acariciando el cielo promo

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ACARICIANDO EL CIELO Fernando M. Cimadevila

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Primeras páginas de la novela "Acariciando el cielo", finalista del premio Desnivel de literatura de viajes y montaña. Web del autor: www.fernandocimadevila.com

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Page 1: Acariciando el cielo promo

ACARICIANDO EL CIELOFernando M. Cimadevila

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Exordio

Camino despacio, escuchando el crujir de la nieve bajo mis botas, que se repite en

una cadencia hipnótica. La brisa fresca del atardecer agita las escasas hierbas que

todavía asoman entre aquel mar de blancura infinita. Una mariposa se aleja aleteando

con suavidad colina abajo, hacia la línea nebulosa que señala el cauce de un río.

Pienso en ese viejo dicho de que el batir de alas de una mariposa puede causar un

huracán al otro lado del mundo. Imagino que si en este caos que nos rodea una sola y

minúscula variable puede cambiarlo todo, ¿qué no podría llegar a producir el suspiro

melancólico de una enamorada, o el jadeo de un exhausto viajero, o, incluso, el

último aliento de un anciano moribundo?

Pienso en la razón de la vida. En las infinitas variables que la componen, piezas

de un gigantesco dominó que se ramifica indefinidamente. Trato de atrapar las causas

de por qué ocurre lo que ocurre, pero se me escapan como nieve en polvo entre los

dedos de la mano.

Pienso en la razón para subir montañas. Mas eso es como preguntarnos por qué

vivimos, pues la vida es una constante escalada, plagada de barreras y obstáculos que

acechan en el camino, y cuanto más avanzamos, más fatigados nos sentimos, más

difícil es continuar. No tengo una respuesta. Solo esperanza. La esperanza de que,

llegado el momento, en ese último instante allá en la cumbre, se nos permita acariciar

el cielo.

El sol languidece al oeste hacia un océano carmesí. Ya voy. Ya llego.

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Capítulo 1

Se marchitaban lo últimos días de verano sobre París y pronto la Ciudad de la Luz

olvidaría el sol estival para dar paso a las lluvias. Desde la ventana de mi hotel podía

observar como el parque Buttes Chaumont recibía aquella mañana a los primeros

visitantes, que en esta época aprovechaban los últimos resquicios de calor paseando

bajo las arboledas. El otoño ya se atrevía a dar tímidas pinceladas al follaje y, al igual

que yo, los estorninos también intuían la llegada del frío y formaban bandadas que

revoloteaban al unísono, como oscuras nubes invernales que lanzaban nerviosos

chillidos al cielo.

Dirigí mi vista hacia el gran peñasco que se erguía en medio de aquel jardín.

Indiferente a los cambios de estación, el promontorio permanecía inalterado desde

hacía más de un siglo, como último vestigio de las canteras de yeso y piedras

moleñas que en otros tiempos albergaba el barrio, y que abastecían la construcción de

inmuebles parisinos en los distritos centrales. El parque se había construido en el

mayor de estos yacimientos, detalle que explicaba tan caprichoso y exclusivo diseño.

Aunque desde mi posición era imposible distinguirlo, sabía que el peñasco

estaba rodeado de agua. Lo que sí podía contemplar en la cúspide de aquella isla

rocosa era el pequeño templo de la Sibila, una construcción circular con altas

columnas de aspecto griego; aquel lugar era un enorme imán para las parejas de

enamorados.

En la calle, las terrazas ya estaban infestadas de turistas que saboreaban cafés y

cruasanes, observando y siendo a la vez observados, convertidos en el atrezo de una

típica postal que todos querían grabar en sus retinas.

Desde mi cumbre de cristal, una suite de lujo situada en lo más alto del

edificio, sentí rendirse la ciudad a mis pies, incluso su señora, la lejana torre Eiffel,

que asomaba entre los tejados iluminada por los reflejos vespertinos del Sena, pareció

saludarme.

Cerré los ojos, deleitándome un instante en la calidez de los rayos solares que

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entraban por la ventana para acariciar mi torso.

Había llegado hacía menos de una semana, por asuntos de negocios, y me

disponía a regresar a Barcelona ese mismo día. Por aquel entonces contaba con

treinta y siete años, era agente de bolsa y, modestia aparte, las cosas me habían ido

muy bien. En los últimos años no solo había ganado un montón de dinero, además,

gracias a mi labor, muchos inversores habían colmado sus bolsillos con suculentas

sumas. Debo confesar que mi ascenso hacia la cumbre del éxito siempre estuvo

regido por una fuerte disciplina y una mayor ambición. No niego que para ello tuve

que sacrificar ciertos aspectos superfluos, entre los que se encontraban mi obsoleto

sentido moral o alguna que otra responsabilidad social. Es de entender que, llegados a

cierto punto, la altitud ya no te permite escuchar a los rezagados que se han ido

quedado atrás. Y cuanto más asciendes, las personas, los nombres, la propia

humanidad, se diluyen en una vorágine de gráficas, cifras y estadísticas. Y mi trabajo

era precisamente exprimir esos números de la manera más eficiente posible. No podía

permitirme preocupaciones acerca de a cuántos empleados despedirán por el cierre de

una empresa, o qué edad tienen los trabajadores de sus fábricas, y aún menos, en qué

condiciones laborares estaban trabajando. Lo realmente importante era la rentabilidad

del dinero.

Después de varios días de duro trabajo, la noche anterior había decidido darme

un pequeño homenaje: cena en un reputado restaurante, unas copas en un local

exclusivo y un fin de fiesta en buena compañía.

En aquel momento me sentía pletórico, sonreí y la habitación pareció

devolverme la sonrisa en forma de elegante vestido de noche tirado en la alfombra.

