cazador de demonios capitulos 01-07
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Capítulo 1. La voz en la oscuridad.
“…Oscuridad, sangre y unos ojos muertos mirándome, es el último recuerdo
que tengo de ella…”.
Las primeras luces del alba lo descubrieron bajo un pequeño puente de
piedra, se despertó poco a poco debido a la claridad y sin saber dónde estaba. Le
costaba pensar, en un momento de lucidez se dijo a si mismo que era debido al frio.
No sentía las extremidades e intentó moverlas mientras abría los ojos débilmente,
doloridos por la claridad de la mañana.
Una gruesa capa de barro helado le cubría las manos y las piernas hasta las
rodillas. Se despertó de golpe al ver la costra de sangre que le cubría la mayor parte
del torso. Aterrorizado como una animal acorralado se puso en pie sin hacer caso de
las punzadas dolorosas que su cuerpo le transmitía por haber estado toda la noche
a la intemperie.
Con el repentino movimiento un sonido metálico repiqueteo a su lado. Se
giró para ver de dónde provenía y encontró a su lado una espada de acero sin funda.
Miró en todas direcciones antes de agacharse a recoger el arma, una vez en su
mano el peso le proporcionó cierta paz que no sentía desde sus días de soldado. La
calma de aquel que aun viéndose en peligro sabe defenderse con una hoja afilada
en su poder.
Se acercó entonces al pequeño riachuelo y sin soltar la espada en ningún
momento comenzó a lavarse. Tiritó de frio pero el agua le ayudó a despejarse, no
podía recordar que había pasado, lo último que le venía a la cabeza era estar en el
templo del Creador junto a Aristine. Pensar en ella le produjo un desasosiego que no
podía explicar y sin embargo una pequeña parte de él silencio ese sentimiento de
forma tajante.
Tengo que volver a casa se dijo mientras se quitaba los últimos restos de
barro de las botas. Así que salió de debajo del puente a la trémula luz de la mañana,
una tenue niebla se levantaba alrededor procedente de las partes más profundas
del rio, por lo que tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba.
Con pasos cansados y aterido de frio, con la espada desnuda en la mano
recorrió lo que se le antojó como un pueblo fantasma. Los vecinos no salían al
escucharlo llegar, la señora Dellavie no estaba en su jardín en el que sus
herramientas yacían tiradas sin orden ni concierto alguno. No había nadie en los
campos a medio segar, el invierno estaba casi encima del país y sin embargo no
encontró a nadie trabajando.
Anduvo por el camino principal del pueblo, ningún sonido destacaba entre la
niebla excepto el de sus pasos cansados. Llegó al pozo comunal que se encontraba
en la plaza central y se detuvo a beber un poco de agua, tras haber sacado un poco
con el cubo se llevó el cazo a los labios, sin embargo escupió el líquido
inmediatamente. El agua sabía fatal, como si un animal hubiese caído dentro y
hubiera muerto allí abajo. Escupió un par de veces más y se alejó en dirección a su
casa.
En un momento dado le pareció escuchar el sonido de unas alas y sintió el
aleteo junto a su oído. Levantó la espada en un acto reflejo y, tras comprobar que
no había nada ni nadie, continuó su camino. Con cada paso sus sentidos se ponían
más alerta, hasta que llegó un momento que se encontró avanzando en una postura
de combate que había aprendido de joven, cuando él y sus compañeros habían
realizado incursiones a campamentos enemigos.
Su casa se erigía en una pequeña colina en el lado norte del pueblo, una casa
que compartía con Aristine, la sacerdotisa del pueblo. Si bien eran pareja nunca se
habían casado pues el culto al Creador prohibía a las sacerdotisas contraer
matrimonio, cosa extraña ya que no les impedía compartir sus vidas con hombres ni
tener hijos. La verdad es que a Medan le daba igual, se querían y para él no
importaba nada más.
La casa se veía a duras penas entre la niebla, que se había ido espesando
conforme pasaba la mañana. Las paredes aparentaban ser negras desde donde se
encontraba y el árbol que había junto a ellas, que siempre le había parecido bello a
Aristine, mostraba una silueta oscura y amenazante.
A pesar de todo se dijo que eran imaginaciones suyas, que quizás se había
dado un golpe en la cabeza esa mañana de camino a la campiña y había caído al rio
que lo habría arrastrado hasta debajo del puente.
Le pareció escuchar una risa que le puso los pelos de punta, volvió su vista
hacía la espada que tenía en la mano y luego distraídamente tocó con la otra la
mancha de sangre que había en su camisa. No… debía hacer caso a sus sentidos, allí
estaba pasando algo, algo malo.
Con cuidado se aproximó a la entrada de la casa y encontró la puerta abierta.
Empujó suavemente la madera que se deslizó silenciosamente hacía dentro. No
parecía que hubiese nadie allí, ningún sonido salía del pequeño salón así que entró y
miró en las demás habitaciones. Nada, la casa estaba vacía.
Se acercó a una pared de su habitación donde colgadas en un simple
expositor de madera se encontraban su estoque y su pistola de avancarga, las
agarró con cierta reticencia “…armas buenas, muchas muertes…”. Se sobresaltó
ante ese pensamiento pero decidió hacer caso omiso de él y se ajustó las armas al
cinto. Recogió de la cocina un cuchillo de caza que solía usar para despellejar
animales y junto a su funda se lo ajusto a la caña de la bota.
Quizás hubiera pasado algo pensó mientras se armaba, alguna brote de
peste o alguna incursión, que si bien eran extrañas en esos días no es que no
hubiese ocurrido antes. Quizás habían huido… no, Aristine no se iría, ella estaría en
el templo. El templo… bien podría haberse refugiado todo el mundo allí reflexionó.
Estaba hecho de mármol blanco, erigido por algún santón como parte del camino
que el Creador recorrió en la antigüedad, las pesadas puertas de madera podrían ser
atrancadas desde el interior, allí se podría resistir durante días.
Apretó con decisión la empuñadura de la espada encontrada…y se agarró al
marco de la puerta ante una imagen que apareció en su cabeza… “…extremidades,
cuerpos rotos y abiertos, sangre por todas partes…”. Reprimió una arcada.
Cuando se hubo recuperado se pasó una manga por la frente, que a pesar del
frío se le había perlado de sudor al sufrir ese episodio de ansiedad, pues no era la
primera vez que tenía uno, aunque los recordaba más bien como pesadillas sufridas
durante la noche. Frecuentes en los años pasados como soldado, sólo después de
haber conocido a Aristine desaparecieron, en otro momento le hubiese
preocupado, sin embargo tenía que buscarla, eso era lo importante ahora.
Esta vez no se molestó en seguir el camino del pueblo, las continuas visitas al
templo habían sido tema de juegos y carreras entre los dos para ver quién llegaba
antes a casa y conocía caminos entre la maleza que le permitirían llegar en pocos
minutos.
Se adentró en los campos detrás de la casa, corriendo rápido y agachado,
con cuidado de no tropezar con nada. En un momento dado se dio cuenta de que
algo más faltaba. Los pájaros… no había escuchado ninguno desde que se había
despertado bajo el puente. “…han huido…”, se giró en redondo, espada en mano y
permaneció callado un momento. No… pero creía… no podía ser. Con una última
mirada de desconfianza a su espalda reanudo el camino hacía el templo.
Se irguió para atisbar por encima de las plantas que lo rodeaban, entre el
verde interminable debería verse el templo, pero la espesa niebla le impedía ver más
allá de unos pocos metros. Continuó avanzando y cuando consideró que ya se
encontraba lo suficientemente cerca para escuchar bajó el ritmo para aproximarse
en sigilo.
Aguzó el oído. Nada. El silencio continuaba dominando el pueblo. No,
espera… ahí. Un murmullo bajo, que podría confundirse con el viento. Provenía de
la dirección donde se encontraba el templo.
Esperanzado, pero aún con cautela, siguió acercándose a la construcción.
Sus columnas de mármol blanco se le antojaron de un gris sucio cuando consiguió
verlas entre la niebla. La maleza le ocultaba del camino y observó las puertas del
templo abiertas de par en par como las fauces de una gran bestia, el interior estaba
oscuro, sin ninguna luz que iluminase sus entrañas.
El murmullo se volvió un poco más audible, indudablemente provenía del
interior de la construcción, pero no conseguía entender que decían. De lo único que
estaba seguro era de que no eran las oraciones que se solían recitar en los oficios
que presidía Aristine. Pues él, pese a no ser muy devoto, asistía con asiduidad sólo
para verla allí arriba, vestida con sus ropas blancas.
Examinó los alrededores en busca de alguna amenaza pero no halló nada
inusual más allá de la fantasmagórica atmósfera que dominaba el pueblo desde que
se había despertado. Decidido a averiguar de una vez por todas lo que ocurría se
deslizó fuera de la maleza, espada en mano, en dirección a la entrada del templo.
Sin saber por qué su corazón comenzó a latir cada vez más deprisa conforme
subía los peldaños del templo que, estaba seguro, habían sido blancos el día
anterior. Ahora mostraban un aspecto sucio y carcomido, como si los hubiesen
rociado con algún tipo de ácido.
Los murmullos se convirtieron entonces en una letanía lenta y monótona
cuando llegó al pórtico del santuario. Las palabras eran claramente distinguibles
ahora, sin embargo podía afirmar con toda seguridad de que estaban expresadas en
un idioma que él no conociera y que le revolvía el estómago. La cadencia y sucesión
de las distintas vocales y consonantes eran demasiado extrañas para que
procediesen de una voz humana. Simplemente, las personas no estaban hechas
para hablar de ese modo.
Con el corazón martilleándole en el pecho desenfundó su pistola y con la
eficacia que da la práctica la cargó con la pólvora, un proyectil y el correspondiente
taco de papel. Durante todo el proceso los murmullos le pusieron los pelos de
punta. Ya sintiéndose todo lo preparado que consideraba que podía estar se
adentró en la oscuridad del templo.
En cuanto cruzó el dintel del santuario le asaltó un dolor ardiente en el
pecho, acorde al siseo de la carne siendo achicharrada. Soltó un grito involuntario
ante el repentino tormento que sufría y en los recovecos de su mente otro grito,
cruel e inhumano, despertaba en consonancia al suyo.
El dolor comenzó a remitir tan rápidamente como había aparecido. Medan,
sudando y respirando con dificultad, agarró la camisa manchada de sangre seca
para comprobar qué diablos había sido aquello.
En su pecho, como grabado a fuego, había un círculo y en su interior
complejas formas geométricas. Runas horribles y sanguinolentas, brillantes aún por
el intenso calor, recorrían el círculo.
-¿Pero qué…?
-¡Albarak hkiozar, du molarek! –gritó alguien. Sudando y aún con el estigma
de su pecho brillando en la oscuridad aprestó la armas, girando en busca de la
posible amenaza.
-¡Dejate ver! –respondió Medan.
-¿Kioh valarak? –preguntó la voz.
-¿Qué dices? No entiendo esa lengua. –respondió Medan todavía buscando a
su interlocutor.
-Preguntaba si podías entenderme, obviamente no es así. –contestó la voz. Un
escalofrío recorrió la espalda de Medan, esa maldita voz no sonaba mejor en la
lengua del Creador.
