con sus hombros, cosus piernas, alada, incitante. (Pero comque la evocación de Meche en lacircunstancias de este momento, s
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distorsionaba a influjo de nuevofactores, inciertos y llenos dcontradicciones, que añadían a
recuerdo una atmósfera distinta, un toquoriginal y extraño: Meche vendría dpasar por una experiencia cuyos detallegnoraba Albino pero que, desde que lo
supo, una semana antes —cuandplaneaban la forma de introducir ldroga al Penal y Polonio había pensad
en servirse de la madre de El Carajo —permanecía fija en su mente en unforma u otra, pero aludiendo en todcaso a imágenes físicas concretas. Co
oda exactitud la celadora, en primeugar, y luego el diverso e inquietant
contenido que adquirirían dos palabraescuchadas por Albino quién sabe dónd
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cómo —entre enfermeras o médicosmientras esperaba ser atendido de algen alguna parte, esto era como un sueñ
o quizá fuese un sueño en efecto—palabras que a favor de su carácter dcircunloquio técnico, condensaban unserie de movimientos y situaciones muvastos y sugerentes: postur
inecológica. La celadora y su forma dregistrar a cierto número de la
visitantes, no a todas, sino de modespecial a quienes venían para ver drogadictos y de éstos a los que sseñalaban como agentes más activos de
ráfico en el interior de la PreventivaAlbino y Polonio. ¿Se les registraría eesa postura ginecológica? Estsituación —y las dos palabras absurda
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— hacían de Meche algo ligeramentdistinto a la Meche habitual: violada prostituida, pero sin que tal cos
constituyera un elemento de rechazosino por el contrario, de aproximacióncomo si le añadiera un atractivo dnaturaleza no definida, que Albino no ssentía capaz de formular. No lmportaba que Meche pudiera habers
visto en un trance equívoco —y se l
preguntaría a ella misma con todos lodetalles— en el supuesto de unexploración más o menos excesiva poparte de la celadora, durante el registro
esto lo excitaba con un deseo renovadode apariencia desconocida, y un relatminucioso y verídico de Meche lo haríesperar, en lo sucesivo, una nueva form
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de enlace entre ellos dos, más intensa completa, a la que no le faltaría, siduda, un cierto toque de alegre
desenvuelta depravación, en la quaquellas dos palabras médicadesempeñarían, de algún mododeterminado papel.) Aunque el "cajónformara parte de la Crujía, separado désta únicamente por las mismas rejaque servían a los dos de límite, l
presencia de los celadores de guardiaencerrados ahí dentro, le daba easpecto de una cárcel aparte, una cárcepara carceleros, una cárcel dentro de l
cárcel, por donde la visita tendría qupasar de modo forzoso antes de entrar apatio de la Crujía propiamente dichaÉste era el campo visual que Albino
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dominaba desde el postigo, unverdadera tortura. Más alto que eventanillo —que en el caso de un
estatura media estaba al nivel del pech—, Albino tenía que mantenersencorvado, en una posición muy forzadapara conservar la cabeza metida allí, lque al cabo de algunos minutos le habíocasionado un agudo dolor muscular eel cuello y la espalda, aparte de hace
que le temblaran las piernas de un modridículo y mortificante pues daba lmpresión de que tenía miedo
Traspuestas por cualquiera de las tre
mujeres —Meche, La Chata o la madr— la primera y segunda rejas del cajónera cosa de hacer algo —un ruidogolpear la puerta a patadas— a fin d
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que repararan en el punto preciso dondse encontraba la celda del apando. Lmás correcto, naturalmente, pensó, serí
anzar un insulto, gritarles una mentadde madre a los monos, pues para esestaban ahí. La cosa era verlas llegarverlas entrar al cajón y luego al patiopara sentirse seguros de que todo habímarchado bien con el registro, con lamonas. Por cuanto a Meche y La Chat
no habría problema: las manosearían a, sin encontrarles nada dentro. Lmadre era lo importante. Que pasaraque pasara, que la pinche vieja pasar
con los treinta gramos metidos en loentresijos. A falta de otra palabralamaban huelga a esto que iba
