ana bolena
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Ana Bolena, primera parte
por: Eunice Castro Fuente: Vanidades
Rechazó al rey Enrique VIII una y otra vez, cuando este trataba de seducirla... hasta que él le prometió que se divorciaría de Catalina de Aragón. Después, Ana se convirtió en la mujer más poderosa e influyente de la corte inglesa
Por la carencia de archivos parroquiales en
la época que vino al mundo Ana Bolena (en
inglés Anne Boleyn), existe una controversia
entre los historiadores para establecer la
fecha de nacimiento, pero por deducción se
cita el año1507. Ana tenía una hermana
mayor llamada María, supuestamente
nacida en 1503, y su hermano Jorge, en
1505.
Su padre, Sir Tomás Bolena, era un
diplomático británico muy respetado en
Europa, que hablaba varios idiomas, y el rey
Enrique VII lo consideraba uno de sus
favoritos, y lo enviaba a grandes misiones
diplomáticas en el extranjero. Su esposa,
Lady Isabel Bolena (Howard de soltera),
era hija del segundo duque de Norfolk. La
familia Bolena era considerada una de las
más respetables de la aristocracia inglesa.
Sus abuelos incluían a un alcalde de
Londres, un duque, un hidalgo, dos ladies
aristocráticas y un caballero.
Tomás Bolena tenía cuatro magníficas
propiedades; la mansión de Blickling Hall, en
el condado de Norfolk; el castillo de Hever,
en Kent: el palacio de Londres y la casa de
los Loo, en Middlesex.
Cuando el rey Enrique VII murió el 12 de
abril de 1509, y su hijo Enrique VIII ‘el más
hermoso de los príncipes cristianos’, que
aún no había cumplido 18 años, subió al
trono, este siguió usando los servicios de
El primer encuentro entre Enrique VIII y Ana Bolena (ca. 1530). Foto: Vanidades
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Ana Bolena, prim
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Tomás Bolena. Este gozaba de mucha
influencia y admiración en Europa por su
profesionalismo.
Ana fue una niña obediente que se
preocupó por complacer a su padre. Su trato
con su hermana María era cordial, pero no
íntimo, mientras que con su madre y su
hermano Jorge disfrutaba de una relación
muy apegada y feliz.
Según Henry Suhamy, autor de Enrique
VIII, Sir Tomás Bolena comprobó que su hija
Ana tenía, como él, una predisposición
lingüística y gran gusto por los estudios, a
diferencia de su hermana mayor. Y
aprovechó una misión en Bruselas para
obtener el favor de la archiduquesa
Margarita de Austria, que regentaba los
Países Bajos por su padre.
—Quiero confiarle a Su Alteza la más
prometedora de mis hijas —le dijo.
Aceptada Ana, gozó de una posición
privilegiada como pupila y dama de honor de
la regente Margarita. Ella arribó a Bruselas
en la primavera de 1513, accediendo a la
educación impartida en la más elitista de las
escuelas que impartía clases a un pequeño
grupo de niños, entre los que se encontraba
el futuro Carlos V. Por sus finos modales y
aplicación, Ana demostró estar a la altura de
las exigencias del programa de educación
principesca.
La regente Margarita encontró a Ana tan
agradable y elegante en su conducta que
escribió a Sir Tomás: ‘Agradezco mucho que
me haya enviado a su hija’. Margarita llegó a
referirse afectuosamente a Ana como ‘la
petite Boleyn’ (la pequeña Bolena).
La segunda lengua que Ana dominaba era
la francesa y escribía a casa a su padre en
ese idioma con estilo. Este período de
aprendizaje no le duró mucho tiempo a Ana,
pues en octubre de 1914, su padre le
ordenó que se reuniese con su hermana
María en la corte de Francia, como dama de
honor de la nueva reina, María Tudor. Este
período fue aún más corto tras la muerte de
Luis XII y el nuevo casamiento expeditivo
de su viuda con Brandon. Su hermana
mayor, María Bolena, regresó a Inglaterra
para seguir al servicio de la ex reina. La
nueva reina Claudia, que contaba a la
sazón 17 años, se avino con gusto a
quedarse con la pequeña Ana. El ser dama
en aquella Corte no significaba tener una
gran intimidad con la Reina, pues alrededor
de ella se reunían más de 300 muchachas.
Pero como Ana tenía la ventaja de dominar
el francés bastante bien y el inglés, le
sugirieron:
—Podrías fungir como intérprete cuando
tengamos algún invitado inglés importante
en la Corte.
Ella aceptó encantada. Mientras tanto,
completó sus estudios de francés y adquirió
detallados estudios de la cultura y el
protocolo de Francia. Como era inteligente,
también se interesó en la filosofía religiosa
que reclamaba la reforma de la iglesia. En
cuanto a vanidad, la moda francesa cautivó
los sentidos de Ana, que puso un especial
empeño en su vestuario.
El capullo se fue convirtiendo en flor. No
poseía Ana precisamente la belleza
característica de su época, donde era
esencial que la mujer tuviese una piel tan
blanca como la leche. Pero era hermosa,
aunque su tez era demasiado oscura.
Contribuía a ello su larga cabellera negra,
que ella llevaba siempre suelta, y sus
hermosos ojos negros de un encanto
dramático. Exótica y primorosamente
desenvuelta, Ana Bolena se hizo notar en la
corte francesa, aunque conservando
siempre intacta su reputación.
En el invierno del año 1521, recibió una
carta de su padre en la que la reclamaba:
’Doy por terminada tu educación y debes
regresar a Inglaterra. Serás una de las
damas de honor de la reina Catalina’.
En enero de 1522, Ana partió de Calais, que
en aquel entonces todavía era una posesión
inglesa. En marzo hacía su debut en la corte
inglesa en un baile de máscaras en honor al
Rey y se destacó por sus dotes de bailarina
en una complicada danza, acompañando a
la hermana menor de Enrique y a
importantes damas de la Corte.
Pronto su carisma atrajo a la gente a su
alrededor, y su modo de caminar y su
sentido de la moda francesa inspiró nuevas
tendencias entre las damas de la Corte.