-¿Quién eres? ¿Dónde estás? –Medan apuntó con su pistola hacía la oscuridad
pues ya no concebía que pudiese venir de otro sitio.
-Debes de estar bromeando… ¿no recuerdas nada?
-No sé de qué hablas, ¿sabes dónde está la gente del pueblo? ¿Por qué no te
dejas ver? Así podremos hablar más tranquilamente. –instó Medan al desconocido.
-No me digas que has vuelto al templo, maldito humano…¿es que quieres que
nos maten? –la voz poseía ahora un deje de furia mal contenida que ofuscó la mente
de Medan por un momento.
Espera… pensó Medan, ¿cómo que maldito humano? “…humano, mono,
estúpido, elige tú mismo…” le respondió una voz en su cabeza.
-¿Cómo…? –“…estoy en tu cuerpo…” le interrumpió la voz de nuevo.
-¿Qu-qué eres? –tartamudeó Medan, haciendo un visible esfuerzo para que
las armas no cayeran de sus manos temblorosas.
-Ah, es cierto… no nos presentaron adecuadamente. Encantado de conocerte
Medan, no creo que pudieses pronunciar mi nombre aunque yo estuviese dispuesto a
decirte el verdadero. Así pues, llámame Keltzar y sí, soy un demonio.
Capítulo 2. Mácula.
“…otra alma ha sido mancillada. Alégrate Édalin, pronto tendremos nuevos
compañeros de juego…”.
-No puede ser… me he vuelto loco... –jadeó Medan.
-Hmmm… no creo, desde luego sería más divertido, pero no. Estás bastante
cuerdo. –dijo la voz en un tono que sugería una sonrisa. Sádica y cruel, pero una
sonrisa al fin y al cabo.
-No es cierto. No puede estar pasando…
-Vamos…no me hagas la faena, no tenemos tiempo…
-¡Callate! –ordenó Medan a la voz. –Simplemente cállate…-Pasaron diez,
veinte, treinta segundos en completo silencio. Cuando ya hubo pasado un tiempo
prudencial, en el que Medan no escuchó nada más que la letanía proveniente del
interior del templo, casi creyó habérselo imaginado todo.
- Sigo aquí.
-¡Aaaaarghhh! –Medan gimió desde lo más hondo de su ser mientras,
mentalmente, se agarraba con dedos temblorosos a la realidad.
-Vamos a morir si te empeñas en delatar donde nos encontramos. –le espetó la
voz, que destilaba ahora una furia primitiva y brutal que hizo que Medan guardara
silencio. –Así está bien.
-¿Qué haces dentro de mí? –logró vocalizar Medan. -¿Es que acaso estoy
poseído?
-Pues verás, técnicamente no. Si te hubiese poseído no habría problema.
Simplemente hubiera sometido tu alma para poder controlar tu cuerpo y si alguna
desgracia le ocurriese yo volvería al lugar del que provengo tan tranquilo. –disertó la
voz. –El problema es que alguien me ha ligado a ti. Estamos unidos, para lo malo y lo
peor, si tú mueres yo muero.
-¿Cómo que ligado? –Medan se levantó del suelo intentando controlar los
temblores que sacudían su cuerpo. Ni siquiera se había dado cuenta de cómo había
acabado allí, acurrucado en posición fetal. -¿No eres responsable de esto?
-Me han atrapado en tu cuerpo gracias al sello que arde en tu pecho y no, yo no
tengo nada que ver, ha sido alguien que va a morir. –dijo la voz con ira contenida.
-¿Cómo puedo creerte? –agarró con más fuerza la espada y la pistola
mientras intentaba acompasar su respiración para poder calmarse.
-No puedes, gracioso ¿verdad? Ni siquiera estás seguro de que no sea un
producto de tu imaginación. –la risa del demonio resonó en su cabeza.
-Tienes razón, da igual, tengo que encontrar a Aristine. Ya me preocuparé
luego de si estoy loco o no. –comenzó a andar hacía el interior del templo,
tembloroso todavía a causa del trauma.
-Vámonos de aquí Medan, no hay nada para ti ahí dentro.
-No me iré sin encontrarla.
-Lo sé, pero…
-No hay nada que hablar sobre este tema. –lo interrumpió Medan.
-¿Siempre quieres tener la última palabra? –se rió de nuevo el demonio. Otro
escalofrío recorrió su espalda, si esa voz era en realidad una parte de él, desde luego
resultaba aterradora. Con estas y otras cuestiones en mente se adentró de nuevo en
la oscuridad.
El murmullo se había convertido ya en oraciones dichas en voz alta, con una
monotonía que desentonaba con la situación tan extraña en la que se encontraba.
Siguió andando todo lo que le permitió la escasa luz del exterior pero llegó un
momento en que la oscuridad se hizo completa por lo que se guiaba exclusivamente
por el recuerdo que tenía del lugar y el tacto de las paredes.
Se le pusieron los pelos de punta ante las palabras que provenían del
santuario. Estaba empezando a perder de nuevo los nervios y presentía que en
cualquier momento echaría a correr sólo por acabar de una vez con todo el asunto
lo antes posible. Encontraría a Aristine, ya tuviera que lidiar con el infierno, su propia
locura o los malditos que cantaban aquella retahíla abominable.
-¿Por qué no me hablaste antes de entrar en el templo? –preguntó Medan en
voz baja, queriendo a partes iguales saber algo más sobre Keltzar y distraerse de las
voces que resonaban contra las bóvedas del templo.
-Si te hablé, pero estaba exhausto y apenas me escuchabas. Pero cuando
cruzaste la entrada de este lugar el dolor me despertó por completo –se arrepintió en
seguida de haber querido hablar de nuevo con él, la voz del demonio era casi igual
de abominable que los cánticos pero más cercana. –Tu voz tampoco es muy
agradable para mí. –replicó con mal fingido asco.
Así que también puedes saber lo que pienso reflexionó para sí mismo.
“Desde luego eres muy perspicaz” le dijo el demonio con sarcasmo.
-¿Por qué te despertaste? –le preguntó.
-Este lugar es sagrado, puede que haya sido profanado y no se esté tan mal,
pero aun así es doloroso. De no haber sido así habríamos muerto.
-¿Muerto? ¿Por entrar en un templo?
-Lo que yo diga, un auténtico genio… anótatelo, si entramos en un templo
consagrado yo moriré y si yo muero…
-Los dos morimos… -terminó Medan por él. Entonces tropezó con un
candelabro alto que estaba tirado en el suelo, produciendo un sonido metálico
estridente.
-Si sigues anunciando nuestra presencia no creo que duremos mucho…
-Está oscuro, maldita sea. Bastante tengo con no volverme loco entre tu voz
en mi cabeza y esos infernales cánticos. –le espetó Medan, si el demonio hubiera
tenido cara la habría abofeteado.
-Bueno, bueno, no te sulfures. Es malo para los nervios. –rió de nuevo la voz. –
Si quieres puedo hacer que veas en la oscuridad.
Medan se quedó quieto en el sitio, incapaz de ver en la negrura que lo
rodeaba.
-¿Cuál es el truco? –preguntó con suspicacia.
-¿Truco? Me ofendes. ¿Cómo iba a beneficiarme hacerte algún mal? –respondió
el demonio. –Ya te he dicho que si te matan yo moriré contigo, no me conviene que
nos sorprenda alguien detrás de una esquina con una daga.
-No, prefiero no tener tratos contigo.
-Está bien, pero tu terquedad no ayudará a tu amada. –dijo la voz con cierta
indiferencia, sin embargo Medan pudo sentir la diversión del demonio al ponerlo
entre la espada y la pared.
-Eres un malnacido…
-¿Te ayudo entonces? –preguntó con sorna.
-Está bien. –cedió él.
-Dame permiso, necesito que me dejes hacerlo. –el demonio de repente se
había puesto muy serio. –Di “de acuerdo”.
Aún con cierta reticencia pero sin ninguna otra solución que no le pusiese en
un peligro inmediato Medan dijo a regañadientes –De acuerdo…
En medio de la oscuridad pudo sentir como algo ocurría a su espalda, un leve
contacto de algo tan consistente como el viento y un siseo parecido al de un reptil.
En medio de la oscuridad vislumbró dos puntitos de luz carmesí por encima de su
hombro. El sonido de cientos de agujas cayendo contra el suelo inundó su mente…y
entonces pudo ver donde se encontraba. Su visión era clara pero todo se le aparecía
con tonos rojos.
-Me has engañado, has hecho algo, lo noto… –acusó Medan a la voz de su
cabeza.
-¿No lo había mencionado? Veras, te vas a reír. Cuando hago algo así tu alma se
rebela y una pequeña porción de ella se marchita. No te preocupes, las almas son muy
resistentes, volverá a crecer… pero no te toques la herida, aunque pique. –se rió el
demonio.
Maldiciéndolo para sus adentros Medan continuó hacía el interior del templo
sin problemas ahora que podía ver. Pasó por las distintas estancias y pasillos por los
cuales veía signos de carreras apresuradas o peleas. Un jirón de ropa aquí, pequeñas
manchas de sangre allí, algo malo había pasado en el templo, sin duda.
Las voces se encontraban ya cerca, seguramente estarían en la capilla misma,
atravesando la siguiente puerta. Se aproximó a ella, nervioso ante la extraña lengua
que provenía de allí.
“…puedo traducirte lo que dicen si quieres…” le dijo el demonio con sorna.
En sus pensamientos le contestó que no querría saberlo aunque le pagasen y la voz
se rió de ello “…haces bien, no es agradable para los humanos…”. Ni para mi alma
pensó con desagrado.
Conforme se acercaba a la puerta se dio cuenta de que su visión pasaba de
los tonos rojizos a la normalidad “...eso es porque ya hay luz en el lugar…”. Y así era,
podía ver las luces de las antorchas en la sala a través de las puertas ligeramente
entornadas. La estancia de dónde provenían las voces era la capilla principal del
templo, un lugar que generalmente estaría profusamente iluminado por la luz que
entraba por ventanas y vidrieras de vivos colores. Sin embargo la luz del día no
entraba allí, por lo que supuso que las habrían tapado.
Medan se aproximó a las puertas y empujó lentamente con el hombro
mientras observaba en todas direcciones para poder así evitar cualquier ataque por
sorpresa. Si había alguien allí seguramente estaría advertido de su presencia debido
a todo el ruido que había organizado al entrar en el templo.
Las luces de las antorchas ardían tenuemente, con una luz demasiado pobre,
como si el fuego hubiese agotado el oxígeno de la estancia. Podía ver el centro de
templo, donde manchas de sangre seca ensuciaban las alfombras y los bancos de
madera donde rezaban los feligreses. El canto provenía de allí, sin embargo no
conseguía distinguir a nadie en la penumbra, por lo que entró en silencio. “…mala
idea…” le dijo la voz, a la que mandó a callar con un pensamiento categórico. Pudo
notar el enfado del demonio en su cabeza.
Los ojos se le fueron acostumbrando a la semi oscuridad, distinguía ya el
altar al fondo de la sala y detrás de él, una figura sentada en el asiento de madera de
respaldo alto que presidía los oficios. Pequeños espasmos perturbaban la tranquila
pose del desconocido que se encontraba allí, como esperándo, vestido con una
túnica roja con capucha que ocultaba sus facciones.
