agujeros negros · 2016-08-04 · uno de los mejores libros de física del año según la revista...

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Cómo una idea abandonada por Newton, odiada por Einstein y retomada por Hawking vuelve a enamorarnos Marcia Bartusiak

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Page 1: Agujeros negros · 2016-08-04 · Uno de los mejores libros de física del año según la revista Symmetry Mejor libro de ciencia del año según Science News La creencia en la existencia

Cómo una idea abandonada por Newton,

odiada por Einstein y retomada por Hawking vuelve

a enamorarnos

Marcia Bartusiak L os agujeros negros son objetos inusuales. En la actualidad se los considera como uno de los laboratorios cósmicos más importantes para el estudio de todo tipo de fenóme-nos físicos, tanto para la relatividad en general como para

la física cuántica. En este libro se describe cómo este camino al reconocimiento no ha sido nada fácil.Desde hace más de medio siglo, los físicos y astrónomos están involucrados en la disputa sobre la existencia o no de estos agu-jeros negros en el Universo. La noción extrañamente ajena de un abismo del espacio-tiempo de la que nada se escapa, ni siquiera la luz, pareció confundir a toda lógica. Este libro cuenta la historia apasionante de los intensos debates sobre los agujeros negros y las contribuciones decisivas de Einstein y Hawking, entre otros intelectuales de prestigio, que alteraron por completo nuestra vi-sión del Universo. Marcia Bartusiak muestra cómo los agujeros negros ayudaron a revivir el mayor logro de Einstein, la teoría general de la relativi-dad, después de décadas en penumbra. Coincidiendo con el cen-tenario de la relatividad general, descubre cómo el agujero negro obtuvo su reconocimiento y narra multitud de curiosidades, esti-mulantes y a veces humorísticas sobre la aceptación de una de las ideas más deslumbrantes de la historia. Una idea ratifi cada recientemente con el descubrimiento de las ondas gravitaciona-les, uno de los acontecimientos científi cos más importantes de los últimos años.

Diseño de cubierta: Planeta Arte & Diseño

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Mención de honor Prose Awards para Cosmología y AstronomíaNominado al Premio PEN/E. O. Wilson Literary Science Writing

Uno de los mejores libros de física del año según la revista SymmetryMejor libro de ciencia del año según Science News

La creencia en la existencia de los agujeros negros ya no se basa en modelos teóricos o su-posiciones. El descubrimiento por LIGO de las ondas gravitacionales fue un grito directo y

compartido de los propios agujeros negros. «Aquí estamos», decían, «aquí estamos».

«Brillante e ingenioso. Lo que muestra tan maravillosamente este libro es cómo la física teórica es un paisaje en continua evolución.» Washington Post

«Un bello estudio de cómo las ideas científi cas crecen a base de inspiración, refl exión y fi nalmente, observación.» Wall Street Journal

«Una narrativa infi nitamente interesante, un escrito de ciencia de alto nivel que nos ofrece un retrato fascinante.» Kirkus Reviews

«Una introducción brillante a la historia de los agujeros negros y la relatividad general.»Common Reader

«Una lectura ligera y agradable que nos ofrece mucho que aprender.» New Scientist

«Un relato detallado y lúcido de la historia de los agujeros negros.» Prospect Magazine

«Un análisis completo de la historia y de la ciencia que se esconde detrás de un agujero negro… Altamente recomendado.» Oxonian Review

«Un ameno relato de una historia increíble.» Literary Review

«Un viaje asombroso alrededor de los agujeros negros que muestra la belleza y el misterio de un concepto que ha intrigado a científi cos desde Einstein a Hawking.» Walter Isaacson, CEO

del Instituto Aspen y autor de Steve Jobs. La biografía

PVP 19,90 € 10161040

MARCIA BARTUSIAK ha escrito sobre astrono-

mía y física durante más de treinta años. Es autora de varios

libros de divulgación científi ca. Fue elegida miembro de la American Asso-

ciation for the Advancement of Science, ha obtenido dos veces el premio de escritura cien-

tífi ca que otorga el American Institute of Physics (AIP) y recibió de este instituto el prestigioso Gemant Award por sus «valiosas contribuciones a las dimensiones culturales, artísticas o huma-nistas de la física». Actualmente es profesora de escritura científi ca del Graduate Program in Science Writing en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Su trabajo ha sido publicado en National Geographic, Astronomy, Sky & Telescope, Science, Popular Science, World Book Encyclope-dia, Smithsonian y Technology Review. También escribe reseñas de libros de ciencia para el Washington Post.

© Guy Jarvis

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Marcia Bartusiak

Agujeros negrosCómo una idea abandonada por Newton,

odiada por Einstein y retomada por Hawkingvuelve a enamorarnos

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Título original: Black Hole. How an Idea Abandoned by Newtonians, Hated by Einstein, and Gambled on by Hawking Became Loved

Publicado originalmente por Yale University Press, E.E. U.U.

1.ª edición: septiembre de 2016

© 2015, Marcia Bartusiak

La presente edición se publica por acuerdo con Marcia Bartusiak c/o Lippincott, Massie & McQuilkin, 27 West, 20th Street, Suite 305, 10011 New York (NY),

United States, USA

© 2016, de la traducción, Lena García Feijoo

Derechos mundiales exclusivos en españolreservados para todo el mundoy propiedad de la traducción:

© 2016: Editorial Planeta, S. A.Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona

Editorial Ariel es un sello editorial de Planeta, S. A.www.ariel.es

ISBN 978-84-344-2402-9Depósito legal: B. 14.703- 2016

Impreso en España por Liberdúplex

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos

mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita

fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com

o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04

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Dedico este libro a mis estudiantes, del pasado y del presente, delPrograma de Posgrado en Escritura Científica del Instituto Tecno­lógico de Massachusetts, quienes me inspiran diariamente.

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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91. Por tanto, es posible que los mayores cuerpos

luminosos del Universo sean invisibles . . . . . . . . . . . . . . . . 132. Newton, lo lamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273. Entonces uno podría encontrarse… en una

geometría mágica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 454. ¡Debería haber una ley de la naturaleza para evitar que

una estrella se comporte de esta manera absurda! . . . . . . . . 535. Les demostraré a esos bastardos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 696. Solo permanece su campo gravitacional . . . . . . . . . . . . . . . 797. No podría haber elegido un momento más

emocionante para ser físico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 958. Era el más extraño espectro que jamás hubiera visto . . . . . . 1179. ¿Por qué no lo llama agujero negro? . . . . . . . . . . . . . . . . . 12710. Potro de tortura medieval . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14711. Mientras Stephen Hawking invierte en

relatividad general y agujeros negros, solicitauna póliza de seguro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

12. Los agujeros negros no son tan negros . . . . . . . . . . . . . . . 169Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241

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vedoso diseño tecnológico están listos para detectar los estruendos espaciotemporales —ondas gravitacionales— emitidos cuando los agujeros negros colisionan en algún lugar de nuestro vecindario galáctico. Como John Archibald Wheeler, decano estadounidense de la relatividad, hizo notar una vez en la dedicatoria de su autobio­grafía: «Comenzaremos a comprender lo simple que es el Universo cuando reconozcamos lo extraño que es».

Pero llegar a ese conocimiento llevó más de doscientos años —des­de  el precursor de la idea de agujero negro en la década de 1780 has­ta la prueba de observación a mediados del siglo xx—, y durante la mayor parte de ese tiempo la noción de la presencia cósmica de esta extraña entidad fue ignorada o activamente combatida. Los físicos admitieron la existencia del agujero negro solo después de muchos «dimes y diretes» y especulaciones virtuales.