Sobre la cómoda dormitaba una botella vacía de Armand de Brignan y en la cama se

dibujaba la sensual silueta de una mujer, entre sábanas de seda blanca por las que

asomaba un mechón de pelo rubio. Traté de recordar su nombre, pero desistí al

instante, al fin y al cabo no tenía importancia. Sabía que nunca la volvería a ver.

Sonó el móvil desde el escritorio tocando la melodía del momento, una de esas

musiquitas repetitivas que se escuchan continuamente en la radio, y luego te

descargas por un par de euros sin poder sacártela de la cabeza. Silbándola, me dirigí a

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coger el aparato. La conversación fue breve, intrascendente, tan típica que tuve la

tentación de grabarla para poder reproducirla en futuras ocasiones.

«Hola, cariño... Sí, ya estoy despierto... Sí, salgo dentro de dos horas... De

acuerdo... Yo también te quiero».

—¿Era tu novia o tu mujer?

La pregunta apenas me rozó, estaba tan absorto consultando las llamadas

perdidas de la noche anterior que no le presté atención.

—¿Cómo dices? —pregunté confundido a la rubia de ojos claros que me

observaba desde la cama con actitud ofendida.

—Digo que quién ha sido la que te ha llamado, ¿tu novia o tu mujer? —insistió

la muchacha con un fuerte acento francés.

Levanté la vista del aparato sin dar crédito a lo que escuchaba.

—¿No irás a pornerte celosa?

—En absoluto. Es simple curiosidad —respondió retirando las sábanas de

manera insinuante.

—Mira... lo siento, pero tengo trabajo —rechacé la invitación.

—¿Cómo? ¿ahora me vienes con esas? Anoche no decías lo mismo.

No respondí. Aquella conversación no me interesaba lo más mínimo, no

llevaba a ninguna parte y odiaba perder el tiempo, así que me centré en el móvil e

hice una llamada.

—Sois todos iguales... vosotros los extranjeros venís aquí y nos tomáis por...

por...

—Venga, no irás a enfadarte ahora. ¿Por qué no bajas a la cafetería y pides vas

pidiendo el desayuno? Iré enseguida.

Los ojos de la muchacha centelleaban de indignación. Ahora me pareció

peligrosamente más joven que la noche anterior.

—De acuerdo —dijo, mientras se vestía el traje y cogía los zapatos en la mano

—. No tardes...

—Prometido —atajé la conversación, pues el teléfono ya daba señal—. Dame

diez minutos.

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Salió de la suit justo en el instante en el que respondían al otro lado de la linea.

—¿Jorge...? —pregunté con el móvil al oído— Ah, hola... No, no pasa nada...

Tengo una llamada tuya, ¿sucede algo?

Jorge era un compañero de trabajo, un chupatintas sin demasiadas agallas que

se creía un zorro, pero que aún no se había percatado de que estaba en un nido de

víboras. Naturalmente, mi actitud hacia él era cordial y respetuosa, me convenía tener

un par de ojos y oídos extra en la oficina; además, en caso de cagarla, siempre tendría

a quién sujetarme, y luego no dudaría en cortar la cuerda para aligerar carga.

—¿Vuelves hoy de París? —me preguntó desde el otro lado de la línea. Parecía

nervioso, si cabe, más de lo habitual en un agente de bolsa.

—Sí, ¿qué sucede?

—Tienes que venir a la oficina...

—¿Hoy? Jorge, dime qué está pasando.

—¿No lo has visto en las noticias?

Aquella pregunta me pareció angustiada, casi desesperada, como si en realidad

las palabras ocultasen algo terrible y se hubieran disfrazado para no dar la cara.

—Todavía no me he conectado —respondí, empezando a perder los nervios—.

¿Vas a decime de una vez lo que pasa? O te juro que...

—Lo siento... al final no hay compra... Lehman Brothers ha caído.

—Mierda...

Tras aquella conversación recogí el equipaje meticulosamente, tratando de que la

tarea afectase lo imprescindible a mi capacidad mental. En esos momentos debía

actuar rápido y preparar un plan de contingencia. Huelga decir que no acudí a mi cita

en la cafetería, y el recuerdo de aquella chica se fundió al instante con el resto de

conquistas, pasando a formar parte de un solo ente femenino, difuso e indefinido.

Tomé un taxi desde mi hotel hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. El vuelo salió

puntual y tan pronto estuvimos en el aire saqué mi portátil dispuesto a trabajar.

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—Disculpe señor. No está permitido usar aparatos eléctricos durante el

trayecto.

Levanté la vista hacia el azafato. Un joven alto y bien parecido, claramente

metrosexual y con un empalagoso acento francés. Me desagradó de inmediato.

—¿Tenéis whisky? —pregunté, ignorando la advertencia y volviendo a mis

asuntos.

—Oui, señor. En seguida le traigo una copa. Pero debo insistir en que

desconecte su computador.

Desde luego aquel no era un buen día para tocar las narices a un agente de

bolsa.

—Disculpa, pero no estoy pagando primera clase para que me vengan con

bobadas sobre leyendas urbanas, así que dile a tu compañera que me traiga una copa

cuanto antes.

Me imagino que el esfuerzo que tuvo que hacer para morderse la lengua fue

considerable. Yo en su misma situación me abría enzarzado a puñetazos. Supuse que

para eso le pagaban. Desapareció por una puerta con cara de pocos amigos y el

asunto no debió trascender de allí, pues al rato apareció la azafata con el whisky. Le

dediqué mi sonrisa más seductora sin otro resultado que un rostro anodino y un

«¿desea algo más el señor?», estaba claro que ya había sido puesta al corriente de mis

comentarios.

Me vi tentado a responder con alguna de mis perlas, no sería la primera vez que

lo hacía, y les sorprenderá saber que en más de una ocasión obtuve excelentes

resultados, pero en aquel momento no estaba el horno para bollos y debía

concentrarme en los negocios. Era necesario cuantificar los daños y tratar de

minimizarlos.

