9.0 democracia, tolerancia y pluralismo · 1 Ética, responsabilidad social y transparencia 9.0...
Post on 26-Sep-2018
216 Views
Preview:
TRANSCRIPT
1
ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA
9.0 DEMOCRACIA, TOLERANCIA Y PLURALISMO
“La intolerancia puede definirse como la indignación de los hombres
que no tienen nada que opinar.” G.K. Chesterton
Este capítulo se propone esclarecer la naturaleza de la democracia moderna y su relación
con los derechos humanos. Asimismo, se busca ofrecer una visión lo más completa posible
de la tolerancia, la pluralidad cultural, los tipos de consenso y el carácter incluyente de las
sociedades democráticas. Nos ocupamos, además, de examinar los enemigos abiertos y
velados de la democracia y las formas declaradas y encubiertas del autoritarismo;
prevenimos contra las actitudes negativas que deterioran la vida democrática y valoramos,
finalmente, la relevancia de la educación en las sociedades modernas.
9.1 La democracia y los derechos humanos
La democracia es el gobierno que se dan a sí mismos los miembros de una sociedad. Esto
quiere decir, en principio, que en ella las funciones de gobierno son realizadas por personas
elegidas libremente entre los miembros de la colectividad nacional y/o local. Los agentes
de la democracia han de ser individuos con el juicio suficiente y con pleno uso de razón.
Los ciudadanos deben ser capaces de elegir a quienes los gobiernen y también de ser
electos y designados para las funciones de gobierno. La democracia es, en suma, un
gobierno de iguales, para seres humanos que se reconocen como iguales, más allá de sus
diferencias de edad, sexo, raza, nivel de instrucción o idiosincrasia cultural.
La democracia se distingue de –y hasta se opone a– formas de gobierno instrumentadas por
seres humanos que creen tener autoridad sobre personas supuestamente incapaces de
gobernarse a sí mismas, y por lo tanto, incapaces de decidir quiénes y cómo deberían
2
gobernar a la sociedad. Estas formas de gobierno no democráticas son, en general, las
autocracias, principalmente de carácter caciquil o monárquico dictatorial–cuando es una la
persona que gobierna sobre sus supuestos inferiores o súbditos,– o de tipo oligárquico –
cuando unos cuantos, presuntamente superiores, buscan gobernar sobre el resto de las
personas, a quienes consideran incapaces o inferiores. La base de la democracia es el
ciudadano que se estima a sí mismo igual a otros ciudadanos. La de los gobiernos
autocráticos serían los súbditos de presuntos soberanos. En las democracias modernas, la
soberanía radica cabalmente en el pueblo y se concreta a través de sus representantes o de
los funcionarios electos.
Las democracias no deciden únicamente acerca de quiénes deben gobernar. También
deciden cómo funcionará la sociedad o sobre la base de qué reglas específicas de
operación. En las democracias cabales del mundo actual, los ciudadanos se procuran a sí
mismos sus leyes mediante un proceso racional de discusión y elaboración que llevan a
efecto los representantes legislativos de dichos ciudadanos, los llamados diputados,
senadores o representantes populares en general. Con la debida información y preparación,
todo ciudadano puede participar eficazmente en la labor legislativa, bien sea eligiendo a
sus representantes o fungiendo como uno de ellos. Y es que al ciudadano se le concibe
como un ser juicioso y pensante al que le es factible acordar con sus conciudadanos los
modos de organización y funcionamiento de la colectividad nacional o local. El estado de
derecho es el conjunto de dichas normas eficaces de funcionamiento. Éstas son válidas
para todos y se persigue que todos los ciudadanos las respeten, con vistas a concretar el
bien de la sociedad en su conjunto.
En una democracia las normas del estado de derecho y la designación de las autoridades se
deciden mediante el principio de mayoría. De acuerdo con este principio, las autoridades y
las leyes proceden de la voluntad de los ciudadanos, expresada a través de una mayoría de
votos. Prevalecen, por tanto, las propuestas que para ocupar los cargos y para adoptar
medidas legislativas, convenzan al mayor número de ciudadanos. Esto no significa, sin
embargo, que en las democracias las llamadas minorías no sean tomadas en cuenta y deban
plegarse con resignación a los deseos de la mayoría de ciudadanos. En rigor, las mayorías
3
democráticas se conforman siempre a partir de una opinión singular o una propuesta
minoritaria, sustentada por unos cuantos ciudadanos o hasta por uno solo de ellos, la cual
tendría el mérito de convencer a otras minorías de ciudadanos y producir, finalmente, una
mayoría de votos o de adherentes.
En las genuinas democracias cuentan todas las voces, sean ellas la de un individuo aislado
o la de un grupo mayor o menor de ciudadanos. Los pareceres que gocen del favor de la
mayoría, provendrán necesariamente de alguna voz individual o minoritaria. Si a alguien se
le priva de su derecho a hablar, a expresarse o a proponer, entonces la democracia se
invalida a sí misma y tiende a convertirse en un régimen autoritario. La democracia está
mejor asegurada mientras más se garanticen en ella las opiniones individuales y
minoritarias. De ahí la gran importancia del voto secreto, universal y directo. En las
asambleas públicas, sucede lo contrario. En ellas se le pide a las personas que voten
levantando la mano, a la vista de todas las demás. En cambio, las casillas electorales
modernas garantizan que todos y cada uno de los votos sean emitidos en una forma
estrictamente individual y libre. El voto secreto, universal y directo permite una auténtica
mayoría democrática, que difícilmente alcanza la unanimidad.
