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Agradecimiento especial a Esther Dita Kohn de Cohen

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Page 4: Agradecimiento especial a sther Dita Kohn de Cohen...al principio con fluidez y después en forma esporádica. Viky, como es generacionalmente lógico, no comulgaba con las ideas de

Esta novela es casi autobiográfica. Lo que no me pasó a mí les pasó a víctimas de la dictadura chilena y argentina, amigas a quienes quiero rescatar de la muerte del olvido. Esta novela está dedicada a ellas y a todas las víctimas de las dictaduras de derecha, izquierda, democracias dictatoriales…. Al Embajador y personal diplomático de la Embajada de Venezuela en Buenos Aires, abril­mayo 1979, que arriesgaron su vida para salvarme. Al piloto y la tripulación de Viasa del 17 de mayo de 1979, que me recibieron como una heroína y abrieron una botella de champán para celebrar por mi libertad. Al pueblo venezolano, que me recibió como si siempre hubiera sido parte de él. Al puñadito de amigas y amigos que se quedaron a mi lado, en Argentina, cuando todo el mundo huyó. A las amigas y amigos que me ayudaron en el resto del mundo. A Joan Baez.

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Hay un aeropuerto llamado Ezeiza.

Hay otro llamado Simón Bolívar.

Entre los dos media un camino muy largo llamado exilio.

Vivo en un país que no es mío.

Vengo de un país que alguna vez creí mío pero no era cierto.

Vivo sobre la tierra no sobre un mapa.

Y con la gente no con sus pasaportes.

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“Sí, yo estaba ahí el 17 de mayo de 1979 y claro que recuerdo lo que sucedió. Lo

recuerdo muy bien porque nunca antes yo había participado en algo así y no lo

puedo olvidar. Es más, a veces he tenido pesadillas. Sueño que levanto la mano

izquierda para despedir a alguien y que entonces ¡zas! me la cortan de un

hachazo.

No es agradable, no, pero bueno, yo estaba ahí haciendo el servicio militar y me

había tocado la zona del Aeropuerto de Ezeiza, aunque para ser más precisos,

estaba exactamente en la alcabala que la Fuerza Aérea tiene en la ruta que va al

Aeropuerto, ¿la conoce? Bueno, ahí estaba yo.

Ese día era un lindo día, sí, jueves si no me equivoco, con mucho sol, y como a

eso de las nueve y media de la mañana sentimos un gran alboroto de sirenas que

se acercaban en dirección a nosotros. Pude distinguir tres autos que avanzaban a

gran velocidad. Uno de ellos, el primero, era de la Policía Federal e iban en él tres

hombres. Entre éste y el último, que también era de la policía pero sin

inscripciones, de paisano que le dicen, había otro. Era un Ford blanco y por la

chapa supe que era de algún diplomático y ahí había cinco personas: cuatro

hombres y una piba. Yo estaba mirando todo desde adentro de la alcabala cuando

escuché los gritos. Los de la Federal siempre andaban matoneando y ese poli no

era la excepción, aunque los de la Fuerza Aérea... en fin... yo escuché que el poli

decía que era una misión muy delicada, emanada directamente desde la Junta, y a

mi cabo gritando aún más fuerte que por más misión especial que fuera ellos no

pasaban sin que él y “sus” muchachos los escoltaran. El cabo era muy joven, 22 o

23 años le calculaba yo, y el poli andaba por los 40 y se tuvo que comer la

humillación. Finalmente llegaron a un acuerdo.

Cinco de nosotros partimos al frente de la caravana en un camión. Yo y dos de mis

compañeros íbamos sentados en la parte de atrás, con los pies colgando fuera del

camión y las ametralladoras ligeramente apuntando a los autos que nos seguían.

Ordenes son ordenes y en el servicio militar nada se discute. Estábamos a

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mediados de otoño y el solcito pegaba lindo, sí, y yo me sentía feliz de que me

hubieran elegido para la misión. Uno se harta de estar ocho, diez horas de pie en

una alcabala, controlando todo como si realmente la historia fuera a pasar por ese

pedazo de carretera vieja.

Todavía faltaba un buen trecho para llegar al aeropuerto, así que tuve tiempo de

observar con calma a las personas que iban en el Ford blanco, aunque no los veía

muy bien. Tres de los cuatro hombres eran morochos, de pelo negro; el cuarto no,

era rubio, de tez blanca, joven. Este iba sentado en el asiento de atrás, a su lado

iba la piba y al lado de ella un señor mayor. Ella tenía una cara muy triste y

parecía muy joven, no le calculaba más años que los míos, que estaba por cumplir

diecinueve. Los hombres que iban atrás hablaban mucho entre sí, gesticulando, y

a veces se notaba que le preguntaban o decían algo a ella, que respondía

brevemente y a veces sonreía. Me hice todo tipo de conjeturas respecto a lo que

estaba sucediendo, pero jamás hubiera imaginado que la misión era esa misión.

Finalmente llegamos al aeropuerto. El cabo bajó muy rápido y se fue hacia el

edificio gritando que controláramos todo muy atentamente. Yo no entendía nada.

Mientras él se iba el poli se acercó al segundo auto y, pasando la mano por la

ventanilla, se despidió de todos los hombres pero de la piba no. Ella lo miraba

fijamente mientras él extendía su mano hacia un lado, sonreía, hacia el otro, volvía

a sonreír.

Cuando se bajaron del auto pude ver todo mejor, aunque brevemente porque ella

y los cuatro hombres se fueron inmediatamente hacia el edificio. Ella tenía el pelo

largo y lacio, casi le llegaba a la cintura. Era pequeña de estatura. La tez era

levemente oscura y llevaba vaqueros azules, mocasines marrones y una camisa

blanca. Uno de los hombres cargaba un bolso azul pequeño y una guitarra

envuelta en papel de diario. La piba no llevaba nada y siempre caminaba en medio

de los dos hombres, los mismos que iban sentados atrás en el auto y que tampoco

llevaban nada. Ella caminaba muy erguida y tenía los ojos tristes pero secos como

si estuviera muerta.

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Los hombres seguían hablando y riendo y ella ahí, entre medio de los dos, en

silencio, se veía tan frágil. A mí me daba tanta pena ella que amagué mover la

mano en señal de despedida aunque ella no me viera, pero entonces uno de mis

compañeros me golpeó y me dijo:

­ ¿Qué vas a hacer idiota? ¿No sabés que es una deportada?

Y yo bajé la mano.”

Juan Pérez, ex soldado.

Informe de la Comisión de Derechos Humanos.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

¿No es acaso prematuro para la vida de cualquiera tener 21 años y marchar al

exilio?

Como prematura fue la madrugada que se desayunó con infinidad de cadáveres.

En el Río de La Plata de a diez y de a veinte aparecían diariamente.

Decían que venían de Uruguay, presos de allá... pero todos sabíamos.

Era macabra la danza de los muertos.

Era macabra la danza de muerte que los militares nos imponían.

Llegar no es mejor que partir.

Es casi de noche y paso largo tiempo mirando los rostros que esperan pero

ninguno espera por mí.

Llueve.

Tengo ganas de sentarme sobre mi bolso, hundir la cabeza, cubrir mi cara con mis

manos y ponerme a llorar. Pero no lo hago. El tiempo pasa y no me atrevo a

moverme.

Con cincuenta dólares me fui, regalo de la Embajada de Venezuela en Buenos

Aires y con cuarenta y cinco llego, cinco gastados en cervezas tomadas en el

avión. Hay quien toma valium, quien llora, quien pide ayuda, quien grita o va al

sicoanalista. Hay quien se suicida también. Yo bebo. Me considero un árbol y,

como decía Alejandro Casona, los árboles mueren de pie.

Tomo un taxi y la primera novedad es que el taxista me dice que me siente

adelante, porque así se acostumbra acá pero no allá. Pienso, ¿y si me secuestra

creyendo que tengo dinero? Pero resulta ser un flor de tipo, periodista además de

taxista, y nos pasamos el viaje hablando sobre la miseria en Caracas.

Cuando entramos al primer túnel siento terror, yo que jamás he cruzado uno.

Terror como siento desde hace ocho meses.

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­ ¿Ves esos ranchos? ­ dice señalando cientos de casuchas en la montaña, un

panal de pobreza.­ Parecen fuertes pero no lo son y cuando la lluvia llega caen

sobre las calles como hojas apenas tocadas por el viento.

Caracas me parece, de noche y con lluvia, en este angustiante trayecto

aeropuerto­ciudad, una inmensa villa miseria iluminando la montaña.

Qué largo se hace el camino cuando no se conoce el lugar de llegada.

Voy a un barrio llamado Santa Mónica en donde vivía, hasta hace un año atrás, mi

amiga Viky. Mi familia trató de contactarla el último mes, pero fue en vano. Nadie

al teléfono. Nadie al correo.

Viky es chilena y emigró con su familia en 1971. Es una exiliada al revés, porque

su padre es un empresario que se fue de Chile escapando del socialismo de

Allende. Pasaron primero por Argentina y así fue que nos conocimos, y cuando

dos años más tarde se fueron escapando del peronismo que también le parecía a

su padre demasiado izquierdoso, nuestra amistad continuó por correspondencia,

al principio con fluidez y después en forma esporádica.

Viky, como es generacionalmente lógico, no comulgaba con las ideas de su padre

y llenaba su casa de hombres y mujeres que venían huyendo de las dictaduras de

derecha a los que él, con gran amabilidad, siempre ofrecía un plato de comida. Un

par de veces fue de vacaciones a Argentina y aunque los períodos de silencio

muchas veces eran muy largos, no había distancia entre nosotras cuando nos

encontrábamos.

Los taxistas caraqueños casi no conocen su ciudad, ellos que deberían ser sus

dueños. Una tiene que indicarle el camino y yo no lo conozco porque nunca antes

he estado en este país.

Santa Mónica parece un laberinto.

Damos vueltas.

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Nos perdemos una y otra vez, regresamos al punto de partida, volvemos a

comenzar y volvemos a perdernos.

La lluvia y mi desesperación arrecian.

Ni un alma a quien preguntarle y los nombres de las calles desaparecidos bajo el

torrente.

Por fin damos con la calle.

Avanzamos lentamente leyendo los nombres de los chalets a un lado y al otro de

la calle, porque en esta ciudad las casas no tienen números sino nombres. Pero la

encontramos fácilmente. Es un chalet muy bonito de dos pisos con jardín adelante.

Hay dos timbres y ninguna indicación.

Toco el de abajo y un hombre me indica por el intercomunicador que Viky vive en

el piso de arriba.

Toco el segundo timbre mientras le hago una seña a mi taxista para que se quede

tranquilo.

Aparece Viky y su alegría es tan grande como mi alivio. Nos abrazamos

largamente y nuestras lágrimas se funden con las gotas de lluvia.

­¡Sabía que no ibas a durar mucho en ese país! ¡Tú no cambias más, che!

Busca un paraguas y me acompaña al taxi donde mi buen taxista ­ “si tu amiga no

está no te voy a dejar sola”­ sonríe feliz. Le doy el número telefónico de Viky y le

ruego que me llame para no perder el contacto. Promete hacerlo. Mi solidario

taxista. Tengo tanto que agradecerle. Y ni siquiera sé su nombre.

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La Plata, septiembre de 1978.

Maren y yo estamos de visita en casa de Gladys, nuestra ex profesora de

Literatura de cuarto año de secundaria.

Antes de conocerla yo observaba el mundo de las mujeres adultas, mi madre, tías,

vecinas, profesoras, y sentía pavor de pensar que mi vida futura iba a ser como la

de ellas. La vida de las mujeres me parecía gris, aburrida.

Me movía mucho, en diferentes círculos, observaba todo y siempre sentía la

misma congoja. La vida de las mujeres adultas, desde los ojos de la niñez, se

veía patética.

Cuando conocí a Gladys supe que había esperanza. Gladys no se parecía a

nadie.

Tendría alrededor de treinta años, era soltera, muy linda y vivía sola en un coqueto

departamento en el centro. Casi no se maquillaba y no le hacía falta, porque tenía

unos enormes y hermosos ojos negros, una pequeña y llena de personalidad nariz

aguileña y una boca grande y sensual, de grandes y parejos dientes blancos.

Cuando ella reía, y lo hacía a menudo, la risa le llenaba el rostro y le iluminaba los

ojos. No era alta, más bien delgada, y llevaba el cabello suelto y sin retoques. Era

muy informal, aunque en absoluto escandalosa. Simplemente se vestía a su modo

no a la moda. Estuviera donde estuviese Gladys siempre llamaba la atención. El

resto de las mujeres de su edad eran clásicas en su forma de vestir y de actuar,

Gladys era explosivamente libre, explosivamente vital, explosivamente alegre.

Ella hacía y sabía cosas que las demás mujeres no hacían o parecían no saber.

Amaba al teatro, a los “negros spirituals” que me hizo escuchar, a García Lorca,

las canciones de contenido social y a Joan Báez, la cantante estadounidense que

era mi gurú y de quien tenía un cierto parecido.

En sus clases nos enseñaba literatura y nos enseñaba la vida. Eran tiempos

difíciles. 1974. Año en que la palabra revolución estaba en boca de muchos. Año

de esperanza, miedo y confusión. Y Gladys, en medio de ese caos, era la única

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que parecía saber lo que estaba sucediendo y lo que había que hacer, la única

que se apartaba del programa de estudios porque para ella la literatura, si no

estaba engarzada con la vida, no servía para nada.

No era fácil ser Gladys.

Las otras profesoras y las preceptoras la criticaban a sus espaldas. Le envidiaban

su libertad. Los hombres se sentían intimidados por su coraje. Pero ella no

cambiaba. A los que la criticaban les regalaba su risa feliz, su suavidad y su

ternura. Y Gladys no estaba sola. Nos tenía a nosotros, sus alumnas y alumnos

que la adorábamos, y a su compañero de vida, Carlos, pero ahora imagino que

eso no era suficiente. Gladys era una llama fulgurante, rebelde y alegre en medio

de la oscuridad de la monotonía de la gente, y eso no se perdonaba fácilmente.

­ Gladys, no hacemos la revista para hablar “maravillas” de la dictadura.

­ Y me encanta, pero, ¿saben a lo que se están exponiendo?

­ ¿Por publicar cuentos y poesías? ­ responde Maren.

­ Sí, porque hay un mensaje sutil en todo lo que publican, sutil pero que

cualquiera puede descubrirlo.

­ Es cierto, pero vos fuiste nuestra profesora, vos nos enseñaste muchas cosas

sobre derechos y obligaciones de gobiernos y ciudadanos. La dictadura ha barrido

con todas tus enseñanzas, ¿no te parece?

­ Sí Sandra, pero ¿qué se puede hacer? Ellos tienen el poder y nosotras la

cautela. No hay que ser tontas y arriesgarse en vano.

­ ¿Tenemos que olvidarnos de la profesora de inglés de tercer año? ­ pregunta

Maren.­ Exiliada en España. ¿El profesor de química de quinto? Preso. La gorda

Susana, nuestra compañera de cuarto, desaparecida. Podría seguir y acabaría el

próximo año.

­ Sé todo eso queridas mías, pero también sé que no están dadas las condiciones

para denunciar nada.

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­ ¿Y las Madres de Plaza de Mayo? ¿Qué son ellas, de piedra? El día que estén

dadas las condiciones para denunciar ya no habrá dictadura, así cualquiera

denuncia. Lo importante, y esta también fue una enseñanza tuya, es denunciar

contra todo y pese a todo. Pero claro, es mucho más cómodo seguir con el “no te

metás” tan típicamente argentino ¿no?

­ Por lo que veo, Sandra, seguís siendo tan agresiva como en tu época de

estudiante de secundaria. Ahora bien, siguiendo con el tema, la guerrilla tampoco

se quedó atrás. Entiéndanme bien por favor, no estoy aceptando ni justificando las

atrocidades cometidas por la dictadura, pero tanto un bando como el otro eligió el

camino de la violencia, ¿a qué condujo todo esto? A construir un país cimentado

sobre cadáveres. Como dice el dicho, la violencia genera violencia.

­ ¿Acaso alguna vez nos viste haciendo apología de la guerrilla?­ responde

Maren.­ Somos pacifistas. Y entre la violencia de los milicos y la violencia de la

guerrilla quedamos atrapados los subversivos de pensamiento, los subversivos del

amor. Y estos son los que llenan las cárceles, los que están desaparecidos. La

violencia tiene muchas caras, oh sí, lamentablemente, los militares y los

poderosos nos matan diariamente de mil modos distintos pero como no caemos

muertos, a eso no le llaman violencia. Y frente a ese violencia a la que podés

llamar explotación, vejación, atropello policial, como quieras, ¿qué hacemos?

Aguantar. Aguantar como lo han hecho nuestros padres y nuestros abuelos,

aguantar porque “no están dadas las condiciones” y en ese aguantar llevamos

¿cuántos siglos y muertos?

­ De todos modos, queridas mías, creo que es tonto que editen una revistita como

Machu­Picchu, que de hecho no tiene ninguna trascendencia en la vida nacional,

pero que sin embargo puede traerles complicaciones. No es tiempo de andar

jugando a las heroínas, ¿saben?

­ Ni nosotras queremos serlo, simplemente queremos hablar de esa Argentina real

que diariamente, como un bombardeo continuo a nuestra memoria, todos los

medios de comunicación insisten en hacernos creer que no existe. Y

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precisamente como la revista no tiene trascendencia ni siquiera local, es que

creemos que no corremos peligro. Pero nosotras no la hacemos por hobby, no,

nosotras queremos subvertir el estado de amnesia y si treinta, cuarenta o dos

lectores comienzan a recordar al leer la revista, eso para nosotras es un triunfo.

­ “Vivamos en el amor y en la paz. Digámosle no a la guerra con Chile. No al

reclutamiento militar”, ¿a quién se le ocurrió esta frase tan peligrosa?

­ A mí, ¿por qué?

­ Sandra, por favor, ¿dónde creés que estás viviendo? ¿En California años 60?

Querida mía, en Argentina nunca, oí bien, nunca, fuimos pacifistas.

­ ¿Y eso que tiene que ver? Podemos empezar a serlo ¿no? Y es curioso que

digás lo de California, ¿sabés quién me inspiró esa frase? Joan Báez. Cuando la

guerra en Vietnam ella sacó un slogan que decía algo más o menos así, ojo,

según la traducción: “Dile sí al muchacho que dice no”. Y ya sé, me vas a decir

que estoy 20 años atrasada en la historia, ¿qué le voy a hacer? Ya habrá tiempo

para cambiar ¿no? Los tiempos están cambiando cantaba Bob Dylan en los 60 y el

que cambió fue él. El muy cerdo se volvió capitalista.

­ ¿Y si tomamos unos mates? ­ propone Gladys.

­ Yo los cebo ­ dice Maren.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

La lluvia ha parado. Viky me lleva a conocer la ciudad en un jeep que conduce con

cuidado.

La ciudad lentamente aparece ante mis ojos. Veo una montaña llena de lucecitas

semejante a un inmenso árbol de Navidad, que me impacta. Las luces son de las

villas miserias y el entusiasmo se transforma en horror. Llegan hasta la cima y si

logro no pensar en lo que cada una de ellas significa no puedo menos que quedar

extasiada. Me pregunto lo que sucederá el día que toda esa gente baje de la

montaña en silenciosa procesión, sin más armas que su hambre, a reclamar la

porción de riqueza que les pertenece porque también la generaron.

La montaña, me aclara, no escapa a las diferencias sociales: donde los ricos

tienen sus casas se llama “colinas”; donde viven los pobres, “cerro”. La montaña,

ajena a esta absurda división de clases, brinda su hermosura a todos por igual.

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La Plata, octubre 1974.

Cuando la profesora de castellano llegó, todos nos habíamos puesto de acuerdo

para que Maren hablara en nuestro nombre pidiéndole que postergara el examen.

Lo que nunca, un gran silencio recibió su entrada. Por lo bajo todas las miradas se

dirigían a Maren que, con gran seguridad, erguida la espalda, ordenados sus libros

sobre el banco, seguía todos los movimientos de la profesora.

Yo estaba sentada a su lado y Dunia, que tenía su lugar al lado mío, se había

ubicado estratégicamente en una de las filas de atrás, para atacar desde dos

frentes si la situación así lo requería. El examen era muy difícil y nadie,

absolutamente nadie, ni siquiera los mejores del curso, estaba preparado para

enfrentarlo con éxito. La verdad, entre nosotros, la última semana habíamos

estado organizando un baile pro fondos para el viaje de fin de curso.

Cuando la profesora comenzó a desparramar papeles sobre su escritorio, Maren

se paró y sin preámbulos pidió la palabra. Se veía tan linda con su pelo revuelto y

corto cayendo sobre sus ojos claros. La profesora, inclinada sobre su escritorio, la

miró a través de los anteojos que se resbalaban sobre su nariz prominente y,

acomodándoselos, preguntó:

­ ¿Qué sucede alumna Chernesky?

­ Queríamos pedirle que, si fuera usted tan amable, postergara el examen para la

próxima clase, porque no tuvimos tiempo de estudiar.

­ ¿Y se puede saber por qué “no tuvieron tiempo”?

­ Hemos tenido muchos exámenes esta semana, profesora.

­ Muchos exámenes. Sus compañeros, sin embargo, no dicen nada.

­ Es que...

­ No estoy hablando con usted, Sandra. Maren, ¿no será que en realidad es usted

la que no estudió?

­ No profesora, no hablo por mí sino por todos mis compañeros. Si usted

realmente cree que soy yo la que no sé, entonces puede comenzar a preguntar.

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Y me pregunto qué hubiera hecho Maren si la profesora no le hubiera creído

porque, cosa rara en ella que era una de las más inteligentes del curso, esa vez no

sabía.

La profesora, que ya había abandonado su incómoda posición en el escritorio,

ahora nos taladraba desde su metro setenta vertical. En silencio comenzó a

caminar en dirección a Maren sin quitarle los anteojos de encima. Dunia corrió

suavemente a sentarse a mi lado porque ya la situación ameritaba la unión ante el

enemigo que, astutamente, estaba preparando sus disparos contra uno de

nuestros mejores artilleros.

­ Quiero darle un consejo, Maren. Sé que no lo tomará en cuenta ahora como sé

también que le parecerá cosa de viejos. No abra la boca si no es para defenderse

a usted misma. Hablar en nombre de las mayorías es cosa muy peligrosa.

El examen fue postergado.

Es curioso, pero recuerdo que la mirada de la profesora era especialmente triste

cuando dijo las últimas palabras.

En el recreo Maren estaba pensativa y, apoyada sobre una columna, miraba

distante el campo de deportes mientras el sol no dejaba de iluminarle las dudas.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Un mes.

Hoy se cumple un mes de mi llegada.

Estoy en el hermoso Club Puerto Azul, a orillas del Mar Caribe, invitada por Elly,

una enigmática y encantadora mujer austríaca y sus revoltosos hijos que hablan

un idioma­ el venezolano­ que aún no entiendo. Elly tiene treinta y cuatro años,

vive en Caracas desde los veinte pero el español es idioma difícil y lo habla con

delicioso acento. Es blanca como la nieve de los Alpes suizos donde, cuando era

adolescente, iba a esquiar y sus ojos son tan profundamente azules como este

mar que me mira sin verme.

Elly es tremendamente formal. Muy clásica, muy elegante. Contrastamos

muchísimo, porque yo parezco una hippie escapada de los años sesenta. Su

cabello rubio se ve más luminoso al lado del mío, profundamente negro. Pero

detrás de esa formalidad, de su chalet de dos pisos en las afueras de la ciudad,

con pileta de natación; de su colección de obras de arte que hacen del lugar un

pequeño museo; de sus esculturas de famosos artistas colocadas con encanto en

el espectacular jardín, desde el que se tiene una panorámica formidable de

Caracas. Por encima de la sofisticación de sus domingos tomando té servido por

rigurosos mozos, con invitados que representan a lo más culto de la sociedad

caraqueña, escuchando a un cuarteto de cuerdas tocar melodías clásicas; por

encima de su vida próspera y formal, en lo más recóndito de su alma asoma una

libertaria sencilla y encantadora.

Mirando el mar me pregunto qué hago acá, en este punto donde se acaba el mapa

del continente sudamericano.

No hay más respuesta que el silencio.

Y paso un fin de semana en silencio mientras la pobre Elly, ajena a todo lo que

tenga que ver con exilios y dictaduras, me mira solidaria sin comprender.

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Un mes.

Treinta días y treinta noches.

¿Cómo me sentiré cuando cumpla un año, dos, cinco, diez tal vez?

No estoy.

Sólo mi cuerpo está sobre la arena.

En Argentina hay gente presa, desaparecida, torturada, hambrienta.

¿Por qué me salvé yo?

Me siento culpable de estar con vida.

Y, lejos de los dolores y la lucha de mi gente, ya no vivo.

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La Plata, septiembre 1978.

­ ¿Así que piensan seguir haciendo la revista? ­ pregunta Gladys mientras toma un

mate.

­ ¿Por qué no? Cuando sacamos el número tres la gente empezó a decirnos: ojo,

cuídense, está “muy” fuerte. ¡Muy fuerte y casi no decíamos nada! Con este

número no te cuento la reacción, poco más y ya somos las disidentes más

peligrosas del sistema. Pero, el gran genocidio ya fue cometido; ahora, salvo algún

que otro caso aislado, puede decirse que vivimos en “paz”. Claro, se podría

agregar: han asesinado a todas las voces. Pero vas a decir que soy una

panfletaria y además, no tengo que convencerte de nada. Vos sabés muy bien lo

que ha pasado.

­ Y porque lo sé, Sandra, es que les digo, aunque crean que soy cobarde:

cuídense. Bajo la calma aparente los fusiles continúan engrasados.

El estruendo impidió que se escucharan claramente las últimas palabras. La pava

se movió de su lugar y el mate se volcó en el suelo. Las tres miramos hacia la

puerta como esperando una respuesta. Se escuchaban gritos y gente corriendo en

los pasillos. Salimos y la casa de la esquina era fuego y escombros. Los

bomberos llegaron cuando ya nada quedaba y la ambulancia no llegó nunca: los

muertos no eran del gobierno.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Los perros de caza aúllan y aúllan durante toda la noche.

Corren desaforados y salvajes tras su presa.

Gritos.

Son animales pero de otra raza: policías.

Me despierto bañada en sudor.

Vivo pendiente del cartero.

Atenta a sus pasos y a su voz.