Según la historiadora Alison Weir, el
encanto de Ana no radicaba tanto en su
aspecto físico como en su personalidad
vivaz, su elegancia y su rápido ingenio.
Brilló en el canto, componiendo música,
bailando y conversando. Era dulce y alegre,
y disfrutaba de los juegos de azar, bebiendo
vino y chismorreando. Era valiente y
emocional, por lo que los hombres jóvenes
de la Corte andaban a su alrededor. Aunque
hubo lenguas maledicientes que corrieron la
voz de que Ana tenía un sexto dedo en la
mano y en el pie izquierdo, y un tercer seno,
pues en esa época tener algún signo de
deformidad era relacionado con el diablo.
Y eso que en aquellos tiempos aún ella no
había despertado la envidia, porque estaba
aún muy lejos de que encendiera la chispa
del amor en Enrique VIII.
Ana encontró que Catalina de Aragón, la
primera esposa de Enrique VIII, era popular
entre muchos súbditos y nobles, aunque ella
no participara en la política ni en la vida de
la Corte por algún tiempo.
La historia de Enrique y Catalina era larga.
Supo que a los 12 años, Enrique había sido
prometido en matrimonio con Catalina, que
tenía 18 años entonces y era la viuda de su
hermano Arturo (llevaban casados seis
meses cuando Arturo, que todo el tiempo
había estado enfermo, murió). Enrique
accedió al trono dos meses antes de cumplir
los 18 años y se casó con Catalina seis
semanas después. Ella iba vestida de
blanco para revelar al mundo que a pesar de
haber estado brevemente casada con
Arturo, era todavía doncella, y por
consiguiente apta para convertirse en
esposa de Enrique.
Según Irving, Amy y Sylvia Wallace, y
David Wallechinsky, autores del libro The
Intimate Sex Lives of Famous People, en
ese entonces Catalina y Enrique se amaban.
Catalina de Aragón poseía gran belleza en
su juventud. Hija del rey Fernando II de
Aragón, era delicada y graciosa, y le
gustaba bailar. Además, no era inferior a
Enrique desde el punto de vista intelectual.
Enrique estaba dotado de una extraordinaria
apostura y corpulencia. Le gustaban la caza,
los bailes y los festines, la ostentación y las
vestimentas elegantes, y en su adolescencia
se había convertido en la personificación del
Renacimiento, destacándose no solo en el
juego de tenis y los torneos, sino también en
la música, el arte, la filosofía y otras
actividades intelectuales.
Catalina enseñó a Enrique español y, por su
parte, ella decidió aprender inglés. El Rey
hizo entrelazar sus iniciales con las suyas
propias en el monograma real, lucía sus
colores en los torneos y corría a ella cada
vez que se producía algún nuevo
acontecimiento, diciendo: ‘¡La Reina tiene
que saberlo!’ o ‘¡Eso complacerá a la
Reina!’. Pero pronto comenzaron las
complicaciones para Catalina. Su primer
vástago, una niña, nació muerta; a
continuación murió un hijo poco después de
nacer. Otro hijo nació muerto, un tercero
nació prematuramente y murió. Luego,
Catalina dio a luz una niña saludable el 18
de febrero de 1516, a la que bautizaron con
el nombre de María. Para el padre y el país
este nacimiento femenino solo prolongaba la
incertidumbre sobre el porvenir de los Tudor.
En 1517, tuvo la Reina varios abortos y
después un niño que nació muerto. De
tantos embarazos, Catalina había
envejecido prematuramente. Su cuerpo
hinchado y su rostro marchito habían
apagado la pasión que un día Enrique había
sentido por ella.
El Rey había iniciado una relación con
Elizabeth ‘Bessie’ Blount, una jovencita de
17 años, dama de honor de Catalina.
En 1518, su amante Bessie le dio el hijo
varón que el monarca tanto ansiaba:
Enrique FitzRoy. Pero era un hijo bastardo
que nunca podría ascender al trono.
Según la biógrafa Carolly Erickson, autora
del libro Mistress Anne, el niño FitzRoy fue
alejado de la Corte para ser educado en una
casa de campo cerca de Londres, y el Rey
dejó de ver a Bessie.
Enrique comenzó a tener relaciones de
estrecha amistad con unas personas que no
acataban la tradición feudalista, y lo
adulaban, y él les hacía favores.
Centro y eje de este animado grupo era la
familia de Ana Bolena, formada por Sir
Tomás Bolena, entonces tesorero de la Real
Casa, su esposa Isabel, dama en la Corte,
su hijo Jorge, embajador, y María, la hija
mayor que había sido dama de la corte de
Catalina y ahora estaba casada con William
Carey, empleado en la Corte. Todos los
puestos ocupados por esta familia habían
sido otorgados por el Rey y así justificaba la
presencia de María Bolena en Palacio y la
de él en casa del tesorero.
María Bolena desde que había regresado de
Francia se había dedicado a intimar con los
hombres y antes de cumplir los 17 años su
reputación estaba por el suelo. Luego se
había casado con Carey y convertido en la
amante del Rey.
Cuando Ana Bolena llegó a Inglaterra en
1522, su hermana dominaba el corazón del
Rey. En un principio, Enrique no vio en Ana
más que un peón utilizable para su juego
político. Le convenía casar a Ana con un
irlandés para neutralizarlos.
Sucedía que ciertos derechos que tenía
Tomás Bolena sobre las propiedades de
Ormond se habían visto impugnados por un
jefe del clan irlandés llamado Sir James
Butler, cuya exterminación hubiese costado
más de lo que las propiedades valían. El
cardenal Wolsey y Enrique VIII
consideraron que era mejor dar solución al
litigio mediante un arreglo matrimonial,
casando a la joven Ana con Butler.
Para convencerla, su padre le dijo:
—Con el tiempo, te convertirás en la
condesa de Ormond, podrás vivir en el
castillo de Kilkenny, asistir a las sesiones
parlamentarias de Dublín y hasta podrías
tomar parte en las fiestas de Londres, si la
tranquilidad lo permite.
Ana no aceptó la boda.
—Prefiero mil veces seguir siendo dama de
la Reina de Inglaterra y quedarme soltera, o
ingresar en un convento, antes que casarme
con ese irlandés Butler y vivir en su tétrico
palacio Kilkenny.