En retrospectiva, es difícil entender por qué entablaron seme­jante lucha. La idea de agujero negro es, de hecho, bastante sencilla. Tiene una masa y tiene un giro. En cierto sentido es una entidad tan elemental como un electrón o un cuark. Pero lo que confundió a los físicos durante tanto tiempo fue su naturaleza básica: es ma­teria exprimida hasta un punto. Su batalla contra semejante resul­tado fue más filosófica que científica, creían profundamente que la naturaleza no podía (¡no debía!) actuar de forma tan enloquecida. Para un puñado de físicos significó nadar a contracorriente durante ese último medio siglo e impulsar la idea, loca o no. Ahora, después del centenario de la relatividad general, aquí está la historia de esa frustrante, capaz, estimulante y, a veces, humorística lucha por la aceptación. Esta no es la anatomía de un agujero negro ni un infor­me sobre los últimos descubrimientos astronómicos y teóricos. Esta es la historia de una idea.

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POR TANTO, ES POSIBLE QUE LOSMAYORES CUERPOS LUMINOSOSDEL UNIVERSO SEAN INVISIBLES

Todo comenzó con sir Isaac Newton.No, déjeme retirar lo dicho. De hecho, el antepasado del agu­

jero negro puede rastrearse mucho antes. Se puede decir que todocomenzó en tiempos ancestrales, cuando los más inteligentes pen­sadores de ese tiempo —los olvidados Newtons y Einsteins de suépoca— se preguntaron por qué nuestros pies se mantienen firmessobre el suelo. Era una pregunta obvia para cualquier erudito deesos tiempos.

Todo se concentra en la gravedad. La gravedad controla el mo­vimiento de los planetas alrededor del Sol, así como la caída de lahoja de un árbol en otoño. Es una fuerza que damos por hecho,pero comprenderla nos llevó siglos. ¿Por qué las cosas son atraídashacia abajo, hacia la superficie de la Tierra? Hace más de dos milaños, Aristóteles y otros filósofos de la Antigüedad tenían para estapregunta una respuesta razonable: nuestro planeta estaba justo en elcentro del Universo y, por lo mismo, todo caía hacia él de maneranatural. Seres humanos, caballos, carruajes, cestos eran impulsadosa permanecer en esa posición primordial. En consecuencia, estába­mos sólidamente pegados a la terra firma. Era el estado natural delas cosas.

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Esa explicación tenía total sentido ante la experiencia cotidiana.Así era… hasta que Nicolás Copérnico intervino y cambió, dramá­ticamente y de una vez por todas, el panorama cósmico. En 1543, elcanónigo polaco se atrevió a asegurar que, en realidad, la Tierra gi­raba alrededor del Sol con los demás planetas. Anteriormente otros,como Aristarco de Samos en el siglo iii a. C., ya habían sugeridoesta idea, pero no arraigó hasta que Copérnico presentó su Univer­so heliocéntrico. Como resultado tuvo que reexaminarse comple­tamente la configuración que nos mantenía vinculados a nuestroplaneta, por mucho tiempo asumida. La Tierra ya no se encontrabadescansando en la matriz del Universo, esperando serenamente aque los objetos se precipitaran hacia ella. En lugar de eso, se movía,y el Sol estaba en posición central. Esta nueva alineación motivó aalgunas de las mentes más brillantes de Europa a replantearse las le­yes de la gravedad y el mecanismo que había detrás del movimientoplanetario. El reto estaba ahí.

Inspirado por el reclamo del inglés William Gilbert en 1600,quien planteaba la Tierra como un enorme imán, el matemáticoalemán Johannes Kepler sugirió que unos hilos de fuerza magnéticaemanados del Sol eran los responsables de impulsar a los plane­tas a su alrededor. En contraste, en 1630, el filósofo francés RenéDescartes imaginó que los planetas eran transportados, como hojasatrapadas en un remolino, por vórtices de éter, la tenue sustanciaque se creía formaba el Universo.

Todas estas ideas serían revocadas, finalmente, cuando en 1687Isaac Newton planteó un conjunto de leyes mucho más rigurosas,tanto para la gravedad como para el movimiento planetario. Ese fueel año en que publicó su magistral Philosophiae Naturalis PrincipiaMathematica. Hoy lo conocemos simplemente como Principia. Enese tiempo Newton tenía 44 años, pero su teoría acerca de la gra­vedad se había estado gestando en su mente desde mucho tiempoantes.

Comenzó en 1665, durante el periodo de restauración del reyCarlos II, cuando la peste negra se había extendido una vez más.Para evitar el contagio, Newton abandonó sus estudios en la Uni­

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versidad de Cambridge y se retiró a la casa de su infancia en laaldea deWoolsthorpe, al este de Nottingham. Posiblemente fue allíen donde el brillante estudiante vio caer en su jardín la legendariamanzana, aquella que lo inspiró para reflexionar sobre la tendenciade los cuerpos a precipitarse hacia la Tierra con cierta aceleración.¿La misma fuerza que actúa sobre la manzana afecta también a laLuna?, se preguntó. Virtuoso de las matemáticas, en gran medidaautodidacta, observó que la Luna siempre parecía estar «cayendo»hacia la Tierra —su trayectoria se volvía curva— por efecto de untirón terrestre, que disminuye hacia el exterior en una proporcióncercana al cuadrado de la distancia. En otras palabras: si se dobla ladistancia entre dos objetos, la fuerza entre ellos disminuye un cuar­to de su valor original. En términos matemáticos esto significa queuna fuerza está repartiéndose equitativamente en todas las direccio­nes. Pero como esas tempranas apreciaciones de Newton no eranperfectas, el joven dejó el asunto de lado por muchos años. «Dudóy debatió», escribió su biógrafo Richard Westfall, «desconcertadode momento por las abrumadoras complejidades».

El interés de Newton por la gravedad no volvió a aparecer hastala década de 1670, cuando Robert Hooke, encargado de los expe­rimentos para la Royal Society de Gran Bretaña, desarrolló unainteresante serie de conjeturas para explicar la gravedad: todoslos cuerpos celestes tienen una fuerza gravitacional dirigida haciasus centros; pueden atraer a otros cuerpos, y la atracción es másfuerte cuanto más cerca esté un cuerpo del otro. Hooke tenía unconjunto de leyes generales, pero sin ecuaciones. Lo que no pudodeducir, como hizo notar al publicar su trabajo, fue si el movimien­to planetario se daba necesariamente en forma de «círculo, elipseo alguna otra línea curva compleja». Durante el invierno de 1679­1680, motivado por un intercambio epistolar con Hooke acerca deltema, Newton revivió y retomó el problema que se había planteadoen su juventud.

Sin embargo, al principio mantuvo para sí sus revolucionariosresultados. Newton, quien valoraba mucho su privacidad, descon­fiaba de su celoso rival, Hooke. A menudo temeroso de exponer

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Esa explicación tenía total sentido ante la experiencia cotidiana.Así era… hasta que Nicolás Copérnico intervino y cambió, dramá­ticamente y de una vez por todas, el panorama cósmico. En 1543, elcanónigo polaco se atrevió a asegurar que, en realidad, la Tierra gi­raba alrededor del Sol con los demás planetas. Anteriormente otros,como Aristarco de Samos en el siglo iii a. C., ya habían sugeridoesta idea, pero no arraigó hasta que Copérnico presentó su Univer­so heliocéntrico. Como resultado tuvo que reexaminarse comple­tamente la configuración que nos mantenía vinculados a nuestroplaneta, por mucho tiempo asumida. La Tierra ya no se encontrabadescansando en la matriz del Universo, esperando serenamente aque los objetos se precipitaran hacia ella. En lugar de eso, se movía,y el Sol estaba en posición central. Esta nueva alineación motivó aalgunas de las mentes más brillantes de Europa a replantearse las le­yes de la gravedad y el mecanismo que había detrás del movimientoplanetario. El reto estaba ahí.