El derecho de cualquiera a pensar y a juzgar, así como a expresarse y a opinar, no es, desde
luego, el único que promueven las democracias del mundo. Todos los derechos humanos
están íntimamente relacionados con capacidades y posibilidades que tenemos los seres
humanos: podemos expresarnos, manifestarnos o asociarnos libremente. Todo individuo es
capaz de aprender y por consiguiente, posee derecho a ser instruido. Los seres humanos
podemos vivir un buen número de años y llevar una vida saludable, por lo que tenemos
derecho a la atención médica y a los servicios indispensables de salud. Todos somos
capaces de poner en práctica nuestras capacidades físicas e intelectuales, por lo tanto
tenemos derecho a ejercer un trabajo justamente remunerado o retribuido. Cualquier
persona contribuye cotidianamente, en principio, al bienestar y la prosperidad de su
colectividad nacional y local, por lo que tiene derecho a una vivienda digna.
4
Los niños representan un inmenso potencial además de ser el futuro de la humanidad, por
lo que poseen derecho a ser atendidos, protegidos y educados. También tienen derecho a
jugar y a que los mayores les procuremos un entorno adecuado para su crecimiento. Las
mujeres, por su parte, son tan capaces o más que los varones para efectuar una vasta serie
de actividades intelectuales y físicas, por lo que deben gozar de los mismos derechos
laborales, culturales y políticos que ellos. Los ancianos tienen derecho a ser tratados con
justicia, amabilidad y respeto, sencillamente por su enorme caudal de experiencia y por
haber efectuado aportaciones en todos los aspectos de la vida social.
Claro está que habría derechos que se tienen por el simple hecho de ser un miembro de la
especie humana –por ejemplo, los derechos humanos antes mencionados– y derechos que,
propiamente, deben adquirirse o ganarse por las personas –por ejemplo, el derecho a
recibir un título universitario, una medalla olímpica o un premio Nobel. Claro está también
que habría derechos fáciles de reivindicar en la práctica –por ejemplo, el derecho de toda
persona a que sea reconocida su nacionalidad– y derechos muy difíciles de cumplir por las
sociedades –por ejemplo, el derecho a una vivienda digna. Sin embargo, si acaso existe una
forma de gobierno que promueva mejor que otras a las diferentes clases de derechos
humanos, ella es la democracia. Ésta es justamente el régimen político más atento a las
capacidades y facultades humanas en general.
9.2 Tolerancia y heterogeneidad, consenso coincidente y pluralismo
La tolerancia es la capacidad de coexistir con personas que viven y piensan de un modo
distinto al de nosotros. Es la disposición para convivir con lo que no nos gusta de otros.
Supone cierta aceptación que todos podemos desarrollar para con otros individuos o
grupos, porque es la facultad de admitir diferentes formas humanas y culturales de vida y
de pensamiento. Se le llama tolerancia porque así como esos individuos o grupos poseen
sus formas de vivir y de pensar, nosotros mismos, y en general las personas de diversas
épocas y culturas, contamos con nuestras propias formas de vida. Éstas podrían ser muy
5
distintas entre unos y otros, pero debemos aprender a reconocer en los demás el mismo
derecho que tenemos nosotros a defender nuestra identidad.
La base de la tolerancia es la diversidad o heterogeneidad de los seres humanos. El hecho
es que todas las personas pensamos más o menos distinto. Opinamos diferente, en primer
lugar, porque somos individuos de una misma especie con amplias capacidades racionales
y lingüísticas: algunos pueden intuir, argumentar o discurrir en torno a situaciones que
otros no hemos podido y tal vez no podremos apreciar, explicar o entender de un modo
semejante. En segundo lugar, los humanos somos heterogéneos porque algunos disponen
de ciertos tipos de inteligencia, memoria, sensibilidad, etcétera, que los demás no tenemos;
algo que, finalmente, determinaría que no todos pensemos, creamos o sintamos
exactamente de la misma manera.
En tercer término, los seres humanos somos heterogéneos porque ocupamos diferentes
posiciones o lugares y desempeñamos distintas funciones dentro de la colectividad. Esto
significa que nuestros puntos de vista en torno a los variados asuntos de esa colectividad
son necesariamente divergentes. No sólo nos referimos a la jerarquía o al lugar más o
menos privilegiado que ocupan en la escala social todos los individuos –si bien este factor
revelaría con mucha claridad los diferentes puntos de vista que nos hacen heterogéneos a
los ciudadanos de una misma sociedad. Proponemos, simplemente, que no son idénticas las
perspectivas de los profesionistas, los comerciantes o los industriales, como tampoco las de
los campesinos, los empleados estatales o los obreros más o menos calificados, tanto al
interior de sus respectivos grupos como comparados entre sí. Hace mucho tiempo que las
sociedades humanas dejaron de exhibir opiniones absolutamente unitarias y uniformes
entre sus miembros, si es que alguna vez tuvo lugar algo así.
Adicionalmente, cabe apuntar que no existen, en principio, puntos de vista más adecuados
que otros para percibir cuanto objetivamente ocurra en una sociedad. Sin embargo, en
algunos asuntos es posible lograr un acuerdo más o menos generalizado. Por ejemplo, la
mayoría de las personas queremos vivir en una sociedad justa, aun cuando no
compartamos ideologías políticas o credos religiosos.
6
Todos los actores sociales se ubican necesariamente en determinada parte del sistema. Esto
favorece que distingan con propiedad ciertos acontecimientos al interior del mismo, y
dificulta que hablen con objetividad sobre otros. Para observar un bosque entero hace falta
cierta distancia. En cambio, si queremos apreciar las distintas especies vegetales que hay
en él, conviene estar más cerca. De la misma manera nadie, ni siquiera el científico social,
tiene un punto de vista omniabarcante. Siempre habrá que reconocer los diversos aportes
cognoscitivos y prácticos que hagan las personas desde sus respectivos lugares y roles en
el sistema social. Nadie tiene el monopolio de la verdad integral en los asuntos
concernientes a una sociedad.
