alvaro fernández 2003 - cooperación y conflicto

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1 Cooperación y conflicto: elementos de análisis po- lítico con perspectiva ética y horizonte utópico Álvaro Fernández-González, M.Sc. 1 Julio de 2003 A. El problema de investigación.......................................................................................................................... 1 B. La política: cooperación y conflicto................................................................................................................. 3 1. Física y hermenéutica del poder ................................................................................................................. 3 2. Reglas, normas e instituciones: hacia una reconstrucción del concepto de “capital” cultural, social y simbólico ......................................................................................................................................................... 6 3. Productividad del conflicto: desarrollo de nuevas identidades .................................................................... 9 4. Perspectivas éticas: conminación, reconocimiento, respeto, justicia ........................................................ 11 5. Entrevero de utopías................................................................................................................................. 12 Bibliografía citada ............................................................................................................................................. 18 A. EL PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN La investigación actual sobre el movimiento ambientalista en Costa Rica ofrece importantes vacíos. Uno de ellos es el análisis propiamente político de la política ambien- tal y, en particular, el escrutinio (tanto político como ético) sobre la constitución y dinámica de un eventual sujeto político ambientalista (si tal sujeto existe o queremos que exista, ¿cómo se está fraguando, y cuál es o debe ser su horizonte ético?) (Martínez-Alier, 1991; Fernández-González, 2003). 2 En esta perspectiva se inscriben las siguientes reflexiones. El ambientalismo costarricense ha avanzado durante los últimos cuarenta años en la con- solidación de una agenda “verde” (relacionada con el ambiente natural y la conservación 1 Trabajo final del Seminario “Subjetividad, intersubjetividad y cultura”, Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura, Universidad de Costa Rica. Profesores: Dr. Rolando Pérez Sánchez y Dr. Napoleón Tapia Balla- dares. 2 Juan Martínez-Alier (1991) recuerda que la economía y la ecología de los humanos hunden sus raíces en la política, y sugiere que el problema ambiental clave es la “política de la política ambiental”, con dos preguntas estratégicas. La primera versa sobre lo que podemos llamar la dinámica de la política ambiental, y tiene un carácter fundamentalmente descriptivo: ¿cómo es que la política determina no sólo la política ambiental, sino también la agenda ambiental misma, así como las percepciones ambientales? La segunda pregunta es más concreta, y añade un horizonte ético: ¿cuáles son las unidades territoriales y políticas que decidirán la política ambiental, de tal forma que los costos sociales no se asignen a los pobres, los extranjeros y las generaciones futuras? En este ensayo abordamos ambas cuestiones en lo relativo a la política —en general— como objeto de estudio; su aplicación a la política ambiental, específicamente, será una tarea ulterior.

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Álvaro Fernández-González, 2003: "Cooperación y conflicto: elementos de análisis político con perspectiva ética y horizonte utópico". Trabajo final del Seminario “Subjetividad, intersubjetividad y cultura”, Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura, Universidad de Costa Rica. Profesores: Dr. Rolando Pérez Sánchez y Dr. Napoleón Tapia Balladares.Este ensayo presenta algunos de los principales elementos de un enfoque analítico que permita describir, explicar y comprender la política, desde una perspectiva tanto política como ética.

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Page 1: Alvaro Fernández 2003 - Cooperación y conflicto

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Cooperación y conflicto: elementos de análisis po-lítico con perspectiva ética y horizonte utópico

Álvaro Fernández-González, M.Sc.1

Julio de 2003

A. El problema de investigación.......................................................................................................................... 1 B. La política: cooperación y conflicto................................................................................................................. 3

1. Física y hermenéutica del poder ................................................................................................................. 3 2. Reglas, normas e instituciones: hacia una reconstrucción del concepto de “capital” cultural, social y simbólico......................................................................................................................................................... 6 3. Productividad del conflicto: desarrollo de nuevas identidades.................................................................... 9 4. Perspectivas éticas: conminación, reconocimiento, respeto, justicia ........................................................ 11 5. Entrevero de utopías................................................................................................................................. 12

Bibliografía citada ............................................................................................................................................. 18

A. EL PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN

La investigación actual sobre el movimiento ambientalista en Costa Rica ofrece

importantes vacíos. Uno de ellos es el análisis propiamente político de la política ambien-

tal y, en particular, el escrutinio (tanto político como ético) sobre la constitución y dinámica

de un eventual sujeto político ambientalista (si tal sujeto existe o queremos que exista,

¿cómo se está fraguando, y cuál es o debe ser su horizonte ético?) (Martínez-Alier, 1991;

Fernández-González, 2003).2 En esta perspectiva se inscriben las siguientes reflexiones.

El ambientalismo costarricense ha avanzado durante los últimos cuarenta años en la con-

solidación de una agenda “verde” (relacionada con el ambiente natural y la conservación

1 Trabajo final del Seminario “Subjetividad, intersubjetividad y cultura”, Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura, Universidad de Costa Rica. Profesores: Dr. Rolando Pérez Sánchez y Dr. Napoleón Tapia Balla-dares. 2 Juan Martínez-Alier (1991) recuerda que la economía y la ecología de los humanos hunden sus raíces en la política, y sugiere que el problema ambiental clave es la “política de la política ambiental”, con dos preguntas estratégicas. La primera versa sobre lo que podemos llamar la dinámica de la política ambiental, y tiene un carácter fundamentalmente descriptivo: ¿cómo es que la política determina no sólo la política ambiental, sino también la agenda ambiental misma, así como las percepciones ambientales? La segunda pregunta es más concreta, y añade un horizonte ético: ¿cuáles son las unidades territoriales y políticas que decidirán la política ambiental, de tal forma que los costos sociales no se asignen a los pobres, los extranjeros y las generaciones futuras? En este ensayo abordamos ambas cuestiones en lo relativo a la política —en general— como objeto de estudio; su aplicación a la política ambiental, específicamente, será una tarea ulterior.

