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Segundo libro de cuentos

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GRIETAS

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Ediciones del Lirio S.A. de C.V.

Carlos Pineda

Director editorial

Copyright © Abraham Sánchez Guevara

Primera edición: 2012

D.R. © 2012, Ediciones del Lirio, S.A. de C.V.

Azucenas # 10, col San Juan Xalpa, Iztapalapa

México, C. P. 09850, 5613 4257

www.edicionesdellirio.com.mx

ISBN

No se permite la reproducción parcial o total de esta obra sin per-

miso por escrito de los titulares del copyright.

Impreso en los talleres de Ediciones del Lirio, S.A de C.V., en 2012.

Impreso en México – Printed in Mexico

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GRIETAS

ABRAHAM SÁNCHEZ GUEVARA

méxico, 2012

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A Lorena

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Destruir es fácil, lo difícil es construir.

¡Qué disparate! La verdad es que es más

fácil construir que destruir; trata de des-

truir en el hombre la idea de patria, de

religión, de familia, trata de destruir cual-

quiera idea, cualquiera costumbre, y ve-

rás si hay algo más difícil.

Vicente Huidobro

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Cambiando el relato

Eli empezó a recordar sus historias amorosas. Escribió dos de ellas, aparentemente muy distintas. En una, por ejemplo, la relación se había planteado como formal; en la otra, como abierta; en una, la atracción era muy grande, en la otra, no tanto; de ambas tenía recuerdos hermosos y horribles. Sin embargo, cuando acababan siempre quedaba una incómoda mezcla de enojo y culpa. Y eso no era todo, sino que siempre acababa pensando que alguno de los dos, o ambos, había cau-sado daño sólo por aferrarse a sus caprichos, ante los cuales no cedía. No eran dolores inevitables, parte de una grandeza espiritual, no eran parte de una épica amorosa, que puede sa-crificarse con valor y que resurge de las cenizas como el fénix o tal vez muere con gloria. No: eran parte de personalidades egoístas y banales.

Entonces dejó de escribir. Pensó que qué sentido tenía es-cribir algo tan ordinario, aunque lo hubiera vivido en carne propia y momentos antes no le pareciera así. Se dio cuenta de que ella, que había estudiado Filosofía y constantemente cuestionaba la manera de pensar de la sociedad, no había po-dido cambiar sus historias de amor mediocres reproducidas ad nauseam en los medios masivos de comunicación y en la misma gente, y las había repetido sin haberse percatado. Tal vez ahí estaba una de las causas de su desesperanza.

De pronto se había descubierto en el claro de un bosque. Podía caminar en cualquier dirección.

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El héroe no reconocido

El joven corrió y nadó lo más rápido que pudo en el violento río para salvar al pequeño que estaba a punto de zafarse del brazo de la mujer —en el otro brazo traía un enorme bulto. Logró asirlo y llevarlo a la orilla, y ayudó a la mujer a llegar. Ella, al pisar tierra firme, tomó a su hijo de la mano y caminó a toda prisa, jalándolo, sin hacer el menor gesto de agrade-cimiento o simpatía con el joven, quien quedó consternado y molesto por la ingratitud y tosquedad de la mujer y del género humano.

Lo que el buen muchacho no sabía era que ella se quería deshacer del niño y él se lo impidió.

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Nacimiento

Una caverna con pinturas rupestres muy antiguas, sólo co-nocida por algunos brujos que practican ahí rituales milena-rios, una noche se empezó a mover. Los brujos ahora sí se asustaron. Las paredes y sus grietas se movían, como si fuera un cuerpo con músculos y arrugas. Los brujos salieron co-rriendo. La hoguera se apagó. La entrada de la cueva se cerró. Su interior adoptó una forma redondeada, como de una pera gigante invertida. Del fondo de ésta se hizo un agujero, del cual emergió la cabeza de una hermosa muchacha, y después su cuerpo.

La cueva regresó a la normalidad y la chica durmió en su interior. Horas después, despertó y salió.

Caminó poco más de un kilómetro por el campo, hasta que encontró un rebaño de ovejas y después a su pastor, un viejo.

Cuando él la vio, se sorprendió por la extrañeza de encon-trar a una muchacha sola y con expresión de estar perdida.

—¿Estás perdida, hija?—N... no —respondió.—¿Buscas a alguien o algún lugar?La chica no respondió, y lo miró como si fuera el primer

ser humano que veía en su vida, pues así era.”Pasa, debes tener hambre —le dijo cordialmente con una

seña de su mano señalando su cabaña.Cuando llegaron acababa de terminar la comida la esposa

del pastor. Él le explicó la situación. La chica comió con ra-pidez. A todas las preguntas que le hicieron (cómo te llamas,

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quiénes son tus padres, dónde vives, a dónde vas) respondió con otra incógnita. Los viejos se miraban a los ojos, como preguntándose qué hacer.

Se levantaron y conversaron aparte, mientras la chica seguía comiendo. Nunca habían podido tener hijos, e incluso habían renunciado a desearlo, siendo muy felices solos los dos, como toda pareja que se ama. Ahora llegaba esta hermosa y agrada-ble chica de la nada, y tenían la opción de adoptarla o dejar que siguiera sola en el mundo, sabiendo que pronto encontra-ría a los monstruos que son muchos seres humanos. Dejarla ir era su derecho, y no serían culpables de lo que sucediera después, pues ellos no lo harían. Sin embargo, no podrían ha-cerlo con tranquilidad sabiendo su gran vulnerabilidad.

Decidieron adoptarla. Le dijeron todos los nombres de mujer que recordaban con los significados que conocían para que escogiera uno. A ella le dio igual, eso de tener un nom-bre le parecía por completo sin sentido. Entonces la anciana decidió ponerle “Bonita”, porque le parecía muy bonita y encantadora.

Después de la comida le enseñaron, primero la mujer y lue-go el hombre, algunas cosas que había que saber hacer ahí, como limpiar, cocinar, alimentar ovejitas y trasquilarlas. El anciano le dijo a Bonita que lo acompañara fuera de la casa, desde donde se veía el valle y el pueblo.

—Ese es el pueblo —dijo. Mañana iremos a verlo.

aquí el lector que lo desee continuará el relato...

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Llegada

Un día común. Es de mañana. Hace frío. Los pasajeros del tren ligero viajan, unos somnolientos, otros bien despiertos pero con un rostro inexpresivo, unos cuantos que se cono-cen, conversando, y algunos mirando a otros obsesivamente, o leyendo. La mayoría se dirige al trabajo o a la escuela, lu-gares que han llegado a aborrecer con el paso del tiempo, o mejor dicho, con el paso del cansancio, de la burocracia, de la limitación de la creatividad humana, de la humillación ante la autoridad y la violencia reprimida.

De pronto, cuando los vagones abren sus puertas en una estación, entra un olor a carne asada. Inevitablemente, em-piezan a salivar. Sí, incluso las vegetarianas. Cuando ven que el deseo de la carne es tal que no pueden retener la saliva, comienzan a avergonzarse, pero al ver que todos están ba-beando, entra el horror, la psicosis colectiva. El tren llega a la terminal. Se detiene lentamente. Las puertas se abren. Los ciudadanos son sólo pedazos de carne desperdigados, vísceras y jirones de ropa empapada de rojo.

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Las reliquias

Fray Romualdo era considerado un santo en su pueblo. Entre sus obras y señas milagrosas, había profetizado la rebelión contra los caciques cuatro años antes de que ocurriera; la trai-ción de algunos cortesanos que se aliaron con la monarquía enemiga que era más poderosa; la pugna y separación, con algunos asesinatos, de los familiares herederos del rey; el as-censo a capataz de uno de los líderes insurgentes.

Pero eso no era todo, había exorcizado a algunos endemo-niados. No se sabía exactamente cómo lo hacía, pues se ence-rraba con ellos en su celda monástica. La primera vez la gente lo previno, pues era muy arriesgado que un hombre luchara solo contra Satanás, aunque fuera un ministro de Dios. Pero al ver que salían curados, nadie se preocupó más. En realidad sólo fue uno el exorcizado, pues cuatro de las liberadas de los agresivos demonios fueron mujeres.

Cuando ya era anciano le salieron algunas llagas en los bra-zos y en el resto del cuerpo, que la gente interpretó como estigmas divinos. Al parecer no le quedaba mucho tiempo de vida a fray Romualdo, y como no se le conocían vicios, la gente empezó a rumorar que seguramente se convertiría en santo, lo que honraría mucho a los habitantes del pueblo.

Como es sabido, las reliquias de los santos son muy apre-ciadas, por lo que varios del cristiano pueblo ansiaban la muerte del fraile, para así poder tener alguna parte de su cuer-po. Algunos de los frailes de su mismo convento fueron los primeros en emprender la labor de ayudar a este hombre a

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encontrarse con Dios. Fray Romualdo se enteró por casuali-dad de que su comida estaba envenenada cuando una noche le dio un trozo de carne a un perro del convento y éste cayó muerto al instante. Aterrado, como es lógico, decidió huir al amanecer.

Disfrazado como mejor pudo, le pidió a un carretero que iba con su familia que lo dejara al pueblo a donde se dirigía, ubicado a quince kilómetros. En el transcurso del camino fi-nalmente durmió, hasta que un salvaje mordisco en la mano lo despertó. La esposa del carretero le había arrancado un dedo con los dientes, reconociendo que se trataba del hombre santo. Saltando de la carreta y corriendo como alma que lleva el diablo, valga la expresión, fray Romualdo logró salvarse de los lobos hombres y se refugió el resto de sus días (que fueron como semana y media) en una cueva dentro del bosque, pues dedujo fácilmente que aunque agreste, la vida ahí no tenía ninguna de las complicaciones de la sociedad. El santo varón, enfermo, murió sosteniendo en la mano un arete que la última de las exorcizadas había olvidado en su celda (aunque la vez que lo olvidó no fue la primera que se reunieron). Esa era la reliquia más valiosa que había conocido nunca, pues aquella mujer lo había llevado al paraíso muchas veces.

Cuando los frailes se enteraron de que fray Romualdo ha-bía desaparecido misteriosamente, llegaron a la conclusión de que Dios se lo había llevado al cielo con todo y zapatos. Lo que sin duda era una prueba irrefutable de que era un esco-gido suyo. El problema fue que no había dejado cuerpo que fuera reliquia, así que en la iglesia se exhibió la santa túnica

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que solía usar, lo que ayudó a la orden a tener más peregri-nos visitantes, y por lo tanto limosnas. Por su parte, los otros mercaderes vendían pedacitos de tela que supuestamente ha-bían sido propiedad del santo, y que si se hubieran juntado, hubieran resultado ser una enorme carpa de diferentes colo-res.