ocurrir: huelga de mujeres. Pero ante
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de que Meche, La Chata y la madrsubieran hasta aquí, a la puerta de lcelda, para soltarse a chillar, a gritar
patalear, antes de que la bronccomenzara en serio, la madre deberíentregarles a ellos, precisamente al questuviera con la cabeza en el postigo, epaquetito de droga. En este caso Albinoel Bautista en turno sobre la bandejaDespués, ya amacizado con la droga, s
ocuparía de la muerte de El Carajo. Erfácil liquidar el asunto, en algunfunción del cine, entre las sombrasMeterle la punta del fierro a través d
as costillas, mientras Polonio le tapaba boca, pues querría gritar como u
chivo. No lo habían asociado con ellodebido precisamente a su linda cara
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Albino rió: nomás a causa de que tenímadre. Tener madre era la gran cosapara el cabrón, un negocio completo
Las visitas formaban cola en eredondel, a poca distancia —pero aúfuera del ángulo visual de Albino—para entrar por turno a las respectivacrujías. Madres, esposas, hijasmuchachos, muy pocos hombremaduros, dos o tres en cada grupo, e
aire receloso, la mirada baja. Laconversaciones, curiosamente, jamágiraban en torno a las causas que habíaraído a la cárcel a sus parientes. Nadi
ponía en tela de juicio la culpabilidad a inocencia del hijo, del marido, de
hermano: estaban ahí, eso era todo. Nocurría lo mismo con otro tipo d
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visitas. Cuando alguna señora de lclase alta llegaba a pisar estos lugaresas primeras veces, su preocupació
única, obsesiva, manifiesta —querminaba por carecer de toda lógica
aun de simple ilación— era la destablecer un límite social preciso entrsu preso —las causas por las que estabdetenido, lo pasajero y puramentncidental de su tránsito por la prisión—
los presos de las demás personas. Asuyo se le "acusaba de", sin tener ningúdelito —aunque las aparienciaresultasen de todos modos sospechosa
— y ya se habían movilizado en su favograndes influencias, y dos o treministros andaban en el asunto. Quienea escuchaban asentían invariablemente
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sin discutir ni sorprenderse, condulgencia e incredulidad, sin que l
gran señora parara cuentas en est
género de piadosa cortesía, que ellomaba como deslumbramiento, si s
añade cierto lujo recargado con el quba vestida. Pero a medida que s
presencia se hacía más constante en lcola de las visitas, la señora de alcurniba modificando poco a poco su actitu
haciendo concesiones a la realidadCada vez hablaba menos de lopersonajes influyentes, la inocencia o lculpa de "su" preso decaía
notablemente como tema dconversación y sus vestidos eran másencillos, hasta que por fin entraba a lcategoría de las visitantes normales
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erminaba por pasar inadvertida. LChata distinguió la figura de Mecheatrás, entre otras mujeres de la cola
Suspiró. La envidiaba con ganas. Lgustaba mucho su hombre, su Albino, desde que éste les mostrara la danza devientre en la sala de defensores, ssentía mareada por él en absoluto. Lpediría a Meche que, sin perder lamistad, le permitiera acostarse co
Albino. Una o dos veces nomás, sin quhubiera fijón, es decir, como si Mechno se fijara en ello. Un poco alejada dMeche, la madre de El Carajo s
aproximaba renqueante, taimada. Shabía dejado introducir el tapóanticonceptivo, por Meche y La Chatacomo si tal cosa, con la indiferencia d
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una vaca a la que se ordeñara. Ahestaban las ubres, pues; ahí estaba lvagina. Como lo calcularan, con ella n
hubo registro, la respetaron por su edada vaca ordeñada pasó tan insospechabl
como una virgen. Pero habían llegado ya la jaula de los monos, al cajón. E
Carajo porfiaba en que lo dejaraasomar la cabeza por el postigo, porquedecía, su madre no iba a quere
entregarle la droga a ningún otro máque a él. Pero porfiaba sin fuerza, siesperanza. La cabeza de Albino lrespondía desde afuera de la celda, co
ra. Aparecían por fin, allá abajoMeche y La Chata. "¡Esos putos mono