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de la biodiversidad). Mientras tanto, las agendas “marrón” (relacionada con problemas de

contaminación), “azul” (del agua) y “gris” (del ordenamiento urbano) se hallan apenas en

el tintero (Boyce y otros, 1994; Fernández-González, 2003). Más aún: la percepción holís-

tica y sinérgica de lo ambiental como imbricado en toda acción social no es todavía más

que una intuición imprecisa para unos cuantos.

Y más allá de las agendas, aflora la cuestión del agente: la construcción de un sujeto polí-

tico ambientalista —que congregue en torno a un accionar común a sectores determinan-

tes de la sociedad nacional— escasamente comienza a proyectarse. Sin embargo, la con-

figuración gradual del sujeto a partir del movimiento se manifiesta durante las últimas cua-

tro décadas en un lento pero acumulativo efecto de irradiación desde pequeños grupos de

intelectuales o activistas a círculos cada vez más amplios de la población.

Donde alienta el dinamismo medular de esta evolución es en acciones que desarrollan

una nueva institucionalidad, a través de lo que algunos denominan la formación de capital

social (Ostrom, Wynne y Schroeder, 1993). En este plano, la construcción de una ética de

la sostenibilidad va mucho más allá del campo de la legislación o las políticas. Hay un reto

fundamental de crear —colectivamente— códigos de comportamiento coherentes y efica-

ces, que se cumplan en las voluntades, más acá y más allá de los códigos escritos “en

piedra”. Reglas en uso, asumidas libremente por las personas, que involucren nuestra

identidad como ciudadanos, como consumidores y productores, como hijos e hijas de un

Tiempo y una Vida que requieren de nuestro concurso decidido para subsistir, para re-

crearse, para reverdecer, para trascender.

El papel de los otros (de hoy o del mañana) que padecen o padecerán la degradación

ambiental, y de la naturaleza misma como Otra degradada o aniquilada, es central al re-

querir el surgimiento de esta nueva identidad ambientalista.

Este ensayo presenta algunos de los principales elementos de un enfoque analítico que

permita describir, explicar y comprender la política, desde una perspectiva tanto política

como ética. Desarrollando este enfoque, intentaremos posteriormente estudiar la política

ambiental en Costa Rica.

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B. LA POLÍTICA: COOPERACIÓN Y CONFLICTO

La política es, en un sentido originario, aquella dimensión del accionar humano que

resulta del uso mancomunado del poder (o capacidad de agencia); supone al menos dos y

generalmente varios —un grupo— de seres humanos que interactúan de mutuo acuerdo y

en forma coordinada con la intencionalidad de construir un proyecto compartido. Esta es la

dimensión que aquí llamamos de cooperación.

En un segundo sentido, derivado del primero, la política también se relaciona con el uso (y

abuso) del poder para imponer al otro (o los otros) acciones o proyectos contrarios a su

voluntad o intención. En el primer caso, podemos hablar del poder-en-común; en el segun-

do, del poder-sobre (Ricoeur, 1996). El poder-sobre supone siempre una contradicción y

una contra-fuerza o resistencia (Foucault, 1976); ambos —poder-sobre y resistencia—

asumen tácticas diversas, cuyo ámbito va desde la influencia (utilizando recursos de orden

simbólico) hasta el uso de la fuerza física; ambos pueden llegar a la anulación de la capaci-

dad de agencia del otro (simbólica o física): es decir, al aniquilamiento del otro (Ricoeur,

1996). Esta dimensión de la política es la del conflicto.

En lo que sigue, desarrollamos algunos elementos básicos de estas dos dimensiones, in-

cluyendo sus perspectivas éticas y horizonte utópico.

1. Física y hermenéutica del poder

Como puede observarse, semejante análisis de la política tiene el propósito tanto de

explicitar las causas de la acción como el de comprender su finalidad o sentido. Hay por lo

tanto dos vertientes teóricas implicadas, que se refieren recíprocamente: la primera se em-

parenta con el modelo epistémico de la mecánica (de Michel Foucault, por ejemplo, se dice

que elabora una microfísica del poder), y la segunda con el modelo cognoscitivo de la her-

menéutica.

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La física (o microfísica) del poder remite a una visión que, siguiendo a Antonio Gramsci

(1978), se centra en considerar la dinámica del movimiento y el cambio social como gene-

rada por relaciones de fuerza entre actores sociales en torno a contradicciones o problemas

movilizadores, dinámica que transcurre por desplazamientos coyunturales y eventualmente

cristaliza en formas o “dispositivos de conjunto” más orgánicos (es decir, sistémicos o de

larga duración), aunque siempre sujetos a un proceso de transformación.3 En forma análo-

ga, el pensador italiano establece varias categorías de “correlaciones de fuerza”, las más

orgánicas ligadas al desarrollo de las fuerzas materiales de producción, y otras que lo son

menos, vinculadas con los grados de homogeneidad, autoconciencia y organización que

alcanzan los grupos sociales; los sujetos políticos —podemos ver— se encontrarían en este

segundo ámbito de homogeneidad, autoconciencia y organización.