Medan se acercó un poco más, pasando de un lugar a otro para poder llegar
a donde se encontraba la figura sin ser visto. El cántico parecía haberse vuelto más
insistente, más alto, más…extraño. Suponía que los responsables de aquella
cacofonía maldita estarían en las gradas altas, donde se colocaba el coro para las
celebraciones.
Cuando estaba a cuatro metros del desconocido el cántico adquirió una
tonalidad amenazante y frenética. Y enmudeció. Simplemente ya no se escuchaba
nada a excepción de la rasposa respiración de la figura tras el altar.
-Mierda. –le dijo la voz de su cabeza. Medan se levantó con las armas
preparadas, esperando que cayesen sobre él en cualquier momento.
-Bienvenido guerrero. –saludó el hombre sentado tras el altar. Su voz sonaba
seca y quebrada, como si el que la profería no hubiera bebido agua en meses.
Medan notó entonces un olor nauseabundo en el lugar. –te estaba esperando,
empezaba a creer que no vendrías.
-¿Quién eres y dónde está la gente del pueblo? –Medan se acercó poco a
poco al desconocido apuntándole con la pistola.
Una risa cascada salió de la garganta de aquel hombre. –Llámame Volshar y
tus amigos están aquí, saludad a vuestro salvador queridos…
Como una ola que se va acercando a la orilla una serie de lastimosos quejidos
se fue alzando en la capilla hasta inundarla. Las sombras parecieron retirarse
entonces de las paredes y el techo, dejando al descubierto los cuerpos mutilados de
los habitantes de la villa. Medan reconoció los rostros de los que habían sido sus
amigos y conocidos en los rictus mortales de los cadáveres. Hombres, mujeres y
niños habían sido asesinados y clavados en la dura roca con clavos de hierro, todos
juntos en aquella espantosa profanación.
El miedo y la consternación dieron paso a la furia, acrecentada por la
estentórea risa que el tal Volshar profería ante los sentimientos reflejados en la cara
de Medan.
-No te preocupes, acabaremos pronto con tu sufrimiento y la mácula que se
ha instaurado en tu cuerpo, ese demonio asqueroso de Keltzar. –dijo el
encapuchado. –Matadlo… –susurró. Y, aún a pesar de la cacofonía procedente de
los cuerpos rotos de sus conciudadanos, Medan lo escuchó como el mazo del juez
que dicta sentencia.
-Acaba con él... –le ordenó el demonio en su mente.
-Como si tuvieras que decírmelo. –respondió Medan en voz alta. Y disparó el
arma contra la cabeza de Volshar.
Capítulo 03. La fría tierra.
“…que vengan las huestes del infierno si quieren, les estaremos esperando…”.
La detonación ahogó por un momento los lamentos de los cadáveres y el
proyectil voló directo hacía la cabeza de Volshar, esparciendo sus sesos por la capilla
con un sonido repugnante.
Dejó de reír de inmediato mientras su cuerpo caía a plomo, impulsado hacía
atrás por el impacto. Antes de que tocará siquiera el suelo Medan ya había tirado la
pistola, incapaz de volver a recargarla con los cuerpos sin vida avanzando
amenazadoramente hacía él.
Desenvainó su espada y, junto a la hoja desconocida que había encontrado
bajo el puente esa misma mañana, se aprestó al combate en una posición propia de
mercenarios que había aprendido en sus días de soldado.
Conforme se iban acercando Medan amputaba miembros y daba estocadas
mortales de necesidad, sin embargo los cadáveres andantes no se resentían por
ello, extendiendo sus manos hacía él para acabar con su vida. Varias veces casi se
dejó llevar por el pánico pero la voz de su cabeza le conminaba a mantener una fría
calma bajo amenaza de muerte.
-¿Cómo se te ocurre amenazarme en estos momentos? Si no salimos vivos de
aquí ¿cómo piensas cumplir tus bravatas? –le preguntó Medan con enfado. –Lo
único que consigues es ponerme la piel de gallina con esa voz impía tuya.
-No le busques la lógica, al fin y al cabo eres tú el que se ha metido en medio de
una muerte casi segura. –razonó el demonio. –A tu espalda.
Se giró ante la advertencia de la voz, bloqueando las garras de uno de los
cadáveres mientras con la otra espada decapitaba al que venía detrás. El cuerpo sin
cabeza cayó desmadejado al suelo y los lamentos que profería se silenciaron de
inmediato.
-Ahí lo tienes. Nada como la clásica decapitación para acabar con cualquier
amenaza. Oh Medan, déjame salir a jugar un poco con ellos. –suplicó Keltzar con un
tono de voz supuestamente inocente que no hizo más que provocar un escalofrío
en su columna vertebral.
-Ni hablar… no volverás a tocar mi alma demonio. –le espetó Medan
mientras esquivaba por los pelos a otro cadáver que se abalanzaba contra él y al
que decapitó con un rápido movimiento.
-¿Por favor? ¡Bah! Déjalo, total ya no están vivos, no tiene gracia si no suplican. –
la risa del demonio, desquiciada y cruel, rebotó en los recovecos de la mente de
Medan y de pronto una imagen le vino a la cabeza. Una túnica blanca manchada de
sangre, las lágrimas cayendo por las mejillas de Aristine.
-¿Qué ha sido eso? –le preguntó al demonio. -¡¿Qué ha sido eso?!
-Nada, a veces pasan cosas así cuando me emociono, son tus miedos más
profundos haciéndome cosquillas. –rió la voz, sin embargo, a pesar de su inhumana
naturaleza, Medan consiguió distinguir algo en la inflexión que le hizo pensar que
Keltzar acababa de mentirle.
Acuciado por la sospecha y la ira despachó a cuanto cadáver se le puso por
delante. La sangre oscura de los cuerpos sin vida cubría las armas y los brazos de
Medan hasta los codos. A pesar de todo seguían viniendo.
Una mano, convertida en una garra tras el rigor mortis, consiguió acertarle
en un hombro, abriéndole una herida poco profunda gracias a sus rápidas
reacciones. Ahogó un grito de dolor, mientras en su mente escuchaba al demonio
quejarse. “Ten cuidado ¿quieres? Que yo también lo siento” le dijo malhumorado.
-Cállate. –le espetó al tiempo que decapitaba a un par de cuerpos más.
El tiempo se le hizo eterno a Medan mientras se deshacía de los difuntos
habitantes de la villa, las lágrimas acudieron a sus ojos mientras acababa con
aquellos cuerpos que habían pertenecido a niños. Le hirieron un par de veces más
pero las heridas no revestían mucha importancia, hasta que al final se encontró solo
entre los restos mortales y el silencio hizo presa de la capilla, a excepción de su
trabajosa respiración.
Sus músculos estaban entumecidos por el esfuerzo que había realizado,
alrededor las miradas de los muertos le parecieron acusadoras. Se quedó quieto
donde estaba, mirando fijamente al suelo. Sentía la voz del demonio llamándolo
insistentemente en su cabeza, pero llegó un momento en que este pareció desistir y
se calló.
No sabía cuánto tiempo había permanecido así, en un momento dado
despertó de lo que podrían haber sido segundos u horas y se levantó. Envainó su
espada después de haberla limpiado y dejó la otra hoja encima del altar manchado
de sangre, después de buscar un buen rato entre los cuerpos desmadejados
encontró su pistola y la guardó en el cinturón.
Tras el altar, el cuerpo del tal Volshar seguía tumbado con los brazos
abiertos, mirando al techo del templo. Medan observó los rasgos de aquel hombre,
prácticamente un anciano, pero no le decían nada. No conocía a aquella persona.
Los ojos muertos se movieron de improviso y Medan hizo ademan de desenvainar
de nuevo su espada pero el cuerpo no se movió más, por lo que permaneció así,
agarrando fuertemente la empuñadura.
-Muy bien, has sobrevivido, bravo por ti… –dijo el cadáver todavía tumbado
en el suelo con su voz rasposa.
-¿Dónde está Aristine maldito? –la desesperación parecía estar a punto de
hacer presa sobre él, pero se obligó a resistir todavía un poco más.
-Aquí, conmigo, muy cerca. –rió el muerto.
-Acaba con él Medan, no va a decirte nada. Y aunque lo haga te mentirá,
reconozco a un mentiroso cuando lo veo y este me gana. –le aconsejó la voz.
-Calla demonio. –ordenó él. -¿Dónde está? Respóndeme.
-Pregúntale al demonio que vive en ti guerrero. A mí me da igual, ya he
cumplido lo que vine a hacer aquí. –Nada más pronunciar esas palabras unas
furiosas llamas azules surgieron del cuerpo, devorándolo en pocos segundos,
dejando sólo la vaga forma de un esqueleto que se deshizo en cenizas.
Medan se alejó unos pasos de las llamas y con una última mirada de asco
hacía las cenizas se dispuso a sacar los cuerpos al exterior.
Habían pasado dos días, en los que se dedicó casi exclusivamente a enterrar
los cuerpos de los ciudadanos de la villa. La voz del demonio argumentó, le
amenazó e intentó tentarlo con poder, pero él no contestó, al anochecer del primer
día se cansó de intentarlo y guardó silencio todo el día siguiente. Cuando hubo
acabado de darles sepultura, sintiéndose ya exhausto, le prendió fuego al interior
del templo, gracias a varios barriles de aceite de lámpara que encontró dentro de
este. Era ya medianoche.
Las llamas lamían las columnas de la entrada y el fuego salía por las ventanas.
Clavó la espada desconocida en el suelo e hincó la rodilla en la fría tierra donde
había enterrado a sus amigos y conocidos.
-¿Dónde está? –jadeó, presa del llanto, notaba como se derrumbaba de
nuevo, pero esta vez no hizo nada por evitarlo.
-Ya te dije que no había nada para ti aquí dentro…. –le contestó el demonio
seriamente.
-¿Dónde está Aristine? –volvió a preguntarle. Esta vez lo recalcó con el
cuchillo de caza, que tras sacarlo de la funda lo apretó contra su propia garganta. La
presión hizo brotar un hilillo de sangre.
-No nos precipitemos Medan. –En su mente supo con toda certeza que el
demonio sonreía con desprecio.
-Tú sabes dónde está ella. Dímelo o ninguno de los dos verá salir el sol de
nuevo. –amenazó con toda la fuerza que le quedaba.
-Qué melodramático eres. –Una fuerza brutal empujó la mente de Medan, que
se resistió a ella, pero se encontraba demasiado cansado. Antes de darse cuenta el
cuchillo de caza cayó al suelo. –Así mejor. –La voz parecía cansada, el simple hecho
de hacerle soltar el cuchillo le había costado un gran esfuerzo.
-Puedo llegar a ejercer cierto control, pero no es fácil ni provechoso, así que
hazme caso, mientras esto dure estoy de tu parte… por ahora.
-Tú sabes algo, dímelo… –suplicó.
-Puedo hacer algo mejor que eso, puedo mostrártelo… –Y lo hizo.