Inspirado por el reclamo del inglés William Gilbert en 1600,quien planteaba la Tierra como un enorme imán, el matemáticoalemán Johannes Kepler sugirió que unos hilos de fuerza magnéticaemanados del Sol eran los responsables de impulsar a los plane­tas a su alrededor. En contraste, en 1630, el filósofo francés RenéDescartes imaginó que los planetas eran transportados, como hojasatrapadas en un remolino, por vórtices de éter, la tenue sustanciaque se creía formaba el Universo.

Todas estas ideas serían revocadas, finalmente, cuando en 1687Isaac Newton planteó un conjunto de leyes mucho más rigurosas,tanto para la gravedad como para el movimiento planetario. Ese fueel año en que publicó su magistral Philosophiae Naturalis PrincipiaMathematica. Hoy lo conocemos simplemente como Principia. Enese tiempo Newton tenía 44 años, pero su teoría acerca de la gra­vedad se había estado gestando en su mente desde mucho tiempoantes.

Comenzó en 1665, durante el periodo de restauración del reyCarlos II, cuando la peste negra se había extendido una vez más.Para evitar el contagio, Newton abandonó sus estudios en la Uni­

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versidad de Cambridge y se retiró a la casa de su infancia en laaldea deWoolsthorpe, al este de Nottingham. Posiblemente fue allíen donde el brillante estudiante vio caer en su jardín la legendariamanzana, aquella que lo inspiró para reflexionar sobre la tendenciade los cuerpos a precipitarse hacia la Tierra con cierta aceleración.¿La misma fuerza que actúa sobre la manzana afecta también a laLuna?, se preguntó. Virtuoso de las matemáticas, en gran medidaautodidacta, observó que la Luna siempre parecía estar «cayendo»hacia la Tierra —su trayectoria se volvía curva— por efecto de untirón terrestre, que disminuye hacia el exterior en una proporcióncercana al cuadrado de la distancia. En otras palabras: si se dobla ladistancia entre dos objetos, la fuerza entre ellos disminuye un cuar­to de su valor original. En términos matemáticos esto significa queuna fuerza está repartiéndose equitativamente en todas las direccio­nes. Pero como esas tempranas apreciaciones de Newton no eranperfectas, el joven dejó el asunto de lado por muchos años. «Dudóy debatió», escribió su biógrafo Richard Westfall, «desconcertadode momento por las abrumadoras complejidades».

El interés de Newton por la gravedad no volvió a aparecer hastala década de 1670, cuando Robert Hooke, encargado de los expe­rimentos para la Royal Society de Gran Bretaña, desarrolló unainteresante serie de conjeturas para explicar la gravedad: todoslos cuerpos celestes tienen una fuerza gravitacional dirigida haciasus centros; pueden atraer a otros cuerpos, y la atracción es másfuerte cuanto más cerca esté un cuerpo del otro. Hooke tenía unconjunto de leyes generales, pero sin ecuaciones. Lo que no pudodeducir, como hizo notar al publicar su trabajo, fue si el movimien­to planetario se daba necesariamente en forma de «círculo, elipseo alguna otra línea curva compleja». Durante el invierno de 1679­1680, motivado por un intercambio epistolar con Hooke acerca deltema, Newton revivió y retomó el problema que se había planteadoen su juventud.

Sin embargo, al principio mantuvo para sí sus revolucionariosresultados. Newton, quien valoraba mucho su privacidad, descon­fiaba de su celoso rival, Hooke. A menudo temeroso de exponer

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su trabajo ante la crítica, en cierta ocasión confesó en una cartaa un colega: «Soy […] tímido al asentar en papel cualquier cosaque pueda provocar una disputa». Mucho tenemos que agradecera Edmond Halley (cuyo nombre lleva el famoso cometa) por losPrincipia de Newton. Al visitarlo en 1684, Halley preguntó al ilus­tre físico cómo podía moverse un planeta conforme a una ley delinverso del cuadrado. Confiado, Newton replicó: «En una ellipsis»,lo que nosotros hoy llamamos elipse, señalando que él había traba­jado en ello desde varios años antes.

Desde ese momento, Halley fue el mayor defensor de Newton.Su constante impulso y apoyo económico finalmente dieron a estela energía necesaria para escribir su obra maestra sobre la gravedad.Y una vez entregado a esto, Newton nunca se detuvo. Westfall hacenotar que Newton tenía una enorme capacidad para el «éxtasis, paraentregarse por completo a un objetivo primordial» y con frecuenciaolvidaba comer y dormir si se encontraba en ese estado. Halley ledesató de nuevo ese arrebato intelectual. Newton abandonó rápida­mente sus demás proyectos (entre ellos matemática clásica, teologíay alquimia) y aplicó todo su poder de concentración a completarsu trabajo sobre la gravedad. Armado con mediciones de la Tierramás precisas, finalmente fue capaz de probar que una ley del inver­so del cuadrado explicaba la atracción de la Luna hacia la Tierra, yque una fuerza tal conduce directamente a los planetas a moverseen órbitas elípticas, como había planteado Kepler en 1609. Keplerconcluyó a partir de sus mediciones que los planetas seguían órbitaselípticas, pero no supo por qué. Décadas después, Newton demos­tró con sus matemáticas que dichas órbitas eran consecuencia na­tural de la ley de la gravedad. Desde esquinas opuestas observacióny teoría se encontraron y acoplaron.

Casi dos años tardó Newton en terminar sus Principia, y porcausas comprensibles. Animado por sus exitosos cálculos iniciales,trabajó con sus nuevas normas en más y más casos y, en consecuen­cia, los antiguos problemas de astronomía parecían disolverse. Lagravedad podía explicar las mareas y la precesión de la Tierra (debi­da al tirón de la Luna y el Sol sobre la esfera terrestre), así como la

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trayectoria de un cometa. Con un grandioso salto hipotético, New­ton declaraba que la gravedad era una fuerza fundamental y uni­versal de la naturaleza. El concepto universal fue clave. Lo mismoque provoca que una manzana caiga al suelo mantiene a la Luna enórbita alrededor de la Tierra. «Para la naturaleza es sencillo», escri­bió Newton, «y no se permite el lujo de lo superfluo». El cosmosy la terra firma ya no eran campos separados, como tiempo atráshabía planteado Aristóteles. Cielos y Tierra operaban ahora bajo«un» conjunto de leyes de la física. La gravedad, la atracción de uncuerpo hacia otro, actúa de manera similar en todos los niveles delcosmos: tanto en la Tierra y dentro del Sistema Solar, como entrelas estrellas, galaxias y cúmulos galácticos.

Sin embargo, había un problema con la ley de la gravedad deNewton: para aproximar la Luna al planeta y la roca a la Tierra re­quería «cintas» de atracción «radiadas» de alguna forma a través delas distancias, cortas o largas. Para muchos esta hazaña sonaba mása misticismo que a ciencia. Los críticos demandaron un mecanis­mo físico. Eso habían estado proporcionando durante muchos añoslos filósofos naturalistas. ¿Cómo trabajaba la gravedad? ¿qué estabareemplazando al magnetismo o a los vórtices? Esto llevó a la famo­sa declaración de Newton en sus Principia: «Aún no he sido capazde deducir a partir de los fenómenos la causa de estas propiedadesde la gravedad, y yo no invento hipótesis». Newton, al contrarioque sus contemporáneos, no iba a rebajarse con especulaciones so­bre algún tipo de oculta maquinaria cósmica. Estaba satisfecho, enesencia, de que sus leyes permitieran a los físicos calcular con granprecisión el movimiento de un planeta o el recorrido de una balade cañón. Con el pasar de los años, el resto de la comunidad de lafísica se fue poniendo de su lado. Ayudó en gran medida la visitade un viajero celestial.