Gramsci distingue, además, entre sociedad política y sociedad civil, a partir de la diferencia

entre fuerza y consentimiento, equiparada con los conceptos de coacción y persuasión: el

“Estado ético, o sociedad civil”, existiría en la medida en que los sujetos son “capaces de

aceptar la ley espontáneamente, libremente, y no por coacción, como impuesta” (Gramsci,

1978: 291). En este plano, Gramsci introduce la categoría analítica de “hegemonía política y

cultural de un grupo social sobre la entera sociedad” (ibid.: 290), hegemonía que se consti-

tuye mediante un proceso dinámico de persuasión y consentimiento.

Como aclara Nicos Poulantzas (1979), el Estado “concentra, condensa, materializa y encar-

na las relaciones político-ideológicas en las relaciones de producción y en su reproducción”

(ibid.: 25). Como el Estado no puede instaurar y reproducir la dominación solamente por

medio de la fuerza desnuda, utiliza también la ideología, dos de cuyas funciones esenciales

son legitimar la violencia y organizar el consenso de los dominados; este consenso tiene

siempre un sustrato material, fundado en la concesión de ciertos requerimientos de los do-

minados.

Desde una perspectiva más orgánica o de largo plazo, debemos agregar que el consenti-

miento o consenso —Gramsci diría el “sentido común”— se funda en estructuras de plausi-

3 Sobre la noción de “dispositivos de conjunto”, ver Foucault (1978: 115).

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bilidad que sustentan la legitimidad intrasubjetiva de las posiciones o roles así socializados

(Berger y Luckmann, 1972).4

La dialéctica política entre la fuerza y el consentimiento, la dominación y la hegemonía, y

finalmente, la imposición y la libertad, pone dramáticamente de relieve la importancia de

complementar la visión física del poder con una mirada hermenéutica, auscultando el senti-

do que tiene para cooperantes, dominantes o dominados el ejercicio del poder.

En este respecto, es fundamental la conceptualización de Paul Ricoeur sobre la relación

entre el sí mismo y el otro, en tanto que sujetos en una relación de intersubjetividad (Ri-

coeur, 1996). Ricoeur contrapone la noción del “sí mismo”, tanto a la sustancialización me-

tafísica del cogito en Descartes, como a su disolución en los avatares del discurso por parte

de Nietzsche, otorgándole una densidad ontológica que está ausente en la perspectiva de

autores como Gramsci, Foucault y Poulantzas.

Este sí mismo mantiene una identidad espacio-temporal —en el ámbito de la causalidad

física— que permite calificarlo como idem (lo mismo), pero también una capacidad de inicia-

tiva y consiguiente imputabilidad —en el orden de la intencionalidad—que le otorgan su

identidad como ipse (el mismo). En el origen de la iniciativa está el deseo, que constituye no

sólo una fuerza motriz sino también una razón; con Freud, la fuerza pertenece al orden de

la naturaleza, mientras que la razón (el sentido) inscribe la acción en el ámbito de la cultura.

Las capacidades de acción e imputación sustentan a su vez una ética y una moral. La ac-

ción, porque su intencionalidad plantea la necesidad de un juicio teleológico (cuyo horizonte

es, siguiendo a Aristóteles, el deseo de vivir bien con y para el otro en instituciones justas).

La imputación, porque la responsabilidad se resuelve en una dimensión deontológica, que

implica igualmente, de manera dialéctica, la conminación (o el requerimiento) por parte del

otro (centrado en la regla de reciprocidad: haced lo que desearíais que os hagan). Por esta

doble vía de la imputación y la conminación, el sí mismo sólo puede constituirse en tanto

que otro.

4 Ver Fernández-González (1993).

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Sobre esta fundamentación antropológica, la visión del poder en Ricoeur cobra todo su sen-

tido, más acá y más allá que la propuesta por Foucault o Poulantzas, y que prolonga y pro-

fundiza los análisis de Gramsci sobre el fenómeno de la hegemonía. A diferencia de estos

autores, el punto de partida de Ricoeur no es la equivalencia entre poder y dominación, si-

no, por el contrario, su cuidadosa distinción: el poder, en sentido genérico, es antes que

nada poder-hacer, o poder de obrar, entendido como “la capacidad que tiene un agente de

constituirse en autor de su acción” (Ricoeur, 1996: 233).

De aquí deriva Ricoeur una noción originaria del poder, más acá de la analizada por Fou-

cault y Poulantzas: el poder-en-común, “la capacidad que tienen los miembros de una co-

munidad histórica de ejercer, de modo indivisible, su querer-vivir-juntos”. Como vimos arri-

ba, este poder-en-común se distingue del poder-sobre, “injertado en la disimetría inicial en-

tre lo que uno hace y lo que se hace al otro —con otras palabras, lo que este otro padece—

“ (loc.cit.), relación de dominación donde se instala la violencia política, por una pendiente

que desciende desde la mera influencia, pasando por la amenaza y la coacción hasta llegar

al asesinato. Sólo ejerciendo el poder-en-común —mediante la dialéctica recíproca de la

conminación, la acción y la imputación— pueden los humanos ir más allá de las relaciones

de dominación y alcanzar los fines éticos de su existencia (ver abajo).