A estas alturas es de suponer que la imagen que tienen de mí, siendo generoso,

es la de un capullo integral, algunos estarán planteándose abandonar la historia y

otros tratando de averiguar mi e-mail para poder despacharse a gusto. No les culpo,

yo en su caso haría lo mismo. Pero, si les sirve de algo, no hay nada más gratificante

que ver a un capullo llevándose su merecido, y les puedo asegurar que yo me llevé lo

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mío.

A mi llegada al aeropuerto de El Prat ya me esperaba un coche para

conducirme directamente a las oficinas. El grupo inversor estaba reunido al completo

y la situación no pintaba bien. No quiero aburrirles con cuestiones técnicas, baste

decir que todo se vino abajo, al menos para mí. Pensarán que mi profesionalidad deja

mucho que desear, que no tuve la suficiente previsión como para diversificar en las

inversiones a mi cargo, pero se equivocan. Todas las medidas de seguridad en mi

ascenso fueron detalladamente supervisadas, cada una de las clavijas se encontraba

perfectamente anclada para resistir cualquier contingencia. El problema con el que

nadie cuenta al atacar una cumbre, por muy previsor que sea, es que la montaña se

venga abajo, y precisamente eso fue lo que ocurrió. La caída de Lehman Brothers no

solo golpeó duramente nuestras principales inversiones, sino que el «efecto

mariposa» provocó que se llevara por delante otras muchas en las que, por caprichos

del destino, yo tenía mis mayores intereses. Aquellas que resistieron tuvieron que ser

utilizadas para hacer frente al colapso y al final todo quedó reducido a escombros.

El grupo resistió como pudo, asimilando pérdidas y reestructurándose a duras

penas. Naturalmente, en estos casos siempre se busca una cabeza de turco, y como ya

se imaginarán me tocó a mí. Algunos de nuestros clientes me acusaron de venderles

ciertos productos financieros que en apariencia no tenían nada que ver con el coloso

americano, pero que en realidad dependían directamente de él. Naturalmente,

cobrábamos jugosas comisiones por esas ventas, y, como comprenderán, en aquel

momento era una estupidez pensar que una de las entidades bancarias más grandes

del mundo se fuera a venir a bajo de aquella manera. No solo fui despedido, sino,

además, inhabilitado de la profesión por un largo periodo. No negaré que no me lo

mereciese, aunque se tratara de una cuestión de mala suerte, fue mi mano la que

movió la mayor parte del dinero a un pozo sin fondo.

Allí comenzó mi caída desde lo alto, y no dejé de caer hasta casi tres meses

después. Traté de buscar asideros a los que sujetarme, pero misteriosamente todos se

desvanecían con solo tocarlos. Descubrí que aquellos a los que llamaba amigos no

eran otra cosa que parásitos que se alimentaban de mi posición privilegiada, y sin

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ningún tipo de remordimiento me dieron la espalda. Verónica, mi novia, se encargó

personalmente de ello.

Nos habíamos conocido en una fiesta de empresa hacía tres años. Ella, además

de una fiera belleza, era la hija de uno de nuestros mejores inversores. Una niña bien,

clasista sin pudor, y acostumbrada a la vida más anodina y prefabricada que os podáis

imaginar. Práctica y funcional, con una faceta de ingenua crueldad que causaba

destrozos en todo aquello que la rodeaba y no fuese de su agrado.

Debo decir que fue admirable su maestría a la hora de romper nuestra relación

o, hablando con propiedad, diseccionar nuestra relación, pues lo hizo con una

precisión quirúrgica digna del mejor neurocirujano. Durante dos meses me hizo creer

que seguía a mi lado, que me apoyaba, cuando en realidad llevaba a cabo un

cuidadoso ataque psicológico que limaba lentamente mi paciencia y que derivó, como

era de esperar, en una fuerte discusión. Aquello le proporcionó la disculpa que había

estado esperando para dejarlo, además de convertirme en un paria social entre

nuestros conocidos. No la culpo. No la quería. Creo que, en realidad, ambos nos

aprovechábamos uno del otro para conseguir nuestros objetivos, y obviamente

cuando fui un peso muerto para ella cortó la cuerda.

Mi caída no terminó ahí, todavía el fondo quedaba muy lejos y lo peor estaba

por llegar. En una de mis jugadas maestras me había mudado al enorme apartamento

que el padre de Verónica le había comprado en el centro, de este modo podía dedicar

la parte económica que me ahorraba en vivienda a nuevas inversiones. Muy

amablemente se encargó de empaquetar mis cosas y abandonarlas frente a la puerta

en un retorcido acto de humillación.

Sin un sitio a donde ir, me trasladé a una pensión con el poco dinero del que

todavía disponía. Conservaba algunos objetos de cierto valor: un Rolex, unos

gemelos de oro y mi coche, un Aston Martin DB9.

Su venta me proporcionaría dinero suficiente para unos cuantos años. Pero en

este caso el dinero no era el problema. En primer lugar, no quería quedarme en

Barcelona, allí ya no se me perdía nada, y en segundo lugar, mi profesión era mi vida.

Todo por lo que había luchado, todos mis objetivos y ambiciones, se desvanecían

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como un castillo de naipes. Seguro que nadie piensa que una vida pueda desintegrarse

en tan poco tiempo, pero sucede más a menudo de lo que se imaginan.

No estaba preparado para enfrentarme a otra vida que no fuese una colmada de

lujos y comodidades. Resignado a mi destino me abandoné, dedicándome dormitar en

la cama frente a un televisor. Un día bajé al supermercado a por algo de comida y el

guardia de seguridad me invitó amablemente a marcharme. Como era de esperar,

monté en cólera y provoqué un escándalo hasta que vino la policía. Pasé aquella

noche en un calabozo. De regreso a la pensión me miré al espejo del baño y por un

segundo tuve el impulso de llamar de nuevo a la policía para que detuviesen al

indigente que se había colado en mi habitación. Me vi tambaleándome al borde de un

abismo. Así que, a mediados de diciembre, recogí mis cosas y me dirigí al oeste.