Después de estudiar de forma minuciosa los datos históricos,Halley pensó que un cometa visto en 1682 tenía mucho en comúncon cometas observados previamente, en 1531 y 1607. Sus órbitastenían las mismas características, iban alrededor del Sol en sentidocontrario al de los planetas y aparecían cada 75 o 76 años. Al calcu­

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su trabajo ante la crítica, en cierta ocasión confesó en una cartaa un colega: «Soy […] tímido al asentar en papel cualquier cosaque pueda provocar una disputa». Mucho tenemos que agradecera Edmond Halley (cuyo nombre lleva el famoso cometa) por losPrincipia de Newton. Al visitarlo en 1684, Halley preguntó al ilus­tre físico cómo podía moverse un planeta conforme a una ley delinverso del cuadrado. Confiado, Newton replicó: «En una ellipsis»,lo que nosotros hoy llamamos elipse, señalando que él había traba­jado en ello desde varios años antes.

Desde ese momento, Halley fue el mayor defensor de Newton.Su constante impulso y apoyo económico finalmente dieron a estela energía necesaria para escribir su obra maestra sobre la gravedad.Y una vez entregado a esto, Newton nunca se detuvo. Westfall hacenotar que Newton tenía una enorme capacidad para el «éxtasis, paraentregarse por completo a un objetivo primordial» y con frecuenciaolvidaba comer y dormir si se encontraba en ese estado. Halley ledesató de nuevo ese arrebato intelectual. Newton abandonó rápida­mente sus demás proyectos (entre ellos matemática clásica, teologíay alquimia) y aplicó todo su poder de concentración a completarsu trabajo sobre la gravedad. Armado con mediciones de la Tierramás precisas, finalmente fue capaz de probar que una ley del inver­so del cuadrado explicaba la atracción de la Luna hacia la Tierra, yque una fuerza tal conduce directamente a los planetas a moverseen órbitas elípticas, como había planteado Kepler en 1609. Keplerconcluyó a partir de sus mediciones que los planetas seguían órbitaselípticas, pero no supo por qué. Décadas después, Newton demos­tró con sus matemáticas que dichas órbitas eran consecuencia na­tural de la ley de la gravedad. Desde esquinas opuestas observacióny teoría se encontraron y acoplaron.

Casi dos años tardó Newton en terminar sus Principia, y porcausas comprensibles. Animado por sus exitosos cálculos iniciales,trabajó con sus nuevas normas en más y más casos y, en consecuen­cia, los antiguos problemas de astronomía parecían disolverse. Lagravedad podía explicar las mareas y la precesión de la Tierra (debi­da al tirón de la Luna y el Sol sobre la esfera terrestre), así como la

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trayectoria de un cometa. Con un grandioso salto hipotético, New­ton declaraba que la gravedad era una fuerza fundamental y uni­versal de la naturaleza. El concepto universal fue clave. Lo mismoque provoca que una manzana caiga al suelo mantiene a la Luna enórbita alrededor de la Tierra. «Para la naturaleza es sencillo», escri­bió Newton, «y no se permite el lujo de lo superfluo». El cosmosy la terra firma ya no eran campos separados, como tiempo atráshabía planteado Aristóteles. Cielos y Tierra operaban ahora bajo«un» conjunto de leyes de la física. La gravedad, la atracción de uncuerpo hacia otro, actúa de manera similar en todos los niveles delcosmos: tanto en la Tierra y dentro del Sistema Solar, como entrelas estrellas, galaxias y cúmulos galácticos.

Sin embargo, había un problema con la ley de la gravedad deNewton: para aproximar la Luna al planeta y la roca a la Tierra re­quería «cintas» de atracción «radiadas» de alguna forma a través delas distancias, cortas o largas. Para muchos esta hazaña sonaba mása misticismo que a ciencia. Los críticos demandaron un mecanis­mo físico. Eso habían estado proporcionando durante muchos añoslos filósofos naturalistas. ¿Cómo trabajaba la gravedad? ¿qué estabareemplazando al magnetismo o a los vórtices? Esto llevó a la famo­sa declaración de Newton en sus Principia: «Aún no he sido capazde deducir a partir de los fenómenos la causa de estas propiedadesde la gravedad, y yo no invento hipótesis». Newton, al contrarioque sus contemporáneos, no iba a rebajarse con especulaciones so­bre algún tipo de oculta maquinaria cósmica. Estaba satisfecho, enesencia, de que sus leyes permitieran a los físicos calcular con granprecisión el movimiento de un planeta o el recorrido de una balade cañón. Con el pasar de los años, el resto de la comunidad de lafísica se fue poniendo de su lado. Ayudó en gran medida la visitade un viajero celestial.

Después de estudiar de forma minuciosa los datos históricos,Halley pensó que un cometa visto en 1682 tenía mucho en comúncon cometas observados previamente, en 1531 y 1607. Sus órbitastenían las mismas características, iban alrededor del Sol en sentidocontrario al de los planetas y aparecían cada 75 o 76 años. Al calcu­

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lar la órbita del cometa según las leyes de Newton predijo en 1705que regresaría en 1758. Y así fue, justo a tiempo, 16 años despuésde la muerte de Halley y 31 después de la de Newton. Este lo­gro deslumbró a los críticos de Newton, callándolos de inmediato.¿quién puede rebatir una teoría capaz de predecir correctamenteel comportamiento del Sistema Solar, y con más de medio siglode anticipación? Ese fue el momento en que, a pesar de faltarle unmecanismo, la ley de la gravedad de Newton al fin triunfó.

Con las leyes de Newton en su sitio, los científicos del siglo xviiillegaron a apreciar el Universo como algo intrínsecamente cognos­cible que marca su tictac como si fuera un reloj bien engrasado.Muchos astrónomos comenzaron a pasar largas horas pegados a suescritorio, usando las reglas matemáticas de Newton para descifrarlos movimientos planetarios y predecir las mareas. De igual forma,las estrellas se volvieron objetos idóneos para poner a prueba lasleyes de la gravedad. Y fue durante este empeño estelar que emer­gió un precursor del agujero negro: de cierta forma, la versión delModelo­T. La posible existencia de un objeto tan extraño surgiócuando un inglés de nombre John Michell aplicó las leyes de New­ton al caso más extremo imaginable.

Michell estaba justo en el momento más importante de una mara­villosa era de descubrimientos científicos y todo le interesaba. Estegeólogo, astrónomo, matemático y teórico se codeaba con frecuen­cia con los grandes de la Royal Society de Londres, hombres comoHenry Cavendish, Joseph Priestley e, incluso, el miembro estadou­nidense de la Sociedad: Benjamin Franklin (durante sus dos largasestancias diplomáticas en Londres). Puede afirmarse, ha escrito elhistoriador de la ciencia Russell McCormmach, que Michell era «elmás ingenioso de todos los filósofos naturalistas del siglo xviii».Por ejemplo, registró desde un principio que los estratos terrestrespodían plegarse, doblarse, elevarse o descender de su nivel. Si en laactualidad aún se recuerda a Michell es por su planteamiento, en1760, acerca de que los terremotos se propagan a lo largo de la cor­

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teza terrestre como ondas elásticas. Por ello se ganó el distintivo de«padre de la sismología moderna». Después de analizar y comparar,profundamente, varios registros del gran temblor que destruyó Lis­boa, Portugal, en 1755, Michell fue capaz de calcular el momento,el lugar y la profundidad del epicentro, el cual se encontraba haciael oeste, en el océano Atlántico.

Michell también diseñó un delicado instrumento capaz de me­dir la constante gravitacional de las ecuaciones de Newton, permi­tiéndole en esencia «pesar» la Tierra. Murió antes de poder ponerloa prueba, pero posteriormente su amigo Cavendish consiguió subalanza de torsión y, tras hacerle algunos ajustes, midió con ella lamasa de nuestro planeta.