2. Reglas, normas e instituciones: hacia una reconstrucción del concepto de “capital” cultural, social y simbólico

Como señalamos arriba, siguiendo a Ricoeur, puede pensarse que la política —en

su sentido originario, fundante— es el ejercicio del poder para la satisfacción en común de

necesidades humanas fundamentales (según Max-Neef y otros, 1986: subsistencia, protec-

ción, afecto, entendimiento, participación, identidad, ocio, creación, libertad y trascenden-

cia).

Para e logro de estos fines compartidos (este bien común aristotélico), la relación entre su-

jetos implica un proceso de coordinación y adecuación recíproca cuya generalización crista-

liza en reglas y normas (Mead, 1967, 1981; Ostrom, 1997).

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Las instituciones serían el conjunto de nociones comunes utilizadas por los seres humanos

en situaciones repetidas cuyos participantes organizan mediante reglas, normas y estrate-

gias. Las reglas pueden definirse como preceptos compartidos (se debe, no se debe, se

puede) que se hacen cumplir por agentes responsables de monitorear y sancionar la con-

ducta; las normas son preceptos compartidos que los mismos participantes hacen cumplir

mediante costos e incentivos impuestos interna o externamente; las estrategias, finalmente,

son planes regularizados que los participantes producen en el marco de los incentivos y

sanciones determinados por las reglas, las normas y las expectativas sobre el comporta-

miento probable de los otros, bajo condiciones físicas y materiales relevantes.

Entre los principales tipos de regla o norma estarían los de posición (o rol), límites, autori-

dad, agregación, alcance, información y pago (Ostrom, Gardner y Walker 1994). Las reglas

de posición especifican un conjunto de posiciones (roles) y cuántos participantes pueden

ocupar cada posición. Las reglas de límites especifican el procedimiento por medio del cual

los participantes asumen o abandonan esas posiciones. Las reglas de autoridad especifican

qué conjunto de acciones se asignan como válidas para cada posición, en relación con las

acciones propias de otras posiciones. Las reglas de agregación especifican la función de

transformación a utilizarse para determinar cómo las acciones de un nodo determinado se

convierten en resultados intermedios o finales. Las reglas de alcance (scope) especifican el

conjunto de resultados (intermedios o finales) que pueden ser afectados por las diversas

acciones. Las reglas de información especifican la información disponible para cada posi-

ción en un nodo de decisión. Las reglas de pago (payoff) especifican los beneficios y costos

requeridos, permitidos o prohibidos a los diversos actores, según el conjunto completo de

acciones realizadas y los resultados alcanzados. Las sanciones por incumplimiento forman

parte de este tipo de reglas.

Las situaciones de acción se despliegan en distintos horizontes normativos (Ostrom, Gard-

ner y Walker 1994): desde el terreno operativo (que afecta las decisiones cotidianas de los

participantes), pasando por el nivel de decisión colectiva (donde se determinan los criterios

de elegibilidad y las reglas específicas para cambiar las reglas de operación), hasta el ámbi-

to de decisión constitucional (que establece la elegibilidad y las reglas para construir las

reglas de decisión colectiva). Donde se expresan estos horizontes en forma más explícita y

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sistemática es en las instituciones jurídico-administrativas del Estado, pero también existen

en las demás instituciones humanas, formales o informales.

Siguiendo a Poulantzas (1979), podemos ver las reglas de propiedad, posesión o control de

recursos productivos como determinantes del modo de producción, en la medida en que

constituyen la capacidad de asignar, disponer, dominar y explotar los medios de producción

y el proceso de trabajo.

Esta línea de análisis puede llevar, como hace Pierre Bourdieu (1986; en Siisiäinen, 2000),

a concebir la posesión o control de diversas formas de capital —económico, cultural y so-

cial— como determinante, a su vez, en la definición de posiciones y capacidades de agen-

cia en sus respectivos campos sociales. Bourdieu equipara su concepto de capital al de

“bienes” (económicos, culturales, sociales) (Bourdieu y Passeron, 1970) y también al de

“trabajo acumulado” o “incorporado” (1986; en Beasley-Murray, 2000), que posibilita la

apropiación de “energía social bajo la forma de trabajo reificado o vivo”.5

La apropiación del capital en cualquiera de sus formas es, entonces, un mecanismo de em-

poderamiento (ver Montoya, 1999). El capital cultural existe en tres formas: como hábito

(conjunto de disposiciones, reflejos y formas de comportamiento adquiridos socialmente),

como bienes o artículos culturales y, finalmente, como procedimientos y parámetros institu-

cionalizados (exámenes, certificados, diplomas) (Bourdieu, 1977, 1979, en Siisiäinen, 2000;

Bourdieu y Passeron, 1970). El capital social es “el conjunto de recursos actuales o poten-

ciales vinculados con la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institu-

cionalizadas de interconocimiento e interreconocimiento; o, en otros términos, con la perte-

nencia a un grupo, como conjunto de agentes que... están también unidos por relaciones

permanentes y útiles” (Bourdieu, 1980; en Siisiäinen, 2000).