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Capítulo 2

Estuve al volante casi doce horas seguidas. Cualquiera en mi lugar hubiera disfrutado

del paisaje que a cada paso se transformaba en un deleite para los sentidos, sin

embargo, yo solo veía lluvia, una interminable cortina gris que ahogaba los colores

como una mortaja. Distinguía a lo lejos las luces de las ciudades, como colmenas

tristes, recordándome que la vida seguía sin mí, que aquel mundo no se había

percatado de mi ausencia y que de alguna manera había dejado de pertenecer a él.

Una fuerza superior me empujaba hacia las montañas, guiando mi mano con la

desesperación de un reo condenado a muerte, o de quien se ha perdido en medio de la

tormenta y solo busca un destello que lo guíe en la oscuridad.

Entré en Galicia por el paso de Ponferrada, y luego tomé rumbo al sur. Una vez

en O Barco me dirigí al municipio de Carballeda de Valdeorras, la puerta de entrada

al mayor pico de las tierras gallego leonesas: Peña Trevinca.

Tras cruzar el viejo puente de Sobradelo, el característico paisaje ribereño que

se encuentra en torno al Sil, río famoso por sus profundos cañones escavados en la

roca y por dar de beber a los viñedos de la Ribeira Sacra, se convirtió a ojos vista en

un horizonte de alta montaña. La temperatura descendió bruscamente y cuando la

lluvia dio paso a una ligera nevada me detuve para poner las cadenas al coche. Si

disponía de un juego había sido exclusivamente por la recomendación de un operario

de la gasolinera. Se me antojaba una situación un tanto ridícula, que evidenciaba mi

desapego casi insolente a la montaña.

Fue entonces cuando sentí como si la propia tierra me abofeteara la cara

reclamando mi atención. Percibí el abrazo de aquel vasto paisaje de cumbres ocres y

blanquecinas, y el denso silencio del mundo arrastrándose desde las alturas hasta lo

hondo de los valles. Allí abajo, entre el nebuloso aire de la montaña, ya resplandecían

las primeras luces del atardecer de algún pueblo, y el viento arrastraba hasta mí

sonidos apagados y lejanos. Un cuervo graznó en las alturas. Levanté la vista y lo vi

alejándose hacia los nevados picos, que, sentados en sus tronos inmemoriales,

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permanecían observando el paso del mundo y de las épocas, y ahora me observaban a

mí, como viejos y severos maestros que aguardaran mi regreso.

De nuevo en camino, seguí culebreando por la tortuosa carretera. Pronto

surgieron a mi paso las difuntas canteras de pizarra cuyos cascajos yacen diseminados

por las faldas montañosas, como cadáveres gubernamentales de los que nadie ha

querido responsabilizarse nunca. Me pareció que el viento susurraba con las voces de

los hombres y mujeres que dejaron su vida entre aquellas minas.

Al rato abandoné la carretera principal para desviarme por un camino de tierra

que se adentraba en el bosque. La casa se escondía al abrigo de la arboleda, de

espaldas a un alto promontorio que la protegía del gélido viento que bajaba de los

picos. Se había construido con pequeños bloques de piedra extraídos de la propia

montaña, y con gruesos troncos que habían sido acarreados desde lo profundo del

valle. A pesar de contar con casi un siglo de antigüedad, se apreciaba que había sido

conservada y restaurada con un amor incondicional que solo alguien apegado a estas

tierras podía sentir.

Detuve el coche frente a la entrada. El humo que brotaba de la chimenea

indicaba que había actividad en su interior. Me disponía a entrar cuando escuché unos

golpes secos que provenían de la parte posterior.

Di un rodeo a la planta principal y al otro lado, frente a un cobertizo, pude ver

a un hombre mayor de espesas barbas que cortaba leña. Vestía unas botas altas y un

chaleco térmico sobre un jersey de lana que iba a juego con el gorro de nieve.

—Hola, papá.

Acostumbrado a que las palabras brotasen de mi boca como un torrente

desbocado, me descubrí sin poder articular nada más que aquel tímido saludo.

Mi padre siguió cortando los maderos sin alzar la vista. Un gesto casi

imperceptible en su rostro me indicó que había escuchado mi saludo, pero como ya

me suponía, no tenía intención de responder. No era de extrañar. Hacía más de dos

años que no nos veíamos. Desde el funeral.

—He venido a verte. Hace mucho tiempo...

—¿A qué has venido? —me interrumpió, y su voz resonó atronadora. Cargada

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de ira y rencor.

—Quería verte. Pensé en pasar aquí unos días y...

—¡Unha merda! —exclamó furioso y golpeó un madero con tanta fuerza que

saltó a varios metros partido en dos pedazos.

Levantó la mirada y vi la rabia brillando en sus ojos. Me sentí desarmado, no le

faltaba razón, si estaba allí era solo por una egoísta necesidad. No sabía qué decir, así

que permanecí en silencio hasta que él continuó:

—Me tomas por tonto, ¿no? Como a todo el mundo. Algo vienes a buscar. Tú

no haces nada sin que te convenga.

La situación se me iba de las manos. Tenía que calmar las cosas cuanto antes.

—¿No podemos hablar un momento? Si te tranquilizaras...

—Yo ya estaba muy tranquilo hasta que tú has llegado —respondió con una

hostilidad contenida—. Coge tu juguete de ciudad y vete por donde has venido antes

de que me enfade de verdad —añadió, señalando al camino que salía hacia la

carretera. Luego me ignoró y continuó su tarea.

Durante el viaje no había querido pensar en cuál sería su reacción. Pese a todo,

ninguna de mis suposiciones era tan negativa como a la que ahora me enfrentaba.