Para una joven acostumbrada a la vida de
París, lo que le ofrecían era inaudito. Sir
Tomás Bolena deshizo el compromiso
ofreciendo una dote insuficiente por su hija,
que el prometido no aceptó.
Ana comprendió que su suerte dependía de
la voluntad paterna y de la real, y ella, que
se había hecho notar por algunos de los
hombres más brillantes de la Corte, decidió
entregar su corazón al joven Sir Henry
Percy, hijo del duque de Northumberland.
Ana se centró en su amor romántico con
Percy hasta que el cardenal Wolsey, en
nombre de Enrique, llamó al joven.
Ante testigos le dijo que con el
consentimiento de su padre y del Rey, le
hubieran buscado emparejar como
correspondía a su rango. Ana no estaba a
su altura y, además, estaba destinada a
casarse con otro.
Cuenta el biógrafo Francis Hackett en su
libro Henry VIII and His Six Wives, que el
joven Percy defendió a Ana y el amor de
ellos con ímpetu y hasta con lágrimas. Y
argumentó y se negó una y otra vez, aunque
lo quisiese el Rey, a renunciar a ella.
Wolsey aún quiso coaccionarlo e insistió:
—Creí que, apenas me hubiera oído hablar
de los deseos y enojos del Rey, se habría
sometido a la voluntad de Su Alteza.
Fue necesario que Wolsey llamara a su
padre, Northumberland el Magnífico, quien
tomó cartas en el asunto y recriminó a su
hijo de haber sido ‘ingrato, desleal e
imprudente’ y lo acusó de haberlo querido
arruinar. Solo podría salvarlo ‘la misericordia
y la bondad casi divinas del Rey’, y lo
amenazó con desheredarlo.
—Y ahora sigue sirviendo a Su Gracia, y
cumple con tu deber.
Se decidió que Percy saliera de la Corte
para contraer matrimonio con otra joven y
que no volviera a ver a su amada. Todo los
agravios a Percy hirieron profundamente a
Ana.
Ana pensaba que todo era obra de Wolsey y
no culpó al Rey. Pero Enrique estaba detrás
del asunto y no se sabe si buscaba solo
alejar a un rival peligroso o si pensaba
apropiarse de los favores de la joven
hermana de María Bolena.
Según John Cavendish, autor de El
romance entre Ana Bolena y Henry Percy,
Ana fue enviada de la Corte al castillo de
Hever, en Kent, propiedad de su familia. En
ese entonces era vecino suyo su primo
hermano, el escritor y poeta Sir Thomas
Wyatt, gentilhombre originario de Yorkshire.
Wyatt era casado, pero desdichado en su
matrimonio. Al tratar a su prima, quedó
prendado de la chiquilla serena, pero a su
vez, inmensamente perturbadora. Poseído
por la pasión la persiguió.
Ana mantuvo un vínculo sentimental y
galante con Wyatt, y se mostró tan prudente
como experta en los juegos de la galantería
cortesana, pero un día lo abandonó.
Destaca el historiador Eric Ives, autor de la
biografía The Life and Death of Anne
Boleyn, que Thomas Wyatt en su
composición poética Whoso List to Hunt, la
comparó con una gacela perseguida por él,
que se convence de la inutilidad de su
esfuerzo al descubrir que la que le trastorna
el juicio lleva alrededor de la garganta un
collar con una inscripción en diamantes que
dice: ‘Noli me tangere (no me toques), pues
soy del César’.
Era como una profecía, porque pronto el
César trataría de colocar el collar diamantino
en el esbelto cuello de Ana Bolena.
A su regreso a la Corte, a principios de
1526, Ana se hizo rodear por una camarilla
de amigas y admiradores masculinos y se
volvió muy famosa por su capacidad para
mantener a los hombres a distancia.
El rey Enrique VIII creía que no le sería
difícil conquistar a la hermana de María
Bolena; por esta había perdido repentino
interés. En cambio, la intensa personalidad
de Ana lo tenía muy impresionado.
Ana le demostró que era muy dueña de su
cuerpo y de su mente. Aunque los ojos de
Enrique la perseguían dentro de la misma
cámara de la Reina. Y aunque iba una y otra
vez al palacio de los Bolena para hablarle,
Ana resultaba muy difícil de cazar.
Ana tenía 19 años y Enrique contaba ya 35.
Al principio, Enrique se negaba a creer que
estaba enamorado de Ana. Aseguraba que
ella le había inspirado simpatía y un
sentimiento de afecto, ‘de indisoluble afecto’.
Ana le dijo que ella sentía también afecto
por él y nada más, pero que ella y su madre
habían resuelto no volver más a la Corte.
Enrique se alejó de Hever rumiando sus
palabras. Luego la abrumó con docenas de
cartas de amor. En la primera le decía:
’La inquietud producida por la ausencia me
resulta demasiado severa’, y añadió que le
sería ‘casi intolerable’. ‘Yo no la he ofendido
jamás y me parece que es escasa
retribución al hondo cariño que le profeso, el
obligarme a permanecer a distancia de la
mujer que más estimo en el mundo’.
Ella le respondió: ‘Suplico a Su Alteza muy
seriamente que desista, y a esta mi
respuesta en buena parte. Prefiero perder
mi vida que mi honestidad.
El Rey intuyó que mientras Ana tuviese
presente el recuerdo de su relación con su
hermana María y su atadura a su esposa
Catalina, no habría modo de convencer a la
chiquilla voluntariosa y soberbia de que
aceptase su amor.
Entonces trató de amenazarla con que lo
perdería y le escribió una tonta carta para
ver si reaccionaba:
’Considere, dueña mía, cuánto me hace
sufrir su ausencia. Espero que no será por
su deseo; pero si así fuere, si adquiriese la
certeza de que usted lo quiere, me
resignaría a lamentar mi suerte adversa,
procurando poco a poco olvidar mi locura.Y
con esto termino, por falta de tiempo, esta
carta descortés’.
