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Educación y Diferencia: El Hombre Elefante (D. Lynch)
1
La comprensión y aceptación ética de las diferencias:
una lectura del film El Hombre Elefante
Dra. Liliana J. Guzmán
XXI Jornadas de Cátedras y Carreras de Educación Especial de las Universidades Nacionales (RUEDES)
Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (2012)
Resumen
En este trabajo me interesa indagar la relación ética entre “diferencia” y “normalidad”,
como una problemática específica de aceptación del otro, de la alteridad, para la
constitución crítica y reflexiva de la subjetividad.
Para ello, abordaré una interpretación del film El Hombre Elefante (dirigida por David
Lynch, 1984). El film retrata la historia real del joven John Merrick, quien padeció una
extraña enfermedad (luego descrita como Síndrome de Proteus) consistente en
deformidades con morfología elefantiásica, desde sus 18 meses de edad. El caso se sitúa
en Londres, hacia fines del siglo XIX, y nos relata la vida de quien fue sometido desde
niño a situaciones de violencia, de explotación, de marginalidad y de ocultamiento. El
relato fílmico da cuenta del descubrimiento del caso por un médico cirujano del
Hospital de Londres, Frederick Treves, quien investiga las anormalidades y decide su
internación para su estudio y protección, instancia en la que descubre e indaga algunas
de las experiencias vividas por el protagonista.
Este trabajo aborda la problemática ética de la relación entre “diferencia” y
“normalidad”, desde la analítica de la subjetividad de Michel Foucault en una
interpretación de la constitución de una experiencia de sí como ejercicio dialéctico de
saber y poder, ello en tanto ejercicio para pensar la diferencia en situaciones educativas,
médicas, sociales definidas como “normales” (o “anormales”), y como experiencias de
formación transformadora de sí, como práctica de subjetividad.
Educación y Diferencia: El Hombre Elefante (D. Lynch)
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Acerca del Hombre Elefante: su época y contexto
La película El Hombre Elefante, dirigida por David Lynch en el año 1984 y rodada en
blanco y negro, nos sitúa en plena época victoriana de una Londres ambigua plena de
opulencia y miseria, simultáneamente. La película está ambientada hacia finales de la
segunda mitad del siglo XIX: en efecto, John Merrick, protagonista del relato nació en
1862 y murió en 1890, padeciendo desde su niñez una enfermedad que fue identificada
y confirmada un siglo después de su muerte (2003) después bajo el nombre de
Síndrome de Proteus, un conjunto de malformaciones y tumores corporales aquejados
por problemas craneales y respiratorios, estado de deterioro progresivo que devino,
finalmente, en la muerte del joven antes de sus 30 años de edad.
El momento epocal del film se sitúa en la Londres industrial y urbana de fines del siglo
victoriano, con una descripción detallada de los espacios institucionales y sus modos de
disciplinamiento, y con una mirada agudamente crítica de los tiempos de ocio de una
sociedad dividida entre la opulencia y la miseria, como así también de su modo de
producción en la cultura de la máquina y sus terribles consecuencias para la vida de los
hombres, biológica, psicológica y socialmente. David Lynch nos pinta, con esta
película, un cuadro que desborda el realismo de una sociedad normalizada por la
industria y las disciplinas pero también poblada de monstruos, o figuras “anormales”, de
la misma manera que retrata el extraño encuentro entre actitudes disímiles y
diametralmente opuestas como lo son la discriminación, la violencia y la sensibilidad
humana incluso cuando es expuesta a torturas y explotaciones físicas y psicológicas en
aras de una sobrevivencia económica o statu quo social.
Representación de la monstruosidad como contracara de la Modernidad
David Lynch, con El Hombre Elefante, nos sitúa frente a la cara oscura de una
Modernidad aún romántica y absolutamente heredera de los ideales de la Ilustración y
de las revoluciones políticas, económicas y sociales que marcaron los comienzos de la
sociedad moderna y sus modos de vida, trabajo y producción. Lynch nos muestra los
más prominentes dispositivos tecnológicos del siglo XIX: el tren, las máquinas de
producción industrial, y las instituciones de encierro para curación, corrección o
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disciplinamiento de los sujetos. En este caso, nos encontramos entre el circo de
afluencia de los pobres y el Hospital de Londres, centro de impacto de los avances
médicos más significativos del momento, y espacio de investigación de problemáticas
vinculadas a la salud de la población, su diagnóstico, curación y tratamiento
hospitalario.