—Soy tu hijo. No puedes...

—¡Yo ya no tengo hijos! —gritó, presa de una furia incontrolable.

Aquello me hirió en lo más profundo y yo también estallé.

—¡Eres un viejo loco! ¡Sigues encerrado en tu cueva como un animal...!

—Lárgate o te juro que...

Lo vi sostener el machete en alto. Sus ojos azules relampagueaban con la

mirada vidriosa. Decidí calmarme y no tentar mi suerte. En estas tierras norteñas los

periódicos están llenos de sucesos truculentos, fruto de disputas familiares y alcohol

casero, y a pesar de mi desesperación no quería ser protagonista de más titulares.

Retrocedí con cautela sin poder desprenderme de aquella mirada abrasadora.

Subí al coche y regresé a la carretera.

La noche devoró la tarde como una dentellada de lobo. La pequeña nevada

había seguido trabajando pacientemente. Con la cabeza distraída en rumiar lo

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acaecido con mi padre, no me percaté de la situación y pronto me vi rodeado de una

profunda oscuridad.

De repente, el coche patinó sobre la nieve. Como un jarro de agua fría, aquello

me sacó del trance y me devolvió violentamente a la realidad.

Lo noté deslizarse sin control hacia mi derecha. Contravolanteé pisando

ligeramente el acelerador, repitiéndome a mí mismo que un coche de cien mil euros

no podía fallar en una situación así. Noté cómo se agarraba de nuevo al pavimento y

retomaba el control, pero entonces debió de rozar la cuneta, pues se ladeó ligeramente

y se detuvo de golpe enterrado en la nieve. Cuando traté de moverlo descubrí que no

era posible, una de las ruedas estaba ya girando sobre el aire.

Me sentí estúpido. ¿Cómo podía haber sido tan inepto? Me había criado en

aquel lugar y actuaba como un dominguero irresponsable.

No podía regresar a casa de mi padre, no solo por el riesgo que eso suponía,

sino porque tendría que caminar a oscuras por la nieve al menos cinco kilómetros, y

no estaba preparado para enfrentarme a las bajas temperaturas de la zona. Intentar

semejante insensatez sería un suicidio por hipotermia.

Decidí mantener el motor en marcha y usar la calefacción hasta la mañana

siguiente. Pero aquello también tenía su peligro. Si la nevada me cubría por completo

la quitanieves podría no ver el coche y golpearlo a su paso. Aunque no estaba seguro

de dónde me encontraba, tenía la impresión de estar situado al borde de una

pendiente.

Aquel fue el momento en el que mi caída llegó a su fin. Después de tantos

meses precipitándome al vacío, perdido y olvidado por el mundo, impacté contra el

fondo de aquel profundo abismo en el que se había convertido mi vida. Y entonces la

fría y dura capa de escarcha que durante años había forjado a mi alrededor se

resquebrajó con el impacto. Poco a poco, a través de esas pequeñas fisuras, se fueron

filtrando sentimientos que pensaba olvidados; sentimientos de amargura y

arrepentimiento que me desgarraban desde el interior.

No sé cuánto tiempo pasé allí, me parecieron horas, aunque en realidad

pudieron ser minutos. La cuestión es que, sin previo aviso, el vehículo se zarandeó y

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comenzó deslizarse en la oscuridad. Tenía los ojos cerrados, y así los mantuve, a la

espera de que llegara el fin. Sin embargo, al contrario de lo que esperaba, fue

entonces cuando todo comenzó.

En las noches claras de invierno, las montañas brillan con el fulgor de la luna y las

estrellas, como una nueva constelación que anhela alzar el vuelo, fundiendo su figura

con el propio firmamento, para romper esa frontera que separa la tierra del cielo.

En las oscuras noches de invierno, despiertan embravecidas por el viento,

retorciéndose entre sombras de nubes negras, que descargan la nieve en la roca con la

gélida caricia de la muerte.

En el interior de mi coche, al refugio de la nevada, me sentía como un niño que

se oculta bajo las mantas de su cama a salvo de cualquier peligro. Una falsa ilusión de

seguridad que se desvaneció cuando todo comenzó a moverse.

Pensé que quizá me hubiera equivocado, y realmente me encontraba más al

borde de la pendiente de lo que en un principio había supuesto. Pero entonces el

coche se detuvo de nuevo. Sin comprender qué sucedía miré alrededor y un

resplandor luminoso atrajo mi atención desde la carretera.

Entre la nevada distinguí una figura que se acercaba con lo que parecía ser una

linterna. Vi un rostro difuso y alguien que golpeó la ventanilla.

—¡Vamos. Sal de ahí ahora mismo!

Reconocí la voz. Era mi padre quien me llamaba desde el exterior.

Sin apenas poder creerme aquel cambio de los acontecimientos, apagué el

motor y salí afuera. Acomodado a la calefacción del interior, la sensación térmica fue

la misma que si me hubiesen cubierto con un edredón de escarcha.

Comprendí entonces la razón de que el coche se hubiera movido. Mi padre lo

había remolcado con su todoterreno, lo suficiente como para alejarlo de un empinado

terraplén que ese momento, bajo la luz de la linterna, pude distinguir con claridad.

—¡Despierta de una vez y alumbra aquí! —me dijo, cediéndome la linterna.

Iluminé la tarea de desenganchar ambos vehículos. No había otro remedio que

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dejar allí mi Aston Martin hasta el día siguiente.

Después, ambos entramos en el Land Rover y nos alejamos del lugar, antes de

que la nieve hiciese completamente intransitable la carretera.

—No te pienses que esto cambia nada. Lo he hecho por respeto a la memoria

de tu madre —me dijo sin desviar la mirada.