En cuarto lugar, la pluralidad humana es inevitable porque en las distintas épocas y
contextos culturales, las personas hemos desarrollado formas divergentes de pensar y de
vivir: diferentes creencias religiosas, ideologías políticas y económicas, y modismos
culturales. No es posible homologar la mentalidad de un egipcio de tiempos faraónicos y la
de un inglés de la época de la Revolución Industrial; o bien la de un habitante de la España
medieval musulmana, con la de un norteamericano promedio de principios del siglo XX, o
inclusive las de un mexicano urbano del siglo XIX y otro del siglo XXI. Asombra la
diversidad cultural de los seres humanos a lo largo de la Historia.
En quinto y último lugar, las personas somos también heterogéneas porque pertenecemos a
identidades de distinto orden religioso, político, cultural, etcétera, situadas en una misma
colectividad nacional y local. La diversidad histórico-cultural se manifiesta hoy en el
interior de las numerosas sociedades del mundo globalizado. Esta diversidad nos lleva a
vivir en sociedades plurales y multiculturales. Hoy debemos habituarnos a compartir un
mismo espacio y tiempo con diferentes identidades culturales, con grupos de muy diversas
creencias o formas de vivir y de pensar.
Dada la diversidad o heterogeneidad y la pluralidad de los seres humanos, se hace
indispensable la tolerancia. Si ésta no tiene lugar, la posibilidad del conflicto y de la
violencia son extremadamente amplias. Un claro ideal democrático consiste en la
7
actualidad en que cada individuo y cada grupo sean capaces de vivir y dejar vivir, de
pensar como lo crean conveniente y dejar pensar a otros tal y como ellos lo decidan. No se
debe imponer explícita o veladamente la propia visión del mundo ni negar otras formas de
vida y de pensamiento.
La tolerancia democrática moderna busca llevarnos hasta un consenso. No un consenso
que estribe en cierto acuerdo absoluto y unánime entre todas las concepciones del mundo.
Tampoco puede imponerse una visión individual o grupal del mundo, mucho menos si se
instaura de modo beligerante sobre las restantes. Es mucho más razonable optar por un
consenso en el que coincidan, en la medida de lo posible, las diferentes visiones o
concepciones culturales. Desde luego que no hay consenso en todos los puntos, pero puede
haberlo en aquellos que contribuyan a la convivencia pacífica.
Se trata de un consenso que admita y favorezca la coexistencia constructiva a partir de
propuestas fundamentales que aceptamos todos por sentido común. Por ejemplo, la
propuesta que afirma que existen derechos humanos válidos para todos los miembros de
nuestra especie, o el principio enunciado inmejorablemente en México durante el siglo
XIX por el presidente Benito Juárez, según el cual “entre los individuos, como entre las
naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Si la multiculturalidad es una característica de las actuales sociedades, podría llamársele
multiculturalismo a la polémica propuesta que alienta las diferencias entre las distintas
identidades culturales que existen en una sociedad. Por ejemplo, la identidad de cada grupo
indígena, la de los miembros de una religión, la de los integrantes de un grupo político o de
un sector generacional, etcétera. Esta posición proclama el hecho de que algunas
identidades o grupos deben respetar absolutamente a otros. Esto es acertado, siempre y
cuando el multiculturalismo no se relativice ni se malentienda. Así sucede cuando algunos
grupos exigen respeto sin ofrecerlo a los demás, en detrimento de los acuerdos de sentido
común tan necesarios para la prosperidad y la coexistencia pacífica y constructiva.
8
El multiculturalismo relativista es, hoy por hoy, un fenómeno humana y socialmente
comprensible, pero de ninguna manera aceptable ni justificable. En realidad debe ser
suplantado por el pluralismo o por un multiculturalismo responsable. Éste destaca que las
sociedades actuales son eminentemente plurales –multiculturales–, y que en ellas es
preciso impulsar el consenso, a través del cultivo de la tolerancia y del reconocimiento de
la heterogeneidad de las personas.
9.3 El estado de derecho
Como ya se sugirió antes –inciso 9.1–, el estado de derecho consiste en un universo de
normas racionalmente conformado y establecido, el cual es respetado efectivamente por
todos y cada uno de los integrantes de la sociedad, desde las autoridades electas por los
ciudadanos, hasta los menores al cuidado de esos mismos ciudadanos. El estado de derecho
no se reduce, entonces, a un simple cuerpo más o menos completo y coherente de leyes.
Más bien hace referencia a la plena obediencia a estas leyes por parte de los ciudadanos. Es
un modo de vida. Se refiere, pues, al hecho de que las innumerables actividades que
ocurren en una colectividad nacional o local se hagan respetando siempre el derecho
formalmente establecido. Se trata de que el derecho no sea “letra muerta” –es decir, que no
se cumpla–, sino que sea como un organismo viviente que se concreta habitualmente en la
práctica y se transforma de manera continua y permanente, de acuerdo con los
procedimientos previstos por las propias leyes.
El gran enemigo del estado de derecho son los intereses particulares –individuales o
grupales, justificados o no por cualquier causa, inclusive de las llamadas “nobles”– a
quienes no conviene que dicho estado exista y prospere. Tales intereses particulares están
siempre en busca de excepciones al estado de derecho. Persiguen fines igualmente
particulares; por tanto, debilitan al estado de derecho en perjuicio de lo que más conviene a
la mayoría democrática, es decir, al interés general.
Supongamos, por ejemplo, a un individuo que “se mete” en una fila de personas que
requieren hacer un trámite burocrático. Ese individuo pretendería una excepción a la regla:
para hacer su trámite las personas deben formarse en una sola fila, según vayan llegando.