Enrique quería a toda costa poseer a Ana,
sin necesidad de afrontar su situación con la
Reina y con María Bolena. Ana respondió
una y otra vez a sus cartas conmovida, pero
sin ceder, aunque el hecho en sí de que le
respondiese alentaba las esperanzas del
Rey. Enrique estaba trastornado,
obsesionado, deshecho de amor. Ana lo
invitó a que declarase cuál era el verdadero
significado de sus afirmaciones de amor.
Enrique le contestó con una extensa carta:
’Meditando acerca del contenido de sus
últimas cartas, me veo acosado por mil
pensamientos torturadores y sin saber a qué
atenerme, ya que en unas frases creo
descubrir una satisfacción y en otras todo lo
contrario. Le ruego encarecidamente que
me diga cuáles son sus intenciones respecto
al amor que existe entre los dos’.
Le decía que necesitaba a toda costa una
respuesta, ya que llevaba un año herido por
el dardo de su cariño y sin tener aún la
seguridad de si hallaría o dejaría de hallar
un lugar en su corazón. Si ella estaba
dispuesta a cumplir los deberes de una
amante fiel, entregándose en cuerpo y alma,
él le prometía que no solo recibiría el
nombre de dueña suya, sino que ‘apartaré
de mi lado a cuantas hasta ahora han
competido con usted en mis pensamientos y
en mi afecto, y me dedicaré a servirle solo a
usted’.
Era un ultimátum. Aunque el Rey le decía
claramente que estaría dispuesto a
prescindir de María Bolena y de Catalina,
Ana aún desconfiaba, y leyó y releyó una y
otra vez la carta de Enrique buscando algún
motivo que justificase un nuevo plazo. Pero
su corazón se desbocó y escribió al
Monarca diciéndole que él, solo él, poseería
su corazón en el momento en que quedase
totalmente libre. Y para subrayar sus
palabras le envió también una prenda de su
afecto. Enrique creyó estallar de felicidad.
—¡Me quiere! —gritó exaltado.
Ana sería solamente suya y él de ella,
aunque tuviese que cambiar el curso de la
historia de Inglaterra.
Según el biógrafo Philippe Erlanger, en su
libro Enrique VIII, a partir de ese momento el
Rey decidió solicitar la anulación de su
matrimonio con el argumento de que
Catalina había sido primero la esposa de su
hermano Arturo. Por lo tanto, la unión de
ellos de 18 años no era lícita. ¿Acaso no era
prueba concluyente de lo pecaminoso de su
existencia la triste suerte de sus hijos
muertos? A la existencia de su hija María
nadie le daba importancia por ser mujer.
Murmurando oraciones y fortaleciendo su
espíritu con la declaración, mil veces
repetida de que obedecía la voluntad de
Dios, el Rey fue en busca de su esposa y le
lanzó un breve discurso para demostrarle
que estaban viviendo en pecado mortal.
—Es imposible que de aquí en adelante se
nos vea juntos. No queda otro remedio que
te retires a vivir en un lugar alejado de la
Corte —dijo el Rey resuelto, pero con tono
de ternura.
Catalina lloró desesperada, pero defendió
sus derechos diciéndole:
—Esposo mío, tus escrúpulos son
infundados. No hay razón para obligarme a
que me aleje de la Corte.
Enrique no supo qué responder. No le era
posible decirle a la Reina que sus
verdaderas intenciones no eran los
escrúpulos religiosos, sino que estaba loco
por el amor de Ana y deseaba tener un
heredero varón que ella podría darle.
Catalina, que tenía 42 años y era infecunda,
no podría.
Desde los inicios de su reinado, Enrique VIII
había apoyado al papado frente a la
Reforma, e incluso en 1521 había escrito
contra el credo luterano el tratado Defensa
de los siete sacramentos. Por eso le habían
concedido el título de ‘Defensor de la fe’. El
pensó que la anulación de su matrimonio le
sería fácil. Al principio, Clemente VII estuvo
dispuesto a aceptar la anulación del
matrimonio, si la Reina lo admitía. Enrique
trató de convencer a Catalina para que
aceptara el divorcio a cambio de una
fortuna, pero ella, asqueada, ni le contestó.
La Reina era adorada por el pueblo y
respetada por la Corte. Ningún Papa se
atrevería a anular en contra de su voluntad
la boda de la hija de los Reyes Católicos, y
también tía del Gran Carlos V, emperador
de casi toda Europa y gran defensor del
catolicismo.
Catalina había traído a su cultísima corte
una parte de los intelectuales, clérigos y
laicos más destacados de la época, como
Juan Vives y Tomás Moro, este último autor
de Utopía, que se pusieron de su parte,
porque les constaba el encanto de la Reina,
su honor y conducta intachable.
En cuanto a la anulación del matrimonio, se
formaron dos bandos: el primero, los de la
Iglesia de Inglaterra, que sometían sus
principios a la caprichosa voluntad de
Enrique VIII; el segundo bando estaba
formado por los que preferían la obediencia
a Dios y al Papa.
En los años que siguieron, el Rey luchó por
todos los medios para lograr el deseado
divorcio sin apartarse de la Iglesia, pero
Catalina hizo lo mismo, queriendo evitar que
su hija María fuese declarada bastarda.
Mientras tanto, Ana presionaba al Rey cada
día más para desplazar a Catalina y ser ella
reina de Inglaterra.
Enrique VIII llevaba una doble vida; mientras
vivía con Catalina, se las arreglaba para
retener a Ana cerca de él o sostener una
apasionada correspondencia con ella. Pero
la joven continuaba negándole sus favores y
achacaba a Wolsey, ministro de Enrique,
cuantos retrasos sufría el divorcio. —Me
estoy haciendo vieja y he perdido mi
reputación —le decía—. ¿Por qué no se
decide esto de una vez?
En 1529, Ana, convencida de que Wolsey
era un traidor, se vengó del despiadado
intrigante que la había separado del joven
Percy, su primer amor. Ana logró que
Wolsey fuese despedido de la oficina
pública. Después de su despido, el Cardenal
le pidió que lo ayudase a volver al poder.
—¡Jamás! —le dijo.
Además, logró que Enrique lo desterrara y le
quitara su fastuoso palacio de Hampton
Court, donde siempre ella había soñado
vivir. El Cardenal también fue despojado de
sus bienes, pero murió en 1530 de una
enfermedad terminal.