En este contexto, la figura de John Merrick como Hombre Elefante no se puede
encuadrar del todo en la representación o categoría de “anormalidad”, propiamente (al
menos no desde la analítica foucaulteana). Más bien, el Hombre Elefante debiera ser
ubicado en la bisagra del sujeto “anormal” en tanto monstruo social, como hombre
desfigurado al límite de la monstruosidad. El Hombre Elefante no se ubica en una
monstruosidad criminal (típica de la época) o delictiva, pero sí lo encontramos en el
doble eje del espacio de la violencia y la explotación, como así también en la figura
degenerativa (progresivamente degenerativa) en virtud de la aún falta de investigaciones
en el campo de la medicina y la educación, entre otras disciplinas.
En el caso del Hombre Elefante, lo vemos allí en las décadas finales del siglo victoriano
como un objeto de explotación laboral extrema (un showman) en el espacio circense
denominado “Monstruos”, espacio de ingreso restringido y en el que el mayor interés no
radica en la producción o capacidad estética de John Merrick, sino en su capacidad de
generar asombro y/o repugnancia en sus espectadores. El Hombre Elefante logra este
efecto de horror en sus espectadores precisamente por su figura deforme, débil,
“monstruosa”, colmada de protuberancias craneales, asimetría ósea, mal olor, bronquitis
crónica, tumores o papilomas en todo el cuerpo, especialmente en la espalda, escoliosis
pronunciada, extremidades derechas desviadas. En ese momento, el diagnóstico sobre
su condición singular se define como “incurable”, ante lo cual el médico cirujano
Frederick Treves sugiere, previo examen y conversión del sujeto en su objeto de
investigación, su hospitalización para refugio y cuidados permanentes.
El monstruo como figura de lo “anormal”: la mirada de Foucault
En varios de sus seminarios y producciones teóricas, Michel Foucault (1926-1984)
indagó particularmente la partición occidental moderna entre razón y sinrazón, o
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normalidad y locura. Ello desde su tesis en Psiquiatría (El nacimiento de la clínica en la
época clásica) hasta textos paradigmáticos de su corpus filosófico escrito, como
Historia de la Locura y seminarios específicos de sus últimos años de vida, entre ellos,
Los Anormales1. En Los Anormales, y en la perspectiva de una “ontología histórica de
nosotros mismos” como marco referencial para pensar nuestro presente en tanto
experiencia por la cual nos transformamos y constituimos como sujetos reflexivos en
este particular momento histórico, en ese horizonte Foucault desarrolla una indagación
sistemática sobre las figuras de la anormalidad características del siglo XIX y
representativas de las disciplinas que hicieron de “la anormalidad” un objeto específico
de su conocimiento (medicina, psiquiatría, psicología, educación, etc.).
En Los Anormales Foucault nos enseña que el monstruo es una de las tres figuras típicas
de “la anormalidad” en el siglo XIX, ellas eran: el monstruo, el indisciplinado, y el
onanista. De alguna manera, las tres figuras de la anormalidad se reunirían en la imagen
de lo monstruoso, del anormal “monstruo”. Dice Foucault: “el anormal, y esto hasta
fines del siglo XIX y tal vez hasta el XX) es en el fondo un monstruo cotidiano”2. En
este sentido, el monstruo humano tiene por marco de referencia a la ley, pues su
existencia infringe o pone en sospecha la ley, pero también es una figura jurídica
biológica, que combina lo imposible y lo prohibido. Si vemos al Hombre Elefante,
reúne en sí la trastienda de la ley, en tanto sujeto con nombre y de derecho pero que no
accede a los derechos humanos básicos para vivir una vida digna, y se instala entre lo
imposible (un hombre que causa espanto) y lo prohibido (ese espectáculo censurado por
la Policía y de acceso restringido bajo la categoría de “monstruos”).