9
La excepción podría servirle al individuo inobservante para despachar más rápido su
asunto. Seguramente puede esgrimir motivos: lleva prisa, el trámite urge. Pero su acción
perjudica a todos los demás, especialmente a quienes quedan detrás de él. También quienes
están situados por delante son afectados, pues el infractor destruye el orden gracias al cual
ellos están a punto de despachar su asunto. Si todas las personas siguen y respetan
adecuadamente la fila, sin intentar faltar a la regla, el beneficio será para todas ellas;
prevalece el estado de derecho. Incluso, dicho estado de derecho pudiera perfeccionarse si
admite que tan sólo “se metan” en la fila personas ancianas o enfermas, quienes estarían en
una situación por la que no quieren pasar todos los integrantes de la fila.
Este sencillo ejemplo destacaría un asunto que aparece miles y miles de veces y de
muchísimas formas en la actividad social. En innumerables circunstancias, el estado de
derecho resulta amenazado por diversos intereses particulares de diferentes clases; desde
las más perversas (como el caso del funcionario que roba al erario público), hasta algunas
causas comprensibles y quizá justas. Éste último sería el caso de un abogado quien
convencido de la inocencia de su cliente, lo defendiera por cauces ilegales. La intención es
noble; su realización es cuestionable.
Un estado de derecho protegido contra excepciones que lo invaliden, y que se constituya y
establezca racionalmente, incorporando las voces de todos los ciudadanos que quieran
enriquecerlo será, con toda propiedad, un resultado de la pluralista y tolerante democracia
moderna; una consecuencia que retroalimentará dicha democracia.
9.4 Pluralidad y consenso: el camino del diálogo racional
Las sociedades multiculturales o plurales del mundo actual enfrentan, desde luego,
problemas que ameritan planteamientos y diagnósticos lo más acertados posibles, y que
requieren de soluciones que también se busca que sean las más adecuadas. Las sociedades
del presente necesitan averiguar muy bien la naturaleza de los problemas que las aquejan,
así como tomar decisiones que se instrumenten en las instancias de gobierno más eficaces
10
para resolver dichos problemas. Tales procesos de planteamiento y diagnóstico de
problemas y de toma de decisiones, deben desplegarse en una sociedad democrática
mediante el diálogo racional. Esta alternativa presupone la libre expresión de todos los
argumentos posibles, así como su ponderación y comparación en aquellos ámbitos
institucionales diseñados especialmente para ello. Por ejemplo, las cámaras legislativas o
los foros de análisis, gubernamentales o no.
En las sociedades no democráticas, los procesos de diagnóstico y resolución de problemas
se efectúan de un modo poco incluyente, que no necesariamente implica el diálogo racional
entre personas. No es que en tales sociedades jamás ocurra ese diálogo, pero es menos
vasto de lo que puede serlo en las sociedades democráticas, y con facilidad llega a
sustituirse por evaluaciones y decisiones autocráticas, capaces de invalidar completamente
cualquier intento de diálogo.
Por lo general se dice que, sin diálogo racional, la única opción es la violencia o la fuerza.
Éstas se dan tanto en las sociedades democráticas, como en las no democráticas. Pero en
las primeras son menos frecuentes y cuando llegan a ocurrir, están comúnmente precedidas
por un diálogo racional cuya conclusión es el uso de la fuerza. Por desgracia, el diálogo no
es siempre eficaz: a veces algunos de sus interlocutores o partes se excluyen del consenso
mínimo que requiere el diálogo racional. Efectivamente, éste se fundamenta en acuerdos
mínimos de sentido común. Este modo de proceder es el ideal de las sociedades
democráticas, tolerantes y pluralistas.
De lo que se trata es que todos los ciudadanos acepten pacíficamente y del mejor grado
posible las decisiones de gobierno, incluso las más adversas para algunos de ellos, o las
menos comprensibles para otros. Todos necesitan estar convencidos de que dichas
decisiones fueron examinadas y adoptadas mediante procedimientos que reflejan a plenitud
la voz de la mayoría democrática, que muy bien puede equivocarse –puesto que no es
infalible–, pero que sobre todo, puede corregir sus resoluciones y hallar en cualquier
momento otras mejores.
11
9.5 La búsqueda de la inclusión
El origen principal de los problemas que enfrentan las democracias es la exclusión.
Históricamente, todas las sociedades humanas fueron más o menos excluyentes, hasta el
advenimiento y la concreción, más o menos aceptable, de la democracia moderna, la cual
ha comenzado a superar esta situación. Las sociedades que no estaban asentadas sobre la
esclavitud, por ejemplo, lo hicieron sobre la servidumbre opresiva de los productores
directos; o bien sobre un proletariado urbano y rural, al que no solamente se le privaba de
la propiedad de los medios de producción, sino que era excluido de las instancias de
decisión. Por tanto, era incapaz de escapar a la explotación económica y a las diferentes
formas de opresión política y social a las que estaba injustamente sometido.
Hoy por hoy, las sociedades más prósperas son en general las incluyentes, de carácter
democrático, pluralista y tolerante. Son aquéllas que han podido garantizar mejor una
inclusión de todos sus miembros en los beneficios de un desarrollo material
satisfactoriamente alcanzado, y en los mecanismos para gobernar y regir a la sociedad.
Mientras las sociedades fueron básicamente excluyentes, operaron y cundieron en ellas las
formas autocráticas de conducción política. Monarcas, emperadores, caciques, caudillos,
oligarcas, dictadores, etcétera, han gobernado a lo largo de la historia a sociedades
excluyentes que hacían de los gobernados súbditos, y les negaban su derecho a la
participación política y social. Desde luego, las sociedades democráticas modernas están
muy lejos de haber terminado con todas las diferencias de clase o con las graves injusticias
sociales, pero cuando menos, se sitúan en la ruta de la inclusión. Ésta es capaz de producir
a la larga una democratización de las instancias del poder, y niveles de vida más
equitativos.