Uno de los compradores de reliquias, un humilde campe-sino, regresaba a su casa después de guardar cuidadosamente bajo su ropa la reliquia, que le había costado una buena parte de su salario. Se sentía reconfortado al pensar que ese trozo de tela lo purificaría y protegería mejor de los pecados, de los cuales los que más cometía eran de pensamiento, y concreta-mente de envidia e ira hacia su patrón, que casi sin trabajar vivía en la abundancia, mientras que él y las familias de los otros campesinos vivían en la escasez. Regresaba a su casa, con paso cansado y espíritu de mansedumbre.

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Camino compartido

El monje budista no podía dejar de pensar en ella. ¡En qué lío se había metido! Había ido, con otros nueve compañe-ros suyos, a dar unas breves pláticas y talleres a la ciudad. Y ahí la había conocido. Una chica muy hermosa. Ambos ha-bían hecho varios esfuerzos por no mirarse mucho durante las actividades, pero estaban plenamente conscientes de eso. Se atrajeron por la mirada, por la sonrisa, por el porte, por lo que algunos llamarían aura. Y por la apariencia también. Pero aún más interesante fue la segunda vez que se vieron, seis meses después. Ella se acercó a preguntarle algo que no supo responder ni con ingenio ni con simplicidad ni de nin-guna manera, y ella volvió a preguntarle otra cosa que, aun-que tampoco sabía responder, lo hizo:

—¿Cuándo volverás?—En dos días.Los monjes no podían salir del monasterio muy frecuen-

temente y sin justificación. Él no le quería mentir a sus her-manos, pero tampoco dejar plantada a la chica, así que sim-plemente se fue. Podría decirse que se escapó, a sabiendas de que no sería admitido de nuevo. Dejó una carta de sincero agradecimiento.

¿Cómo es posible que un monje budista abandone el mo-nasterio? ¿Acaso no era feliz ahí, lejos del mundanal ruido? Sí, era muy feliz. ¿La lujuria y el deseo de novedad vencían a un hombre con temple de acero, o era un farsante? No era

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lujuria y deseo de novedad, sino la fuerte intuición de que esa chica era especial. ¿Y quién lo negaría?

Lo cierto es que ella no era como él creía, sino mucho me-jor. El monje llegó a la conclusión, después de haberla visto varias veces, de que muchos budistas rehuían a las mujeres por miedo. Y es que es muy difícil practicar el desapego con tan-tos deseos hacia una persona. Hubo momentos en que pensó en regresar al monasterio, o en caso de que no lo aceptaran, vivir en completa soledad, partiendo de la idea de que la re-lación podía ser una ilusión y de que perdería su paz interior. Pero finalmente siempre ganaba su amor por ella. Ahora ella era su maestra, y la veneraba al mismo tiempo que su relación era como el horizonte, vasta y sin jerarquía. Ambos vieron que el amor era otro camino de iluminación, en nada inferior a la vida monástica; un viaje como el de dos mariposas que revolotean juntas, frágiles y a la vez fuertes.

No se había caído y perdido, sino que se había elevado aún más. Era una caída como la de Lucifer, que daba paso a su independencia. A pesar de que era muy feliz en el monasterio y no añoraba nada entonces, ahora no renunciaría a ella. El nuevo camino, además de las delicias apenas insinuadas aquí, también tenía tramos desagradables. Pero como exmonje budista, no esperaba la perfección en el ser humano ni tener todo bajo control. De todos modos, no siempre lograba evi-tar ser preso de alguna ilusión o preocupación, muchas veces ridícula, y no siempre lograba evitar que ella se diera cuenta de eso, con lo que se suscitaban los problemas.

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Tenía que continuar en el ascetismo, esta vez en el ascetismo hedonista del amor y el erotismo, porque tenía que renunciar a su ego (que es bien sabido que trae dolor), renunciar a su aprehensión. Y aunque ya lo había hecho en gran medida en el monasterio, esta era otra realidad. ¿Cómo mantener la sere-nidad siempre sin caer en la indiferencia y la frialdad? Acaso la idea de mantener la serenidad siempre era una idea más que tenía que cuestionarse, como de hecho ya habían hecho algu-nas escuelas orientales. No sabía si lo haría, si realmente tenía sentido lograrlo, a pesar de la paz, aunque definitivamente, huiría de todo infiernito sentimental. No sabía nada, nunca dejaría de ser un hombre. Se estiró como perro, respiró, olió el aire.

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Fenómenos

Llegó el día en que, del mismo modo en que cualquiera po-día tener acceso a un automóvil, internet y teléfono celular, muchísimos podían tener un cuerpo de modelo sin mayor es-fuerzo. Pero él no quiso transformarse, aunque fuera fácil y aceptado: siguió con su cuerpo, bastante imperfecto. Llegó a conocer poquísima gente que no se hubiera sometido a esos cambios, y un día, conoció a una mujer así, y caminaron jun-tos, como dos fenómenos de debilidad y fealdad primitiva, en las calles pobladas de músculos.

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Anti Cenicienta

Había una vez una chica muy guapa que vivía con su madras-tra y hermanastras y, como ya sabe el lector, la tenían de su esclava y la trataban muy mal porque le tenían envidia ya que era bonita y buena. Ella, como quería ser la heroína del cuen-to y conocía la historia de la Cenicienta (no en balde había visto tantas telenovelas), creía que aguantando todas las hu-millaciones, Dios (que creía que existía y era justo, del mismo modo que creía lo que decían las telenovelas) la recompensa-ría algún día.

Y bueno, como eso de los bailes y los príncipes que hacen concursos para conseguir esposa ya no se acostumbra eso no pasó, lo que sí pasó fue que varios chavos de su escuela que-rían andar con ella. Y bueno, ninguno era rico precisamente, pero pudo escoger al menos jodido y más o menos guapo. Había que conformarse con lo que había, quizá algún día conseguiría un príncipe de verdad.

Su “príncipe” tampoco la idolatraba como hubiera queri-do. Sólo al principio, como táctica de seducción. Y bueno, sí era amable, pero ella quería ser su deidad. ¿No lo merecía su belleza?

En fin, después de algunos novios y muchas frustraciones, se casó. Logró salir de la casa donde su madrastra y herma-nastras la oprimían. Ahora, bueno, seguiría haciendo el que-hacer, pero al menos no la humillarían, y lo haría por alguien a quien amaba. Además, el hombre con el que se casó ganaba bien y tenía la admiración social.

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Pronto vinieron los hijos, algo para lo que también había sido educada desde niña a través de las muñecas, de la sabia televisión y de la religión que exaltaba como modelo femeni-no a la Virgen. Cada vez tenía más responsabilidades y cada vez se acercaba más, según ella, al modelo de la mujer mártir.

Cuando envejeció y sus hijos ya tenían vida aparte, su vida se fue apagando. Nunca fue como Cenicienta. Nunca vivió en un palacio. Nunca tuvo un amor absolutamente perfecto. Y cuando murió nadie se acordó de ella, pues había millones de personas con una vida igual.

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Bienaventurada

Ciudad de México, 19 de abril de 1695. Cuán grande fue mi sorpresa al despertar en total oscuridad, con un agradable olor a tierra. Era como estar en el vientre de mi madre por la placentera sensación. Pero pronto, como es costumbre en los dotados de razón y aún de vida animada, me empecé a inquie-tar. Me encontraba en un espacio estrecho y acojinado, ¡cuál féretro de muerto! Al comprobar que, aunque absurdo, eso era lo más probable, me horroricé y grité llena de angustia. Golpeé y rasguñé la caja y pronto descubrí que había logrado romperla, pues la tierra comenzó a caer sobre mi pecho. No daba crédito a que hubiera podido hacer eso, pues no fui al final de mis días una mujer propiamente fuerte. A pesar de mi desconcierto no podía dejar de golpear la caja, pues si me detenía la tierra me cubriría. De este modo pronto vi la pálida luz de la luna y en segundos estaba fuera, en el camposanto del convento de San Jerónimo, donde viví muchos años.

¿Era este el momento del despertar de los muertos, anun-ciado por San Juan en el libro de las Revelaciones? ¿Dónde estaba el fuego, los ángeles cabalgando corceles luminosos, las trompetas del ejército divino? ¿Por qué era la única resu-citada? ¿Era este un milagro del Señor (¿yo lo merecía?) o un arte del demonio?

Mirando a mi alrededor, entre las lápidas vi una figura quieta vuelta hacia mí. Era una mujer. Entre las sombras re-conocí a Leonor, mi amada Leonor. Ataviada, como siempre,

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con belleza y elegancia, más que de sus ropas, de su rostro y cuerpo, de su alma, que irradiaba fuego a través de su mirada.

—¿Leonor? —pregunté, no sabiendo qué creer después de tantas maravillas.

Ella se acercó a mí, y pude ver aumentar su hermosura. —De la beldad de Laura enamorados los cielos, la robaron

a su altura, porque no era decente a su luz pura ilustrar estos valles desdichados.

Rompí en llanto y corrí a sus brazos. Había recitado la pri-mera estrofa de un soneto que compuse a su muerte.

Oí, sin comprender del todo, que éramos seres resucitados por una especie muy peculiar de enfermedad, que nos impe-día salir a la luz del día, ¡y que nos obligaba horriblemente a beber sangre humana! Que ella me había dado esta extraña vida una noche que dormí con ella (entonces comprendí los extraños orificios y mi debilidad extrema del día siguiente, y comprendí por qué había muerto justo antes de partir a Espa-ña). Era como una parodia del Evangelio o una realización de los misterios de la diosa Isis.

Eso no podía ser sino obra del enemigo del Señor, dije. —Tal vez —respondió mi amada—, como toda enferme-

dad. O tal vez es obra, directa o indirecta, del Señor mismo. O tal vez… el Señor no existe, o no tiene nada qué ver con lo que nos han dicho.

Mi horror no se detenía. Aunque alguna vez llegué a tener pensamientos semejantes, los desterré de mi alma, por miedo a mi condenación eterna. Pero ahora, ¿podría sufrir esa con-denación?, ¿habría una muerte después de la muerte? Tal vez

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ya estaba sufriendo la pena. ¿Pero entonces por qué estaba con Leonor y no en un lago hirviente? La religión intenta dar respuestas, pero la vida y la muerte son un misterio insonda-ble.

Habitamos un fuerte que el ejército virreinal había aban-donado hace años por miedo a una leyenda de espíritus y demonios que comían hombres. En esos tiempos de peste y revueltas aumentaban las supersticiones, de por sí ricas en es-tas tierras.

Y tuvimos que alimentarnos… Sólo diré, para evitar el asco de mis lectores y de mí misma, que nuestra labor era pareci-da a la de los zopilotes, las ratas y los perros. Son criaturas inmundas, pero si no existieran, los cuerpos despedirían sus humores malignos por doquier.

Una noche me despertó un olor delicioso. Al buscar su ori-gen, vi a Leonor junto al cuerpo de un sacerdote regordete que colgaba de un gancho! Me avergonzaría decir que sabía mucho mejor que la carroña (que no volví a comer), pero no bebía sangre humana por elección. Nunca me ha movido la venganza, pero no olvido que muchos de ellos eran víboras que no toleraban mi conocimiento y mi poesía. Por lo demás, hice una deliciosa mezcla con rompope, que siempre supe preparar muy bien.