La balanza de torsión, basada en un diseño de JohnMichell, que utilizóHenryCavendish en 1797­1798 para pesar la Tierra. (Philosophical Transactions ofthe Royal Society of London.)

Sin embargo, a pesar de estos logros Michell tenía la mala cos­tumbre de enterrar sus ideas originales (como la ley del inverso delcuadrado de la fuerza magnética, antes de que fuera redescubierta)

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lar la órbita del cometa según las leyes de Newton predijo en 1705que regresaría en 1758. Y así fue, justo a tiempo, 16 años despuésde la muerte de Halley y 31 después de la de Newton. Este lo­gro deslumbró a los críticos de Newton, callándolos de inmediato.¿quién puede rebatir una teoría capaz de predecir correctamenteel comportamiento del Sistema Solar, y con más de medio siglode anticipación? Ese fue el momento en que, a pesar de faltarle unmecanismo, la ley de la gravedad de Newton al fin triunfó.

Con las leyes de Newton en su sitio, los científicos del siglo xviiillegaron a apreciar el Universo como algo intrínsecamente cognos­cible que marca su tictac como si fuera un reloj bien engrasado.Muchos astrónomos comenzaron a pasar largas horas pegados a suescritorio, usando las reglas matemáticas de Newton para descifrarlos movimientos planetarios y predecir las mareas. De igual forma,las estrellas se volvieron objetos idóneos para poner a prueba lasleyes de la gravedad. Y fue durante este empeño estelar que emer­gió un precursor del agujero negro: de cierta forma, la versión delModelo­T. La posible existencia de un objeto tan extraño surgiócuando un inglés de nombre John Michell aplicó las leyes de New­ton al caso más extremo imaginable.

Michell estaba justo en el momento más importante de una mara­villosa era de descubrimientos científicos y todo le interesaba. Estegeólogo, astrónomo, matemático y teórico se codeaba con frecuen­cia con los grandes de la Royal Society de Londres, hombres comoHenry Cavendish, Joseph Priestley e, incluso, el miembro estadou­nidense de la Sociedad: Benjamin Franklin (durante sus dos largasestancias diplomáticas en Londres). Puede afirmarse, ha escrito elhistoriador de la ciencia Russell McCormmach, que Michell era «elmás ingenioso de todos los filósofos naturalistas del siglo xviii».Por ejemplo, registró desde un principio que los estratos terrestrespodían plegarse, doblarse, elevarse o descender de su nivel. Si en laactualidad aún se recuerda a Michell es por su planteamiento, en1760, acerca de que los terremotos se propagan a lo largo de la cor­

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teza terrestre como ondas elásticas. Por ello se ganó el distintivo de«padre de la sismología moderna». Después de analizar y comparar,profundamente, varios registros del gran temblor que destruyó Lis­boa, Portugal, en 1755, Michell fue capaz de calcular el momento,el lugar y la profundidad del epicentro, el cual se encontraba haciael oeste, en el océano Atlántico.

Michell también diseñó un delicado instrumento capaz de me­dir la constante gravitacional de las ecuaciones de Newton, permi­tiéndole en esencia «pesar» la Tierra. Murió antes de poder ponerloa prueba, pero posteriormente su amigo Cavendish consiguió subalanza de torsión y, tras hacerle algunos ajustes, midió con ella lamasa de nuestro planeta.

La balanza de torsión, basada en un diseño de JohnMichell, que utilizóHenryCavendish en 1797­1798 para pesar la Tierra. (Philosophical Transactions ofthe Royal Society of London.)

Sin embargo, a pesar de estos logros Michell tenía la mala cos­tumbre de enterrar sus ideas originales (como la ley del inverso delcuadrado de la fuerza magnética, antes de que fuera redescubierta)

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en publicaciones periódicas cuya atención se centraba en temas másmundanos y recibió poca atención. Algunas de sus mejores ideasfueron mencionadas casualmente en citas o pies de página. En con­secuencia, la fama duradera lo eludió.

Michell comenzó sus investigaciones científicas en queens’ Col­lege, en Cambridge. Hijo de un rector anglicano, entró a queensen 1742 con 17 años de edad, y después de graduarse permane­ció ahí varios años como maestro. Un contemporáneo lo describiócomo «un hombre de baja estatura, de tez oscura y gordo […]. Sele consideraba un hombre muy ingenioso y un excelente filóso­fo». Mientras estuvo en Cambridge fue, incluso, tutor de un jovenErasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, quien se refirió a sumentor como «un cometa de primera magnitud».

Pero para 1763, y listo para casarse, Michell decidió dejar laenseñanza y entregarse a la Iglesia. Finalmente se instaló en el pue­blo de Thornhill, en West Yorkshire, en donde sirvió como clérigohasta su muerte a los 68 años de edad, en 1793. Sin embargo,durante sus décadas al servicio de la Iglesia de Inglaterra, el reve­rendo continuó satisfaciendo su amplia curiosidad científica. Teníaolfato para las cosas interesantes y estaba dispuesto a destacar conespeculaciones, pero siempre de acuerdo con sus conocimientosmatemáticos de primer nivel. Por entonces, una de sus conjeturasmás intrigantes, cuando Gran Bretaña se estaba recuperando dela guerra con sus colonias en América, fue imaginar eso que hoyllamamos agujero negro.

Esta idea se desarrolló a partir de una temprana predicción queMichell había hecho. En el siglo xviii los astrónomos veían cadavez más estrellas dobles mientras recorrían el cosmos con sus te­lescopios, progresivamente mejores. El sentido común de aquelentonces declaró que, en realidad, esas estrellas se encontraban adistintas distancias de la Tierra, estrechamente alineadas en el fir­mamento por mero azar —según esto, era solo una ilusión queestuvieran conectadas de alguna forma—. Con notable lucidez,Michell argumentó que para formar casi todos esos pares debíanestar vinculadas gravitacionalmente entre sí.

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Estaba sugiriendo que las estrellas podían existir por pares, unanoción completamente novedosa para los astrónomos de entonces.En un innovador artículo publicado en 1767, Michell dedujo laalta probabilidad de que, dado un grupo de estrellas, las estrellasgemelas estuvieran físicamente cerca —«las probabilidades en con­tra de esta opinión», subrayó, «son muchos millones de millones auna»—. (Como solía hacer, expuso sus estimaciones en un pie depágina.) Al hacer sus cálculos fue el primero en sumar la estadísticaal repertorio de herramientas matemáticas de la astronomía. SegúnMichael Hoskin, experto en historia de la astronomía, ese artículo«podría decirse que fue para la astronomía estelar la contribuciónmás perceptiva e innovadora […] del siglo xviii».

Al mismo tiempo, Michell reconoció que las estrellas dobles po­dían ser bastante útiles para conocer muchas cosas sobre las pro­piedades de las estrellas: cuánto brillan, cuánto pesan, cuán grandees su circunferencia. Él sospechaba que las había más brillantes ymás opacas que nuestro Sol. Aventuró, inteligentemente, que unaestrella blanca era más brillante que una roja. («Esos fuegos queproducen la luz más blanca», señaló en su artículo, «son por mucholos más brillantes».) Así, dos estrellas que orbitaban una junto aotra eran el laboratorio perfecto para, desde lejos, poner a prue­ba sus ideas y conseguir respuestas. Casi todos los astrónomos deesos días estaban lejos de preocuparse por estas cuestiones. Estabanmuy ocupados descubriendo lunas o siguiendo el movimiento delos planetas con exquisita precisión. Para ellos, las estrellas no erandemasiado interesantes y solo servían como conveniente telón defondo para sus mediciones del Sistema Solar y sus componentes.El Sol, la Luna y los planetas eran sus objetivos de observaciónprincipales.