Para Bourdieu, el capital económico, cultural o social sólo adquiere sentido y eficacia social

como capacidad de agencia mediante una categorización simbólica que haga a los agentes

conocerlo y reconocerlo como evidente y legítimo, sin advertir la forma arbitraria de su dis-

5 Como señala Beasley-Murray (2000), para Marx esto es una definición de “valor”, no de “capital”: Es la plusva-lía (derivada de la explotación del trabajador, fundada a su vez en su alienación de los medios de producción) la que, en el proceso de valoración, convierte el valor en capital.

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tribución social. La lucha simbólica para fortalecer o transformar esta categorización se con-

vierte, por lo tanto, en un mecanismo central para la reproducción o transformación del

mundo social (1985; en Siisiäinen, 2000). En este poder simbólico reside la importancia del

aparato escolar, los medios de comunicación de masas y la industria cultural y del entrete-

nimiento.

Esta visión está fundada en una noción de la política como conflicto, resultado del poder-

sobre. Sin embargo, también puede adoptarse en la otra dimensión de la política, resultante

del poder-en-común. El valor del reconocimiento y la reputación se establece entonces —

como sugieren Ricoeur (1996) y Elinor Ostrom (1998)— a partir de la reciprocidad, el respe-

to y la confianza, constituyéndose en activos indispensables para la cooperación y la acción

colectiva. La comunicación cara-a-cara es clave para lograrlo.

3. Productividad del conflicto: desarrollo de nuevas identidades

No obstante el carácter primigenio de la política del poder-en-común, es importante

detenerse en la productividad de la otra dimensión: el conflicto como fuente de transforma-

ción y desarrollo de nuevas identidades. Esta productividad del conflicto es fundamental

para analizar las implicaciones de los conflictos y contradicciones ambientales en el surgi-

miento de nuevas identidades políticas ambientalistas.

Según Mead (1981), la subjetividad del “sí-mismo” se gesta en una dinámica de adaptación,

ajuste o coordinación en la interacción con otros, a partir del sentido o significado otorgado

a los gestos de los otros. Los gestos propios sólo tienen significado al percibirse los gestos

que ellos provocan en los otros, y sobre los que se centra la atención. La respuesta de los

otros posibilita el surgimiento de la conciencia del significado que nuestros gestos tienen

para ellos; se trata de la conciencia de otro sí-mismo, la cual presupone el significado de la

propia actitud para el otro.6

6 Traducimos self como “sí-mismo”.

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Dice Mead: “en el marco de la conducta social, los sentimientos de las propias respuestas

se convierten en objetos naturales de atención, primero porque ellas interpretan las actitu-

des de los otros que las han provocado, y segundo porque suministran el material a partir

del cual uno puede poner de manifiesto su propio valor como estímulo para la conducta de

los otros. Aquí encontramos por lo tanto la oportunidad y los medios para analizar y traer a

la conciencia nuestras respuestas, nuestros hábitos de conducta, como distintos de los es-

tímulos que los convocan. La oportunidad se encuentra en la importancia de la respuesta en

la determinación de la conducta de otros. Los medios son los gestos, tal como aparecen en

el sentimiento de nuestras propias actitudes y movimientos, que son los comienzos de las

reacciones sociales. (...) Por lo tanto, la conciencia del sentido [o significado, meaning], al

menos en esta fase, es una conciencia de las actitudes propias de respuesta, tal como re-

plican a, controlan e interpretan los gestos de los otros” (1981: 132).

En este juego de gestos e interpretaciones, la subjetividad se conforma intersubjetivamente,

y surge la cultura como campo de las prácticas de significación o atribución de sentido:

“Cuando encontramos habernos ajustado a un conjunto comprensivo de reacciones hacia

un objeto, sentimos que el significado del objeto es nuestro. Pero para que el significado

sea nuestro, es necesario que seamos capaces de vernos tomando esta actitud de ajuste a

una respuesta. Debemos indicarnos a nosotros mismos no solo el objeto sino también la

disposición a responder de ciertas maneras al objeto, y esta indicación debe hacerse en la

actitud o rol del otro individuo a quien ella se señala, o a quien pudiera señalársele. Si este

no es el caso, no tiene esa propiedad común que está implicada en la significancia. Es a

través de la habilidad para ser el otro al mismo tiempo que es él mismo que el símbolo llega

a ser significante” (ibid.: 244).

El objeto tiene entonces significado cuando se señala a otro este objeto (denotación), así

como la disponibilidad de responder a él de cierto modo (connotación). La significación se

generaliza cuando los involucrados se representan una identidad de respuestas grupales al

objeto en cuestión. En el esquema de un objeto es fundamental, no sólo la estimulación

sensible que provoca en el sujeto, sino el conjunto de imágenes sobre la respuesta adecua-

da a él que se presenta en el sujeto. Solamente en la medida en que un individuo actúe en

referencia a sí mismo como actúa con respecto a otros, se constituye como sujeto para sí, y

no en objeto. En la medida en que esta actitud es la de un grupo de otros que cooperan en

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una actividad común, se produce el control social del sujeto por parte del grupo, y el sí-

mismo asume la actitud de otros generalizados.

De gran importancia en este análisis es el proceso de reconstrucción del sí-mismo, a partir

de la contradicción o el conflicto: “Cuando... un problema esencial aparece, ocurre alguna

desintegración en [la] organización [habitual del sí-mismo], y aparecen diferentes tendencias

en el pensamiento reflexivo, como voces diferentes en conflicto entre ellas. En cierto senti-

do, el viejo sí-mismo se ha desintegrado, y del proceso moral emerge un nuevo sí-mismo”

(ibid.: 147).