En una ocasión en que leíamos a Montaigne, le comenté con risas a Leonor mi desprecio por las supersticiones del pueblo acerca de demonios que fornicaban con vivos y des-ataban pestes. Ella me miró seriamente.

—Juana —dijo—, yo tuve relación con tu muerte.

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—Pero —dije atónita—, yo morí por una peste que atacó a la ciudad, y sobre todo al convento. No fui asesinada por nadie. O estás diciendo que tú provocaste…

Su silencio y su mirada baja me lo dijeron todo. No pensé que el dolor y el enojo que me hizo alejarme

de ella durante meses pudieran terminar. Sin embargo, ahora puedo decir que con ella he encontrado la gloria. Volamos todas las noches por los cielos y conocemos el mundo, como alguna vez soñé.

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Carta desde el futuro

Si estás leyendo esto ya me considero afortunado. Mi nom-bre es Miguel. Por mi gusto por la tecnología pude averiguar cómo contactar por correo electrónico a un usuario del pasa-do que en el momento en que escribí esto ya había muerto. Los viajes en el tiempo ya son posibles en mi mundo, aunque muy poca gente los puede realizar y sobrevivir a ellos. Yo no he viajado en el tiempo, sino tan sólo mis correos elec-trónicos. Esto que para algunos puede parecer exagerado o fantasioso, es real: el desarrollo de la física cuántica y de la tecnología de la información lo han permitido, pero no pue-do detenerme mucho en explicarlo ahora. Me comuniqué con Abraham, quien ha buscado publicar este texto. Ha habido muchos factores (yo no diría coincidencias) para que esto pudiera suceder, que parece cosa de cuento. Pero a veces los cuentos son muy reales, y la realidad, increíble.

No quisiera hablarles de un futuro apocalíptico, pero me temo que es el mundo que yo vivo. No quisiera que niños o personas que quieren “no pensar en cosas feas” oyeran esto, pero es la realidad de mi presente, y si no la queremos ver caminamos hacia el precipicio con los ojos vendados, sin im-portar nuestra edad, ocupación o clase. Por lo que he podido averiguar, el mundo de ustedes aún tiene mucho de rescatable y aún es posible cambiar el curso de la historia. Nosotros ya no podemos cambiar prácticamente nada, en unos días mori-rá la humanidad y posiblemente muchas otras especies por el alto grado de contaminación. En mi mundo y mi dimensión,

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no hay salvación. Pero en el de ustedes, los que están leyendo esto, todavía es posible. Por eso es urgente que tomen en serio este texto y hagan todo lo posible por evitar ese destino.

En mi mundo la gran mayoría de las personas usaban tanto la tecnología (se había vuelto muy barato conseguirla) que no había nada que hicieran sin ella. Cada vez menos podían leer, porque aunque en las pantallas se pueda leer un texto, pocos se concentraban en hacerlo, pudiendo ver videos, platicar o jugar al mismo tiempo. Así, ¿cómo se va a disfrutar un cuento? La gente no sólo no conocía casi nada de su pasado ni de su pre-sente, de su cultura ni de la de otros lugares, aunque tuvieran todos los medios técnicos para ser eruditos. ¡La gente tam-poco se podía concentrar en nada durante más de un minuto!

Era tan grave la situación, que mucha gente estaba aislada. Estaban siempre mirando un aparato electrónico en su casa o escuela o en la calle, sin importar si estaban acompañados de alguien conocido. Daba lo mismo, no renunciaban a sus aparatos por nada, pues supuestamente ahí tenían todo: di-versión, amistad, estudios, trabajo, compras, negocios... ¿No te has topado con personas así?

Entonces cuando había un problema, si es que se enteraban, no eran capaces de hacer nada para resolverlo. No importaba que se estuviera inundando su colonia, ellos estaban muy bien en su aparato. Hasta que llegaba el momento en que el agua les llegaba a la altura de la nariz y ya no podían respirar, o un tiburón se los comía, como de hecho le sucedió a un primo.

Ese tipo de cosas pasaban todo el tiempo. El ser humano, que se decía la especie más inteligente, moría de las maneras

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más tontas, que cualquier otro animal hubiera podido evitar con sólo... moverse.

Toda clase de desastres: naturales, humanos o ambos, au-mentaron, y sus efectos fueron más graves que antes. De toda esta situación había quienes ganaban. Era muy fácil lograr que la gente creyera o hiciera lo que sus aparatos decían, y quienes controlaban la información que se transmitía era, por supuesto, la gente más poderosa del mundo (lo siento, ami-guito, no eran extraterrestres ni un villano de historieta). La cosa es que esta gente también estaba siempre en sus apara-titos, por ridículo que parezca. Es fácil predecir lo que pasó: todos fuimos víctimas de nuestra distracción.

Noté estas cosas cuando estaban apenas comenzando, me llamó la atención justamente el caso de mi primo devorado por un tiburón mientras veía su teléfono celular. Recordé a mi abuela, que me leía libros y con quien me divertía mucho imaginando historias, haciendo dibujos y regando plantas; re-cordé a la chica con la que me gustaba mucho estar, y me di cuenta de que esas cosas de la vida que habían sido comunes y hermosas durante miles de años, estaban desapareciendo, y las consecuencias serían mortales.

Deseo con toda la energía que me queda que disfrutes del aire, del agua, de la vida en la Tierra, de los libros, del conoci-miento, de la amistad, y que si están en peligro los defiendas junto con otros; que ustedes que aún tienen hoy y mañana, puedan distinguir entre lo que nos haría un mundo más her-moso y lo que lo destruye.

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La perfección de los otros

Un día todo empezó a ir perfecto según yo-otros. Mi música de verdad les gustaba a otros, sobre todo a ella, al grado de que la ponía casi diario y se extasiaba al oírla. Mis textos se editaron en todo el mundo. Casi todos mis alumnos aprecia-ban mi clase y eran participativos y lectores. Etcétera. Enton-ces lo destruí todo.

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Autorretrato de un vampiro ordinario

Mi nombre no es Vlad ni algo parecido. Los nombres muchas veces me parecen estúpidos. Mi familia no es rica ni aristó-crata. Soy un desempleado más, resentido con esta sociedad brutal. Me gusta la comida variada: uvas, mangos, aceitunas, sopes, queso, pescado, carne… Me gusta el sol y la oscuridad. Me siento solo, aunque esté entre la multitud. No soy inmor-tal, pero busco la eternidad en los instantes. Puedo convertir-me en bestia por una mujer en especial. Me puedo desvanecer. Las cruces no me agradan. Algunos me consideran misterioso y quizá un poco macabro. Huyen de mí o me quieren des-truir. Pero estoy convencido de que sus intentos por elimi-narme son vanos. Moriré, pero sus torpes manos no podrán esclavizar mi espíritu, del mismo modo en que su Dios o sus instituciones no pueden impedir que se desacaten sus reglas. Algunos me aman, y enfrentamos cielo, tierra e infierno.

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Concordia

Aquella reunión entre las ONG, empresas de todas las ramas, partidos políticos, líderes religiosos y gobierno, terminó de manera muy satisfactoria. Finalmente cada quien tenía su ne-gocio, y cada negocio marchaba, unos con mayor éxito que otros, pero todos marchaban. ¿Qué tanto se podía alegar en el fondo, si todos tenían en común ese amor por el dinero y el poder? Las diferencias eran únicamente en la manera en la que lucraban, y muchas veces unos eran necesarios para la existencia de otros, eran interdependientes. Definitivamente, era mejor ser aliados, aunque en algunos discursos pareciera que no lo eran (la apariencia siempre es importante). De este modo, ellos ofrecían un ejemplo de fraternidad del género humano.

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Ojos tristes

Él vio de soslayo un rostro hermoso. Estaba detrás de varias cabezas y brazos, en un vagón de metro atestado. Después vio que efectivamente era el de una muchacha. Tenía algo raro, en los pómulos, un color azulado peculiar, producto quizás del maquillaje. El rostro estaba oculto, pero tal vez era delibera-do. Parecía que aprovechaba la multitud para ocultarse de las miradas, algo raro en un rostro común y más aún en uno que se sabe hermoso, aunque él alguna vez llegó a sentir esa espe-cie de bochorno ante las miradas cuando era niño.

Iba con una amiga. Se sentaron una encima de la otra en un asiento que se desocupó. Él se recargó en una de las puertas, de modo que estaba a tres cuartos frente a ellas, y podía mi-rarla sin que se viera muy obvio. Justo cuando la miró, ella lo miró a él. Los ojos se encontraron. Efectivamente, tenía algo raro en los ojos. En uno. La parte que debiera ser blanca se veía azulada, con una pupila difuminada y neblinosa, y una parte del párpado y la mejilla también. La mirada de ella fue entre siniestra y reclamante, y al mismo tiempo curiosa, tra-tando de averiguar si efectivamente estaba siendo observada, por qué motivos y quién era el que lo hacía.

Entonces él comprendió su indiscreción, comprendió que ese ojo había sido golpeado. Quizá fue un hombre que se creyó con ese derecho a dañar el cuerpo deseado, quizás fue alguna rival, o quizá sólo fue un accidente. Lo cual era de-masiada coincidencia. La chica tenía una mirada triste. Era lógico. No es tanto la tristeza de una belleza que no resplan-

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dece igual, sino la de la humillación, la de que todos se den cuenta de que otro, un hombre (en esta hipótesis plausible), le haya hecho algo así. Ahora no podía seguir mirándola de la manera discreta y a la vez directa en que lo estaba haciendo. Tenía que dejar de hacerlo. O quizá sí mirarla. ¿Pero cómo? Si la miraba con compasión podía sentirse más humillada. Si la miraba únicamente buscando un contacto, ella de cualquier modo creería que era el morbo lo que causaba su interés. Esto no es el circo, quizá pensaba.

Así que decidió distraerse en otras cosas. Mirarla de mane-ra más esporádica. En otra ocasión sus ojos se volvieron a en-contrar, pero duró apenas una milésima de segundo. Cuando él la miraba ella miraba la nada, triste, pensando en quién sabe qué cosas. A veces dejaba esa postura para mirar su teléfono celular y seleccionar una canción que estaba oyendo con au-dífonos. Así pasaron algunos minutos hasta que él llegó a la estación en que se tenía que bajar.