hijos de su pinche madre!" Los ojos das dos mujeres giraron hacia la voz: er
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su hombre. Pero faltaba la muía vieja da madre, tardaba la infeliz. La cabez
de la guillotina se negó en seco a cede
el puesto de vigía. Su mamá no iba a sean tonta como para darles la droga
otros, terqueaba El Carajo. Puramentiras. Tanto como deseaba ver a sumadre ahora mismo, aquí, necesitándolan desesperadamente. Le contaría todo
sin quedarse callado como otras veces
Todo. Las inmensas noches en vela de lenfermería, sujeto dentro de la camisde fuerza, los baños de agua helada, lde las venas: por supuesto que no querí
morir, pero quería morir de todomodos; la forma de abandonarse, dabandonar su cuerpo como un hilacho, a deriva, la infinita impiedad de lo
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seres humanos, la infinita impiedad de émismo, las maldiciones de que estabhecha su alma. Todo. Terqueaba. "¡Te
digo que no jodas!" En estos momentoa madre de El Carajo cruzó las do
rejas del cajón y entró al patio de lCrujía. Estaban salvados. Orientadapor el grito que había dado Albino, lamujeres se encaminaron hacia la celdde los apandados, pero con una suert
de traslación mágica, invisible apresurada, unidas a los movimientos, ar y venir y al buscarse entre sí de la
demás gentes, de un modo tan natura
propio y desenvuelto, que no parecíadistintas, ni particulares, ni tener uobjetivo propio y determinado, al gradde que ya estaban aquí, de pronto,
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Meche se había lanzado sobre la cabezde Albino y la cubría de besos por todapartes, en las orejas, en los ojos, en l
nariz, a la mitad de los labios, sin que lcabeza de Holofernes acertara moverse, apenas aleteante, igual que ecuerpo de un pez monstruoso, cocabeza humana, al que hubiese varadun golpe de mar. "¡Mijo! ¿On tá mijo?"exclamaba la madre de El Carajo co
una voz cavernosa y como sin sentidopues parecía estar segura que desde eprimer momento iba a toparse cara cara con su hijo y al no ser así s
mostraba extraviada y confusa, con unexpresión llena de miedo y desconfianzhacia las otras dos mujeres. "¿On tá, oá?", repetía sin apartar los ojos de l
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cabeza y la mano expuestas sobre lplanchuela del postigo y bamboleándoscon torpeza como si estuviera ebria. L
cabeza separada del tronco, guillotinad viva con su único ojo que giraba e
redondo, desesperado, en la mismforma en que lo hacen las reses cuandse las derriba en tierra y saben que van morir, desató desde el principio eMeche y La Chata un furor enloquecido
pero diríase también jovial y, noobstante lo desquiciado de la situaciónalegre. Se veían incluso más jóvenes do que eran —pues no llegarían a lo
veinticinco—, unas muchachas con pocmenos de veinte años, deportivaselásticas, ágiles y gallardas al mismiempo que bestiales. Se habían montad
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sobre el barandal del corredor con lapiernas cruzadas, sujetas con los piecada quien a uno de los travesaño
verticales, y desde tal posición, lafaldas levantadas y los muslos adescubierto, lanzaban los gritos aullidos más inverosímiles, agitando eel aire sin cesar las manos, ya crispadasa en un puño, y los brazos, parecidos
robustas y torneadas raíces de acero
sacudidos por cortas y violentadescargas eléctricas, mientras los ojosabiertos más allá de lo imaginabledescompuestos y enrojecidos, tenía
destellos de una rabia sin límites"Sáquenlos, sáquenlos", la palabrdividida en dos coléricas emisionessáquen-lós, sáquen-lós. La madr
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permanecía inmóvil en medio de las domujeres aferrada con ambas manos abarandal, como al puente de un navío
vuelta hacia el patio y mirando de reojode vez en vez, hacia el postigo, eespera de ver ahí la cabeza de su hijo no la de este otro hombre a quien no lunía afecto ni ternura alguna. La cabezaa sus espaldas, reclamaba, apremiantenerviosa, con asomos de histeria
"Venga el paquete, vieja", primeroconciliadora, pero en seguida agresivdentro del sofoco de la entonaciócautelosa. "¡Venga la droga, viej
pendeja! ¡Venga el paquete, vieja jija dea chingada!" Era muy posible que l