Esta transformación adviene como resultado de la aparición de un nuevo objeto o finalidad,

cuyo valor y significado supone un proceso renovado de coordinación y adecuación, con

respuestas diferentes a las que constituyen el viejo sí-mismo. Uno de los resultados posi-

bles —pero no necesarios— es una reconstrucción de la situación tal, que emerjan perso-

nalidades diferentes, más adecuadas. El nuevo sí-mismo sólo puede aparecer en la con-

ciencia cuando esta nueva situación se haya realizado y haya sido aceptada.

4. Perspectivas éticas: conminación, reconocimiento, respeto, justicia

Para finalizar, nos detendremos a puntualizar las perspectivas éticas implicadas en

un análisis de la política como el propuesto en este ensayo. Incluimos también un conjunto

de elementos utópicos que este enfoque convalida. Tanto en la vertiente fundada en el po-

der-en-común, como en la resultante del poder-sobre, la propuesta de Ricoeur —iluminada

por la psicogénesis descrita por Mead— permite entrever las dimensiones éticas que esta-

blece la dialéctica del sí-mismo y el otro.

En efecto, el poder-en-común se orienta (vimos arriba) por el deseo o la intencionalidad de

vivir bien con y para el otro en instituciones justas. La noción de justicia apela aquí a la idea

de igualdad distributiva o reciprocidad, cuyo origen está en la conminación (o requerimiento)

del otro: como en el Cantar de los cantares —dice Ricoeur— el amante suplica a su amada

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“¡Tú, ámame!”. Se trata de un llamado, o también un mandamiento, a la reciprocidad del

poder-en-común para vivir bien, de manera justa.

Como señala Mead, el sí emerge cuando se reconoce en el gesto del otro; hay un recono-

cimiento (fuente del poder simbólico también en Bourdieu) que originariamente se constitu-

ye en marco de coordinación y adecuación para la realización de un bien común. La inten-

cionalidad del sí con respecto al otro lo determina como responsable, como imputable, de

sus acciones u omisiones en este respecto. El respeto del mandamiento originario —la

conminación del otro a construir juntos una vida buena (“¡ámame!”)—, es no sólo respeto

del otro (reconociendo su requerimiento), sino también del sí-mismo en tanto inclinado tam-

bién hacia esta vida buena; el respeto fundado en el reconocimiento se convierte así en

fuente esencial de estima de sí.

Pero esta relación fundante del sí y el otro puede pervertirse, si el poder-en-común se des-

vía hacia el poder-sobre. Este ya no se centra en el fin compartido de la vida buena, con y

para el otro, sino en influir sobre el otro para fines ajenos a él, no compartidos ni deseados,

que eventualmente pueden incluso significar su aniquilamiento y, en todo caso, suponen

una violencia ejercida sobre él, y su padecimiento.

El otro puede oponer en este momento una segunda forma de conminación: el “¡No mata-

rás!”, mediante el cual el mandamiento inicial (“¡ámame!”) recurre a la forma de la ley y la

prohibición. Vemos aparecer aquí, con Foucault, una resistencia y un contrapoder: un con-

flicto. Con Mead, se presenta la oportunidad — ¡pero sólo la oportunidad! — para el desa-

rrollo de una nueva identidad o sí-mismo y, más aún, una situación nueva (a partir de la

transformación recíproca lograda entre el sí-mismo y el otro), que restituyan y eleven las

potencialidades del poder-en-común con y para el otro.

5. Entrevero de utopías

En el horizonte utópico de estas perspectivas éticas podemos articular elementos

entrevistos por pensadores como Marx, Engels, Gramsci, Horkheimer y Foucault. Como hilo

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conductor presentan la posibilidad de desarrollar nuevas identidades humanas, centradas

en el libre desarrollo del sí mismo y el otro, en el marco de una acción conjunta.

Marx, Engels y Gramsci: utopía de la libertad como espontaneidad

Marx, Engels y Gramsci presentan la visión clásica de la utopía en el materialismo

histórico. El Manifiesto del Partido Comunista formula la idea de la historia humana como

dotada de un sentido unidireccional, ascendente, evolutivo, que desemboca en el comunis-

mo y el final de las sociedades divididas en clases: “Una vez que en el curso del desarrollo

hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en

manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político. (...) surgirá

una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre

desenvolvimiento de todos” (Marx y Engels, 2001).

Una visión análoga se plasma en el componente utópico de la noción gramsciana de “so-

ciedad civil”. En efecto, la sociedad civil también refiere —para Gramsci— a la posibilidad

de “una nueva civilización, un tipo nuevo de hombre y de ciudadano” (Gramsci, 1978: 315).

En esta utopía, el pensador italiano entrevé “una sociedad civil compleja y bien articulada,

en la cual el individuo se gobierne por sí mismo sin que por ello su autogobierno entre en

conflicto con la sociedad política, sino convirtiéndose, por el contrario, en su continuación

normal, en su complemento orgánico”, produciendo “formas nuevas de vida estatal en las

cuales la iniciativa de los individuos y de los grupos sea «estatal», aunque no debida al

«gobierno de los funcionarios» (esto es, conseguir que la vida estatal se haga «espontá-

nea»)” (ibid.: 315s).