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Diversidad

Descubrió que el mañana lo decidirían, desde hoy, las poten-cias orientales (y es que a los occidentales les encantaba, o tal vez no tenían otra opción). Sentía fascinación por la esfinge egipcia, por Cleopatra y Nefertiti, esa majestuosidad antigua que nunca había pasado de moda, ¡y era tan esotérica! Hasta los africanos tenían su encanto; las rastas y el jazz venían de ahí, según decían algunos. Nunca entendió el jazz, pero de-cían que los buenos músicos sabían de eso, y combinaba bien con los restaurantes y salones. Le recordaban a los sesenta, esa década en que empezó la libertad. Por otro lado, los ma-yas (los antiguos, por supuesto) habían llamado su atención desde que salieron varios libros y películas sobre sus profe-cías, próximas a cumplirse, ¡y se veía tan bien la gente vestida de blanco en las pirámides! Sin embargo, lo más espiritual se encontraba sin duda en el budismo zen, con tanta relación con Japón, ese país mezcla de tradición y modernidad aluci-nante. Además le gustaba ese concepto de poder desconec-tarse de todo, y el cosplay era divertido. Tal vez alguna de estas ideas e iluminaciones las podría poner en Facebook. No mejor unas fots interezan maz i no nesezitha organisar de-masiado sus penzamientos. Las subiría en unos minutos con su ipad, después de tomarse al menos 20.

Afuera del edificio donde estaba el mundo agonizaba.

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Sobrevivientes

El obispo Alberto Martínez salió esa mañana de la conversa-ción con el cardenal con una de las más grandes enseñanzas de toda su vida.

Su plática empezó con las donas y terminó sobre la situa-ción actual de la Iglesia. Los escándalos de pederastas, la ma-fia, las complicidades con los fascistas de todo el mundo, la poca asistencia a misa excepto en las grandes celebraciones familiares… ¿Era una institución en vías de extinción, con poder decreciente y cada vez menor influencia en la humani-dad? Esta pregunta fue respondida por el cardenal, lleno de experiencia, mientras se acariciaba sus anillos dorados. Las palabras se quedaron en su mente durante mucho tiempo:

“¿Por qué te preocupas, Alberto? Nuestra elevada misión la seguiremos cumpliendo. Es cierto que ya no somos lo que fuimos hace mil años, pero Dios nos ha puesto siempre en los lugares donde podemos ser útiles y con las personas ade-cuadas. Recuerda que sus caminos son misteriosos. Tal vez a algunos les parezca que sólo ofrecemos servicios de fiestas primitivas, entre bautismos, quince años, bodas, sepelios… A otros les parecerán más interesantes las ciencias ocultas, el Feng shui, la astrología… Muchos no ven las conspiraciones en contra nuestra y nos juzgan con dureza. Pero créeme, si no tuviéramos una gran misión no me verías aquí. Los amos cambian, pero nosotros siempre estaremos sirviendo y ense-ñando a servir.”

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El Árbol de la Ciencia

That we were formed then sayest thou? and the work

Of secondary hands, by task transferred

From Father to his Son? strange point and new,

Doctrine which we would know whence learned: who saw

When this creation was? rememberest thou

Thy making, while the Maker gave thee being?

John Milton

You’re in quest for more to find the core

Your journey still ain’t over

Your quest is your purpose, go on

Avantasia

Hace unas semanas me enteré de que mi abuela era propieta-ria de una casa en San Pedro, adonde estaban algunos libros que habían pertenecido a su abuelo y al parecer a una o dos generaciones atrás. Mis padres me dijeron que si quería ver los libros, pues el inmueble se rentaría y querían deshacerse de ellos. En realidad eran pocos. Parecía que la biblioteca ya había sido saqueada. Varios de los libros eran católicos y de literatura sentimental. La demencia de Job de Vargas Vila era la oveja negra en ese mermado rebaño de papel. No obstante, los hojeé todos, pues a veces puede uno encontrarse con sor-presas. Una foto de una hermosa muchacha con un aire a mi amada me dejó estupefacto. Nadie en la familia sabe de quién se trataba. Lo otro que encontré fue el Arbor Scientiae, una

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especie de parodia anónima del Génesis bíblico, editada en la ciudad de México en 1600, título que recuerda al libro de Lu-lio, pero que trata asuntos diferentes, al menos en apariencia. La historia es, a grandes rasgos, la siguiente.

El Génesis, como cualquier libro, expresa el punto de vista de su autor. Pero según estos papeles, al inicio del mundo las cosas fueron diferentes. Ambos textos de hecho dicen cómo al principio eran la Noche y el Caos. Estas dos potestades reinaban, como lo dicen otras mitologías. Se dice que Dios hizo las cosas, pero el mundo se hizo a sí mismo y Dios se adjudicó su autoría. Es decir, es un plagiario. Para las mentes acostumbradas a pensar en que Dios o algo parecido necesa-riamente tuvo que hacer el mundo esta idea resultará absurda, y en cambio son incapaces de considerar lo absurdo que es que un solo ser haga todo, y sin embargo no explican cómo surgió dicho ser. Así pues, el desarrollo fue más o menos así: 1. Noche y Caos, 2. Tierra y sus habitantes, que han ido evo-lucionando; planetas, estrellas y algunos dioses, entre ellos el llamado “Dios” y otros seres, como Lucifer.

Dios prohibió a los primeros padres comer del Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, porque quería detentar el poder. ¿Por qué no lo destruyó? Unos dicen que porque nos dio “libre albedrío” para decidir entre obedecer y no (una liber-tad por cierto muy relativa porque estaban amenazados de muerte, nada menos). Si según esto ya sabía lo que iba a pasar, entonces no lo impidió por sádico. La verdad es que Dios no podía destruir el Árbol, pues era otro dios, más poderoso que él.

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Lucifer tomó forma de serpiente y se alió con el Árbol para liberar al ser humano de la opresión de Dios (y hasta la fe-cha lo han logrado sólo con algunos). Eva fue la primera en probar su fruto, no por débil, vanidosa y tonta, como dicen los autores oficiales, sino porque no quería seguir sometida a Dios y a Adán, es decir, fue un acto de valentía e inteligencia, por supuesto, arriesgado, como el que hiciera antes Lilit, pero Eva probó del Árbol. Una ilustración (que me recordó un dibujo de Blake) mostraba cómo Eva comía ansiosamente del fruto que le daba la serpiente, aunque los tres seres: el Árbol, Eva y la serpiente, eran de una belleza extraordinaria.

Dios nos arrebató la vida eterna (y dice que nos la dará si creemos en él, después de muertos, lo que evidentemente es otra de sus mentiras), que no es la gran cosa en realidad, pero a cambio pudimos saborear las delicias e infiernos del saber y el pensamiento, y ejercer el derecho a desobedecer.

Esas hojas surgidas de los abismos del tiempo me ilumi-naron.

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Richard Bell, el payaso maldito

La primera vez que fui al panteón inglés de Real del Monte, Hidalgo, acompañado de mi amada y sus amigos, vimos, por supuesto, la tumba de Richard Bell. La gente del lugar cuenta que fue un payaso que por alguna razón se enojó con el go-bierno británico y pidió que su tumba no se orientara hacia su patria, como estaban las demás. Fascinado por el personaje, investigué más al respecto. En realidad, el famoso payaso ha-bía estado sólo de paso en el estado mexicano, y había muerto en Nueva York. La tumba era de otro hombre que se llamaba igual, y su orientación posiblemente se debió, según algunos investigadores, a algún movimiento del cementerio o a que en ese momento no había otro lugar y posición disponibles.

Un sexto sentido, quizá propiciado por mi gusto por la literatura de terror, me decía que ninguna de las dos histo-rias era del todo cierta. La primera era ciertamente una de las muchas historias que se cuentan en los pueblos y que atraen turistas; la segunda, por su parte, no explicaba convincente-mente la orientación de la cripta. Decidí regresar al cemente-rio a buscar algo que me pudiera dar indicios de otra historia. Convencí a mi chica.

Fuimos como a las 5 p.m. poco antes de que cerraran. Ob-servé tres cosas interesantes en la lápida, quizá irrelevantes para un observador menos maniático: la tumba era muy sen-cilla y estaba en el margen del camposanto, lo que indicaba que era una persona de clase baja; el epitafio, que decía “The memory of the just is blessed”, pertenece a Proverbios 10:7,

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pero está incompleto. La continuación es “but the name of the wicked will rot”. Quizás la razón de citarlo incompleto se debe a querer dejar el lado negativo fuera, pero precisamente al no citarlo completo, lleva a la mente de quien conoce el proverbio (o quien lo busca) la parte faltante. Es decir, es una forma sutil de señalarlo. Por otro lado, no hace ninguna refe-rencia a Dios, a Cristo ni al más allá, como lo hacen muchos epitafios, sino al concepto de la justicia, mucho más universal, y a su memoria, que permanece en la tierra.

Un último detalle era que la cruz del relieve estaba partida por una grieta, semejante a un rayo, consecuencia del paso del tiempo y el movimiento. Todo esto lo puede corroborar cualquier visitante.

Estos indicios, si bien sutiles, eran suficientes para emocio-narme. Regresamos a la ciudad de México, pero días después, volví, solo, entré al cementerio poco antes de que lo cerraran y me oculté de forma que pudiera quedarme esa noche.

Iba bien cubierto y había tomado bastante whiskey para calentarme, cosa que no suelo hacer. Por supuesto, tenía mie-do, pero estaba muy emocionado. Estaba viviendo una histo-ria como las que había leído o visto en el cine. Una parte de mí me decía que sólo iba a pasar una noche fría acompañado de pequeñas bestiezuelas que me asustarían pero que no se-rían en realidad nada paranormal ni mucho menos.

Cerca de las 3 a.m. distinguí un ruido muy peculiar, dife-rente a los sonidos de insectos, aves y roedores. Era el sonido agudo de una loza arrastrándose. Observé la tumba de Bell, de la que estaba separado por unos diez metros. No podía

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creer que en efecto se movía. Sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo y temblé. Tenía que ser una alucinación. Mi deseo de verlo, sumado al whiskey, debió producirlo. Pero la loza se había movido, y ahora la cripta estaba descubierta. Un ruido brusco de madera botada se produjo. Salió Richard Bell, vestido de payaso decimonónico manchado de sangre. Era un hombre de cerca de sesenta años (la edad que tuvo al morir), con el rostro serio.

—¡¡Querías verme!!! —gritó, con una voz que eran mu-chas voces, agudas y graves, espeluznantes.

”¡¡¡¡Sabrás mi historia!!!!!!!!”Llegué a ver alguna representación del famoso Richard

Bell. Quise emularlo y aumentar la crítica a la sociedad que viví. Algunos ingleses se enriquecieron con el sudor y la san-gre de los mineros. Yo fui uno de esos mineros. Fui subgeren-te, pero poco tiempo. No soporté la brutalidad. En lugar de trabajar supervisando, representé sátiras contra los opreso-res. La última sátira me costó la vida. Fue en la plaza pública, frente a la oficina del presidente municipal, la compañía de los Murphy y la iglesia. Fue grotesca, pues estaba vestido de pa-yaso y bañado en sangre de res. Después de la comedia maldi-je a los malvados. Me apresaron y, sin juicio, me ahorcaron en la plaza. Había pedido a un amigo de una funeraria que mi lá-pida tuviera inscrito el nombre del artista que me inspiró. Los ingleses colocaron mi tumba en esa posición para señalarme.

