ab imo pectore
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ciudades de tránsito /ab imo pectore
Carolina Martínez
A Julia, Rebeca y Vanesa
Las ciudades de tránsito son aquellas que caminamos
a golpe de talón, dejando todo atrás, huyendo y
rellenando los surcos del tiempo que en ellas
pasamos, con huellas transitorias que esconden
nuestra ansia y hastío. Son las ciudades que se
erigen y retuercen como refugio temporal en el que
izar la bandera de la buena suerte.
Trabajan como parte redentora y fundamental del
recuerdo, metabolizando los espacios en sensaciones
subconscientes que vienen a nosotros como un
diaporama por el que hayamos prodigado nuestros
años manchados de vivencias.
Esquinas, bancos, aceras, portales que se
convierten en pinchazos
de melancolía, odio,
amargura, felicidad o
rencor. Las ciudades
son transformadas constantemente por el recuerdo y
la vivencia; son tránsitos de uno mismo. Cada
ciudad vivida es un yo transitorio, un yo que no
vuelve, un yo que evoluciona y crece y se siente
distinto en cada imagen que la ciudad arroja en su
me moria.
Las ciudades mutan una vez que han sido habitadas,
y ya nunca nos ofrecen la misma cara. Las ciudades
son el tránsito hacia nosotros mismos. Una vez
vividas, se interiorizan y ya son, “no sotros”.
Ahora, esta ciudad está partiéndome y me sepulta a
pedazos, pues mi desencanto es testigo de que hubo
un sueño.
Rafael Doctor Roncero,
Detrás de cada muro hay una historia.
ab imo pectore
En esta cárcel de acero en donde no paro de exhalar
alquitrán, aquí, en lo profundo del vientre
redentor de la ciudad, me escondo.
Me olvidé de reír. Soy los sueños muertos bajo el
anhelo de la madrugada, y en ella me encuentro
perdida, como aquel que en su calma no encontró
alivio, como el que susurrante y dubitativo, echó
los pies al suelo.
Rodeo el asfalto con mi aura de desencanto y me
reencuentro en una pálida esquina con lo que fue de
mí. La ciudad late y yo estoy viva. La ciudad me
arrulla. La ciudad me odia, y yo recojo mis sueños
en cada buzón, en cada papelera, en cada adoquín de
esta acera, por donde delicados o tortuosos fueron
mis pasos, esta acera, que es todas las aceras.
Está ciudad que es todas las ciudades, que es la
historia repetida. Esta ciudad que es sólo mía.
.....
¿Has visto el cielo convertirse en una acuarela a
través del humo de un cigarro?
La acidez del domingo mañana se levanta como el
pequeño huracán que planea bajo mi ombligo. La
rutina de las cosas pequeñas, tu mano en mi
espalda, las palabras que como un totum revolutum
se mezclan como fieras en una arruga de la sábana.
Yo; en el desespero del lunes, en la práctica de la
mañana, en el discontinuo del sabor del viernes.
Tu calma tejida con saliva en el hastío de mi
suerte.
Mi ansia que abarca lo propio y lo ajeno, aquello
que te causa y lo que de ti es consecuencia.
Mi vida; maraña, lamento... ensayo de una obertura
tardía, caricatura de tu espalda sobre mi cintura.
¿Cuánto dura la eternidad?
Una leve luz se cuela, ya no sé si puedo caminar.
El ruido sordo de un altavoz apagado por la noche
zumba en mis oídos como un breve recuerdo. Aún no
recupero el vuelo perdido con el amanecer, pero la
ciudad me llama teñida de blanco y añil, de ocre y
tierra. La ciudad.
Camino apagada por la lluvia y sofocada por la
humedad insaciable que sale de cada esquina de esta
ciudad, me mezclo entre el sudor y la lluvia que el
amanecer me ofrece y comienzo a respirar. Los
portales se tiñen de azar y miedo a ciertas horas y
al mirar al cielo por primera vez pienso que el
naranja y el malva combinan a la perfección.
Cansada, ávida, maldita, errante recorro kilómetros
de aceras maltratadas por mis pies, taciturnos en
sus pasos y débiles en sus huellas. Huellas que hoy
sólo durarán unas horas, huellas que en la ciudad
mueren y en ella se entierran. Pasajes de un minuto
y sueños de una vida que mueren con los brillos
tímidos del alba, y que en el último portal de esa
acera infatigable te llevaran hasta mis brazos a
esperar de nuevo que el sol desaparezca de la
ciudad.
corazón muerto de hambre
ojos vomitando vida
Suelta tu lastre, Sísifo. Ya de nada sirve seguir
empujando esa pesada
carga con trabajos sobrehumanos, blandiendo la es-
pada de la
perseverancia baldía.
Rodará otra vez, cuesta abajo. Veloz, inerte,
arrastrando el rastro de
tu perseverancia, y cuando intentes llevarla otra
vez al lugar dónde
siempre debería haber estado; resbalará, llevándose
lo que en ti había
de noble.
Suéltala Sísifo, déjala correr y abalanzarse sobre
un vacío de estados
inertes, de palabras vacías, de horizontes nubla-
dos. Suéltala, que
todo se repite. Nada importa lo que tú arrastres tu
lastre, éste
maneja su propio destino.
Suéltala Sísifo, deja que la vida te sobrepase, que
te aplaste
dejándote a un lado.
Suéltala Sísifo, que la vida dicen, se abre camino.
Dicen, eso dicen.
Allí fue donde te escondí,
profundo.
Entre las sombras de las muertes tantas veces
soñadas.
Debajo de los faros dorados que alumbran el hastío
del lunes,
entre los cristales húmedos,
teñidos por el vaho de la madrugada.
Te escondí allí.
Debajo de un cassette atrofiado,
entre las hojas de un diario herido.
Allí mismo.
Sin piedad borré tu nombre,
y me recliné vacía,
sintiendo el miedo que nace
con el paso de los años.
Ahogada en un mar de saliva,
así;
decidí matarte.
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