La búsqueda de la inclusión es, con absoluto rigor, un objetivo y un fruto de la democracia
moderna. Si antes tal inclusión llegó a buscarse por regímenes autocráticos que pretendían
ser benignos y justos –acaso los hubo–, ésta se lograría únicamente de un modo tan fugaz
como incompleto. Una de las grandes lecciones de la historia universal hasta el momento,
es que ningún sistema socio-económico –particularmente el capitalismo o el socialismo–
12
remontará la reprobable desigualdad material si no está vinculado al régimen político de la
democracia moderna.
El mecanismo específico por el cual las democracias del mundo intentan realizar la
inclusión de los ciudadanos es la política partidaria, esto es, la existencia y
funcionamiento de los partidos políticos. Los partidos representan grandes corrientes de
opinión más o menos organizadas. En ellos se expresan y se insertan puntos de vista
minoritarios que logran, a través de los partidos mismos, dar a conocer sus concepciones
de gobierno, sus proyectos de sociedad y sus iniciativas específicas. La finalidad de los
partidos políticos es convencer a la ciudadanía y hacer valer sus concepciones, proyectos e
iniciativas, una vez que los ha respaldado la mayoría democrática.
Los partidos políticos son cabalmente partidos cuando compiten pacíficamente entre sí
para ganarse el voto ciudadano; cuando operan, además, en un contexto dentro del cual los
ciudadanos pueden efectivamente elegir y conferirle el poder a determinado partido.
Desde que las sociedades humanas comenzaron a hacer evidente su pluralidad, empezó a
haber partidos políticos. Por ejemplo, los güelfos y los gibelinos de la Italia medieval de
Dante; o los Tories y los Whigs de la Inglaterra del siglo XVII; o los liberales y
conservadores de la América Latina del siglo XIX. Sin embargo, los partidos sólo deben
ser llamados propiamente tales cuando es posible optar con libertad y eficacia entre alguno
de ellos, proceso que los conduce a adquirir un grado elevado de organización
institucional.
Los regímenes de “partido único” imponen una corriente unánime de opinión, la única
supuestamente “elegible”, sin que haya condiciones reales de competencia partidaria. Un
ejemplo son los regímenes socialistas del siglo XX. Estos partidos muy difícilmente
merecen el apelativo de democráticos.
9.6 Los enemigos de la democracia
13
Hay dos grandes clases de enemigos de la democracia. La primera y más destacable, es la
de quienes reniegan de ella y buscan suplantarla con formas autocráticas de gobierno. La
segunda es la de quienes supuestamente buscan la democracia, pero la obstaculizan en los
hechos con sus prácticas y modos de pensar.
En el primer grupo de enemigos es factible ubicar a las figuras gobernantes de todos los
regímenes políticos predemocráticos y a los partidos históricos que apoyaron tales figuras.
Nos referimos aquí, básicamente, a los monarcas y caciques tradicionales y a los partidos
monarquistas en todas sus modalidades históricas. Especialmente en el siglo XIX y todavía
durante el XX, abundaron estos singulares enemigos de la democracia moderna. Algunos
de ellos fueron capaces de replantear y remontar sus creencias antidemocráticas y pugnar
por una adaptación de las instituciones monárquicas en el contexto de la avasallante
democracia. Convirtieron sus instituciones en símbolos nacionales y dejaron de concebirlas
como instancias eficaces de gobierno. Tal es el caso de la realeza inglesa y la española.
Los “hombres fuertes” y caudillos carismáticos también se ubican en esta primera clase de
enemigos de la democracia. Muchos de ellos corresponden a épocas ya rebasadas, por
ejemplo, la de las primeras décadas de las naciones-estado latinoamericanas en el siglo
XIX.
El típico enemigo de la democracia es la dictadura. Ésta se puede dividir en dos especies
principales. La primera sería la autoridad gubernamental que expresamente niega una
democracia que ha comenzado a existir, y que impide precisamente, a través del llamado
dictador, que los ciudadanos se gobiernen a sí mismos. Éstas son las dictaduras que
terminan abruptamente con una democracia en formación o que enfrentan problemas
extremadamente serios. Por ejemplo, las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad
del siglo XX.
En segundo término, estarían las dictaduras que también niegan de un modo contundente la
democracia, pero que buscan hacerse pasar por ella adoptando la apariencia de un régimen
democrático. En este caso el dictador rehusa llamarse así, aunque actúe como un verdadero
14
cacique y, desde luego, no como un presidente democráticamente electo. La historia de
México ofrece un ejemplo inmejorable de esta segunda especie de dictadura en la persona
de Porfirio Díaz, cuyo dominio se extendió de 1876 a 1910. Por encima de los logros o
excesos del régimen porfirista, es indiscutible que no es conveniente permanecer en el
poder por tantos años obstaculizando el progreso democrático.
Una variante especial de la primera clase de enemigos de la democracia son los regímenes
socio-políticos socialistas. Éstos comenzaron a promoverse a mediados del siglo XIX en
Europa, de modo célebre por Karl Marx y Friedrich Engels. Las realizaciones concretas de
ese proyecto político se dieron en algunas naciones como Cuba, China y gran parte de Asia
y Europa del Este.
Los regímenes socialistas consideran a la democracia moderna un engaño, una mera
“ilusión ideológica” –democracia “burguesa”, la llamaron. En principio, se reconocía que
la totalidad de los miembros de una sociedad pueden gobernarse a sí mismos. Pero de facto
se descalifican e ignoran los medios para lograr este objetivo. En los hechos, la mayoría,
carente de derechos y libertades elementales, depende de unos pocos con la posibilidad de
decidir por todos y gobernar y regular la sociedad. Se gobierna en nombre de todos, pero
ejerciendo un poder antidemocrático más propio de caciques, “hombres fuertes”, caudillos
o dictadores, que de autoridades democráticas.