”¡¡¡Ahora conoces la historia!!!! —volvió a gritar de forma horrible. Me señaló— ¡¡¡Hay crímenes impunes!!!! ¡¡¡¡¡Tú los vengarás!!!!!! ¡¡¡¡¡Tú eres el payaso!!!!!!

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Corrí despavorido e intenté trepar la barda, pero las ma-nos de Bell habían atrapado mis pies. Forcejee pero no podía soltarme. Algo me tomó de los hombros y me elevó por los aires. Era un águila de luz azul. Me bajó en un parque cercano al hotel donde me hospedaba.

Pude ver el águila unos segundos, de pie, ante mí. Después voló lejos. No sé quién fue, qué significaba.

Creo que el falso Bell era más grande que el verdadero, aunque nadie lo conozca, y que debo vengar a los inocentes.

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Las Torres de Hanói

Una tarde soleada llegué a mi nuevo cubículo, en mi sexto interinato como profesor de Literatura en esa institución. En-contré, en el escritorio, un juego de madera que consistía en una tabla triangular con tres estacas clavadas e, insertados en una de ellas, nueve discos colocados en forma piramidal. Me llamó la atención, pero no tenía idea de cómo se jugaba. Días después, al pasar por los cubículos de otros profesores, vi que algunos de Matemáticas tenían el mismo juego, aunque con algunas diferencias de forma y color. Un día, platicando con uno de ellos, le pregunté y me dijo que eran unas torres de Hanói.

Este juego lo inventó el matemático Éduard Lucas en 1883. Consiste en pasar todos los discos de la varilla ocupada a una de las otras vacías. Para realizar este objetivo, es necesario se-guir tres reglas: 1) sólo se puede mover un disco cada vez, 2) un disco de mayor tamaño no puede descansar sobre uno más pequeño, y 3) sólo se puede desplazar el disco que se encuen-tre en la cima.

Otra versión sobre su origen cuenta que en un templo de Benarés, una de las ciudades más antiguas de la India (donde hasta la actualidad acuden los adeptos a purificarse en su río), se encontraba una cúpula que señalaba el centro del mundo. Allí estaba una bandeja sobre la cual había tres agujas de dia-mante. Un día, el rey mandó poner 64 discos de oro, ordena-dos por tamaño para que los sacerdotes del templo movieran los discos entre las agujas, según las reglas dichas. Esta leyen-

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da no explica por qué el rey decidió colocarles ese juego a los sacerdotes. Dudosamente sería sólo para entretenerlos.

Otra leyenda cuenta que Dios al crear el mundo, hizo tam-bién este juego con varillas de diamante y 64 discos. Unos monjes tienen la tarea de resolver esta Torre de Hanói divina. El día que consigan terminar el juego, cuando coloquen el último disco, el mundo acabará.

Esta leyenda resultó ser un invento publicitario del creador del juego, el matemático Éduard Lucas. De cualquier modo, suponiendo que la leyenda fuera cierta, ¿cuándo será el fin del mundo?En el juego tradicional, que consta de 8 discos, el número mínimo de movimientos es 8. La diferencia que se necesita para resolver el problema de los monjes es de 264-1 (siguiendo los números de Mersenne). Si los monjes hicieran un movimiento por segundo, los 64 discos estarían en la es-taca destino en 5,845,420, 460,906 años, por lo que podemos estar tranquilos.

La historia de Lucas llena el vacío de la leyenda india sobre la razón por la cual el juego se les encomendó a los monjes y le da una dimensión aún más mítica. Por otro lado, si el matemático nombró a su juego “Torres de Hanói”, ¿tendrá alguna relación este lugar, de Vietnam del norte, con Benarés, India? La distancia entre ambos lugares es considerable. Posi-blemente, como parte de su mercadotecnia, Lucas sólo buscó un lugar exótico para nombrar su juego.

Pero lo que hacía peculiar a las torres que yo tenía en mi es-critorio era algo que no decía ninguna leyenda: debajo de los discos la tabla tenía dibujados nueve círculos concéntricos,

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cada uno marcado con un número romano y, en el centro, al-rededor de la estaca clavada, un círculo negro dentado, como si fuera el hocico de un monstruo. No pude evitar relacionarlo con los nueve círculos del Infierno según Dante. Esos círcu-los, dibujados sobre un plano, si se complementaban con los discos colocados de forma piramidal, correspondían al revés con la forma del embudo del Infierno. Sabemos que el revés es algo que caracteriza al satanismo (sobre todo por cruces y estrellas y, en general, como parte de un lenguaje críptico), así que la relación con el Infierno quizá tenía sentido, aun-que por lo pronto era todavía apresurada. Quizás había otra leyenda al respecto, pero conocida sólo por iniciados. Quizás esa leyenda ataría los cabos sueltos de las otras.

Ningún otro de los juegos que he visto tiene ese dibujo oculto bajo los discos. Intrigado, traté de contactar a la maes-tra que había dejado esas torres, que era a la que estaba su-pliendo. Sabía que estaba en Alemania, estudiando un posgra-do, pero si era amiga de algunos de los maestros, seguramente a través de alguno de ellos podría contactarla y averiguar algo.

Sin embargo, ella se me adelantó. Dos días después, como si hubiera leído mi pensamiento, había un papelito bajo mi puerta, con un correo electrónico y el nombre Lucy. Como no estaba seguro de quién se trataba, sólo escribí solicitando in-formación. Eso, que normalmente no hubiera hecho, lo hacía impulsado por una sensación de que estaba entrando en el vór-tice de un remolino del cual ya no podía salir, y que me obliga-ba a seguir una especie de destino, como si fuera el personaje de una historia y que, como tal, debía representar mi papel.

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La respuesta fue sólo esto: “Esmeralda 13”.Parecía la dirección de una calle. Un día, antes de ir a mi

trabajo, pasé. Era una casa con una arquitectura estilo art nouveau, de color perla; con un jardín pequeño, pero que crecía caóticamente, con la estatua marmórea de un fauno to-cando la flauta. Nada se podía ver a través de las ventanas, tapadas con cortinas elegantes pero polvosas.

Seguía sin entender nada del misterio. Tal vez sólo estaba perdiendo el tiempo con tonterías, aunque ver esa casa me encantó, como si hubiera escuchado la música del fauno y hubiera quedado hechizado. Quería saber más de esa casa, independientemente del dibujo en el juego.

Ese mismo día, al llegar a mi cubículo había otra nota. Eso ya no me estaba gustando. Decía: “Mari Cruz López”.

Ese nombre parecía de estudiante. En la computadora entré al sistema desde el cual se puede subir y obtener información de estudiantes del plantel. Pronto encontré a la chica. Revisé su historial. El semestre pasado (en el que estaba Lucy y yo aún no llegaba) había sido el último que había cursado. No descubrí nada muy notable. Era una estudiante ligeramente más aplicada que la mayoría, con poco rezago y calificaciones buenas, lo que hacía muy raro el hecho de que hubiera aban-donado la escuela, aunque eso se pudo deber a muchas cosas. En cuanto a la foto, el rostro de la chica era hermoso.

Tratar de averiguar algo más sobre ella con las autoridades, las secretarias o los maestros, me hubiera puesto bajo sospe-cha, por lo que traté de hacerlo a través de otros estudiantes.

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Algunos de ellos habían sido sus compañeros y de hecho eran ahora mis alumnos. Supe que su mejor amiga era Mitzi.

Una tarde charlé con ella. Asustada y triste, me dijo que Mari Cruz había desaparecido hace unas semanas. Su familia y sus amigos estaban desesperados.

Tratando de distraerla de esos tristes pensamientos, le en-señé las torres de Hanói. El juego le encantó, y pronto de-mostró ser buena (yo me había tardado más). Ya sabía que era inteligente.

Si Lucy (creo que era ella) me había dado el nombre de Mari Cruz, era porque tal vez sabía algo de su desaparición.

Fui otra vez a esa casa, pero de noche. La lámpara amarilla en forma de flor colocada sobre la puerta daba al jardín un ambiente de ensoñación. Me senté en un café que estaba casi enfrente a esperar que pasara algo que me diera más pistas.

Dos horas después (como a las 10:30 p.m.) salieron seis personas. Cinco hombres y una mujer. Abordaron tres auto-móviles que estaban estacionados cerca. Uno de ellos, acom-pañado de dos, parecía ser el más importante, y se subió a un Saab. Tomé un taxi, que pasó casi en ese momento, y le dije, casi riéndome: “Siga ese auto.”

Tal vez estaba llevando demasiado lejos todo esto. Sin duda parecía horrible la historia de la chica, ¿pero realmente podría yo ayudarle? ¿No me estaba arriesgando mucho, llevado por la emoción, el satanismo y quizá mi egocentrismo? Y, por lo pronto, ¿cuánto me cobraría el taxi?

En media hora ya sabía dónde parecía vivir ese sujeto. Y ciertamente era alguien importante, a juzgar por su casa, que

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era mucho más ostentosa que aquella de donde lo vi salir. Te-nía su rostro memorizado.

¿De qué otra manera atrapar a los seguidores del diablo (ya sea en la teoría o en la práctica, pero sobre todo en esta última) si no es con sus mismas trampas, con sus vicios que han querido transmutar, sin éxito, en virtudes?

Pero no podía hacerlo solo.Los poderosos suelen cumplir con todas o la mayoría de

las características que describen a un psicópata. Suelen tam-bién ser prepotentes, soberbios y perezosos. El señor C. acostumbraba comer en el elegante restaurante “Las came-lias”. Soborné a un mesero (ser detective y justiciero no es barato) para que lo atendiera, no mal, sino tan sólo no de ma-nera servil, lo cual desató su ira. El señor C. se había atascado de mariscos, cordero y postres, de modo que cuando gritaba apenas podía decir las cosas con fluidez. Se levantó y caminó con dificultad a su auto.

Mi intención era, además de hacerle pasar un mal rato, que, al estar absorto en su enojo, se descuidara y me dejara más pistas.

El mesero me proporcionó una tarjeta de presentación que había dejado caer de la funda de su tablet al momento de le-vantarse y tomarla bruscamente. Era de la directora adminis-trativa de la Preparatoria del Estado, a la que nombraré R.

En el trabajo todo iba bien. Me sorprendió ver casi diario a Mitzi esperándome afuera de mi cubículo para jugar a las torres.

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Una semana después del primer día que vi a este sujeto salir de la casa de Esmeralda 13, estaba en mi puesto de vigilancia del café desde las 22:00 horas. Esta vez salieron casi a las once. La mujer era, efectivamente, R., de complexión delgada y ros-tro largo. Seguí ahora a otro, también un hombre maduro, hasta su casa, en una zona acomodada, aunque no tanto como la del señor C. Era un departamento.

