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AbelardoyEloísa

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Abelardo y Eloísa

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Editorial Gente Nueva

Abelardo y Eloísa

Sarah Fidelzait

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Edición y corrección: Janet Rayneri MartínezDiseño: Maria Elena Cicard QuintanaIlustración de cubierta: Raúl Martínez HernándezDiseño de cubierta: Armando Quintana GutiérrezComposición: Nydia Fernández Pérez

© Sobre la presente edición: Editorial GenteNueva, 2005

ISBN 959-08-0666-X

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución,Ciudad de La Habana, Cuba

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Este relato no es un cuento, ni una leyenda: perte-nece a la historia. Todo ocurrió hace ya cerca dediez siglos, en una sociedad cuyos aspectos esen-ciales difieren de los de la nuestra. En el mundo deentonces, todos, ignorantes o letrados —estos últi-mos constituían una pequeña minoría—, pobres oricos, jóvenes o viejos, eran creyentes.

Su vida cotidiana, costumbres y moral obede-cían a la religión que practicaban; esto no quieredecir que todos los hombres del mundo profesa-sen igual religión.

Por ejemplo, en un país contiguo a Francia, delotro lado de los Pirineos, en la España de enton-ces, en gran parte dominada por los árabes, la re-ligión musulmana disputaba al cristianismo elcorazón de los hombres.

Pero en los límites de la Francia de aquel tiem-po, todos eran cristianos y obedecían ciegamentea la Iglesia cristiana, con más intensidad si eran

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pobres e ignorantes. Para los poderosos hubo siem-pre “arreglos con el cielo”.

La sociedad francesa de la época estaba divididafundamentalmente en tres grupos (nosotros diría-mos hoy clases): primero el rey y los señores feu-dales, luego la Iglesia, y después la inmensa mayo-ría de los trabajadores del campo y los artesanosde las nacientes ciudades, los cuales tenían que tra-bajar muy duro para pagar los impuestos que lesimponían.

Los señores feudales no hacían otra cosa desde suinfancia que aprender el manejo de las armas, conel fin de prepararse para la guerra, entre ellos ocontra el extranjero. La gente de Iglesia —la igle-sia secular— tenía a su cargo toda la enseñanzade los laicos. Los otros, que vivían en monasteriosy abadías, se dedicaban a la oración, al estudio delos textos sagrados y ya, desde el siglo XI, al estu-dio de la filosofía de la Antigüedad; buena partede su tiempo lo empleaban en escribir sobre per-gaminos la vida de los apóstoles, de los santos, delos padres de la Iglesia, magníficos manuscritosornamentados de miniaturas que hoy considera-mos verdaderas obras de arte.

Teóricamente era el papa el jefe supremo de laIglesia cristiana y quien se hallaba por encima delos emperadores, reyes y señores; solo él o susrepresentantes tenían el derecho de designar a los

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demás miembros de la Iglesia. Pero, a menudo,los poderosos señores feudales imponían a sus pro-tegidos por la fuerza, o mediante la compra de loscargos eclesiásticos a alto precio. Ello propiciaba,en la época que nos interesa, un clima de corrup-ción en el seno de la Iglesia. Es así, por ejemplo,que muchos de los sacerdotes no respetaban elcelibato, cuestión esta sobre la cual el papado nose había pronunciado definitivamente aún en loconcerniente a los teólogos y otros miembros dela Iglesia secular.

No obstante, el matrimonio era mal visto paratodos aquellos encargados de la enseñanza y, enparticular, de la enseñanza de la religión. Más gra-ve era el hecho de que algunos sacerdotes comer-ciaran, sobre todo para el enriquecimiento de susparroquias, vendiendo indulgencias y perdonan-do pecados mediante dinero. Es decir, que la pu-reza del dogma y de las costumbres estaban lejosde ser totalmente respetados.

Todo cuanto hemos dicho y otras cosas dema-siado complicadas para ser abordadas aquí, de-ben decirse para comprender mejor la historia deAbelardo y Eloísa, historia que ilustra de forma trá-gica uno de los grandes problemas teológicos o filo-sóficos, si se quiere, de la época; pero que al mismotiempo es una de las más bellas historias de amorpara ser contadas.