Si algo era loable en el comportamiento de mi padre, eso era el respeto que tras

más de veinte años todavía profesaba por mi madre. Enviudó muy joven, con dos

hijos a su cargo, y sin embargo nunca volvió a casarse, ni tan siquiera, que yo

recuerde, entabló algún tipo de relación con ninguna mujer. Un comportamiento que

se podría considerar enfermizo si no fuese por la naturalidad con la que aceptaba su

condición, y una inquebrantable lealtad a la memoria de su mujer.

Mi madre murió por la mina, que no en la mina, como algunos trabajadores que

frecuentemente quedaban sepultados bajo escombros de pizarra y cuyas voces morían

en aquella cueva, sin que allá abajo, en la civilización, algún medio se hiciese eco.

Para ella fue peor, una fuerte afección pulmonar la devoró durante años. A pesar de

todo, nunca renunció a aquel trabajo que sostenía a la familia, quizá por ello mi padre

se sentía en deuda.

No se volvió a pronunciar una palabra en todo el trayecto. Yo tampoco tenía

intención de entablar una conversación en un momento como aquel, pues el fuerte

olor a aguardiente que impregnaba el habitáculo era una clara invitación a mantener

la boca cerrada. Todavía podía ver brillar sus ojos vidriosos entre la oscuridad.

Una vez en casa, mi padre sirvió dos cuencos de espeso caldo calentado como

era su costumbre en el fuego de la lareira. Dejó uno sobre la vieja mesa de la cocina,

a modo de silenciosa invitación, y se sentó junto a la chimenea a tomar el suyo.

Comí en silencio, observando su oscura silueta frente al fuego, como un

espíritu de otros tiempos que todavía rondaba por la casa. El denso y cálido sabor del

caldo despertó en mí lejanos recuerdos de aquel lugar que un día había sido mi hogar.

Era un sabor basto y primordial, puro como la escarcha temprana en los robles, y

cálido como el sol del atardecer en las riberas del Sil. Era la memoria de una tierra en

su más básica expresión.

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Al terminar, dejé mi cuenco en el fregadero. Fue entonces cuando me fijé en la

cantidad de botellas de aguardiente vacías que se acumulaban debajo. Sin decir nada

subí a mi habitación. La encontré extrañamente vacía, aunque inalterada. Los

muebles seguían en su lugar, pero, salvo por alguna ropa de cama en el armario, no

había ni rastro de mi paso por ella. Me hubiera gustado encontrarme con alguna de

mis viejas pertenencias, y no pude evitar pensar en que probablemente mi padre ya se

había deshecho de ellas.

Desde la ventana no se distinguía nada más que una incesante ventisca de nieve

que golpeaba los cristales. Cerré los postigos y me metí en la cama. El ulular del

viento me acompañó hacia un profundo sueño.

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Capítulo 3

Entre las maderas de la ventana se había colado un vespertino rayo de sol y

pacientemente había recorrido la habitación hasta alcanzar mis ojos. Me desperté

desorientado. Ya no escuchaba el viento azotando la casa, y la claridad que pugnaba

por penetrar desde el exterior me indicó que el día había amanecido claro.

Abrí por completo las ventanas para dejar entrar el frescor de la mañana. La

nevada del día anterior yacía ahora sobre el paisaje de cumbres y bajaba por buena

parte del valle. El olor a leña quemada anunciaba que mi padre ya había encendido el

fuego, o tal vez lo había mantenido ardiendo toda la noche.

Un ruido metálico de trastos que provenía del cobertizo trasero llamó mi

atención. Me vestí y bajé para ver qué estaba haciendo. Recé para que se hubiera

levantado de mejor humor, o al menos se hubiera olvidado un rato de la botella.

Pronto pasaría la quitanieves y podría desenterrar mi coche.

Encontré un montón de cachivaches amontonados sobre la nieve: viejas

bicicletas sin ruedas, mangueras, neumáticos usados, cañerías... En definitiva, gran

parte del contenido del cobertizo. Mi padre salió entonces con un bidón y lo dejó caer

junto al resto de cosas.

—¿Quieres que te ayude? —me atreví a preguntarle.

Volvió a meterse dentro y cuando ya pensaba que no respondería le oí decir:

—Sería una novedad.

Interpretando aquello como una afirmación, le seguí y comencé a sacar cosas al

exterior.

—¿Qué estamos haciendo? —le pregunté al cabo de un rato.

—Digo yo que ese trasto tuyo necesitará un sitio donde pasar la noche.

Así era mi padre. En su presencia leer entre líneas adquiría la categoría de arte.

Como buen gallego, no decía nada, pero lo decía todo. No me invitaba a quedarme, ni

daba su brazo a torcer, al menos no directamente. Sin embargo, a su manera, me

estaba tendiendo la mano.

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El trabajo nos llevó un buen rato, pues habían sido muchos años de trastos

acumulados.

—¿Qué es esto? —pregunté, levantando una lona para descubrir una caja de

madera que atrajo inmediatamente mi atención.

—Eso no es nada, déjalo estar —protestó mi padre.

Pero la curiosidad me hizo examinarla detenidamente y descubrir una pegatina

que indicaba el remite:

Katmandú-Nepal.

—¡Son las cosas de Ernesto! —Exclamé, incrédulo—. ¿Te las enviaron y las

tienes aquí sin abrir?

—¡Te digo que dejes eso!

Me apartó de un empujón y cubrió de nuevo la caja. Luego añadió, enojado:

—Eso está bien donde está y no hay motivo alguno para abrirlo. No se te

ocurra acercarte a ella otra vez.

No le repliqué. Desde luego, si había un tema que podía echar por tierra aquella

relativa tregua entre ambos era el de mi hermano Ernesto. Hacía más de dos años

desde su expedición al Everest. Coronar esa cumbre había sido su sueño desde muy

joven, y cuando por fin lo vio cumplido, fue para perder la vida. En ese momento

comprendí con absoluta claridad que su muerte, de la que en cierta manera mi padre

me hacía responsable, había sido el motivo decisivo para distanciarnos

definitivamente.