El señor E. tenía un puesto medio en una empresa de redes computacionales, una esposa y dos hijos. Aquí tuve que pe-dirle un favor a una conocida de la facultad, conocida por la gente por su ligereza más aún que por sus dotes.

E. cayó. La cortesana lo sedujo directamente y casi enfren-te de otro de los involucrados que salían de la misma casa, que lo miró con franca envidia.

Casi siempre que veía salir a ese grupo gangsteril de la casa, notaba que la relación entre ellos no era del todo buena y que rondaba la traición.

Además, el desliz de E., que por cierto no era el primero en su matrimonio, quedó grabado. Le llegó una copia en un CD a su oficina, y a su casa, una carta a su esposa diciéndole que su esposo debía contarle algo que había hecho y que no era del todo agradable, aunque en su momento lo había sido mucho.

El caso E. me hizo pensar si no estaba entrometiéndome demasiado y actuando como una especie de ángel vengador cuando en realidad no era yo nadie perfecto en ningún senti-do. No me gustaría que alguien sacara provecho o me extor-sionara por algún error que cometa, aunque, en realidad, ya lo

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han hecho, aunque de manera menos profesional, y he tenido que asumir las consecuencias. Por otro lado, yo no tenía se-cuestrado a nadie.

Le pedí a un amigo de la carrera que después había estu-diado teatro que fingiera ser un ejecutivo y visitara a R. No fue fácil convencerlo, pero la historia de Mari Cruz lo hizo. Debía proponerle a la funcionaria un buen porcentaje de ga-nancias si aceptaba un contrato con una empresa fantasma de software. La preparatoria debía renovar sus sistemas, ya ob-soletos, y la empresa, por supuesto, se los vendería. Lo ilegal era que decidir qué empresa contratar no debía depender sólo de R. y debía considerar aspectos que no consideró. Y por supuesto, lo del porcentaje, que en realidad era corrupción. Nada raro en este país. Sin embargo, así la atraparía a ella.

Sólo tuve que tratar de desquiciarlos el mismo día para que no pudieran asistir a la casa y así entrar, ayudado de tres ami-gos. La chica estaba encerrada en un cuarto bien amueblado, semidesnuda y con marcas de violencia en su cuerpo. Tenía un tatuaje fresco en un hombro, con la forma de nueve círcu-los concéntricos. Al parecer la habían utilizado para rituales que grababan y circulaban principalmente en Asia. Al ver a sus padres rompió en llanto.

El siguiente semestre Mari Cruz asistía a clases. Al prin-cipio. Le pregunté a Mitzi si sabía por qué había dejado de ir, temiendo que hubiera sufrido alguna represalia. ¡Me dijo que andaba con un narcotraficante! Tal vez en realidad esta-ba secuestrada. Mitzi no me respondió. Estaba absorta en las torres de Hanói.

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La casa de Leila

Leila me había invitado a su casa en la tarde. Cuando llegué me quedé sorprendido al ver que su casa era un castillo de piedra gris. Sabía que tenía gustos excéntricos, pero no me imaginé eso. Sobre todo si pensamos que no estamos en In-glaterra o algo semejante.

Ella me abrió la puerta. Sus ojos tenían su característico mirar directo y sus pestañas de un tono violáceo combinaban exquisitamente con el color de sus labios y su cabello ondu-lado y negro.

La casa era una verdadera rareza, con decoración que tenía algo de china y a la vez europea medieval. Yo sabía que a Lei-la le gustaban las tarántulas y otros bichos, pero no dejó de asustarme un poco el sonido de un gruñido a lo lejos. Me pasó a una sala, en un primer piso, y me dijo que pronto volvería a atenderme, pues estaba viendo algo urgente de sus anima-les. Su esposo y su padre (un hombre mayor, de larga barba) pasaban cerca, mirándome de soslayo, mientras cargaban es-caleras de metal o llevaban redes o cualquier objeto relacio-nado con la construcción y los animales. Todos estaban muy atareados. A pesar de eso, su esposo y su padre ni siquiera me saludaron. Parecía que me tenían desconfianza, o eso sentí. En fin, supongo que teníamos nuestras razones.

Mientras esperaba a que Leila regresara, la veía pasar de un lado a otro también, aunque a diferentes distancias. Subía y bajaba escaleras, se asomaba por balcones, a veces le gritaba

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a su familia, pasaba corriendo… Era como un espectro, pero muy hermoso, en un castillo encantado.

De pronto sentí cosquillas en mi mano y no pude evitar el reflejo de sacudirla. Vi que lo que acababa de arrojar al piso era una tarántula, que ya estaba de nuevo incorporada y reco-braba su caminata. A pesar de que Leila me había dicho que las tarántulas no eran tan peligrosas como la gente suele creer, y de hecho ella las cargaba como si fueran cachorritos, yo no dejaba de tener cierta… precaución. Me mantuve quieto, mirándola fijamente. Entonces vi que varias cosas en el tapete y en los muebles a mi alrededor se movían. Había toda clase de bichos. Arañas, cucarachas, escarabajos, serpientes. Todos camuflados en la decoración.

Y no sólo eso, sino que, ya aterrado y dispuesto a observar mejor lo que me rodeaba, vi que varios destellos que habría tomado como reflejos de luz en partes de metal, eran ojos de animales salvajes sentados en la casa, unos igualmente ca-muflados entre alfombras y papeles tapiz, y otros debajo de muebles, en pequeños nichos oscuros. De hecho varios me miraban fijamente. Había leones, leopardos, linces, lobos, de-monios de Tasmania y otras especies que nunca había visto. Empecé a temblar de manera incontrolada, con lo que sólo atraje más su atención. Me aferré al sillón, pensando que si hacía algún movimiento brusco o si trataba de huir corriendo, se lanzarían sobre mí.

No veía cómo salir de esa situación. Pasaban los minutos, que se me hacían eternos, con esos ojos y esas fauces, respira-ciones, patas y sonidos que sentía concentrados en mí. Y no

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podía emitir un grito ni nada, pues estaba paralizado y temía las consecuencias. Además, Leila y su familia habían dejado de pasar cerca. Sólo se oían sus pasos y ruidos a lo lejos, que con el paso de los minutos se silenciaron por completo, como si se hubieran ido.

Leila era mi única salvación, y al parecer se había olvidado de mí. Tal vez mi destino era morir de miedo, o devorado, mientras los ojos de esa mujer miraban con ternura cómo al-guna de sus arañas comía una presa en su tela.

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Milagros de nuestr@ Señor(a)

Time has come to step up

And take back what you took from me.

Dimmu Borgir

La mirada de la hermosa mujer me da miedo y me fascina. Sus ojos tienen un color extraño, que no sabría definir, entre negro, rojo y verde. Desabrocha su blusa negra y la deja caer. Sin dejar de mirarme se acerca y me toca con su cuerpo.

Ese día empezó con este sueño. En la ventana del vagón del metro vi este número dispuesto de esta manera:

66 6

Era el reflejo de los agujeros circulares metálicos de mi cin-turón. Esos agujeros forman dos hileras, pero el cinturón es-taba ligeramente inclinado en la parte sobrante, y por alguna distorsión de la luz en lugar de verse como círculos se veían como seises. Esa imagen me pareció una extraña coincidencia. Mejor dicho, no pude dejar de pensar que era una señal de algo sobrenatural que se me mostraba.

En la noche, de regreso del trabajo, un anciano vagabundo me miró fijamente mientras hacía una sonrisa perversa. Tenía

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una especie de anillo plateado, largo y articulado, que termi-naba en pico, cubría todo su dedo índice derecho.

Los sucesos ocurridos ese día me impresionaron. Estaba convencido de que guardaban una relación entre sí, aunque aparentemente no la hubiera. Era cuestión de encontrarla. Te-nía un poco de miedo, pero en realidad estaba emocionado al pensar que fuerzas oscuras me llamaban. Escuché metal y la ouija me dijo que efectivamente había un mensaje para mí: debía combatir el cristianismo, uno de los verdaderos males de esta tierra.

Cené cereal con leche, me puse mi pijama y dormí, para al día siguiente emprender mi misión.

Me preguntaba si el sueño de la mujer del día anterior se haría realidad y si tendría sexo.

La respuesta no llegó tan pronto, pero la mujer que encon-tré casi me hizo olvidar mi misión, de tan maravilloso que es estar con ella... Con ella me sentí sagrado e indestructible.

Sin embargo no debía olvidar mi misión. Siempre que po-día, en clase, pues era profesor de literatura, exponía los crí-menes de la religión y me burlaba de sus cuentos para inge-nuos.

Pero una tarde se presentó una ocasión en la que pude rea-lizar mayores avances, al menos en parte. Una estudiante mía llamada Luz me contó, desesperada, sus problemas. Estaba embarazada y no quería tener a su hijo, pero tampoco estaba dispuesta a abortar. El padre del producto, por su parte, había desaparecido y tampoco iba a proceder contra él. Por si fuera poco, el padre de la chica le pegaba de vez en cuando (con

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conocimiento y complicidad de su propia madre). De hecho, yo sospechaba que su padre podría ser también el padre de su hijo, o que por lo menos, además de golpearla, la violaba desde hacía varios años.

La situación era muy complicada y peligrosa como para que yo interviniera directamente. Le dije que debía denun-ciarlo y le aconsejé que abortara por las condiciones en las que estaba y porque ni siquiera quería ser madre; también debía buscar un empleo, aunque fuera malo, para salirse de su casa. Evidentemente no sirvió de mucho. Me fui de la escuela furioso y frustrado.

Esa noche soñé que llegaba a la casa de Luz (lo cual no puede ser porque ni siquiera sé dónde vive), de noche, como si fuera en tiempo real. Entraba, me metía hasta el cuarto de sus padres y mis gruñidos (porque gruñía, como si fuera una bestia salvaje) los despertaban. Asustados, se levantaban y corrían, lanzándome todo lo que podían, entre ello una lám-para de mesa y un despertador. Sin embargo, no podían dete-nerme. Atrapaba al padre y de dos zarpazos le desfiguraba el rostro. Una de mis garras tenía el extraño anillo plateado del anciano vagabundo en un dedo. Después tomaba la lámpara de mesa que estaba tirada y con unos golpes en el cráneo lo dejaba inconsciente. Buscaba a la madre, pero no la encontra-ba, y al oír ruido de más personas en la casa decidía escapar.

Al otro día tenía un chichón bastante grande en la cabeza. Varios días después Luz fue a contarme que su padre había muerto asesinado brutalmente y se desconocía el paradero de su madre. Lo contaba seriamente, pero su semblante era de

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una persona aliviada después de haber pasado por una larga enfermedad. Se veía rozagante, llena de energía y belleza. Ya no llevaba el crucifijo que solía usar. Pensé que ella debería dejar la corrección social para con otras personas y le dije: “Eso merece una celebración. Te invito a comer aunque sea unas quesadillas.”Después supe que se decidió por abortar y luchar por vivir como ella quería.