Imágenes inconexas pasaron por su cabeza a la velocidad de una bala, los
distintos momentos confluyeron poco a poco hasta acabar con él encima del altar,
atado de pies y manos a la losa de mármol blanco. Punzadas de dolor le laceraban el
pecho con cada latido de su corazón, dirigió su mirada hacía la fuente de su
sufrimiento. Una daga labrada con motivos blasfemos sobresalía de su carne.
Aristine apareció en su línea de visión con lágrimas en los ojos, su túnica
blanca manchada de sangre. Su boca se movía pero él no escuchaba las palabras,
entonces notó sus dedos, suaves y seguros, trazando líneas con su sangre alrededor
de la daga ritual. A su espalda apareció Volshar sonriendo, sin embargo su mirada
era distinta, había una maldad en sus ojos que ardía como un incendio mientras que
la del cadáver que había sido destruido en la capilla era apenas una vela.
Volshar hizo a un lado a Aristine, cerró su mano sobre la daga y la extrajo de
un tirón. El dolor se acentuó durante un segundo para ser reemplazado por el
mismo fuego que despertó a Keltzar al entrar por las puertas del templo. Las líneas
de sangre ardieron, literalmente, para luego desaparecer junto con la herida de la
de su pecho.
Medan jadeó cuando acabó. En ese momento revivió la frustración de
Keltzar al ser invocado y atado a su cuerpo, después de eso era cuando él había
perdido el conocimiento. Sin embargo continuó viendo lo que sucedió después.
Volshar clavándole la misma daga a Aristine, la mirada de sorpresa y dolor en su
rostro. A ese maldito ser agarrándola de la cabeza para mirarle a los ojos, casi creyó
vislumbrar a Volshar, el verdadero Volshar, como un fuego asqueroso e impío
pasando al cuerpo de ella.
Aristine retiró la hoja de su interior al tiempo que el anciano caía
desmadejado al suelo. La herida se cerró casi inmediatamente acompañada de un
siseo y unas pequeñas volutas de humo que ascendían conforme los bordes de
unían de nuevo.
El cuerpo de Aristine se dio la vuelta para mirar a Medan y este pudo ver la
maldad dentro de ellos.
La visión se cortó en ese punto.
-Después de eso conseguí escapar…me hice con esa vieja espada y acabamos
debajo de aquel puente.
-Entonces sigue viva. –dijo con la voz temblorosa por la esperanza mientras
se enjugaba las lágrimas.
-Si a eso se le puede llamar vida, sí. –contestó el demonio. –Pero algo trama el
tal Volshar, poseer el cuerpo de una sacerdotisa no es nunca una buena idea.
-Pero se le puede echar de su cuerpo ¿no? –le preguntó Medan a la voz. –Es
un demonio como tú, así que se le puede exorcizar.
-Puede ser, pero no sé qué es él, si es un demonio no es de los míos. –razonó el
demonio.
-Me dijiste que no sabías quién te había ligado a mí. –acusó a la voz. –Fue ella,
pero ¿por qué?
-Mi influencia haría que la herida de esa daga no fuera mortal. Te salvó
atándote a un demonio, que bonito. –dijo divertido. –Pero no te emociones, quizás
esté muerta ya.
-Sólo me rendiré cuando lo vea con mis propios ojos. –le aseguró.
-Yo que tu buscaría una forma de separarnos. No quiero estar contigo cuando
te maten. –se rió la voz.
-Aún no, si tengo que enfrentarme a demonios seguro que tú sabes cómo
combatirlos. Primero Aristine, luego nuestro problema. –dijo Medan, que tras un
momento de reflexión añadió –Pensaba que tenía que darte permiso para poder
controlar mi cuerpo.
-Puedo forzarlo, es más fácil si estas inconsciente, pero requiere un gran
esfuerzo y luego acabo exhausto durante horas.
-¿Sabes cómo hacer un exorcismo?
-Claro que sé, ¿por quién me tomas? Pero aunque lo sepa, he de decir que nunca
nadie ha conseguido exorcizarme. –dijo el demonio con cierto orgullo.
-¿Y si lo intentaran conmigo?
-No te lo aconsejo, sería bastante desagradable. –le aseguró la voz.
-Moriríamos los dos ¿no? –preguntó Medan.
-Hey vas aprendiendo…añádelo a la lista, ni lugares consagradas ni exorcismos.
Así que no te acerques a esos cabrones vestidos de blanco con sus oraciones y su alta
moralidad. –En su mente notó como el demonio hacía el equivalente de un
escupitajo. Se le pusieron los pelos de punta.
-No-vuelvas-a-hacer-eso. –dijo. La voz se rió de él.
Tras recoger todo lo que pensó que le sería indispensable buscó una funda
para la espada desconocida y se marchó del pueblo en busca de Aristine. Cuando se
hizo de día ya se encontraba lejos del pueblo, sin embargo todavía veía el humo
procedente del templo.
Capítulo 04. Lejos de las pesadillas.
“¿Qué te hace pensar que somos tan distintos?”
Las oscuras calles de Blakgate estaban desiertas a esas horas. Nadie en su
sano juicio saldría voluntariamente cuando se hacía de noche en la ciudad de los
ladrones. Solamente unos pocos guardias patrullaban por las zonas más ricas y
únicamente porque el Rey no quería perder el apoyo de la nobleza. Por ello las
familias que podían permitírselo tenían contratados los servicios de guardias
personales o de algún gremio de mercenarios que los protegiesen de verdad contra
la gente indeseable.
Aquellas Casas que no tenían nada de valor o que no habían contratado estos
servicios llevaban ya tiempo desvalijadas o sus inquilinos eran lo suficientemente
diestros en la lucha como para poder defenderse solos. Ser rico era difícil en
Blackgate, no por nada se decía que era la morada de la Dama de las Malvas, la
cabeza en la sombra de los gremios de ladrones y asesinos. La verdadera soberana
de la ciudad según los criminales. Un mito para los demás.
En definitiva, era una ciudad peligrosa. Pero si para las familias acomodadas
era difícil más lo era para los pobres, aquellos que apenas tenían comida para
llevarse a la boca. Cada día los carros recorrían la ciudad para llevarse a los muertos
tanto conocidos como anónimos a los cementerios, donde se los enterraba en
pequeñas tumbas si tenían algún dinero o se los quemaba en caso contrario. Uno de
cada dos días había al menos un apuñalamiento o algún despojo muerto por el
hambre o la enfermedad.
Sólo dos trabajos tenían siempre demanda en aquella urbe. Uno era el de
enterrador, únicamente una vez dejó el Rey de pagarles la cuota mensual, ridícula
para sus arcas, pero tras verse los cuerpos apiñados en las calles, no se volvió a
dudar de la importancia de su trabajo.
El otro era el de sacerdote. Dada la importancia de la capital los sacerdotes
habían erigido allí la catedral de Redención, presidida por un Obispo. Sólo por
encima de éste estaba el cabeza de la iglesia, pero su Altísima persona se
encontraba sentada en el trono de la Tierra Sagrada y era el Obispo quién tenía que
lidiar con los desatinos del Rey, las familias nobles y los comerciantes.
Como se solía decir en tono sarcástico, hay más virtud allí en donde el
pecado reina, así que todos los días se llamaba a los ciudadanos a la oración y el día
del Creador se tocaban las campanas para avisar de las ceremonias. Todos los
asistentes entraban compungidos y con la inocencia pintada en el rostro pero al salir
volvían a sus vidas plagadas de maldad y engaños. Pocos ciudadanos de Blackgate
podrían considerarse inocentes, sobre todo porque el que no come no dura mucho.
Una de estas raras personas era Edalin, una chica de diecisiete años de una
de las familias más poderosas de Blackgate. Su padre, un avaricioso comerciante, se
casó con la única heredera de una familia noble venida a menos por los excesos y las
malas gestiones de sus miembros. Su madre, contenta con el matrimonio, se
apresuró en dar a luz a Edalin para asegurar su posición e inmediatamente se dedicó
a disfrutar de la fortuna de su marido, aunque siempre bajo la atenta mirada de
este, que no estaba dispuesto a que su nueva posición peligrara por sus excesos.
En este ambiente hubiera sido raro que Edalin no acabase como sus padres,
movida por los vicios, el orgullo o la avaricia, de no ser porque estás mismas
licencias y obligaciones autoimpuestas no les permitían estar con su hija. Así fue
como Edalin acabó siendo criada prácticamente por sus tutores y los sirvientes de la
Casa, su única compañía.
Gozaba pues de una vida acomodada, no conocía más peligro que el de tener
un tropezón en los jardines de su casa y una vez vio de lejos un jabalí en los cotos
privados de caza de un tío suyo. Por estas mismas razones no es de extrañar que no
desconfiase del guardia cuando vino en plena noche en su busca.
Edalin dormía plácidamente cuando unos golpes insistentes en su puerta la
sacaron de un inquieto sueño que estaba teniendo, algo sobre arañas negras con
patas largas y mirada malevolente. Agradecida por no acordarse muy bien de más
detalles del sueño se puso una capa por encima de los hombros, adormilada como
se encontraba y abrió la puerta. De pie, con la armadura puesta, una alabarda en
una mano y una vela en la otra se encontraba Mikael, uno de los nuevos guardias
que su padre había contratado.
-¿Qué quieres Mikael? Es muy tarde ¿no? –le preguntó mientras se frotaba los
ojos que le escocían por el sueño.
-Su padre ha mandado llamarla señorita. No sé para qué. –le contestó él.
-Dame un momento para que me vista. –se dio cuenta de que Mikael estaba
sudando aún a pesar de que el invierno acababa de llegar. –¿Estás bien?
-Sí señorita, estoy bien pero su padre me ha recalcado que requiere su
presencia de inmediato. –parecía nervioso, incluso quizás asustado. La alabarda le
bailaba en la mano cerrada, como si no la agarrase con mucha convicción y la luz de
la vela bailaba con un ligero temblor.
-Está bien. –dijo Edalin. Reticente, salió de la habitación, pensando que
quizás su padre se hallase molesto por algún motivo y hubiese pagado su
frustración con el pobre Mikael. Pensando que ese debía ser el motivo del
nerviosismo del joven Edalin le tocó el brazo en un intento por tranquilizarlo. Mikael
dio un bote en el sitio y la alabarda casi se le escapó de las manos.
Consiguió agarrar el arma en el último segundo haciendo auténticos
malabares para que no se le cayese también la vela al suelo, a Edalin le pareció
entrever una expresión de pánico en el joven que volvió a erguirse y que, todavía
inseguro, le instó a seguirlo. Ella le siguió arrebujada en la capa, recorriendo los fríos
pasillos a la luz de la vela, con el único sonido de sus pisadas resonando contra los
techos altos de la mansión familiar.
Se preguntó brevemente que podría haber molestado a su padre para que la
mandase llamar a horas tan intempestivas, puede que hubiese descubierto que
Edalin se llevaba comida a escondidas para repartirla entre algunas personas que
había conocido en la entrada de la catedral y que claramente necesitaban ese
sustento. Su padre no entendía de caridad, era el simple beneficio lo que movía su
pensamiento y ella sabía que consideraría un gasto innecesario tal acto, pues con
ello no se conseguía nada a cambio. Es cierto que daban limosna en el cepillo de la
iglesia, pero eso conllevaba que la comunidad y los cargos del clero vieran que eran
gente piadosa, temerosa del Creador.
