alfaro, j. - el hombre abierto a la revelación de dios

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VERDAD E IMAGEN 90 1.() ). 7' 2 --I JUAN ALFARO REVELACION CRISTIANA, FE Y TEOLOGIA EDICIONES SIGUEME-SALAMAVCA, 1985 100 AÑOS 1.884 • 1.984 Cf.) tN.10 -47 Te 1. 2 42 30 82

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Alfaro, J. - El Hombre Abierto a La Revelación de Dios

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  • VERDAD E IMAGEN 90

    1.() ). 7'2 --I JUAN ALFARO

    REVELACION CRISTIANA,

    FE Y TEOLOGIA

    EDICIONES SIGUEME-SALAMAVCA, 1985

    100 AOS 1.884 1.984

    Cf.) tn N.10 -47 Te 1. 2 42 30 82

  • 1 El hombre abierto

    a la revelacin de Dios

    1. La fe cristiana tiene su fundamento en la revelacin de Dios al hombre, cumplida en el evento de Cristo. El destinatario de la revelacin es el hombre, llamado por Dios a la respuesta libre de la fe. Aqu, en el ncleo mismo del mensaje cristiano, la teologa se encuen-tra inevitablemente ante la cuestin antropolgica: qu hay en el hombre, que lo hace radicalmente capaz de recibir la revelacin de Dios? Se trata, en el fondo, de la pregunta, qu es el hombre? En su tarea propia de preguntar radicalmente y de buscar ilimitadamente, la 'teologa tiene que recurrir a la antropologa filosfica, para intentar comprender qu significado pueda tener el lenguaje revelacin de Dios al hombre. Preguntar y buscar es precisamente la raz de toda la actividad del hombre: el comprender, decidir y hacer humanos supo-nen la funcin, ontolgicamente previa, del preguntar, es decir, tienen la estructura de respuesta a una cuestin (terica o prxica). El hombre hace todo cuestionable: su preguntar no puede terminar ni agotarse. Esta constatacin experiencial muestra que el preguntar ilimitado constituye la dimeniin ontolgica fundamental del hom-bre.

    En este horizonte, sin confines, del preguntar humano hay una cuestin que se revela como la ms vital y prxima a la existencia, y como implcitamente presente en toda otra cuestin: la pregunta del hombre sobre s mismo, sobre el sentido de su vida.

    En todo acto de preguntar, pensar, decidir y hacer, el hombre vive la experiencia de existir y tiene la certeza vivencial de ser-s-mismo, que conlleva la cuestin qu soy yo? En esta experiencia originaria, inmanente en todo acto humano, el hombre se siente puesto artela pregunta sobre s mismo; vive su existencia como recibida y origina-da, como impuesta y no escogida por l, y por eso como implicativa de la cuestin de su origen: de dnde vengo? Simultneamente (en todo acto humano) el hombre se experimenta como proyecto,

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    El hombre abierto a Dios

    como libertad orientada hacia lo porvenir desconocido (todava no-acontecido), y esta experiencia implica la pregunta a dnde voy? La cuestin del origen y la del porvenir forman el signo interrogante, que abarca la totalidad de la vida.

    La pregunta del hombre sobre s mismo surge de otra experiencia estrechamente unida a la precedente: la experiencia, que el hombre vive permanentemente, del desnivel insuperable entre la finitud de su ser y de sus actos, y la ilimitacin de su esperanza. El hombre no puede realizarse sino alcanzando metas concretas, que son superadas por su aspiracin radical que tiende siempre ms all de todo objetivo logrado: es la experiencia de la inquietud radical, como tensin insuprimible hacia una plenitud que el hombre no puede por s mismo alcanzar definitivamente. Esta paradoja, siempre presente en toda actividad humana, hace del hombre cuestin inevitable para s mis-mo: la cuestin primordial, que todos comprenden, porque todos la viven. Es preciso formularla del modo ms sencillo y ms cercano a la experiencia originaria que la impone: vale la pena de vivir? Merece la vida ser tomada en serio? Vivir por qu y para qu? Una reflexin ulterior sobre la vida, como tarea confiada a mi libertad, lleva a la formulacin de Kant: qu debo hacer? qu puedo esperar? 1.

    En su experiencia originaria el hombre vive la propia existencia como recibida y como abierta al porvenir de nuevas posibilidades: como permanentemente recibida, porque el hombre no puede experi-mentarse sino como ya existente, como ya previamente sido: como abierta al porvenir, porque ha recibido la existencia como su proyecto vital. Por eso la cuestin del sentido de la vida implica indivisiblemen-te unidos el porqu del origen y el para qu del porvenir, bajo el primado de este ltimo: qu ser de m es el interrogante que me sacude en lo ms hondo de m mismo. La cuestin se configura as como abarcante de toda la existencia: situado en el presente, el hombre se pregunta sobre el enigma de su pasado y de su futuro. La pregunta sobre el sentido de la vida implica dos aspectos: inteligibili-dad y valor: me es posible comprender de algn modo el porqu y para qu vivir? representa la vida para m algo capaz de comprome-ter mi libertad?

    Es preciso distinguir entre tener sentido y dar sentido. Que la vida humana tiene sentido, quiere decir que lleva en s misma estructuras ontolgicas que la hacen inteligible en cuanto anticipan una finalidad, es decir, en cuanto se orientan hacia posibilidades venideras; quiere decir adems que la vida implica motivaciones (valores) capaces de comprometer mi libertad.

    1. I. Kant, Kritik der reinen Vernunfi,WW. III, Berlin 1904, 522-523; Logik, WW. IX, Berlin 1923, 24-25.

    El hombre abierto a Dios

    Dar sentido a la vida significa empear de hecho las decisiones de la libertad en el cumplimiento de la tarea previamente configurada en las estructuras ontolgicas que le confieren inteligibilidad y valor. Tener sentido es pues ontolgicamente previo a dar sentido, porque funda la posibilidad y la responsabilidad del dar sentido. La tarea de dar sentido a la vida sera imposible, si la vida humana no llevara en s misma las condiciones necesarias para que el hombre pueda comprometerse inteligente y libremente (responsablemente) en dar sentido a su vida.

    El carcter que distingue la cuestin del hombre de toda otra cuestin est en el hecho de que en ella el hombre se pregunta sobre s mismo, es decir, en la identidad del preguntante con lo preguntado. La relacin del cuestionante a lo cuestionado no es aqu relacin de sujeto a objeto, sino de sujeto a sujeto, ms an, del sujeto preguntan-te a s mismo como preguntado. La estructura lingstica de la cuestin del hombre expresa que el hombre existe ante s mismo como el cuestionante que se pone en cuestin, autocuestionante y autocues-tionado: en lugar de expresar una cuestin sobre objetos distintos de l, en la cuestin del sentido de su vida el hombre se expresa a s mismo. La estructura misma de la cuestin del hombre excluye la relacin de mera objetividad, es decir, la posibilidad de una actitud neutra del sujeto respecto al contenido de la pregunta.

    No es pues una cuestin que el hombre pueda indiferentemente hacerse o no: no puede eludirla, porque su vida est estructuralmente marcada por ella, a saber, porque el hombre la vive en la experiencia ms honda de s mismo. En la conciencia de s mismo (en todo acto de pensar, decidir, hacer, el hombre lleva la certeza vivencial de s Mismo, que le impone la pregunta qu soy: la formulacin refleja de esta cuestin no es sino expresin de la vivencia radical. La cuestin del sentido de la vida es pues constitutivamente apririca, es decir, estructura ontolgica permanente presente en el acto mismo de exis-tir: cuestin que se impone al hombre y que l no puede pasar por alto sin ser infiel a lo ms suyo de s mismo.

    Este carcter ontolgicamente apririco de la cuestin del sentido ltimo de la vida aparece tambin en la libertad humana. El hombre no puede menos de hacer opciones libres, a saber, de comprometer su libertad en decisiones concretas; y no puede hacer ninguna de ellas, sin preguntarse sobre el porqu de tal decisin. Ahora bien el porqu de toda decisin concreta apunta por s mismo hacia el porqu ltimo de la vida, sn el cual todas las motivaciones de las opciones concretas se hundiran en el vaco. Las opciones concretas no son meramente sucesivas (yuxtapuestas una detrs de la otra), sino momentos intrn-secos de la totalidad de la vida, es decir, del hacerse del hombre ms s-mismo en su libertad.

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    El hombre abierto a Dios

    La cuestin del hombre sobre s mismo no est pues dirigida exclusivamente a la inteligencia, sino tambin e inseparablemente a la libertad, porque en ella el hombre se pregunta por s mismo y por eso no puede desdoblarse en sujeto y objeto de la pregunta, en cuestio-nante y cuestionado: al preguntarse sobre s mismo, no puede objeti-varse en contenido neutro de tal pregunta. Es la cuestin, que prefigu-ra y anticipa el sentido que el hombre est llamado a dar a su existencia en la libertad: pregunta dirigida a la inteligencia y tarea confiada a la libertad son aqu inseparables. La misma cuestin del sentido (inteligibilidad y valor) que apela a la inteligencia, interpela la libertad. Se d o no se d cuenta (reflejatnente), lo quiera o no lo quiera, el hombre no podr responder a la cuestin del sentido de su vida sino en el acto indiviso de conocer-optar, conocimiento-compro-metido. Sin la sinceridad radical consigo mismo, sin la disposicin a aceptarse como realmente es, sin el reconocimiento de las exigencias impuestas por las estructuras existenciales, el hombre no podr en-contrarse a s mismo; porque de eso se trata, de buscar y hallar la verdad ms profunda de nosotros mismos, y no de resolver un problema meramente objetivo.

    La cuestin ms humana, la ms propia del hombre en cuanto hombre, es la cuestin sobre s mismo, sobre el sentido ltimo de su existencia; la cuestin que define, como ninguna otra, el ser del hombre. Cabe preguntar todava ms: el hombre lleva en s mismo esta cuestin o es llevado por ella? es l quien pone la cuestin o es ella la que se le impone? En el fondo es el hombre el cuestionante o ms bien el cuestionado? Si la cuestin del sentido ltimo de la vida es apririca, si el hombre existe en cuanto uinterpelado por ella, se debe decir que est constituido como radical y totalmente cuestionado, puesto en cuestin. Y entonces hay que aadir que la existencia humana no es autofundante, sino esencialmente referida a un ms all de s misma: tiene su origen y su centro fuera de s: no est fundamen-tada ni finalizada en s misma.

    Si la cuestin del hombre se revela como inevitable y como base de todo el preguntar humano, hay que reconocer que justifica por s misma la reflexin filosfica y que el pensar humano no puede ser reducido al campo de lo empricamente verificable: ya al nivel de cuestin est ms all de la verificacin emprica.