En rigor, los regímenes políticos socialistas merecen ubicarse entre los predemocráticos.
Éstos conformaron en la historia una tradición antidemocrática: fueron poco tolerantes y
negaron la heterogeneidad personal y la pluralidad social. Se trata de un sistema político
discutible que la democracia moderna ha intentado remontar.
También pueden considerarse enemigos de la democracia a quienes, deseándola y
aspirando a ella, la socavan con sus creencias y actitudes. En la actualidad es casi
imposible eludir el modo de pensar que suscribe los derechos humanos y las libertades
fundamentales. Además, la humanidad vive situaciones de terrible desigualdad económica
y social. Es común escuchar que en muchos ámbitos: “padecemos la falta de
15
oportunidades”. Aunque la democracia moderna ha ganado una aceptación casi universal,
también se ha visto acosada por maneras desesperadas de pensar que la entienden
erróneamente.
Estos malentendidos han derivado en tres modos de expresión, quizá bienintencionada,
pero que en los hechos ha obstaculizado la democracia. Éstos son el democratismo, la
guerrilla armada y el terrorismo.
Por democratismo se entiende aquellos movimientos socio-políticos “justicieros” y
reivindicativos que persiguen una solución de problemas específicos de un grupo más o
menos mayoritario de la sociedad. Por ejemplo, algún sector de campesinos, algunos
grupos de estudiantes, algunos colonos de zonas urbanas, etcétera. Ellos utilizan métodos
que, bien vistas las cosas, atentan contra el estado de derecho y exigen excepciones al
mismo. Los movimientos democratistas reclaman derechos y libertades afectando siempre
los derechos y libertades de terceros. Adoptan como rehenes de sus causas a otros
individuos y grupos y chantajean a las autoridades.
En el México reciente, por ejemplo, la acción de estos movimientos democratistas puede
ilustrarse en los “bloqueos” de carreteras, avenidas y calles, en los “secuestros” del
transporte público durante marchas masivas, en la retención forzada de funcionarios
estatales o en la toma arbitraria de instalaciones gubernamentales. Empero, el resultado de
acciones como las anteriores es por lo general una simple satisfacción de intereses
particulares, en detrimento del interés general.
Otro obstáculo de la democracia es la guerrilla armada. No es inusual que en la
construcción de las democracias se atraviese por procesos difíciles, asociados a la difícil
resolución de problemas socio-económicos en amplios sectores de la ciudadanía,
problemas que aparentemente pudieran justificar insurrecciones armadas planteadas con la
expectativa de fundar y concretar, “ahora sí”, un auténtico régimen democrático. Estas
insurrecciones cobran, en el mundo de hoy, la forma de movimientos guerrilleros
promovidos en nombre de pueblos explotados, etnias marginadas o nacionalidades
16
sojuzgadas. Se trata de movimientos violentos que dan por descartadas e inviables las
soluciones racionales y pacíficas a los problemas sociales. Habitualmente generan en la
sociedad “espirales de violencia”.
Los movimientos guerrilleros rara vez han significado el inicio de verdaderas democracias.
Ellos mismos operan al margen de la tolerancia, el pluralismo y el diálogo racional. A
pesar de todo, algunas de sus reivindicaciones son justas y en ciertos casos se vieron
orillados a opciones poco democráticas por la ineficacia de los cauces legales. No hay que
olvidar este punto. Lo más conveniente es evitar la violencia y que las demandas de los
diferentes sectores pueden ser canalizadas por vías democráticas.
El tercer malentendido de la democracia es el terrorismo. Éste representa un ataque con
medios que se proclaman como los genuinamente democráticos. El terrorista reivindica
una causa que intenta hacer valer aterrorizando a sus interlocutores y evadiendo, por
consiguiente, todo diálogo racional. En el proceso, ataca sin miramientos los derechos de
otros, y si es el derecho a la vida, mejor.
Un elemento que llama la atención en los terroristas es su asombroso dogmatismo, su ciega
fe en las supuestas verdades que alientan su credo político y en los medios violentos para
llevarlo a la práctica. El terrorismo no duda en matar y morir por una causa que, en el
contexto democrático de la multiculturalidad y del diálogo racional, jamás podría ganar
fuerza suficiente como para decidir con arbitrariedad la muerte de otros que no tienen por
qué compartir dicho credo. El terrorista hace algo equivalente a la absurda acción del
aficionado a un equipo nacional de futbol que, afectado de un modo irracional por la
derrota de su equipo, ataca sin consideraciones a cualquier connacional del equipo
contrario, sin importar si a la víctima le es indiferente el futbol.
Los terroristas tienen derecho a creer en cuanto creen, pero no lo tienen para aprovecharse
de marcos democráticos de libertades que hacen factible que ellos obliguen, de modo
brutal, a que los demás piensen exactamente como ellos... o no piensen en lo absoluto.
17
9.7 Cacicazgo, dictadura y totalitarismo
Al principio de este capítulo —en el inciso 9.1— se dijo que la democracia es contraria a
las autocracias de la historia, que en general pudieran ser monárquicas dictatoriales u
oligárquicas. Esta declaración inicial puede profundizarse, pues no todas las autocracias
tienen un mismo carácter. No es idéntica la dominación predemocrática de un cacique, un
caudillo carismático o un monarca, por ejemplo, a la autoridad de un dictador
antidemocrático o un dictador propiamente totalitario. Por tanto, es preciso deslindar con
mayor claridad ciertos rasgos típicos del cacicazgo –donde cabe la monarquía tradicional–
, la dictadura, y el totalitarismo moderno –que es, por cierto, el polo justamente opuesto a
la democracia moderna.