Día tras día pasa, a veces para en casa, la mayoría no.

Y cuando para, las cartas no son para mí.

Languidezco.

Elly y Vicky intentan contenerme pero no pueden.

No se puede contener al mar.

Vivo con Viky, en el chalet que alquila, en donde ha dispuesto una habitación

hermosa para mí. Da al jardín interno, en donde una exuberante vegetación me

hace sentir que estoy en medio de la selva.

Todas las tardes el heladero callejero me atormenta con su

musiquita­convoca­clientes. Las madres salen con sus niños a su encuentro, los

amigos con sus amigas, sólo yo estoy sola.

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Hace calor. Siempre hace calor en esta ciudad. Siempre hay sol.

La naturaleza se manifiesta de forma tan intensa que hiere.

Cuando se siente tanto dolor la belleza de la vida es una agresión.

Todo el mundo ama una montaña llamada Ávila.

Imponente, separa a la ciudad del mar Caribe.

¿No es hermosa? me preguntan todo el tiempo mirándola con orgullo.

Yo vengo de la pampa.

Necesito tener el horizonte frente a mis ojos para sentirme viva.

El Ávila me ahoga.

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La Plata, septiembre 1978.

Siguen diciendo que ganamos un mundial de fútbol.

Yo digo que ganamos el mundial de las detenciones­desapariciones.

Aunque ellos las llamen “locas”, todos sabemos que son tan sólo madres

buscando a sus hijas y sus hijos.

Trabajo en el Registro Provincial de las Personas desde hace unos meses. Por

mis manos han pasado centenares de fichas que solamente dicen “NN” y el

nombre de una ciudad. A escondidas llevo mi registro en una libretita roja. Quiero

hacer un reportaje para la Escuela de Periodismo donde curso primer año.

Consulto con Maren y Dunia, que estudian conmigo, y me dicen que es muy

peligroso, insisten en que no escriba nada.

Liliana es mi compañera de trabajo. Es hija de alemanes, rubia como uno imagina

a todos ellos aunque no lo sean. Su madre la abandonó cuando era pequeña y su

padre se convirtió en un hombre hosco. Es hija única como único es su dolor.

Siempre está riéndose y su risa parece un escudo.

Hoy está extrañada. Nuestro jefe, un hombre de unos cincuenta años, policía de

civil, que siente una especial atracción por ella, estuvo hablándole largo rato y

terminó la conversación diciéndole:

­ Hágame caso, no se junte más con Sandra, no es una buena compañía para

usted.

Liliana me lo cuenta y no entiende nada. Yo tampoco.

­ ¿Estás en algo extraño? ­ me pregunta, ella que no sabe ni quiere saber nada de

política ni de derechos humanos.

­ No­ respondo­ lo único que puede ser extraño es la revistita, y vos ya la conocés.

­ El Jefe, desde lejos, nos mira con cara de preocupación. Yo estoy preocupada.

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­ Lili ­le digo intentado sonreír­ es mejor que le hagas caso, él te aprecia, por algo

te lo está diciendo.

­ ¿Vos estás loca? ­responde molesta.

­ Escúchame, lo único que te digo es que hagamos de cuenta, acá en la oficina,

que ya no somos más amigas. No compartamos el café, no leamos juntas el diario,

no nos vayamos juntas todos los mediodías. Después, después nos vemos en tu

casa o en la mía, pero acá...

­ Acá te callás la boca­ me interrumpe furiosa­ porque no pienso hacer nada de lo

que decís y no se hable más.

Tremenda piba. Estoy conmovida.

Cuando se acaba nuestro horario de trabajo nos vamos juntas. Caminado hacia la

salida pasamos por una oficina que siempre está cerrada.

­ ¿Viste? ­ dice Liliana.

­ ¿Qué? ­

­ Cuando pasamos por la oficina había un tipo parado en la puerta. Al verte llamó a

otro que estaba adentro y te señaló.

­¿Estás segura? ­ digo sin creerle mucho.

­ ¿Pero no te diste cuenta? ¡Sos más despistada!

­ ¿Al tipo ese lo habías visto antes?

­ No, nunca lo vi. Pero que te miró, te miró.

El edificio es grande. Son cuatro pisos que guardan los datos de todos los

habitantes de la provincia de Buenos Aires. Es el lugar donde se registran las

partidas de nacimiento, las bodas y las muertes. Tiene muchas puertas de entrada

y salida que siempre están habilitadas para evitar congestionamiento. Por eso nos

sorprende tanto que hayan clausurado todas las puertas y sólo hayan dejado una

abierta, en donde hay seis hombres parados a ambos lados de la misma. Liliana y

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yo intercambiamos miradas mientras, no nos queda otro remedio, nos dirigimos

hacia la puerta.

­ ¿Está el tipo de la oficina? ­ pregunto en voz baja.

­ Están los dos ­responde con falsa calma.­ ¿Seguimos?

­ Yo sigo. Vos quedate. Regresá a la oficina, inventá que te olvidaste algo, pero

andate.

­ Te dije que no fueras boluda ­responde agarrándome del brazo.

­ Gracias.­ le digo apretando suavemente su mano.­ Si podés fijate si me miran al

pasar. Por ahí estamos armando todo este lío por nada y no es conmigo la cosa.

Pero por las dudas es mejor que me soltés.­ y sin darle tiempo a reaccionar libero

mi brazo del suyo. Liliana y yo vamos muy erguidas, muy sueltas, muy aplomadas,

hacia la puerta en donde dos filas de hombres de inconfundible aspecto policial

nos ­¿me?­ esperan.

Me adelanto para pasar primero.

Las filas se estrechan.

Paso entre ellos despacio, como si nada me apurara ni preocupara, pero estoy

temblando.

Los hombres, indiferentes, hablan entre ellos.

El aire frío de la calle me golpea el rostro haciéndome tiritar.

Liliana aparece a mi lado.

­ Es con vos la cosa.­ susurra mientras nos alejamos.

Me volteo y miro hacia la puerta.

Un hombre, apartado del resto, me está mirando.

Por un segundo nos quedamos viéndonos.

Su mirada es dura, da miedo.

Qué lindo encontrarme con los hermosos ojos color miel de Liliana que, grandes y

preocupados, me miran con cariño.

­ ¿Qué estará pasando? ­ pregunta, mientras llegamos a la diagonal en donde nos

separamos.

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­ No lo sé pero no me gusta nada.

­ Quedáte tranquila, seguro que no son más que ganas de embromar ­ responde

mientras me abraza muy fuerte y se sube al micro que la lleva a la Facultad de

Odontología, donde estudia.

Como todos los días agarro la diagonal para ir a la Escuela de Periodismo, que es

ancha y linda, con negocios a ambos lados y que a medida que se acerca a la

calle 53 se vuelve más coqueta.

En pocas cuadras estoy en Plaza San Martín, que está llena de flores de todos

colores porque se acerca la primavera, y de un verde nuevo y oloroso. En los

bancos de madera hay gente disfrutando el sol, que calienta poco todavía. La

plaza a las dos de la tarde parece una fiesta.

Normalmente almuerzo en la plaza, bajo un árbol, y luego estudio hasta las cinco

de la tarde, cuando me voy despacito por la calle 53, que amo, hacia la Escuela.

Voy por la rambla llena de árboles y de pájaros que parecen cantar sólo para mí y

las casas señoriales suman su buen gusto a una de las calles más hermosas de la

ciudad. Eso sí, desde la calle 7 a la 13, porque para el otro lado está la central de

policía y aunque la calle sigue siendo linda, ese edificio que cubre toda una

manzana vuelve tenebroso al lugar. Pero desde la calle 7 a la 13, ¡ah!, la calle 53

es una lindura, ni siquiera las ruinas del Teatro Argentino que se quemó tiempo

atrás le quitan su belleza, su paz, su majestuosa y sobria elegancia. Camino

despacio, disfrutando todo como si fuera la primera vez y doblo en la calle 10,

cruzo la calle 54 y a mitad de camino me encuentro con la Escuela, que está en un

viejo edificio de dos pisos a punto de derrumbarse.

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Adoro caminar.

Me hace sentir muy libre el poder ir con mis pies a donde quiera.

Pero hoy, después del incidente de la oficina, esta diagonal en la que siempre me

siento tan a gusto, se ha convertido en un millón de ojos que me espían detrás de

un millón de Ford Falcon.

No he hecho nada, me repito una y otra vez cuadra tras cuadra. Nada.

Y aunque trato de tranquilizarme, sé que en este país no hace falta hacer algo

para ser culpable de todo.

Pienso en Liliana, tan solidaria, tan protectora, y me dan ganas de llorar.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Trabajo ad­honorem en Amnistía Internacional. Para vivir hago trabajos free lance

como periodista y fotógrafa, paso textos a máquina, soy secretaria. La mayor parte

de mi tiempo la dedico a luchar por los derechos humanos.

En Amnistía me entiendo mejor con la gente adulta, aunque nadie se interesa

mucho por mí. Hay un grupo de gente joven, simpáticos, más o menos de mi edad,

pero no puedo integrarme: ellos no entienden mi dolor; yo, su alegría.

Viky me contacta con el director de la revista “Semana” y comienzo a hacer mis

primeras publicaciones profesionales. Es una experiencia refrescante. Conozco

mucha gente interesante y puedo escribir lo que quiera, ¡sin censura!

Yo odio a los militares.

Los odio por lo que nos hicieron a mi familia y a mí.

Los odio por los 30.000 detenidos­desaparecidos, los presos, los exiliados, los

muertos.

Las madrugadas, los mediodías, las noches de terror.

Por el pueblo hundido en la más vil de las miserias.

Yo los odio y no me avergüenzo de odiar.

Porque mi odio nace del amor.

Del profundo amor que siento por ese pueblo que ya nunca más podrá volver a ser

el mismo.

Nos hacemos eco porque fuera de nosotros no hay quien nos escuche.

Fuera de nosotros es otro el idioma y el código.

Otra la historia.

Fuera de nosotros no existimos porque no hay pasado nuestro fuera de nosotros.

Entre nosotros somos luchadores incansables de una causa justa, casi héroes.

Ex­habitantes de un país que, de tan idealizado, casi no existe.

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Fuera de nosotros somos anónimos y vulgares.

Por eso sólo sabemos vivir entre nosotros.

Que no es lo mismo que decir con nosotros.

Extraño y sufro mucho.

En Argentina yo desconocía el real significado de la palabra xenofobia.

Me peleo mucho.

Jamás permitiré que nadie diga delante mío que todos los argentinos y las

argentinas somos una mierda.

La realidad es que no nos quieren, a veces con razón.

Días atrás estábamos en una tasca con Miguel, un compañero de Amnistía,

cuando llegaron unos amigos suyos. Agrandamos la mesa para estar juntos. Yo no

los conocía. Uno de ellos se puso a contar chistes sobre argentinos, tan de moda

últimamente. Reí. Hasta que él dijo:

­ Todos los argentinos son unos “coños de madre”.

Me quedé cortada, esperando que Miguel dijera algo. Pero no habló.

­ ¿Por qué generalizás? ­ le dije­ ¿Es que acaso no hay venezolanos hijos de

puta? Alguien me abrazó y me dijo:

­ No le hagas caso, chama, es un balurdo.

Pero no era Miguel. Después de este incidente nuestra amistad no es la misma.

Me pregunta por mi nacionalidad.

­ Latinoamericana, respondo. Se ríe y repite:

­ Latinoamericana pero... ¿de dónde?

­ De La Plata ­ contesto. Sonríe con ironía y dice:

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­ Y... La Plata, ¿dónde queda?

­ En Latinoamérica ­ respondo.

Me dicen que soy extranjera.

Es verdad.

Pero todos lo somos.

Porque América era de los indios y de las indias.

¿Vos sos indio y vos y vos y vos?

Todos son de origen europeo o africano.

Hoy hablé por teléfono con mamá. Están todos bien. Beatriz en el mismo empleo

de siempre. Ganó un Concurso de Poesía y va a publicar un libro. Claudia en la

escuela secundaria. Nada ha cambiado desde que me fui. Me dijo que por cuarta

vez la Escuela de Periodismo le ha puesto trabas para entregarle mis certificados

de estudios.

Estoy agradecida.

Este país me recibe sin preguntarme de dónde vengo ni a dónde voy.

Pero extraño mucho.

Todo acá me resulta diferente.

Estoy agradecida pero rechazo a Venezuela.

Pero no porque sea Venezuela.

Yo rechazo vivir en cualquier país que no sea el mío.

Y Venezuela paga los platos rotos.

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Que extraña me resulta aún esta libertad mía.

Voy a las librerías y no me atrevo a agarrar los libros que están prohibidos en

Argentina. Temo que venga la policía y me detenga.

Estoy en una reunión, ponen canciones de protesta y siento terror.

Si no fuera tan tímida suplicaría que quitaran la música.

Pero no lo hago.

La música se escucha por lo menos en todo el edificio y empiezo a sudar.

Miro aterrada la puerta.

Espero.

Sumida en una angustia que me paraliza espero el momento en que la puerta se

abrirá a patadas y la policía hará su entrada triunfal.

Pero estoy en Venezuela.

Eso no pasa.

Pasan otras cosas pero eso no.

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La Plata, septiembre de 1978.

Golpes en la puerta de entrada.

Desde la cocina escucho voces de hombres.

Mamá me da un mate calentito, espumante, recién estrenado.

Se abre la puerta de la cocina.

Beatriz, pálida, me dice que vaya.

Dejo el mate sobre la mesa y voy.

­ Policía. Buenas noches. ­ Un hombre vestido de civil extiende dos carnets. ­

Queremos hablar con usted. ­mira a mi hermana.­ A solas.

­ Buenas noches. ¿Por qué asunto?

­ Su revista.

­ Tomen asiento por favor, ¿quieren un café?

­ No, gracias ­ contestan al unísono.

­ ¿Por qué a solas? ­ y Beatriz saca un coraje que jamás imaginé.­ Yo también soy

de la revista, soy su hermana.

Ellos se miran. El más alto y grueso, el que ha hablado hasta ahora, autoriza con

un gesto de cabeza. Beatriz se sienta.

­ Cuestión de rutina. Sólo le haremos algunas preguntas en relación a la revista.

Por ejemplo, ¿cuál es su número de registro legal?

­ Está en trámite.

­ ¿El comprobante?

­ Ya te lo traigo ­ y por los nervios lo tuteo. Busco los papeles en la habitación. En

medio del impacto pienso que esto no puede ser real.

­ Acá están.

El Policía Preguntón los mira detenidamente mientras El Otro observa

minuciosamente la biblioteca sin moverse del sillón. El living es tan pequeño que,

desde donde está, puede ver hasta el lomo más minúsculo de cualquiera de los

libros.

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­ Está bien. ­ y me los devuelve.­ ¿Por qué la revista se llama Machu­Picchu?

­ Por las ruinas que están en Perú.

­ ¿Por las ruinas?

­ Bueno, en realidad, por la civilización.

­¿Qué civilización?

­ La indígena.

­ Ah, la indígena. ¿Y por qué te interesan tanto los indios?

­ Me interesa Machu­Picchu.

­ Es lo mismo, ¿y por qué te interesa Machu­Picchu?

­ Ya te lo dije, por la civilización ­ me mira muy serio, como si creyera que me burlo

de él. Beatriz ni se mueve.

­ Por la civilización...y... ¿qué tiene que ver esa civilización con el poema de

Neruda que publicás en cada número?

­ Habla de esa historia.

­ Habla de comunismo.

­ El comunismo no existía hace 500 años.

­ Pero Pablo Neruda existió hasta hace poco y habló de Machu­Picchu como un

comunista, como lo que era él. ¿Vos sos comunista?

­ No.

­ ¿Estás segura?

­ Sí.

­ ¿Entonces por qué publicás en cada número un fragmento del poema de un

comunista?

­ Publico al poema no al comunista.

­ Son la misma cosa. Ambos están prohibidos.

­No lo sabía.

­ Raro, una universitaria como vos que no esté enterada ­ no contesto.­ En fin,

pasemos a otro tema. ¿Por qué hacés la revista?

­ Para comunicarme con la gente.

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­ ¿Comunicar qué?

­ Poemas, cuentos... algún artículo... cosas que me gustan y que pienso que es

bueno que se conozcan.

­ ¿Bueno? ¿Bueno para quién?

­ Para la gente.

­ ¿Qué gente?

­ La que lee la revista.

­ ¿Quiénes son?

­ No lo sé, la revista se regala en muchos sitios. No sé quién la lee.

­ Decís que hacés la revista para comunicarte con la gente y que se regala. No

entiendo muy bien. ¿Qué ganás vos con eso?

­ Nada. La satisfacción de hacer algo que me gusta, de rescatar algo de la cultura.

­ ¿Cuál cultura?

­ La cultura desconocida, la de los artistas anónimos.

­ ¿Y por qué te preocupás por los “artistas anónimos”? Si son anónimos debe ser

porque son muy malos, ¿no creés? ¿O acaso tenés alguna teoría al respecto?

­ Pienso que las editoriales y las revistas no dan abasto para absorber el gran

caudal de poetas, cuentistas y novelistas que surgen constantemente en el país.

­ ¿Y no será también porque esas personas son subversivas?

­ ¿Subversivas?

­ Sí. Subversivas.

­ No la gente a la que yo le publico.

­ Y sin embargo en la página cuatro de Machu­Picchu número dos hay unos

poemas de un subversivo: Eduardo Kosinsky. ¿Es amigo tuyo?

­ No. Saqué sus poemas de un libro.

­ ¿Y no sabías que era un subversivo muy ligado al gobierno anterior?

­ No. En la contratapa del libro no decía nada de eso.

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­ Pero una “editora” como vos debería ser más cuidadosa al elegir lo que va a

publicar, ¿no creés? ¿Y si yo te acuso de subversiva por publicar a un comunista y

a un subversivo? ­ yo lo miro seriamente y no contesto.­ ¿Vos sos una subversiva?

­ No.

­ Tu respuesta no es honesta. Si a un ladrón le preguntan si ha robado él va a

decir que no, aún cuando tenga los bolsillos llenos de lo que robó. ¿No estás

respondiendo igual que el ladrón?

­ Si yo te pregunto si sos policía, ¿qué respondés?

­ Que soy policía.

­ ¿Y es verdad, no?

­ Por supuesto.

­ Bueno. Vos me preguntaste si era subversiva. Yo te dije que no. Y es verdad. Por

supuesto.­ él me mira muy fijo.

­ ¿Quién te financia la revista?

­ Yo.

­ ¿Vos? ­ observa rápidamente el living­ Por lo que veo a simple vista no parecés

estar en condiciones de pagar una revista.

­ Pero lo estoy. La revista no sale cara.

­ ¿Dónde la imprimís?

­ En la imprenta de la calle 7 y 70.

­ ¿Cada cuánto tiempo?

­ Dos meses más o menos.

­ ¿Nadie te ayuda?

­ ¿A qué?

­ A pagarla.

­ No.

­ Raro, qué raro que una piba clase media como vos prefiera gastar su dinero en

hacer una revista en vez de comprarse ropa ­ y me mira los mocasines gastados.­

¿Por qué lo hacés?

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­ Ya te lo dije, porque me gusta difundir las cosas que me agradan.

­ Difundir. Hace un rato no dijiste lo mismo. Difundir tiene un significado más... más

político, ¿entendés? ¿Qué difundís? ¿Ideas subversivas en forma de poemas tal

vez?

­ No.

­ Sin embargo a tu revista parece no gustarle el gobierno, ¿me equivoco?

­ ¿No será que al gobierno no le gusta mi revista?

­ ¡Ja! Eso sí que es cómico, el gobierno preocupado por una minúscula revista de

200 ejemplares y 20 páginas pasadas a máquina... me caés simpática Sandra,

¿sabés? de verdad me caés simpática.­ prende un cigarrillo, tira el fósforo en el

suelo y lo aplasta mientras me mira fijamente.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Mi dolor de exilio es tan grande que cubre todo mi cuerpo.

Muevo un dedo del pie y sufro.

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La Plata, septiembre 1978.

El Policía Preguntón se acomoda en el sofá como si fuera un viejo amigo.

Estoy temblando aunque quiero creer que no se me nota.

Beatriz está petrificada en el sillón, sus hermosos ojos que cambian de color de

acuerdo al tiempo, son ahora grises, grises de preocupación.

El Otro observa todo en silencio y es como si me acuchillara con su mirada.

­ ¿Y qué partido político te ayuda a pagarla? ­ dice El Preguntón exhalando humo

burlonamente­

­ Ninguno.

­ Ah Sandra, sos muy evasiva y eso no me gusta nada, ¿sabés? ¿Cómo distribuís

la revista?

­ Yo personalmente la llevo a algunas librerías.

­ Tu tía Camila está presa por subversiva, ¿verdad?

­ Está presa, sí.

­ Por subversiva. ­ inclina su cuerpo hacia mí, sus rodillas casi rozando las mías,

aspira una bocanada, fija sus ojos marrones en los míos y repite.­ Por subversiva.

­ se levanta y mira los libros. Agarra uno y hojeándolo insiste.­ Me gustaría que

me contestaras si es por subversiva o no.

­ ¿Qué tiene que ver ella con mi revista?

­ Soy yo el que hace las preguntas. Contestá.

­ No, no está presa por subversiva.

­ Ah, ves, te agarré. ­ deja el libro y vuelve a sentarse. Yo estoy sudando. Aunque

mi cara está seca, chorros de sudor caen por mi espalda y mis senos.­ No me

gusta que me hagan trampas Sandra, y vos las hacés. Cuando te pregunté si eras

subversiva dijiste que no. Ahora decís lo mismo de tu tía. Pero como mentiste la

segunda vez, porque tu tía sí es una subversiva, entonces por lógica también

mentiste la primera. Bien, bien. Esta “charla” se está aclarando poco a poco.

¿Quién es Jorge Pozos, el que aparece como jefe de redacción de la revista?

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­ Nadie. Es un nombre inventado.

­ ¿Cómo? ¿Inventado? ¿Y para qué?

­ Para darle más formalidad de revista inventé un staff de colaboradores, pero

nadie existe. Yo soy la única que la hace.

­ Esto sí que es raro, ¿no te parece? Difícil de creer que hayás inventado todos

esos nombres nada más que para darle “formalidad” a la revista. ¿No será que

existen y no me lo querés decir por temor a comprometerlos? Vamos Sandra, no

tengás miedo que no hay ningún problema con Machu­Picchu, este es sólo un

procedimiento de rutina. Siempre que aparece una nueva publicación visitamos a

sus editores, ¿verdad Juan? ­ Este asiente con una media sonrisa siniestra.

­ No tengo miedo. Sencillamente esa es la verdad.­ y de golpe aparece el recuerdo

de una tarde cuando con Jorge y Beatriz, adolescentes todos, ensayábamos una

obra de teatro en la Escuela Industrial. Beatriz recitaba poemas de Rosa Dror

Alacid, Jorge dirigía y yo hacía el acompañamiento musical en la guitarra.

­ ¿Así que no existe nadie? ¿Maren, Dunia, Fernando... también son nombres

inventados?

­ Exactamente.

­ Bien, bien. Curioso. Una revista con un staff de desaparecidos, ¿extraño, no?

Esperemos que a los apátridas que están en el exterior no se les ocurra incluirlos

en ninguna de esas listas de gente que, dicen ellos, ha desaparecido en el país.

Mira la biblioteca con calma y pienso en los libros que hay. Borges, Sábato,

Simone de Beauvoir, Violete Leduc, Marta Lynch... muchos libros de poesía. ¿Algo

comprometedor tal vez? Lo que suponíamos que sí ya lo habíamos enterrado

hacía tiempo, en diferentes macetas de la casa.

­ ¿Y tus hermanas tampoco existen? Acá aparece Beatriz escribiendo y Claudia

dibujando.

­ Yo soy Beatriz.

­ Lo sé, sos muy callada Beatriz. ¿O acaso estás preocupada por algo? Escribís

lindos poemas, ¿sabés?

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­ Gracias.

­ ¿Y bien Sandra?

­ Ellas colaboran pero no deciden. Yo soy la única responsable de la revista, la

única que selecciona el material que se va a publicar.

­ Entonces sos una dictadora, no lo hubiera imaginado. Supongo que te gustará el

gobierno entonces, si vos actuás como una dictadora... ¿te gusta la dictadura?

­ ¿Cuál dictadura?

­ La nuestra, ¿cuál si no?

­ No entiendo tu pregunta, porque si no me equivoco a nosotros nos gobierna una

“Junta de Reconstrucción Nacional”.

­ ¡Ah!, Junta de Reconstrucción Nacional. Ya veo que te gustan los eufemismos

¿eh? Bien... bien... ­ y hojea las revistas con descuido.­ Bien Sandra, nosotros

tenemos el número uno y el número dos de la revista, nos gustaría tener los otros

números, si es que hay otros números.

­ Está el número tres. Ya te lo alcanzo.­ miento, porque en el número cuatro

aparece la pequeña frase en contra de la guerra con Chile. Pienso: tengo 20

años. La primavera está anunciándose, aunque el invierno resiste su propia

partida. Soy muy joven para morir. Regreso a la sala, le entrego la revista y él lee:

­ “Un acontecimiento alegre se acerca”, poema chino. Los chinos sí que son

sabios, ¿no? pero han perdido su sabiduría desde que se volvieron rojos. En fin,

el rojo es un “color” que no me gusta. “Voces y hombres de Huarochirí”, que

nombre tan raro, a ver... ¿qué es?

­ Un relato acerca de cómo los indígenas vivieron el diluvio.

­ ¡Ah, está bien! Los indios me gustan, siempre son inofensivos, dóciles, se

sublevan poco. ­continúa hojeando.­ Ajá, un poema sobre la ciudad, alguien vende

una guitarra y partituras de Dylan, cursos de pintura en la Galería Thomas.... ¿y

esto? Oriana Fallaci habla sobre Kissinger. Hummm..... Neruda, Kosinsky, Fallaci,

puros comunistas... ¡Ah Sandra! esto no me gusta nada, ¿por qué te gustan tanto

los comunistas?

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­Oriana Fallaci no es comunista.

­No te pregunté si ella lo era sino porqué te gustan tanto los comunistas.

­ Cuando yo leo un poema o un artículo no pienso en la afiliación política del que lo

escribió. Leo un poema, eso es todo.

­ Mal hecho, está prohibido publicar a Neruda, Kosinsky, Fallaci, Joan Baez.

­ No lo sabía.