    El carcter singular de la cuestin del sentido de la vida implica que la respuesta (si la hay) no podr ser evidente (costringente), porque es por s misma cuestin interpelativa de la libertad, y por eso la respuesta estar influenciada por la actitud profunda de la libertad. Queda pues descartada una demostracin evidente, como existencial-mente imposible. Ser posible nicamente una mostracin, una com-prensin suficiente de los motivos que justifican la opcin. El hombre

    El hombre abierto a Dios 17

    permanecer siempre misterio y cuestin para s mismo, que no podr recibir una respuesta definitiva, lograda una vez para siempre.

    No se puede tratar de responder a la cuestin del hombre sino mediante el anlisis de las dimensiones fundamentales de la existencia humana, sin omitir ninguna de ellas: a saber, relacin del hombre al mundo (mutua y diversa), relacin de cada hdmbre a los otros y a la comunidad humana (y viceversa), su relacin a la muerte, relacin del hombre a la historia. Estas dimensiones existenciales se implican mutuamente entre s, como aspectos inmanentes de la misma cuestin qu es el hombre; pero es necesario analizarlas sucesivamente, porque cada una proyecta su luz propia sobre el sentido de la existencia humana.

    El proceso de bsqueda de una respuesta a la cuestin del hombre tendr que partir de las experiencias fundamentales vividas y por eso implicadas en el mismo existir humano; solamente en ellas pueden revelarse originariamente las estructuras ontolgicas constitutivas del hombre: lo propio del vivir humano es precisamente la precompren-sin vital de s mismo en sus actos de conocer, decidir, obrar.

    El paso de la precomprensin experiencial a la comprensin refleja no puede hacerse sino a travs de la descripcin fenomenolgi-ca, para que se muestre lo que est escondido bajo el fenmeno. La fenomenologa tiene que decir una palabra imprescindible, pero no la ltima: es tan necesaria como insuficiente por s sola para la compren-sin del sentido de la vida humana.

    Del anlisis fenomenolgico surgirn las preguntas concretas en que se configura la cuestin del hombre sobre s mismo, como aspectos determinados del cmo, porqu y para qu de la existencia humana: preguntas que habr que justificar como implicadas en las experiencias fundamentales del hombre y como necesarias para la comprensin de las dimensiones ontolgicas ocultas tras lo fenomni-co; pero que no se pueden omitir ni dejar caer en el silencio, si se quiere ser fiel a la ndole esencial e ilimitada de la inteligencia humana de buscar siempre ulteriormente la comprensin de la realidad hasta sus fundamentos ltimos. De lo contrario se impondra un corte arbitrario al preguntar, como estructura originaria y condicin permanente de posibilidad del comprender humano. El hombre no puede renunciar a comprenderse, y para ello tiene que enfrentarse con la cuestin radical del porqu y para qu de su existencia.

    La bsqueda de la respuesta a la cuestin del hombre tendr lugar ante todo dentro de la inmanencia de la realidad total mundo-humanidad-historia. Si esta realidad intramundana se revelase como autosuficiente (como portadora, en s misma, de su fundamento ltimo), no tendra sentido la pregunta sobre una realidad trascen-dente; si en la cuestin misma del hombre no aparecen indicios, que

  • El hombre abierto a Dios 19 18 El hombre abierto a Dios

    apuntan ms all del hombre, y de sus relaciones al mundo y a la historia, la cuestin del trascendente carecer de significado ya a nivel de cuestin.

    La cuestin de Dios no puede surgir, ni ser justificada sino como implcita en la cuestin del hombre, como impuesta por el porqu y para qu ltimos de la cuestin misma del hombre. Para ello habr que mostrar que en las experiencias existenciales fundamentales del hombre hay signos de trascendencia, es decir, que la misma reali-dad inmanente total (hombre-mundo-historia) est abierta a un ms-all de s misma. Entonces aparecer que la cuestin del hombre desemboca por s misma en la cuestin de la condicin ltima de posibilidad de lo que el hombre vive y experimenta en su relacin al mundo, a los otros y a la historia, a saber, en la cuestin del fundamento ltimo trascendente que se llama Dios. La cuestin de Dios estar marcada por los caracteres (ya sealados) de la cuestin del hombre, y la palabra Dios expresar el contenido resultante del anlisis de las dimensiones fundamentales de la existencia humana l.

    2. El anlisis de la relacin hombre-mundo debe contar con la hiptesis cientfica, altamente probable, de la evolucin, es decir, del proceso irreversible de la materia inorgnica a la orgnica, y dentro de sta hacia organismos vivos cada vez ms complejos, y finalmente de los antropoides al hombre. Es verdad que, en el estado actual de las ciencias naturales, este proceso presenta an lagunas relevantes precisamente en la fase ltima de la transicin de los primates al hombre. Sin embargo, tomada en su conjunto, la hiptesis evolucio-nista ofrece suficientes garantas para aceptarla hoy da como presu-puesto preferible en la reflexin sobre la relacin hombre-mundo 3.

    Esta reflexin puede comenzar con la frmula de Heidegger al calificar la existencia del hombre como ser-en-el mundo 4, porque expresa una experiencia fundamental de la existencia humana: expe-riencia que se nos impone como siempre presente. El mundo no es solamente la morada del hombre, sino tambin su lugar de origen y la

    2. J. Gmez Caffarena, Metafsica fundamental, Madrid 1969; J. Ferrater Mora, El ser y el sentido, Madrid 1967; A. Ortiz Oss, Antropologa hermenutica, Madrid 1973; E. Coreth, Qu es el hombre, Barcelona 1976; R. Lauth, Die Frage nach dem Sinn des Daseins, Mnchen 1965; P. Tillich, Ultimate Concern, London 1965; H. Reiner, Der Sinn des Daseins, Tbingen 1965; M. Buber, Le problme de Phomme, Paris 1962; A. Paus (ed.), Suche nach Sinn - Suche nach Gott, Graz 1978; V. Frnkl, Der Mensch auf der Suche nach Sinn, Freiburg 1972; H. Rombach, Die Frage nach dem Menschen, Mnchen 1966; G. Marcel, L'homme problmatique, Paris 1955.

    3. P. Overhage, Experiment Menschheit. Die Steuerung der menschlichen Evolution, Frankfurt 1967; R. J. Nogar, La evolucin y la filosofa cristiana, Barcelona 1967. T. Dorzhansky, Mankind evolving; The evolution of the human species, New Haven 1962.

    4. H. Heidegger, Sein und Zeit, 69-76; 90-102; 134-142; 178-189.

    base permanente de toda su actividad. El hombre vive en todo momento la experiencia de su dependencia del mundo. En su mismo cuerpo lleva la presencia de .la naturaleza con sus procesos fsico-qumicos, que aparece as como constitutiva del hombre.

    La dependencia del hombre respecto del mundo se da no sola-mente en el campo de sus necesidades biolgicas, sino en toda sus actividades, incluso en las especficamente y ms altamente humanas (sensaciones, imgenes, conceptos, pensamiento, lenguaje, decisio-nes). No hay ningn acto del hombre que no est de alguna manera condicionado por la naturaleza. Todo intento de comprensin del hombre, que pase por alto o disminuya la constatacin fenomenolgi-ca de la dependencia del hombre respecto del mundo y (en este sentido) de su pertenencia al mundo, est de antemano condenada al fracaso. Queda pues excluido todo idealismo pseudoespiritualista, que ponga en peligro la importancia de la vinculacin esencial del hombre con la naturaleza. Por el contrario, precisamente sobre el fondo de la radical mundanidad (ser-en-el mundo) del hombre resalta ms fuertemente el contraste diferenciativo entre el hombre y el mundo 5.

    En. la experiencia misma de existir en el mundo, el hombre vive otra experiencia opuesta: la de existir frente al mundo, de su diversi-dad respecto al mundo.

    El mundo est presente ah delante del hombre, como una reali-dad anterior a l, autnoma, conducida por procesos inmanentes no establecidos por el hombre: el mundo ha acontecido y los procesos del mundo acontecen por s mismos, sin la intervencin del hombre. Experiencia singular, de tal manera compenetrada con la existencia que pasa inadvertida y que puede ser vivida de maneras contrastantes: estupor, identificacin, perplejidad y amenaza; en una palabra, fami-liaridad y distancia.

    Ante el mundo el hombre no puede menos de preguntarse cmo es y qu sentido tiene para l; en esta pregunta se sita y distancia frente al mundo, se da cuenta de su mutua diversidad. Esta experiencia de distancia respecto al mundo culmina en la certeza permanente de la realidad del mundo. La afirmacin de que el mundo es real no la podemos descartar, porque chocamos continuamente con el mundo como algo que sin cesar nos resiste.

    5. X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 1978; Inteligencia sentiente, Madrid 1980; J. L. Pinillos, Lo fsico y lo mental en la ciencia contempornea, en Antropologa y Teologa, Madrid 1978, 15-46; J. L. Ruiz de la Pea, Las nuevas antropologas, Santander 1983; A. Gehlen, El hombre, Salamanca 1980; R. H. Plessner, Die Stufen des organischen und der Mensch, Berlin 1965; H. Rombach, Strukturontologie: eine Philosophie der Freiheit, Mnchen 1971; P. Ricoeur, Le conj7it des interprtations, Paris 1969; W. Pannenberg, Gottesgedanke und menschliche Freiheit, Gottingen 1972.

  • 20 El hombre abierto a Dios

    He aqu el dato fenomenolgico que marca la distancia insepara-ble entre el hombre y el mundo: el hombre sabe la realidad del mundo y la suya propia: el mundo no sabe ni la suya ni la del hombre. Un hecho tan sencillo como enorme pone al descubierto que la distancia entre ambos no es cuantificable, no tiene medida cuantitativa posible: es inconmensurable. Aqu se revela la situacin lmite de la relacin hombre-mundo lmite del hombre, que depende del mundo; lmite del mundo, que no se conoce a s mismo y por eso no puede dialogar con el hombre; limite cualitativo e insuperable entre el hombre y el mundo, que califica al hombre como hombre, al mundo como mundo y su relacin mutua.

    En la experiencia de la realidad del mundo vive el hombre la experiencia fundamental de la propia existencia como real y realmen-te diversa de la realidad del mundo. Las dos afirmaciones (el mundo es, yo soy) se implican mutuamente, como expresiones de una misma experiencia: son inseparables, mutuamente condicionadas y mutuamente irreducibles. La misma forma verbal es tiene sentido diverso en la afirmacin de la realidad del mundo y de la ma propia. En el acto mismo de conocer al mundo, el hombre se conoce a s mismo como realidad diversa de la del mundo. El binomio hombre-mundo expresa la relacin sujeto-objeto mutuamente diversa e irre-ducible. La condicin previa de posibilidad de esta relacin est en la mutua diversidad cualitativa. Solamente el hombre conoce esta rela-cin, que por eso no es inteligible sino partiendo de la experiencia en que el hombre vive su relacin al mundo.

    Si se quiere llegar a la raz de esta diversidad, hay que decir: el hombre, consciente de s mismo; el mundo, no-consciente de s mismo. Aqu est la frontera decisiva entre el hombre y la naturaleza, y el origen de la existencia humana como existencia frente al mundo. El hombre se vive y muestra como desvinculado del mundo por razn de lo que le diversifica inconmensurablemente del mismo: la concien-cia. Porque es consciente de su propia realidad, el hombre capta la realidad del mundo como diversa de la suya: lo que diversifica y desvincula al hombre del mundo es pues el conocimiento de lo real como real.