Camino animoso por la calle, bajo el cielo rojo del ocaso. Las pocas personas a la vista tienen sus facciones desdibuja-das por la oscuridad.

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La conferencia de Pepito Pérez

Pepito Pérez dio una conferencia sobre música. Específica-mente, sobre guitarra, específicamente, eléctrica. La gente quedó atónita.

“La guitarra eléctrica es un instrumento que debe tocarse de una manera muy especial. No se puede tocar de cualquier manera. Si no se tiene una técnica desarrollada durante años de estudio, o un buen eliminador de ruido, que todos los pro-fesionales tienen y que son la salvación, puede hacer sonidos como este:

eghhhhhhhhhhhhhhiiiiiitooooooooooooooooooooo

Lo cual por supuesto es de muy mal gusto y músicos de verdad, como Yngwie Malmsteen y cualquiera que sepa de música, lo desaprobaría.”

Nadie sabía (porque nadie lo conocía) que esos ruidos eran exactamente los que solía hacer Pepito Pérez. Sus palabras eran dichas con tal aire de conocedor, que nadie hubiera pen-sado que simplemente eran las ideas de un aficionado que un día sintió que tenía el derecho de decir lo que pensaba. A ve-ces la gente cree que tiene derecho a tantas cosas…

Bueno, casi nadie hubiera pensado que no era un experto. Porque Luis Atunes acababa de entrar. A él sí lo conocía mu-cha gente.

Empezó a hacer preguntas-examen, como:

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“¿Cómo sonaría, en este estilo, una de sus canciones tras-ladada a la escala pentatónica de do sostenido en cuarta clave de re?”

Después de mirarlo fijamente, pero con la mente en otro planeta y un rostro de perro, Pepito dijo:

“Así.” Y tocó algo que sonó a un riff de thrash metal con un solo desquiciado, emocionándose sólo él.

“Eso no fue ninguna escala pentatónica. No sé si no enten-dió lo que le pregunté.”

Algunos de los asistentes se rieron, y otros estaban atentos a la lucha que se desplegaba frente a ellos.

Pepito sólo hizo una expresión cómica de no saber. No se sabía si era porque no sabía cuál era la escala pentatónica de do sostenido en cuarta clave de re o porque no quería discutir con alguien tan acosador.

El público estaba dividido entre los que desaprobaban a Pepito y estaban del lado de Atunes (entre éstos también ha-bía metaleros, que sostenían que el metal debía ser música de calidad —o sea con dificultad o bien con semejanza a la clásica), y los que querían seguir escuchando las palabras del primero, ya sea por simpatía de ideas o por mera curiosidad morbosa.

Pepito dijo que su participación en la mesa había termina-do. A veces pensaba que eso de salir al mundo a compartir lo que hacía era en vano, pero le costaba trabajo contener las ganas que de vez en cuando le llegaban.

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Willy, el ruckero1

por María Carrasquilla

Nació de espaldas al mundo una calurosa tarde de 1940 y así vivió desde entonces, en conflicto con la autoridad. Nació el mismo año que Vicente Fernández pero lo suyo siempre fue el rock, su gran pasión, bueno, eso y las mujeres.

Desde pequeño le gustó el ruido, quizá porque lo primero que escuchó al venir a este mundo fue el grito aterrador de su madre o simplemente porque era un inquieto. Le encan-taba la música y aunque lo que más se escuchaba en la vieja radio de la abuela era Pedro Infante, desde que escuchó por primera vez una canción de Elvis algo se transformó dentro de él. Comenzó una búsqueda obsesiva de este nuevo género que ponía de cabeza a los adultos. Obsesión que solo se veía interrumpida si una niña aparecía en su camino.

La primera fue Lola, una vecina güerita que le arrancó los primeros suspiros. Siempre que podía se saltaba la barda del vecino para robar naranjas y besos a Lolita, todo terminó muy mal el día que el papá de la niña lo pescó de los pelos y lo llevó a rastras con su madre. Decidió que su rollo con

1 La autora de “Willy, el ruckero” (publicado con su autorización) es María de Jesús Carrasquilla Ospina, quien  nació en Cali, Colombia. Desde pequeña sabía que quería ser profesora aunque no sabía de qué.  Después del bachillerato se decidió por la Filosofía y desde entonces no ha parado de pensar todo. Desde hace 17 años radica en la Ciudad de México donde ha impartido clases, primero en el nivel primaria y actualmente en una pre-paratoria de la ciudad.

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las niñas había terminado para él, “Es muy complicado, me quedo con el rock.”

Pero la música fue precisamente la que lo llevó a otra mu-jer. La señorita López, una mujer joven, amiga de su mamá y que también era la única que tenía un tocadiscos en el barrio, solía ir algunas tardes con el pretexto de ayudarle con ciertas labores de la casa y escuchar música. En realidad no solo tocaba el tocadiscos, la señorita López lo inició en las artes amatorias y esta relación lo marcó para siempre. Los espas-módicos movimientos de la señorita López le hicieron creer que era poseedor de un don que debía dar a conocer en el mundo femenino.

Vivió muchas apasionantes aventuras, sobre todo después de que lo expulsaron de la escuela por llevar cigarros, gracias a lo cual tuvo más tiempo para la música y las chicas. Comenzó a ensayar con grupos de rock aficionados, como vocalista; no lo hacía tan mal, todas las chicas se derretían con su sonrisa, no se le podía decir que no. Decidió sacar todo el provecho que se pudiera, no se ganaba mucho como aficionado así que se hacía merecedor de invitaciones y regalos. Tenía una voz encantadora, pero él creía que el ritmo lo tenía en sus caderas y eso lo podía confirmar cualquiera.

El rock le dio tantos y tan buenos momentos... Se volvió un experto, comenzó la afición por los grupos mexicanos del momento: Los Locos del Ritmo, Los Teen Tops; con sus ami-gos hacía covers y devoraba todo lo que podía de esta locura musical.

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Supo del festival de Woodstock, Jimi Hendrix, Janis Joplin, The Who, Santana, en fin, cómo le hubiera gustado estar ahí, pero ni modo se tuvo que conformar con el Masivo Mexicano en la Alameda Central, Javier Bátiz ofreció el primer con-cierto de rock autorizado. Fue una experiencia increíble, un sueño hecho realidad. Ese día terminó entre los brazos de una delgadísima mujer de la que solo recordaba que se llamaba Rosa, qué chica aquella, qué locura.

Para este entonces la mamá de Willy ya estaba muy pre-ocupada, para su época era un quedado, sin embargo a él no parecía importarle, seguía aferrado a una empresa que tomaba muy en serio, hacer feliz a todas las que pudiera, iba a ser muy egoísta de su parte si no se compartía, finalmente, si para eso nació, tenía que entregarle buenas cuentas a Dios. Sobra de-cir que era muy mal visto por las buenas conciencias y muy solicitado por ellas al mismo tiempo. Era una época llena de contradicciones y la vida de Willy solo las hacía manifiestas de vez en vez.

Cuando supo del concierto de Avándaro se encaminó hacia allá, pero fue de los miles que no pudieron llegar, fue muy decepcionante porque lo peor es que sin haber alcanzado a llegar fue de los detenidos, una experiencia más en la vida, por el rock, todo. Tiempo después, en una foto muy famosa del concierto, vio a la encuerada de Avándaro, ese cuerpo, esa expresión, era Rosa, —yo la vi primero— se dijo.

Muchas rolas, muchas mujeres, pasaron por su vida, para él la juventud no fue una enfermedad que se curó con el tiempo, de nada le valió el diagnóstico de síndrome de Peter Pan, ni

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eterno inmaduro, el vivió amando al rock y a las mujeres. Y aunque el greñudo barbón fue quedando atrás y el ritmo ya no lo tiene en sus caderas –ahora generalmente le duelen - aun conserva ese brillo en sus ojos y una sonrisa coqueta. Los mu-chachos lo llaman el “ruckero”, a él le gusta, sigue oyendo su música, sigue amando su vida.

Willy nunca se casó, pero ahora que tiene 70 años le han entrado ganas de hacerlo, dice que aunque sea para empujar una silla de ruedas. Además los viajes en paquete para dos son más baratos.

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El tío Willy

Wo-wo-ohoh, you know I’m

almost grown. Wo-wo-ohoh.

Chuck Berry

Mi tío Willy siempre es una inspiración. Para mi jefa era el ejemplo de lo que no debía hacer, y para mi jefe era simple-mente su hermano, al que le tenía un poco de lástima y quizá, ahora que lo pienso, envidia, por contradictorios que puedan ser ambos sentimientos.

Verlo, antes o ahora, es como ver a un personaje de película o de cuento, de esos que algunos admiramos mientras otros temen o son objeto de sus burlas. Está entre la ficción y la rea-lidad, pero con conciencia, demostrando que se pueden hacer cosas literalmente increíbles, engendrando sueños al mundo que, sin ellos, sería de hueva.

Lo veía en algunas reuniones familiares. A leguas se notaba que la institución familiar (o cualquier otra) no era lo suyo. Estaba por algunas personas, como los niños, con quienes a veces jugaba.

Pero, más que los lazos sanguíneos, fue el rock lo que nos unió. Él me prestó discos de Little Richard (por él y por Blac-kmore me gusta lo de Richie), Jethro Tull, Deep Purple… Pero fue hasta los 15 años, no sé por qué decidió hacerlo, de repente, en ese momento; los senderos de la vida son miste-riosos. Antes para mí la música era sólo un objeto de la vida, algo un tanto ajeno. Mis padres, por ejemplo, no oían mucha

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música, y en la primaria y secundaria lo mismo, al menos para mí.

No sé cómo ocurrió, pero de pronto conocí, en el bachille-rato, algunos amigos a los que también les gustaba el rock, de modo que al mismo tiempo oía discos del tío y de los cuates. Esos riffs poderosos de Black Sabbath, esos solos de guitarra, esos gritos y esa energía en la batería me encantaron desde el principio.

Pepe era uno de estos cuates. Estaba a la vanguardia de la música gringa y europea, y era un “niño bien”. Neto era el otro, un gran amigo al que a veces veo. Pepe tocaba la gui-tarra, y era un virtuoso o al menos eso nos parecía a noso-tros, para quienes el sólo hecho de ver una guitarra eléctrica nos dejaba fulminados. Varios años después, luego de mucho ahorrar, me compré una Ibanez, la que sigo tocando como Dios me da a entender (el dios que traigo que no tiene nada que ver con Cristo, buen tipo ese greñudo, también incom-prendido) y con muchos huevos. El Pepe era medio mamón, pero Neto y yo sólo estábamos ahí, escuchando, mirando, sorprendidos ante la música, las chavas, las pláticas chidas.