­ ¡No lo sabías, no lo sabías!... Sandra, por tu bien te lo digo, no me mientas, y no

publiqués más gente como esa.

­ Si vos me decís quiénes están prohibidos yo no los publico más.

­ ¿Prohibidos? ¿Dijiste prohibidos? No está bien que digás que en Argentina hay

gente prohibida, Sandra, hay gente “cuestionada”, que no es lo mismo, ¿entendés

la diferencia?

­ Claro, si pudieras darme la lista de los “cuestionados”...

­ Vos sabés Sandra, vos sabés, ¿estás segura de que este es el último número?

­ Sí, claro.

­ Mirá que declarar en falso está penado por la ley.

­ Lo sé.

­ Extraño, sabés eso y no sabés quiénes están “cuestionados”... definitivamente,

vos sos una piba muy extraña. En fin Sandra, el año pasado un amigo mío al que

le gustaba mucho Neruda se tuvo que ir de la ciudad ... fue muy doloroso

¿sabés?... vos sos muy joven...

­ ¿Hay algún “problema” conmigo?

­ No por ahora. Pero tenemos que leer la revista con calma.­ se levantan y me

extienden la mano. Cuando abro la puerta, me animo y les pregunto:

­ ¿Van a volver cuando salga el próximo número?

­ Depende de vos. Si publicás algo que no nos guste... volveremos, pero sólo a

allanarte la edición. Cuestión de rutina. Buenas noches.­ y se van. Se van. ¡SE

VAN!

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Julio Cortázar viene a Caracas a participar en la “Primera Conferencia

Internacional sobre el Exilio y la Solidaridad Latinoamericana en los años 70”. El

Julio Cortázar de mi adolescencia, de “Final de juego”, primer libro suyo que leí, de

“Fin de Round”, de “Los Premios”, “Rayuela”, el Julio Cortázar defensor de los

derechos humanos.

No viene solo, intelectuales de todo el continente, la mayoría de ellos exiliados en

Europa, llegan para acercar sus pensamientos. Es una fiesta. Un manjar para el

alma. Propongo en la revista hacerle un reportaje. El director, el jefe de redacción,

los periodistas, todos son progresistas en esta revista. Cortázar acepta. Y he aquí

sus pensamientos. 1

“Su voz grave y gangosa atiende el teléfono, sin intermediarios, simplemente él

levantando el tubo. Cortázar. Su voz suena seria, como la imagen que tengo de él,

una imagen de que siempre tiene 40 años: imposible imaginarle más (y sus

biografías dicen que nació en 1916). Explica que quiere ver la revista antes de

concedernos una entrevista, y ni él ni nosotros sabemos qué pasó, pero las

revistas que le dejamos en el hotel jamás llegaron a sus manos. Igualmente

propone vernos en Parque Central, en la inauguración de la Conferencia en la que

participa.

Y allí estaba, llamando la atención aún sin quererlo: era el más alto de todos los

presentes. Y allí estaba, con la barba y bigotes cobrizos que lleva desde hace

tanto, con la seriedad con que aparece en diarios y revistas, con una simpatía que

no le imaginaba. Allí estaba, era Cortázar. Un ser humano como usted y como yo,

sí, con dos ojos, una boca, dos manos, virtudes, defectos, deseos, nostalgias.

1 Esta entrevista salió publicada con seudónimo, para no comprometer a mi familia en Argentina, con la aprobación de Cortázar, en la revista Semana de Caracas en noviembe de 1979.

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La entrevista fue en un rincón del Anauco Hilton. El habló despacio, cálidamente y

sus ojos claros recorrían los nuestros mientras sus palabras se abrían en el centro

de nuestras mentes, quedando allí mucho tiempo después de haber sido

pronunciadas. Y él quedó con nosotros cuando la noche llegó y nos encontró en

distintos sitios. Como una presencia invisible, deseada, siempre presente a partir

del primer encuentro.

ACERCA DE LA LITERATURA Y LA POLITICA “Bueno, claro que me molesta ser requerido más para dar opiniones políticas que

literarias, porque yo soy un animal literario.

Así como los franceses suelen referirse al hombre como un animal pensante o un

animal filosófico, yo soy un animal literario.

Nací para la literatura y si fui asumiendo lentamente este compromiso de tipo

ideológico que ustedes me conocen, eso fue al término de un proceso muy lento,

muy complicado y a veces muy penoso.

Porque como mi vocación profunda es la literatura, hay momentos en los que las

circunstancias de tipo político ­el tener que venir a esta Conferencia, escribir

artículos de contenido político, atacar a la Junta chilena o argentina, ocuparme de

casos de desaparecidos, muertos, torturados, contestar alguna de la enorme

correspondencia que me llega, porque la gente piensa que yo siempre puedo decir

algo y ayudar ­ bueno, hay momentos en los que ­ lo confieso porque es la verdad

­ tengo un gran desánimo.

Porque me digo: bueno, ¿alguna vez voy a poder escribir una novela? Mi ideal

sería tener un año o dos de tranquilidad, para escribir una novela que me da

vueltas en la cabeza hace mucho tiempo. Por eso es que cada vez más me

convierto en un cuentista, porque los cuentos los escribís en el avión, en tu casa,

en la calle...”

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HASTA FRANCIA LLEGO EL EXILIO “Yo hace 28 años que vivo fuera de la Argentina, pero nunca me consideré un

exiliado hasta el golpe de Videla.

Nunca me consideré un exiliado, porque para mí el exilio es una cosa compulsiva,

y yo vivía en Francia porque me daba la gana. Porque es un país que me gusta,

donde me siento bien y donde iba escribiendo mi obra sin dificultades ni

problemas.

Y de repente, a partir del golpe militar, supe que me había convertido en un

verdadero exiliado.

Es decir, que ahora tengo ese sentimiento que tienen todos los exiliados, donde

los aspectos negativos son muy fuertes, pesan mucho.

Eso me llevó por primera vez a reflexionar sobre el problema del exilio. Es

entonces que me di cuenta de que si yo o cualquier otro exiliado entra en el

estereotipo, en la noción esencialmente negativa, aplastante del exilio, le está

otorgando una carta de triunfo a la dictadura que lo exiló.

Entonces me planteé el problema en términos muy claros: es una locura, es

ilógico, no se puede aplicar científicamente, pero yo en vez de estar en una

marcha adelante doy marcha atrás, invierto la velocidad y entiendo el exilio en

términos positivos.

Yo lo dije en París e hizo sonreír a mucha gente, dije que es como si Videla

­ahora que me exilió­ me hubiera dado una beca para escribir fuera de la

Argentina. Y mi mejor manera de contestar a ese exilio es dar el máximo de lo que

yo puedo dar como escritor, y es lo que estoy tratando de hacer.

Y al exiliado que llega totalmente quebrado, ya sea porque él mismo ha sufrido

­incluso físicamente­ antes de poder salir o porque hay un montón de muertos,

desaparecidos, torturados en torno a él, no se le puede pedir que empiece su vida

de exiliado con una sonrisa, diciendo: “esto está muy bien”. No, porque está

espantosamente mal.

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Cuando a todo ser humano que ha salvado la inteligencia, le llegue el momento de

pensar en la nueva vida que está empezando, es en ese momento en que yo lo

incito a que en vez de caer en los estereotipos y decir: “yo soy una víctima, yo soy

un exiliado, yo he sido injustamente echado de mi país”, y que eso se traduzca

poco a poco en amargura, en una nostalgia que aplasta, yo lo incito a que (salido

del primer choque traumático), vuelva a sentirse un hombre o una mujer pleno”.

SUR, PAREDON Y DESPUES...

“Sí, porque ¿para qué sirve la nostalgia de juntarnos cinco argentinos, hacer un

asado, tomar mate, poner un disco de Susana Rinaldi, Mercedes Sosa o Gardel

(según los gustos) y complacernos en la nostalgia de un pasado al que

quisiéramos resucitar? Yo lo hago también, pero eso no me impide al día siguiente

despertar en París, y estar en contacto con un montón de gente que no son

argentinos y llevar adelante mi trabajo.

De manera que es un asunto que hay que matizarlo, no es muy sencillo, y claro,

no todas las personas están igualmente equipadas en el plano mental o

intelectual.

Y el obrero, que desde el punto de vista cultural está más limitado ­porque por su

condición de obrero no ha podido estudiar­ ese hombre es realmente el que está

más en peligro como exiliado. Si un obrero tiene que vivir en Suecia, nada más el

problema del idioma es para él una especie de amenaza de muerte. Y ahí la

nostalgia, Gardel, sus recuerdos y sus fotos se vuelven su única defensa.

Y yo creo que todos nosotros podemos hacer mucho a través de publicaciones, de

actos, de reuniones, para hacerles sentir que no están solos”.

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EL EXILIO CULTURAL

“Lo que para mí es y ha sido traumático, es un fenómeno en el que no todo el

mundo piensa, y que en el caso de un artista exiliado es fundamental.

Lo que yo llamaría el exilio de tipo cultural: es terrible cuando te das cuenta de que

en tu país hay una barrera de censura que hace, por ejemplo, que yo no pueda

publicar más libros en Argentina.

Entonces se descubre ­y esto es lo espantoso para mí­ que yo estoy exiliado, pero

que del otro lado, en mi país, hay 26 millones de exiliados en relación a nosotros.

Yo estoy separado de mis lectores, pero mis lectores están separados de mí (mi

último libro de cuentos no pudo salir en Argentina porque hubo dos cuentos que le

molestaron a la Junta).

Y no hago de esto una cuestión personal: están separados de 150 magníficos

escritores uruguayos, chilenos y argentinos que no se pueden editar en nuestro

país.

En Chile, desde el 11 de septiembre de 1973, una generación de jóvenes fue

tomada por la Junta y metidos en una escuela fascista dirigida por militares. Han

pasado seis años y ellos vivieron la edad crítica (entre los 12 y los 18 años) bajo

ese régimen, miles y miles de niños y niñas chilenas que en estos momentos

creen en la Junta, creen en la Seguridad Nacional, creen que todos nosotros

somos traidores. Creen que Chile es un país injustamente atacado y combatido.

No es culpa de ellos, pobrecitos, porque en seis años los han convertido en lo

mismo en que Hitler convirtió a las juventudes hitleristas, o Mussolini a los

“balillas”.

Bueno, eso es para mí una de las cosas mas espantosas, y nosotros no podemos

hacer nada, intelectualmente.

Porque esto yo se los digo a ustedes, pero nadie lo va a escuchar en Argentina,

nadie lo va a leer, ustedes lo van a publicar pero salvo que alguien lo lleve en un

bolsillo, nadie va a poder leerlo allí”.

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EL ESCRITOR Y SU COMPROMISO CON LA REVOLUCIÓN “Yo tengo una gran latitud de enfoque en el plano de trabajo de los escritores.

Yo creo que puede haber escritores puros, que no introduzcan ningún mensaje

político en lo que hacen. Creo que eso es posible, y que su obra puede ser

revolucionaria si es una obra creadora, que renueva, una obra bella.

Lo único que exijo en esos casos es que la persona que hace literatura pura,

muestre con su conducta personal que no es un escapista. Que si él no pone

política en lo que hace, es solamente porque ­por ejemplo­ su vocación es escribir

un soneto en donde la política no entre. Pero él tiene que demostrar con su

conducta, con su responsabilidad personal, que tiene derecho a escribir esos

sonetos.

Mira, yo me divierto mucho en escribir literatura pura.... El año que viene sacaré un

libro (que estoy terminando) donde hay uno o dos cuentos con contenido político,

los demás son cuentos fantásticos. Y creo que tengo derecho a escribirlos, porque

mis lectores saben quién soy. Entonces, ¿por qué me voy a sentir obligado a

poner la política en cada cosa que escriba? Mi literatura, entonces, sería muy

mala; soy muy consciente de esto.

No todo hombre ha nacido para la acción, no todo hombre tiene a veces ¿cómo

decirte? las aptitudes físicas para jugarse en un plano de acción. No todo hombre

ha nacido para ser soldado de una revolución. Puede ser un hombre de una vida

interior, de una timidez de carácter, que lo lleva a escribir exclusivamente una obra

que canta a la revolución. Pero yo no creo que se le pueda exigir una militancia

práctica a todo el mundo”.

AMERICA LATINA COMO UNIDAD, ¿REALIDAD O UTOPIA? “Lo voy a decir de una manera sentimental, casi a lo Rubén Darío: en mi corazón,

América Latina existe como una unidad.

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Soy argentino desde luego (y me siento contento de serlo), pero

fundamentalmente me siento latinoamericano. Yo estoy en mi casa en cualquier

país de América Latina, siento las diferencias locales, pero son las diferencias

dentro de la unidad. Eso, en el plano personal.

En el plano geopolítico, está la nefasta política de dividir para reinar, que han

aplicado los norteamericanos desde hace tanto tiempo. Fomentando los

nacionalismos, las rivalidades entre los países para dominarlos mejor, destruyendo

el sueño de Bolívar de los Estados Unidos de América del Sur y creando

diferentes países orgullosos, seguros de sí mismos, dispuestos a hacerse la

guerra por cuestiones que no resisten un análisis profundo; eso es una realidad.

Y yo pienso que uno de los deberes capitales de los políticos de izquierda, de los

escritores revolucionarios, es intentar por todos los medios de luchar contra ese

chauvinismo, que hace que un niño argentino en la escuela aprenda que él es

mucho mejor y más que un niño chileno o paraguayo.

Por cierto que en mi visita anterior hablé con venezolanos de la calle y su idea

sobre los colombianos, su desprecio, su odio, me aterraron. Lo mismo, por

supuesto, ocurrre en el caso inverso.

Es la prueba de que dividir para reinar funciona, que a los yankis les conviene

seguir fomentándolo y que las dictaduras locales están encantadas de hacerlo”.

ENTONCES HABLO SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE “Un día en mi vida es siempre una cosa muy hermosa, porque yo me siento muy

feliz de estar vivo.

No tengo ninguna intención de morirme, tengo la impresión de que soy inmortal.

Sé que no lo soy, pero la idea de la muerte no me molesta y tampoco le tengo

miedo. Le niego existencia, entonces, eso me ayuda a vivir de una manera...

¿cómo decirlo? Bajo el sol, solar.

Yo estoy muy contento de estar vivo, y además hay una cosa en la que poca gente

piensa.

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Creo que es un prodigio maravilloso que todos nosotros seamos seres humanos,

que estemos en lo más alto de la escala zoológica, por un azar puramente

genético. Porque tú no eres responsable de ser quien eres.

Venimos de una larguísima cadena genética y cuando yo veo a una gallina o una

mosca que también han nacido de las mismas cadenas genéticas, me maravillo

por ser un hombre y no una gallina.

Yo soy un hombre, con todo lo bueno y lo malo que eso tiene.

Y estoy contento de haber tenido una conciencia, de haber visto lo más que una

conciencia puede ver del planeta.

Y no te hablo más”.

Cuando pronunció estas palabras hacía más de media hora que estaba con

nosotros, contándonos anécdotas y sonriendo, a veces, como un niño.

Sí, él es un ser humano como usted y como yo, para hablar necesita mover la

boca en la misma forma en que lo hacemos usted y yo. Pero él es Julio Cortázar.”

Tal como se lo había prometido, le envío varios ejemplares de la revista cuando el

reportaje sale publicado. No me gusta lo que escribí, siento una vergüenza enorme

de que él lo lea. Pero ya está impreso. No hay nada que pueda hacer.

A vuelta de correo, regalo de la vida, recibo una carta de su puño y letra

agradeciendo el envío y la nota. ¡Maravilloso Cortázar!

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La Plata, septiembre 1978.

Como todos los días me levanto a las 5:30 de la mañana.

Es noche todavía.

Procuro no hacer ruido para no despertar a la familia.

Desayuno escuchando, muy bajito, a Vivaldi.

Parece un día como cualquier otro.

Pero anoche estuvo la policía.

Yo ya no soy la misma.

­ Vamos a leer el diario a la ventana.­ le digo a Liliana. Mientras aparento leer le

cuento lo que pasó. Liliana se pone pálida.

­ ¿Qué puede pasarte?­ dice.

­ No lo sé, pero ahora entiendo lo que te quiso decir El Jefe. Es mejor que no nos

tratemos más. ­ me mira triste.

­ ¿Es eso lo que vos querés?

­ Sí Liliana, él te avisó por algo, yo no sé lo que pueda pasar y no quiero que estés

involucrada.

­ Pero yo soy tu amiga y no me importa lo que él diga ni lo que pase, yo a vos no

te dejo.­ Y para que toda la oficina lo vea, me abraza.

Por encima de su hombro veo a El Jefe mirándonos. Es evidente que siente

debilidad por ella y es lógico, Liliana es muy linda. Es muy respetuoso con ella

pero siempre anda buscándola, ella es amable pero distante. Liliana me suelta y

él me hace una seña para que vaya.

­ ¿Señor...?

Sin preámbulos me dice que he sido transferida.

Sigo bajo sus órdenes pero ya no voy a trabajar con Liliana, como lo hago desde

que entramos a trabajar hace seis meses.

Voy a estar en una oficina contigua, sola, archivando fichas.

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No me sorprende.

No sé por qué esta mañana nada me sorprende.

A la 1:30 Liliana viene a buscarme para que vayamos a firmar la salida.

­ Andá sola, le digo, por favor. ­ Me agarra muy fuerte un brazo y me dice:

­ Me tenés podrida ¿sabés? ­ y me arrastra detrás de ella.

¿Sabe Liliana a lo que se está exponiendo?

En medio del terror Liliana es una bendición.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Alquilo una espantosa habitación en un departamento aún más espantoso en La

Candelaria. Viky se ha portado súper bien conmigo pero tampoco quiero abusar de

su generosidad. Barrio de españoles, mis arrendadores también lo son. Pareja

madura sin hijos, él no está nunca y llega en las noches a pedir comida y ver

televisión. Los fines de semana marcha a la taberna con sus amigos. Ella está

siempre sola. Es lógico entonces que me busque para hablar y lógico también que,

después de mis primeras experiencias con sus monólogos, yo huya ante su

presencia. Pero no hay dónde esconderse.

Llego de la calle sin hacer el menor ruido, paso sigilosamente ante su cuarto,

cierro despacio la puerta del mío, me tiro en la cama y ahí está ella, entrando sin

siquiera golpear, poniéndose a hablar sin parar de las novedades del barrio. Una

vez llegué al extremo de ponerme a leer mientras me hablaba. No le importó y

continuó monologando con la tapa del libro que me cubría la cara.

Salvo este pequeño detalle, por lo demás es una buena señora. Se preocupa por

mi alimentación y por mi supuesta virginidad. No faltan los consejos ni la comida

que, como una madre solícita, lleva a mi cuarto casi todas las noches, aunque la

comida no forma parte de mi alquiler.

Mi cuarto, por lo menos, es bastante grande y tiene dos enormes ventanas que se

encuentran en una misma esquina.

Debajo de la ventana derecha hay un abasto, enfrente del cual hay un hotel

alojamiento.

La ventana izquierda da a un bar.

Llegar a las siete de la noche, cuando ya la oscuridad transforma en peligrosas

sombras hasta los árboles, es llegar con los ojos bien abiertos, la espalda tensa

esperando el ataque, la llave en la mano que siempre tiembla un poco, el paso

rápido aunque no demasiado porque, creo, a los ladrones les asusta una mujer

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sola caminando con paso seguro, solitarias y oscuras calles a las siete de la

noche.

Algunas noches me despiertan tiros y otras, gritos de prostitutas que jamás son de

placer.

Entonces me acurruco aún más en mi cama y recuerdo las noches en mi país, que

también transcurrieron entre tiros, bombas y gritos que tampoco eran de placer.

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La Plata, octubre 1978.

He vuelto a saber de ellos después de un par de semanas de tranquilidad.

Tengo miedo.

Miles de detenidos­desaparecidos me dicen que mi miedo no es infundado.

Hoy El Jefe dedicó una larga conversación a amenazarme con delicadeza, casi

como si me estuviera haciendo un favor al decirme que, por mucho menos que

una revista, algunas personas se esfumaron de repente.

­ Usted publica a muchos comunistas ­ me dijo, y su tono de voz después de dos

horas de charla, parecía cansado y triste.

A la salida le cuento a Liliana, que me acompaña a la parada de mi micro y

espera conmigo a que llegue.

­ ¿Seguro que no querés que vaya con vos? ­ Liliana es un milagro.

Llego a casa corriendo.

Mamá duerme la siesta, Beatriz está en el trabajo, Claudia en la escuela.

Saco de los escondites la poca literatura “comprometedora” que aún conservo (el

resto está escondido en macetas) y la edición casi completa de “Machu­Picchu”

número cuatro, porque después de la visita policial no seguí distribuyéndola.

Hago una pira en el patio, le echo kerosene y prendo un fósforo.

Primero pequeña y luego enorme, una llama devora mis libros.

Tengo miedo de que los vecinos vean el fuego y me denuncien.

El último libro en arder es la biografía de Ángela Davis.

Sus ojos me miran mientras las llamas comienzan a quemarle el rostro.

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Caracas. Diario de Lamentaciones.

La calle es un sólo ruido de cohetes y fuegos artificiales que me aterrorizan.

Me recuerdan al sonido de las ametralladoras y las bombas.

A veces me asusto tanto que me dan ganas de llorar.

La Navidad se anuncia tempranamente en esta ciudad que hace mucho tiempo no

sabe lo que es una dictadura.

La ciudad se engalana con adornos y luces.

Por todos lados se escuchan gaitas, la música tradicional de Navidad que viene

del Zulia y es alegre, contagiosamente alegre.

Esta ciudad que siempre luce tan despreocupada ahora se ve más relajada que

nunca y con un único interés: bonchar.

Es la palabra que está en boca de todos, la que ya he incorporado a mi

vocabulario. Bonchar es irse de fiesta.

Yo todavía no boncho.

No se boncha cuando se está de duelo.

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La Plata. Octubre 1978.

En la noche me encuentro con Dunia y Maren en la Escuela de Periodismo.

Entre una clase y otra les cuento, entre susurros, la conversación con el Jefe y la

quema de los libros.

Tratan de tranquilizarme pero veo el miedo en sus ojos, mi mismo miedo.

Joan Báez canta We shall overcome (Nosotros venceremos) pero por ahora

vencieron ellos.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Vivo sola ahora, en un hermoso departamento en La Castellana que Margot, una

nueva amiga venezolana, famosa cineasta, generosamente me prestó. Está

desamoblado, a no ser por la alfombra blanca que lo cubre casi en su totalidad, la

enorme biblioteca y el teléfono. Margot no acepta que le pague alquiler, sólo que

corra con los gastos de teléfono, luz y gas.

Desde hace unos días trabajo en el estudio de un abogado de origen árabe.

Estoy tan pobre que, hasta que cobre mi primera quincena, sólo tengo dinero para

el pasaje y para comprar un pan canilla por día. Es mi almuerzo.

Cuando llego en la noche reviso los cajones de la cocina buscando alguna migaja

perdida y sólo encuentro polvo.

Cuando las tripas me suenan tomo mucha agua.

¿Por qué soy tan orgullosa? Hay personas a las que podría pedirles dinero

prestado.

El orgullo, cuando es como el mío, es un crimen.

Deberían llevarme presa por atentar tan salvajemente contra mí misma.

Hace mucho que no recibo correspondencia.

Los chicos de la comuna se fueron a Brasil y les perdí la pista.

A Juan y Anina no les gusta escribir.

Mi familia envía abultados sobres esporádicamente.

Y Dunia y Liliana escriben cada vez menos.

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Siempre es así.

Escribir nos pone en contacto con la ausencia.

En poco tiempo la dictadura ha logrado lo que quería: aislarme.

Nadie sobrevive lejos de sus raíces.

El living del departamento es enorme, de piso de parquet, con enormes ventanales

que miran a la montaña, que está apenas a cinco cuadras de aquí.

El Ávila.

He caído bajo su influjo.

Todas las mañanas desayuno en el suelo, mirándolo.

Me hipnotiza.

Tengo que hacer un gran esfuerzo para apartar mis ojos de su verde azulado para

irme a trabajar.

El Ávila no es una montaña.

Es un dios.

Viky, que estudia Lingüística en la universidad, está en un congreso en Colombia.

Elly se fue a Estados Unidos de vacaciones.

Margot viajó a Europa por tres meses.

La ciudad está desolada.

Cuando llego del trabajo me siento al lado del teléfono, agarro un libro, me pongo

a leer y espero.

Nadie llama.

Ni siquiera equivocado.

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La soledad a veces se hace insoportable.

Y cuando pienso, el sonido de mis pensamientos muertos resuena en la casa

vacía.

Ni un alma.

Ni siquiera la mía.

No estoy bien ni mal.

Sencillamente no estoy.

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La Plata, enero 1979.

Llego a casa después de un tenso día de trabajo.

Todo el tiempo me siento vigilada por El Jefe y por algunos de mis compañeros,

los cuales, sospecho, son policías infiltrados.

El Registro Provincial de las Personas no es, en este momento, el mejor lugar para

estar trabajando.

­ ¡No es posible!

­ Sí lo es, lamentablemente. Ya arreglamos todo para tu huida...

­ ¿Huida? ¿Y por qué voy a huir?

­ ¿Querés quedarte para que te destrocen? Sandra, no seas tonta por favor y

escuchá lo que mamá va a decirte.­ dice Beatriz verdaderamente asustada.

­ Hablamos con tía Eugenia para que sus parientes te reciban en Misiones. Desde

allá tratarás de cruzar la frontera clandestinamente hacia Brasil...

­Pero...

­ Claudia ya te fue a comprar un bolso y juntamos dinero suficiente como para que

puedas hacer el viaje y aguantar los primeros días allá.

­ Mamá, es una locura. Primero, la frontera está muy vigilada y lo más seguro es

que si intento cruzarla me detengan o me maten. Segundo, no tengo pasaporte ni

cédula, soy menor de edad y no tengo autorización para salir del país. Es una

locura, desde todo punto de vista.

­ Hija, por Dios, ¿no te das cuenta de que estás en peligro si te quedás? Hay que

intentar algo por lo menos.

­ Necesito un abogado.

­ Nadie quiere hacerse cargo. ­ dice Beatriz triste.

­ ¿Cómo lo sabés?

­ Averigüé.

­ ¿Pérez Loyola?

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­ Puede asesorarte pero no defenderte. Sandra, vos sabés la situación del país,

los abogados que defienden a personas con problemas políticos terminan presos o

desaparecidos.