Cabe señalar que esta dimensión utópica del concepto de “sociedad civil”, en sí mismo mul-

tívoco, está desempeñando un papel simbólico y movilizador importante en la actualidad

(también en la política ambiental). En efecto, la participación comunitaria y los movimientos

sociales pueden vivirse como una dinamización de la sociedad civil, que altera en conse-

cuencia la constitución del Estado (en tanto que conjunto de la sociedad política y la socie-

dad civil) (Fernández-González, 1995). La creciente asunción de tareas "estatales" (en tér-

minos restringidos) por parte de organismos de la sociedad civil implicaría entonces, no sólo

una mayor socialización de lo político, sino también un aumento en la politización de lo so-

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cial. El carácter democrático o totalitario de semejante tendencia estribaría exclusivamente

en el grado de autonomía (política, organizativa, económica) —o, como señala Gramsci, en

el grado de “espontaneidad”— que ostenten los organismos civiles implicados.

Horkheimer: de la alienación a una elección racional de fines

La versión clásica de la utopía comunista es reelaborada por la Escuela de Frankfort

a partir del problema de la reificación, y su otra cara, la alienación; ambos conceptos forman

parte de la herencia filosófica del idealismo alemán, que Marx recrea en escritos como los

Manuscritos económico-filosóficos, las Tesis sobre Feuerbach y los Grundrisse.

Para Horkheimer, la reificación y su contracara, la alienación, ocurren cuando la teoría o

cualquier otra actividad humana “se autonomiza” como si pudiera fundarse en sí misma, de

manera ahistórica (2000: 29) o, como dice Marx, de manera abstracta y sin vínculo con “el

conjunto de las relaciones sociales” (sexta tesis sobre Feuerbach). La aparente autosufi-

ciencia de los procesos de trabajo tiene como correlato una libertad ilusoria de los sujetos.

“Creen actuar siguiendo decisiones individuales, cuando incluso en sus más complicados

cálculos son exponentes del inabarcable mecanismo social” (ibid.: 32s), dice Horkheimer.

Por otro lado, mientras que el individuo se percibe como receptivo y pasivo, dependiente de

la sociedad, la sociedad —“que sin embargo se compone de individuos”— es “un sujeto

activo, aunque inconsciente”. “Esta diferencia en la existencia del hombre y la sociedad es

una expresión de la escisión que hasta ahora era propia de las formas históricas de la vida

social” (ibid.: 35). “La acción conjunta de los hombres en la sociedad es el modo de existen-

cia de su razón, el modo en que emplean sus fuerzas y afirman su esencia. Pero al mismo

tiempo este proceso, junto con sus resultados, es ajeno a ellos mismos, y se les presenta

con todo su derroche de fuerza de trabajo y vida humana, con sus situaciones de guerra y

con toda su miseria absurda, como una inalterable violencia de la naturaleza, como un des-

tino sobrehumano” (ibid.: 39). He aquí formulado, con toda claridad, el problema de la alie-

nación.

Frente a esta alienación, Horkheimer contrapone “una actitud humana que tiene por objeto

la sociedad misma” (ibid.: 41). Ya antes proponía: “La consideración aislada de actividades

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y ramas de actividad particulares junto con sus contenidos y objetos precisa, para ser ver-

dadera, de la conciencia concreta de su propia limitación. Hay que pasar a una concepción

en la que la unilateralidad que surge necesariamente de la disociación de procesos

intelectuales parciales respecto de la totalidad de la praxis social sea a su vez superada”

(ibid.: 34). Este tránsito ——agregamos— se funda en el carácter activo de la subjetividad

humana, que implica tanto una actividad sensorial como una práctica, es decir, “una

modificación de las circunstancias” (Marx, Tesis sobre Feuerbach, tesis tercera). La práctica

humana constituye el conjunto de las relaciones sociales y, por lo tanto, “la esencia

humana”, que no es abstracta, sino concreta y resultado de estas relaciones (tesis sexta).

Los sujetos están ciertamente determinados por las relaciones sociales, pero a su vez son

agentes de las mismas.

En este marco, Horkheimer define la teoría crítica como conciencia clara y superación de la

alienación: “La separación de individuo y sociedad, en virtud de la cual el individuo acepta

como naturales los límites de su actividad que han sido trazados de antemano, se relativiza

en la teoría crítica. Ésta concibe el marco condicionado por la interacción ciega de las acti-

vidades individuales, es decir, la división del trabajo dada y las diferencias de clase, como

una función que, al surgir de la actividad humana, puede también someterse a la decisión

planificada y a la elección racional de fines. El carácter escindido de la totalidad social en su

forma actual se desarrolla en los sujetos de la actitud crítica hasta convertirse en una con-

tradicción consciente” (ibid.: 42).