Dos rasgos definirían así la figura del monstruo humano como figura anormal: por una
parte, el monstruo viola la ley porque es el sujeto de la “violencia lisa y llana de
supresión”3, a la vez que es objeto de los cuidados médicos y de la atención o piedad de
grupos o personas que desesperan por brindarle un mejor hogar o alivio al pesar de sus
dolencias y discriminaciones. Pero por otra parte, el monstruo humano es una forma
espontánea o natural (y brutal) de la contranaturaleza: “es un modelo en aumento, forma
1 Seminario dictado en el Collège de France, entre 1974 y 1975.
2 Foucault, M. Los Anormales, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
33 Ob. cit. p. 62
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desplegada por los juegos de la naturaleza misma en todas las pequeñas irregularidades
posibles”4. Ante esta doble condición del monstruo, su exposición a la violencia y su
estado natural de contranaturaleza humana, vemos al Hombre Elefante como objeto y
víctima de dos situaciones que definían la condición del monstruo del siglo XIX: el
crimen y el castigo. El Hombre Elefante es “propiedad” de un sujeto prácticamente
criminal que (ebrio o no) golpea al joven, y que obtiene su sustento del circo donde
expone la terrible condición de vida de John Merrick, y su patología como curiosidad.
Volviendo a su situación particular, la Inglaterra de fines de siglo XIX, se hace evidente
lo que Foucault denomina como la construcción de dispositivos de disciplinamiento
social. En efecto, la revolución burguesa es la conquista de aparatos del Estado
constituidos por la monarquía absoluta, y es la invención de una nueva tecnología del
poder, donde las disciplinas son sus piezas esenciales. Esta nueva tecnología también
implicó procedimientos tales como los que la medicina refleja en El Hombre Elefante:
la publicidad de los debates científicos y la regla de la íntima convicción (o la
tranquilidad de conciencia en haber actuado de acuerdo a la mejor voluntad o
disposición para con los demás). Habría entonces, según Foucault, un par de fenómenos
que definen la percepción de la “anormalidad”, en este contexto:
a) La construcción de una teoría general de la degeneración, como marco teórico
de la segunda mitad del siglo XIX y como justificación social y moral de las
técnicas de clasificación y señalamiento de los sujetos “diferentes” y la
intervención de la anormalidad;
b) El ordenamiento de una red institucional compleja que (entre los límites de la
medicina y la justicia) hace de estructura de recepción de los anormales y es
instrumento de “defensa de la sociedad”.
En el espacio difuso entre ambas instancias que definen y condicionan la anormalidad y
la figura del “monstruo” humano, vemos entonces la extrema vulnerabilidad y violencia
en la que habita El Hombre Elefante de Lynch. Así, el monstruoso Hombre Elefante
quedaría definido como figura anormal no en tanto hombre de ficción (como pueblan
los monstruos la literatura romántica de la época en décadas previas: Drácula,
4 Ibid.
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Frankenstein, etc.) sino como un monstruo real, de carne y hueso deformes y
degenerativos, que habita y padece la ciudad, la marginalidad y las instituciones de los
sujetos reales que demarcan lo normal, lo anormal, y sus procedimientos de exclusión,
diferencia, discriminación y castigo.
John Merrick, la fina sensibilidad del monstruoso Hombre Elefante
La figura del Hombre Elefante no se puede encuadrar en la categoría del monstruo
ficcional o criminal sino en los bordes del monstruo social. En otras palabras, John
Merrick es un hombre desfigurado por una patología entonces desconocida y que lo
hace ser un hombre desfigurado y débil, en los bordes de la monstruosidad, pero a su
vez, lo convierte en una subjetividad sensible y particularmente frágil, y delicada.
El Hombre Elefante es figura, entonces, de la monstruosidad no capturable por los
hospitales y escuelas, pues nada más lejos que Merrick de un monstruo político, sexual
o criminal. La subjetividad de John Merrick se posiciona en los bordes de una sociedad
disciplinaria, al filo de la ley y al refugio de los cuidados médicos ulteriores a la
violencia y la enajenación que ha sido su situación vital permanente, según el relato de
Lynch. John Merrick encarna cierta relación paradójica entre belleza y fealdad, que lo
dota de una extraña sensibilidad al arte, a la fotografía, a los relatos e historias orales, a
las plegarias bíblicas (en efecto, recita de memoria el Salmo 23 para gran asombro de su
médico y del director del Hospital). John Merrick es la figura deforme que también, en
la contención hospitalaria, demuestra una innata capacidad de sociabilización no
esperable en alguien que fue víctima de atropellos y violencias.