­ Pero yo no hago política, vos lo sabés.

­ Para ellos sí, y yo te lo advertí. Mirá Sandra, por tu bien y el nuestro es mejor

que por una vez en tu vida nos hagas caso: andáte.

­ Hola Sandra.­ Claudia entra con cara de preocupación.­ ¿Te gusta el bolso?

­ ¿No te parece absurdo todo esto?

­ Todo es absurdo, vivimos en un país de absurdos, sí, qué le vamos a hacer.

Pero creo que tenés que irte, no me gustaría que te pasara nada.

­ ¡Pero ustedes no se dan cuenta! ¿Qué voy a hacer yo en Brasil, suponiendo que

pueda cruzar la frontera? No hablo portugués, no conozco a nadie, no tengo

visa.... ¡hay una dictadura!

­ Será por pocos días.

­ En pocos días puede agarrarme la policía brasileña y deportarme. Es mejor

quedarme y esperar que vengan a detenerme, sí, es mejor.

­ ¡Estas loca! ­ gritan.

­ No quiero irme, de verdad, no quiero. Prefiero la cárcel al exilio.

­ ¿Cómo podés decir eso si no conocés una cosa ni la otra? ­ pregunta Beatriz.

­ Es verdad, pero es un sentimiento.

­ ¿Y si te desaparecen? Hija, por Dios, yo no soportaría eso, prefiero una hija en el

exilio a una hija desaparecida... por favor, Sandra, hacelo por mí, por favor.

­ ¿Y Maren? ¿Y Dunia?

­ Ya les avisamos, andate tranquila.

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El bolso es pequeño, de color azul.

Apenas si caben unas pocas cosas.

Y sin embargo pesa.

Lo arrastro de estación en estación en Buenos Aires, buscando un sitio donde

pasar la noche.

Y pesa muchísimo.

Me agobia.

Nadie quiere recibirme.

Es increíble la cantidad de amigas y amigos que, de repente, ya no tengo.

Las puertas se cierran sin ninguna consideración.

El miedo hace estragos.

Roberto, mi novio, dice que los jesuitas de San Miguel pueden alojarme por esta

noche.

­ ¿Estás seguro?

­ Segurísimo.­ responde él.

Llegamos cerca de las diez de la noche. El camino está oscuro y no hay luna.

El jesuita, que fue simpático al recibirnos, cambia de cara al saber el motivo de

nuestra visita y se niega a darme alojamiento.

­Si te están siguiendo y te agarran acá, nos llevan a todos, ¿entendés?

Yo estoy anonadada.

­¿Entonces no pueden darme refugio?

­Si sos inocente, entregate, no te va a pasar nada. ­responde él mirándome

fijamente. Roberto, como una estatua imbécil, no dice nada.

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­ Pero, ¿en qué país vive usted? ¿Acaso no sabe lo que hacen con la gente

inocente cuando la detienen? ¿No sabe de los desaparecidos y los muertos? ¡El

cementerio está lleno de inocentes! ¿Usted no lo sabe?

El jesuita no responde y mira para otro lado.

­ Entonces no puedo quedarme. ­ Silencio.­ ¿No puedo? ­ insisto con

desesperación mirándolo a los ojos, pero el jesuita huye de mi mirada y sigue

callado.

Salgo corriendo y Roberto no me acompaña.

Las calles son de barro, largas, con gigantescos árboles a sus costados.

Todo está muy oscuro.

Tengo miedo.

Pienso si los militares ya estará en casa destrozando todo.

Si se habrán llevado a mi madre y mis hermanas en represalia.

Siento ganas de llorar pero no hay tiempo.

Tengo que encontrar un lugar donde pasar la noche.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Mi historia presente viene de una historia pasada. Soy producto de esa historia

pasada que aún pasa. Yo nunca me vendé los ojos.

El 22 de agosto de 1972 la Matanza de Trelew sacudió al país pero mi profesora

de Historia siguió diciendo que la dictadura era inocente y los adolescentes, si bien

curiosos, sabíamos más de la guerra de Vietnam que de nuestros presos políticos.

La apertura democrática fue llegando sin que nos diéramos cuenta, dado que

como habíamos nacido y crecido en dictadura no sabíamos muy bien lo que

significaba.

Fue más o menos en esa época cuando un día decidimos festejar que sólo

faltaban dos meses para que terminaran las clases y que la primavera había

llegado y ­por lo menos algo­ permanecía.

No hicimos mucho escándalo, no, sólo cantamos en el patio de la vieja escuela de

madera algunas canciones de moda y también, por qué no, tarareamos la marcha

peronista, no porque lo fuéramos sino porque estaba prohibida, éramos jóvenes y

nos gustaba provocar un poco a los viejos.

También hicimos rondas y bailamos como gitanos mientras el director de la

escuela intentaba, en vano y furioso, mandarnos a las aulas. El sol brillaba lindo,

creo que pocas veces lo había visto brillar igual y los guardapolvos blancos fueron

lentamente cubriéndose de tierra.

Faltaba menos de una hora para que se acabaran las clases cuando decidimos

festejar y primero, como buenos adolescentes educados que éramos, fuimos a

pedirle permiso al director que, como buen funcionario, nos miró autoritariamente y

dijo NO.

Fue entonces que decidimos hacerlo igual, porque nos habían enseñado todos los

artículos de la Constitución que hablaban de los derechos, garantías y deberes de

los ciudadanos y en ninguno se decía que fuera una ofensa a la patria bailar y

cantar en medio de una apertura democrática.

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Entonces llegó la policía con sus perros.

Cercaron la escuela, colocaron dos hileras de hombres en la única puerta y nos

hicieron pasar por el medio, uno a uno, mientras nos insultaban.

En la calle otros policías esperaban y el director de la escuela vociferaba contra

nosotros como si fuera un policía más.

Entonces Maren, tan loca como siempre, no tuvo mejor idea que sacar la

Constitución, porque ese día habíamos tenido Instrucción Cívica y manipulándola

cual si fuera poderosa arma dijo:

­ Señores policías, esta es nuestra Constitución, la que rige los destinos de

nuestra patria y nuestras vidas, y hay aquí un artículo ­y se puso a buscarlo ante la

mirada atónita de todos ­ que dice que está prohibido encarcelar sin orden del

juez. El profesor Martínez nos enseñó que estos son nuestros derechos y ustedes

tienen que respetarlos.

Entonces un policía bajito, enjuto y con bigotes negros, lentamente se acercó a

Maren y mirándola fijamente a los ojos le arrancó la Constitución de las manos.

Empezó a romperla con gran tranquilidad en medio de un silencio tenebroso

mientras Maren, cuan alta era, comenzó a sudar, dejando a sus pies una pequeña

montañita de Constitución vejada. El policía escupió sobre ella y, retrocediendo

unos pasos para no parecer tan bajo, siempre mirándola con gran fiereza, le dijo:

­ ¿Tu profesor Martínez no te enseñó también que Papá Noel viene todos los 24

de diciembre?

Meses después Campora ganó las elecciones y el pueblo corrió a las cárceles a

liberar a los presos políticos y fue una gran fiesta como nunca habíamos visto.

Creíamos que nos alejábamos del imperialismo y “Argentina Potencia” fue un

cuento tan grande como el de la Constitución.

Rápido corrían los tiempos porque había mucho por hacer.

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Campora renunció pronto y los argentinos y argentinas, que habíamos estado

años sin votar, votamos dos veces en un mismo año, yo no porque no tenía edad,

y Perón volvió a ser presidente.

Cuando regresó de España para asumir el poder millares de hombres, mujeres,

niños y niñas fueron al aeropuerto a recibirlo y pasó lo que se conoce como la

Matanza de Ezeiza.

El Profesor Martínez no nos había dicho que esas cosas sucedían en las

democracias y nos quedamos desamparados sin saber en qué creer.

Perón echó de sus filas a los Montoneros y las acciones guerrilleras cometidas por

estos y por el Ejercito Revolucionario del Pueblo, aparecían diariamente en la

primera página de los diarios que chorreaban sangre.

La guerrilla nos seducía inevitablemente.

El Che había pasado a ser héroe de consumo masivo: libros, afiches, botones,

boinas. Todos los chicos querían ser el Che y nosotras Tania, la guerrillera heroica

que había muerto en combate en Bolivia poco tiempo antes que él.

La vida parecía película pero era real la sangre que evitábamos pisar en las

veredas.

Perón murió y ya la Alianza Anticomunista Argentina, había mandado al exilio, a la

tortura y a la muerte a centenares de personas que no comulgaban con el

peronismo de Isabel y López Rega.

Corrían tiempos de crímenes.

Pero cuando Isabel fue derrocada el 24 de marzo de 1976 comenzaron a correr

tiempos de genocidio.

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Buenos Aires, enero de 1979.

Estoy desesperada.

No los veo pero siento su presencia, sé que están ahí, cada día más cerca,

incansables, siguiéndome, detrás, siempre detrás, pisándome los talones, ellos

están ahí.

Estoy llena de rencor y eso no es bueno.

Rencor por la gente que me dejó cuando supo que la policía me buscaba.

Roberto ha sido el último en abandonar el barco.

Anestesiada de dolor no sé qué me duele más, si la persecución o la traición de

los que creía yo eran mis seres queridos.

La dictadura golpea duro y bajo.

Ya no hay lugar a donde volver: los míos me han desterrado.

Juan y Anina forman parte de la excepción.

Me guardan en su departamento que queda a la vuelta de la central de la policía.

Desde el balcón diviso su terraza, los espío.

Quizá este sea el mejor sitio para esconderse pero me asusta tenerlos tan cerca,

verlos todos los días.

Antes de abandonar La Plata le escribí a Dunia, Maren y Liliana.

Para no levantar sospechas, ¿me estaré comportando como una ingenua?, fui al

correo y envié un telegrama a mi trabajo presentando mi renuncia “por motivos

personales”.

Las personas que se quedan a mi lado lo hacen por diferentes motivos y también

de diferentes formas.

Y a pesar de sus esfuerzos, ni unos ni otros me contienen.

El miedo es individualista.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

No, no es lo mismo cumplir años acá que en Argentina.

Es más doloroso.

Lo peor de todo es mi cara.

Mi cara es lo más mentiroso que hay en mí.

Debería ser una cara devastada, porque he sido vencida por el dolor.

En cambio es una cara dulce y a veces, y es el colmo, hasta plácida.

El primero de Mayo, cuando desfilamos junto con los trabajadores venezolanos y

otras comunidades de exiliados, dos militares argentinos intentan infiltrarse.

Haciéndose pasar por exiliados recién llegados tratan de sacarme información. Me

ven cara de pavota, seguramente. Piden teléfonos, lugares de reuniones. No sé

porqué dudo de ellos de entrada, así que me hago la boba.

Pero tengo miedo.

Un miedo terrible que me recorre la columna vertebral como un frío mortal. Estoy

rodeada de gente y al mismo tiempo estoy sola frente a estos dos hombres que

me rodean, con sus sonrisas siniestras, sus miradas de asesinos que los delatan.

Quiero pedir auxilio pero no sé cómo.

Ellos me van apartando de la marcha astutamente. Cuando quiero volver, me van

cerrando el paso.

Hasta que dos compañeros se dan cuenta de lo que pasa y vienen en mi ayuda.

Los echan con gran disimulo. Sin palabras casi. Con una mirada pusieron las

cosas en su lugar. Como si se hubieran reconocido.

­ ¡Te vamos a llamar! ­ gritan al irse. ¿Cómo? Si no les di mi teléfono.

Yo no digo nada pero quedo temblando.

Sabana Grande es el lugar donde todas las noches se encuentra la misma gente a

decirse las mismas cosas. El sitio donde las palabras caen sin que nadie las

recoja. El lugar donde la comunicación muere desde el instante mismo en que las

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palabras salen de la boca. Refugio de intelectuales, artistas, aspirantes, también

de sureños que encuentran allí, en los cafés con mesas en la vereda con cierto

sabor italiano, semejanzas con un pasado que añoran.

“Caracas, 19 de agosto de 1980.

Nos complace informarle que hemos recibido télex del Alto Comisionado de las

Naciones Unidas para Refugiados, ACNUR, Lima, Perú, participando su

reconocimiento como Refugiada bajo el mandato de la Oficina de las Naciones

Unidas para Refugiados.

Atentamente.

Dra. María Fonseca.

Directora Asociada,

Servicio Social Internacional, Comisión Venezolana”.

Poco a poco me voy rodeando de amigos de todas las nacionalidades. Al principio

me visitan durante la semana, después comienzan a aparecer los sábados y los

domingos. Hablamos, tomamos vino, cocinamos, vamos al cine y a las

manifestaciones por los derechos humanos. Unas veces vamos a la playa, otras a

la montaña. Yo los quiero y sé que me quieren pero sigo sintiéndome sola.

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Buenos Aires, enero de 1979.

El tren se aleja lentamente de Buenos Aires rumbo a Córdoba.

Atrás quedan los militares despachando el cargamento de armas para la

anunciada guerra con Chile.

Mi última tristeza refugiándose en las viejas paredes de Retiro.

¡Adiós adiós! gritan las palomas.

Juan y Anina corren al lado del tren agitando los brazos y arrojándonos flores.

El ruido voraz de la locomotora.

La noche amparando crímenes.

Vamos en un vagón clase turista. Mucha gente, ruido y paquetes. Los rostros

marcados por la amargura. Hay quien lleva una bolsa con verduras, un conejo

muerto, una gallina, y los niños diciendo: mamá, tengo hambre. Amontonados

como judíos trasladados a un campo. Así vamos. No hay principio de asfixia

porque muchas ventanillas están sin vidrio. Los asientos cortados con navajas.

Suciedad y frío. Danny habla muy bajo fingiendo que lee una revista.

­ Conseguí documentos falsos, flaca. Vos sabés que la policía me quitó los míos al

regresar de Brasil, ¿no?

­ No.

­ ¿No? Pensé que conocías esa historia, tengo un juicio pendiente por tráfico de

drogas, ahora me llamo Pedro Pascuali, tengo 25 años y trabajo en un banco,

tenés que memorizar todo esto por si la policía nos detiene.

­ Pedro Pascuali, 25 años, empleado de banco.­ repito anonadada por la noticia.

­ ¿Y vos?

­ Sandra Bardi, 20 años, estudiante de periodismo.

­ No nos conviene que digás que estudiás periodismo porque pueden creer que

andamos detrás de alguna noticia política. Mejor decí que estudiás economía, ¿de

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acuerdo? Otra cosa, somos novios en viaje de vacaciones y nuestro destino es

Salta.

­ Novios en vacaciones de verano. Destino: Salta.

­ Otra cosa, es mejor que lo sepas, llevo medio kilo de coca para vender.

­ ¡¿Cómo?!

­ Tranquila, es sólo medio kilo y está muy bien escondida, tendrían que ser magos

para encontrarla.

­ Pero Danny, ¿vos estás loco?

­ No hay peligro flaca y cambiá de expresión o la gente va a empezar a mirarnos y

eso no nos conviene.

­ Danny, esto es lo último. Ya bastante tengo yo con ser una perseguida política

como para ahora correr el riesgo de ser perseguida también por traficante. ¡Y ni

hago política ni trafíco! ¡Danny, por todos los dioses! ¿Te das cuenta de la

gravedad de la situación?

­ ¿Te das cuenta de la gravedad de la mía también? Desde un principio yo supe

que te perseguían por motivos políticos y no me importó hacer este viaje con vos,

es más, yo te ofrecí que vinieras conmigo. Y yo, querida mía, nada más lejos que

estar involucrado en política, prefiero ser traficante antes que político, es más

honesto. Además vos sabés muy bien que seré mejor tratado como traficante que

como preso político, yo también me estoy arriesgando, y más que vos me parece.

Me estoy arriesgando a ser un desaparecido más y por una flaca que no me da

bola y que encima se enoja conmigo. Vamos Sandra, no te pongás así, dame un

beso, vamos.

“Como mata el viento norte” canta Charly García desde el grabador.

Yo no sé si el que entra por las ventanillas es norte pero mata igual.

Danny y yo, improvisados viajeros, no habíamos pensado en el inesperado frío

veraniego. La cabeza enrulada de Danny calentando el hueco de mi hombro.

El frío continúa tan persistente como mi angustia.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Con parte del exilio hemos formado una Coordinadora Pro Derechos Humanos en

Argentina.

Reuniones hasta las doce de la noche, una de la madrugada. Mucho cigarrillo,

café y, como dicen los venezolanos, mucha habladera de paja.

Ponerse de acuerdo cuesta.

Incluso cuando la que sangra es la misma herida.

En la Coordinadora la intención es buena pero lenta y yo, que soy joven e

impaciente, me irrito cuando pasamos tanto tiempo discutiendo la conveniencia o

no de una palabra u otra en un comunicado.

Han secuestrado a dos Madres de Plaza de Mayo en Perú.

Intentamos algunas acciones pero no hay mucha respuesta.

La prensa está cansada o no somos muy efectivos, apenas unas líneas en algún

diario, una noticia leída rápidamente en el noticiero de las siete.

­ Hay que actuar con cautela ­dicen los expertos en política de la Coordinadora.

¿Cautela? Ya hay dos desaparecidas más, si todo el mundo, y todo el mundo es el

planeta Tierra, se movilizara pidiendo su aparición con vida quizá lográramos

salvarlas. Pero hay muchos intereses de por medio, intereses con los que no sé

manejarme, porque no era una militante política en Argentina y no tengo

experiencia con las intrigas del poder.

Después de unos días una de las Madres aparece asesinada en Madrid.

La noticia cae como una bomba.

Indignación, desespero, terror.

Extremamos las medidas de seguridad aunque todos sabemos que no hay nada

que pueda garantizar nuestra libertad.

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La dictadura ha extendido sus tentáculos haciendo tambalear nuestra precaria

paz.

El mundo se ha vuelto un lugar peligroso e inhóspito.

El pasado, ¿pasado?, que vuelve.

Han empezado a llamar por teléfono al departamento. Y a no contestar cuando

atiendo. Al principio dos o tres veces por semana, ahora dos y tres veces al día.

Sábado. Suena el teléfono:

­ ¿Familia Gutiérrrez? estoy hablando desde La Guaira, hay un paquete para

ustedes aquí, llegado desde el exterior.

­ No es la familia Gutiérrez.

­¿No es la familia....?

­ No.

­ Bueno, disculpe.

Diez minutos más tarde, timbre.

­ ¿Familia Gutiérrez? buenas tardes, tengo un paquete para ustedes de La Guaira,

¿puede abrir para recibirlo?

­ No es la familia Gutiérrez.

­ ¿No es? ¡no puede ser! ¿no es acaso el apartamento 6 A?

­ Sí lo es.

­ Entonces tiene que ser la familia Gutiérrez, abra por favor.

­ No, no lo es, se ha equivocado señor.

­ No, no puede ser, ésta tiene que ser la Familia Gutiérrez, es un paquete muy

importante, ¿por qué no me abre y se fija?, no es agradable hablar con una puerta.

­ Si no se va llamaré al conserje.

­ Ok, me voy, pero ¿no sabe quién vive en el quinto?

­No.

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­ Su colaboración es de gran ayuda. Muchas gracias.

Voy al baño y vomito.

Sí, no hay duda, me están persiguiendo, controlan todos mis pasos y seguramente

ya saben que vivo sola y cualquiera de estos días vienen a secuestrarme.

Dejo pasar unas horas. Bajo al quinto piso.

­ Disculpe la molestia, señora. ¿Vinieron a traerle un paquete de La Guaira a

nombre de la familia Gutiérrez?

­ Sí, ¿por qué quiere saberlo? ­ responde la señora de servicio.

Quiero gritar y el silencio me asesina la garganta.

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Buenos Aires, enero 1979.

Yo no lo conocía. Juan y Anina llegaron una noche y me dijeron:

­ Vamos a lo de Danny, ¿venís?

Yo no tenía ganas pero tampoco quería quedarme. Pasaba los días encerrada en

el departamento esperando que la desgracia tocara la puerta y la desgracia no

aparecía. Una tristeza profunda como una lágrima de elefante.

Juan y Anina. Son tan locos, tan inconscientes, tan maravillosamente solidarios.

Son músicos. Juan toca la guitarra, Anina el piano, ambos cantan y componen.

Forman un dúo que se llama “Noche” y las madrugadas de San Telmo saben de

sus canciones. Juan es bajo, de piel oscura y rostro aindiado y siempre está

haciendo bromas. Anina es tan alta como blanca, bastante tímida, con un rostro y

figura completamente europeos, una figura renacentista.

Aquella noche Juan llevaba un sombrero rojo, del cual se escapaban sus largos y

lacios cabellos negros. Anina tenía puesta una túnica tan larga como ella y un

sombrero azul sobre su pelo castaño. Ambos usaban delicadas sandalias de cuero

y Juan siempre cargaba la guitarra sobre su espalda. Antes de salir fumaron un

cigarrillo de marihuana. Yo los veía y me decía: “no debo ir, no debo”. Pero,

inconsciente al fin, también fui.

Danny me cayó simpático de entrada. Vivía en las afueras de Buenos Aires, en

una casa humilde en una calle de tierra. Era bajo, de mi tamaño, muy delgado y

musculoso. El pelo enrulado le caía sobre unos ojos tristes y cálidos. Tenía los

dientes grandes, lindos, y por eso le decían conejito. El calor de enero nos tumbó

sobre la hierba. Árboles frutales, flores y una pequeña huerta delineaban las

formas de una postal campestre. Hablamos sobre Brasil, donde él había vivido, y

sobre las posibilidades de cruzar clandestinamente y con éxito la frontera.

­ No lo intentés, no hay ninguna posibilidad. ¿Es tan importante que te vayas?

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­ Sí. Llevo una semana en lo de Juan y Anina y no quiero comprometerlos más.

­ Podés cruzar la frontera con cédula.

­ No tengo. Y además soy menor de edad, necesito autorización paterna para

abandonar el país y hace 4 años que se la pido y el desgraciado no me la quiere

dar. Nada raro en él que siempre fue un nazi disfrazado de lord inglés.

­ Si te casás conmigo... adquirís la mayoría de edad automáticamente.

­ No seas loco.

­ Mirá flaca, yo viajo para Córdoba dentro de tres días, a una comuna escondida al

pie de una montaña en un pueblito perdido en el mapa, ¿querés venir?

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

­ Lo siento pero no me gusta y además, estas cosas en Argentina no pasan.

­ Sandra, no seas dogmática por favor. Los extranjeros son maltratados en todos

lados, no solamente aquí.

­ Es que no se trata únicamente de que me tratan mal, es que no me gusta nada

de nada. No me gusta Caracas, me parece una ciudad inmunda, igual que la

gente, que anda escupiendo por las calles. Y las calles, no hay veredas para

caminar porque los autos están encima de ellas y cuando no hay autos hay unos

huecos tan gigantescos que de todos modos tenés que caminar sobre la calle.

­ ¿Y me vas a decir que en Argentina eso no pasaba?

­ No pasaba, no. Y además, no entiendo cuando me hablan y no me entienden

cuando les hablo. No entiendo cuando me dicen que esto es una dictadura porque

no tienen ni la más puta idea de lo que es una dictadura. La gente de mi edad no

sabe lo que es despertarse en la noche por el estruendo de las bombas, no

conocen el ruido de las ametralladoras, nunca se han tropezado con los cuerpos

de los asesinados la noche anterior, nunca un familiar suyo ha estado preso,

desaparecido, torturado, exiliado. Ninguno de ellos fue perseguido. ¡Y me dicen

que esto es una dictadura! Yo no soy culpable de mi tragedia.

­ Ellos no están obligados a entenderte. Su realidad ha sido otra. Y además, ¿qué

estás buscando? ¿Que te tengan lástima?

­ Jamás. Que me entiendan. Que entiendan porqué no río, porqué sus

preocupaciones me parecen banales, sus sufrimientos superficiales. Quiero que

entiendan que yo no elegí lo que me pasó. A veces me da la impresión de que les

molestara mi historia. Si en sus vidas no ha pasado nada trágico no es mi culpa.

­Creo que exageras, que te cierras en tu dolor y crees que es el único. Y no es así.

Sus dolores son tan importantes como los tuyos, porque son suyos. Ellos no tienen

la culpa de lo que te ha pasado. Tú caes de repente en su mundo, te plantas con

tu cara de tragedia y les escupes en la cara cuán profunda eres tú y cuán

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superficial ellos, porque vienes de una dictadura. ¡Vamos! Y encima pretendes que

te acepten y comprendan.

­ Te equivocás. Yo nunca hablo de lo que me pasó, porque me da terror

recordarlo. Pero siento que nunca me van a entender. Que nunca los voy a

aceptar. Toda esta alegría que hay en este pueblo me daña. No soporto la alegría

porque mi pueblo sufre y yo sufro porque estoy lejos de él.

­ ¿Y qué vas a hacer? ¿Enterrarte en el llanto hasta que la dictadura caiga?

¿Dejar de vivir a los 22 años porque te tocó el exilio? Lo hubieras pensado antes,

Sandra, porque ahora ya es tarde. Ahora estás en este país y no puedes pasarte

la vida diciendo cuán feo es todo aquí y cuán bonito era todo en Argentina.

­ Parece que vos ya no recordás cómo era Argentina. Porque si la recordaras

sabrías qué difícil resulta adaptarse a esta realidad. ¡Es como pedirle a un

japonés que entienda a occidente!

­ ¡Pero por favor! ¿Acaso Argentina queda en la luna? Argentina, que te entre bien

en la cabeza mi amor, queda en América Latina. Tu Argentina es tan

subdesarrollada como Venezuela o como Chile.

­ No entendés, no entendés... Mirá Vicky, vos llevás muchos años en Venezuela

¿verdad? Te has adaptado, te has acostumbrado tanto a este país que ya no le

ves los defectos. Pero yo llegué hace poco, no vine porque quise, y se los veo.

­ No llegaste porque quisiste pero aquí nadie te obligó a venir. Si no te gusta

Venezuela, pues ¡vete! ¿qué te retiene aquí?

­ No es fácil.

­ ¡Claro que lo es! Ponte a trabajar en serio, ahorra dinero y vete.

­ Sabés que no es fácil conseguir visa para otro lado.

­ ¡Claro que lo es! Con dinero puedes comprar la visa que se te antoje. ¡Trabaja!