Me encantaría contar una historia erótica, acá, cachonda, de nenas ebrias de deseo y yo en medio, muriendo por no saber con cuál empezar, en un frenesí de sexo, drogas y rock n’ roll, como tanto hemos oído. La verdad es que en eso de las chamacas yo creía que tenía mala suerte. Ahora no pienso así, y la neta es que soy un rayado con la mujer con la que estoy. En esos asuntos también mi tío Willy me dio a beber de su sa-

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biduría, junto con unas chelas. Ahora lo digo muy tranquilo, pero esa vez estaba llorando y mocoso.

—¿Qué pasa, Richie? —me preguntó cuando vio que las tres chelas habían sacado a flote mi tristeza.

—No sé…Me miraba seriamente, pero con una sonrisa en la mirada

que me inspiraba mucha confianza. El silencio se alargaba.—El otro día conocí a una chavaaa….. —dijo.—…—¿Me presumes?Mi tío soltó la carcajada, y yo me puse más triste. Al perci-

birlo, se puso muy serio.—Creo que sí, Richie. Perdona mi arrogancia.—No importa —dije, ya empezando a llorar de plano.—¿Sabes qué te presumo?—¿Que eres un galán, un donjuán o algo así?—No, mi chavo.Yo ya me estaba tapando la cara, esperando a que todo si-

guiera transcurriendo y a terminar con eso. Llegué a pensar que estaba jugando conmigo. Pero no, el tío Willy no es de esas personas.

— Sólo la conocí. Nada más.—¿La conociste? ¿En sentido bíblico? —dije, soltando una

pequeña sonrisa entre las lágrimas y mocos.—No, jajajaja. Sólo platiqué con ella.—Bueeeno… Pero tendrás su teléfono. Y luego le hablarás,

y se verán, y bueno…—Puede ser jajaja. Pero lo más probable es que no.

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—Yaaaa. Ya no me presumas y no seas pinche hipócrita, tío.

—Jaaajajajaja. No tengo su teléfono. Estábamos platicando muy bien y de repente dijo que se le había hecho tarde y se le-vantó y se fue. No llegué al momento para pedirle el teléfono y no se me ocurrió pedírselo en ese instante. No sé por qué. A lo mejor ya estoy perdiendo mis técnicas.

Lo cual era completamente falso, pues hasta hace poco era evidente que las perfeccionaba. De hecho no sé si esa historia habrá sido real o la inventó, pero de momento lo creí.

—Bueno, ¿y qué con eso? —dije, como si no me importa-ra, y siendo muy grosero con el buen tío Willy.

—Pues nada jajaja. Que sólo la conocí, y para mí eso fue la onda. No necesito nada más.

—Supongo que la volverás a ver, y entonces continuarás con tu misión.

—No lo sé Richie. ¿Por qué tanta preocupación por el fu-turo? La neta es que siento que no tengo posibilidades con ella. No soy su tipo, y sospecho que tiene esposo.

—Pero te gusta correr riesgos.—¿Sabes qué, Richie? Sí es cierto que me gané mi fama de

donjuán, y a lo mejor es lo único bueno de mi pinche vida, si es que lo es, aunque a veces me he arrepentido —yo levanta-ba los ojos, con gesto de fastidio e incredulidad—. Cuando la gente tiene una idea de alguien es casi imposible borrarla. Pero créeme, para mí es pasado.

Y luego nos pusimos a platicar de rock. No me abrí del todo esa vez con mi tío. Pero él supo perfectamente bien qué

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me pasaba, y yo aprendí algo en ese momento que me hizo disfrutar más mi vida. No importa qué pueda decir la gente del tío Willy, saben muy poco de él.

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El contribuyente2

R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4. ¿A alguien le im-porta? Y sin embargo, era lo primero que le preguntaban.

Este hombre, porque, a pesar de todo, era un hombre, siempre pagaba sus impuestos puntualmente y conservaba todos los papeles que era necesario. El poco tiempo que no empleaba en trabajar o transportarse a través de la gran ciu-dad, lo empleaba estudiando un diplomado que le exigían en su trabajo para poder seguir contratándolo.

Pero era un terrible criminal, no crean que no.Sacaba fotocopias.¡No pagaba derechos de autor! ¡Era cómplice de la pira-

tería! La piratería, que hizo que cayera el católico imperio español. Pero esta no era piratería inglesa y holandesa, sino china y mexicana. Aunque las fotocopiadoras eran de empre-sas japonesas o estadounidenses. Pero bueno, las fotocopia-doras no tienen la culpa de que se haga mal uso de ellas. ¡Son inocentes! ¡Inocentes!

Decía que no le alcanzaba para comprar libros. De hecho, a veces ni siquiera le alcanzaba para sacar sus copias chafitas en las que a veces salían repetidas páginas o faltaban otras, o no salían bien las letras.

Ap rte de la real zacidn del proveclo pueden exislir otros proccsos imprescindiloles

Pero era un criminal. Eran excusas de criminal.

2 Cuento publicado en Sesión apocalíptica, Samsara, Méxi-co, 2010.

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Sólo había podido rentar, con muchos esfuerzos, un cuar-tito de dos metros cuadrados, construido con las fotocopias que ya no utilizaba.

El ministerio que cobraba los impuestos en aquel país re-moto, esperó con estoica paciencia, característica de su no-bleza de espíritu. Pasaron treinta días y el contribuyente con R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4 no había pagado un solo peso. Lo sabían. Sus sospechas eran ciertas.

Al día siguiente fue un empleado, de traje y portafolios, a visitarlo para pedirle amablemente que cumpliera sus obliga-ciones con el gobierno que le daba todo.

Nadie le abrió la puerta ni respondió a sus gritos. Esas pa-redes de papel reseco parecían perfectamente herméticas. Un refugio contra bombas.

El ministerio decidió esperar, a sabiendas de que el con-tribuyente podría estar huyendo a Suiza. Quiso darle otra oportunidad.

Una semana después mandó tanquetas y granaderos.Les costó casi tres horas derrumbar los muros de papel,

entre los que se encontraban todos sus papeles oficiales. No tenía dónde guardarlos, así que los apiló y de ese modo formó esta fortaleza.

Finalmente vieron que en el interior del inmueble se en-contraba un objeto encorvado, parecido a un hombre y a una plantita reseca.

No reaccionaba ante el altavoz que le gritaba al oído su nombre y su R.F.C.

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Finalmente, como no tenía otra opción, un policía lo tomó del brazo, dispuesto a llevarlo al lugar que era competente.

Pero se quedó con el brazo en la mano. Crujió.

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Revivir

Le conté a un amigo lo que me contó ella que sufrió. La envi-dia, el abuso, las acusaciones infundadas, la complicidad y co-rrupción, las mentiras inverosímiles. Cuando ella me lo contó lo comprendí. Pero cuando yo lo conté lo volví a vivir. Mi voz fue como una pantalla que transmitía esas vivencias. Más aún: fue un demiurgo que hacía aparecer ante nosotros a esta chica y sus verdugos.

Es de esas historias que deben recontarse. No por morbo, por amor.

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Sesión apocalíptica muajaja

(Diez encapuchados en torno a una mesa redonda de madera, en un cuarto oscuro, iluminado sólo por un candelabro de nueve brazos en el centro de la mesa).

STR: Sur. Este. Oeste. Norte. Centro.TODOS: Todo a partir de aquí, todo a partir de ahora,

todo a partir de ayer, todo a partir de mañana, todo por hoy.IPTK: Ya que estamos todos. Comencemos con el ritual

estruendoso en honor de………….DRCN: Comencemos. Parece que nadie nos escucha. En

estos momentos todos ven la final de futbol.MROG: Comencemos. Es tiempo propicio para la conspi-

ración contra el mundo.FNTAGN: Sí, sólo así lo salvaremos de las garras del mal.(Risas malévolas).(Mientras las risas empiezan a desvanecerse, las de Fntagn

crecen frenéticamente y sus manos, peludas y con largas uñas negras, arañan la mesa).

LBA: Hemos de conspirar en todas las lenguas. Por toda la eternidad. Aunque dure lo que dura un barco de papel en una cascada.

LYHK: ¿Cómo hemos de hacerlo?, ¿uno hablará en sirio y el otro le responderá en pamañunga?, ¿uno propondrá en ja-ponés y el otro cantará en zapoteco?, ¿uno gritará en swahili y otro escribirá en latín?

MXGTE: La sabiduría ancestral tiene la respuesta, pero no la encuentra.

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U7T: Nuestro plan fraguará dentro de pocos siglos.NO: Llevamos haciéndolo desde que los homínidos inven-

taron el trono. Casi desde que defecan sentados en dos pies.DRCN: Si más no recuerdo fue desde que usaron estan-

dartes.IPTK: Yo creí que desde que dejaron de enterrar las semi-

llas.MROG: ¡¡Y qué diablos importa eso!! Satanás ya era nues-

tro rey.LYHK: Pero esta vez no se cambiarán plumas por picos

ni rojos por verdes, el rey de reyes ha de morir definitiva-mente, el esclavo de esclavos también, el rebelde de rebeldes también, la crema de la cerveza y el líder en los precios bajos también. Esta vez todos hemos de morir, y cuando nazcamos la historia pasada será motivo de vergüenza y la gloria no es-tará en esos antepasados, sino en los más antiguos de los más antiguos de los más antiguos de los más antiguos: en los que nacieron con la última aurora.

En todas las lenguas se pronunciará nuestra conspira-ción secreta. Una nueva Babel vendrá, y la gente se compren-derá, y no entenderá casi nada, y todos destruirán sus lenguas y se crearán otras nuevas, que nieguen a las anteriores y que se abracen entre sí, llenas de saliva y de licor, y de agua, y de néctar, y de insectos.

(Lba toca el gong).STR: Sur. Este. Oeste. Norte. Centro.TODOS: Todo a partir de aquí, todo a partir de ahora,

todo a partir de ayer, todo a partir de mañana, todo por hoy.

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Índice

Cambiando el relato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11El héroe no reconocido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12Nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13Llegada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15Las reliquias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16Camino compartido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19Fenómenos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22Anti Cenicienta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23Bienaventurada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25Carta desde el futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29La perfección de los otros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32Autorretrato de un vampiro ordinario . . . . . . . . . . . . . 33Concordia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34Ojos tristes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35Diversidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37Sobrevivientes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38El Árbol de la Ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39Richard Bell, el payaso maldito . . . . . . . . . . . . . . . . . 42Las Torres de Hanói . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46La casa de Leila . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54Milagros de nuestr@ Señor(a) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57La conferencia de Pepito Pérez . . . . . . . . . . . . . . . . . 61Willy, el ruckero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63El tío Willy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67El contribuyente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72Revivir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75Sesión apocalíptica muajaja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76

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Grietas

de Abraham Sánchez Guevara

terminó de imprimirse en noviembre de 2012, en los talleres de Ediciones del Lirio SA de CV. Se impri-

mieron 1000 ejemplares más sobrantes. Interiores en papel Cromos ahuesado de 90 g, forros en cartulina sulfatada de 12 puntos. El texto fue compuesto en tipos Stempel Garamond

de 10:12 y 11:13 puntos.