    El anlisis de la relacin hombre-mundo descubre otra dimensin inmanente a la conciencia y, como ella, desvinculante al hombre de la naturaleza y de sus procesos: el obrar libre del hombre, en el que se experimenta como no-inmerso en el devenir de la naturaleza, sino como capaz de actuar sobre ella segn posibilidades nuevas creadas por su libertad. Es decir, el hombre es consciente de su capacidad de modificar el curso inmanente de la naturaleza segn proyectos forja-dos y realizados libremente por l, sirvindose de las constantes de la naturaleza.

    El hombre abierto a Dios 21

    En virtud de su vinculacin al mundo por su corporalidad y de su diversidad del mundo por su conciencia-libertad, el hombre est llamado a ejercer una funcin exclusivamente suya respecto al mun-do: la transformacin de la naturaleza ms all de sus procesos inmanentes. La presencia del hombre en el mundo representa pues una actuacin de las posibilidades escondidas de la naturaleza, que lleva a resultados que la naturaleza por s sola no podra lograr. A las ilimitadas potencialidades objetivas de la naturaleza corresponde la ilimitada potencialidad proyectiva del hombre. Y viceversa: a la posibilidad ilimitada de crear lo nuevo, propia del hombre, corres-ponde la posibilidad ilimitada de la naturaleza de ser transformada.

    Esta correspondencia mutua entre el hombre y la naturaleza permite comprender al hombre como el momento culminante del devenir csmico, que precisamente en el hombre da el pas definitivo hacia la realidad nueva del devenir histrico: dando origen al hombre, la evolucin se ha lanzado ms all de si misma hacia una rbita ms elevada, hacia un futuro siempre nuevo. Se puede decir pues que el devenir csmico alcanza su sentido en el hombre, en cuanto logra en l su configuracin suprema, que a su vez confiere al mundo la apertura a un futuro sin limites.

    La funcin del hombre respecto al mundo se presenta polifactica. Uno de sus aspectos ms evidentes es el de transformar las cosas del mundo mediante el trabajo, es decir, mediante la produccin de los bienes que el hombre necesita para su propia supervivencia. No se puede, sin embargo, pasar por alto que incluso la actividad producto-ra de los bienes de consumo es humana, actuada de manera especfi-camente humana (consciente y libre), orientada no exclusivamente a las necesidades biolgicas, sino hacia el desarrollo total del hombre. Pero sobre todo se debe notar que la funcin del hombre respecto al mundo no se puede reducir a la productividad mediante el trabajo. El hombre es curioso de saber cmo es el mundo, de conocer el enigma del mundo; simplemente de conocerlo por conocerlo. De este deseo de saber han surgido y siguen surgiendo los grandes descubrimientos que marcan las etapas del progreso humano. Buscando conocer cmo es el mundo, el hombre busca tambin y principalmente conocerse a s mismo: progresando en el conocimiento del mundo, desarrolla las propias capacidades de conocer y actuar, y as progresa en el conoci-miento de s mismo.

    Mediante el conocimiento del mundo el hombre crece en el dominio de la naturaleza, y por eso crece precisamente como hombre en la conciencia de s mismo y de las posibilidades de su libertad: crea posibilidades humanas nuevas; transformando el mundo, lo humaniza y se humaniza a s mismo, crea el proceso de humanizacin creciente. De este proceso resulta que el hombre crece en el nivel ms profundo

  • El hombre abierto a Dios 23 22 El hombre abierto a Dios

    de su ser hombre, a saber, en la conciencia y radicalidad con que vive y piensa la cuestin del sentido de su vida. Cuanto ms seor de la naturaleza se hace el hombre, ms relevante se hace el porqu ltimo de su actividad y de su existencia en el mundo; es decir, cuanto ms emerge el hombre sobre la naturaleza, ms se encuentra a s mismo ante la cuestin ltima: el porqu ltimo del mundo y de la relacin hombre-mundo, el porqu ltimo del hombre mismo.

    Finalmente no se pueden olvidar otros aspectos fundamentales de la funcin del hombre respecto al mundo, diversos del trabajo y ms creativos: el arte en todas sus formas, el lenguaje, la cultura, etc. Son actividades en las que el hombre expresa su interioridad, haciendo de la naturaleza mero instrumento expresivo de su subjetividad; estas actividades provienen s de una necesidad del hombre, pero de una necesidad diversa de las biolgicas: de la necesidad que el hombre siente de expresarse a s mismo, creando una belleza irreductible a la de la naturaleza, un lenguaje del que la naturaleza carece, una cultura hecha a la medida del hombre. Todo esto quiere decir que el resultado principal de la accin del hombre sobre el mundo es el progreso del hombre en cuanto hombre, precisamente en lo que es especfico del hombre y lo diferencia de la naturaleza. El hombre es capaz de cambiar su misma relacin con la naturaleza; creciendo en el dominio de ella, se cambia a s mismo.

    A nivel fenomenolgico, se manifiesta en la relacin hombre-naturaleza otra experiencia del hombre: la que Heidegger ha formula-do como experiencia de haber sido arrojado a la existencia 6: experien-cia de existencia proveniente de fuera y no de cada uno de nosotros. No he venido por m mismo al mundo, sino que he sido trado (experiencia de pasividad radical): mi existencia, en ltimo trmino, me es impuesta, no dispuesta por m: existencia originaria y perma-nentemente recibida, que hace del hombre e-vento, venido de: experiencia de la dependencia constitutiva respecto de la naturaleza en su propio origen, en su continuar existiendo, en su accin, en su progreso. Experiencia personal de cada hombre sobre el comienzo de su vida, condicionado por una serie innumerable de circunstancias histricas, resultado de combinaciones incalculables de tantos actos libres y de tantos procesos naturales; es decir, enormemente marcado por la eventualidad.

    Esta experiencia del aplastante condicionamiento del origen de la existencia personal de cada uno, que expresamos con una pregunta que nos deja sin respuesta (por qu existo precisamente yo), se refleja y se renueva en la accin del hombre sobre el mundo, en cuanto que el resultado de esta accin permanece siempre bivalente,

    6. M. Heidegger, Sein und Zeit, 134-135; 377-378; Vom Wesen des Grundes, 39-50.

    indivisiblemente positivo y negativo. Al transformar la naturaleza, el hombre queda aprisionado por los resultados logrados, en los cuales aparece siempre lo no-previsto, lo irracional, incluso lo amenazante; en nuestro tiempo hemos hecho la experiencia ms tangible y terrible de esto: el progreso cientfico y tecnolgico ha hecho real la posibili-dad de destruir toda la humanidad. No es pues mera retrica decir que el hombre, manipulando la naturaleza, corre el riesgo de ser vctima de sus propias manipulaciones. En la relacin hombre-mundo aparece pues una situacin-limite, vivida en la experiencia de finitud y contingencia, que imponen la cuestin qu es el hombre.

    La vinculacin del hombre al mundo por su corporalidad y su desvinculacin por su interioridad indican que el hombre tiene una apertura singular al mundo, cuyos caracteres es necesario analizar.

    El hombre est en el mundo, no meramente para sobrevivir, sino precisamente para actuar y actuarse como hombre, a saber, para realizarse en aquello que lo diversifica de la naturaleza, en la concien-cia de s mismo y en su libertad.

    Su vida interior est condicionada por las impresiones sensibles provenientes del mundo. Por otra parte, es su interioridad la que hace al hombre capaz de actuar en el mundo como hombre, es decir, de llevar la naturaleza ms all de sus procesos meramente inmanentes. Esto quiere decir que la apertura del hombre al mundo pertenece a su estructura ontolgica: el hombre est abierto al mundo en virtud de su constitucin fundamental de interioridad encarnada, de su unidad subjetivo-corprea. Es la subjetividad humana la que hace de las cosas del mundo objeto, realidades que estn ante un sujeto y por eso se manifiestan. La objetivacin surge del encuentro del sujeto huma-no con las cosas del mundo, pero su matriz originaria es la subjetivi-dad del hombre, que da forma al contenido objetivo de las sensacio-nes y del pensamiento. Y es precisamente la actividad objetivam ente del sujeto humano la que hace posible la accin humana de transfor-mar el mundo. La apertura del hombre al mundo es pues objetivante, y por eso proyectiva, es decir, creadora de proyectos del futuro del mundo y hacia el futuro del mundo, hacia lo nuevo respecto a los procesos de la naturaleza y respecto a toda transformacin concreta del mundo realizada ya por el hombre. La apertura del hombre al mundo se revela ilimitada, en cuanto no se detiene ni puede detenerse ante ninguna meta lograda. La ley fundamental del actuar del hombre es que toda meta alcanzada viene a ser punto de partida para nuevos logros: es pues una apertura siempre abierta, que, en el acto mismo de crear lo nuevo, lo trasciende hacia lo siempre nuevo, sin poder nunca ser el nuevo definitivo, ltimo: todo lo alcanzado lleva el carcter insuperable de lo penltimo. En cuanto apertura siempre abierta, constituye la condicin previa de todo progreso del hombre en el

  • 24 El hombre abierto a Dios El hombre abierto a Dios 25

    mundo, y al mismo tiempo la razn de la insuprimible penultimidad de todo logro concreto alcanzado. En la estructura ontolgica de la apertura ilimitada estn ya anticipadas todas las objetivaciones. futu-ras, todo lo nuevo que podr venir; y se anticipa tambien la supera-cin de todo aquello que el hombre har en el mundo. Anticipada-mente esta apertura tiende ms all de todo resultado concreto: hace posible todo objetivo concreto y al mismo tiempo supera toda meta concreta lograda.

    He aqu el carcter trascendente de toda accin del hombre en el mundo y tambin, por lo tanto, del trabajo humano. Y he aqu tambin el origen de la trascendencia en la subjetividad humana: el hombre trasciende el mundo no solamente en cuanto, por razn de su subjetividad, se pregunta cmo y para qu es el mundo, sino tambin en cuanto existe desvinculado del proceso intrnseco de la naturaleza (libertad), y por eso puede actuar sobre el curso de la naturaleza y transformarla segn sus propios proyectos. La trascendencia del hombre sobre el mundo comprende pues inseparablemente unidas la conciencia y la libertad. Pero hay todava ms, la misma apertura del hombre al mundo (que trasciende la naturaleza), trasciende tambin al hombre: es autotrascendente, en cuanto va siempre delante de toda realizacin humana y de toda autorrealizacin del hombre mismo. Va siempre por delante, como requisito previo de todo pensar, decidir y obrar humanos. El hombre es hombre, en cuanto sostenido e impul-sado por su propia subjetividad, por la trascendencia que es el mismo, por su autotrascendencia.