¡Trabaja y vete! ¡Vete de una vez por todas porque este país no necesita gente

que viva en él despreciándolo! Vete, Sandra, y si no lo haces, haz un esfuerzo y

trata de dejar de estar mirando todo con los ojos de la comparación. Porque este

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país no se lo merece. Y porque esa tampoco es manera de crecer. Y tú tienes tan

sólo 22 años.

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Cordoba, enero 1979.

Es Danny el de la idea de no decirles la verdad a Mario y Silvia.

­ Yo los conozco, dejame manejar la situación a mí. Inventá algo.

Así que pasé a ser una joven rebelde huyendo de sus padres incomprensivos.

­ Y, los viejos siempre son unos plomos increíbles, ¿viste? Nunca entienden nada.

Si no es una cosa es la otra pero siempre tienen que estar hinchando las pelotas

por algo. Que si la ropa, que si las amistades, que si las drogas, que si los

estudios, que si, que si... Me hincharon tanto que al final lo lograron. Me harté,

¿saben? Que vayan ahora a reclamarle a otra, lo que es a mí no me ven más.

¿Saben lo que pasó cuando decidí irme de casa? Yo estaba guardando mis

pilchas, mis discos, el grabador y entonces mi vieja: “Usted no se me lleva nada

mijita, todas esas cosas se las hemos comprado nosotros así que si usted es tan

mujer como para irse, váyase como vino al mundo: sin nada”. Vieja de mierda,

¿pueden creer? Pero la jodí. Estuve cinco horas esperando que todo el mundo se

fuera de la casa y entonces, ¡ñácate! rompí el vidrio del living y entré. Já, la

sorpresa que se deben haber llevado cuando regresaron. Pero no pude sacar

muchas cosas porque mi bolso es muy pequeño, y claro, después me dio cargo

de conciencia de que un ladrón entrara por la ventana rota, así que me banqué

tres horas más de espera en la calle hasta que llegaron. No me vieron porque yo

estaba escondida detrás de un auto. En fin, que los viejos siempre creen que una

es una boluda, ¿viste?

­ Un poco sobreactuado pero te quedó muy bien ­ me susurra Danny al oído.

­ Yo también me fui de casa ­ dice Silvia­ pero para mí no es tan fácil. Joel tiene

cuatro años y una no puede andar yirando de festival en festival, de feria en feria,

de ciudad en ciudad con un flaquito encima. Una puede ser loca pero no hija de

puta, ¿no te parece?

­ ¿Y Clarisa dónde está? ­ le pregunta Danny a Mario.

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­ Hubo cortocircuito y se rompieron las ondas. Jeremías se quedó conmigo, ¿no

está precioso?

­ ¡Pero che loco, no puede ser! ¿qué pasó?

­ Se enganchó con otro flaco, ¿no está precioso Jeremías? Pronto tendrá un año.

Ya conseguimos el puesto en la Feria de Cosquín.

­ ¿Bueno? ­ interroga Danny.

­ Excelente, el mismo del año pasado. Tenemos que laburar con todo porque no

nos queda mucho tiempo. ¿Vos hacés artesanía, Sandra?

­ No loco, pero quiero aprender, si ustedes quieren... yo podría ayudarlos.

Clarisa aparece a los dos días y se lleva a Jeremías, que es un sol. Mario no

quiere pero termina cediendo: la ley está de parte de ella. Él va a su casa a

visitarlo y día tras día Clarisa le acorta el tiempo de visita. Mario languidece.

Todas las tardes Silvia se va sola al río y allí se queda horas, ¿qué hace? No lo

sé. No se lleva libros ni malla ni nada. Joel a veces la acompaña y otras viene con

Danny y conmigo al pueblo a hacer las compras. Es un niño triste pero

encantador.

Mario tiene la casa al pie de la montaña y realiza trueques con los vecinos: unas

manzanas por un poco de miel, unas naranjas por agua mineral. El fondo de la

casa es una larga hilera de árboles frutales. Valle Hermoso, así se llama el pueblo,

tiene el nombre muy bien puesto.

¿Qué pasa con Danny en estos días para querer casarse con una persona a la

que no conoce? Un día regresamos del río y trató de besarme. Lo rechacé

suavemente y se enojó:

­ Sos más fría que una heladera,­ me dijo mientras pateaba la tierra. Yo me sentí

ofendida.

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Danny insiste en que nos casemos en la única iglesia del pueblo. Mario tocaría

Muchacha ojos de papel en el órgano y Silvia oficiaría el servicio religioso. Mi

pequeño, mi querido, mi nunca olvidado Danny.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Sábado.

Llego a casa a las nueve de la noche.

Dejo la cartera sobre la cama desecha y me dejo puesta la chaqueta porque

tengo frío.

Nadie en la casa.

Agarro la máquina de escribir, papel, los últimos escritos para corregirlos y me

acomodo en el sofá.

Antes busco un cassette de Klaus Nomi y tomo un tranquilizante.

No me gusta tomar tranquilizantes pero últimamente...

Klaus Nomi canta “Cold Song” mientras busco el teléfono y lo acerco a la mesa de

trabajo.

Sé que no va a sonar y no suena.

La música se pierde entre el sonido de las teclas y los recuerdos.

Y la lluvia.

Sólo hay un cigarrillo que se consume, se apaga, se vuelve a encender.

Sólo un imperceptible camino de humo que jamás podrá llegar muy lejos.

Hoy trabajé mucho, y ayer y antes de ayer y de ayer.

Y reí, compartí, proyecté, soñé.

Podría suicidarme pero para eso también es tarde.

Y me acuerdo de alguien que una vez dijo:

Un perro casi tan solo como un ser humano.

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La Plata, enero 1979.

“Querida Sandra:

No sé cómo enviarte esta carta, pero igual te escribo.

Tu familia me hizo llegar, a través de innumerables contactos, una esquela

diciéndome: “Sandra se fue de vacaciones, ¿por qué no se toman vacaciones vos

y Dunia?”

Inmediatamente comprendí el mensaje.

La cuadra de tu casa tiene vigilancia permanente, esperan que vuelvas, también

intimidar a tu familia la que, de un modo indirecto, lo sé, me acusa de tus

problemas presentes.

Mi familia actúa como la tuya, es más fácil echarte la culpa a vos que a la

dictadura. Corren menos riesgos.

De todos modos quedate tranquila por lo que a mí respecta. Vos sabés que mi

viejo siempre tuvo sus influencias: le han dicho que no hay problemas conmigo.

Aparentemente a vos te quieren joder “no por lo que es sino por lo que puede

llegar a ser”. ¿Me entendés? Estoy segura que sí.

Me pregunto cómo te sentirás y dónde estarás. Debiste pasar por mi casa antes

de irte para correr el riesgo juntas.

Te extraño.

Mis viejos están planificando unas vacaciones. Dunia ya se las tomó.

Te quiero mucho.

Maren”.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Cuando yo era muy chica vivía con mi familia en una casa grande en el campo, en

las afueras de la ciudad de La Plata.

La casa tenía una pileta de natación que nunca podíamos llenar porque estaba

rota pero que era, en cambio, un excelente sitio para jugar a las visitas y al fútbol.

También había un parral que en verano daba uvas chinche y una higuera que

siempre nos regalaba ricos y grandes higos y en la que, en las tardes de

primavera y verano, cuando la tarde caía y se acercaba la hora del regreso de

mamá, mis hermanas y yo nos sentábamos en una rama a mirar el camino por el

que ella llegaría.

Nos balanceábamos suavemente y nos entreteníamos viendo los carteles de

propaganda de la ciudad que entonces nos parecía tan lejana. La Plata era

entonces tan pueblerina que era posible desde una higuera en Las Malvinas,

nombre de nuestro barrio, ver el inmenso cartel de Coca­Cola que estaba en el

centro de la ciudad.

Estábamos muy pendientes del micro, que pasaba uno cada hora, y sentíamos

una gran emoción cuando lo veíamos doblar la curva porque en él venía mamá, y

cuando estaba cerca nos lanzábamos en veloz carrera hasta la parada, que

estaba a dos cuadras largas. Le ganábamos al micro, Beatriz nos ganaba a

Claudia y a mí y Picarón, el perro, nos ganaba a todas. Llegábamos sudadas y

felices y nos arremolinábamos en torno a mamá, cansada después de una larga

jornada de trabajo pero siempre con una sonrisa.

Escondido entre los pastos estaba el par de zapatos de casa de mamá, los que

usaba para caminar las cuadras de barro y así no ensuciar los zapatos de salir, los

únicos que tenía para ir a la oficina y a pasear. Nosotras también hacíamos lo

mismo, porque los días de lluvia el camino se ponía horrible por el barro, los de

calor por el polvo, y por encima de todo una siempre cuidaba la estética.

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La casa tenía un inmenso terreno con pasto más alto que Claudia y que yo, que

Beatriz no porque ella había crecido rápidamente y a los diez años ya medía un

metro sesenta. Era muy aplicada con sus deberes escolares, inteligente y

mandona como buena hermana mayor.

Los recuerdos de infancia propios aparecen a partir de los cinco o seis años.

Imposible recordar los anteriores, salvo una imagen que ya no sé si es mía por

recuerdo propio o de tanto que me la contaron: yo de tres años, sentada en el

portal de la casa que daba al Regimiento 7 de Infantería en la calle 19, mirando a

los conscriptos que se acercaban a la casa a pedir agua o algo para comer. Mamá

contaba que yo era de una tranquilidad casi alarmante, no me movía de ahí hasta

que ella me iba a buscar. A veces pasaban horas. También cuenta que era muy

preguntona, que los vecinos de la casa de al lado me adoraban y que el señor,

que tenía una moto, me sacaba a pasear.

De ahí fuimos desalojadas por falta de pago y fue entonces cuando tío Jorge nos

ofreció su casa de campo deshabitada. Mis mejores recuerdos de infancia y de

Argentina son de esa época. Mamá trabajaba en un ministerio y además de su

horario normal de trabajo hacía horas extras, porque no era fácil ser una mujer

sola, sin fortuna, con tres hijas pequeñas. Recuerdo que todos los finales de mes,

antes de cobrar su sueldo, nos preguntaba qué quería que nos trajera de regalo.

Beatriz y Claudia hacían su encargo y yo, como la niñita buena de un cuento que

ella nos leía siempre, nunca pedía nada. Entonces ella me traía bombones, porque

sabía que eran mi debilidad. Yo era una niña feliz.

Durante gran parte del día nos quedábamos en la casa de Doña María, la vecina

italiana del terreno del fondo que vivía con su marido y que no tenía hijos. Era

nuestra única vecina en la cuadra, en donde sólo estaba su casa y la nuestra, en

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un vecindario constituido en su mayoría por unas pocas quintas de veraneo. Era

un lugar solitario habitado por maravillosos seres.

Con Doña María almorzábamos y nos divertíamos dándole de comer a los

animales que ella criaba: cáscara de sandía a los conejos, que eran tan suaves

que siempre estábamos acariciándolos; a los patos le dábamos afrecho y siempre

me ofrecía como voluntaria para prepararlo, porque me encantaba el aroma que

adquiría cuando se mezclaba con agua, un aroma que entonces me parecía de

rosas y que ahora calificaría más bien como de aserrín mojado; a las gallinas les

dábamos maíz mientras improvisábamos juegos con los granos que caían al suelo

como una lluvia dorada .

Después de comer nos íbamos a ver televisión, que era en blanco y negro. La

televisión para mí era como un milagro, me costaba entender cómo era posible

que toda esa gente estuviera en una pantalla tan pequeña.

Veíamos telenovelas y algunos sábados en la noche, con mamá, películas y

programas musicales, de tango y música moderna. El único recuerdo que tengo

del lugar donde veíamos televisión, todo un acontecimiento también porque

nosotras no teníamos, es la oscuridad y el silencio que nos rodeaba. La magia de

lo inexplicable.

Claudia y yo comenzamos la primaria en la misma escuela donde estudiaba

Beatriz. Quedaba a unas veinte cuadras largas y era la única en los alrededores,

una escuela privada dirigida por curas progresistas. Juntitas nos íbamos las tres

en el micro y Beatriz nos cuidaba.

Algunas mañanas la mamá de una compañera llegaba antes que el micro y

detenía su sulky para que nos subiéramos. Los ponys hacían delicioso el trayecto.

En aquella época un caballo nos atraía más que ningún otro transporte, incluso

más que la bicicleta que compartíamos. Los caballos ejercían sobre nosotras una

atracción especial. El del lechero estaba viejo y cansado pero cumplía fielmente su

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labor de traernos leche, que venía en enormes tarros de metal, llena de espuma,

todavía tibia, recién ordeñada. El no sólo nos vendía leche, mucha veces nos

prestaba su caballo para que diéramos, las tres juntas, pequeños paseos por los

alrededores mientras se quedaba conversando con mamá. La llegada del lechero

era, por eso, siempre una fiesta.

En invierno el frío nos pegaba duramente en la cara y las tres cuadras que nos

separaban de la carretera asfaltada, por la que pasaba el micro, eran de barro y

se llenaban de escarcha. Era maravilloso sentirla crujiendo bajo nuestros botines

mientras, corriendo para calentarnos, la estrujábamos con placer, gozando del

sonido que producía cuando se rompía. Pisar la escarcha era lo más divertido que

tenía el invierno.

En la escuela rápidamente me hice de muchas amigas y amigos y me enamoré de

Walter, un chico rubio y flaco cuyos padres eran dueños de la rotisería que estaba

en Las Quintas y que también estaba enamorado de mí.

En aquella época, a mis seis años, las niñas y los niños no nos dábamos un beso

en la mejilla, esa es una costumbre que comenzó a imponerse un poco más tarde,

cuando yo ya estaba por los ocho o nueve años, y no tardó mucho en hacerse

popular porque al comenzar la secundaria ya era costumbre general, para

beneplácito de todos y todas.

Fueron años de gloria. De absoluta libertad. Nos subíamos al techo, hacíamos

casitas en los árboles, íbamos a un riachuelo cercano a mojarnos los pies y nos

escondíamos en un pequeño bosque de cañas de bambú. Jugábamos a las

muñecas, al fútbol, a servir el té, a las figuritas, remontábamos barriletes y

construíamos gomeras para alcanzar a los pajaritos. Andábamos en bicicleta y

leíamos revistas de aventuras y de amor, que intercambiábamos con nuestras

amigas y amigos. Todo estaba permitido. Teníamos un perro, un gato, tres pollos,

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dos conejillos de indias. Nos sentíamos dueñas de esa pampa solitaria que no

parecía acabarse nunca, de atardeceres magníficos. En verano la población

aumentaba un poco, porque las quintas con pileta se llenaban de gente que venía

huyendo del calor de la ciudad. Y junto con los adultos llegaban también nuevas y

encantadoras amiguitas.

Fue un tiempo de gloria que acabó al final de mis ocho años cuando nos

mudamos, más cerca de la ciudad, a una casita mínima en la que apenas

cabíamos las cuatro en el único cuarto que tenía.

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Córdoba, enero 1979.

“Querida Maren:

Espero que mi familia les haya hecho llegar a vos y a Dunia la carta que les escribí

antes de irme.

Pase lo que pase tenemos que estar de acuerdo en una sola cosa: yo soy la única

responsable de Machu­Picchu ¿de acuerdo? No empecés a patalear ni a gritar

porque sabés tan bien como yo que tenés un handicap mortal: sos judía. Por otro

lado, ni vos ni Dunia estaban de acuerdo en poner la frase en contra de la guerra,

así que, finishela.

Los chicos de la comuna en donde estoy viviendo son increíbles. Ayer decidimos

con D. decirle la verdad a M., el dueño de la casa, ¿y a qué no sabés qué hizo?

Me abrazó y se puso a llorar. A ellos no les importa en absoluto lo que sucede

fuera de su mundo pero son de una sensibilidad y solidaridad única.

Maren, ¿podré hacerte llegar esta carta? Es tan importante que no asumas

ninguna responsabilidad si te interrogan, ¿cómo hacértelo saber?

Cuidáte mucho.

Te quiere.

Sandra.”

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Tal vez Vicky tenga razón. ¿Cuántos años lleva ella en el país? Diez, doce tal vez.

Llegó más joven que yo. Ama Chile pero también ama esto. Si yo pudiera.

Si yo pudiera dejar de pensar cómo eran las calles de La Plata en primavera,

olvidar el aroma de los naranjos en flor, el perfume de los tilos.

Si yo pudiera olvidar la sensación de mis pies fríos al pisar la escarcha en las

heladas mañanas de invierno.

Si pudiera no recordar que allá quedaron mi madre y mis hermanas, mis amigas,

mis estudios.

Si pudiera abrir los ojos una mañana y descubrir las cosas bellas que hay en esta

ciudad; si pudiera dejar de vivir con las valijas hechas.

Si pudiera aceptar que en Argentina todos siguen viviendo aunque yo no esté con

ellos.

Si pudiera olvidar el sabor de los buñuelos de banana de mamá y los mates

calientes en las lluviosas tardes de invierno.

Si pudiera aprender a vivir sin las cuatro estaciones.

Si yo pudiera.

Si yo pudiera vivir sin olvidar nada y aprendiendo todo.

­ Air Panamá les anuncia que en 10 minutos arribaremos al Aeropuerto Kennedy

en la ciudad de Nueva York. Les rogamos ajustarse los cinturones de seguridad y

respetar la señal de no fumar.

Si yo pudiera dejar de llorar como una tonta.

Decirle a mi miedo que se tire al océano.

Si yo pudiera no haberme ido de Caracas.

Si yo pudiera.

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Córdoba, enero 1979.

En la comuna hay mucho trabajo.

La feria esta por comenzar y es mucho aún lo que queda por hacer.

Yo aprendo rápido las cosas más sencillas y poco a poco las manos se me van

encalleciendo.

Mario trabaja el cuero de un modo excepcional, combina maravillosamente

colores en dibujos extraños y delicados que graba sobre carteras y tapices de

cuero. Yo estoy fascinada con él. Sus manos están completamente pintadas de

todos colores y ya no hay nada que pueda limpiarlas. Mario es alto y delgado,

muy suave, tiene 18 años, cinco menos que Danny que es su opuesto: bajito,

nervioso, conflictuado. Todas las tardes Mario ceba mate y me pregunta cómo me

siento. Yo estoy con mucho miedo pero no le digo nada, ya tiene bastante con sus

propios problemas y demasiado hace al tenerme en su casa. Siempre le digo que

estoy muy bien. El me mira sin creerme pero no insiste. Sus mates son tan dulces

como él y, acompañados de tortas fritas, hacen las tardes inolvidables. Danny,

sentado en un rincón, nos escucha hablar tocando su armónica.

Danny y yo dormimos en una carpa en medio de los árboles frutales. Mario y

Silvia en las dos únicas camas que hay en la casa. Una noche cae una torrencial

lluvia y nos despertamos con la carpa cubierta de agua. Recogemos rápidamente

todo y corremos hacia la casa. Mario, que no dormía, nos espera en la puerta con

toallas para secarnos. Amorosamente nos cede su cama y se va a dormir a una

hamaca.

Danny bebe mucho y nunca se emborracha. La nariz le gotea a veces como si

tuviera gripe. Siempre se ríe mucho de mí, que no sé distinguir una planta de

marihuana de una de lechuga.

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La Feria de Cosquín ha comenzado.

Todos los mediodías hacemos dedo en la carretera para ir y en las noches para

regresar. A veces tenemos suerte y nos levantan en seguida, otras pasamos

algunas horas bajo el sol. Silvia es la que más rápido consigue transporte, porque

Joel es un buen gancho.

Para mí, que nunca he salido de mi casa ni de mi ciudad, todo es una novedad.

Nos divertimos mucho y aunque el miedo no me abandona y me siento en estado

de shock, la buena energía de todos ellos es una bendición que no sé cómo

agradecer.

Estoy con Danny en la panadería del pueblo cuando veo, a través de un espejo, a

uno de los policías de mi trabajo.

Está en la calle mirando para adentro.

Siento que voy a desmayarme.

Me acurruco al lado de Danny y le cuento al oído lo que está pasando.

Danny mira y el policía ya no está.

Dejamos pasar un rato y salimos a la calle.

No caminamos, huimos.

Al doblar una esquina lo diviso, una cuadra más arriba, con otro policía.

Preparo rápidamente la valija.

Danny se sienta en una esquina de la cama, cierra los ojos y se pone a tocar en la

armónica “Los sonidos del silencio”.

Mario grita desde la cocina que es hora de partir.

Danny dice:

­ Vos no me vas a extrañar.

Me acerco y le doy un rápido beso en los labios. El no dice nada, se levanta y sin

dejar de tocar se va a la cocina donde Mario, Silvia y Joel nos esperan.

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Todos son generosos y magníficos y me ofrecen regalos. Danny, su música; Mario

las fotos que nos habíamos sacado; Silvia un poema escrito en un papel que

escondió, sin permitir que lo leyera, en mi bolso y un paquetito con comida para

que aguatne el largo viaje.

­ Lo preparamos junto con Mario ­ dice bajando los ojos.

Yo no sé qué decir, qué ofrecerles, y sólo puedo abrazarlos fuertemente uno a

uno, en silencio, escuchando nuestras respiraciones cortadas por el llanto que

aguantamos.

Ya estamos saliendo de la casa cuando Mario, tímidamente, saca detrás de su

espalda una hermosa túnica blanca y ofreciéndomela dice:

­ Es para vos ­ y los ojos se le llenan de lágrimas. Parado en la puerta de calle,

fumando ansioso, Danny observa.

­ Vamos, que se le va a hacer tarde.­ dice haciendo aros con el humo.

Yo me pongo la túnica y nos vamos.

Juntos me rodean en el andén previendo la posibilidad de que estén los policías.

Cuando los saludo desde la ventanilla respiran aliviados.

Danny es el último en desaparecer, corre al lado del micro hasta que este agarra

velocidad y lo deja atrás, solo, con el cabello revuelto y la mano alzada.

Como dos estrellas que se van apagando veo las manos, más lejos aún, de Silvia

y Mario.

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Aeropuerto Kennedy, Diario de Lamentaciones.

¿Cómo será su voz? ¿Será simpática? ¿Y si no lo es? ¿Me atreveré a pedirle

ayuda? Dioses, estoy sudando. Si no me atrevo no sé qué haré.

¿Por qué? ¿Por qué se me habrá ocurrido irme de Caracas así, casi como

huyendo, y sin dinero para pagarme hospedaje? Todo mi capital asciende a 500

dólares, con los que pretendo pasar dos meses recorriendo Estados Unidos y

llegar, vía carretera, a México, país en donde me gustaría quedarme a vivir.

Del otro lado de la línea telefónica siento unos pasos que se acercan.

­ ¿Habla Blanca?

­ Sí.

­ Hola, mirá, mi nombre es Sandra y soy amiga de Edgardo, el periodista argentino

que vive en Caracas, ¿te acordás de él?

­ Sí claro, ¿cómo está?

­ Bien, bien, mirá, te manda unas cartas y... bueno, acabo de llegar, estoy en el

aeropuerto.

­ ¿Primera vez?

­ Sí, sí, primera vez.­

­ ¿Y en qué hotel vas a alojarte?

­ No, no, en ningún lado... es decir... tengo unos amigos acá que van a alojarme

en su casa pero... no los encuentro.

­ Hay unos hoteles bien económicos, si querés puedo darte la dirección de

alguno.­ ¡Oh no! ¿Qué voy a hacer? Tengo que atreverme, tengo que atreverme o

me suicidaré en el río Hudson.

­ Gracias, pero es que... tengo muy poco dinero, no me alcanza para hotel, eh,

esperá un segundo que se me va a cortar la comunicación, un momento no más

¿sí?, por favor ­ malditas monedas, dónde están, donde. ¡Ah, por fin! ­ Ya, ya puse

más monedas, mirá... ¿sería mucha molestia si por esta noche pudieras alojarme

en tu casa? Y perdoná la confianza.

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­ En realidad... en fin... tengo un colchón. Sino te molesta dormir sobre un colchón

en el suelo.

Cómo va a molestarme. Mis amigos no existen. Blanca es el único contacto que

tengo en Nueva York.

Y bien, aquí estoy.

Parada frente al río Hudson.

El otoño neoyorkino acabando.

Un viento suave mece las hojas que caen sobre la calle Riverside.

Poca gente.

Algunos perros con sus dueños.

La tarde cae melancólicamente sobre el río.

Blanca trabaja a pocas cuadras de aquí y estoy esperando que cumpla su horario.

Y bien Nueva York, he llegado.

Yo, Sandra, exiliada argentina de 22 años, he llegado.

Un zaguán oscuro y pequeño, con un espejo rectangular a la izquierda y una

maceta de barro con una planta casi seca en el centro.

Una escalera olorosa, sucia y en penumbras.

Unas paredes en donde la humedad ha creado paisajes sicodélicos.

Una puerta gruesa de madera que suena escandalosamente al abrirse.

Llegamos al departamento de Blanca.

Un diminuto corredor y a la derecha, un cuarto sin ventanas y sin muebles, con un

colchón en el suelo.

Un afiche de Janis Joplin a punto de caerse, un cajón de madera con algunos

libros dentro y una lámpara de noche sobre la parte superior.

En el ángulo entre dos esquinas han colocado una soga: es el ropero. Blanca me

dice que deje ahí la valija. Será mi cuarto por una noche.

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La sala. El piso es de madera, como en toda la casa, desteñido, inclinado un poco

hacia el lado izquierdo. Los primeros momentos me siento algo mareada.

Unas ventanas pequeñas que dan a un minúsculo patio en donde se tropiezan

inmediatamente con otras ventanas iguales de pequeñas. Miro. En algunas, un

rostro ido aparece por ellas.

En el costado izquierdo una pequeña mesa de madera, redonda, y dos sillas,

también de madera, algo destartaladas.

Un poco más allá, la heladera.

Blanca la abre para guardar un trozo de queso y veo: tres huevos, una planta de

lechuga, un vaso con dos cepillos de dientes y una pasta dentífrica.

­ Es por las cucarachas ­ dice Blanca.

Un colchón de dos plazas ocupa la mayor parte del espacio. Ahí duerme Blanca

con sus recuerdos.

Hacia la izquierda, el último cuarto.

Las mismas ventanas pequeñas.

Unas mantas sobre el suelo.

Una valija abierta con ropa desordenada.

Un cenicero que dice “Soho’s Bar” lleno de colillas.

Sobre el costado izquierdo una gran cortina azul con florcitas rojas tapa algo: el

baño y la tina. La tina es grande, enorme, muy vieja, encantadora. Se sube por

una pequeña y desnivelada escalera de madera. Una manguera gorda y larga

conectada a la canilla. Cuando esta se abre el agua sale en un chorro violento y

frío, friísimo.