El Hombre Elefante, desde que encuentra en el Hospital un refugio, da rienda libre a su
creatividad, emulando en cartón y papel la iglesia de San Felipe que observa desde su
ventana. Es allí también donde descubre su afección por el teatro, su simpatía con
Shakespeare y la capacidad humana de reír, amar, llorar y comunicar sus percepciones,
estados emotivos, sensaciones, reflexiones y experiencias en diálogo con otras personas.
Paradójicamente, tanto para Lynch como para su protagonista (John Hurt), la sociedad
rechaza al monstruo y el poder lo protege: la misma sociedad que se mofa de su
condición o paga por ver su deterioro está representada públicamente por un dispositivo
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de poder que también produce mecanismos de explotación pero que a John Merrick le
protege (una vez descubierto por el Dr. Treves), al punto de estipular una mensualidad
importante al Hospital de Londres designando al mismo como su nuevo hogar de
cuidados y atención permanente.
No deja de ser llamativo y curioso que, de alguna y otra manera, todas las relaciones
que atraviesan las distintas situaciones o experiencias del protagonista son atravesadas
por una marcada relación de dinero y beneficio: pensemos que el propietario, el médico,
el vigilante, la Corona, la institución llamada Hospital… todos en definitiva están
sacando rédito, de una u otra forma, del alojamiento o protección o violencia infringida
hacia John Merrick, no por nada uno de los diálogos claves del film es el debate entre
Bytes y Treves, propietario y médico, acerca de quién retiene consigo a John Merrick,
uno para explotación laboral, otro para investigación científica.
Escenas del Film El Hombre Elefante:
Según el corte del film tal como ha sido distribuido comercialmente para su
reproducción doméstica, tendríamos la división del texto fílmico en las siguientes
escenas o capítulos:
1. The Elephant Man: Obertura (recuerdos de la madre y un ataque de elefantes)
2. Doctor Frederick Treves, en el Circo, buscando el prohibido espacio de
Monstruos
3. Doctor Treves da conferencia ante sus colegas sobre el curioso caso del Elephant
Man
4. En el Hospital: sustos, suspiros y adaptaciones
5. Treves versus Bytes: disputa por los “dueños” del Hombre Elefante
6. La actriz que descubre un Romeo
7. John Merrick, un creativo de iglesias
8. El Hombre Elefante en los periódicos
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9. John Merrick, huésped de honor del Hospital de Londres y de la reina Victoria
10. Destrozos en la habitación: la visita nocturna del vigilante y sus cómplices
11. El Hombre Elefante, secuestrado y golpeado por Bytes, se fuga ayudado por
enanos y sale airoso del asedio final en la estación de trenes
12. En el teatro: representación de la vida de Merrick, entre ogros y hombros
cautivos.
13. El fin.
Una reflexión para otra educación de la diferencia
¿Qué imagen (nos) queda en la memoria, luego de ver El Hombre Elefante, en la
pantalla? La imagen sufriente de un joven que no encontraría curación a su
enfermedad y que lentamente fue construyendo un lugar social que le permitiera
sentir, hablar, dialogar, orar, crear y disfrutar. El monstruoso John Merrick escapa a
la figura típica del “anormal” y deviene en sujeto sensible, diferente, carente de
amor pero altamente agradecido por vivir, incluso en sus débiles condiciones físicas.
Carlos Skliar, en una reflexión sobre para qué y por qué educar con la diferencia,
nos dice: “No hay algo así como el deficiente o la deficiencia. Hay, eso sí, el poder o
la invención de una norma. Hay, eso sí, la fabricación de la deficiencia. Y hay otro
antagónico cuyo cuerpo, cuya mente, cuya lengua no sólo rehúye de la norma, como
bien quisiéramos, sino que al hacerlo deja de referirse a la norma, no habla de ella,
no piensa en ella, no sueña con ella, no se mueve por ella, no vive ni se desvive por
ella. Otro irreductible que se aleja de la norma y que deja como testamento un
enjuiciamiento voraz hacia la normalidad.”5 En esa pregunta por la diferencia estriba
quizás la posibilidad de pensar otra experiencia educativa de la subjetividad
diferente, que nos sensibiliza para otra cultura, y para el respeto ético por la
singularidad de cada persona diferente que excede la medida de las instituciones.
5 Skliar, C. Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia,
Buenos Aires: Miño y Dávila, 2011, p. 134
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