    El hombre vive siempre hacia adelante, superando el pasado y el presente en virtud de su autotrascendencia hacia el futuro, que se manifiesta en el hecho de que no puede menos de preguntarse sobre el sentido ltimo de su vida, que es la cuestin de su porvenir: el autocuestionarse del hombre revela su autotrascendencia. La misma apertura, que implica la cuestin del hombre sobre el mundo, conlle-va la cuestin del hombre sobre s mismo. La respuesta deber pues buscarse en el hombre mismo, en su interioridad (conciencia-liber-tad), que constituye su apertura al mundo. Hay que decir, por consiguiente, que el hombre trasciende la naturaleza en cuanto que y porque se trasciende a si mismo: en el fondo se trata de una misma trascendencia, que constituye la condicin previa de posibilidad de toda la actividad interior y exterior del hombre, marcado en su conciencia y libertad por la orientacin hacia el porvenir, hacia el futuro siempre abierto. Apertura, que tiende anticipadamente ms all de todo futuro concreto, y que condiciona la posibilidad de captar el pasado como pasado y el presente como presente: el hori-zonte, siempre en vanguardia, de lo que vendr. La temporalidad del hombre es dimensin de la subjetividad. El tiempo, medido cuantita-

    tivamente es objetivacin de la subjetividad. Por eso hay una diferen-cia radical entre el tiempo de las cosas (mundo) y el tiempo del hombre.

    El anlisis de la relacin hombre-mundo ha mostrado que el origen de esta relacin se encuentra en la subjetividad del hombre, en su interioridad pensante, decidiente, operante. Es all donde se mani-fiesta radicalmente la diversidad entre el hombre y la naturaleza, lo especficamente humano que orienta hacia la cuestin qu es el hombre. En la bsqueda de una respuesta hay que llevar hasta el fondo la reflexin sobre la subjetividad: no se la puede dejar entre parntesis, sin poner entre parntesis al hombre mismo.

    El dato ms inmediato y constatable es el siguiente: en todo acto de sentir, preguntar, pensar, decidir, obrar, nos damos cuenta de sentir, preguntar, pensar, etc. Y nos damos cuenta, no por otro acto posterior, sino en el acto mismo de nuestro sentir, pensar, etc. Son pues actos autopresentes, manifiestos a s mismos por s mismos. Este es el carcter propio y exclusivo de estos actos humanos. Por eso acertadamente se llaman con-scicntes (cum-scientia: conocer sabien-do que se conoce). Aqu se impone una observacin decisiva: qu es sentir, pensar, decidir, etc., lo podemos saber nicamente en cuanto que el sentir, pensar, etc. son captados en el acto mismo en que sentimos, pensamos, etc.: podemos saberlo solamente a base de esta experiencia. El hecho de la conciencia da al hombre un saber de s mismo; por eso el saber humano no es tributario exclusivamente del conocer que le proporcionan los sentidos externos. Es verdad que los actos de sentir, pensar, etc. estn siempre vinculados a un objeto sentido, pensado, etc., y condicionados por l; pero su carcter de autopresentes, de ser conscientes, es intrnseco y constitutivo de estos actos. El objeto condiciona el surgir de estos actos, pero no crea su carcter consciente.

    Hay otro carcter propio de los actos conscientes. Aunque sucesi-vos en el tiempo, aparecen unidos por un vnculo permanente; es decir, hay en nosotros un centro unificativo de los actos, que supera su sucesin. Son los actos mismos los que revelan este centro dinmi-co, consciente de su actividad permanente en el sucederse de los actos, y que se llama sujeto. No hay conciencia ni de los actos solos ni del sujeto solo, sino del sujeto como actuado en los actos y de los actos como actuados por el sujeto. La experiencia del sujeto y de sus actos constituye un bloque indivisible. El sujeto permanece idntico en el mismo ser modificado por los actos; permanece idntico en la con-ciencia de s, que es por excelencia identidad, inmanencia suprema respecto a toda realidad del mundo: el sujeto se automodifica perma-neciendo s mismo.

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    En la conciencia se encuentra la raz de la diversidad y de la trascendencia del hombre respecto a toda otra realidad del mundo; manifiesta por s misma su propia originalidad como realidad, como experiencia y como conocimiento. Es una realidad exclusivamente interior, autnoma en su estructura de autopresencia, que precisa-mente en cuanto presencia de s a s misma es experiencia y conoci-miento de s misma. Su realidad es ser autopresente, y esta autopre-sencia es experiencia y comprensin de s misma: en la experiencia est implicada la comprensin, y viceversa.

    La conciencia no puede actuarse sino condicionada por los conte-nidos objetivos y por las sensaciones externas; pero en su ncleo de autopresencia es autnoma y ontolgicamente previa a las objetiva-ciones y a las sensaciones, pues constituye la condicin de posibilidad de las mismas. Las sensaciones humanas no son un mero ver, or, tocar, sino un yo-veo, yo-oigo, etc. La autopresencia interior del yo invade las sensaciones humanas y las diferencia de las sensaciones animales. En cuanto actuacin del sujeto como sujeto, la conciencia es fuente de todo conocimiento y accin del hombre, tanto sobre s mismo como sobre la realidad del mundo: en ella se esconde el origen de la trascendencia del hombre respecto al mundo y a s mismo.

    No es, en ltimo trmino, la sensacin sentida, el pensamiento, pensado, la decisin decidida, lo que diferencia al hombre de lo no-humano. Lo que, en ltima instancia, lo caracteriza, es aquello que hace posible el pensamiento pensado, etc., es decir, la conciencia que se acta en el sentir sentiente, en el pensar pensante, en el decidir decidientc; cualquiera que sea el contenido de su pensar, sentir, etc., el hombre afirma siempre implcitamente: yo-siento, yo-pienso, es decir, afirma siempre lo exclusivamente suyo, su intrasferible ser personal.

    La afirmacin (siempre presente e implcita) de la propia existen-cia goza de un estatuto semntico privilegiado, que ha sido notado por el anlisis lingstico. La palabra yo es autorrcflexiva, en cuanto por s misma expresa la autoexperiencia del sujeto como sujeto; por eso es insustituible en el lenguaje. Las proposiciones formadas con el pronombre yo del indicativo presente (yo pienso, yo quiero, etc.) expresan algo no traducible en ningn otro tipo de proposiciones: llaman la atencin de los dems sobre lo que es exclusivamente mo. Los otros pronombres personales llevan siempre implcito el yo: llamando a otro t o l, me afirmo a m mismo como yo. Pero hay que aadir que todas las proposiciones forma-das con la palabra yo coinciden en afirmar la singularidad intrasfe-rible e inefable de mi 'existencia personal. La misma palabra yo, pronunciada por varias personas, expresa algo radicalmente distinto, porque detrs de cada yo est el sujeto personal: significa que yo

    llevo en m mismo la vivencia de mi propia realidad como diversa de la realidad de las cosas y como insustituible (no-identificable) respec-to a los dems hombres. Esta es una certeza exclusivamente ma y exclusivamente interior. El yo conscicnte constituye cl ncleo radical (en el fondo inefable) de mi existencia.

    La originalidad de la conciencia est en ser experiencia interior por s misma autocomprensiva, no determinada por lo externo sensi-ble ni por un contenido objetivo: subjetividad que se acta como subjetividad, autopresencia del sujeto como sujeto en sus actos. Siendo pues realidad, experiencia y conocimiento totalmente interior, la conciencia no es cuantificable ni medible, no es verificable por la experiencia emprica: qu es pensar, entender, decidir, lo sabemos solamente por la experiencia interior de pensar, entender, decidir. La conciencia trasciende pues las coordenadas fundamentales de la expe-riencia emprica: el espacio y el tiempo; trasciende la cantidad y, por consiguiente, el espacio, y trasciende tambin la sucesin temporal de los actos, en cuanto es centro permanente unificativo de los actos sucesivos que son vividos como actos del mismo sujeto.

    Porque no es verificable empricamente, la conciencia se expresa en un lenguaje singular, que es significativo porque evoca en el otro su experiencia conciencial: lenguaje que se podra llamar sugerente, en cuanto invita al otro a dirigir la mirada hacia su propia interioridad. Si el lenguaje de la conciencia (es decir, del yo) funciona (y cmo no reconocer que funciona, si constituye una forma imprescindible de todo lenguaje humano), es porque dice algo que los otros experimen-tan en el interior de s mismos 7.

    La ndole, exclusivamente interior, de la conciencia impone la cuestin de su origen. Admitida, como altamente probable, la hipte-sis evolucionista, la cuestin se presenta as: puede ser la materia, por s sola, el origen ltimo de la conciencia? se puede explicar la conciencia, en ltima instancia, como mero resultado del solo proceso de la materia? La respuesta deber tener en cuenta que un proceso de la materia tendr que ser un proceso material y por eso empricamen-te verificable. Ahora bien, la conciencia no pertenece a lo emprica-mente verificable. La materia es esencialmente realidad sensible. Sensibles son sus procesos y los resultados de ellos. La cualidad fundamental de la conciencia, es decir, su inaccesibilidad a la verifica-cin emprica, no permite explicar su origen solamente con los proce-sos de la materia.

    En la relacin hombre-mundo la libertad juega un papel decisivo. Precisamente por no estar insertado en las constantes de la naturale-za, sino desvinculado de ellas por razn de su libertad, el hombre es

    7. Cf. J. Gmez Caffarena, o. c., 101-104.

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    capaz de crear en la naturaleza posibilidades nuevas y de realizar as el paso que va del devenir csmico al devenir histrico. La libertad humana pertenece pues a la situacin-lmite constituida por la rela-cin hombre-mundo, cuya comprensin no es posible sin reflexionar sobre la libertad. No es pues suficiente analizar la conciencia, hay que analizar tambin la libertad: ambas estn estrechamente unidas.

    El acto libre tiene su carcter propio en el no-estar precontenido ni predeterminado en ninguna realidad anterior a l: ni en los procesos de la naturaleza, ni en las circunstancias histricas que lo condicio-nan, ni en la misma libertad de la que provienen, ni en los actos libres que lo preceden: est pues libre de toda condicin previa que lo predecida. Es algo nuevo y discontinuo respecto a todas las condicio-nes que lo hacen posible. No es la mera manifestacin de lo previa-mente dado, sino lo que acontece en cuanto no precontenido en nada de lo que le precede temporalmente u ontolgicamente. Esta es su diversidad y superioridad cualitativas respecto a los procesos de la naturaleza: en cuanto desvinculado de todas las determinaciones que pudieran venirle del mundo y de la historia, el acto libre implica la actuacin de posibilidades que trascienden las de la naturaleza.

    Pero el acto libre no es solamente decidir sobre esto o aquello; es decisin del sujeto sobre s mismo, sobre las posibilidades de su existencia: nos hacemos a nosotros mismos. Porque la libertad se identifica con el sujeto, es el sujeto quien hace el proceso de su propio devenir permaneciendo s mismo. El hombre decide de su propio porvenir: decide por s mismo de s mismo. Es aqu donde se manifies-ta ms fuertemente la inmanencia, la interioridad suprema del hom-bre respecto a las dems realidades del mundo. Interioridad hasta tal punto inmanente, que el sujeto humano se acta y realiza a s mismo en sus propios actos. Precisamente en esta inmanencia de su libertad el hombre trasciende toda la naturaleza y sus procesos. Ms an, el hombre se trasciende a s mismo.