En este cuarto vive un delgadísimo y místico hippie argentino a quien Blanca, por

solidaridad, le ha brindado un pedazo de suelo.

Es el departamento de Blanca en el Greenwich Village.

Me parece tan romántico.

Pero no a ella, que tiene que vivir en él todos los días.

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Blanca, por suerte, es realmente simpática además de bella: alta, rubia, de

hermosos ojos celestes. Tiene 38 años, es periodista y trabaja en una imprenta

que unos amigos argentinos tienen en la calle Broadway, en el propio centro del

barrio latino. Llegó a esta ciudad huyendo, como tantos otros argentinos, después

de pasar por Caracas y Madrid.

­ A veces ­me confiesa­ cuando llega el otoño y van desapareciendo lentamente

las hojas y la ciudad se pone tan gris, a veces me confundo y creo estar en

Buenos Aires. Entonces miro a mi alrededor, paro la oreja, otro es el idioma, el

acento, observo a la gente y me doy cuenta, una vez más, que no, que no es

cierto.­ y la tristeza le cubre el rostro.

Esa Buenos Aires suya, adorada, que hace cinco años no ve.

Se divorció hace poco y se siente un poco sola ahora, un poco triste. Así que

vamos al cine, a los café, a los museos y en las noches, invariablemente, a la

Washington Square a escuchar improvisados conciertos y anónimas

representaciones que nos deleitan a ambas.

Yo gozo viendo a la gente pasar.

Nadie igual a nadie.

Locos, bellos, desesperados, suicidas, cuerdos y peligrosos.

La humanidad pasa delante de mí y yo, como una cámara indiscreta, registro todo

en mi mente.

Llevo ya una semana en Nueva York. Estoy tan deslumbrada por todo que la

tristeza ha ido cediendo poco a poco. Camino mucho. Paso casi todo el día

caminando sola. Blanca sale de su trabajo a las siete de la noche.

Tal como habíamos quedado llamo a Elly, mi amiga de Caracas, que acaba de

llegar de vacaciones. Me invita para ver “42th. Second Street”, la famosa comedia

musical que lleva años en cartelera. Cuando me entero el precio de las entradas

quedo apabullada: 50 dólares cada una. Después de la función me invita a comer

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pizza con vino. Velada deliciosa. Elly, que al principio me parecía tan extraña, tan

ajena a mí, ha resultado ser una excelente compañía. La acompaño a su hotel y

me voy caminando sola por la Quinta Avenida, más sola y aburrida que nunca a

las doce de la noche con todos sus maniquíes dormidos. Tengo un poco de miedo.

Voy a la oficina de Amnistía Internacional y me hago amiga de un chico mexicano,

que me lleva a Queen a ver un grupo de Amnistía que está trabajando por la

libertad de mi tía. Son todos judíos, alrededor de los 30 años, simpáticos pero

aburridos. Hago un intento por hablar en inglés y a veces me entienden, otras se

ríen. El mexicano hace de traductor.

Una noche salimos con Blanca y el hippie a buscar cerveza. En el camino, de

regreso, nos encontramos con dos amigas suyas y nos sentamos en las

escalinatas de una casa a charlar y beber. La noche está tranquila. Un poco

húmeda. La calle, de viejos y tupidos árboles, está muy concurrida, parece un día

de fiesta y es martes; una de las amigas de Blanca, sin preocuparse ni intentar

disimular su acción, prende un cigarrillo de marihuana. Yo estoy sorprendida.

Blanca no fuma y yo tampoco.

Otro día. Paso buscando a Blanca por el trabajo y de ahí nos vamos al cine a ver

una película de Fassbinder, en alemán, subtitulada en inglés. Mientras cenamos

Blanca me hace la traducción. De regreso encontramos en el buzón un aviso de

desalojo: tiene 48 horas para dejar el departamento. Ella se lo esperaba y se lo

toma con calma, empezamos a empacar.

Blanca se instala en lo de unos amigos. El hippie se ha quedado esperando el

desalojo. Yo paso unas horas en tránsito en el departamento de una señora

uruguaya que, ante la imposibilidad de alojarme allí, me deriva a lo de una familia

peruana. Llamo a Elly para contarle las novedades y me invita a cenar. Al día

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siguiente me acompaña a la terminal de micros. Por 98 dólares compro un boleto

hacia San Francisco, con posibilidad de hacer dos escalas. El viaje, Elly ha

preguntado, dura seis días.

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Buenos Aires, febrero 1979.

Bruscamente se bajaron las persianas de los cuartos y las puertas de entrada

fueron cerradas con doble llave.

El grito de auxilio ha quedado pegado a las paredes pero nadie lo oyó. Jueves.

Tres de la tarde. Sol y viento.

El Flaco sólo puede dejar como prueba de su paso por esa calle una hilera de

sangre.

El recurso de Habeas Corpus es rechazado.

Maren entra en la clandestinidad y se reúne conmigo.

Quiero una respuesta, necesito una respuesta, desespero por una respuesta, exijo

una respuesta, muero por una respuesta.

¿Se hunde su cuerpo en el Río de La Plata y un bagre le besa un dedo?

Domingo en Buenos Aires.

Maren y yo, sentadas en un viejo café, evaluamos la situación.

La ciudad pasa alegre como si estuviera en otro país.

El café cortado que no terminamos de tomar.

En medio del terror nos hacemos un tiempo para las bromas.

Que no perdiéramos la esperanza, por Dios, que no la perdiéramos.

Y los ojos de Maren: ¿llora gritando mamá?

A las nueve tomamos el micro de regreso a La Plata.

“Al compañero llamado El Flaco lo trajeron un día al campo con heridas de bala.

Como sangraba mucho y las balas no habían salido, a las pocas horas se lo

llevaron al hospital. No fuera que se les muriera sin largar la información. En ese

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momento a mí me trasladan a otro lugar del campo y paso tres días bajo tortura,

sin recibir alimentación ni agua. Ante el estado en que me encontraba me llevan a

enfermería y ahí me vuelvo a encontrar con él. Lo habían operado y tenía las

heridas abiertas por la tortura.... (“Informe sobre los campos de concentración

argentinos”).

La noche era peor que el día.

Una hoja que cae suena como un paso.

El silbido del viento una sirena.

Un micro que frena de golpe, un patrullero.

Un gato callejero que roza la puerta, una mano girando un picaporte.

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Estados Unidos, Diario de Lamentaciones.

Después de una semana abandono Nueva York con un carta firmada por más de

doscientas personas pidiéndole a la dictadura argentina que libere a mi tía Camila.

Mi meta es conseguir dos mil firmas y para lograrlo tengo varias semanas y

ciudades por delante, además de países, porque pienso ir a México.

Siempre me sentí atraída por México. Además de las películas y la música,

supongo que la influencia más grande fueron los argentinos y argentinas que en

los años 70 regresaron al país de su exilio en ese país, con algo de acento y

mucho amor por lo azteca. Lo cierto es que desde que llegué a Caracas he

pensado en mudarme al país del norte que parece del sur. Además de mi amor,

sin fundamento todavía, hay otro motivo que me hace querer vivir allá: hay una

colonia de exiliados argentinos muy grande, no como en Caracas que somos tan

pocos; que trabaja muy bien por los presos y los desaparecidos, no como nosotros

que estamos tan dispersos y poco asertivos. México es el final de mi camino y

espero quedarme a vivir allá.

Por lo pronto abandono Nueva York con mucho mejor ánimo del que tenía cuando

llegué, entusiasmada por la ciudad y su gente. Contenta porque mi amiga

Maleska, de Amnistía Internacional, me invitó a pasar un fin de semana en

Boulder, Colorado, y me paga los gastos. Y porque después llegaré a San

Francisco, la ciudad histórica de los 60 en donde mi admirada Joan Báez, mi gurú,

pasa tanto tiempo (vive muy cerca, en Palo Alto), trabaja en la sección de Amnistía

Internacional y espero que la suerte esté de mi lado y pueda conocerla.

Dejo Nueva York, después de siete días, como se deja una ciudad en la que se

ha vivido toda la vida y a la que se ama: con el sentimiento de que volveré en

cualquier momento.

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Porque una siempre vuelve a los lugares que quiere.

Y los lugares que se quieren siempre esperan el regreso de la gente que les ama,

no importa el tiempo que pase.

Después de quince meses de exilio es una bendición pasar una semana sin

sentirme extranjera.

He recuperado mi condición humana.

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La Plata, febrero 1979.

El viento nocturno sopla calurosamente, brasa que arrasa con todo y no nos deja

pensar. La humedad se pega a nuestros cuerpos. El verano, tan lindo, es una

maldición caliente.

­ ¿Y?

­ No nos queda más que la casa de Dunia.

­ Somos una bomba nuclear y el botón... a punto de ser oprimido.

­ Lo sé. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

­ Comer una pizza y tomarnos dos litros de vino.

­ Maren, ¿tenés alguna idea mejor?

­ ¡Sí! Que baje Dios y que nos lleve.

­ ¡Dale! ¿Por qué no lo llamás?

“El no podía hablar pero pude comprobar que estaba vivo por la respiración,

aunque muy débil, y porque abría los ojos de vez en cuando. Cada tanto se

acercaba un médico a revisarlo, acompañado de dos militares que preguntaban si

ya estaba listo. Querían interrogarlo. Los hombres se llamaban a sí mismos “El

Rata” y “Cara Cortada”. Al médico lo llamaban “El matasanos”, palabra muy común

en mi país con el que se denomina a los médicos...” (Informe citado).

¿Alguien llora?

El último trino de un pájaro desvelado nos parece un grito de auxilio.

Maren a perdido su buen humor y camina cabizbaja y en silencio.

Las manos en los bolsillos de su falda y el taconeo de sus botas en las calles

vacías.

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Toc, toc, toc.

¿Quién llama?

La muerte.

“Al cabo de los días él se fue recuperando lentamente. Los torturadores le

preguntaban insistentemente por tres personas: Maren, Sandra y Dunia. El jamás

respondía, lo que provocaba nuevas torturas que lo dejaban inconsciente por

horas. Uno de los tipos tenía un cuchillo muy delgado con el que hacía varios

cortes sobre la herida que él tenía en el hombro. Cuando la sangre salía a

borbotones llamaban al médico para que lo curara...” (Informe citado).

La voz de Dunia grita en sueños.

Abro los ojos y una ametralladora me apunta la frente.

Inmediatamente sé que un comando ha tomado la casa.

Nos atan las manos a la espalda, nos vendan los ojos con un paño negro y nos

llevan a empujones al living.

El bebe llora en brazos de Dunia que también llora.

Maren trata de hablar.

­ ¡Calláte!

Suavemente Maren insiste:

­ Ella no tiene nada que ver, por favor, dejenla.

El culetazo le parte la cara y la empuja sobre mí, que pierdo el equilibrio y caigo.

Mi cabeza va a dar contra la mesita ratona.

Maren cae sobre mí.

Su sangre y la mía se juntan en una baldosa y una hormiga la bebe.

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­ Ya sabemos que no tiene nada que ver, ¿qué te crees? ¿que somos boludos?

Pero queremos divertirnos un rato con el bebé. ­ Dunia deja de llorar.

¡Yo lo vi primero! Este tocadiscos es mío, vos quedate con la heladera. Un llanto.

Ayudame a cargarla entonces, ¿viste el televisor que se agarró el petiso? Un llanto

de niño. ¿Y el colorado? Che loco, no te llevés todas las cosas para vos, dejános

algo. Un llanto de niño con ojos vendados. ¿Ya cortaste el cable del teléfono? Un

llanto de niño de ojos vendados como un llanto de Dios.

“Una mañana él se volteó un poco hacia mi lado y me preguntó cómo me llamaba.

Yo tenía tan hinchada la lengua por la picana que no pude responderle. Entonces

él trató de sonreír y todo lo que le salió fue una mueca horrenda de tan deforme

que tenía la cara, y dijo: yo me llamo Fernando pero me dicen El Flaco. Yo pasé

de ese campo a otro que está ubicado en... “ (Informe citado).

Ellos pelean por ver quién nos violará primero. Pero che, ¿son boludos ustedes?

Hay tiempo para todos, a cada uno le va a tocar su violadita y por ahí más de una

así que, ¿por qué no se dejan de joder? Sos gracioso vos ¿eh? Yo las quiero

ahora que están fresquitas y no después cuando estén todas estropeadas.

Nos llevan por largos pasillos y nos dejan en una celda.

Las tres estamos largo rato en silencio agarradas de las manos esposadas.

Cuando pienso que ha pasado suficiente tiempo levanto un poco la venda de los

ojos y miro.

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Estados Unidos, Diario de Lamentaciones.

Hay pocas cosas que ame más que una carretera sin fin en medio de la

naturaleza.

Hacemos algunas paradas para comer y caminar un poco.

Aparentemente soy la única extranjera. Aunque mi inglés es muy malo siempre

hay alguien simpático dispuesto a darme charla y a hacer un esfuerzo para

entenderme.

Pero la mayor parte del tiempo, y esto es una gloria, estoy en silencio y sola, sola

con mis pensamientos viendo el paisaje pasar y la carretera que no se acaba

nunca. Es un largo sueño lleno de paisajes de todos colores, un sueño reparador.

El micro me deja en Denver y ahí agarro transporte para Boulder. En la terminal

me espera Maleska, a quien sólo conozco por cartas, ella también está luchando

por la libertad de mi tía, entre muchas otras luchas en las cuales está metida.

Maleska es una señora de 40 años, muy blanca, húngara, llegada a Estados

Unidos después de la guerra con su madre, una anciana enferma. Ella tampoco

goza de buena salud pero como contrapartida tiene un humor formidable. Muy

instruida, habla varios idiomas, entre ellos el español. Después de tres días sin

hablar en mi idioma, es una delicia recuperarlo.

Boulder es una pequeña y encantadora ciudad universitaria, con muchos árboles y

flores y preciosas casas. Maleska me ha reservado habitación en una simpática

posada estudiantil, a donde me lleva en su auto. Me da bastante vergüenza que

ella pague los gastos, no estoy acostumbrada. Me cuenta que en Boulder vive el

mítico poeta beatnik Allen Ginsberg: tiene una comuna en donde viven diferentes

artistas. La ciudad es, de alguna manera, un reducto de los sesenta.

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Camino a su casa me habla de su gran amiga, la escritora brasileña Teresinha

Pereira, editora de una revista subterránea bilingüe y yo no puedo creerlo: desde

Argentina, Teresinha y yo hacíamos intercambio de publicaciones. Maleska

también se sorprende y propone un encuentro.

Primera noche en Boulder. Teresinha es un encanto. Pequeña, rubia, con mucha

energía, habla un español simpatiquísimo, lleno de palabras brasileñas. Se alegra

mucho de conocerme y yo de conocerla a ambas, porque tanto ella como Maleska

son dos personas maravillosas. Hablamos mucho y de todo: política, derechos

humanos, América Latina, literatura, arte. Ambas son muy cultas y me enseñan

mucho. Teresinha me ofrece su casa para que me quede unos días. Está casada

por segunda vez con un exiliado chileno, músico, padre de su pequeño bebé y

tiene una encantadora hija, adolescente, de su primer matrimonio, que ama a Joan

Báez porque su madre también la ama y que se muere de ganas de mostrarme

sus discos. La jovencita no habla español pero tiene tantas ganas de comunicarse

que nos entendemos perfectamente.

Teresinha, exiliada también de la dictadura brasileña, es un compendio de

experiencias. Estuvo en Buenos Aires en los años 60 y conoció a la legendaria

poeta Alejandra Pizarnik. ¿En serio? le pregunto fascinada de estar con alguien

que la conoció. ¿Y cómo era? Entonces Teresinha habla del encanto de la poeta,

de su gran fuerza en medio de una gran tristeza.

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La Plata, febrero 1979.

Veo un pequeño cuarto oscuro sin ventanas y mucha gente tirada en el piso.

Veo una mujer embarazada con el vientre abierto.

Veo un hombre con un ojo menos.

Veo un muchachito con un brazo colgando.

Veo una chica muy joven con la cabeza rapada y una svástica de sangre en el

centro de la misma.

Veo una rata cerca de la mujer embarazada bebiendo un coágulo de sangre.

Veo un niño con ojos de viejo.

Veo una vieja con ojos de niño.

Veo moscas sobre los ojos de una mujer que mira el techo.

Veo una mano cortada agarrada a un barrote de la reja.

Veo una mujer sentada y sus pies no tienen uñas.

Veo la muerte y parece un ángel.

­ ¡No mirés! le susurro a Maren.

­ Tengo los ojos vendados, contesta.

­ ¿Llorás? pregunta Dunia.

­ Me ha dado alergia, respondo.

¿Por qué se la llevan primero?

Yo suplico, grito, lloro, gimo, mientras ellos se la llevan.

El primer grito de Maren es seco y agudo, largo y profundo como si fuera el primer

y el último grito de la humanidad.

Pego un alarido y un torturador se acerca.

­ ¿Gastando gritos inútilmente? No querida mía, eso no se hace, ya llegará su

turno, no se impaciente.

Alguien me agarra una mano y una voz de niño me dice:

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­ Sos nueva ¿no? Ya te acostumbrarás, y también tu amiga. ¿Sabés una cosa? El

llanto jamás ha podido derrumbar paredes.

Un niño me palmea la espalda como si yo fuera su bebé y él mi padre.

Maren ha vuelto y su cuerpo ha caído pesadamente en el suelo.

Ni un gesto.

Ni una palabra.

Maren.

­ ¡Un médico por favor! ¡Un médico! ¡Confesaré lo que quieran! ¡Sí! ¡Pero traigan

un médico! Por favor un médico, un médico, un médico... ¡traigan un médico hijos

de puta!

Pero no lo traen y es mi turno.

Dunia y el bebé están mudos y fríos.

Maren se desangra por una herida abierta en el medio de sus dos senos

pequeños.

Me dejan inconsciente.

Cuando despierto el olor a sangre seca me produce nauseas.

Trato de levantarme y no puedo.

Quiero hablar y la lengua parece rota.

­ Ella está en enfermería, susurra Dunia.

Yo regreso a la oscuridad.

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Maren está sentada frente a mí y sus rodillas desnudas rozan las mías.

Maravillosa sensación el contacto de dos pieles heridas.

Puedo sentir el suave gesto con el que lentamente se levanta la venda de los ojos

y mi gesto la iguala.

Tengo miedo y ganas de ver.

Y he aquí sus ojos.

Sus bellos ojos grandes, más grandes aún por el horror con que me miran.

Entonces ahí, exactamente ahí, en el medio de sus pupilas dilatadas y

enrojecidas, veo a los míos viéndola exactamente con el mismo horror.

Veo también que ni sus ojos ni los míos son ya los mismos.

Veo un silencio.

Veo luego la ternura y las manos de Maren

bajando lentamente por mi nariz rota,

llegando a mi labio partido,

entreteniéndose con la sangre aún fresca de mis dientes,

yo estoy llorando,

y entonces alguien dice: ¡pasos!

Y volvemos a la oscuridad.

Maren, la he tocado, tiene tantas heridas que su cuerpo es sólo una herida.

Hace ya varios días que se llevaron a Maren y aunque no nos cansamos de

preguntar, nadie nos responde.

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Maren apareció.

En una vieja carretera en Mar del Plata.

Maren entre los pastos secos y los sapos croando anunciando lluvia.

Un poco más allá una vaca mugía dolorosamente.

Maren apareció.

Con el pelo corto sobre la cara marcada; el cuerpo increíblemente flaco. Maren

apareció.

Con jeans y una camisa que no eran suyos.

Los pies descalzos.

Una oruga subía por el dedo gordo de su pie y una espiga se balanceaba sobre su

rostro.

Pero Maren no reía.

Maren apareció.

Muerta.

Yo sigo secuestrada, me entero de la noticia y muero también.

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Boulder, Diario de Lamentaciones.

Llevo ya una semana en Boulder, completamente integrada a la familia de

Teresinha.

Pedro, su esposo, es un hombre callado y triste. Estuvo preso mucho tiempo,

hace pocos años que está en el país y se le nota la nostalgia de patria. Teresinha,

en cambio, tiene más de una década en el exilio, parece estar acostumbrada. Da

clases de brasileño, así dice el pensum de estudios, en la Universidad. Me invita a

presenciar una de sus clases. Yo me siento privilegiada de verla enseñar en un

salón de amplias ventanas que dan a un espectacular jardín. Algunas mañanas la

ayudo y llevo el bebé a la guardería. Una noche vamos a una peña en las afueras

de la ciudad en donde Pedro toca con su grupo música folklórica latinoamericana.

Tengo largas charlas con su hija. Como no conozco la nieve una mañana me

llevan a conocerla. Nos sacamos fotos.

Me siento en casa, querida y protegida. Teresinha, Maleska y su madre, una

anciana encantadora, están siempre presentes con su calidez y su abrigo. Hace

mucho tiempo que no me siento tan bien. No quiero irme.

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La Plata, febrero 1979.

Dunia y yo permanecemos en el campo... ¿unos días, meses, siglos? Del bebé no

sabemos nada, esperamos que se lo hayan entregado a los abuelos, eso dijeron

ellos. Del Flaco tampoco sabemos nada.

Dunia y yo cantamos mucho, alegremente, con mucha fuerza, cuando las

condiciones físicas ­estamos destruidas la mayor parte del tiempo­ y las del

entorno ­ que los torturadores no estén cerca­ lo permiten.

Un día, al despertar, Dunia ya no está a mi lado.

Quedo mutilada.

Un ciempiés con cincuenta patas.

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Estados Unidos, Diario de Lamentaciones.

Teresinha y Maleska me llevan a la estación de autobuses en Denver.

Me despido de ellas con gran alegría por haberlas conocido y con gran tristeza

por tener que dejarlas.

He vivido una semana maravillosa entre ellas, y con la ayuda de ambas he juntado

doscientas firmas más.

Me esperan tres días de camino antes de llegar a San Francisco.

Tres días de soledad y paisaje para reflexionar.

La carretera, ancha y larga, un camino sin fin, se abre frente a mis ojos como una

tentación.

Yo no olvido.

Me levanto y me acuesto con los recuerdos.

Me alimento día tras día con lecturas, películas, informes, relatos de aquellos y

aquellas que sobrevivieron.

Yo no olvido.

No olvidaré jamás.

Y mi recuerdo no es estéril: combate.

Desde el único frente que tengo ahora: el del exilio.

Y así, Maren está más viva que nunca.

Estás más viva que nunca, pero cómo duele tu ausencia.

Ay, Maren, cómo duele.

Cómo duele tu ausencia.

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La Plata, abril de 1979.

El fantasma de Dunia ha reaparecido.

Pero aquí está, a mi lado, son sus mismos ojos aunque su mirada sea otra.

También la mía, seguramente, ha cambiado.

Desde que nos secuestraron no he vuelto a ver mi rostro.

¿Cómo será ahora? El espejo de Dunia me asusta.

Un día nos sacan del campo. ¿A dónde nos llevan? nos preguntamos aterradas.

Nuestros cuerpos caen en una celda. Estamos en una comisaría. ¿Qué vendrá

ahora?

Días, ¿semanas más tarde? a Dunia le anuncian que será liberada. Dunia se

alegra porque verá a su hijo y se entristece porque me deja.

­ ¡Estás loca!, le digo. ­ ¡Tomate un vino en mi honor! ¡Hacé una fiesta! Yo saldré

después, ya vas a ver.

­ ¿Y si no salís?

­ ¡Claro que voy a salir! ¿Alguna vez te dejé plantada?

­ Vos siempre tan graciosa.

­ Yo saldré después que vos, y si no, que una se salve para contarlo. Si nadie se

salva, ¿quién contará esta historia?

­ ¿Y a mí qué carajo me importa contarla? ¡Yo quiero que salgas!

Yo permanezco un tiempo más y soy liberada.

Qué extraña la sensación del sol en la piel después de venir del infierno.

Los ojos me duelen.

El cuerpo me duele.

El alma me duele.

Todo me duele.

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Y Maren asesinada.

Con Dunia queremos ir al cementerio pero no podemos.

Cada vez que lo intentamos nos ponemos a llorar antes de llegar.

Tenemos tanto miedo.

Yo estoy quebrada.

Dunia, que se esforzó tanto en no decir palabra cuando la torturaban, ha perdido

momentáneamente el habla, como si las palabras todavía significaran peligro.

Dunia parece muerta.

Al día siguiente de estar en libertad llega el primer anónimo: me “aconsejan” que

abandone el país.

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Estados Unidos, Diario de Lamentaciones.

San Francisco es una ciudad de la que es muy fácil enamorarse pero de la que no

me enamoro, porque vengo buscando el espíritu de los 60, equivocada yo, y los 60

bien muertos están.

Sólo en Berkeley, en la calle Telegraph que conduce a la Universidad, encuentro

ese espíritu, y una calle es poca cosa para haber recorrido tantos kilómetros.

De todas maneras la emoción es grande.

En algunos bares de esta ciudad Joan Báez se sienta y, mirando a la bahía,

escribe sus canciones. Lo cuenta en “Vientos del Golfo” y yo recorro cada barcito

con la esperanza de hallarla. Me contacto con la sección de Amnistía

Internacional, de la que es miembro, le hacen llegar mi petitorio y ella lo firma. Yo

quiero convertirme en papel para estar unos instantes en sus manos.

La solidaridad de la gente sigue siendo muy grande. Los yankis cuando son

solidarios no hay quién los iguale, son de una entrega y un amor únicos. Mi tía ya

tiene dos grupos de adopción encargados de su caso. Me entrevistan en una

emisora radial y me hacen un reportaje para un periódico de la universidad: todo

el mundo quiere saber más sobre la dictadura Argentina, están conmovidos por su

brutalidad. Todo el mundo, también, quiere hacerme conocer la ciudad.

Mimi Fariña, hermana menor de Joan Báez, organiza todos los años un festival de

música llamado “Bread & Roses” en el Teatro Griego de la Universidad de

Berkeley. Dura tres días, participan los mejores grupos y cantantes del país, y los

fondos son destinados a causas humanitarias. Aunque el boleto no es caro mis

condiciones económicas son precarias y después de analizar exhaustivamente el

programa, me decido por el segundo día: canta Joni Mitchell , toca B.B.King y hay

un invitado sorpresa.