Alienación, trabajo y naturaleza

Un rasgo notable de la teoría crítica, tal como la presenta Horkheimer, es su visión

de la naturaleza como exterioridad y objeto de dominación: “Siempre habrá algo que per-

manezca externo a la actividad intelectual y material del hombre: la naturaleza, entendida

como el conjunto de factores todavía no dominados con los que la sociedad tiene que

habérselas” (ibid.: 44s). El trabajo “proporciona a los hombres medios cada vez más pode-

rosos para su lucha contra la naturaleza” (ibid.: 48). Vemos aquí asomarse, en la teoría crí-

tica, otra escisión más profunda que la existente entre el individuo y su historia: la que lo

separa de la naturaleza, de la que —sin embargo— él mismo es producto. Horkheimer pro-

clama que la producción humana podría orientarse “hacia la vida de lo universal”, cuidando

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a la vez las aspiraciones de los individuos, en vez de anteponer las pretensiones de poder

de los individuos. Sin embargo, esta “vida de lo universal” no incluye —en su visión— la

vida de la naturaleza.

Cabe aquí llevar la teoría crítica, que se entiende —según su creador— en el sentido de la

“crítica dialéctica de la economía política”, hacia un segundo escalón crítico, una “segunda

crítica de la economía política”, en palabras de Fernando Mires (1990). Esta segunda crítica

parte de Marx y Engels, quienes, para referirse a esta cuestión, no lo hacen en términos de

“dominio”. Más bien, puede argumentarse que el materialismo histórico se presenta, en sus

fundadores, como una ecología de la especie humana (Benton, 1989).7

En efecto, en la Ideología Alemana (1845) se establece que la organización física de los

individuos humanos “y su consiguiente relación con el resto de la naturaleza” es el punto de

partida de la historia humana. Hay una base natural —la naturaleza física del hombre y las

condiciones naturales en que se encuentra— que es modificada en el curso histórico me-

diante la acción humana. En El Capital (1867), Marx describe el proceso de trabajo en la

producción de valores de uso como una “apropiación” de sustancias naturales bajo reque-

rimientos humanos, condición necesaria y perenne en el intercambio material entre el hom-

bre y la naturaleza, común a cualquier fase de la existencia humana. En los Manuscritos

económico-filosóficos (1844), Marx sostiene que “La naturaleza es el cuerpo inorgánico del

hombre, la naturaleza, es decir, en la medida en que no es en sí misma el cuerpo humano.

El hombre vive en la naturaleza, es decir, la naturaleza es su cuerpo, con el que debe man-

tenerse en intercambio continuo si no ha de morir. Que la vida física y espiritual del hombre

está vinculada con la naturaleza simplemente significa que la naturaleza está vinculada

consigo misma, pues el hombre es parte de la naturaleza”. En los Manuscritos, el comunis-

mo se concibe como superación de la autoenajenación humana y “disolución del conflicto

entre el ser humano con la naturaleza y consigo mismo”.

7 Las citas del párrafo siguiente son tomadas de Benton (1989).

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Horizonte de Foucault: la ontología crítica de nosotros mismos 8

En su opúsculo “¿Qué es la Ilustración?”, Michel Foucault propone un ethos o acti-

tud filosófica centrada en “la ontología crítica de nosotros mismos, como un examen históri-

co-práctico de los límites que podemos superar, así como un trabajo elaborado por nosotros

sobre nosotros mismos como seres libres”. La crítica se ejerce, según él, sobre “lo que nos

es dado como universal, necesario, obligatorio”, para determinar “qué lugar ocupa lo que

sea singular, contingente y producto de constreñimientos arbitrarios”, transformándose de

una crítica de las limitaciones necesarias (Kant) en “una crítica práctica que asume la forma

de una posible transgresión”.

Esta crítica, en consecuencia, no busca estructuras formales con valor universal, y se con-

vierte en “una investigación histórica sobre los eventos que nos han llevado a constituirnos

a nosotros mismos y a reconocernos como sujetos de lo que estamos haciendo, pensando,

diciendo”. No es una crítica trascendental (Kant) sino genealógica y arqueológica. Arqueo-

lógica (no trascendental) porque no busca las estructuras universales de todo conocimiento

o acción moral posible, sino los discursos como eventos históricos; genealógica porque no

deduce de lo que somos la imposibilidad de ser de otra manera, sino su carácter contingen-

te, así como la posibilidad de no seguir siendo lo que somos. Su objetivo es “dar nuevo ím-

petu, tan ancho y lejos como sea posible, a la indefinida tarea de la libertad”.

No se trata, por lo demás, de afirmar un “sueño vacío” de libertad: “esta actitud histórico-

crítica también debe ser experimental”. La tarea crítica sobre nuestros límites debe “apre-

hender los puntos donde el cambio es posible y deseable, y determinar la forma precisa que

este cambio debe tomar”. Aquí, Foucault se aleja de los proyectos globales y radicales del

pasado (los “programas de un hombre nuevo que han repetido los peores sistemas políticos

a lo largo del siglo veinte”, y que sólo han llevado “al retorno de las más peligrosas tradicio-

nes”); prefiere “las transformaciones muy específicas que han probado ser posibles en los

últimos veinte años en cierto número de áreas relacionadas con nuestras formas de ser y

8 Todas las citas de esta sección provienen de Foucault (1984). Por tratarse de una versión en formato HTML, no existe una paginación que pueda referirse.

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pensar, relaciones con la autoridad, relaciones entre los sexos, la forma en que percibimos

la locura o la enfermedad”.

Nunca será posible, sostiene Foucault, acceder “a un conocimiento completo y definitivo de

lo que constituye nuestros límites históricos”; la experiencia histórica y práctica de nuestros

límites y de la posibilidad de superarlos “siempre es limitada y determinada; así, siempre

estamos en posición de empezar de nuevo”.

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