    Trasciende la naturaleza, porque en su libertad se posee y se acta de un modo superior al de los procesos de la naturaleza, que son plenamente explicables a partir de los factores previos que los condi-cionan. El hombre se trasciende en sus actos libres, en cuanto sus decisiones no se explican totalmente ni siquiera por su libertad: las decisiones concretas de la libertad no estn precontenidas ni son previsibles en la libertad misma. El paso del pensar al decidir, es decir, del conocimiento previo que condiciona la decisin misma, lo puede decidir solamente la decisin: se decide, nicamente decidiendo.

    En sus actos libres el hombre va ms all de lo que es: se autotrasciende; la libertad humana no es slo libertad-de (libertad de condiciones predeterminantes), sino tambin libertad-para, es decir, no para s misma, ni en ltimo trmino para el sujeto libre, sino para

    un ms all de s misma y hacia un ms all del sujeto libre: est orientada por s misma hacia el futuro. Su apertura a decisiones nuevas y su apertura al futuro son idnticas. El hombre tiene futuro solamente por razn de su libertad. Y viceversa, la libertad, en cuanto orientada esencialmente al futuro, lleva al hombre ms all de cuanto ha sido. La paradoja del hombre est en trascender siempre lo que l mismo es.

    La experiencia que el hombre vive de su libertad pertenece a la experiencia misma de su existencia. Como el hombre no se ha dado la existencia, sino que ha sido puesto en ella, as tampoco se ha dado la libertad, sino que la ha recibido. La libertad humana es pues don y su origen tiene carcter de don: no la ha creado el hombre, pues el sujeto libre precede ontolgicamente sus actos. Pero la libertad humana es un don, que implica en s mismo una tarea, una llamada. Precisamen-te por y en su libertad el hombre est interpelado a realizarse a s mismo transformando el mundo. La libertad del hombre es pues esencialmente libertad llamada a responder de s misma: responsable. La responsabilidad no es un predicado cualquiera de la libertad humana, sino que constituye su misma esencia como libertad-para. De otro modo la libertad permanecera encerrada en s misma, incomunicada: degenerara en arbitrariedad. El hombre est pues cuestionado, interpelado, en su libertad, esencialmente referida a otras libertades, a la libertad de los otros. La referencia a la libertad de los dems es constitutiva de la libertad de cada uno: pertenece a la trascendencia de la libertad.

    La libertad humana lleva en s misma la cuestin de su origen y de su orientacin apririca hacia el futuro: la cuestin del de dnde viene y hacia dnde va. Son dos aspectos de la misma cuestin, porque siendo la libertad apertura apririca ilimitada hacia el futuro, su origen no puede ser sino la misma realidad que suscita y mantiene esta apertura: origen de y trmino hacia son aqu idnticos. La cuestin puede ser formulada tambin en trminos de responsabili-dad: de dnde proviene (en ltima instancia) la responsabilidad del hombre, ante quin es (en ltimo trmino) responsable? Tambin en esta segunda formulacin el de dnde y el ante quin tendrn que ser la misma realidad: la realidad ltima, que hace al hombre responsable, ser la misma ante la cual el hombre es responsable. Se trata, en el fbndo, de la cuestin del fundamento ltimo de la libertad del hombre, es decir, del fundamento del que la recibe y ante el cual es responsable. Ahora bien, el hombre es responsable de la transforma-cin de la naturaleza, pero no es responsable ante la naturaleza. No se puede ser responsable ante una realidad impersonal, como es la naturaleza, sino solamente ante un ser personal. Por otra parte, la reflexin sobre la imposibilidad del salto de los procesos materiales de

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    la naturaleza a la inmanencia de la conciencia se presenta todava ms evidente cuando se trata del paso de los procesos naturales a los actos libres. La decisin libre rompe todos los esquemas pensables de un proceso de naturaleza: el devenir csmico no puede ser ni el de dnde ltimo ni el hacia dnde ltimo de la libertad.

    El fundamento ltimo de la libertad humana no podr ser, por consiguiente, sino una realidad trascendente y personal: trascendente respecto de toda la realidad del mundo y del hombre, que no pueden explicar el de dnde de la libertad; personal, porque solamente ante un ser personal puede tener sentido la responsabilidad (libertad) del hombre. Ms an, trascendente precisamente en cuanto personal, pues solamente en cuanto persona puede trascender absolutamente la naturaleza (en su impersonalidad) y el hombre (en su libertad). En sntesis: la libertad-responsabilidad, estructura ontolgica del hom-bre, revela con una luz nueva que el ser cuestionado, interpelado, es constitutivo del hombre, y as revela su contingencia radical, a saber, el no estar-fundado (en ltima instancia) ni en s mismo ni en la naturaleza, sino en la Realidad Fundante Trascendente Personal.

    Llegados a este punto se puede dar un paso adelante en la cuestin de la relacin hombre-mundo, en la cuestin del hombre y de su libertad-responsabilidad respecto a la naturaleza.

    Admitiendo la hiptesis evolucionista, la persona humana se presenta como el resultado ltimo y supremo del proceso evolutivo. Las condiciones de posibilidad de la totalidad de este proceso deben ser consideradas teniendo en cuenta el trmino ltimo y supremo del proceso; estas condiciones deben explicar la posibilidad del resultado ltimo, que es el hombre. Solamente a la luz del trmino ltimo del proceso, se puede poner la cuestin de los requisitos previos necesa-rios para comprender la totalidad del proceso y su resultado final, la persona humana.

    Si (como se ha mostrado) los procesos meramente naturales no son suficientes para explicar el ser personal del hombre (conciencia y libertad), y por otra parte todo el proceso evolutivo ha culminado de hecho en el hombre, se debe concluir que a lo largo de todo el proceso ha habido ya un plus de dinamismo respecto a las posibilidades procesuales de la sola materia y que la materia ha tenido que recibir este plus de una realidad trascendente. Si la naturaleza lo ha recibido, quiere decir que depende de esa realidad trascendente: la realiclitd trascendente y personal que, en ltimo trmino funda el ser del hombre, es tambin fundamento respecto a la naturaleza; no puede menos de llevar un nombre absolutamente singular: Dios.

    En el anlisis de la cuestin del hombre, considerada en la relacin hombre-mundo ha emergido la cuestin de Dios como Realidad Fundante, Trascendente, Personal. Y, al mismo tiempo, la cuestin

    de Dios ha sido verificada como significativa, dotada de sentido. La reflexin no ha sido sin embargo una demostracin, sino una mostracin, porque en ella juega un papel decisivo la libertad como tarea y responsabilidad, y la responsabilidad no se la puede conocer sino reconocindola, es decir, en un conocimiento comprometidoque implica la opcin.

    3. Cada hombre vive su relacin con el mundo en comunin y colaboracin con los otros. La vida humana es esencialmente convi-vencia, vivir con los dems. La relacin al mundo y la relacin a los otros hombres estn estrechamente unidas: el mundo mediatiza las relaciones interpersonales, y stas a su vez interfieren en la relacin de los individuos al mundo. La transformacin del mundo es obra de cada uno y de todos, es decir, de cada uno en cuanto miembro de la comunidad humana. Dada la ndole objetiva del trabajo humano, lo realizado por cada uno viene a ser accesible y disponible para los dems. La objetivacin del trabajo en naturaleza-transformada hace de l la empresa comn, que une toda la humanidad en el devenir de la historia. Es pues la relacin del hombre al mundo la que impone la reflexin sobre la relacin del hombre a los otros y a la comunidad humana. Se trata de una dimensin fundamental de la existencia, inseparable, pero diversa respecto a la relacin hombre-mundo; por eso, no se la puede omitir en la bsqueda de la cuestin ltima del hombre. La convivencia no es algo extrnseco o accidental a la persona humana: en el ncleo intrasferible del yo personal, todo hombre est llamado a la comunin interpersonal; la apertura al t es constitutiva del yo, como lo es tambin la apertura del yo y del t a la comunidad. Lejos de excluirse, la dimensin personal y la interperso-nal-comunitaria se incluyen mutuamente: la persona humana no puede realizarse como persona sino en la alteridad, en el darse a y recibir de los dems. La subjetividad humana es esencialmente inter-subjetividad 8.

    El carcter propio de las relaciones interpersonales consiste en la comunicacin de conciencia, en el encuentro entre libertad y libertad. En este encuentro podr revelarse lo ms humano del hombre: su libertad ante la libertad del otro: qu representa la libertad del otro para la ma, y viceversa? qu representa todo hombre, en cuanto

    8. E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 1977; Autrement qu'etre ou au-dela de tessence, La Haye 1974; P. Lan Entralgo, Teora y realidad del otro, Madrid 1961; M. Theunissen, Der Andere, Berlin 1965; D. von Hildcbrand, Das Wesen der Liebe, Regens-burg 1971; Metaphysik der Gemeinsehaft, Regensburg 1971; K. Lwith, Das Individuum in der Rolle des Mitmensehen, Darmstadt 1969; R. Troisfontaines; De l'existence !'erre. La philosophie de G. Maree/ 11, Louvain 1953, 1-60.

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    hombre (es decir, en lo que lo diversifica de la naturaleza) para los otros hombres, y viceversa?

    El dato ms inmediato y evidente, que emerge en el encuentro interpersonal, es que en la relacin con los dems hombres vivimos una experiencia originaria y nueva, radicalmente diversa de la rela- cin a la naturaleza. Los objetos, las cosas, estn ah como realidad a nuestra disposicin, como instrumentos de que servimos para nuestra utilidad, como medios para nuestros fines; la alteridad de las cosas respecto a la persona humana, es una alteridad de subordinacin: la relacin del hombre a la naturaleza tiende a dominarla, para la autorrealizacin del mismo hombre. Lo nuevo y originario en las relaciones interpersonales est en el encontrarse ante un t personal como yo, del cual no puedo disponer como dispongo de las cosas. La realidad del t (de todo hombre concreto que est ante m) est situada ms all de las relaciones de utilidad para m, de ventaja para mis fines y para mi autorrealizacin: la alteridad del t respecto al yo no es de subordinacin, sino de comunin. El otro, con sola su presencia, me llama a tomar una actitud personal ante su persona, me pide ser reconocido por m en su dignidad de persona: el t ante m personifica en s mismo la interpelacin incondicional de mi libertad (responsabilidad) para ser aceptado como persona, como valor por s mismo. Esta es la experiencia vivida en toda relacin interpersonal: la experiencia del otro como realidad de la que no puedo pretender disponer ni dominar, como realidad inviolable, sagrada. El otro, en su libertad, pone un veto incondicional a mi libertad, un veto que se traduce positivamente en el s de la aceptacin de su ser personal, ms all de sus cualidades individuales y de las circunstancias del encuentro.