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El ambiente en el Teatro Griego es de alegría y festividad, y remembranzas de los

60, hay hippies por todos lados y el humo que se eleva es de marihuana y hachís.

Todo el mundo parece estar contento y reina una gran calma en el lugar que es

precioso, lleno de un sol poderoso y de un cielo azul que brilla intensamente.

Mimi Fariña es la presentadora, es encantadora y bella, se parece bastante a su

hermana. Prácticamente no entiendo nada de lo que dice pero no importa, me

siento feliz de estar aquí y de poder escuchar a Joni Mitchell, a quien escuchaba

en Argentina con Juan, Anina y mis hermanas. En vivo es espectacular, se mueve

al compás de su guitarra eléctrica y su largo cabello rubio la acompaña. Es alta y

bella y cuando B.B.King toca junto con ella el ambiente se vuelve

maravillosamente magnético. El público enloquece de entusiasmo.

“Y ahora nuestro invitado sorpresa” dice Mimi, y entonces anuncia a Joan Báez,

que hace su aparición en bermudas, guitarra en mano. Yo quedo paralizada de la

emoción en mi asiento y entonces siento una felicidad que nunca antes había

sentido en mi vida y que no sé cómo expresar. No estoy lejos del escenario así

que no me pierdo ni uno solo de sus gestos. Ella se ve tan sencilla, como si

estuviera cantando en el jardín de su casa para un grupo de amigos, y así es

como me la había imaginado, espontánea y cautivadora. Tiene el cabello corto, es

sumamente delgada y alta, y lleva un pañuelo en el cuello. Se ve hermosa. Tiene

también un humor que no sospechaba, debe ser porque en las fotos siempre se ve

un poco triste. Cuando termina de cantar yo estoy conmovida. Me siento la

persona más feliz del mundo, y también, y no sé por qué, la más solitaria.

Al día siguiente voy a Palo Alto, ciudad donde vive, y recorro las calles del centro

pensando que ella las transita día a día. De regreso a San Francisco me detengo

en la Universidad de Stanford, donde ella dio una conferencia, Under the Boms,

cuando regresó de Vietnam del Norte, después de haber pasado allí las Navidades

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del 72, soportando el peor bombardeo de la historia de la guerra, experiencia que

dio lugar a un disco magnífico titulado “¿Dónde estás ahora, hijo mío?”.

En Berkeley consigo uno de los primeros discos que grabó, el del Festival de

Newport 1962, cantando “Los tiempos están cambiando”.

San Francisco y Berkeley es también la hermosa gente que me ampara: mujeres y

hombres de la sección de Amnistía Internacional y Gabriela, la amiga brasileña de

Teresinha, un encanto de risas, experiencia y buen humor, una mujer

interesantísima. Sin darme cuenta llevo casi un mes en San Francisco y eso es

mérito de Gabriela, que no me deja irme con su risa, y alegría es lo que más

necesito en mi vida en estos momentos.

La campaña por la tía va muy bien y tengo ya mil quinientas firmas. Vaya a donde

vaya llevo conmigo la carta y siempre hay alguien dispuesto a firmar.

Voy a México vía Los Ángeles. No tengo ningún interés en conocer la ciudad pero,

como me queda en el camino, decido parar en casa de una pareja argentina que

no conozco y que me ha ofrecido alojamiento a través de la gente de Amnistía.

El matrimonio vive en las afueras de Los Ángeles, en un agradable barrio

residencial y me recibe generosa y amorosamente. La señora arregla una

habitación para mí mientras me cuenta su historia: son cordobeses, judíos, y toda

la familia fue encarcelada porque la hija menor figuraba en la agenda telefónica de

un adolescente secuestrado por los militares, compañero de la secundaria.

Permanecieron varias semanas desaparecidos hasta que, todavía se preguntan

cómo, fueron liberados, con la exigencia de que abandonaran el país. No tuvieron

tiempo ni ganas de pensarlo. Al día siguiente estaban con sus dos hijas volando

rumbo a Los Ángeles. La hija adolescente ya es una joven que vive en México con

su marido. La otra hija, también casada con un exiliado argentino, me ofrece

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alojamiento en su departamento en el centro de la ciudad. A pesar de su trágica

experiencia son personas positivas, llenas de entusiasmo, reconfortantes.

En la tarde decido ir a conocer el centro de la ciudad y en una antigua y pequeña

librería, cerca de Hollywood, encuentro el único libro que escribió Joan Báez y que

no está en castellano: “Daybreak”.

Aunque sólo pensaba quedarme un día, la amabilidad de unos y de otros hizo que

me quedara diez, en los cuales disfruté la calidez de la gente. Los Ángeles es la

única ciudad en donde sólo me relacioné con gente argentina.

Antes de partir la señora argentina me regala un pulóver, para que no pase frío en

la noche en el trayecto a México.

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La Plata, abril, 1979.

Estoy en la estación de trenes de La Plata, esperando sentada en un vagón que

sea la hora de salida. Miro por la ventanilla a la ciudad amanecer y observo la gris

melancolía de la estación, las palomas que siempre parecen las mismas, el humo

estancado muy arriba en el techo que de tan negro ya casi no se ve, los bolichitos

de paso, la gente tomando un café, mirando una revista, esperando, siempre

esperando.

Miro todo muy despacio, sintiendo una extraña melancolía. El tren arranca

lentamente, como si no quisiera irse, como si quisiera que retuviera por más

tiempo ese paisaje.

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México, Diario de Lamentaciones.

Sin darme cuenta he pasado dos meses en Estados Unidos. El contraste con

México es enorme. Una se acostumbra rápido al primer mundo y volver al tercero

es algo que no produce placer. Cambia el paisaje, se llena de casitas pobres y

gente de piel oscura que no puede ocultar sus carencias. El micro es viejo y

destartalado. Hacemos algunas paradas en humildes hosterías en donde, cuando

el micro abre sus puertas, un enjambre de niñas y niños misérrimos pelean por

vendernos sus productos. La policía nos detiene un par de veces, siempre en la

noche, para pedirnos documentos y registrar nuestras valijas. Hace frío. Cuando

hay pobreza el frío siempre es más implacable.

Llego a ciudad de México en mal momento.

Cuando el gobierno quiere repatriar a todos los exiliados indocumentados, que

suman centenares, que serán asesinados en sus respectivos países si los

devuelven.

El exilio latinoamericano está en pie de guerra, codo con codo, peleando no el

derecho a permanecer en tierra mexicana sino el derecho a la vida.

Graciela, una activa exiliada argentina, me lleva a algunas de las reuniones. El

clima es de miedo. Han pedido la intervención del Acnur.

Por lo demás, ciudad de México es una ciudad tan grande que me asusta, tan

llena de gente que me da pavor, tan contaminada que vivo con los ojos rojos, tan

llena de injusticias que vivo con el corazón estrujado.

El gobierno de México, por el que tanta admiración sentía por su posición

antiimperialista y antidictatorial, muestra una cara que jamás hubiera imaginado:

hay centenares de detenidos­desaparecidos y sus familiares son tan hostigados

como los familiares de cualquier detenido­desaparecido de cualquier dictadura

fascista de América Latina.

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Tampoco ha habido ninguna revolución agraria y el PRI es tan malo como

cualquier junta militar del continente. Es la dictadura de la democracia, la más

difícil de combatir, porque con una mano seduce al mundo progresista y con la

otra castiga a su pueblo.

Todo el mundo sabe de los desaparecidos de Guatemala, de Argentina, de Chile,

y se solidarizan con sus familiares, pero nadie ha oído hablar jamás de los

desaparecidos mexicanos y sus familiares están muy solos en su lucha. Me

entrevisto clandestinamente con una de las líderes,Rosario Ibarra de Piedra, una

mujer extraordinaria que tiene a su hijo de 20 años desaparecido, y me da una

información que es espeluznante. Le hago un reportaje para una revista

caraqueña. Amnistía Internacional confirma los datos: en México se tortura tanto

como en cualquier país dictatorial del tercer mundo.

Caracas, que me parecía una ciudad enorme e inhóspita, me parece ahora un

lugar maravilloso para volver.

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Buenos Aires, abril de 1979.

Embajada de Venezuela. Avenida Santa Fe. El Primer Secretario, desconcertado,

me pregunta:

­ ¿Cómo entró?

­ Por la puerta.

Respuesta inocente a pregunta inocente.

Pero él no está haciendo una broma.

En la entrada del edificio, siete pisos abajo, hay dos policías encargados de evitar

que las personas se asilen.

Esos policías que me sonrieron al preguntar mi nombre. Me veo tan joven e

inocente vestida como adulta, con una pollera larga de invierno de Beatriz, una

camisa blanca y medias de nylon haciendo juego con el color de los zapatos de

tacón y la pollera. Llevo la cara sin maquillaje y el cabello lacio cayendo

cuidadosamente sobre mi espalda. ¿Quién puede dudar de mi?

Me dejaron pasar sin ningún problema después de decirles mi apellido, al que no

prestaron atención, sin darse cuenta que estaba muerta de miedo porque en mis

planes no figuraba encontrarme con ellos, otra vez, en mi camino.

El Primer Secretario dice que me siente. Le explico que necesito ayuda para sacar

mi pasaporte, rápidamente le cuento mi caso. Entonces me pide que lo disculpe

unos minutos. Cuando regresa está pálido: ha leído en su oficina el informe que le

habían enviado desde Caracas.

­ La única forma en que la podemos ayudar es que usted se asile.

¿Asilarme? Eso significa que no puedo volver a Argentina hasta que la dictadura

caiga y ¿quién sabe cuántos años pasarán?

Desolada, porque esperaba una solución mejor, agradezco y rechazo

amablemente su oferta.

El insiste y vuelvo a negarme.

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Entonces me dice que espere al Embajador, que está en el aeropuerto, no va a

tardar mucho y que seguramente él podrá encontrar otra solución para mí. ­¿En

serio?­ le pregunto aliviada.

­ Seguro ­ responde él.­¿Quiere un cafecito mientras espera?

­ Gracias, pero mejor voy a dar una vuelta y vuelvo después.

­ No, ¿para qué irse? De repente el Embajador llega justo cuando usted no está, le

sale un compromiso, se tiene que ir y usted se queda con su problema sin

resolver. No, mejor quédese a esperarlo. ­ Y sin darme la oportunidad de

responderle, me entrega diarios de Venezuela para matizar la espera y se va.

Pasa una hora.

Pasan dos horas.

Pasan tres.

Pasa la hora de almuerzo y yo, que no he comido nada desde el desayuno, me

muero de hambre, pero el Primer Secretario insiste en que no salga y me da

vergüenza pedirle comida pero si no como a horario me descompongo. Estoy

sintiendo un desagradable dolor de cabeza. Una puntadita en el centro de la

frente.

Llega el Embajador.

Es un hombre agradable, me trata con mucho cariño y me hace pasar a una sala

junto con el Primer Secretario y un abogado venezolano. También hay otro

hombre que parece de seguridad, en todo caso estoy rodeada de cuatro hombres

que me miran con curiosidad y aprecio, como si fuera la hija de todos.

Lo primero que pregunta el Embajador es a cuál partido político pertenezco.

­ Ninguno.­ respondo. Me miran incrédulos. Cada uno me pregunta lo mismo de

diferente manera. Les cuento brevemente mi historia, la que parecen conocer

mejor que yo.

­ Quédese asilada. Es lo mejor. Usted ya está muy comprometida y corre peligro.

La única ayuda que podemos ofrecerle es el exilio.

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­ Ustedes son muy amables pero si me voy... ¿cuándo podré regresar? Nadie

sabe cuándo va a caer la dictadura. Pueden pasar décadas. No, gracias, gracias

de verdad, pero no. Creo que lo peor ya lo he vivido. Quería irme del país por un

tiempo, salir como una turista más, olvidarme un poco de lo que he vivido, pero de

esa manera no. Muchas gracias y disculpen la molestia.

­ Los gobiernos pasan pero las personas quedan.­ dice el abogado tratando de

convencerme.

­ Sí pero, ¿en qué condiciones? ¿Quebradas por el exilio? ¿Rotas para siempre?

¿Con el corazón silenciado para toda la vida? Hay quien no puede vivir sin la

mitad de su corazón que es su país.

Insisten durante largo rato.

El dolor de cabeza no me deja pensar con claridad pero sólo tengo un objetivo:

irme de la Embajada.

Sé que sus intenciones son buenas, pero necesito pensar con calma en lo que voy

a hacer.

Finalmente aceptan que me vaya y volver al día siguiente con una respuesta.

­ Pero antes pase por mi despacho.­ dice el Primer Secretario indicándome el

camino. Y ahí saca una carpeta llena de papeles.­ ¿Ve esta carpeta? Está llena de

solicitudes pidiendo que le demos asilo político. ¿Vio los policías que están abajo?

Controlan el horario de entrada y de salida de la gente. Usted es una sospechosa.

Si se va necesitamos que nos firme una declaración, en donde diga que se fue por

su propia voluntad, porque si la detienen al bajar nada vamos a poder hacer por

usted.

Es el minuto más largo de mi vida.

Me veo bajando y pasando al lado de los policías que me despiden con una

sonrisa.

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Y en seguida veo la misma secuencia, pero la sonrisa es maléfica y sus manos me

agarran salvajemente por los brazos, deteniéndome.

Quiero convencerme de que nada va a sucederme, pero al mismo tiempo dudo.

Estoy aterrada.

Entonces decido quedarme.

El Primer Secretario respira aliviado y dice que pronto me traerán algo de comer.

Se lo comunica al Embajador, que me felicita. Yo estoy en estado de shock. La

cabeza se me parte del dolor. Me llevan a mi habitación, la oficina de un consejero

que está de viaje. Es pequeña, tiene un sofá, y una ventana alargada y angosta

que da a la Avenida Santa Fe.

Me cuesta explicar que soy vegetariana, me cuesta pedir una aspirina, me cuesta

decir que me siento muy mal. Me dejan sola, con la puerta cerrada. Estoy

cansada, triste. Aunque quiero llorar no puedo. Tengo los ojos secos.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Volver es una delicia. No imaginé nunca que iba a regresar tan contenta a esta

ciudad de la que me fui tan triste. No imaginé que la iba a añorar, que iba a desear

volver. Y aquí estoy, contenta de estar de vuelta y las amigas y amigos en el

Aeropuerto, felices, esperándome.

Llego sin un centavo, sin trabajo ni departamento. Pero las amistades proveen.

Viky me ofrece un lugar en casa, Elly me consigue textos para levantar a máquina.

Me integro a la ciudad como si siempre hubiera sido mía.

Cuando tía Camila cayó presa, a mediados del 75, los peronistas gobernaban y

las tres A eran el terror nuestro de cada día. Tía Camila ha pasado por todas las

cárceles del país. Desde Estados Unidos mandé la petición de libertad y hago un

segundo envío desde acá. Su situación sigue siendo difícil. Recibí carta suya en

estos días, que lograron sacar de la cárcel escondida en el envoltorio de un

chupetín, en la que me dice que está escribiendo una guía turística:

“Conozca las cárceles de su país. Usted nunca sabe cuando podrá ser hospedado

en una de ellas. Sepa cómo sobrevivir sin suicidarse, cómo soportar la tortura sin

delatar, cómo escribir poemas sin papel ni lápiz. Conozca las cárceles de su país y

no se deje engañar. Las democracias también tienen presos políticos.”

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Buenos Aires, abril de 1979.

Las restricciones son muy claras: no puedo hacer ni recibir llamadas telefónicas;

mandar ni recibir cartas; abrir la ventana; asomarme por el balcón que está en la

oficina de al lado; recibir visitas.

A las cinco acaba el horario de trabajo y el departamento queda solo, con el

matrimonio español que trabaja de portero.

La cena es deliciosa pero tengo ganas de vomitar.

El sofá está contra la pared en la que está la ventana y cuando me acuesto puedo

ver la luna. Un pedazo de luna y cielo. Es mejor que nada.

A la mañana siguiente despierto como una sonámbula. ¿Qué está sucediendo?

¿En qué momento mi vida se convirtió en otra pesadilla? El desayuno llega para

calmar la angustia. Y los diarios argentinos, poniéndome en contacto con una

realidad que esconden, pero adoro leer las páginas culturales, imaginar que voy al

teatro, que soy una actriz famosa, que nada de esto me está sucediendo a mí.

Me escapo mucho por la ventana. Me distraigo viendo caminar a la gente, tratando

de encontrar al doble de mis amigas y familiares. En el noveno piso del edificio de

enfrente hay una peluquería. Una de las señoras me hace acordar a la mamá de

Dunia. Al lado están construyendo un banco y todos los mediodías veo como los

obreros se juntan para hacer el asadito.

A veces me siento desesperada, con ganas de poder volar y regresar a La Plata.

Algunas noches me animo y, mirando desde el balcón prohibido hacia el lugar

donde imagino está La Plata, canto.

Como mucho, no me salto ni una sola comida; la comida es la única alegría que

tengo en este sitio mientras los días y las noches pasan y yo sin saber cuándo

podré abandonar el país. Engordo.

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Quiero irme, sí, tengo unas ganas enormes de recuperar mi libertad, de ver a mi

familia, a mi gente, pero al mismo tiempo siento terror de irme porque, ¿qué voy a

hacer en Caracas?

Los fines de semana son interminables.

Durante la semana siempre alguien se acerca a hablar, me distraen un rato. Pero

los sábados y domingos no hay nadie, ni un solo sonido, nada.

Hasta la avenida se tranquiliza y todo transcurre lentamente, silencioso.

El tercer domingo, pese a la prohibición, estoy en el balcón mirando hacia la

esquina cuando, para mi total sorpresa, aparece Dunia. Movemos nuestras manos

en señal de saludo y sonreímos, sonreímos mucho.

Dunia se queda petrificada mirándome con tristeza.

No sé cuánto tiempo estamos así, me duelen los ojos de tanto mirarla y entonces

le hago un gesto con la mano diciéndole que se vaya.

Ella se resiste, pero una de las dos tiene que ser fuerte, los policías pueden

aparecer en cualquier momento, si es que ya no nos han visto, así que insisto.

­¡Andate! ¡Andate!­ le grito en silencio mientras la alejo con la mano.

Dunia va retrocediendo poco a poco, sin dejar de mirarme.

Cruza la calle y un micro se detiene en el semáforo, tapándola.

Cuando el micro arranca Dunia ya no está.

Soledad.

Tristeza de domingo.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

¿Cómo continúa la historia? Difícil hilar palabras a partir de endebles recuerdos y

del astigmatismo histórico que hace recordar los hechos siempre un poco más

allá, o más acá, de donde realmente ocurrieron.

No siempre es cierto que todo pasado fue mejor.

Mi pasado inmediato, por ejemplo, es algo que no quiero recordar.

Y así, fechas y hechos se confunden y una visión borrosa es todo lo que queda.

Una visión borrosa que, cuando se hace nítida ante impredecibles hechos, mutila

mi presente y me sumerge, para destrozarme, en un pasado que no siempre fue

tan terrible como lo recuerdo.

Pero mi vida, sin yo saberlo, ha ido lanzando pañuelos en el camino en espera del

rescate de la memoria.

Veamos. ¿Viajé a Estados Unidos por primera vez en septiembre del 80 o del

81? Un pañuelo encontrado al azar dice que fue casi al año y medio de haber

llegado a Venezuela, así que si llegué en mayo del 79 fue en septiembre del 80

cuando viajé.

Ajá. Otro pañuelo dice que regresé en noviembre y que dos meses más tarde viajé

a Costa Rica. Motivo: “Primer Congreso Latinoamericano de Familiares de

Detenidos­Desaparecidos”. Allí conocí a dos Madres de Plaza de Mayo y quedé

impactada por su fortaleza. El congreso duraba una semana pero me quedé tres

más, aprovechando para conocer ese hermoso país.

Regresé a Caracas. ¿Cuándo? Marzo del 81 tal vez. No hay ninguna pista que nos

oriente. ¿Y qué pasó entonces? Fui contratada como secretaria de producción de

la obra de teatro “Fausto”, que sería presentada en el Festival Internacional de

Teatro de Caracas, que organizaba el talentoso director Carlos Giménez,

compatriota oriundo de Córdoba que había llegado muy joven a estas tierras. Así

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comencé mi vinculación con el teatro, un medio que al principio me pareció

extraño y ajeno y que después se convirtió en mi vida.

Un tercer pañuelo dice que ni bien terminé mi trabajo en la obra marché a Canadá,

al Congreso Anual de Amnistía Internacional. Tiene fecha: septiembre 81. Pasé

por Nueva York y me encontré con los viejos amigos no tan viejos, la linda gente

que había conocido en el viaje anterior. De allí marché en auto con tres yankis de

Amnistía Internacional hacia Montreal, lugar del encuentro. El Congreso parecía

una sesión de las Naciones Unidas. Las secciones ricas, las del primer mundo,

seduciendo con dinero a las del tercer mundo, como la nuestra, para que

apoyáramos sus propuestas.

Fue una experiencia intensa y rica. Amnistía era realmente una fuerza poderosa

luchando en contra de los malos de la Tierra y yo me sentía orgullosa de formar

parte de ella.

Yo, que marchaba siempre con la secreta esperanza de no regresar, regresé a las

tres semanas.

En noviembre se realizó en Caracas el “Segundo Congreso Latinoamericano de

Familiares de Detenidos­Desaparecidos” y fue muy bueno volver a ver a la linda

gente que había visto meses antes en Costa Rica. Nos reunía el dolor, el

genocidio lamentablemente común de toda América Latina, y sin embargo nos

reunía también la risa, la alegría inmensa de estar vivas y vivos a pesar de todo.

Meses más tarde estalló la guerra de Las Malvinas y nos agarró desprevenidas, la

patria era nuestra no de los militares.

Mientras, en Buenos Aires, las Madres de Plaza de Mayo, siempre tan sabias, tan

sin confusiones, marchaban con carteles que decían:

“Las Islas Malvinas son nuestras, los detenidos­desaparecidos también”.

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Yo tenía invitación para ir a un congreso de Amnistía Internacional en Londres, y

luego realizar una gira por diferentes secciones europeas, pero la Embajada de

Gran Bretaña en Caracas autorizó mi visa cuando ya el congreso estaba

terminando.

Yo perdí una gira por Europa pero Argentina perdió centenares de jóvenes vidas

que, sin ellos saberlo en el momento en que morían, fueron la última sangre que,

parecía, tenía que derramarse para que Argentina pudiera retornar a la

democracia.

Un cuarto pañuelo dice que, cuando regresé de Canadá, una llamada de Argentina

me informó que mi hermana mayor tenía tres meses de vida. Entonces escribí:

“No quiero que mueras. Ayer me encontré con Dios a la vuelta de la esquina. Me

pelee con él. Le grité que no era justo. ¿Quién te dijo que lo soy? respondió con

sarcasmo. Vociferando le pregunté: ¿qué clase de Dios sos que necesitás

alimentarte de sangre joven?. Sos un Dios carnívoro, le escupí. El, inmutable.

Después le supliqué un canje. Su muerte por la mía. Pero Dios no existe. La

muerte reía a mis espaldas”.

No muy lejos de lo que parece ser la recta final de este relato hay un pañuelo rojo

que dice:

“Los medicamentos no ayudan en nada, es más, sólo logran que el pelo se me

caiga y que pierda paulatinamente la vista. He dejado de tomarlos, mi pelo crece y

mis ojos vuelven a ver. Si voy a morir quiero morir entera”.

Mi hermana Beatriz no murió pero yo jamás volví a ser la misma. Todos mis actos

están llenos de muerte.

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Buenos Aires, mayo 1979.

Sigo engordando y desesperando. Todas las noches hago gimnasia escuchando a

Janis Joplin, Piazzolla, Los Jaivas. Joan Báez no porque la tengo en discos

solamente, con la necesidad que tengo de escuchar su dulce voz, su suave

esperanza. Escribo poemas. Me aliento cuando desfallezco. Me digo una y otra

vez que todo pasara.

Una mañana, el Primer Secretario me informa que el Secretario de la Cancillería

Argentina me da a elegir cómo sacar el pasaporte: ir a la sede de la Policía

Federal con custodia, o que ellos vengan a la Embajada. No lo pienso dos veces.

No aguanto el encierro y si hay garantías de que no volveré a ser detenida,

prefiero ir a la Federal. Hay garantías.

Pasan dos días sin noticias. El Primer Secretario viene y me dice que la Federal va

a venir a hacerme el pasaporte: las garantías han sido suspendidas.

Al día siguiente aparece un hombre simpático, joven, rubio, es el Secretario de la

Cancillería. Me trata muy bien y habla cordialmente con el Primer Secretario. Dos

hombres antipáticos, de la Federal, lo acompañan. Llenan varias planillas con mis

datos, me toman las impresiones digitales, me hacen firmar. Falta la foto.

Un señor mayor hace su entrada con todo su equipo fotográfico y acomoda una

oficina para. Yo lo miro hacer mientras él, que es muy amable, no deja de

hablarme. Cuando termina dice:

­ ¿Podés llamar a la señora anciana a la que tengo que fotografiar?

­ ¿Señora anciana?

­ Sí, la señora paralítica.

Yo estoy anonadada.

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­ Disculpeme pero creo que hay un malentendido. Es a mí a quien tiene que

fotografiar.

­ ¿A vos? ­ entonces cae en cuenta de lo que está sucediendo y se enfurece. Toda

su amabilidad desaparece y me trata como si yo fuera una criminal. Yo estoy

golpeada pero no tanto, devuelvo sus palabras con educación.

­ Señor, no tengo nada que ver con esto. Si tiene alguna queja preséntesela al

Embajador. Y si no quiere hacer la foto, no la haga.

El fotógrafo logra calmarse aunque su malhumor no lo abandona mientras me

toma la foto.

El Secretario de la Cancillería, en cambio, me trata como si yo fuera la persona

más importante de la tierra, ironías de la vida.

Finalmente el miércoles 16 de mayo, en la mañana, me anuncian que la dictadura

autorizó mi salida del país y que al día siguiente al mediodía partiré para Caracas.

Mi madre, mis hermanas, amigas y amigos podrán venir a despedirme.

Tengo sentimientos mezclados. Liberación. Miedo. Un salto al vacío.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

La noche fue mágica.

Yo había salido en la mañana y regresé al departamento en la tarde total y

absolutamente empapada. No había llevado paraguas y la lluvia no había tenido

piedad conmigo. Yo tampoco había tratado de refugiarme de ella porque me

sentía feliz, por primera vez en muchos años inocentemente feliz, feliz porque sí,

sin motivos, y me alegré de que el cielo se nublara y me bautizara con sus

lágrimas que, sentencié, no eran de llanto sino de alegría.