Con Wolsey muerto, Ana se convirtió en la
más poderosa de la Corte. Tenía poder
sobre nombramientos del gobierno.
Al año siguiente, la reina Catalina fue
desterrada de la Corte y sus antiguos
aposentos entregados a Ana. En 1532, ya
Ana y Enrique eran amantes y fueron a
visitar a Francisco I esperando ganar su
apoyo para el matrimonio. Antes de partir a
Calais, Enrique otorgó a Ana el marquesado
de Pembroke, convirtiéndola en la primera
plebeya inglesa conocida en convertirse en
noble por creación, y no por herencia.
(Continuará)
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Ana Bolena, última parte
por: Eunice Castro Fuente: Vanidades
Con una ambición sin límites, en seis años le ganó la partida al Papa, a la Iglesia, al emperador Carlos V y al pueblo inglés; pero al final de su vida, pagó muy caro el precio de sus intrigas
Gracias a la relación de Ana Bolena con Enrique VIII, su familia también se había
beneficiado. A su padre, Tomás Bolena, el Rey le había conferido el título de conde de
Wiltshire y también de Ormond. Su hermana María habiendo enviudado recibía una
pensión anual de 100 libras, y su hijo, Henry Carey, se estaba educando en un monasterio
de gran prestigio.
Cuando William Warham, el conservador arzobispo de Canterbury murió, Ana había
designado al capellán de su familia, Thomas Cranmer, para el puesto vacante. Cuando el
canciller Tomás Moro, de alma limpia y mente razonadora renunció, Ana apoyó la subida
del radical Thomas Cromwell, que no tardó en convertirse en el consejero favorito del Rey.
Ana no estaba dispuesta a fingir una sumisión que no sentía y le dijo:
—Si el amor del Rey hacia mí es considerado irregular, a mi juicio su boda con Catalina lo
es más. ¿Acaso habrá quién crea todavía que su matrimonio con el príncipe Arturo no se
consumó en los seis meses que estuvieron casados? —ironizó.
La respuesta negativa del Vaticano a conceder el divorcio al Rey la impulsaba a promover
una alternativa a Enrique:
—Deberías seguir el consejo de los radicales religiosos como William Tyndale, que ha
negado la autoridad papal, creyendo que es el Rey quien debe conducir la Iglesia.
Como no podía avanzar en Inglaterra con el tan anhelado matrimonio que la elevaría a la
posición de reina, Ana se dedicó a desempeñar un enorme papel en la posición
internacional, solidificando una alianza con Francia. Su excelente relación con el
embajador francés, Giles de la Pommeraye, había hecho que este preparase la
conferencia internacional en Calais en 1532, en la cual Enrique esperaba ganar el apoyo
de Francisco I de Francia, para ejercer presión en el Vaticano, para la aceptación de su
nuevo matrimonio.
Dispuesto a un arreglo mediante el cual ambas Cortes quedaran obligadas a reconocer a
Ana Bolena, Enrique exigió a Catalina que le entregara las joyas reales e hizo saber que
emplearía grandes sumas en regalos para sus cortesanos franceses. Enrique estaba
dispuesto a llamar hermano suyo al rey de Francia y jurarle eterna amistad, si Francisco se
comprometía a recibirlo con Ana y a interceder con el papa Clemente VII para que este no
cumpliera su amenaza de excomunión. Ana quedó esperando en Calais, mientras Enrique
se adelantó al encuentro del rey de Francia, a la cabeza de una comitiva. Enrique visitó
varios santuarios de Nuestra Señora, dejando generosos aportes y, finalmente, el rey de
Francia lo acompañó a Calais para saludar a Ana Bolena, que se emocionó
profundamente.
Un cronista escribió que ambas Cortes se unieron para bailar y comer, y el rey de Francia
estuvo varias horas junto a Ana.
La conferencia de Calais resultó el triunfo político que Enrique esperaba, al dar el gobierno
francés su apoyo a su nuevo matrimonio.
Inmediatamente después de volver a Dover en Inglaterra, sin invitados ni avisos, él
contrajo matrimonio en secreto con Ana Bolena el 15 de noviembre de 1532. La unión se
efectuó mediante una oración como un precontrato, para apaciguar el desasosiego de la
novia. El 25 de enero de 1533 se celebró una segunda boda en presencia de un padre de
la Iglesia. Ya Ana sabía que estaba embarazada y el matrimonio era vital para que el hijo
fuese legitimado.
Según unos historiadores, el sacerdote Rowland Lee ofició la ceremonia nupcial; según
otros, fue un fraile de apellido Brown. Cuenta el biógrafo Francis Hackett, autor del libro
Henry VIII and His Six Wives, que para finales de febrero, el Rey organizó un banquete en
honor de Ana. Dos días antes, ella se presentó en una reunión donde los cortesanos
hablaban de sus amores con el Rey. Ana se dirigió a su antiguo admirador, el poeta
Thomas Wyatt, y dijo:
—¡Quién me diera una manzana! ¡Hace tres días que quiero comer manzanas y...!
Wyatt la miró perplejo. Y entonces Ana, rompiendo a reír a carcajadas, le dijo:
—¿Sabe lo que dice el Rey que significa eso? ¡Pues dice que es señal de que estoy
encinta! Pero no, ¡no!
Luego salió riéndose de la estancia.
Sus palabras se propagaron como el fuego y el día del banquete no se hablaba de otra
cosa. Enrique se mostró más afectuoso que nunca con ella e hizo algunas observaciones
insinuantes. Mostrándole a la abuela de Ana, la duquesa de Norfolk, un aparador repleto
de vajilla de oro, le dijo:
—¿Verdad que Ana lleva una gran dote y que es un magnífico partido?
Esto tenía un significado, el Rey y Ana estaban a punto de casarse o se habían casado ya.
No se habló de otra cosa en la cena, pero no hubo ningún tipo de confirmación por parte
de los interesados.
El próximo paso que despertó muchas sospechas en la Corte fue cuando Ana ordenó que
le añadieran piezas de tela a sus vestidos, para agrandarlos en la zona del busto y el
vientre. Ella misma cometió la indiscreción de decirle a su tío, el duque de Norfolk:
—Si no esperara un hijo, hubiera peregrinado al santuario de Nuestra Señora de
Walsingham para suplicárselo.