El gran astrónomo inglés William Herschel, amigo de Michell,era la extraña excepción a esa regla. Con frecuencia cambiaba deenfoque, alejándose del trabajo astronómico convencional. Des­pués de una docena de años de escritos de Michell acerca de lasestrellas dobles, Herschel comenzó a examinar y a catalogar aque­llas que se encontraban juntas en el cielo. Michell alabó el cre­

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en publicaciones periódicas cuya atención se centraba en temas másmundanos y recibió poca atención. Algunas de sus mejores ideasfueron mencionadas casualmente en citas o pies de página. En con­secuencia, la fama duradera lo eludió.

Michell comenzó sus investigaciones científicas en queens’ Col­lege, en Cambridge. Hijo de un rector anglicano, entró a queensen 1742 con 17 años de edad, y después de graduarse permane­ció ahí varios años como maestro. Un contemporáneo lo describiócomo «un hombre de baja estatura, de tez oscura y gordo […]. Sele consideraba un hombre muy ingenioso y un excelente filóso­fo». Mientras estuvo en Cambridge fue, incluso, tutor de un jovenErasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, quien se refirió a sumentor como «un cometa de primera magnitud».

Pero para 1763, y listo para casarse, Michell decidió dejar laenseñanza y entregarse a la Iglesia. Finalmente se instaló en el pue­blo de Thornhill, en West Yorkshire, en donde sirvió como clérigohasta su muerte a los 68 años de edad, en 1793. Sin embargo,durante sus décadas al servicio de la Iglesia de Inglaterra, el reve­rendo continuó satisfaciendo su amplia curiosidad científica. Teníaolfato para las cosas interesantes y estaba dispuesto a destacar conespeculaciones, pero siempre de acuerdo con sus conocimientosmatemáticos de primer nivel. Por entonces, una de sus conjeturasmás intrigantes, cuando Gran Bretaña se estaba recuperando dela guerra con sus colonias en América, fue imaginar eso que hoyllamamos agujero negro.

Esta idea se desarrolló a partir de una temprana predicción queMichell había hecho. En el siglo xviii los astrónomos veían cadavez más estrellas dobles mientras recorrían el cosmos con sus te­lescopios, progresivamente mejores. El sentido común de aquelentonces declaró que, en realidad, esas estrellas se encontraban adistintas distancias de la Tierra, estrechamente alineadas en el fir­mamento por mero azar —según esto, era solo una ilusión queestuvieran conectadas de alguna forma—. Con notable lucidez,Michell argumentó que para formar casi todos esos pares debíanestar vinculadas gravitacionalmente entre sí.

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Estaba sugiriendo que las estrellas podían existir por pares, unanoción completamente novedosa para los astrónomos de entonces.En un innovador artículo publicado en 1767, Michell dedujo laalta probabilidad de que, dado un grupo de estrellas, las estrellasgemelas estuvieran físicamente cerca —«las probabilidades en con­tra de esta opinión», subrayó, «son muchos millones de millones auna»—. (Como solía hacer, expuso sus estimaciones en un pie depágina.) Al hacer sus cálculos fue el primero en sumar la estadísticaal repertorio de herramientas matemáticas de la astronomía. SegúnMichael Hoskin, experto en historia de la astronomía, ese artículo«podría decirse que fue para la astronomía estelar la contribuciónmás perceptiva e innovadora […] del siglo xviii».

Al mismo tiempo, Michell reconoció que las estrellas dobles po­dían ser bastante útiles para conocer muchas cosas sobre las pro­piedades de las estrellas: cuánto brillan, cuánto pesan, cuán grandees su circunferencia. Él sospechaba que las había más brillantes ymás opacas que nuestro Sol. Aventuró, inteligentemente, que unaestrella blanca era más brillante que una roja. («Esos fuegos queproducen la luz más blanca», señaló en su artículo, «son por mucholos más brillantes».) Así, dos estrellas que orbitaban una junto aotra eran el laboratorio perfecto para, desde lejos, poner a prue­ba sus ideas y conseguir respuestas. Casi todos los astrónomos deesos días estaban lejos de preocuparse por estas cuestiones. Estabanmuy ocupados descubriendo lunas o siguiendo el movimiento delos planetas con exquisita precisión. Para ellos, las estrellas no erandemasiado interesantes y solo servían como conveniente telón defondo para sus mediciones del Sistema Solar y sus componentes.El Sol, la Luna y los planetas eran sus objetivos de observaciónprincipales.

El gran astrónomo inglés William Herschel, amigo de Michell,era la extraña excepción a esa regla. Con frecuencia cambiaba deenfoque, alejándose del trabajo astronómico convencional. Des­pués de una docena de años de escritos de Michell acerca de lasestrellas dobles, Herschel comenzó a examinar y a catalogar aque­llas que se encontraban juntas en el cielo. Michell alabó el cre­

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ciente banco de datos de Herschel como «un muy valioso regaloal mundo astronómico». Tan valioso que Michell amplió sus ideasacerca de las estrellas dobles en un artículo, publicado en 1784,bajo un título maratoniano: «Sobre los medios para descubrir ladistancia, magnitud, etc., de las estrellas fijas como consecuenciade la disminución en la velocidad de su luz, en caso de que tal dis­minución se lleve a cabo en cualquiera de ellas, y esa informacióndeba procurarse por medio de observaciones, como sería necesa­rio para ese propósito». (¡Uuuuf!) Fue en este trabajo en el queinsinuó la posibilidad del agujero negro, o al menos una versióndieciochesca y newtoniana de él.

El eminente Henry Cavendish, descubridor del hidrógeno y suvínculo con el agua, leyó el artículo de Michell en una serie dereuniones de la Royal Society en noviembre y diciembre de 1783y enero de 1784. (Entonces fue publicado en la revista científicaPhilosophical Transactions de la Royal Society, con una extensión de23 páginas.) Michell tenía verdadera devoción por la Sociedad, y almenos una vez al mes viajaba las arduas doscientas millas (trescien­tos kilómetros) entre Yorkshire y Londres para participar en las re­uniones o compartir con sus amigos socios. Pero para las reunionesde aquel invierno, inexplicablemente el reverendo permaneció ensu casa. Pudo deberse a una débil salud o a la falta de fondos parael viaje, o posiblemente solo quiso evitar el apogeo de las ruidosasescaramuzas para desbancar al presidente, el botánico sir JosephBanks. También estaban de por medio las pruebas preliminares desu teoría: no detectaban lo que había esperado medir. Pero algunoshistoriadores han especulado que conocía la naturaleza audaz desu artículo y pensó que la Sociedad lo aceptaría más fácilmente siquien lo presentaba era su cercano y altamente respetado amigoy colega.

La técnica radical de Michell para estudiar las estrellas contem­plaba la velocidad de la luz. Hizo notar lo siguiente: si los astróno­mos estudiaban de cerca el par de estrellas en un sistema binario,moviéndose alrededor una de otra, podrían calcular sus masas. Era laaplicación más fundamental de las leyes de la gravedad de Newton.

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El artículo del siglo xviii en donde John Michell sugirió por primera vezla existencia de la versión newtoniana de un «agujero negro». (PhilosophicalTransactions of the Royal Society of London.)[Traducción: VII. Sobre los medios para descubrir la distancia, magnitud, etc., de lasestrellas fijas como consecuencia de la disminución en la velocidad de su luz, en caso de quetal disminución se lleve a cabo en cualquiera de ellas, y esa información deba procurarse pormedio de observaciones, como sería necesario para ese propósito. Por el Rev. John Michell,B. D. F. R. S. en una carta a Henry Cavendish, Esq. F. R. S. y A. S.

Leída el 27 de noviembre de 1783.