madre no escuchara en realidad. Parecíuna mole de piedra, apenas esculpid
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por el hacha de pedernal del periodneolítico, vasta, pesada, espantosa solemne. Su silencio tenía algo d
zoológico y rupestre, como si lausencia del órgano adecuado lmpidiera emitir sonido alguno, hablar
gritar, una bestia muda de nacimientoÚnicamente lloraba y aun sus lágrimaproducían el horror de un animadesconocido en absoluto, al que s
mirara por primera vez, y del que fuesmposible sentir misericordia o amorgual que con su hijo. Las lágrima
gruesas y lentas que resbalaban por l
mejilla correspondiente al viejnavajazo que iba desde la ceja amentón, en lugar de la línea verticaseguían el curso de la cicatriz
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goteaban de la punta de la barba, ajenaa los ojos, ajenas a todo llanto humanoEn el patio de la Crujía, los reclusos
sus familiares, con un aire de inaparentdistracción y como necesitados de algque no era suyo y a lo que no podíaresistir, se agrupaban poco a poco bajoas mujeres del barandal. Nadie osabanzar un grito o una voz, pero de tod
aquella masa salía un avispeo sordo
entre dientes, un zumbar unánime dsolidaridad y de contento, del que nadie podrían culpar los monos. Duranta visita de los familiares, el patio de l
Crujía se transformaba en un estrafalaricampamento, con las cobijas extendidaen el suelo y otras, sujetas a los muroentre las puertas de cada celda, a guis
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de techumbre, donde cada clan sreunía, hombro con hombro, mujeresniños, reclusos, en una especie d
agregación primitiva y desamparada, dnáufragos extraños unos a otros o gentque nunca había tenido hogar y hoensayaba, por puro instinto, una suertde convivencia contrahecha y desnudaLa marea, abajo de las tres mujerescrecía en pequeñas olas sucesivas
despaciosas, que se aproximaban comen un paseo, los hombres sin apartar lmirada, abierta y cínica, expectantes y un tiempo divertidos y temerosos, de la
rusas negras de Meche y La Chata. "¡Sapues, pinche Carajo!" No entendía"¡Tú, que salgas tú!" La cabeza dAlbino se sumió trabajosamente en l
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celda y la madre pudo ver, casi eseguida, igual que si se mirara en uespejo, cómo paría de nueva cuenta a s
hijo, primero la pelambre húmeda y edesorden y luego, hueso por hueso, lfrente, los pómulos, el maxilar, carne dsu carne y sangre de su sangremarchitas, amargas y vencidas. Coloca mano trémula y tosca sobre la frent
del hijo como si quisiera protejer al oj
ciego de los rayos vivos del sol. "Epaquete, mamacita linda, el paquetitque tráis," pedía el hombre en un tonquejumbroso y desolado. Aterrada
aturdida, sonámbula de sufrimiento, coaquella mano que se posaba, siconciencia alguna, sobre la frente dehijo, tenía, de súbito, un poco el aspect
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alucinante y sobrecogedor de unDolorosa bárbara, sin desbastar, hechde barro y de piedras y de adobes, u
dolo viejo y roto. Dentro derepiquetear, allá abajo, de tambores esordina, cada vez se oía con máfrecuencia, distinta y aislada, alguna voque coreaba el grito de las mujeresSáquen-lós, sáquen-lós. Proveniente da Comandancia, un rondín de die
celadores traspuso el cajón. La gentesin dar el rostro, abrió el paso a suzancadas disparejas y temerosas, dmonos a los que se había puesto e
ibertad y no se acostumbraban del toda correr, atentos más que nada a noaislarse del grupo, de la tribu, y nquedar a solas en medio de la multitu
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procelosa, impersonal, impune, qufingía no verlos pasar, nirencorosamente, darles existencia física
miraba a través de ellos del mismmodo que si se tratara de cuerporansparentes. La lucha contra Meche, L
Chata y la vieja parecía no terminanunca, con el aspecto de una accióncruenta, sin dolor y muy lejana. Ya
semi desnudas, las ropas en jirones
encontraban siempre un punto, unsaliente, un travesaño, una hendedura a cual atorarse, mientras tres o cuatr
monos por cada una, hacían grotesco