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Nos inclinamos a creer, sin lugar a dudas, quepor esta última razón el debate teológico que rodeala figura de Abelardo mantiene, luego de casi diezsiglos, la virtud de apasionarnos. Es sobre todo elhecho de que Abelardo y Eloísa, hombre y mujersemejantes a nosotros, continúan despertando elinterés y la simpatía de creyentes o no creyentes, ytambién de los que no se interesan por un debateteológico, superado hace tanto tiempo.

Pedro Abelardo, filósofo y teólogo francés, nacióen Pallet cerca de Nantes en 1079, y murió cercade Chalon-sur-Sâone en 1142. Discípulo de teó-logos entonces famosos como Roscelin Guillaumede Champeaux, y después, de Anselmo de Laon, aquienes bien pronto se opondría, enseñó Teologíay Lógica. Fue canónigo de Notre Dame de París y,además, preceptor de Eloísa, quien nació en Parísen 1101 y falleció en el convento de Paraclet en 1164.

Era Abelardo, según se dice, muy bello, de mira-da penetrante, de una elocuencia que cautivaba asu auditorio, y, en particular, a los jóvenes, siem-pre ávidos de ideas nuevas, que lo seguían conentusiasmo por el camino de una concepción máshumana de la fe. Abelardo decía que si Dios hizoal hombre a su imagen, si lo quiso libre para es-coger entre el bien y el mal, si lo dotó de inteli-gencia y razón, era para que las usara en los lí-mites de la fe. Evidentemente, no era con la razón

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y la inteligencia con la que se alcanzaba la fe, perouna fe ciega carecía de estabilidad, no se sabríanpronunciar las palabras cuyo sentido se descono-cía, solo sabría defenderse lo que se comprendía.

Este punto de vista suscitaba hacia Abelardo laoposición agresiva de sus compañeros, sea por-que lo consideraran peligroso, sea por simple en-vidia, ya que al no tener la belleza ni el talento deAbelardo, veían estos disminuir su autoridad alser abandonados por sus propios discípulos. En-tonces los enemigos de Abelardo aprovecharon lasrelaciones personales de este con Eloísa para lla-marlo “inmoral”. El bello y culto Abelardo estabaenamorado de su joven alumna, también culta ybella. Abelardo había seducido a Eloísa, se ama-ron en secreto y tuvieron un hijo, Astrolabio. Laincógnita de su matrimonio solo era conocida porsus íntimos, y, en particular, por Fulbert, tío y tu-tor de Eloísa; pero los enemigos de Abelardo, ente-rados del matrimonio secreto, lo acusaron de in-moral, y hasta de herético, la acusación más graveque podía ser lanzada entonces contra cualquiera.

Para poner fin a estas acusaciones, los amantesdecidieron separarse, y Eloísa se retiró al conven-to donde había sido educada desde niña. Pero,según algunos historiadores, su tío, creyendo quetodo ello no era más que un pretexto y que, enrealidad, Abelardo buscaba desembarazarse de

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Eloísa, la cual se interponía, como un obstáculopeligroso, en su carrera de teólogo, hizo emascular1

a Abelardo mientras dormía. Ultrajado por la mu-tilación entró en un convento, y los dos espososse consagraron a Dios. Abelardo entró en la aba-día de Saint-Denis, cerca de París; Eloísa, en elmonasterio de Argenteuil. Pero pronto Abelardovolvió a dedicarse con entusiasmo a la enseñanzaen un lugar solitario de Nogent-sur-Seine, segui-do por sus discípulos. En 1136 reapareció en Pa-rís donde continuó sus lecciones en la colina deSanta Genoveva. Cada día más atacado y acusadode herético, su doctrina condenada por los másaltos dignatarios de la Iglesia, debió quemar consus propias manos su último libro. Terminó susdías en la abadía de San Marcel, donde murió el 20de abril de 1142, a la edad de sesenta y tres años.Fue enterrado en el monasterio de Paraclet, fun-dado por él en 1129 y donde Eloísa fue la primeraabadesa. Ella también sería enterrada cerca de él,veintidós años más tarde, en 1164.

Separados físicamente durante largos años, losamantes continuaron escribiéndose, y Abelardo,hasta sus últimos días, continuó siendo el direc-tor de conciencia de Eloísa. Aunque se hayanconservado y publicado mucho tiempo despuéslos escritos teológicos de Abelardo, que todas las1Emascular. Castrar. (Todas las notas son del Editor.)