Llevaba ya varios meses alquilando una habitación en un hermoso y viejo

departamento en El Rosal, en un chalet de dos pisos ubicado en una agradable

urbanización de casas y edificios pequeños, con cuadras llenas de árboles, flores

y veredas para caminar.

Su dueña era una pintora que residía en París, que pasaba dos cortas temporadas

al año en Caracas, lo que me hacía disfrutar del departamento completo la mayor

parte del tiempo. Como había vivido en Japón, el departamento estaba amoblado

en una mezcla de estilo oriental con europeo, sobriamente sofisticado. Había tres

cuartos: uno lo conservaba, cerrado con llave, para sí; otro lo alquilaba a una

periodista uruguaya que estaba poco, y el otro a mí. Tenía una sala inmensa,

balcón y una cocina amplia que era mi delicia y la de mis amigos: una mesa

rectangular de madera, antiguas y hermosas sillas del mismo material y enormes

ventanales desde los que se podía ver el Ávila.

­ ¿Sandra? ­ me dijo una voz proveniente de la sala.

­ ¡Flaca! ¡Viniste!

­ ¡Pero estás echa sopa che!, fíjate un poco, ¡pero qué loca! ­ y Vicky, sin

importarle contagiarse de mi humedad me abrazó fuertemente, abandonando el

balcón de la espera.

­ Pensé que no ibas a venir... con esta lluvia.

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­ La lluvia es una bendición del cielo que a veces, sólo unas pocas y contadas

veces, se convierte en una maldición. Llegué hace un ratito no más, en el jeep...

Pero che... sécate un poco, anda, que te vas a enfermar, mientras yo preparo un

tecito, ¿ya? Ah, y tengo que hacer una copia nueva de tus llaves, porque una está

medio maluca.

Merendamos con tostadas mirando por el ventanal cómo la lluvia seguía cayendo

y a lo lejos la montaña se iba cubriendo de nubes hasta desaparecer.

Conversamos, como siempre, muchísimo. Viky siempre hablaba pausadamente y

sus ojos tan grandes eran de una mansedumbre acogedora. Me gustaba la

suavidad de su acento, mezcla de varios otros; el color casi cobrizo de su piel; su

pequeñez, era más bajita que yo; sus ganas de querer comerse al mundo sin

atropellar a nadie.

La noche llegó sin que nos diéramos cuenta, trayendo a Néstor, nuestro nuevo

amigo, que había conseguido invitaciones para ir a un estreno de teatro.

A Néstor lo conocimos cuando, con su cantito cordobés y sus besos ruidosos,

apareció por las oficinas del Festival Internacional de Teatro de Caracas, donde yo

trabajaba como secretaria, a principios de marzo. Había llegado siguiendo el

camino de Carlos Giménez, el heroico teatrero cordobés que tanta huella estaba

dejando en el teatro venezolano. Sin conocer a nadie, con un recorte de prensa de

un diario de Córdoba en donde había una entrevista a Carlos, vestido tan sólo con

su sonrisa y su hermosa energía, Néstor apareció diciendo que era actor, que

acababa de llegar de Argentina, no conocía a nadie y no tenía dónde pasar la

noche ni dinero para pagar hospedaje. Enseguida nos cautivó. Su frescura, su

falta de vicios, su ternura, su buen humor, fueron su pasaporte a nuestros

corazones. Néstor rápidamente fue adoptado. También era atractivo y joven, más

de una chica había puesto sus ojos sobre él.

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­ Si no nos apuramos vamos a llegar tarde ­ dijo mientras, frente al espejo,

engominaba su pelo negro y lacio. Yo me puse lo primero que encontré a mano.

­ Che, ¿no estoy muy loca vestida así?

Ellos me miraron y dijeron que no pero al llegar al teatro todo el mundo se nos

quedó mirando. Me había puesto un pantalón rojo muy ancho al que a cada rato le

tenía que andar subiendo la cintura porque se me caía y al que las polillas le

habían abierto unos agujeritos muy simpáticos por donde mi piel respiraba;

sandalias de cuero bajitas y un cordón violáceo­fucsia­ verdoso en el tobillo

izquierdo; una camisa larga y grande, blanca, atravesada por un bolso pequeño; el

cabello aún mojado y lacio cayendo sobre mis lentes redondos. Me sentía

comodísima en la anchura de mis pantalones. Ponía las manos en sus bolsillos

grandes ­un modo disimulado, también, de evitar que se me cayeran­ y me sentía

un payaso, una enanita de cuento de hadas, una Woody Allen femenina (sin su

talento), fuera de época y estilo, Chaplin, contenta, libre, etérea. Los demás,

bueno, a juzgar por sus miradas los demás no opinaban lo mismo.

La obra, un homenaje a Los Beatles, no era buena pero estábamos tan contentos

de tenernos los tres que disfrutamos enormemente, sobre todo los whiskies que

nos tomamos en el cóctel. Los estrenos eran el lugar ideal para encontrarse con

las amigas y amigos que, por falta de tiempo, casi nunca podíamos ver. Así que en

los estrenos nos poníamos al día sobre las novedades de uno y de otra y nos

jurábamos hacernos un tiempito para encontrarnos a tomar un café, cosa que

nunca hacíamos, pero era lindo ese juramento que se renovaba de estreno en

estreno.

Regresamos cansados, friolentos y con hambre. Néstor puso agua en la olla para

los fideos mientras nosotras picábamos cebolla, tomate y ajo para la salsa. La

lluvia caía sin descanso y el murmullo de su caída creaba un ambiente de paz.

Los ventanales de la cocina se fueron empañando por el vapor del agua y nuestra

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imagen se confundía con la de los edificios, los árboles, las luces que venían de

afuera y que peleaban por dejarse ver en medio de esa neblina que parecía

Londres, extraño paisaje para esta ciudad en donde la lluvia nunca dura más de

un par de horas.

Cuando terminamos de preparar la salsa Viky y yo nos sentamos en la mesa y yo

escribí “Extraño a Argentina” en el ventanal que estaba de mi de mi lado y me

puse un poco melancólica. Néstor, que no tenía problemas para entrar al país,

revolviendo los fideos dijo:

­ Me cago en la dictadura.

Las palabras se estaban derritiendo y con tristeza dije:

­ Parecen hilos de sangre escapándose de las letras.

Entonces Viky se levantó e inclinándose sobre la mesa llegó a mi porción de

ventanal y dibujó un sol, unas nubes, pájaros y ahí estaba la palabra Argentina

volando en el cielo de su dibujo, Argentina que se alejaba, subía, se enfrentaba a

los vientos primaverales del ventanal y volvía, siempre volvía, a estar presente. Yo

me sentí reconfortada por su gesto. Se lo dije y ella me estaba besando

fraternalmente justo en el momento que Néstor se volteó, nos miró y dijo:

­ Los fideos se van a pasar, che.­ y su cantito cordobés nos atragantó de risas.

Joan Báez cantaba “Amor es sólo una palabra de cuatro letras”. Yo miré a Viky y

a Néstor, que continuaban riéndose abrazados, y supe que Joan Báez estaba

equivocada.

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Buenos Aires, 17 de mayo de 1979.

La noche anterior supe que sólo mamá había sido autorizada a despedirse, pero

no desde la Embajada sino en Ezeiza.

Mi última noche en Buenos Aires la pasé llorando.

El vuelo es a las doce del mediodía.

A las nueve aparece el Secretario de la Cancillería a buscarnos.

Me despido del personal de la Embajada que ha sido tan amable conmigo y el

Embajador, en un gesto que no esperaba y que me conmueve, me regala

cincuenta dólares.

Un señor venezolano agarra mi bolso y mi guitarra.

Antes de salir el Primer Secretario me da instrucciones: hasta que arribemos a

Ezeiza yo tengo que caminar entre medio de él y del Secretario de la Cancillería.

El ascensor es pequeño y antiguo, de hierro. Incluso allí tengo que permanecer en

el medio. Yo me siento extraña y ajena.

Cuando llegamos a planta baja uno de los policías, el mismo que me había

preguntado el nombre veinticuatro días atrás cuando ingresé, me sonríe con

amabilidad y casi puedo percibir un gesto de solidaridad en esa sonrisa. Yo no

puedo hablar, tengo un nudo en la garganta, y mucho menos sonreír, pero lo miro

profundamente, agradeciendo.

El sol, después de casi cuatro semanas de encierro, me golpea en los ojos.

Adelante y detrás del auto de la Embajada hay un auto de la Federal. El de

adelante está identificado, el de atrás está de civil. Los policías, fuera de los autos,

esperan.

En la vereda de enfrente la gente se va deteniendo, curiosa, formando una

pequeña platea de mirones.

Yo no estoy acostumbrada al aire, me ahogo.

No estoy acostumbrada a los ruidos de la calle, ensordezco.

No estoy acostumbrada al viento, me caigo.

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Caminando hacia el auto de la embajada, en estado de conmoción, me pregunto:

¿Hace falta tanto despliegue de seguridad?

¿Soy un elemento tan peligroso como para custodiarme de ese modo?

¿Tanto miedo le tienen a una frase: “Vivamos en el amor y en la paz. Digámosle

NO a la guerra con Chile. NO al reclutamiento militar”?

¿El pensamiento puede ser tan peligroso?

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Hoy camino arrastrando levemente mi pierna izquierda. No es que tenga un

defecto físico, no.

Con mi ropa gastada deambulo descalza por todo el departamento. Me levanté

temprano y fui al abasto de la esquina a comprar los diarios y un poco de comida:

pan negro, un yogurt, dos cervezas.

Pero el estomago está en rebeldía y no quiere comida.

Me siento en el sofá de la sala y me pongo a leer: Pinochet acepta dialogar con el

sindicato de camioneros; una junta militar argentina clandestina se pronuncia en

contra de las elecciones; las esculturas de Soto en Plaza Venezuela y Chacaito se

están derrumbando por obra y gracia de la desidia oficial. Néstor y Viky se fueron

del país. ¿Néstor y Viky se fueron del país? Grandes manifestaciones en Europa

en contra de la carrera nuclear.

Viky se fue hace dos meses a Estados Unidos, consiguió una beca para hacer un

posgrado en Los Ángeles. Aunque me alegré mucho por ella no pude bajar al

aeropuerto a despedirla, a la ausencia es mejor no verla.

Néstor regresó a Argentina hace una semana. El grupo Rajatabla se iba de gira a

Buenos Aires y Córdoba con la obra “Bolívar” y Carlos Giménez, para ayudarlo

porque no tenía con qué pagarse el pasaje de regreso, lo incluyó en el elenco

como extra.

Néstor jura que volverá pero, a los veinticinco años, ya sé que el camino que lleva

no siempre es el camino que trae.

Me dejó una planta de regalo, una pequeña y hermosa plantita verde como la

esperanza, mi primera planta del exilio. ¿Sobrevivirá a mí? La cuido como una

madre inexperta que no sabe todavía muy bien a qué hora le toca el agua y me

regocijo ante cada nueva hojita. Tampoco bajé al aeropuerto. El último tiempo

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vivía conmigo, dormía en un colchón en el suelo al lado del mío. Nos despedimos

en la puerta con un gran abrazo diciéndonos hasta luego. Los brazos fuertes de

Néstor me contenían y ambos conteníamos el llanto. Todavía conservo en mi

mejilla el recuerdo de su último ruidoso beso.

Elly, que fue convirtiéndose en una excelente amiga de teatro y aventuras, se ha

divorciado y está preparando las maletas para mudarse a Alemania. Esa Elly con

la que nos fuimos hasta Tucupita y nos internamos por el río Orinoco en una

barquita endeble que casi sucumbe ante la lluvia que se desató a mitad de

trayecto, una lluvia de gotas fuertes y salvajes que lastimaban la cara sin piedad;

esa Elly que de tan distinta a mí terminó siendo mi igual, esa Elly que me enseñó

tanto sin saber que me estaba enseñando, esa Elly también se va.

Antes de acostarme a dormir la siesta no puedo evitar mirarme en el espejo del

baño: el cabello largo, desaliñado, cayendo sobre los bordes de mi cara cada vez

más delgada; mis ojos de vaca mansa muy tristes; el color cada vez más pálido de

mi tez oscura. Sin embargo, me gusta mi nariz respingada y mi mandíbula todavía

maciza, afilada, en cuyo punto final aparece a veces un hoyuelo.

Me acuesto en el colchón y me acurruco en las frazadas. Hacía tiempo que no

sentía tanto frío.

Después de un rato observo mi cuarto. La guitarra cubierta de polvo, una guitarra

degollada digo yo, debido a que se le partió el mango y parece una guitarra sin

cabeza, está recostada sobre la antigua biblioteca de madera. Un vaso roto en el

sillón carcomido por las polillas. Una botella de ron por la mitad y un plato al lado

de la gran cesta de mimbre. Sobre el pequeño televisor que no es de mi

propiedad, un cenicero con colillas y un arrugado y vacío paquete de cigarrillos.

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Me levanto, busco la máquina de escribir, la pongo sobre la mesita que está en la

sala, la acerco al sofá. La gente dice que escribo a máquina como si tocara piano.

Tengo ganas de llamar a Néstor y Viky, decirles que los extraño, que quiero

tenerlos a mi lado, pero las comunicaciones son caras y, para variar, tengo muy

poco dinero. Tengo ganas de llamar a Elly y decirle que no se vaya, que

Venezuela es mejor que Alemania, pero no puedo ser tan egoísta, Elly va en

búsqueda de su felicidad.

Voy a la heladera, agarro una cerveza casi congelada, prendo un cigarrillo y digo:

­ He roto tres promesas. La de no fumar, la de no beber, la de abandonar la

depresión.

Nadie responde.

Hoy camino arrastrando levemente mi pierna izquierda.

No es que tenga un defecto físico.

Es la única manera que tengo de sobrellevar el peso de las ausencias.

El teléfono suena. Equivocado.

El sol, tercamente, insiste en colarse por las rendijas de la ventana cerrada.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Y bien.

Dicen que no me aferro a cosas materiales ni a afectos por temor a perderlos,

porque una vez tuve ambas cosas, las perdí, y el dolor fue tan grande que aún me

dura.

Dicen también que soy inteligente. Tierna pero de mal carácter. Dominante. Que

se escuchar tan bien que hasta mi siquiatra me contaba sus problemas.

Que soy contradictoria y feminista.

Sincera. La mayoría de las veces brutalmente.

Que no soy bella pero algo tengo.

Que siempre pienso que me voy a ir y me voy quedando.

Que amo a quien no me ama por eso de que no quiero aferrarme a nadie.

Que tengo buenos sentimientos a pesar de todo y que insisto en que soy judía

aunque no todos me crean.

Que vivo con culpas que muchas veces son ajenas.

Que me cuesta llorar y lo hago a solas.

Que casi siempre ando con los mismos jeans hablando de los mismos temas.

Que como poco y soy vegetariana.

Que amo a Joan Báez y canso a la gente hablándole de ella, aunque ahora lo

hago menos.

Que me canso muy rápido de la gente.

Que no creo en las palabras y que sin embargo quiero escribir una novela.

Que me gustaban los domingos a la mañana porque subía a la montaña con Viky

a leer la prensa y a hablar de las cosas que no siempre hablábamos.

Que me hubiera gustado ser una heroína y ya es tarde.

Que soy pacifista y vivo agrediendo con palabras.

Que a veces me gustaba más como era yo cuando vivía en Argentina.

Que lloré de nostalgia por una calle llena de naranjos en flor en primavera.

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Que muchas veces hice daño sin querer y todavía a pesar del tiempo transcurrido

me arrepiento por eso.

Que me acostumbré desde chica a ser líder y sobresaliente y que me cuesta

mucho no ser ninguna de las dos cosas en el exilio.

Que todo en mi es pasajero y que sin embargo cuando las cosas o la gente pasan

tengo añoranzas.

Que cada vez escribo menos cartas.

Y estoy más histérica tomando tranquilizantes que les robo a diferentes amigas.

Que nada me resultó fácil nunca.

Pero que tuve suerte a pesar de todo.

Que a veces me quiero muy poco y otras demasiado.

Que renazco con facilidad de mis propias cenizas pero que no siempre investigo

porqué se dio el fuego.

Que eso me hace vivir atada a un pasado no resuelto.

Que mi presente muchas veces es tormentoso.

Que caigo en depresiones con frecuencia.

Que pienso a menudo en el suicidio y me gusta.

Que sé que jamás me suicidaré.

Que quiero irme al campo a criar vacas lecheras, ovejas y sembrar papas.

Que me marcó un poema de Benedetti que concluía: “pero si/ pese a todo/...../ te

quedas inmóvil/ al borde del camino/ y te salvas/ entonces / no te quedes conmigo”

Que siento que he defraudado a Benedetti, cosa que me preocupó durante mucho

tiempo y que ahora no me importa nada.

Que soy, en el fondo, una total y profunda individualista.

Todo esto y mucho más dicen que soy yo en el exilio.

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Buenos Aires, 17 de mayo de 1979.

Qué triste es el camino hasta el aeropuerto.

El auto de la policía que va adelante hace sonar la sirena y todos los autos y

semáforos sucumben a nuestro paso.

Vamos rapidísimo y no hay prisa.

Buenos Aires pasa como una exhalación.

Cuando agarramos la 9 de Julio y veo el obelisco se me hace un nudo en la

garganta, siento que me voy a quebrar, pero resisto.

El Primer Secretario y el Secretario de la Cancillería intercambian opiniones

amablemente, intentan integrarme a su conversación pero no puedo hablar,

contesto con monosílabos.

Vamos tan rápido que el auto de atrás por momentos se pierde. El Primer

Secretario le dice al Secretario de la Cancillería si no podemos ir más despacio,

que tenemos tiempo de sobra, que no hace falta que usen las sirenas.

­ Sí, yo también opino que vamos demasiado rápido. Pero son órdenes.

En el camino nos para la Fuerza Aérea. Hay una larga y acalorada discusión entre

un policía de la Federal y un soldado. Finalmente reanudamos la marcha con un

camión lleno de soldados encabezando la comitiva. Los que van en la parte de

atrás asoman sus ametralladores discretamente.

­ Es rutina. ­ dice el Secretario de la Cancillería.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Estas calles que me ven todos los días no saben que hoy es diferente.

Estos edificios que me ven pasar cada mañana rumbo al trabajo, cuando los

atravieso presurosa y ya cansada, tampoco.

Los autos circulan por la autopista sin detenerse, los miro, ellos tampoco saben.

En la calle la gente me roza al pasar, indiferente a mi estado de ánimo y a mi

persona.

Desde que amaneció, mejor dicho, desde anoche, estoy hablando de lo mismo, en

diferentes tonos con diferentes personas.

Pero sólo ahora, en este instante, cuando tomo un café, fumo un cigarrillo y miro a

la ciudad envejecer lentamente hacia la noche, sentada en este melancólico café

que evoca a otras épocas, sólo ahora tomo conciencia de lo que está sucediendo

y me siento triste.

Diez años atrás ante este mismo hecho yo estaba allá, eufórica sin saber muy bien

porqué, ilusionada con algunos pretextos, esperanzada con pocos fundamentos,

pero estaba.

Y hoy, diez años después, estoy acá y allá suceden cosas que me estoy

perdiendo, la historia se está escribiendo sin mí o yo sin ella. Lo leeré, me lo

contarán, lo veré en televisión, volverán a contármelo y seguiré perdiéndomelo.

Así que me duele estar lejos, no ser parte de los festejos, no poder salir a gritar en

multitud que al fin (¿al fin?) se acabó.

Me duele la lejanía y mis casi cinco años de ausencia.

Me siento vieja.

Una vieja de 25 años que mira por televisión el resultado de las elecciones en

Argentina y llora.

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Aeropuerto de Ezeiza, 17 de mayo de 1979.

Arribamos.

El jefe de los policías se acerca a nuestro auto, pasa su mano por la ventanilla y

se despide de mis dos acompañantes, ignorándome. Yo lo miro a los ojos pero él

no me mira.

Nunca antes había estado en el aeropuerto. Me parece viejo y gris. Camino

siempre entre medio de los dos funcionarios que me llevan a un salón VIP, en

donde me dicen que espere.

El señor venezolano deja mi valija y mi guitarra encima de un sillón. Siento que he

recuperado una parte de mí, soy ya una media persona, ahora sólo falta que me

den mis documentos, porque no tengo nada que me identifique, ni siquiera el

documento nacional de identidad.

Los minutos pasan.

El Primer Secretario aparece con un paquete de mi madre, dice que tengo que

seguir esperando y se va rápidamente. Abro el paquete: cartas de mi madre, mis

hermanas y amigas; chocolates. Gran alegría.

Leídas todas las cartas, comidos algunos chocolates, me pregunto por qué no

vienen a buscarme. Una vez más estoy encerrada.

El Primer Secretario aparece con cara de preocupación.

­ Hay un problema. Aunque habían aceptado que te despidieras de tu madre

durante un tiempo prudencial ahora no quieren que la veas. Después de varias

negociaciones hemos logrado que te permitan verla, pero sólo por cinco minutos.

Y hemos tenido que aceptar que el encuentro sea delante de ellos. ­ yo quedo

muda. Me están desgarrando de a pedacitos. Primero me quitaron a mis

amistades, después a mis hermanas y ahora a mi madre.­ Tú y tu madre tienen

que despedirse en medio de un circulo formado por ellos y nosotros.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

Nadie se da cuenta de que he ingresado en la categoría de ex­exiliada.

Yo tampoco me lo creo mucho.

Nadie llama para sumar su alegría a la mía.

Para mis amigas y amigos poco o nada ha sucedido.

Para mí ha cambiado la vida.

Cuando el exilio se acaba hay una puerta que se abre.

Una puerta cerrada que durante años intenté abrir sin ningún éxito.

Una puerta cerrada que obsesionó mis días y mis noches.

Una puerta cerrada que muchas veces me hundió en el desgarramiento.

Una puerta cerrada que clausuró la alegría del presente.

Una puerta cerrada que me llenó de nostalgia.

Una puerta cerrada por la que lloré desconsoladamente.

Una puerta cerrada que continuó cerrada, incluso, cuando nuestros familiares

murieron impidiéndonos ir a su entierro.

Una puerta cerrada que, desde adentro, muchos trataron de abrir y permaneció

cerrada.

Una puerta cerrada.

Una puerta que, tímidamente y con mucha cautela, se abre ahora.

Y aquí estoy, en el umbral del desexilio, asombrada de que esté abierta.

Ansiosa, y temerosa a la vez, de traspasarla.

Entonces la vida cambia.

El futuro inmediato se llena de dudas.

Quiero volver.

Pero no quiero irme.

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Aeropuerto de Ezeiza, 17 de mayo de 1979.

Me sacan del salón VIP y me llevan a un pasillo.

Allí, rodeada de militares argentinos y de diplomáticos venezolanos, veo a mi

madre, más pequeña que nunca.

El círculo se abre un poco para que yo entre en él.

Mi madre y yo nos damos el primer abrazo en un mes. Ninguna de las dos llora.

Hablamos a borbotones, tratando de contarnos todo porque no sabemos cuándo

volveremos a vernos. Nos damos ánimo la una a la otra. No queremos que nos

vean quebradas.

A los cinco minutos exactos uno de los militares dice:

­ Se acabó el tiempo.

El Primer Secretario le pide unos minutos más.

Pero el militar es inflexible.

Mi madre y yo nos separamos en silencio.

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Caracas, Diario de Lamentaciones.

El camino se ha hecho ancho y oscuro, y no siempre conduce a alguna parte.

Lo importante, de todos modos, es andar.

Sé que cuando regrese seré una extranjera en la vida de mi familia y de mis

amigas y ellas en la mía.

Me hablarán de cosas, hechos, gente que no conozco.

Les hablaré de sentimientos que no conocen y de cosas que jamás pensaron que

existían.

Comenzará entonces un segundo y largo camino.

Los dos tienen principio pero ninguno fin.

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Aeropuerto Simón Bolívar, 17 de mayo de 1979.

El avión rueda por la pista mojada.

Se escucha el sonido repetido de los cinturones de seguridad desabrochándose.

El cartel de no fumar brilla, rojo.

Miro por la ventanilla y veo las gotas de lluvia, furiosas, intentando entrar,

escondiéndome el paisaje que no conozco.

Oscuridad.

La gente se levanta de sus asientos, recoge sus pertenencias.

Una azafata se acerca, dice que no me levante hasta que venga a buscarme.

El avión se detiene.

Se vacía.

Quedo sola.

Angustia. No tengo documentos.

Pasan minutos interminables.

La azafata me busca. Me lleva a la cabina.

El capitán abre una botella de champagne para festejar mi libertad junto con la

tripulación. Brindamos.

Sigo a la azafata por una manga larga y luminosa.

Llego al interior del aeropuerto. Es grande, está vacío.

La azafata me entrega a una mujer joven, se despide deseándome suerte.

La mujer me entrega el pasaporte y el DNI. Suspiro aliviada. Vuelvo a sentirme

persona. Me da un ticket para que recoja mi equipaje, me indica dónde tengo que

entregar el pasaporte y se despide. La miro con desesperación. Nunca he estado

en un aeropuerto. No sé qué hacer. ¿Dónde está mi valija? ¿Cómo hago para

salir?

La mujer me mira con ternura, agarra mi pasaporte, el ticket y dice que la siga.

Entrega mi pasaporte a un hombre, lo sella.

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En una máquina veo a mi valija dando vueltas, sola, como si estuviera en una

calesita loca. La mujer la agarra, me la da, señala una puerta y dice:

­ Es la salida, estás libre.­ Y se va.

Quedo sola frente a la puerta mecánica cerrada.

Miro a través de ella.

No hay nadie esperándome del otro lado.

Tengo que salir pero no puedo.

Los pocos empleados que hay me miran.

Tengo que dar un paso.

Un paso para que la puerta se abra y encontrarme con mi nuevo país.

Un paso.

Es el principio.

Es el fin.

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Cuando la fotógrafa Marta Mikulan Martin me sacó esta foto en 1983 y me le

regaló, yo pensé: el día que me publiquen la novela la pondré en la contraportada.

Pensé que iba a ser pronto pero pasaron 32 años. Hoy me doy ese gusto en la

novela que estaba escribiendo cuando esta foto fue tomada.

Escritoras Unidas & Cía. Editoras Caracas

Mayo 2015

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