esfuerzos por arrastrarlas hacia lescalera. De la ronca voz, allá abajo, da multitud, brotaba toda clase de la
más diversas exclamaciones, gritos
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denuestos, carcajadas, ya de protesta compasión, o de salvaje gozo que exigímayor descaro, brutalidad
desvergüenza al espectáculo fabuloso único de los senos, las nalgas, lovientres al aire. La madre, los cortobrazos levantados por encima de lcabeza, se interponía en medio de lamujeres y los monos, sin hacer nada, coos pesados y dificultosos saltos de u
pajarraco al que se le hubiera olvidadvolar, un eslabón prehistórico entre loreptiles y las aves. En uno de estosaltos cayó, resbalando sobre l
superficie de hierro del corredor, hastquedar horquetada con el travesaño debarandal en medio de las piernaabiertas, cosa que le impedía por l
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pronto despeñarse desde lo alto, perque no evitaría que cayera al patio de umomento a otro, la mitad del cuerp
suspendida en el vacío. Hubo un rugidde pavor lanzado simultáneamente poodos los espectadores y se produj
entonces un silencio asfixiante, rarogual que si no hubiera nadie sobre l
superficie de la tierra. Los apandado
mismos enmudecieron en su celda, si
ver, únicamente por la adivinación dque estaba a punto de ocurrir algo simedida. La mujer sacudía los brazos eun aleteo irracional y desesperado. "¡N
e muevas, vieja güey!", rompió esilencio uno de los monos y arrastró a lmadre fuera del peligro tirando de ellpor debajo de las axilas. Volvió a reina
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el mismo silencio de antes, pero ahorno sólo por cuanto a la ausencia druido y de voces, sino por cuanto a lo
movimientos, movimientos en absolutcarentes de rumor, que no sescuchaban, como si se tratara de unenta e imaginaria acción subacuática
de buzos que actuaran por hipnosis donde cada quien, actores espectadores, estuviese metido dentr
de la propia escafandra de su cuerpopresente y distante, inmóvil perdesplazando sus movimientos fase fase, por estancos, en fragmento
autónomos e independientes, a los quarmonizaba en su unidad exteriorvisible, no el enlace de una coherenciógica y causal, sino precisamente e
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hilo frío y rígido de la locura. Algoocurría en esta película anterior a lbanda de sonido. Quién sabe qué dijo e
Comandante a los monos y a lamujeres: se hizo una calma insólita ensa, dos monos se inclinaron sobre e
candado de la celda y desapandaron
os tres reclusos, y todo el grupo —lares mujeres, sus hombres y lo
celadores—, tranquilo a pesar de la
miradas de loco de Polonio, Albino nc luso El Carajo, se dirigió descender las escaleras. En la puerta decajón, el Comandante hizo pasar a do
celadores y luego se volvió hacia lamujeres. Estaba muy seguro de leficacia de su trampa. "Aquí dentrpodrán hablar con sus presos todo l
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que quieran a la vista de todos", dijo"pasen primero las señoras y luego lomachos". Las mujeres obedeciero
dóciles, con un aire de victoria fatigadaPero no bien habían entrado, los doprimeros monos, con una celeridarelampagueante, las empujaron en uabrir y cerrar de ojos fuera del cajónpor la puerta que daba al redondelcerrando de inmediato el candado tra
de ellas. Habían quedado de golpe, siesperarlo y sin darse cuenta, al otro ladde la Crujía, al otro lado del mundo. Ne dio tiempo al Comandante de reir s
rampa. Albino y Polonio, con El Carajen medio, irrumpieron codesencadenada y ciega violencia dentroseguidos inconcientemente por e
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Comandante y un celador más. Con usolo y brusco ademán Albino cerró ecandado de la puerta que comunicab
con la Crujía. Ahora estaban solos coel Comandante y los tres celadoresencerrados en la misma jaula de monosCuatro contra tres; no, dos contra cuatrohabida nota de la nulidad absoluta de E
Carajo. "Ora vamos a ver de a cómnos toca, monos hijos de su puta madre"
bramó Albino a tiempo que sdespojaba de su cinturón de baquetpara blandido en la pelea. Un garrotazen pleno rostro, sobre el pómulo y l
nariz, le hizo brotar una repentina flor dsangre, sorprendente, como salida de lnada. Polonio y Albino estabaconvertidos en dos antiguos gladiadores