Es posible llamar cacicazgo a toda forma de dominación cuya legitimidad descanse en la
tradición que califica al cacique a ejercer su autoridad. Esa tradición dice que el cacique
tiene derecho a mandar, y sus súbditos, el deber de obedecer. Estrictamente hablando,
serían caciques tanto los reyes de la Europa medieval, como los emperadores aztecas, los
faraones egipcios o los sultanes del medio oriente. Desde luego, han existido caciques
locales, por ejemplo, los de las etnias latinoamericanas prehispánicas o los “hombres
fuertes” de regiones o de organizaciones políticas en el México de los siglos XIX y XX. Al
lado del cacique tradicional —monarca, jefe o emperador— debe colocarse al líder
carismático. Ésta autoridad obtiene su legitimidad –es decir, su derecho a mandar–
directamente de su carisma –de sus cualidades asumidas como extraordinarias por sus
seguidores, que lo califican para gobernar.
El liderazgo carismático representa una dominación de carácter predemocrático, y no
necesariamente va contra el interés y el bienestar generales de una sociedad políticamente
constituida. Las dominaciones tradicional y carismática contrastan con el régimen
democrático-racional y hasta pueden oponérsele, pero en sí mismos no conforman
amenazas al mismo.
La dictadura, como recién se ha dicho –inciso 9.6–, se opone efectiva y directamente a la
democracia porque pretende clausurarla o invalidarla. El dictador dicta, atenido a su sola
18
gracia personal, lo que cree conveniente para la sociedad en su conjunto, en lugar de
“mandar obedeciendo” a determinado orden legal e institucional que han decidido los
propios ciudadanos. Pero ni siquiera la dictadura equivale al reverso exacto de la
democracia moderna. Este reverso o contrario es, propiamente, el totalitarismo. No todos
los dictadores son totalitarios –aunque bastantes dictadores del siglo XX lo hayan sido–, y
quizás hasta pudiera hablarse de totalitarismos que prescindan de la figura del dictador, a
pesar de que esta circunstancia no haya ocurrido en la historia.
El totalitarismo consiste en un gobierno que niega absolutamente los derechos humanos y
las libertades esenciales de los seres humanos. Rechaza la heterogeneidad de las personas y
la pluralidad de la sociedad, establece la intolerancia como rasgo habitual de la
convivencia social y de la conducta del gobierno mismo. Arroja como resultado una
subordinación completa del ciudadano hacia el aparato estatal. Para el totalitarismo la
persona no cuenta. Vale únicamente el Estado que representa una mayoría unánime y
aplastante, la cual desprecia las minorías y más aún, a los ciudadanos con sus derechos,
capacidades y libertades. En última instancia, el totalitarismo arrebata al individuo su
condición humana, que lo hace titular de derechos inalienables.
Los proyectos de sociedad ideal que esgrimen los totalitarismos pueden ser muy diversos.
Por ejemplo, en el siglo XX se habló con profusión de un totalitarismo mal llamado “de
derecha” y otro denominado de “izquierda” –pues, en realidad, es imposible que haya algo
más “reaccionario” y menos progresista que un régimen totalitario–, representados por la
Alemania nazi (1933-1945) y por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que
gobernara José Stalin (1924-1953). El mundo actual ofrece visos de totalitarismo en varias
sociedades que aspiran, con mayores o menores probabilidades de éxito, a concretar una
democracia pluralista y tolerante, capaz de fundarse en un consenso coincidente de
acuerdos básicos de sentido común, que les permita prosperar en medio de su más o menos
amplia diversidad.
Desde luego, a los totalitarismos y las dictaduras se les puede acusar de autoritarismo. Éste
sería, sencillamente, el “abuso de autoridad” o esa autoridad que se despliega sin una
19
legitimidad razonable y apoyada en la fuerza o la coacción física. Hay autoritarismo
cuando se ejerce la autoridad sin tener derecho a ella y sin que los sometidos a tal
autoridad reconozcan de un modo razonable el deber de obedecerla. También hay
autoritarismo cuando la autoridad se ejerce más allá de los límites permitidos por una
razonable legitimidad. Un usurpador, por ejemplo, es siempre autoritario porque carece del
mínimo derecho a mandar –si lo hace es únicamente apoyado en la fuerza. Un dictador es
autoritario porque manda desbordando o ignorando los contenidos de las leyes
racionalmente estatuidas por la sociedad –ocasionalmente hace esto mismo la autoridad de
algún régimen democrático, y entonces se le puede calificar de autoritaria.
Los regímenes totalitarios son plenamente autoritarios porque sus mandatos contradicen
sistemáticamente las libertades fundamentales. Abunda, por lo tanto, un autoritarismo
ostensible que se presenta en las múltiples formas de la dominación política
predemocrática y hasta democrática, pero que sobre todo, es patente en las dictaduras y los
totalitarismos contrarios a la democracia.
9.8 Las formas encubiertas del autoritarismo
Los autoritarismos predemocráticos, “democráticos” y particularmente antidemocráticos
no son los únicos que existen. También habría formas encubiertas del autoritarismo
relacionadas, en especial, con ejercicios de autoridad sustentados en una legitimidad no
razonable.
Una madre que ordena ciertas cosas a su hijo pequeño, incapaz de razonar por su cuenta –
como ponerse alguna prenda de vestir o terminarse la sopa–, no es autoritaria. Sus
mandatos cuentan con una legitimidad razonable que el pequeño reconoce plenamente y
que nadie se atrevería a cuestionar. En cambio, si esa misma madre maltrata físicamente a
su hijo para imponer todos y cada uno de sus mandatos, entonces ella sí actúa de un modo
autoritario, al igual que el padre que ejerza la autoridad sobre su hija adolescente como si
ésta tuviese el desarrollo mental de una niña de cinco años de edad. Innumerables
ejercicios de autoridad cuentan, en consecuencia, con una legitimidad que no deben tener,
por ser ésta última irrazonable, y esto los hace autoritarios.