    La presencia del otro interpela incondicionalmente mi libertad a salir de m mismo hacia l por razn de ese valor suyo, del que estn privadas las realidades infrapersonales. Para expresar la originalidad de la experiencia vivida en las relaciones interpersonales, y la realidad del otro como diversa de la de las cosas, es decir, el misterio del otro, el lenguaje humano ha creado una palabra tambin misteriosa y a la vez altamente significativa: la palabra respeto, que evoca la actitud correspondiente a la inviolabilidad del otro: la actitud interior de quien no busca imponerse al otro, someterlo a s, sino afirmarlo y aceptarlo en la realidad de su alteridad concreta. El respeto es la nica actitud que hace verdaderas las relaciones interpersonales, porque es la nica que corresponde a la verdad y valor del otro. No basta conocer el valor del otro como persona; hay que reconocerlo, aceptar-lo en la incondicionalidad de su interpelacin a mi libertad.

    Las relaciones interpersonales implican la experiencia comn en que el yo y el t captan el valor incondicional del otro como persona,

    El hombre abierto a Dios 33

    es decir, como realidad consciente y libre. La raz de esta experiencia est en la vinculacin mutua de la libertad de cada uno a la libertad del otro: relacin entre libertades como tales, segn el valor incondi-cional que la una representa para la otra. Aqu se revela la esencia de la libertad humana, en cuanto vinculada por la libertad de los dems y vinculante para la libertad del otro: mi libertad es vinculante para la del otro y sta a su vez vinculante para la ma. El vnculo comn, que anuda a ambas, las trasciende. Cada una est llamada incondicional-mente a reconocer el valor de la otra: cada una es trascendente respecto a la otra. Esta mutua correlacin es asimtrica, porque el valor de la libertad del otro justifica que yo pueda renunciar a m mismo en favor del otro ms de lo que puedo exigir de l. Esta mutua asimetra de mi libertad y de la del otro revela la autotrascendencia de la una y de la otra, que no constituyen una totalidad cerrada, sino abierta de ambas partes.

    La actitud del respeto mutuo, exigido incondicionalmente por el valor del otro en s mismo, es en el fondo actitud de amor, porque implica la opcin de reconocer el valor del otro en su alteridad personal: es salir de s mismo hacia el otro en el valor incondicional de su ser personal concreto, intransferible e irrepetible.

    La actitud radicalmente opuesta al respeto tiene un nombre bien conocido: manipulacin, la palabra que expresa la variedad polifacti-ca de los diversos modos de disponer de la libertad del otro, de maniobrarlo, dominarlo y poseerlo, de tratarlo como un objeto al servicio de mis intereses, de mi ideologa, de mis fines. La manipula-cin est en contradiccin con la estructura ontolgica de las relacio-nes interpersonales, porque degrada el ser personal del otro al nivel impersonal de las cosas; es la perversin radical del encuentro inter-personal, porque instrumentaliza la persona humana.

    La experiencia singular, vivida en las relaciones interpersonales, manifiesta su verdadero sentido, a saber, que todo hombre personifi-ca en s mismo para los dems la exigencia incondicional de respeto y amor. El trmino exigencia tiene, en este contexto, .un significado especial. No quiere decir constriccin de la libertad o imposicin extrnseca a la misma, sino todo lo contrario: llamada a la libertad como libertad, a su propia autenticidad, es decir, a su verdadera esencia de estar referida a la libertad del otro; llamada a la libertad, para que acte y se acte tal como est constituida en su relacin a la libertad de los dems. La libertad humana, absolutizada como fin de s misma, dejara de ser libertad-para y quedara paralizada.

    La libertad del otro cuestiona incondicionalmente la ma, y vice-versa; no suprime ni disminuye mi libertad, sino que la llama a darle sentido, reconociendo la dignidad personal del otro. Precisamente en esta actitud desinteresada hacia la alteridad personal del otro, la

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  • El hombre abierto a Dios 35 34 El hombre abierto a Dios

    libertad humana se trasciende a s misma, acta y revela su autotras-cendencia.

    El anlisis de la experiencia vivida en las relaciones interpersona-les muestra que la expresin deber tico no puede ser comprendida como imposicin, sino como llamada de la libertad en cuanto liber-tad, es decir, en su referencia constitutiva a la dignidad personal del otro, que reclama la actitud fundamental de respeto y amor. Ser siempre perverso (perversin ontolgica y por eso tica) engaar, seducir, explotar, violentar, manipular, despreciar al otro, oprimirlo, someterlo a mis intereses: en una palabra, toda forma de dominacin del otro con la fuerza del poder.

    La incondicionalidad del veto, que el valor personal del otro representa para mi libertad, adquiere singular relieve en los casos limite, en que est en juego la propia vida frente a la vida de los otros: ni siquiera la razn de salvar la propia vida justifica el cumplimiento de la orden de matar a un inocente. En todo caso, el valor personal del otro justificara la opcin de aceptar la propia muerte antes que dar muerte a un inocente. Pero el valor del otro, como persona, se revela de modo supremo en los casos de oblacin espontnea y heroica de la propia vida por salvar la del otro. Aqu aparece en el valor personal del otro una incondicionalidad ms alta y radical: la de no-deber, pero s poder tomar la decisin de renunciar a la propia vida por salvar la del otro, cuyo valor personal es tan incondicional que justifica el holocausto supremo y total de s mismo. Aqu se revela, por excelencia, la asimetra de las relaciones interpersonales, la ms sublime interpelacin y autorrealizacin de la libertad como libertad, y de su autotrascendencia: la libertad humana llega a su cumbre ms alta y definitiva, cuando sale totalmente de s en el holocausto de s misma: solamente entonces viene a ser plenamente libertad-para.

    La apertura de todo hombre a los dems no se agota en las relaciones interpersonales. Cada persona, en s misma nica e irrepeti-ble, pertenece a la comunidad humana. Esta pertenencia comunitaria se manifiesta en una experiencia (tan antigua como la historia), que se ha ido haciendo cada vez ms consciente a lo largo de los siglos y que en nuestro tiempo ha adquirido importancia relevante: la experiencia de comunin de conciencia, pensamiento y libertad, de convivencia y, sobre todo, de destino comn de toda la humanidad en el mundo; una experiencia tan arraigada en el ser humano, que no han podido destruirla tantos y tan graves conflictos y guerras a lo largo de la historia. Actualmente esta experiencia es expresada con la palabra solidaridad, que designa la raz ontolgica de la comunidad humana: el vnculo ontolgico que une a cada hombre con toda la humanidad. Se trata pues de una dimensin fundamental del ser humano, de la

    que surge la tarea, comn a todos, de colaborar al bien de la comunidad humana y al progreso de sus estructuras.

    Hablo de la comunidad humana, y no de la sociedad huma-na, porque lo fundamental y originario es la comunidad; la sociedad es la forma concreta y mutable de la comunidad, con finalidades particulares y regida por determinadas normas jurdicas, dentro de la cual viven y actan los hombres. Aqu nos interesa la realidad ms profunda y abarcante, que est en la base de toda sociedad: la comunidad humana.

    Siendo esencialmente comunin de personas, la comunidad hu-mana no puede ser una persona colectiva, supraindividual; la con-ciencia y la libertad son realidades insustituibles e intransferiblemente personales, que no pueden concentrarse en una superpersona. La categora de lo colectivo, aplicada a la humanidad, implica un malentendido total de la persona humana y de la comunin de personas que llamamos comunidad. La base previa y esencialmente permanente de la comunidad humana est en el ser personal del hombre.

    La comunidad humana no es una mera suma numrica de las personas que la integran, sino una realidad cualitativamente nueva respecto a ellas, porque en la comunidad las personas estn unidas prehisamente como personas, es decir, como comunin de conciencia y libertad, y no por un vnculo extrnseco a las mismas.

    La relacin ontolgica entre comunidad y persona es del todo singular, porque se trata de realidades irreducibles entre s e irreduci-bles tambin a otra que las englobe a ambas; es decir, comunidacK persona estn ntimamente condicionadas y vinculadas por una refe-rencia mutua y diversa. La persona se halla referida y vinculada a la comunidad por s misma, de tal manera que solamente mediante esta referencia a la comunidad puede desarrollarse como persona: es miembro de la comunidad, no a pesar de ser persona, sino precisa-mente porque lo es. La comunidad, por su parte, est vinculada y referida a las personas que la integran, de tal manera que solamente as puede permanecer comunidad humana y desarrollarse como tal.

    La dialctica entre comunidad y persona no es de exclusin, oposicin o absorcin, sino de mutua inclusin y de crecimiento mutuo: la persona se hace tanto ms persona, cuanto ms acta en pro de la comunidad, y la comunidad se hace tanto ms comunidad cuanto ms contribuye al desarrollo de las posibilidades de las perso-nas que la integran. Comunidad y persona son pues valores correlati-vos entre s: valores incondicionales de cada una respecto a la otra, que ambas estn llamadas a respetar. La comunidad no puede absolu-tizarse, erigindose en valor supremo en relacin a las personas y haciendo as de ellas sus instrumentos. Toda absolutizacin de lo

  • 36 El hombre abierto a Dios El hombre abierto a Dios 37

    comunitario, se la denomine nacin, estado, partido o progreso de la humanidad, en el fondo viene a significar lo mismo: totalitarismo.

    El bien de la comunidad no puede consistir en la negacin ni en la reduccin del valor de la persona humana, y sta por su parte est llamada a colaborar y sacrificarse por la creacin de estructuras comunitarias cada vez ms aptas para la participacin de todos, sin exclusivismos ni privilegios. En su vinculacin a la comunidad, la persona se autotrasciende; en su vinculacin a la persona humana, la comunidad se autotrasciende; la una reclama de la otra ser reconoci-da en el valor que es ella misma: un valor que justifica por s mismo, no solamente el veto incondicional de no instrumentalizar al otro, sino tambin el plus de generosidad para con l.

    El anlisis de las relaciones interpersonales ha puesto de relieve que la persona humana y la comunidad son un valor que interpela incondicionalmente la libertad del otro: un valor, que presenta los caracteres siguientes:

    a) es un valor comn a todos los hombres, no solamente porque se identifica con el ser personal de cada uno, sino sobre todo porque une a todos los hombres en la vinculacin ontolgica de la comunin interpersonal;

    b) es un valor que trasciende a cada persona y a la comunidad, en cuanto reclama incondicionalmente que lo reconozcan y respeten: no lo han creado ni la persona ni la comunidad, como no han creado su dignidad personal ni su libertad;

    e) es un valor de la libertad como libertad y para la libertad en cuanto libertad, pues la interpela en su esencia misma de libertad: llama la libertad a su autntica liberacin en la opcin del respeto y reconocimiento del otro, es decir, en la opcin del amor;

    d) por eso este valor revela la autotrascendencia de la libertad, pues pone en evidencia que la libertad humana no est finalizada en s misma, sino hacia un ms all de s misma: es una libertad dinmica-mente ex-cntrica, en cuanto tiene su centro fuera de s misma. La libertad humana es esencialmente libertad-para, libertad-hacia el futuro, pero no hacia un futuro cualquiera, sino hacia el futuro en cuanto normado por el valor de la persona y de la comunidad humana.