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homicidas hasta la raíz de los cabellosLa pelea era callada, acechante, precisasin un grito, sin una queja. Tiraban
matar y herirse en lo más vivo, con lopies, con los garrotes, con los dientescon los puños, a sacarse los ojos romperse los testículos. Las miradas, laactitudes, la respiración, el calculadmovimiento de un brazo, el adelantar retroceder de un pie, consagrados po
entero a la tensa voluntad de un solo unívoco fin implacable, trasudaban lmuerte en su presencia más rotunda, máncreíble. Las mujeres, impotentes a
otro lado de la reja, gritaban comdemonios, pateaban al celador que sofrecía más próximo y tiraban de locabellos a los que por un momento caía
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cerca, para arrancarles mechones cuyaraíces sangraban con blancuzcos trozode cuero cabelludo. La madre, d
rodillas, se golpeaba la frente contra esuelo repetidas veces, en una especie doración desorbitada y extravagantemientras El Carajo, replegado entre lobarrotes, encogido en un intento feropor reducir al máximo el volumen de scuerpo, aullaba largamente, no hací
otra cosa que aullar. Llegaron de lComandancia otros monos, veinte o másprovistos de largos tubos de hierro. Lcuestión era introducirlos, tubo por tubo
entre los barrotes, de reja a reja de laula, y con la ayuda de los celadore
que habían quedado en el patio de lCrujía, mantenerlos firmes, con dos
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res hombres sujetos a cada extremo, fin de ir levantando barreras sucesivas o largo y lo alto del rectángulo, en lo
más diversos e imprevistos planos niveles, conforme a lo que exigieran lanecesidades de la lucha contra las dobestias, y al mismo tiempo atentos a nentorpecer o anular la acción deComandante y los tres monos, en udiabólico sucederse de mutilaciones de
espacio, triángulos, trapecios, paralelassegmentos oblicuos o perpendicularesíneas y más líneas, rejas y más rejas
hasta impedir cualquier movimiento d
os gladiadores y dejarlos crucificadosobre el esquema monstruoso de estgigantesca derrota de la libertad manos de la geometría. Las tre
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primeras de las cinco barrahorizontales que hacían perpendiculacon los barrotes de cada reja del cajón
primero como punto de apoyo para loubos que irían de lado a lado, y despué
como estructuración vertical deespacio, bastaban a los propósitos de loperación, pues la inferior, a la altura das rodillas, y las de en medio
superior, a los niveles del bajo vientre
del cuello en un hombre de dimensioneregulares —Albino, no obstanterebasaría con la cabeza la línea superio—, permitirían tender los trazo
nvasores con los cuales aherrojar, hasta inmovilidad más completa, al par d
rebeldes enloquecidos. Ellos, logladiadores, eran invencibles, inclus
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por encima de Dios, pero no podían coesto. Empujaban los tubos hacia arribasaltaban, forcejeaban de mil maneras
pero al fin no pudieron más. Loceladores entraron a la jaula para sacaal Comandante y a los tres compañerosuyos, convertidos en guiñapos. Lamujeres fueron retiradas a rastras, de tamodo enronquecidas, que sus gritos nse oían. Al mismo tiempo El Caraj
ogró deslizarse hasta los pies deoficial que había venido con loceladores. "Ella —musitó mientraseñalaba a su madre con un sesgo de
ojo opaco y la-crimeante—, ella es lque trái la droga dentro, metida entre laverijas. Mándela a esculcar pa que lvea." Fuera del oficial nadie lo habí
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escuchado. Sonrió con una mueca tristeColgantes de los tubos, más presos qupreso alguno, Polonio y Albino parecía
harapos sanguinolentos, monodescuartizados y puestos a secar al soLo único claro para ellos era que lmadre no había podido entregar la droga su hijo ni a nadien, como ella decíaPensaban, a la vez, que sería por demámatar al tullido. Ya para qué.
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Cárcel Preventiva de la Ciudad.México. Febrero-Marzo (15), 1969
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