En este ambiente cargado de intriga, el 23 de mayo de 1533, Thomas Cranmer, el
arzobispo de Canterbury —en sesión para decidir sobre la validez del matrimonio del rey
Enrique con Catalina de Aragón— declaró el matrimonio nulo, basándose en Levíticos, y
también manifestó como hija ilegítima a la princesa María, que contaba entonces 16 años
de edad. Cinco días más tarde, el 28 de mayo, Cranmer legitimó el matrimonio de Enrique
y Ana Bolena.
Desafiando al Papa, Cranmer declaró que la iglesia de Inglaterra estaba bajo el control de
Enrique y no de Roma. Esta fue la famosa llamada ‘Ruptura con Roma’, que marcó el final
de la historia de Inglaterra como un país católico.
Catalina fue formalmente despojada de su título como reina, a tiempo para la coronación
de Ana, el 1 de junio de 1533. Para la celebración, las calles de Londres fueron
enarenadas, y en las edificaciones se colgaron rasos y damascos.
Según la biógrafa Joanna Denny, en su libro Anne Boleyn, el alcalde de Londres organizó
una procesión de 50 barcas que se deslizaron sobre el Támesis, con personajes de la
aristocracia y cargadas con músicos.
Ana embarcó desde Greenwich, en la barca de Catalina, hasta la Torre de Londres, en
donde el maestro Kingston la recibió y escoltó hasta sus habitaciones particulares. Al día
siguiente, parecía que toda Inglaterra quería saludar a la nueva Reina que, vestida con
ropa de seda de oro, se dirigió con la comitiva a la Abadía de Westminster. Pero la
muchedumbre había venido a observar, no a celebrar. Ana notó el frío recibimiento. Según
ella, había visto mucha gente, pero pocos tenían la cabeza descubierta y su bufón decía a
los que encontraba:
—Hey... ¿Tú no te descubres? ¡Será tal vez que tienes tiña!
Cranmer sostuvo sobre la cabeza de Ana una corona hecha especialmente para ella,
porque la que se usaba para tales casos resultaba demasiado pesada. Aunque hubo
fuegos artificiales, toque de campanas, bailes y banquetes en los festejos, en el ambiente
parecía palpitar una tragedia.
Según el biógrafo Philippe Erlanger, en su libro Enrique VIII, en seis años Ana Bolena
había ganado una partida insensata contra el Papa, la Iglesia, el emperador Carlos V y el
pueblo inglés, que había puesto su afecto en la reina Catalina. El 11 de julio, el Papa
excomulgó a Enrique VIII.
El pueblo denominaba a la nueva reina el ‘cuervo nocturno’. Su logro había sido tan
prodigioso, que hablaban en voz baja de hechizos, filtros y maleficios.
El 25 de junio murió María Tudor, la hermana menor de Enrique.
Una bruja hizo un vaticinio sobre el embarazo de Ana:
—Tendrá el más grande de los monarcas ingleses, se lo aseguro.
Enrique no era un hombre supersticioso, pero la curiosidad por saber el sexo del ser
esperado lo llevó a escuchar las predicciones de astrólogos, adivinos y hechiceros, que le
aseguraban solemnemente que la criatura sería varón. Le recomendaron talismanes y
amuletos, pero él decidió no usar nada:
—Tenemos tantos enemigos que puede que alguna cosa resulte un engaño para hacer
daño a la madre o al niño —dijo.
Durante los meses que quedaban de espera, cada día Enrique se exaltaba más. Se
debatía entre llamar a su futuro hijo Enrique o Eduardo. Dios iba a revelarle con el
nacimiento de esta criatura que aprobaba lo que había hecho. Si nacía un niño saludable
sería la confirmación, pero si le daba una hija... ¿qué gloria podía darle a una nación de
hombres y a la perpetuación de los Tudor?
Ana notó que su esposo estaba consumiendo más alcohol que de costumbre y que llegaba
a tratar a alguna de sus damas con excesiva confianza, y le aconsejó:
—Sé lo inflamable que es tu corazón y debes guardar distancia con mis damas.
Destaca la biógrafa Hester W. Chapman, en su libro The Challenge of Anne Boleyn, que
faltando solo unos días para el parto, el Rey estalló en ira contra su mujer, aunque no
estaban solos y le gritó:
—Si tanto te molesta, cierra los ojos, como otras mejores que tú hicieron. Te sobran
razones para saber que tengo poder suficiente para hundirte en menos tiempo del que
empleé en elevarte a este puesto.
Después, no le dirigió la palabra a Ana durante varios días.
La mañana del 7 de septiembre de 1533, la Reina comenzó a sentir dolores de parto, y
tras sufrir bastante, nació una niña en el castillo de Greenwich. La llamaron Isabel en
honor a su madre y a la madre del Rey.
Según Vercors en su libro Anne Boleyn, cuando el Rey recibió la noticia, sus ojos
destellaron como relámpagos y atemorizó a los que le rodeaban. Enrique no estaba ajeno
a los comentarios de los que dudaban de su virilidad (erróneamente) por no dar una
generación masculina, y se avergonzaba. Ana estaba dormida con la niña sobre su pecho
cuando él entró a verla.
—Estabas ahí —le dijo al despertar.
Después, Ana le confió la amargura que había provocado en su ser por haberle provocado
una desilusión.
—Tengo mucho miedo de perderte —sollozó.
El la abrazó conmovido y, con voz ronca, le dijo:
—¡Preferiría mendigar de puerta en puerta, antes de abandonarte, Ana!
La hija indeseada sería en el futuro la gran Isabel I, reina de Inglaterra y única heredera del
rey Enrique VIII.
Mientras tanto, Catalina de Aragón había sido confinada en varios castillos y separada de
su hija María, quien demostraba apoyo total a su madre.
La animosidad de Ana hacia su terca hijastra se recrudeció y exigió que sirviera de dama a
la nueva heredera. Hijastra y madrastra se odiaban; la princesa María se refería a Ana
como ‘la amante de mi padre’, mientras Ana la llamaba ‘esa maldita bastarda’.