    Estas caractersticas del valor de la persona y de la comunidad plantean por s mismas la cuestin que se legitima, en cuanto es necesaria para la comprensin de este valor y, en el fondo, de la libertad humana. Es evidente que se trata de la cuestin del sentido ltimo de la existencia humana, que se configura aqu como sentido ltimo de la libertad.

    La bsqueda de la respuesta debe tener lugar ante todo dentro de la inmanencia, es decir, dentro de las mismas relaciones interhumanas

    y de la relacin hombre-mundo. Porque, aunque se d una trascen-dencia mutua interpersonal (y tambin entre la persona y la comuni-dad), esta trascendencia pudiera tal vez resultar meramente correlati-va, sin necesidad de superar el horizonte intramundano de la relacin mutua persona-comunidad-mundo.

    Pero es precisamente aqu donde se manifiesta que ni la persona ni la comunidad son el fundamento ltimo de su valor, pues de lo contrario la persona y la comunidad, al tener en s mismas su fundamento ltimo (al ser autofundantes), seran realidades absolu-tas, y no podran estar incondicionalmente vinculadas al valor del otro ni depender de l incondicionalmente: se absolutizara la liber-tad, lo cual est en contradiccin con su propia estructura ontolgica.

    Persona y comunidad tienen pues una apertura comn hacia un ms all de s mismas. Queda an por ver si su fundamento ltimo es el futuro de la humanidad o la relacin hombre-mundo. Aparece entonces que el valor de la persona humana trasciende el mismo devenir de la humanidad y la relaciok hombre-mundo, en cuanto ninguno de los dos pueden justificar`` que se haga de la persona humana un instrumento para el progreso de la humanidad o para cumplir la tarea de transformar la naturaleza: la dignidad personal del hombre pone un veto incondicional a todo intento de degradarlo a objeto til para el logro de un fin, cualquiera que sea.

    El fundamento ltimo del valor de la persona y de la comunidad humana tiene que ser, por consiguiente, fundamento comn de ambas y absolutamente trascendente respecto a ellas, respecto a toda reali-dad intramundana e intrahistrica, a la relacin comunidad-persona y a la relacin humanidad-naturaleza, respecto al devenir histrico y por ello al devenir de la naturaleza como presupuesto del devenir histrico. Tanto las personas singulares como la comunidad humana se autotrascienden hacia su fundamento ltimo absolutamente tras-cendente: esta es la autotrascendencia de la libertad humana, que implica una orientacin ontolgica hacia un centro comn, ltimo y trascendente.

    Fundamento ltimo y centro ltimo de la libertad, como libertad, son idnticos. El fundamento ltimo trascendente es tal, en cuanto la funda orientada hacia el centro ltimo, es decir, en cuanto la constitu-ye en libertad-para, ex-cntrica, finalizada en su centro ltimo absolu-tamente trascendente. Y, a su vez, el centro ltimo trascendente es tal, en cuanto llama y atrae hacia s la libertad humana y de este modo la marca como autotrascendente. El origen fundante y el trmino finali-zante de la libertad humana son pues una misma realidad trascenden-te. El fundamento ltimo, comn y absolutamente trascendente de las relaciones interpersonales no puede ser sino su centro comn y trascendente: el amor originario, el manantial de la solidaridad, de la

  • El hombre abierto a Dios 39 38 El hombre abierto a Dios

    comunin y del amor. Este amor originario del que brota el hombre como persona y libertad, que lo finaliza y lo hace crecer como persona y libertad, tiene que scr l mismo persona y libertad. Amor originario, personal y absolutamente trascendente, se llama Dios.

    La reflexin sobre la experiencia vivida en las relaciones interper-sonales muestra pues que el hombre lleva en su ser personal y en su libertad la cuestin y la afirmacin implcita de Dios. Pero sera un grave error pensar que se trata de una afirmacin meramente intelec-tual; se trata de un conocimiento que es esesencialmente reconoci-miento, es decir, afirmacin suscitada y sostenida por la opcin de aceptar en la praxis el valor incondicional de los otros como personas. Solamente saliendo de s mismo hacia los dems en el respeto y el amor, se puede llegar realmente al amor originario. De lo contrario, se llegara solamente a la idea de Dios, y no a su realidad.

    4. En la relacin del hombre al mundo y a los otros se inserta un evento singular, que consiste precisamente en la supresin total y definitiva de esta relacin: el evento de la muerte como trmino final de la existencia de cada hombre en el' mundo. Por eso la reflexin sobre la relacin hombre-mundo y sobre las relaciones interperso-nales debe extenderse hasta el evento de la muerte, que dice la ltima palabra sobre estas relaciones y, por tanto, sobre la cuestin del hombre.

    No es dificil darse cuenta de que la cuestin del sentido de la vida viene a ser obvia, inevitable y dramtica ante la muerte, que se presenta por s misma como la cuestin del sentido de la vida, como su radical cuestionamiento. He aqu la paradoja: la muerte, impalpa-ble en s misma, nos impone la cuestin del sentido ltimo de nuestra vida sin posibilidad de escapatoria: todo intento de subterfugio es insensato y vano, porque (lo pensemos o no) la muerte nos llegar inexorablemente. Toda pretensin de vivir, como si no hubiramos de morir, es ilusoria y alienante: si queremos vivir autnticamente como hombres, tenemos que enfrentarnos con la cuestin de la. muerte g.

    ---fJomo trmino final de toda la vida, la muerte es, en s misma, cuestin sobre el sentido ltimo de la vida como totalidad: en su

    9. M. de Unamuno, Del sentimiento trgico de la vida, Madrid 1931; J. L. Ruiz de la Pea, El hombre y su muerte, Burgos 1971; Muerte y marxismo humorista, Salamanca 1978; J. M. Demske, Sein, Mensch und Tod. Das Todesproblem bei Heidegger, Frankfurt 1963; J. Pieper, Tod und Unsterblichkei Mnchen 1968; G. Choron, Der Tod im abendlischen DenIcen, Stuttgart 1967; E. Jngel, Tod, Stuttgart 1971; K. Jaspers, Philosop-hie 11411, Berlin 1973; J. Vuillemin, Essai sur la signification de la more, Paris 1948; F. Ormea, Superamento della morse?, Torino 1970; A. Godin, Mort el prsence, Bruxelles 1971; G. Agamben, Il linguaggio e la norte, TorMo 1972; A. Ferrater Mora, El sentido de la muerte, Buenos Aires 1948; El ser y la muerte, Madrid 1962.

    acabarse, la vida se cumple y se revela como totalidad. Pero de qu totalidad se trata? Totalidad, no de plenitud, sino de incomplecin, porque la vida humana es proyecto de futuro y la muerte la destruye precisamente en su proyectarse hacia el futuro. Por eso la vida humana, definitivamente interrumpida por la muerte, plasma la figu-ra de un arco roto, de un puente que no llega a la otra orilla, y que quedan suspendidos en el vaco apuntando hacia ms all; el arco roto de la vida, en cuanto proyectado-hacia, configura el signo interrogati-vo de s misma: hace de su totalidad cuestin.

    Porque la vida en su totalidad es cuestin, en cuanto que ha de terminar en la muerte, la implicacin mutua de la cuestin de la vida y de la cuestin de la muerte se muestra paradjica. Para pensar la cuestin de la vida, hay que pensarla en relacin a la muerte, a la no-ms-vida; y para pensar en la cuestin de la muerte, hay que pensarla en relacin a la vida, a la todava-no-muerte: Qu es pues la vida y qu es la muerte, qu es el hombre, si vive vuelto hacia la muerte y muere vuelto hacia la vida?

    Hay que tener presente la perspectiva propia de la cuestin vida-muerte: si pensamos en la muerte, es para comprender qu es nuestra vida. Ms an: pensamos en la muerte desde dentro de la vida y no desde el ms-all de la vida. Si podemos pensar en la muerte, es porque de algn modo marca nuestra vida con la sacudida revelado-ra de su presencia escondida.

    Estamos hablando de la muerte, sin haber justificado previamente el significado de esta palabra. No era necesario hacerlo desde el principio, porque todos tenemos algn saber sobre la muerte, que formulamos con la expresin el fin de la vida. Pero esta expresin suscita ulteriores interrogantes: Qu quiere decir, en este caso, la palabra fin y qu es la vida humana?. La reflexin sobre el sentido ltimo de la vida en la relacin hombre-mundo y en las relaciones interpersonales ha mostrado que la vida humana es funda-mentalmente conciencia y libertad, una libertad marcada por la responsabilidad y sostenida por la esperanza-esperante. La pregunta, qu me est permitido esperar?, culmina en su punto crtico, cuando se la confronta con la muerte: la esperanza humana, tensa hacia el futuro como proyecto vital, choca con el muro de la muerte. Surge entonces por s mismo el dilema existencial: o esperar solamente dentro de los lmites del ms-ac de la muerte, o esperar ilimitada-mente, es decir, ms all de la muerte. Es, pues, evidente, que la interpretacin de la existencia humana no puede de ningn modo prescindir de la muerte, y que en la interpretacin de la muerte se decidir la de la vida. Si el hombre quiere comprenderse a s mismo, deber preguntarse sobre la muerte.

  • 40 El hombre abierto a Dios El hombre abierto a Dios 41

    La experiencia externa universal nos da un saber informativo de que todo hombre muere, y la biologa nos ofrece una explicacin cientfica de este hecho, como resultado de una ley intrnseca del organismo humano. Cada da centenares de millares de clulas se atrofian y son regeneradas por el mismo organismo, de modo que cada diez aos la materia orgnica se renueva totalmente. Pero este proceso compensativo entre el atrofiarse y el renovarse de las clulas degenera por s mismo en el predominio del perecer orgnico sobre su renovacin: hay pues un desgaste creciente de la sustancia orgnica, que inevitablemente lleva a la muerte: corporalmente estamos con-denados a muerte 10

    . Pero cabe preguntarse todava: todo nuestro conocimiento de la muerte se reduce a este saber informativo-explica-tivo? O tenemos tambin alguna experiencia, personal y vivida, de la muerte?

    En efecto: en el iftwacto, que suscita en nosotros el pensamiento de la muerte, la vivimos anticipadamente. Nos sentimos tocados y cuestionados en lo ms profundo de nosotros mismos, en el ncleo mismo de nuestro ser qu soy, si un da tengouqeclejar de ser? En nuestra misma experiencia de vivir, ha puesto su nido la experiencia de la muerte; el mero saber informativo de la venida futura de la muerte no es suficiente para explicar la perplejidad y la sacudida inefables que sentimos ante la muerte.