Nunca llegó a perdonarme que no hubiese acompañado a Ernesto en aquel

viaje, cuando sabía perfectamente que hacía años que la montaña ya no formaba parte

de mi vida. Tras el entierro, tuvimos una fuerte discusión sobre el tema. Intentó

volcar en mí la rabia y la frustración que sentía, culpándome del destino de mi

hermano. En realidad, ahora creo que a su manera solo necesitaba desahogarse, pero

le di la espalda y no volvimos a vernos desde entonces, hasta la noche anterior.

Después de liberar el espacio en el cobertizo, amontonamos todo en un lateral

de la casa a modo de escombrera. Me sorprendió que mi padre, con cierta tendencia a

padecer síndrome de Diógenes, hablara de llamar al chatarrero para que se lo llevase.

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Tras desayunar y así que hubo pasado la quitanieves, volvimos al lugar en el

que había abandonado mi coche. Todavía se distinguía su figura en un recodo del

camino, donde mi padre había tenido el buen sentido de dejarlo. Despejamos la nieve

y, como era de esperar en un coche de esa categoría, arrancó a la primera. Durante el

regreso a casa ninguno mencionó lo ocurrido el día anterior. Puede parecer un

comportamiento extraño, o incluso antisocial, y no es porque en mi tierra seamos

parcos en palabras, simplemente no necesitamos hablar para poder entendernos.

Aproveché el resto del día para salir a pasear. Por primera vez en muchos

meses me sentía liberado del peso de mi vida. Al principio me encontré perdido,

como un explorador que se adentra en un territorio inexplorado. Casi había olvidado

que allí arriba no existía el ruido, entendido este como una presencia invisible pero

palpable que no abandona nunca las ciudades. Allí, el sonido de mis pasos, de mi

respiración, de los pájaros, del viento entre la maleza, se abría paso con total nitidez

entre el silencio, sin tener que superar barrera alguna, ni necesidad de luchar entre

ellos para hacerse oír.

Recorrí en solitario los viejos caminos por los que mi hermano y yo solíamos ir

en bicicleta. Entonces nos gustaba explorar los restos de las minas, buscando tesoros

entre los almacenes abandonados. A veces encontrábamos viejas lámparas de aceite,

herramientas, botellas e incluso papeles donde se hablaba de la vida en la mina, de

nombres de personas que ya no existían y que se habían dedicado a horadar en la

montaña. Naturalmente, mis padres nos tenían prohibido hacerlo, pero tampoco

podían evitarlo, al fin y al cabo qué otra diversión podían tener dos chicos aislados

del resto del mundo.

Y tal vez esa fue la razón por la que me fui. Tenía quince años cuando murió

mi madre. Los siguientes tres años estuvimos solos mi hermano, mi padre y yo.

Supongo que tratamos de suplir su ausencia con la montaña, aferrados a la esperanza

de que el dolor desapareciese en alguna de aquellas cumbres. Permanecimos juntos

hasta que me fuí a la universidad, y como no teníamos dinero para costearme la

estancia fuera de casa comencé a trabajar sirviendo copas a los estudiantes en un pub

de Vigo. De la noche a la mañana se abrió para mí un mundo nuevo, totalmente

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desconocido y atrayente. Tenía independencia económica y ambición. Era inteligente

y disciplinado, así que saqué adelante mis estudios con excelentes resultados.

Cansado de vivir durante años encerrado en la montaña, me habitué a una nueva vida

de fiestas, dinero y mujeres. Hice amigos, y también los perdí. Fue por aquel

entonces cuando me marqué una nueva meta, una cumbre de éxito social que me

proporcionara todo lo que anhelaba.

Al principio, regresaba a casa durante las vacaciones, aunque pronto las visitas

fueron espaciándose cada vez más, hasta que al final se volvieron muy esporádicas.

Mi hermano permaneció allí junto a mi padre, trabajando en una mina de pizarra por

un sueldo que sería bueno si no restase años de vida en igual proporción a lo ganado.

Y había sido aquel dinero, ahorrado durante años, con el que se costeó la que iba a ser

su mayor hazaña. La conquista del Everest.

En mi vagabundeo por el monte, mientras la tarde avanzaba pintando nubes

grises sobre el cielo, traté de imaginar cómo pudo ser aquel viaje planeado durante

años. Ernesto apenas había tenido oportunidades para viajar, y mucho menos visitar

otro país que no fuese el norte de Portugal. Estoy seguro de que para él fue la mayor

experiencia que nunca vivió y me preguntaba qué pudo sentir al sumergirse en otra

cultura, qué conoció en su camino, en qué lo cambió todo aquello y cómo vivió la

travesía hacia el techo del mundo, hasta penetrar en la morada de los dioses tibetanos.

No podía sacarme de la cabeza que tal vez, en el interior de aquella caja que mi padre

guardaba en el cobertizo, encontraría las respuestas.

Perdido en mis pensamientos llegó el anochecer y tuve que apurar el paso para

regresar a casa antes de que la oscuridad se me echase encima.

Encontré a mi padre junto al fuego, con un vaso en la mano y una botella a medio

terminar a un lado. Cabeceaba transpuesto por el sopor del alcohol. Preparé la cena y

solo cuando ya casi estaba lista abrió los ojos, tratando de aparentar una dignidad que

ya se había ahogado en aguardiente.

—No te oí llegar —refunfuñó con la garganta ronca—. Siempre caminando

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como una comadreja.

Decidí no entrar en su juego de reproches y cambié de tema.

—¿Quieres cenar? Hice unos espaguetis.

Mis cualidades culinarias no iban mucho más allá, hacía años que mi mayor

logro en la cocina no pasaba de programar el microondas.

Le serví un plato y lo cogió a disgusto.

—¿De dónde has sacado esta porquería?

—Pues de dónde iba a ser, de tu despensa.