Enrique estuvo de acuerdo, ya que deseaba humillar a María por su fidelidad a Catalina,
pero no dio la orden por temor a despertar más resentimientos contra Ana, a la que sabía
el pueblo calificaba de ‘ramera’.
Como reina consorte, Ana Bolena comenzó a llevar una vida social en palacio agitada y
vibrante, e introdujo en la Corte la moda francesa. Gastaba enormes sumas en vestidos,
joyas, tocados, abanicos de plumas de avestruz, monturas para los caballos, fina tapicería
y mobiliario que adquiría en todas partes del mundo. Para satisfacer sus gustos
extravagantes renovó numerosos palacios.
Ana tenía una plantilla de sirvientes mayor que la que había tenido Catalina. Más de 250
criados atendían sus necesidades personales, desde sacerdotes hasta mozos de establo.
Sesenta damas de honor la servían y acompañaban a los eventos sociales. Ella se
mostraba caprichosa, burlona, exigente, invasiva y combativa, subía el tono para defender
su derecho y su dignidad. Temerosa de ser suplantada, era insoportablemente celosa y
muy puntillosa en lo referente al cumplimiento de su contrato matrimonial. Aunque también
era generosa distribuyendo limosnas para ayudar a los pobres.
En marzo de 1534, la iglesia de Roma declaró la validez del matrimonio de Enrique VIII
con Catalina de Aragón.
Pero en noviembre, el Parlamento inglés aprobó el Acta de Supremacía, que declaraba la
independencia de la iglesia Anglicana bajo la soberanía del Rey.
—Ahora todo el poder político y religioso de la nación se concentran en mi persona —dijo
Enrique, soberbio.
E hizo rodar las cabezas de quienes se le oponían. Los acusó de traidores, los juzgó y los
condenó a morir.
Un día, ordenó el arresto de Tomás Moro y del obispo John Fisher, que fueron juzgados
por traidores, ante la negativa de estos a jurar el Acta de Supremacía. Ambos fueron
confinados a la Torre y decapitados, Moro el 6 de julio de 1535, y Fisher, el 22.
Ana no se daba por satisfecha en su papel de Reina y exigía triunfos más rotundos.
Enrique iría en junio a Francia, a entrevistarse con el rey Francisco, y ella le dijo:
—Si me quedo como regente, buscaré una razón poderosa para mandar a matar a mi
hijastra María.
Un sentimiento de rencor germinaba en el corazón de Enrique, que advertía la oposición
que había en torno a ellos. El ya no contemplaba románticamente a Ana, la mujer por la
cual había hecho tan grandes sacrificios. Se había cansado de ella y frecuentaba a otras
mujeres. En lo más íntimo la hacía responsable de no darle el heredero.
Ella no veía el peligro de su situación y creía que Enrique solo necesitaba más valor y
audacia para destrozar a sus enemigos. Lady Rochford, su cuñada, fue quien la alertó.
Para impedir que Enrique marchara a Francia, Ana inventó que estaba embarazada. Sabía
que la noticia de tener un heredero llenaría de ilusión al Rey, que se quedó a su lado; pero
pasados unos meses, Enrique descubrió el engaño de Ana.
—Me mentiste —le recriminó furioso y reanudó sus coqueteos con otra mujer.
Indignada, Ana hizo lo posible por obligar a la damita en cuestión a dejar la Corte. Al
enterarse, el Rey dio una brusca contraorden y exasperado le recordó a Ana:
—Tu autoridad se deriva de la mía, no lo olvides.
La relación matrimonial seguía deteriorándose. El Rey se desencantaba cada día más de
su mujer. En eso, Ana quedó embarazada y se llenó de grandes expectativas.
Por esa época, Catalina de Aragón estaba muy enferma y el 7 de enero de 1536, moría
rabiando de dolor, en el castillo de Kimbolton. Ni siquiera a la hora de su muerte le dieron
permiso a su hija María para abrazar a su madre por última vez.
Circularon rumores de que Catalina había sido envenenada por Ana con la supervisión de
Thomas Cromwell, y así lo creyeron, porque durante el embalsamamiento, descubrieron
que su corazón estaba negro. Aunque Catalina nunca renunció al título real, fue enterrada
el 29 de enero de 1536 en la Abadía de Peterborough con un funeral digno de una
princesa viuda, por sus esponsales con el príncipe Arturo, en vez del de reina, como le
correspondía por su matrimonio con Enrique VIII.
Según el biógrafo Henri Suhamy, autor de Enrique VIII, el rey reaccionó a la muerte de
Catalina vistiéndose de amarillo y pareció sentirse feliz de haberse liberado de ella, porque
se celebró el acontecimiento con banquetes y bailes.
Ana no estuvo con él porque cuidaba de su embarazo con la esperanza de que esta vez
llegase el heredero. Mientras, el Rey se dedicaba a conquistar un nuevo amor, Jane
Seymour, una joven regordeta, tímida y recatada, cuatro años más joven que Ana.
Jane había sido primero dama de compañía de Catalina y luego de su ‘concubina’, como
ella llamaba a Ana.
Procedente de una familia de cierto bienestar, la Seymour era lo contrario de Ana, un
espíritu tranquilo, siempre dispuesta a oír las quejas y lamentos del Rey. Su lema era:
‘Nacida para obedecer y servir’.
Un día, Norfolk entró de súbito en la estancia de Ana para decirle que Enrique se había
caído del caballo con tal fuerza, que en un principio no habían creído hallarlo con vida. Ana
se alteró y cinco días después daba a luz, prematuramente, a una niña que nació muerta.
Enrique se enfureció.
—¡Por Cristo, hacerme esto a mí! ¡A mí, una hija! ¡Prefería un hijo ciego, sordo, tullido,
pero un hijo! ¡No importa cómo, pero un hijo! ¡Bruja! —insultaba a la Reina—. Cuando te
levantes, tú y yo hablaremos.
El Rey le dijo a su consejero Cromwell:
—Fui seducido, obligado a contraer este matrimonio, hechizado por alguna brujería y, por
eso, Dios no permite que tenga hijos varones. Por eso debo casarme de nuevo.