    Hay situaciones, en que esta experiencia anticipada de la muerte nos afecta tan fuertemente que nos deja sin palabra: ante los restos mortales de las personas ms queridas, al recibir la noticia de la muerte repentina de quienes durante muchos aos han convivido con nosotros, ante los sntomas de enfermedad mortal (el cncer, la palabra que no nos atrevemos a pronunciar), al ser internados para una operacin quirrgica de resultado incierto. Entonces la realidad de la muerte, su cercana, su poder inexorable, su carcter enigmtico hacen tangible la fragilidad de nuestra vida: vivimos dentro del cerco, sin salida, de la muerte. Entonces el hombre calla y habla de verdad: se nos revela la verdad ms escondida, la verdad que nos hace enmudecer.

    En la experiencia misma de vivir, llevamos la experiencia anticipa-da de la muerte. La experiencia humana de vivir es esencialmente experiencia de querer-vivir: la vida humana est tensa hacia el futuro, vive del futuro. Pero este querer-vivir implica tambin la experiencia de tener necesidad de la naturaleza y de los otros como realidades que no podemos dominar totalmente y que por eso representan una amenaza para nuestra vida. En esta dependencia de realidades, sin las cuales no podemos seguir viviendo y de las cuales no podemos

    10. W. Doerr, Vom Sterben, 628.

    disponer plenamente, vivimos la experiencia anticipada de la muerte: las mismas cosas, de que tenemos necesidad para mantenernos en vida, pueden llevarnos a la muerte.

    El vivir humano es pro-yecto, es decir, est lanzado hacia adelante; pero este-hacia adelante, que va siempre en vanguardia-como condicin imprescindible de posibilidad de la vida humana es un hacia adelante amenazado por factores que el hombre es inca-paz de controlar. La experiencia de vivir como pro-yecto, a saber, de un hacia adelante insuficiente para realizarse por s mismo, implica la experiencia de vivir como lanzado, como no fundado en s mismo y por eso expuesto a perecer (caducidad de la vida humana).

    La experiencia anticipada de la muerte est presente en el ncleo mismo del sujeto humano, en la conciencia de s mismo nunca plenamente lograda, siempre necesitada de lo otro (de las objetivacio-nes), del mundo y de los dems hombres; es pues experiencia de su insuperable insuficiencia, de no ser autofundante, y por eso de la posibilidad insuprimible de no-vivir-ms: experiencia la ms honda de la propia contingencia. Y, porque la experiencia de la dualidad insuperable sujeto-objeto implica la experiencia de la temporali-dad, en esta experiencia de la temporalidad (a saber, de la irrevocabi-lidad del pasado, y de la irreversibilidad del presente y del futuro que inexorablemente vendrn a ser pasado: vida pasada quiere decir, vida que ha sido y que ya no es ms), el hombre vive la experiencia anticipada de la muerte (del no-ser-ms) en la irreversibilidad irrevo-cable y definitiva de la misma vida. Vivimos cada instante como una-vez-para-siempre. En cada instante vivido hay un partir defini-tivo anticipado, un morir anticipado. Si el tiempo de la vida humana es irreversible, es porque tiene una duracin finita, un fin que se llama muerte. Una duracin indefinida de la vida hara imposible la irrevo-cabilidad del tiempo humano y, por consiguiente, la irreversibilidad de las decisiones de la libertad. Hay pues que decir que en la experien-cia de su temporalidad el hombre tiene anticipadamente la experien-cia del fin de su vida, de su muerte.

    Hay otra dimensin de la experiencia existencial que anuncia y anticipa la muerte: la experiencia de soledad, que hace de teln de fondo aun en los momentos ms exaltantes de comunin interperso-nal en la mutua donacin del amor y de las autorrealizaciones ms logradas. En lo ms hondo de s mismo, cada hombre est siempre solo, nunca plenamente integrado en la realidad de lo otro (mundo y personas), solo (aun respecto de s mismo) en la nunca totalmente lograda identificacin consigo mismo. Es una soledad de muerte, de vaco de vida, de vida minada anticipadamente por la muerte. El hombre muere solo, en la soledad suprema, previamente anunciada en la soledad honda que marca su vida.

  • 42 El hombre abierto a Dios

    En este presentimiento (experiencia anticipada) del fin de nuestra vida, la muerte est permanentemente presente en nosotros como compaera no-deseada e inseparable, de la que no podemos deshacer-nos. En esta presencia sentimos la muerte como lo ms radicalmente opuesto a nuestra vida (como despojo de m mismo) y como compe-netrada y abrazada con ella. El hombre vive su propia vida como amenazada por el poder aniquilante de la muerte: se siente llevado por la muerte a la muerte, hacia el definitivo no-ms-vida. El hombre se sabe y se siente vencido de antemano por la muerte: sabe y siente que no puede evitarla en ningn modo, ni por s mismo, ni por nada de lo que puede disponer en el mundo, ni por la ayuda de los otros, en una palabra, mediante ninguna realidad intramundana e intrahistri-ca. A la inevitabilidad de la muerte pertenecen su imprevisibilidad y su enigmaticidad: la muerte siempre en acecho, escondida en el silencio absoluto de toda representacin y palabra. Por eso la muerte es vivida como mera y desnuda cuestin sobre la vida y su sentido: cuestin que formulamos, trasladndola al ltimo instante de la vida, con la frase, y despus, qu?; pero que, situndola en su ubicacin autntica, resulta la siguiente: qu se esconde en el ncleo mismo de la vida, que la marca como destinada a acabarse en la muerte?

    La muerte del hombre se caracteriza, no como mero limite de su vida, sino como experiencia vivida del venidero no-ms-vivir: expe-riencia anticipada del acabarse de mi vida, de la nada escondida en mi misma vida. La experiencia de la muerte y la de la nada estn estrechamente unidas: la experiencia anticipada de la muerte nos hace sentir la amenaza de la nada. Por eso la muerte aparece tan paradjica como la nada. La paradoja est en el hecho de que tenemos una experiencia positiva de la negatividad de la muerte como amenaza de aniquilacin. No podemos evitarlo: tenemos que contar con la banca-rrota de la vida en la muerte, es decir, con la presencia anticipada del fin de la vida en nuestro mismo vivir en el mundo.

    Por eso el temor, que la muerte suscita en el hombre, cs totalmente singular; es el temor de no-vivir-ms, de no-ser-ms-yo-mismo. Una-muno lo ha expresado con una frase breve y densa: me arrebatan mi yo 11. La singularidad y radicalidad de este temor revelan que el hombre, en lo ms hondo de su ser quiere vivir, y precisamente porque su vida lleva en su mismo ncleo el insuprimible querer-vivir, teme morir. Este radical querer-vivir no es sino el esperar originario consti-tutivo del hombre, es decir, su vivirse como proyecto hacia el futuro: vivir es querer-vivir, y querer-vivir es tener futuro.

    Buscando ulteriormente en el esperar humano, a saber, en el vivir y actuar del hombre siempre hacia el futuro, se llega al yo personal

    11. M. de Unamuno, o. c., cap. 3.

    El hombre abierto a Dios 43

    (intrasferible e insustituible), que en la conciencia de s mismo lleva el querer radical de ser-s-mismo, de permanecer-s-mismo. Porque la muerte es la nica amenaza a mi yo-personal, la amenaza de mi aniquilacin, por eso Ja muerte representa el temor supremo, el que sacude las races mismas de mi existencia. Solamente el hombre tiene conciencia de s mismo y por eso teme la muerte (con un temor de tipo nico) como amenaza de su aniquilacin personal. Aparece as que el temor humano de la muerte no es posible sin la esperanza radical de vivir, de seguir viviendo. La dimensin originaria no es el temor, sino la esperanza-esperante; el temor de no vivir-ms supone (como onto-lgicamente previo) el deseo radical de vivir, y por consiguiente el esperar radical. Donde no hay deseo, ni esperanza, no puede surgir el temor.

    Las observaciones precedentes permiten ubicar la cuestin de la muerte en la persona humana, amenazada de aniquilamiento: por una parte, el yo-personal como querer radical de permanecer-s-mismo, como esperanza-esperante de vivir; por otra, la experiencia de la muerte como el fin de la vida, como el no-ms-vivir.

    Se impone reconocer que en la muerte se acaba totalmente la vida de cada hombre en el mundo. La historia de la humanidad contina y en ella se perpeta lo que los muertos hicieron en su vida; pero los muertos estn definitivamente muertos y no participan ms en el proceso del devenir histrico, del que la muerte los ha arrancado para siempre.

    La idea de una pervivencia impersonal y annima de los muertos en el Todo del universo (absorcin de la persona humana en un absoluto impersonal), o de la trasmigracin de las almas en seres vivientes infrahumanos, o en la siempre renovada comunidad huma-na (inmortalidad colectiva), no resisten a la crtica: una pervivencia impersonal de la persona humana es una contradiccin, porque la persona es insustituible e intrasferible: el hombre, o existe como persona, o simplemente no existe.

    La cuestin de la muerte impone pues el dilema siguiente: o aniquilacin definitiva de la persona, o la persona humana recibe una vida nueva (metatemporal, metahistrica). Es inevitable enfrentarse con este dilema, si se quiere tomar en serio la pregunta decisiva, que la muerte por s misma plantea sobre el sentido ltimo de la vida.

    Todo intento de respuesta deber tener en cuenta que el hombre no puede de ningn modo dar por s mismo el salto que (a travs de la muerte) le lleve a una vida nueva supratemporal. En esta impotencia total del hombre a superar por s mismo el poder destructor de la muerte toma todo su relieve la primera parte del dilema: la muerte, aniquilacin de la persona humana.

  • 44 El hombre abierto a Dios El hombre abierto a Dios 45

    Pero precisamente de aqu, de la muerte como aniquilamiento del yo-personal, surge una luz nueva sobre el sentido ltimo de la muerte y de la vida. Si la muerte fuera el hundimiento de la persona humana en la nada, se impondra la conclusin de que la vida humana, como totalidad, carece de sentido: es absurda. Puesto que el sentido de la vida, como totalidad, se decide y se revela en su fin (la muerte), si este fin fuera la aniquilacin definitiva de la persona, el sentido ltimo de la vida, como totalidad, sera estar en marcha hacia la nada de la muerte. La aniquilacin final hara de toda la vida un proceso hacia la nada final, a saber, hacia el final y definitivo no-sentido. El total no-sentido ltimo privara de sentido a todo el proceso del vivir humano (a todas sus etapas concretas), pues el proceso vital total no tiene razn de ser sino como tendencia hacia el trmino ltimo, y este trmino sera la nada. El proceso de la vida humana haci el futuro vendra a ser, en ltima instancia, proceso hacia el definitivo no-ms-futuro. La vida humana estara impulsada, no por la esperanza de sentido, sino incomprensiblemente por la tendencia al no-sentido: todas las aspiraciones, decisiones y acciones del hombre estaran sostenidas, en ltimo trmino, por una ilusin originaria constitutiva del hombre, por el engao fatal de un ineliminable espejismo.

    Si se admite con P. Sartre que la muerte implica la desaparicin total del hombre en la nada, no se puede menos de reconocer la lgica de su reflexin sobre la vida: la existencia humana es proyecto hacia el futuro, un proyecto que se acta en la serie concatenada de esperanzas c