—De mi... no, esto no es mío. Esto sería de... ¡bah!

Tiró los espaguetis al fuego con rabia y luego le dio un buen trago a la botella.

—Eran de Ernesto, ¿verdad?

—Y a ti, ¿qué te importa?

—Tratar de olvidarle no es una solución.

Levantó la vista y sus ojos nublados parecían anunciar tormenta. Volvió a beber

directamente de la botella.

—¿Qué sabrás tú de la vida?

—Sé que todo lo que hizo fue para que te sintieras orgulloso de él... Nunca

hubiera querido verte así.

—Así... así, ¿cómo?

—¡Así... emborrachándote para olvidarle, para olvidar todo!

En ese momento me di cuenta de que había cruzado una línea muy delicada; la

situación tenía todos los visos de acabar mal. Sin embargo, mi padre no estalló en

cólera como hubiera sido lo habitual. Fue a darle otro trago a la botella, pero se

detuvo justo al borde de los labios y luego también la lanzó al fuego. El vidrio estalló

en pedazos y el aguardiente provocó una llamarada que iluminó su rostro; tenía los

ojos húmedos.

Luego, se levantó y salió de la cocina farfullando que se encontraba cansado y

que se iba a la cama.

Me quedé solo cenando junto al fuego, acompañado únicamente por el crepitar

de los maderos y los ronquidos de mi padre en el piso superior. Consumiéndome,

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como la leña de la hoguera, al saber que la caja de mi hermano estaba allí,

custodiando los secretos de la mayor hazaña de su vida, esperando, susurrándome.

Cogí la linterna que mi padre dejaba siempre colgada en la entrada y salí

furtivamente a la noche, hacia el cobertizo.

La nieve había regresado con la oscuridad, aplicándose en su guardia nocturna

para amanecer con el trabajo finalizado. Temí que algún viento traicionero arrastrase

el crujir de mis pisadas hasta mi padre. Sabía que sería difícil despertarlo con su

melopea, pero de suceder, echaría por tierra el frágil acercamiento que habíamos

conseguido.

Entré en el cobertizo y solo entonces me atreví a encender la linterna. Recorrí

el lugar con la luz hasta encontrar lo que buscaba. Quité la lona que cubría la caja y

me agaché para examinarla. Medía casi un metro por cada lado y estaba bien

asegurada con clavos. Busqué algo que me pudiese servir para abrirla y entre las

herramientas de mi padre encontré un sólido martillo de carpintería. Dejé la linterna

sobre unos fardos, de tal manera que iluminase la tarea. Introduje la garra del martillo

entre la juntura de la tapa y respiré profundamente, rezando para que aquello no

dejase demasiadas evidencias en la caja.

Tiré con fuerza y los clavos rechinaron, cediendo ante la embestida. Poco a

poco fui soltando las cuatro esquinas, mientras mi aliento formaba inquietantes nubes

de vaho. Y de pronto, la tapa se abrió, con tan mala fortuna que cayó sobre unos

tapacubos y provocó un pequeño alboroto.

Me detuve unos segundos con el corazón en un puño, escuchando por si

aquello hubiera podido despertar a mi padre. Abrí ligeramente la puerta del cobertizo

y espié hacia su ventana, tenía la costumbre de levantarse con el canto del gallo, así

que dormía con las contraventanas abiertas. No sucedió nada. Era imposible que entre

su estado de embriaguez y el soplido del viento pudiera haberse percatado de lo más

mínimo.

Regresé a por la linterna e iluminé ansioso el interior de la caja. Había varias

bolsas herméticas a modo de sacos. Una a una fui sacándolas y palpando su

contenido: ropa de montaña, equipo de escalada, utensilios personales,

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medicamentos. Al fondo encontré unos crampones y un piolet técnico. No pude

resistirme a cogerlos y examinarlos de cerca, observando las pequeñas marcas de uso

que despertaban mi imaginación al saber que habían estado en lo alto del Everest. Fue

entonces cuando encontré lo que andaba buscando, en una bolsa trasparente estaba la

documentación de mi hermano: sus mapas, cartas y un cuaderno de viaje que provocó

que mi corazón se desbocase.

Guardé los documentos bajo mi abrigo y volví a meter todo en la caja. La cerré

de nuevo, con sumo cuidado para no hacer más ruido y la cubrí con la lona. Recogí

los tapacubos y dejé el lugar como si nunca hubiese estado allí.

Apagué la linterna y regresé a casa emocionado.

Lancé un par de leños al fuego, en previsión a la noche que me esperaba, y cogí

uno de los viejos libros de montañismo que guardábamos en una estantería, así

tendría tiempo de sobra para esconder los documentos y disimular que estaba leyendo

en caso de escuchar a mi padre bajar por las escaleras.

Abrí la bolsa y comencé a examinar los papeles. Descubrí varios mapas donde

estaba indicada la ruta que Ernesto había seguido, en algunas anotaciones incluso

reconocí la caligrafía de mi padre, que había ayudado en la planificación del viaje.

Bajo la temblorosa luz de las llamas recorrí con la vista aquel camino, despertando en

mi mente imágenes de lugares que solo había visto en los libros: Katmandú, la mítica

capital de Nepal, destino de fieles, excursionistas o hippies; Namche Bazaar, la puerta

al Himalaya, llena de leyendas sobre hombres de las nieves y el verdadero inicio del

camino hacia las cumbres; la aldea de Dingboche, uno de los últimos vestigios de

civilización, con sus muros de piedra que recorren el valle de Imja. Y al fondo, la

gran X, la frente del cielo.

Otro de los mapas indicaba la ruta y los distintos campamentos durante la

ascensión al Everest; sin embargo, no podía resistirme por más tiempo a leer su

cuaderno de viaje. Nunca hubiera podido imaginar lo que encontré en su interior, y

cómo aquello iba a cambiar completamente mi vida.