Tampoco es que estuviese asustada, su padre nunca le había pegado,
consideraba tales actos como faltos de sutileza e innecesarios. Usar la violencia le
acercaba al bajo origen del que provenía y que pretendía ocultar con su dinero y el
título nobiliario de su esposa, pero eso no quería decir que no fuese mala idea
hacerlo enfadar.
Se encontró pensando en varias excusas y justificaciones, como que entregar
esa comida era orden de un sacerdote como penitencia por algún pecado
confesado en la santidad de la catedral. Antes de darse cuenta pasaron por delante
del estudio donde ya se dirigía hacia la puerta, sin embargo Mikael continuó
andando unos pasos antes de darse cuenta de que Edalin no lo seguía.
-Vuestro padre se encuentra en la capilla familiar señorita. –dijo el guardia
dubitativamente.
-¿En la capilla? ¿Por qué? –preguntó ella extrañada.
-No lo sé señorita, me ha mandado llamaros allí. –Mikael continuaba nervioso
y sudaba profusamente.
Edalin siguió andando y el joven guardia reanudó la marcha hacía la capilla
donde esperaba su padre. Tardaron un buen rato pues tenían que cruzar gran parte
de la propiedad, saliendo del edificio principal a la extensión de campo que formaba
parte de su terreno. Apenas podía ver unos pocos metros más allá de la luz de la
vela, que Mikael protegía ahora contra el gélido viento nocturno. Los árboles se
alzaban a ambos lados, perfectamente alineados con un camino de piedras que
conducían hacía la capilla familiar.
Una vez llegaron a las puertas del edificio Mikael apoyó la alabarda contra la
pared y empujó con el hombro una de las pesadas hojas de madera, que chirrió aún
por encima del sonido del viento. Desde dentro llegó un olor que Edalin siempre
había relacionado con cosas antiguas y polvorientas mezclado con otro olor nuevo
que no supo identificar. Una vez abierto el paso el guardia recogió la alabarda e
invitó a Edalin a pasar.
Ella agradeció con un gesto de la cabeza a Mikael y se adentró en la pequeña
estancia. Estaba a punto de preguntar por qué no había ninguna luz allí dentro
cuando la puerta se cerró con un sonoro golpe parecido al de un trueno.
Edalin soltó un grito de miedo ante lo repentino de su situación, se giró en
redondo y vio a Mikael con el rostro desfigurado por el miedo y la culpa.
-Lo-lo sien..to, señorita… me obligaron. –dijo el joven guardia mientras unas
risitas, pequeñas y malévolas, surgían de la oscuridad más allá de la vela. Los dos
giraron la cabeza buscando con la mirada de dónde procedían, pero la oscuridad se
cernía sobre ellos, como si tuvieran vida propia varias sombras se abalanzaron sobre
el tembloroso guardia que soltó un grito mientras desaparecía entre ellas. La
alabarda y la vela cayeron al suelo con un estridente sonido metálico.
La vela rodó hacía ella hasta apagarse, dejándola en completa oscuridad,
aterrorizada e impotente se echó a llorar mientras caía de rodillas al suelo. Un
sonido húmedo y repentino, como la madera al quebrarse, cortó el grito de Mikael
de forma abrupta. Edalin paralizada por el terror dejó casi de respirar, su corazón
latía desbocado en su pecho, dándole la impresión de que el cualquier momento se
le saldría del pecho acabando con la pesadilla en la que se encontraba.
-Tranquila pequeña, no voy a hacerte daño. –dijo una voz suave desde algún
punto de la capilla. La voz sonaba divertida, como si estuviese disfrutando con su
sufrimiento. –Date la vuelta.
Edalin permaneció de rodillas, incapaz de moverse o de hablar. La voz
parecía demasiado fuera de lugar después de lo que acababa de presenciar, dándole
un toque irreal a la escena, que no hacía sino acentuar la impresión de que se
encontraba en medio de una pesadilla.
-¡Ah! Perdona querida, a veces se me olvida que nos podéis ver en la
oscuridad. –habló de nuevo la voz. Inmediatamente una luz surgió desde el otro
lado del altar, permitiendo a Edalin contemplar la imagen de una mujer vestida con
los hábitos blancos de las sacerdotisas del Creador, la luz parecía proceder de su
mano izquierda. El pelo rubio ondulado le caía sobre los hombros recortando con
elegancia su bello rostro, sin embargo sus ojos mostraban una maldad increíble,
para ella Edalin no era nada más que un trozo de carne del cual podía deshacerse en
cualquier momento por mero capricho.
-¿Mejor? –la desconocida le sonrió, un mero gesto que no reflejaba ningún
sentimiento bondadoso, mientras rodeaba el pequeño altar por un lado Edalín
volvió a llorar, soltando el aire que había mantenido en los pulmones sin darse
cuenta. –No llores, no te voy a hacer daño. –volvió a repetir la desconocida.
La mujer se acercó a ella y con una mano la ayudó a ponerse en pie. Edalin
intentó resistirse pero las fuerzas parecían haberla abandonado y no pudo hacer
nada para evitarlo. Se quedó de pie incapaz de moverse, delante de la mujer, que le
sacaba unos veinte centímetros. Esta la agarró por la barbilla de forma suave y casi
cariñosa, sin embargo la presa no dejaba lugar a dudas de que estaba atrapada en
sus manos.
-Déjame enseñarte algo… -la desconocida obligó a Edalin a mirar hacia arriba
donde la oscuridad cubría el techo de piedra. De repente comenzaron a surgir brillos
rojizos por toda la oscuridad, primero unos pocos y luego varios centenares. Edalín
se dio cuenta con horror de que aquellos brillos impíos no eran otra cosa que ojos.
Las risitas volvieron, esta vez claramente provenientes del techo. –Mira bien…
Las sombras se abrieron lentamente, reptando como si fuera una serpiente
gigantesca, dejando al descubierto los cuerpos rotos y profanados de los guardias
de la Casa, los sirvientes… los ojos muertos de sus padres la miraban desde el techo
sin verla, demudados los rostros en un rictus de dolor y miedo inimaginable.
Un grito comenzó a surgir en su interior, donde murió antes siquiera de
nacer cuando la daga hendió la carne de su pecho. Cayó en silencio, lo último que
vio fueron los ojos llenos de maldad de la sacerdotisa antes de que la oscuridad se la
llevase lejos de allí. Lejos de las pesadillas.
Capítulo 05. Dispuesto para la lucha.
“…no atesoro ningún recuerdo para que puedas torturarme con lo que pudo ser...”
Las huellas se borraban a su espalda nada más andaba unos pocos pasos, la
tormenta de nieve se encargaba de ello con especial saña, como si no quisiera que
nadie alterara el manto de prístina blancura que había tejido en aquel valle.
Medan notaba el frío despiadado que le helaba los huesos, sin embargo no le
afectaba realmente, el tener al demonio encerrado en su cuerpo había resultado
tener más ventajas de las que le gustaría admitir. Las heridas sufridas en los dos
años que llevaba buscando a Aristine se veían como cicatrices lisas y pálidas en
contraste con su piel curtida por la intemperie. Medan sospechaba que algunas de
ellas le habrían costado la vida si Keltzar no estuviese atrapado en él.
Notó una leve punzada en el estómago, así que sacó un trozo de carne seca
del zurrón, llevándoselo a la boca mordió un trozo mecánicamente. Un crujido y un
leve dolor, acompañado de una risita espeluznante, le sorprendieron. Miró el trozo
de carne congelado casi con indignación, tendría que hacer un alto en el camino y
encender una hoguera para descongelar sus provisiones, retrasándolo aún más.
-Puedo hacer que no necesites comer durante un tiempo, ya lo sabes. –dijo el
demonio en su cabeza. –Como en aquella ocasión, en el desierto de…¿cómo se
llamaba?
-Mahkra. –respondió sucintamente.
-Como sea, iríamos más rápido si no necesitases pararte cada vez que tu cuerpo
te pida algo. –se rió el demonio.
-No, no quiero que toques mi alma más allá de lo que ya lo has hecho. –le
contestó Medan con irritación mientras buscaba un lugar que le proporcionase el
cobijo necesario para encender el fuego.
-No pensaste así cuando casi te mueres de hambre y sed en el desierto de
Mahkra. –dijo la voz en su cabeza, resaltando con diversión el nombre del desierto. –
Ni aquella vez que te hirió el demonio de las sombras en Verkenda o cuando me pediste
ayuda en las ruinas de Kettesse, eso fue muy divertido te acuerdas de…
-Lo pillo, déjalo estar. –dijo sin poder ocultar su enfado. En ese momento
encontró lo que parecía ser un viejo molino en desuso, dado que las aspas se
hallaban desnudas de todo aparejo. No había sido una buena época para los cultivos
de todas formas.
Se dirigió estoicamente hacia la estructura a través de la tormenta, la nieve
escondía la entrada y pasó un buen rato intentando encontrar el acceso. Una vez
hallado empujó la hinchada plancha de madera que cedió con un crujido. Cuando
hubo entrado cerró la puerta al exterior, el sonido se amortiguo, dando gracias por
estar a cobijo del inclemente tiempo de fuera miró alrededor.
-Un lugar acogedor, sin duda. –dijo el demonio con una risita. –Mira tenemos
hasta compañía para amenizar la velada.
Medan miró más atentamente en la penumbra y pudo distinguir un par de
bultos en la pared opuesta de la cámara circular. Rodeó la gran rueda que se hallaba
en el centro, la cual se encargaba de moler el grano, y pudo ver a que se refería la
voz. Un par de cadáveres se encontraban recostados contra la pared de piedra,
envueltos en mantas que obviamente no habían servido de mucho contra el frio
devastador que se había adueñado de la región.
-Pobres diablos. –masculló con pena. –si hubiesen encendido un fuego quizás
ahora estarían con vida.
-Ya me dirás cómo iban a encenderlo. No hay leña…
Ignoró al demonio y comenzó a buscar algo que pudiese quemar. Keltzar
tenía razón, no había leña, así que se resignó a gastar un poco de su preciado
alcohol.
Era un truco que había aprendido en el ejército. Sacó un recipiente metálico
hecho expresamente para tal propósito, tenía la forma de una pequeña cacerola
pero curvada en los bordes hacía dentro y agujereada alrededor de este. Vertía un
poco de alcohol en el interior y le prendió fuego con la yesca. Las llamas azuladas
bailaron en el recipiente.
Coloco un cazo encima y el fuego no tuvo más remedio que salir por los
pequeños agujeros exteriores. Así el alcohol se quemaba más despacio produciendo
una temperatura suficiente para cocinar. Echó la carne dentro del cazo para
descongelarla.
Se recostó contra la pared mientras esperaba. Los recuerdos de Aristine
acudieron a su mente y el demonio rezongó molesto.
-¿De nuevo? No, por favor. Otra vez el campo de margaritas no. Es demasiado
aburrido. –dijo el demonio. –He tenido suficiente de tus recuerdos para toda una vida.
Medan sonrió ante las quejas de la voz, no soportaba cuando él se ponía a
recordar los tiempos vividos junto a Aristine. Siempre pensó que simplemente no
soportaba la visión del amor.