Thornhill, 26 de mayo de 1783.querido caballero:El método que le mencioné cuando estuve por última vez en Londres, con el cual tal vezsea posible calcular la distancia, magnitud y peso de algunas estrellas fijas como mediode disminución en la velocidad de su luz, se me ocurrió poco después de escribir lo quepublicó el Dr. Priestley en su Historia de la óptica en relación con la disminución en lavelocidad de la luz a consecuencia de su aproximación al Sol; pero la dificultad extrema,y quizás imposibilidad, para proporcionar la información adicional necesaria para estepropósito me parecieron, al pensarlo por primera vez, objeciones de tal envergadurapara ese esquema que no las consideré más. Como, sin embargo, ciertas observacio­nes posteriores comienzan a darnos mayor oportunidad para conseguir por fin estainformación, considero que no sería impropio para los astrónomos conocer el método quepropongo (el cual, hasta donde sé…]

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ciente banco de datos de Herschel como «un muy valioso regaloal mundo astronómico». Tan valioso que Michell amplió sus ideasacerca de las estrellas dobles en un artículo, publicado en 1784,bajo un título maratoniano: «Sobre los medios para descubrir ladistancia, magnitud, etc., de las estrellas fijas como consecuenciade la disminución en la velocidad de su luz, en caso de que tal dis­minución se lleve a cabo en cualquiera de ellas, y esa informacióndeba procurarse por medio de observaciones, como sería necesa­rio para ese propósito». (¡Uuuuf!) Fue en este trabajo en el queinsinuó la posibilidad del agujero negro, o al menos una versióndieciochesca y newtoniana de él.

El eminente Henry Cavendish, descubridor del hidrógeno y suvínculo con el agua, leyó el artículo de Michell en una serie dereuniones de la Royal Society en noviembre y diciembre de 1783y enero de 1784. (Entonces fue publicado en la revista científicaPhilosophical Transactions de la Royal Society, con una extensión de23 páginas.) Michell tenía verdadera devoción por la Sociedad, y almenos una vez al mes viajaba las arduas doscientas millas (trescien­tos kilómetros) entre Yorkshire y Londres para participar en las re­uniones o compartir con sus amigos socios. Pero para las reunionesde aquel invierno, inexplicablemente el reverendo permaneció ensu casa. Pudo deberse a una débil salud o a la falta de fondos parael viaje, o posiblemente solo quiso evitar el apogeo de las ruidosasescaramuzas para desbancar al presidente, el botánico sir JosephBanks. También estaban de por medio las pruebas preliminares desu teoría: no detectaban lo que había esperado medir. Pero algunoshistoriadores han especulado que conocía la naturaleza audaz desu artículo y pensó que la Sociedad lo aceptaría más fácilmente siquien lo presentaba era su cercano y altamente respetado amigoy colega.

La técnica radical de Michell para estudiar las estrellas contem­plaba la velocidad de la luz. Hizo notar lo siguiente: si los astróno­mos estudiaban de cerca el par de estrellas en un sistema binario,moviéndose alrededor una de otra, podrían calcular sus masas. Era laaplicación más fundamental de las leyes de la gravedad de Newton.

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El artículo del siglo xviii en donde John Michell sugirió por primera vezla existencia de la versión newtoniana de un «agujero negro». (PhilosophicalTransactions of the Royal Society of London.)[Traducción: VII. Sobre los medios para descubrir la distancia, magnitud, etc., de lasestrellas fijas como consecuencia de la disminución en la velocidad de su luz, en caso de quetal disminución se lleve a cabo en cualquiera de ellas, y esa información deba procurarse pormedio de observaciones, como sería necesario para ese propósito. Por el Rev. John Michell,B. D. F. R. S. en una carta a Henry Cavendish, Esq. F. R. S. y A. S.

Leída el 27 de noviembre de 1783.

Thornhill, 26 de mayo de 1783.querido caballero:El método que le mencioné cuando estuve por última vez en Londres, con el cual tal vezsea posible calcular la distancia, magnitud y peso de algunas estrellas fijas como mediode disminución en la velocidad de su luz, se me ocurrió poco después de escribir lo quepublicó el Dr. Priestley en su Historia de la óptica en relación con la disminución en lavelocidad de la luz a consecuencia de su aproximación al Sol; pero la dificultad extrema,y quizás imposibilidad, para proporcionar la información adicional necesaria para estepropósito me parecieron, al pensarlo por primera vez, objeciones de tal envergadurapara ese esquema que no las consideré más. Como, sin embargo, ciertas observacio­nes posteriores comienzan a darnos mayor oportunidad para conseguir por fin estainformación, considero que no sería impropio para los astrónomos conocer el método quepropongo (el cual, hasta donde sé…]

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Si se medía la amplitud de la órbita y el tiempo que llevaba a lasestrellas orbitar entre ellas, se podría dar una estimación de sus ma­sas. Y si el tirón gravitacional de cada una afectaba el movimientode la otra, sugirió Michell, ese tirón también afectaría a la luz. Erauna época en la cual se asumía que la luz estaba compuesta por«corpúsculos», enjambres de partículas (sobre todo porque Newtonhabía avalado esa idea y su opinión era reverenciada).

Imaginemos a estas partículas saliendo de la estrella y viajandohacia el espacio. Michell asumió que la gravedad atraería a estos cor­púsculos igual que a la materia. Cuanto más grande fuera la estrella,mayor sería la resistencia gravitacional sobre la luz y disminuiría suvelocidad. Habría una «disminución en la velocidad de la luz [de lasestrellas]», como anunciaba el título de su artículo. Mida usted lavelocidad de un rayo de luz al entrar por el telescopio y, voilà!, habráadquirido el medio para pesar una estrella.

Y es aquí donde surge la posibilidad del «agujero negro»: Mi­chell llevó su escenario hasta el límite y calculó cuándo sería tangrande la masa de una estrella que «la luz […] volvería hacia ellacomo resultado de su propia fuerza de gravedad»—como un chorrode agua lanzado por una fuente, que alcanza una altura máxima yluego desciende—. Sin un corpúsculo radiante que escape de ella,la estrella se mantendría invisible para siempre, como un pequeñopunto oscuro en el cielo. Según los cálculos de Michell, esa trans­formación podría darse cuando la estrella fuera quinientas vecesmás grande que el Sol, e igualmente densa. En nuestro SistemaSolar, tal estrella se extendería más allá de la órbita de Marte.

En 1796, en medio de la Revolución francesa, el matemáticoPierre­Simon de Laplace llegó por su cuenta a una conclusión simi­lar. Mencionó brevemente a estos corps obscurs, o cuerpos ocultos,en su famosa Exposition du système du monde, un manual sobre lacosmología de su época. «Una estrella luminosa, con igual densidadque la de laTierra, y cuyo diámetro fuera doscientas cincuenta vecesmayor que el del Sol», escribió, «no permitiría, como consecuenciade su atracción, a cualquiera de sus rayos llegar hasta nosotros; así,es posible que los más grandes cuerpos luminosos en el Universo

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puedan, por esta causa, ser invisibles». Fue solo después de la críticade un tenaz colega, el astrónomo barón Franz Xaver von Zach, queLaplace desarrolló, tres años después, una rigurosa prueba matemá­tica para demostrar su precipitado enunciado inicial. La estimaciónde Laplace del diámetro de la estrella oscura fue diferente al de Mi­chell porque asumió una mayor densidad para los cuerpos solares.

Pero ¿tiene algún sentido predecir la existencia de estrellas que ja­más serán vistas? Laplace quizá reconsideró su planteamiento cuan­do se comenzó a ver a la luz como ondas, no como corpúsculos.O quizá sencillamente experimentó una pérdida de interés, puesen las ediciones posteriores del Système du monde —varias hasta sumuerte en 1827— excluyó su conjetura sobre la estrella invisible ynunca la mencionó otra vez. Michell, por el contrario, mostró mássagacidad en su artículo de 1784. En él sugirió una manera más in­teligente de «ver» esas estrellas invisibles. Si una de ellas gira en tornoa una estrella luminosa, señaló, sería notable su efecto gravitacionalsobre los movimientos de esta. En otras palabras: la estrella brillanteparecería balancearse hacia delante y hacia atrás a lo largo del tiempodebido a los tirones de las estrellas oscuras. Es una de las múltiplesvías que tienen los astrónomos actuales para rastrear agujeros negros.