20
Son expresiones encubiertas de autoritarismo, por ejemplo, la de un presidente republicano
que da órdenes más propias de un monarca de viejo cuño que de un mandatario
democrático; o bien la del líder político que obtiene el voto de sus clientelas al
conseguirles beneficios tan pequeños como una despensa de productos básicos, o tan
grandes como un permiso de trabajo en determinada actividad; o la del joven que obtiene
de sus hermanas o de su madre la prerrogativa de no colaborar con las tareas domésticas; o
la del estudiante adolescente bravucón que extorsiona a sus compañeros más débiles para,
supuestamente, “venderles protección”; etcétera.
Las formas encubiertas del autoritarismo ponen en evidencia que la democracia moderna
es algo que “empieza en casa” y que no solamente tiene que ver con los grandes asuntos
públicos, sino además con la existencia cotidiana y privada de los ciudadanos que la
componen. Si esto es así, se puede apreciar la enorme importancia de la educación en la
conformación de las democracias pluralistas y tolerantes. La lucha contra el totalitarismo
exige un cambio de mentalidad personal. Las verdaderas democracias se constituyen, por
tanto, a partir de valores y virtudes personales.
9.9 Pobreza y educación
Es natural pensar que la pobreza puede ser un obstáculo para la democracia. Hoy las
sociedades más ricas y con más altos niveles de vida para sus poblaciones son
democráticas. Ello llevaría a suponer que el régimen democrático sólo pudo desarrollarse
en sociedades opulentas y capaces de explotar económicamente a otras más pobres,
imposibilitadas para acceder a la democracia. Esta afirmación, sin embargo, da por
supuesto dos cosas: la primera, que la producción de satisfactores y de riqueza es un
“proceso de suma-cero”, en donde lo que unos ganan equivale necesaria y exactamente a lo
que otros pierden; la segunda, que las sociedades actualmente más ricas lo fueron siempre
y que la humanidad jamás vivió bajo duras condiciones de supervivencia de las que sólo
escaparían –y de un modo relativo– unos cuantos que justificaban su situación privilegiada
apelando, precisamente, a la desigualdad natural entre los seres humanos.
21
La democracia surgió, sin embargo, de naciones que fueron pobres y que paulatinamente y
con muchos esfuerzos han dejado de serlo. Ella parte, ante todo, de la igualdad natural
entre los seres humanos, que sienta las bases para que el bienestar y la prosperidad puedan
alcanzarlos a todos. Se cuestiona el supuesto de una economía global “de suma-cero”,
porque todas las sociedades humanas están en posibilidades de ser prósperas, de lograr el
bienestar para la totalidad de sus miembros. Estos fines se alcanzan si las sociedades hacen
lo conducente para gobernarse a sí mismas respetando los derechos humanos, asumiendo
los deberes y responsabilidades asociados a esos derechos, y encauzando y regulando las
capacidades y las libertades de los ciudadanos.
Hoy se reconoce que las sociedades únicamente podrán prosperar o alcanzar una mejor
calidad de vida impulsando la educación. Se considera que a mejor educación de los
ciudadanos, mayores posibilidades de evitar su marginación, es decir, su exclusión del
desarrollo económico. Pero la educación no es una simple instrucción o una mera
capacitación, aunque también sea ambas cosas. Los seres humanos se instruyen cuando
reciben ciertos conocimientos más o menos elementales o elaborados, y se capacitan
cuando son preparados para desempeñar adecuada y hasta competitivamente una actividad
laboral o profesional.
La educación va más allá. Es propiamente un cultivo del valor humano, es la formación de
personas como seres racionales y razonables, creadores y reivindicadores de valores,
responsables y libres. Educar es colaborar con los individuos para que puedan apreciar
cuanto es bueno, bello y justo; es ayudarlos a acceder hasta la verdad y superar el error. Es
la formación de ciudadanos conscientes de los derechos humanos y preocupados por
alcanzar con el pensamiento y la acción una formulación más clara de esos derechos. Una
cabal educación no es tan sólo la mejor arma de las democracias para consolidarse, sino
que ellas mismas han sido el producto histórico del proceso educativo. Educar es una labor
continua: si aspiramos a una democracia efectiva, la educación es la mejor estrategia.
22
Bibliografía recomendada
1. Caso, A.: “La persona humana y el Estado totalitario”, en Obras completas, Volumen
VIII, UNAM-Dirección General de Publicaciones, México, 1975, pp. 1 – 175.
2. Hernández Prado, J.: Sentido común y liberalismo filosófico. Una reflexión sobre el
buen juicio a partir de Thomas Reid y sobre la sensatez liberal de José María Vigil y
Antonio Caso, UAM-Azcapotzalco-Publicaciones Cruz O., México, 2002.
3. Martínez Navarro, E.: Solidaridad liberal. La propuesta de John Rawls, Editorial
Comares, Granada, 1999.
4. Office of the High Commisioner for the Human Rights, Declaración Universal de los
Derechos Humanos.
5. Rawls, J.: Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
6. Rawls, J.: El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996.
7. Reid, Th., La filosofía del sentido común. Breve antología de textos de Thomas Reid,
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, México, 1988.
8. Sabine, G.: Historia de la teoría política, Fondo de Cultura Económica, México, 1975.
9. Sartori, G.: La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros,
Taurus, Madrid, 2001.
10. Tocqueville, A.: La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México,
2000.
11. Vaclav, H.: La política y la conciencia, Atlántida, Madrid, 1990.
12. Vázquez, R.: Liberalismo, estado de derecho y minorías. Paidós - Facultad de Filosofía
y Letras, UNAM, México, 2001.
13. Weber, M.: Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. Fondo de
Cultura Económica, México, 1977.
top related