-¿Amor? tengo un remedio para eso, se coge una gallina, de grasa y... –comenzó
a recitar el demonio con una risita.
-No me interesan tus burdas artimañas para molestarme, Keltzar. –dijo con
tono cansado. –No estoy de humor.
-Tu nunca estás de humor Medan. –replicó la voz, ya seria. –No es que haya
comparado a Aristine con una gallina...
Con un movimiento rápido, fruto de la práctica, Medan agarró una pequeña
petaca de plata que llevaba colgada al cinto. El demonio calló de inmediato.
-Ni se te ocurra...
-¿Ni se me ocurra qué? –preguntó Medan.
-No te atrevas a utilizar la botella. Empiezo a cansarme de ese jueguecito,
además a ti también te va a doler.
-Me da igual si con eso consigo que aprendas modales. –le espetó Medan.
Desenroscó la tapadera de la petaca y se remangó la camisa hasta el codo.
Derramando un poco de agua a lo largo de su brazo ahogó un grito que sí escuchó
dentro de su cabeza. Unas finas volutas de vapor surgían de allí donde el agua
bendita había hecho contacto con su piel.
Aproximadamente un año después de haber sido introducido el demonio en
su cuerpo había descubierto que el agua bendecida por un sacerdote le quemaba
como si fuese fuego. Fue una lección dura de aprender, sin embargo le producía
cierta satisfacción saber que podía castigar a Keltzar cuando se sobrepasaba con
sus comentarios.
-La próxima vez que veas a un sacerdote voy a arrancarle la garganta Medan.-
dijo el demonio con la voz cargada de dolor y rabia.
Volvió a derramarse un poco más de agua bendita en el brazo arrancando un
nuevo grito de dolor en su cabeza. Esta vez no pudo aguantar el dolor que él
también sufría y acompañó al demonio con un grito propio.
-Callate. –jadeó al tiempo que se encogía sobre si mismo.
Keltzar pareció desistir de su actitud, por ahora al menos, y se mantuvo en
silencio el resto del día. Tras haber comido un poco Medan volvió a salir al frio del
exterior, encaminándose hacía la ciudad de Puerto Hârbor.
Le llevó tres días más llegar a la desembocadura del rio Anuir, donde se
ubicaba Puerto Hârbor. Era una ciudad relativamente próspera, pues por sus
puertos pasaban mercancías de todo tipo ya que se encontraba en un punto
estratégico por lindar con las tierras secas.
Era así debido a que la magia había muerto en aquellos lares. Las tierras
secas fueron la principal razón de la existencia de la Orden de la magia. Tras el
cataclismo que hizo que la luna se fracturase, los fragmentos de esta cayeron por
todo el continente de Alarie, para consternación de los magos la magia dejó de
funcionar. Más tarde se descubrió que no era del todo cierto, la magia seguía viva,
pero solo a través de los gigantescos monolitos de Ignatita y los cristales que usase
el mago para llamar a las mareas mágicas. Exceptuando la magia propia de los
demonios, claro.
Cuando se entendió la nueva situación ya era demasiado tarde para las
tierras secas que se encontraron con que los monolitos habían sido expoliados,
privando a aquellas tierras del uso de la magia. La Orden se encargó a partir de
entonces de preservar los círculos monolíticos, pero en las tierras secas ya no tenían
nada que hacer.
Así pues Puerto Hârbor medró a pesar de las circunstancias. Los pasos de
Medan le habían llevado allí en otras ocasiones, la última vez persiguiendo los
rumores sobre Aristine que iba escuchando por los caminos. En aquella ocasión
había conocido a James Cobb, un hosco posadero con modales algo rudos y un
delantal más sucio todavía. James había encontrado hacía ya diez años un cofre en
las playas cercanas a Puerto Hârbor y con parte del dinero montó su posada, a la
que llamó el Tesoro Escondido. Los parroquianos solían llamarla El Cofre, cosa que
molestaba a James, sin embargo el nombre cuajó y se la solía conocer más por ese
nombre que por el oficial.
Medan había llegado a la ciudad esperando encontrar noticias sobre Aristine,
sin embargo lo que halló fue un demonio de las profundidades que había poseído a
uno de los clientes. Mató a veinte personas durante los meses que pasó inadvertido,
hasta que Medan y Keltzar se hicieron cargo de la situación y acabaron con él.
James le debía un favor a Medan y por lo visto parecía que iba a
devolvérselo. Hacía tres semanas que había recibido una misiva que James había ido
repartiendo por los sitios habituales en los que se movía. El mensaje era breve
“...tengo noticias, ven lo antes posible...” No sabía de qué se trataba, esperaba que
por fin hubiese encontrado una pista fiable que lo llevase hasta su mujer.
Justo cuando entraba por las puertas de la ciudad las campanas entonaron el
redoble que avisaba de que iban a cerrarse hasta el día siguiente. Se encaminó por
la calle de los artesanos hacía el barrio del arroyo negro, un mote derivado de la
suciedad que arrastraba el pequeño riachuelo, en la muralla noroeste, donde se
encontraba el Tesoro Escondido.
Los niños corrían a sus casas mientras los vendedores se afanaban en cerrar
las tiendas. Cuando se acercaba al barrio en cuestión algunas prostitutas,
demasiado ligeras de ropa para el frio del invierno, intentaron llamar su atención
con gestos demasiado efusivos para, posteriormente, quejarse de que no les hiciera
caso.
-No te haría daño un poco de diversión ¿sabes? –le aconsejó la voz de su mente
con cierta sorna. Simplemente ignoró al demonio que siguió soltando retahílas
sobre lo aburrido que resultaba Medan.
Un poco más adelante las luces de las ventanas de la posada invitaban a la
gente a entrar al confortable interior, iluminado por el fuego del hogar. Medan se
paró un momento en la entrada arrebujado en su capa, intentando tranquilizarse.
Quizás James no tuviera nada más que chismorreos que habían desatado su
imaginación con respecto al paradero de Aristine y no quería poner demasiadas
esperanzas en ello.
Con un último suspiro de resignación abrió la puerta. De inmediato las voces
de los parroquianos asaltaron sus sentidos, pues había una gran algarabía tras haber
acabado un día demasiado frío y la gente tenía ganas de pasarlo bien aunque fuera
durante unas pocas horas.
Esquivando a los alegres clientes del local Medan se dirigió hacia la barra,
donde un orondo y malhumorado tabernero escanciaba cerveza de un barril
mientras gritaba “¡Ya va! ¡Ya va!” Sonrió ante la actitud hosca de James pues sabía
bien que en realidad le gustaba aquel trabajo, simplemente era su forma de ser.
Tras servir las jarras el posadero se pasó el sucio delantal por la frente para
secarse el sudor, al parecer sin darse cuenta de la suciedad que se estaba
extendiendo por la cara. En ese momento pasó su mirada por el abarrotado local, la
dirigió hacia Medan y siguió más allá, para volver de nuevo con un sobresalto hacía
él.
Haciendo un gesto con la mano lo más discretamente que pudo, James le
indicó que se acercase por el lado más alejado de la barra en la que él se
encontraba. Así lo hizo Medan y al cabo de pocos minutos el tabernero se le acercó
como si estuviese demasiado atareado.
-¿Qué haces aquí Medan? –le preguntó James con nerviosismo.
-He venido por tu mensaje. –dijo él, extrañado.
-Medan, escucha... –le susurró Keltzar desde un rincón de su mente. Él ignoró
al demonio, intrigado ahora por el tono del posadero.
-Yo no escribí ese mensaje. Fueron ellos. –replicó James con un nudo en la
garganta. Medan dirigió una mirada disimulada al lugar que señalaba el posadero
con la cabeza. Dos hombres vestidos con armaduras de cuero bebían en la mesa,
sobre sus pechos unos tabardos blancos lucían un emblema parecido a un triángulo,
había otra jarra más en la mesa.
-Medan, creo que...
-¿Quiénes son? –preguntó Medan en un susurro que apenas escuchó James
entre el barullo del local.
-Exploradores de Alire. Te buscan, llevan aquí ya dos meses. Yo no quería
Medan, créeme, me obligaron.
-No te preocupes James, lo entiendo. –afirmó Medan.
-¡Es una trampa! –gritó el demonio en su cabeza. “Ya lo sé” respondió él
mentalmente a la voz.
La sección de la barra en la que se encontraba saltó por los aires justo un
segundo después de que Medan esquivara la maza de un tercer explorador que
había intentado atacarle por la espalda. Él ya tenía la espada desenvainada antes de
completar la esquiva, dispuesto para la lucha.
Capítulo 06. Rio arriba.
“...vivo según los mandatos del Hacedor y tú eres una ofensa a sus ojos...”
Inmediatamente los otros exploradores se levantaron de la mesa en la que
se encontraban empuñando las mazas largas características de su orden. El silencio
se hizo en la posada durante un segundo antes de que se iniciara una estampida
frenética para llegar a la puerta y así escapar del altercado. Los clientes volcaban las
mesas y se tropezaban con las sillas en su afán de salir de allí, con el resultado de
que algunos acabaron en el suelo a merced de los que huían.
Medan esquivó otra arremetida del explorador que le había atacado al
tiempo que descargaba un puñetazo en el yelmo reforzado. El metal se abolló ante
el golpe, dejando al hombre inconsciente antes de que tocara siquiera el suelo.
-Buen golpe, pero si usaras la espada sería quizás un poco más definitivo ¿no? –
aconsejó el demonio. Medan ignoró la voz a la par que esquivaba un par de
acometidas más de los exploradores restantes. Ni se le había pasado por la cabeza
bloquear las mazas con su débil espada la cual sin duda se rompería ante la
contundencia de estas.
Las espadas maza de Alarie eran un arma cargada de simbolismo que hacia
honor al emblema de la religión que profesaban. De forma triangular y con cuchillas
en cada vértice era una de las armas más temidas en el continente, tanto por las
implicaciones que conllevaba que alguien que la portara te persiguiese como por
sus crueles características.
Medan había visto ya estas armas colgadas a los costados de los templarios
de la Luz, incluso una vez había contemplado a un Santo a lo lejos en una
celebración. Los exploradores tenían menos de esa aura de luz, acostumbrados a
vivir fuera de la Luz de Alire, habían aprendido a adaptarse y no ser tan rígidos como
sus hermanos de la capital. Medan no sabía esto, por lo que le pilló totalmente por
sorpresa cuando, esquivando el ataque de uno de ellos, recibió un golpe en la cara
propinado con una botella.
El cristal se rompió con un estallido de dolor, los fragmentos se le clavaron
en el rostro y en los ojos, arrancándole un grito de dolor. No podía ver nada, sentía
la sangre cayendo entre sus dedos cuando se los llevo a la herida y al momento
amagó un par de golpes, pensando que los exploradores aprovecharían la ventaja
que les proporcionaba su ceguera.
-Las cosas pintan un poco mal, Medan. –dijo el demonio con una risita.
Escuchó a James gritándoles a los exploradores y a estos respondiéndole algo, sin
embargo no les prestó mucha cuenta, tenía problemas más acuciantes por el
momento. Los fragmentos de la botella que habían caído al suelo crujieron a su
derecha, así que probó suerte de nuevo con la espada, pero solo encontró aire allí
donde había pensado que estaría el explorador.