Sin embargo, al final, Michell y Laplace se estaban adelantandoa sí mismos —planteando problemas antes de que la física estu­viera en posición de responderlos—. No se dieron cuenta de quelas estrellas supergigantes tienen densidades mucho menores a lasque previeron. Tampoco llegaron a considerar que el mismo efectoinvisible podría darse si una estrella fuera más pequeña pero muymuy densa. Si de alguna manera se comprimiera a una estrella hastahacerla más pequeña, la velocidad de escape aumentaría considera­blemente. Pero en aquel entonces los astrónomos solo asumieronque todas las estrellas compartían con el Sol o la Tierra una mismadensidad. ¿Algo podría ser más denso que los elementos terrestres?Impensable a finales del siglo xviii.

Tanto Michell como Laplace estaban trabajando con una inade­cuada ley de la gravedad, y una equivocada teoría de la luz. Aún nosabían que la luz nunca disminuye su velocidad cuando está en el

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Si se medía la amplitud de la órbita y el tiempo que llevaba a lasestrellas orbitar entre ellas, se podría dar una estimación de sus ma­sas. Y si el tirón gravitacional de cada una afectaba el movimientode la otra, sugirió Michell, ese tirón también afectaría a la luz. Erauna época en la cual se asumía que la luz estaba compuesta por«corpúsculos», enjambres de partículas (sobre todo porque Newtonhabía avalado esa idea y su opinión era reverenciada).

Imaginemos a estas partículas saliendo de la estrella y viajandohacia el espacio. Michell asumió que la gravedad atraería a estos cor­púsculos igual que a la materia. Cuanto más grande fuera la estrella,mayor sería la resistencia gravitacional sobre la luz y disminuiría suvelocidad. Habría una «disminución en la velocidad de la luz [de lasestrellas]», como anunciaba el título de su artículo. Mida usted lavelocidad de un rayo de luz al entrar por el telescopio y, voilà!, habráadquirido el medio para pesar una estrella.

Y es aquí donde surge la posibilidad del «agujero negro»: Mi­chell llevó su escenario hasta el límite y calculó cuándo sería tangrande la masa de una estrella que «la luz […] volvería hacia ellacomo resultado de su propia fuerza de gravedad»—como un chorrode agua lanzado por una fuente, que alcanza una altura máxima yluego desciende—. Sin un corpúsculo radiante que escape de ella,la estrella se mantendría invisible para siempre, como un pequeñopunto oscuro en el cielo. Según los cálculos de Michell, esa trans­formación podría darse cuando la estrella fuera quinientas vecesmás grande que el Sol, e igualmente densa. En nuestro SistemaSolar, tal estrella se extendería más allá de la órbita de Marte.

En 1796, en medio de la Revolución francesa, el matemáticoPierre­Simon de Laplace llegó por su cuenta a una conclusión simi­lar. Mencionó brevemente a estos corps obscurs, o cuerpos ocultos,en su famosa Exposition du système du monde, un manual sobre lacosmología de su época. «Una estrella luminosa, con igual densidadque la de laTierra, y cuyo diámetro fuera doscientas cincuenta vecesmayor que el del Sol», escribió, «no permitiría, como consecuenciade su atracción, a cualquiera de sus rayos llegar hasta nosotros; así,es posible que los más grandes cuerpos luminosos en el Universo

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POR TANTO, ES POSIBLE qUE LOS MAYORES CUERPOS LUMINOSOS... 25

puedan, por esta causa, ser invisibles». Fue solo después de la críticade un tenaz colega, el astrónomo barón Franz Xaver von Zach, queLaplace desarrolló, tres años después, una rigurosa prueba matemá­tica para demostrar su precipitado enunciado inicial. La estimaciónde Laplace del diámetro de la estrella oscura fue diferente al de Mi­chell porque asumió una mayor densidad para los cuerpos solares.

Pero ¿tiene algún sentido predecir la existencia de estrellas que ja­más serán vistas? Laplace quizá reconsideró su planteamiento cuan­do se comenzó a ver a la luz como ondas, no como corpúsculos.O quizá sencillamente experimentó una pérdida de interés, puesen las ediciones posteriores del Système du monde —varias hasta sumuerte en 1827— excluyó su conjetura sobre la estrella invisible ynunca la mencionó otra vez. Michell, por el contrario, mostró mássagacidad en su artículo de 1784. En él sugirió una manera más in­teligente de «ver» esas estrellas invisibles. Si una de ellas gira en tornoa una estrella luminosa, señaló, sería notable su efecto gravitacionalsobre los movimientos de esta. En otras palabras: la estrella brillanteparecería balancearse hacia delante y hacia atrás a lo largo del tiempodebido a los tirones de las estrellas oscuras. Es una de las múltiplesvías que tienen los astrónomos actuales para rastrear agujeros negros.

Sin embargo, al final, Michell y Laplace se estaban adelantandoa sí mismos —planteando problemas antes de que la física estu­viera en posición de responderlos—. No se dieron cuenta de quelas estrellas supergigantes tienen densidades mucho menores a lasque previeron. Tampoco llegaron a considerar que el mismo efectoinvisible podría darse si una estrella fuera más pequeña pero muymuy densa. Si de alguna manera se comprimiera a una estrella hastahacerla más pequeña, la velocidad de escape aumentaría considera­blemente. Pero en aquel entonces los astrónomos solo asumieronque todas las estrellas compartían con el Sol o la Tierra una mismadensidad. ¿Algo podría ser más denso que los elementos terrestres?Impensable a finales del siglo xviii.

Tanto Michell como Laplace estaban trabajando con una inade­cuada ley de la gravedad, y una equivocada teoría de la luz. Aún nosabían que la luz nunca disminuye su velocidad cuando está en el

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vacío. Probar la existencia de estas estrellas oscuras requería teoríasmás avanzadas para la luz, la gravedad y la materia. El conceptomoderno de agujero negro —un verdadero «hoyo» en el espacio­tiempo, en vez de solo una gran mole de materia estelar oscura—no se daría en casi un siglo. Esperó a la aparición en escena delfilósofo naturalista más ingenioso del siglo xx: Albert Einstein.

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NEWTON, LO LAMENTO

Afinales del siglo xix los físicos podían señalar con orgullo doslogros mayores: la mecánica clásica de Newton (establecida casi

dos siglos antes) y las ecuaciones del electromagnetismo del teóricoescocés James Clerk Maxwell (formuladas en la década de 1860).Para la física, cada ecuación era la más grande de su tiempo. FueMaxwell quien descubrió qué era realmente la luz, vinculándola alya conocido fenómeno de la electricidad y el magnetismo. Predijola existencia de ondas electromagnéticas, cuya «velocidad es tan cer­cana a la de la luz», afirmó, «que parece tenemos una razón de pesopara concluir que la luz en sí […] es una alteración electromagnéticaen forma de ondas». Con sus ecuaciones, Maxwell reveló una nuevay fundamental constante de la naturaleza: la velocidad de la luz.

Experimento tras experimento, los principios científicos de am­bos, Newton y Maxwell, produjeron predicciones sumamente pre­cisas, así que era sencillo pensar que poco quedaba por hacer entorno a esos temas. Maxwell, incluso, llegó a preguntarse en 1874—en su discurso en la apertura de lo que hoy es el Laboratorio deFísica Cavendish en la Universidad de Cambridge—, «si la únicaocupación […] que quedará a los hombres de ciencia será llevarestas mediciones hasta otro nivel decimal».

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