alechuelo

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Parte del cuento "Alechuelo", perteneciente al libro "El jardín de las almuercas".

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Alechuelo

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Nos mudamos al sudoeste de la ciudad, a unos treinta kilómetros del centro, hacia fines del otoño de 1955. Nuestro nuevo hogar, un apartamento de tres ambientes en el primer piso de un edificio en tres plantas con ladrillo a la vista y pilares pintados en verde inglés, era parte de un plan de viviendas iniciado hacía diez años, y del que habían quedado a medio construir cinco edificios, hacia el fondo del complejo, lindando con unos extensos pastizales, un arroyo mal encausado y habitualmente pródigo en deshechos, y unos lotes tupidamente arbolados. Nunca supe qué había más allá.

Aquella mañana de sábado, luego de una semana de duro trabajo en la ciudad, amén de los ajetreos propios de una mudanza, me levanté y, luego de desayunar y dejar puesta la mesa para Susan y Dany, salí a recorrer mi nuevo vecindario. Helaba, en verdad. Me detuve a la entrada de nuestro pequeño edificio, me calcé la gorra, metí las manos en los bolsillos de mi vieja y cómoda americana, y partí.

Desde niño me deleité siempre con el ruido de los pasos sobre las hojas secas, de modo que me encontraba a mis anchas. Era el único ser humano que andaba por allí, y todo el mundo parecía hecho para mí. Las hojas secas, el sol que despertaba a los habitantes de las ramas más altas de los árboles, el sendero de lavandas y petunias.

Luego de un breve paseo sin rumbo, sentí cierta curiosidad por los edificios inconclusos, y hacia allí enfilé mis pasos. Un sendero lateral, profusamente cerrado por una cerca de arbustos, llevaba hasta el fondo del vecindario. Unos cien metros más al fondo terminaba el asfalto y, con él, el último edificio terminado. Luego me encontré pisando el barro. Yo usaba mis grandes zapatones de suela alta, y me llamó la atención ver que, aunque con cada paso me hundía en el barro hasta la mitad de la suela, al levantar el pie la huella apenas si duraba uno, quizás dos segundos, a pesar que el barro no estaba tan líquido. Cuando crucé el barro, llegué a una amplia zona de pedregullo desparejo y negro, de alquitrán. Disfruté un largo rato con el crujido de mis pasos hasta que por fin me detuve frente al enorme esqueleto de hormigón. El edificio estaba apenas completado aquí y allá por una pared de ladrillos sin revocar, una columna de caños de agua, o de electricidad pero sin cables. Por encima de los pilares de hormigón se veían los penachos de grueso hierro oxidados. El óxido había tenido tiempo de chorrear generosamente su rastro rojizo sobre el hormigón, el suelo, los escombros. Tal vez por la hora de la mañana, o quizás por la soledad, el espectáculo era en cierto sentido sobrecogedor. Había signos de que el abandono databa de, al menos, un par de años. La intemperie ya había maltratado unas cuantas escaleras improvisadas, las roldanas y mezcladoras mostraban un marcado deterioro. A un costado, un balde de albañil a medias tapado por las hojas y las piedras, servía de hogar a unas cuantas briznas de pasto amarillo. No quise que la opresión fuera la compañera de mi primer paseo por el lugar y emprendí el regreso. Cuando volvía, tuve ocasión de saludar por primera vez a un vecino en nuestro nuevo barrio. Luego sabría que se trataba de Tom. Es curioso que lo sepa, porque él nunca me mencionó su nombre.

Por la tarde decidí repetir el paseo, mientras Susan y Dany salían de compras. Esta vez, llegué hasta la entrada casi imaginaria del edificio que había visitado por la mañana. Las paredes laterales, destinadas a completar el cubo bajo el techo del porche, no estaban; como tampoco, claro está, el techo del porche. Arrastrando con mis pies en cada paso pequeños restos de cemento y material, ya acostumbrado al lustroso hall de

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mi edificio, avancé por el casi-hall hasta la escalera del fondo. Por un resquicio entre las tablas que cubrían algún lugar se filtró la luz del sol y me dio en los ojos, haciéndome sonreír y caer en la cuenta de que me hallaba de muy buen humor.

El primer piso no me trajo mayores novedades. Al llegar al segundo me di cuenta que el edificio había llegado a ser dotado con la losa superior, sobre la que iría a descansar el tejado y que pasaría a ser, entonces, el guardavalijas. Sobresalían las columnas de hormigón y, de ellas, los hierros. Estaba entretenido calculando alturas cuando vi, por el rabillo del ojo, algo que me llamó la atención. Encima de una de esas columnas sentaba sus reales un nido de alechuelo. Un alechuelo se metió adentro rápidamente al sentirse descubierto, sin impedirme por eso la vista de su hermoso pecho azul lustrándose al sol. Volví a sonreír, bajé y veinte minutos después me había reunido con Susan y Dany en el centro comercial.

Por la noche Dany volvía rendido. Luego de las compras, el prolongado festejo en casa de unos amigos, con cuyos hijos había jugado toda la tarde, lo había agotado. Tomamos en la estación un auto de alquiler. Sentado en el asiento trasero entre mi mujer y yo, Dany venía profundamente dormido con la cabeza reclinada sobre mi cuerpo, mientras yo lo envolvía con mi brazo. Cielos, cómo amo a ese muchachito. Sé que muchos padres piensan lo mismo de sus hijos, y que el mío comparte con todos los mortales el ser objeto de esos sentimientos. Pero Dany es único, y no sólo yo no podría vivir sin él; creo que el universo mismo sufriría una hecatombe si él no existiera. Dany nació, y se salvó el universo.

Sin embargo, sé que él puede vivir sin mí. Y eso me alivia y reconforta. A Dany le encantaría un nido de alechuelo, y cuando yo lo recordé nada quise más en

el mundo que un buen nido de alechuelo para Dany. El automóvil entró por el sendero lateral de nuestro vecindario, y tal vez yo iba muy

distraído; como quiera que sea, nos encontramos con nuestros focos delanteros iluminando de frente el esqueleto inconcluso de uno de los edificios del fondo. Debo confesar que el espectáculo, tal vez por la hora, o por el frío que se había levantado, o por la modorra con que regresábamos, y que es sabido qué propenso al sobresalto vuelve el sueño al espíritu; tal vez por una combinación de todas estas cosas, la vista me produjo un marcado sobrecogimiento. Me oí decir:

- Por aquí no, señor. Unos cincuenta metros más atrás. El coche retrocedió unas cuantas pisadas antes de virar a la derecha para volver por

donde habíamos llegado. Retrocedió lo suficiente como para ver, en un marco más amplio, la figura que tanto sobresalto me había provocado. Por delante, el pedregullo de alquitrán negro; el contorno del edificio parecía aún más tenebroso, como si un gigante de cemento nos reclamara algo; las ventanas, como cuencas vacías, dejaban iluminar por nuestros focos el fondo de esa calavera. Por encima, recortándose apenas contra el cielo estrellado y lleno de luna, revolotearon dos o tres alechuelos.

Por fortuna para Dany, y a pesar de que el recuerdo de la figura fantasmal del edificio me hizo dificultoso el conciliar el sueño, el recuerdo de los alechuelos fue lo que prevaleció cuando abrí los ojos por la mañana y, casi como si su hada madrina me lo hubiera susurrado al oído en mis sueños, lo primero que pensé fue: a Dany le

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encantaría un nido de alechuelos. Preparé el café, puse los tazones, el cereal y el jugo de naranjas. Cuando los huevos estaban al gusto de Susan, encendí la radio y los llamé.

- ¡Espero que no se les haga costumbre! –les dije…