“¿Tu puedes saber dónde están?” preguntó mentalmente al demonio, reacio
sin embargo a pedirle ayuda, no veía otra salida a la actual situación. “Vaya, vaya,
vaya... ahora si quieres al pobre Keltzar ¿eh?” se rió la voz en su cabeza con maldad.
Un escalofrío hubiera sido la respuesta natural de su cuerpo ante la infernal voz, sin
embargo llevaban ya demasiado tiempo jugando a este juego como para dejarse
amilanar. “Nos mataran a ambos, lo sabes. Además, seguro que alguien ha
bendecido esas armas, lo más probable es que te duela más a ti que a mí.” razonó
Medan.
El demonio guardó silencio durante unos segundos “Odio cuando tienes
razón” dijo en un tono pomposo y pretendidamente razonable. “Te permitiré ver
mientras voy curando tus ojos, ya sabes las palabras” le propuso la voz a Medan. Aún
buscaba una salida a aquel embrollo cuando sus labrios formaron las palabras que
su mente pronunció para el demonio de su interior “De acuerdo”.
En su mente escuchó el sonido de gusanos arrastrándose por una alfombra
cubierta de sangre bajo la luz de los fuegos fatuos... su alma gritó en consonancia al
repugnante toque del ente demoníaco que tenía atrapado en su cuerpo... y
súbitamente, como si siempre hubieran estado ahí surgieron cosas en su mente.
Lo más notorio fueron los corazones palpitantes que le rodeaban, uno cerca
del suelo, en un ritmo lento... el más alejado, nervioso y los otros dos acercándose,
en una tensa calma. Vio los pies al rozar la madera del suelo que desaparecían en
cuanto dejaban de hacer ruido. Las narices y los pulmones se perfilaban con cada
inspiración y exhalación, esfumándose brevemente para volver a surgir de nuevo
con cada ciclo de respiración.
Medan se dio cuenta de que no veía realmente, simplemente podía perfilar
las cosas en su mente mediante los sonidos que emitían las cosas a su alrededor.
Notó como el demonio sonreía en su interior... “Te gusta ponerme a prueba
¿verdad?” pensó en tensión, sintiéndose engañado. Pensó un par de insultos, a los
que la voz replicó aireado, y luego se calmó, no era la primera vez que el demonio se
divertía a su costa.
-Bueno, habrá que conformarse... –dijo en voz alta, el sonido de su propia
voz le permitió captar una botella en una mesa a su izquierda y tuvo una idea, el
demonio sonrió ante el pensamiento de Medan. “Que malo eres” dijo con diversión
en su mente.
-¿Qué dices abominación? –preguntó uno de los exploradores, Medan agarró
con la mano libre la botella y se la lanzó al explorador al mismo tiempo que echaba a
correr directo hacía él. El hombre paró la botella con la maza, los cristales se
partieron en una miríada de esquirlas que lo obligaron a apartar la cara. En la mente
de Medan apareció una imagen del explorador en una posición de combate, con las
piernas ligeramente abiertas... y aprovechando la distracción le propinó una patada
en la entrepierna.
“¡Ay!” exclamó el demonio. El explorador gruño lastimeramente mientras
caía de rodillas al suelo. Antes siquiera de que le llegara el verdadero dolor Medan lo
dejó inconsciente con el pomo de su espada.
-¡Robert! –gritó el atacante que quedaba.
-Coge a tus amigos y lárgate ahora que aún puedes. –le dijo Medan
tranquilamente. La sangre había dejado de manar de las heridas del rostro, que
seguía rojo y con los ojos cerrados.
-Voy a matarte. –susurró con odio mientras daba un paso al frente.
“Valiente el chaval, déjame salir un poco Medan, quizás sea un oponente que
me divierta” le rogó el demonio con sorna. “Tu sigue curándome los ojos, esto me
marea y quiero que pare cuanto antes, no me gusta que arañes mi alma de esa
manera” le replicó el en su mente.
Medan seguía los pasos de su oponente con la cabeza, manteniendo la
postura de guardia. El explorador se lanzó a la carrera agarrando la maza con ambas
manos al tiempo que lanzaba un grito de combate de su santa orden. Las palabras
sagradas le hicieron daño en los oídos, aun así el grito jugó en contra del hombre
que no sabía nada de la percepción especial de Medan. El sonido perfiló al hombre
como un manto, permitiendo a Medan esquivar el ataque.
La inercia del golpe volteó al explorador, que quedó de espaldas a él. Medan
no dejó pasar la oportunidad y soltó la espada al suelo para poder realizar una presa
sobre su atacante. Pasando un brazo por debajo de su axila y el otro agarrándole el
cuello hizo presión para hacer que perdiese el conocimiento. Viéndose en peligro el
explorador dejó caer el arma para intentar soltarse con ambas manos, al ver que no
conseguía nada ante la férrea presa de Medan comenzó a golpearle en las costillas
con los codos.
Medan continúo apretando mientras aguantaba estoicamente los golpes que
fueron desistiendo hasta que el hombre dejó caer los brazos. Se aseguró de que
había perdido el conocimiento y lo soltó en el suelo con cuidado. “Ya puedes parar,
Keltzar” le dijo al demonio, que rezongando terminó con la visión mareante. Los
gusanos dejaron de moverse y Medan soltó un suspiro de alivio.
-¿Se ha acabado ya? –dijo James, todavía temeroso, que salió de detrás de la
barra. Echó una mirada a la taberna destrozada mientras Medan buscaba a tientas
una silla en la que sentarse. Se llevó una mano a la cara en señal de resignación,
pensando cómo iba a pagar el arreglo.
James era un buen hombre y, debiéndole como le debía una a Medan, se
encogió de hombros, al fin y al cabo la culpa también era suya por haberlo delatado
a esos malditos fanáticos. Se acercó corriendo al grito de “¡Espera! yo te ayudo” y le
acercó a Medan una silla en la que sentarse.
-Hacedor misericordioso... –susurró James al examinar las heridas de la cara
de Medan, el cual se encogió ante la mención del dios. James lo interpretó como un
gesto de dolor ante su examen.
-Déjame que te traiga algo para eso. –y al momento se empezó a hacer ruido
detrás de la barra mientras buscaba un poco de su mejor licor y un trapo limpio con
el que limpiarle la sangre.
Medan notó como los cristales empezaban a sobresalirle de los ojos y los fue
extrayendo uno a uno conforme aparecían. Una risita cruel resonó en su mente “Te
han partido la cara” dijo con un tono pretendidamente infantil que no hizo más que
hacer más espeluznante la voz.
-Cállate... –le dijo Medan en voz alta.
-¿Qué? –preguntó James desde la barra, desconcertado.
-Nada, solo tráeme algo con lo que limpiarme, no es tan grave como parece.
Escuchó al posadero volver y pararse a su lado. Mojó un paño con el líquido
de una botella que trajo, tras ello se humedeció el mismo el gaznate con un trago
rápido.
-Déjame ver –le pidió.
-Gracias, pero solo quiero limpiarme la cara. –Medan le quito el trapo con
cuidado y se limpió el rostro, algunos cristales repiquetearon en el suelo. Abrió los
ojos despacio, James dio un respingó delante suya. Medan extrañado sacó de uno
de sus bolsillos un pequeño espejo hecho con un trozo de metal pulido.
Sus ojos estaban inyectados en sangre, sin embargo recuperaban
rápidamente el blanco normal al haberse curado ya las heridas más importantes. Lo
que había sobresaltado al posadero era la mitad del ojo izquierdo, el color natural
de sus ojos había sido sustituido en esa zona por un amarillo anaranjado bastante
desconcertante.
Con cuidado de que no se notase tanto por dentro como por fuera la
inquietud que sentía pensó “Luego hablaremos de esto”. A Medan le dio la
impresión de que el demonio se encogía de hombros. Arrancó un girón de la capa
de uno de los exploradores y se lo ató a la cabeza a modo de parche. Luego se
dirigió a James, que se encogió en el sitio y volvió a darle un trago a la botella.
Viendo su turbación Medan le mostró una triste sonrisa con el fin de
tranquilizarlo y tendió la mano para que le pasase la botella, a la que dio un buen
sorbo.
-¿Desde cuándo llevan aquí? –le preguntó a James señalando a los
exploradores una vez que este estuvo más tranquilo.
-Pues llevan aquí desde que mandaron esos mensajes falsos. Eran trece,
otros tres te están buscando por los territorios vecinos, el jefe y los otros seis no sé
por dónde andan, pero creo que puedo suponerlo. –al recordar al jefe de los
exploradores y sus pesquisas James se puso nervioso. –¡Oh! Medan, si no te mandé
un mensaje para advertirte fue por miedo a que me descubrieran, pero hay otro
motivo.
Medan lo miró con interés, el demonio hacía ruiditos en su mente, aburrido
de la conversación.
-El jefe era un cazador de demonios Medan. Hablaron de ti, sí, pero también
hablaron de una mujer. –dijo el posadero en susurros nerviosos, Medan creyó notar
como su corazón se paraba, aguantando el aliento. –decían que era una mujer
adoradora de demonios, que tenía poderes del mal a su servicio.
Su corazón comenzó a latir con un salto, henchido de esperanza.
-¿Dónde James? ¿De qué lugar hablaban? –preguntó Medan con una mirada
de súplica al posadero.
-De Blackgate. –respondió James.
Medan quiso dejarle algo de dinero para que pudiera reparar los daños
causados por la pelea, pero James no quiso siquiera oír hablar de ello. Le dio varias
raciones para el viaje y le dijo avergonzado que era lo menos que podía hacer
después de atraerlo a una trampa, aunque lo hubiesen obligado. Le estrecho la
mano y le abrazó, luego se dirigió resuelto a la salida de la ciudad, solo se detuvo en
una curtiduría. Allí compro un parche de cuerpo para mantener oculto su ojo
izquierdo. El otro permanecía fijo en la dirección que debía de tomar, hacía el
noreste, rio arriba.
Capítulo 07. Cruce de caminos.
“¿De verdad crees que puedes hacer algo para detenerme?...”
Las murallas de Blackgate se alzaban en el horizonte cuando los seis
hermanos exploradores y él pasaron el último recodo del camino. Estaba
anocheciendo y las sucias murallas de color gris reflejaban la anaranjada luz contra
un cielo cada vez más oscuro. “Como si la propia ciudad estuviese en llamas” pensó
el cazador de demonios. Con un gesto seco de la cabeza indicó a sus hombres que
continuaran adelante, él los alcanzaría más tarde, primero quería rezar en soledad
para agradecer el buen viaje y pedirle al Hacedor que le diese fuerzas para la tarea
que debía llevar a cabo.
Comenzó por asearse, para ello sacó una manta de una de las alforjas que
llevaba su caballo y la extendió en el suelo cubierto de nieve. La manta había sido
bordada a mano especialmente para él y se veía desgastada por el uso frecuente, el
cazador podía decir con orgullo que nunca había faltado a sus rezos desde que se la
habían obsequiado.