Enrique ya estaba encaprichado con Jane Seymour y Cromwell, el mismo que lo había
ayudado a sacar a Catalina de Aragón de su vida, desarrolló un tenebroso plan para
deshacerse de Ana antes de que cumpliesen los tres años de casados.
En mayo le contó al Rey que Ana sostenía un romance con Mark Smeaton, un joven que
había sido maestro de baile de ella. También le dijo que le era infiel con el cortesano sir
Henry Norris, y otros amigos, e inclusive cometía incesto con su propio hermano, Jorge
Bolena.
Bajo tortura, el músico confesó tener amores con la Reina. Lady Rochford, la esposa de
Jorge y cuñada de Ana, por celos, confirmó las acusaciones de incesto que se hicieron en
contra de su marido y este fue encarcelado en la Torre. Menos Smeaton, todos
sostuvieron su inocencia en público. No obstante, fueron condenados a muerte. Ana supo
que había caído en desgracia cuando recibió la orden de comparecer ante la Cámara del
Consejo.
—Es de inmediato —le dijeron.
Presidía la sesión su inescrupuloso tío, el duque de Norfolk. Con gran desconcierto, ella
supo que encaraba acusaciones de adulterio y otras más que le serían informadas en la
Torre de Londres, adonde la embarcaron de inmediato.
La recibió sir Kingston, el mismo que tres años antes la había acogido en su feliz
coronación. Ana le preguntó enloquecida:
—Maestro Kingston, ¿voy a morir sin que se me haga justicia?
—Hay justicia para el súbdito más pobre del Rey —respondió el oficial.
Ana empezó a reírse a carcajadas.
En ese mismo instante, en el palacio de Greenwich, Enrique VIII se inclinaba para dar un
beso a su hijo natural de 17 años, Henry FitzRoy, duque de Richmond, a quien dijo entre
sollozos:
—Tú y tu hermana María deben dar gracias a Dios por haber escapado de esa mujer que
trató de envenenarlos.
Al día siguiente, el Rey ya no pensaba nada más que en Jane Seymour y le escribió
firmando: ‘Tu señor y servidor’.
Ana Bolena, reina de Inglaterra, fue sometida a un rápido juicio, donde su padre se
degradó al punto de formar parte del jurado. Fue hallada culpable de adulterio, incesto,
herejía, traición y actos contra el Rey, y sentenciada a morir decapitada, aunque ella juró
que era inocente y que había caído en una trampa de la que no pudo escapar. Cranmer
anuló su matrimonio con el Rey, y su hija Isabel fue declarada bastarda.
Mientras Ana atravesaba por este horrible proceso, cada noche el Rey se paseaba con
Jane por el Támesis en su barca iluminada, donde sus músicos le interpretaban sus
melodías preferidas. Su poder era excesivo e inhumano. A veces, los verdugos tenían que
dar hasta tres hachazos para cortar la cabeza de un sentenciado, y Ana hizo una solicitud
a Kingston:
—No deseo que me decapite un verdugo común con un hacha, sino un ejecutor que sepa
manejar la espada.
Luego, hasta se atrevió a bromear:
—No tendrá problema mi ajusticiador ya que tengo un cuello pequeño. Me dirán: ‘La Reina
sin cabeza’.
Su solicitud fue complacida. Harían venir de Calais a un verdugo francés con una filosa
espada. Todos los sentenciados en el caso de Ana fueron ejecutados el 17 de mayo. La
muerte injusta de su hermano le produjo un profundo dolor.
La ejecución de ella estaba señalada para el día 18. Ana se levantó al amanecer y, luego
de recibir la comunión, se preparó para subir al cadalso. Pero Kingston entró para
anunciarle que la ejecución se había retrasado, porque no había llegado el verdugo de
Calais. Ana pensó que era a propósito y que se trataba de una crueldad más de Enrique.
Ella juró a Kingston que jamás le había sido infiel al Rey.
—Parece que no moriré hasta el mediodía, y lo lamento, porque a esa hora ya pensaba
estar muerta y haber acabado de sufrir.
—No sufrirá —le respondió Kingston.
Transcurrió la tarde y luego llegó la noche sumida en la misma incertidumbre. El último
amanecer sorprendió a Ana despierta en su larga espera; apenas si había cerrado los ojos
en toda la noche.
Kingston vino a verla temprano y no tardaron en conducirla al cadalso.
Los ingleses acudieron en gran número para ver a la única reina ejecutada de su historia.
Ana pidió a todos que rogasen por el Rey, que era bueno. Encomendó su alma a Dios y
suplicó a todos que la perdonasen. Luego se arrodilló y una de sus damas le vendó los
ojos.
—¡Dios mío, ten piedad de mí! —susurraba, cuando el certero golpe de espada de su
ejecutor cortó su cuello y su cabeza rodó por entre la paja. Eran las 9 de la mañana del 19
de mayo de 1536.
El gobierno no había aprobado proporcionar un ataúd apropiado para Ana. Por ello su
cuerpo y su cabeza fueron depositados por sus damas en un arca alargada y sepultados
en una tumba sin marcar en la capilla de St. Peter ad Vincula.
¿Cuál fue la causa real de la muerte de Ana Bolena? La historiadora Alison Weir, autora
del libro Enrique VIII, El Rey y su Corte, sostiene que Ana fue víctima de una conspiración
urdida por Cromwell. Supuestamente, la Reina estaba embarazada cuando fue ejecutada y
Cromwell le hizo creer al Rey que el hijo no era suyo.
Al día siguiente de la trágica muerte de Ana Bolena, Enrique VIII se comprometía con Jane
Seymour y 11 días más tarde, el 30 de mayo de 1536, se casaba con ella, en el palacio de
York.
FIN
Debemos aclarar que el género de la novela biográfica no es un género puro. Tiene
tanto de historia y realidad como de ficción y fantasía. La biografía tiene como
mérito estudiar e historiar al personaje en su entorno real. Decir obligadamente la
verdad lógica de los hechos. Sin embargo, el mérito de la novela es darle forma a la
historia. El autor la adorna con su imaginación. Crea diálogos y presenta los
personajes según su concepción personal
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