Llenó un cuenco con el agua de la cantimplora y lo dejó a un lado de la
manta, en pocos minutos se congelaría así que se dio prisa en extraer los demás
objetos que necesitaría. Una navaja, una toalla, el símbolo sagrado de la orden de la
luz de Alire y el libro de plegarias. Se descalzó y se puso de rodillas sobre la tela, la
espalda rígida en todo momento.
Su mano, firme y segura, sostuvo la hoja sin un solo temblor a pesar del frio
helador que le mordía la piel. Con rápidos movimientos rasuró el vello de su rostro
mientras murmuraba plegarias de purificación con los ojos grises puestos en la
ciudad donde se encontraba su objetivo. Se lavó la cara con la gélida agua, usó la
toalla y cogió con reverencia el símbolo sagrado con una mano al tiempo que
sostenía el libro de plegarias con la otra.
Abrió el volumen por una página en concreto, la letanía de la lucha sagrada.
Los versos fluyeron a sus labios conforme sus ojos pasaban por encima del texto de
forma mecánica, se sabía la súplica de memoria pero ver las palabras lo
tranquilizaba y lo llenaba de gozo. Dejó el libro en el suelo sin dejar de leer al tiempo
que desenvainaba su espada maza. El arma, más ligera que las que usualmente
portaban los exploradores y templarios, estaba dividida en varias secciones,
dándole un aspecto cruel, sanguinario.
Sacó de un bolsillo de su cinturón una piedra de amolar y, metódicamente,
afiló cada una de las hojas del arma. Con cada pasada murmuraba un verso sagrado,
adquiriendo una cadencia casi militar que no solo aguzaba el filo del acero, sino
también su propia resolución.
Cuando hubo acabado recogió todos los bártulos y se encaminó hacia la
ciudad. Un aire de confianza y nobleza parecía emanar de él, su mirada rozaba el
éxtasis espiritual. “Esa abominación es mía, más le vale correr” pensó al tiempo que
una sonrisa asomaba a sus labios. Si alguien hubiese visto esa expresión habría
huido despavorido.
Las estrellas no brillaban la noche que el cazador llegó a Blackgate, las nubes
que amenazaban con una tormenta de nieve cubrían el cielo nocturno sumiendo a la
urbe en la oscuridad. El frío había hecho presa de la ciudad y la mayoría de la gente
se encontraba resguardada en sus hogares. Ni siquiera los guardias se hallaban en
las calles sino que, ante la perspectiva de una ronda miserable, se habían escapado
al amparo de alguna posada hasta que llegase la hora de volver al cuartel o habían
ido a visitar la casa de Madame, un prostíbulo famoso que disponía de habitaciones
calientes y una aún más cálida compañía.
Por ello la mujer pasó totalmente desapercibida cuando se dirigió al distrito
de las Lumbres, el peor barrio de Blackgate. Las Lumbres llevaba ese nombre por la
cantidad de mendigos, ladrones y gente de baja estofa que allí vivían y que se
calentaban por la noche encendiendo fuegos por todo el barrio. Seguramente antes
tuvo otro nombre pero de ser así hacía mucho tiempo que la gente lo había
olvidado, los nombres de las calles estaban señalizados en la ciudad con planchas de
hierro decoradas pero la que pertenecía a las Lumbres había sido robada hacía
demasiados años.
Aquella noche sin embargo ningún fuego alumbraba las calles cuyos
habitantes habían huido del inclemente tiempo. La mujer caminaba sin más
impedimento que el de la nieve ya caída, ni siquiera la oscuridad era un problema
para ella. Embozada en una capa negra sería difícil verla a la luz de un farol, con la
negrura reinante era imposible.
Esa parte de la ciudad no había recibido la planificación que los arquitectos
reales de antaño le habían dado al resto de la ciudad. Las Lumbres había crecido
conforme la gente llegaba allí y construía sin orden ni concierto por lo que los
callejones estrechos y oscuros abundaban en aquella parte de la urbe.
La figura oscura se dirigió a uno de esos callejones oscuros, en esa noche en
que la luz no hacía acto de presencia bien podía tratarse de una entrada al
inframundo. La mujer, con la oscura bufanda y la capucha negras giró la cabeza en
un último vistazo para comprobar que nadie la seguía. Si alguien la hubiese visto en
ese momento hubiera distinguido los dos ojos iluminados por una luz violeta.
Se adentró entonces en el callejón, cuando llegó a la puerta adecuada dio
dos rápidos golpes en la madera seguidos de dos más lentos. Esperó a que alguien
abriese la pequeña portilla, inconscientemente se puso en un ángulo que la
mantuviese lejos de un posible tirador mientras que a la vez sostenía fuertemente
una daga bastante larga y de aspecto letal bajo la capa. Finalmente la portilla se
abrió, derramando la luz de una antorcha al oscuro callejón.
-¿Quién va? –preguntó una voz a través de la portilla, un par de ojos se
asomaron escudriñando el exterior.
-Soy la mensajera, abre. –ordenó la mujer en un tono que no permitía
excusas.
El hombre tras la puerta sintió un escalofrío y se apresuró en descorrer los
cerrojos que mantenían la madera en su sitio. Tras un par de chasquidos metálicos la
jamba de la puerta se abrió hacía dentro con un quejido.
La mujer entró sin dilación a la estancia y con la mano libre se sacudió la
nieve que tenía encima, por debajo de la capa sostenía aún el arma. No seguía viva
por confiar en nadie y las personas con las que estaba a punto de tratar no eran
nada del otro mundo, pero nunca estaba de más ser precavida.
Miró al hombre que le acababa de abrir, a pesar de la ropa desgastada y rota
en algunas partes cualquiera con dos dedos de frente se hubiera dado cuenta de
que no estaba realmente sucia y él ni siquiera olía como debería, en cambio un leve
olor a rosas emanaba del hombre, ella sonrió tras la bufanda.
-Vamos, ¿a qué esperas? –le instó la mujer al mayordomo disfrazado de
matón. Tampoco se le escaparon los dos bribones que esperaban en las sombras
con sendas ballestas preparadas, guardando el lugar. Se cuidó de que el brillo
violeta de sus ojos quedase oculto bajo la capucha.
-Espera aquí un momento, tengo que avisar a mí jefe. –dijo el hombre que le
había abierto la puerta, en un vano intento de imitar la jerga de las Lumbres. Ella se
cruzó de brazos bajo la capa y se apoyó contra la pared. El hombre le dirigió una
última mirada dubitativa y se alejó por un pasillo, desapareciendo tras una puerta
que daría a donde suponía se encontraría su nuevo patrón.
Miró a uno y otro lado, molesta por el recibimiento. No estaba acostumbrada
a que la apuntaran durante tanto tiempo, generalmente el que apuntaba un
proyectil contra ella acababa muerto en lo que ésta tardaba en notarlo. Estaba
haciendo un gran esfuerzo por no atravesar a aquellos dos estúpidos con su espada.
-Bajad esas ballestas si no queréis que os corte las manos. –dijo ella con un
gruñido bajo y susurrante, incapaz ya de aguantar la amenaza. Los dos bribones
dieron un paso atrás, atemorizados. No sabían quién era la mujer, pero sí de dónde
provenía, en ese momento pensaron que lo que les pagaba su patrón no era
suficiente para incurrir en la ira de la mujer, así que bajaron las ballestas y se
movieron hasta la luz, las manos levantadas en acto de sumisión.
Se permitió sonreír bajo la bufanda puesto que ellos no podían ver el gesto,
pero se mantuvo imperturbable de cara al exterior. En ese momento volvió el tercer
hombre que, al cruzar la puerta, se quedó anonadado al ver a los dos supuestos
guardaespaldas a la luz de las antorchas con las armas bajadas. Dirigió una mirada a
los dos buscando una respuesta, estos se encogieron de hombros.
Resignado, el hombre se dirigió a la mujer que esperaba apoyada en la pared.
–Mi jefe la recibirá ahora mismo, acompáñeme. –tras lo cual se dio la vuelta y al
llegar a la puerta la sostuvo abierta para la mujer.
-Gracias. –le susurró al pasar por delante de él mientras deslizaba una mano
enguantada en suave cuero por la barbilla del hombre con aire casi juguetón. Este
se estremeció sin saber por qué, pero se mantuvo imperturbable hasta que ella
pasó. Acto seguido entró tras ella y cerró la puerta a sus espaldas.
La habitación en la que habían entrado estaba ricamente iluminada por
candelabros de plata en lugar de por las toscas antorchas del pasillo. Un hombre
bastante siniestro se encontraba al final de una larga mesa de madera, delante de
varios pergaminos que parecía haber estado leyendo hasta ese momento. El otro
hombre, sin duda un mayordomo, se situó detrás de su amo.
Por sus ropas parecía ser un comerciante, nada más verlo la mujer sintió una
punzada de nostalgia en el fondo de su ser, pero la desechó con crueldad a un
rincón de su mente donde quedó olvidada al momento. Debía de tener bastantes
tratos sucios y cierto poder si no le importaba hacer semejante tipo de ostentación
en un lugar como las Lumbres. Sin embargo a la mujer le importaba bien poco, ella
provenía de lo más hondo de Blackgate, donde el poder residía en otros sitios, sitios
llenos de tierra, huesos y flores hace tiempo marchitas...
Dejó de divagar y se centró en el asunto que tenía entre manos. El
comerciante hizo un ademán con la mano invitándola a sentarse, ella rechazó con
cortesía el ofrecimiento y se acercó hasta estar a cinco pasos de él, una distancia
que se consideraba educada en su profesión.
-Me alegro de que hayas podido acudir a la cita. –dijo el comerciante con
cierta formalidad que era incapaz de ocultar la crueldad de su persona, sin embargo
trataba con respeto a la recién llegada. “Menos mal, sabe con quién trata” pensó
ella, estaba harta de encontrarse con estúpidos que creían que porque le pagaban
podían tratarla como a sus lacayos.
-Su encargo ha sido estudiado. –contestó la mujer desde las profundidades
de su capucha.
-Por favor, ¿podríais al menos descubriros la cara? me gusta saber con quién
hago tratos y más si son tan delicados como el que nos concierne. –le dijo el
comerciante. –Mi nombre es Karl Van Heist, ¿y el vuestro?
La mujer rió para sus adentros donde otra voz, melosa y sensual se hizo eco
de su risa. Despacio retiró su capucha, dejando libre la larga cabellera negra como
las plumas de un cuervo y luego bajó la bufanda a juego. Su rostro pálido parecía
blanco como la nieve que caía en el exterior al estar enmarcado como estaba entre
tanto negro. Mantuvo la mirada baja, en lo que podría parecer una señal de respeto,
sin embargo un espectador avispado habría notado que lo hacía para evitar las
carcajadas que amenazaban con salir en cualquier momento.
Cuando por fin pudo controlarse la mujer levantó la vista hacia su cliente. El
mayordomo dio un paso hacia atrás, turbado por la visión de los ojos de la
muchacha que eran de un violeta antinatural y diabólico, el comerciante se limitó a
enarcar una ceja.
-Mi nombre no es importante querido, pero puede llamarme Morea. La Dama
de las Malvas le envía saludos Karl Van Heist. Ahora que hemos hecho las
presentaciones ¿qué tal si entramos en materia? –preguntó la mujer con una sonrisa
que le heló la sangre a los presentes.
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