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historias de la religión y de la filosofía citan y es-tudian, no es ni de su Tratado de la unidad y de latrinidad divina, y de su Dialéctica, ni de su obratitulada Sí y no, de lo que nos queremos ocuparahora, sino de las cartas cruzadas entre Abelardoy Eloísa, admirables por su elevación espiritual ytestimonio de un amor humano que ninguna ad-versidad pudo destruir.

Citaremos algunos pasajes de estas cartas. Enhonor a la verdad, solo las primeras pueden serconsideradas como cartas de amor, y de ellas, lasde Eloísa; las de él fueron las cartas de un religio-so a su hermana de religión.

Todos los autores que han escrito sobre Abelardoy Eloísa y publicado algunas de sus cartas, co-mienzan por una de Abelardo que en realidad nose trata de una carta a Eloísa, sino a un amigo. Enella cuenta en detalles todo el drama de su vida,para consolar a este desdichado amigo. En estalarga confesión y luego de haber contado todas laspolémicas que su pensamiento había suscitado yla persecución que había sufrido, añade:

La persecución acrecentó mi fama. Por ello re-gresé a París a ocupar la silla que me había sidodestinada desde hacía tiempo y de la cual habíasido expulsado… El prestigio de mis dos cursosmultiplicó el número de mis alumnos… Estos memiraban como al único filósofo sobre la tierra,que no tenía ya nada que temer en el futuro.

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Comencé entonces a aflojar la brida de mis pa-siones, yo que, hasta el presente, siempre habíavivido en la mayor de las continencias. Siempretuve horror al impuro comercio con las cortesa-nas; el trabajo asiduo exigido por la preparaciónde mis cursos me impedían frecuentar las mu-jeres nobles y apenas si tenía comunicación conlas de la burguesía. La fortuna me rondaba, comose dice, para traicionarme mejor, y encontró unaocasión favorable para hacerme caer. El orgu-lloso que desconocía las bondades de la graciapor su humillación fue devuelto al amor de Dios.

En París vivía una muchacha llamada Eloísa, so-brina de un canónigo nombrado Fulbert, que leprofesaba la mayor de las ternuras y que no des-cuidaba ningún aspecto de su educación. Físi-camente no estaba mal. Por la extensión de susaber llamaba la atención, cualidad tan raraentre las mujeres que le daba una fama consi-derable en todo el reino. Al verla adornada portodos los encantos que atraían a los enamora-dos, pensé entonces establecer comunicación conella y creí que nada me sería más fácil. Tenía yopor aquel entonces tal reputación sobre los otros,ayudado por la gracia de la juventud y de la be-lleza, que me hacía pensar en la imposibilidadde una negativa por parte de cualquier mujerque yo honrara con mi amor. Estaba persuadidode que la joven accedería a mis deseos, ya queera muy instruida y amaba los estudios. Aun

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separados, podríamos reunirnos mediante el in-tercambio de cartas: la pluma es más osada quela palabra, y así se perpetuaría nuestra pláticadeliciosa.

Inflamado de pasión por esta joven, buscaba laoportunidad de iniciar con ella un trato íntimo ydiario que la familiarizara conmigo y la hicieraacceder más fácilmente. Para lograrlo, entré encontacto con su tío por intermedio de algunosde sus amigos; ellos lo comprometieron a alo-jarme en su casa, que estaba próxima a mi es-cuela, mediante una pensión que él mismo fija-ría. Yo alegaba, para tal solicitud, que el cuidadode una casa obstaculizaría mis estudios, y quesignificaba para mí gastos muy pesados.

Fulbert era muy avaro y buscaba facilitar a susobrina el progreso en las letras. Halagando es-tas pasiones, obtuve fácilmente su consentimien-to que me permitió arribar a mis propósitos, puesél amaba el dinero y pensaba que su sobrina seaprovecharía de mis conocimientos.

Me asediaba con vivas solicitudes respecto a laeducación de Eloísa. Respondiendo a mis anhe-los más allá de lo esperado, me la confió entera-mente, me invitó a consagrar a su instruccióntodos los instantes que me dejara libre la escue-la, tanto de noche como de día, y a que cuando laencontrara en falta, no temiere castigarla. Me ad-miraba su ingenuidad y a duras penas lograba

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ocultar mi sorpresa: ¿confiar así una tiernaovejita a un afamado lobo?

Ello no era otra cosa que ofrecer licencia a misdeseos, y darme aun contra mi voluntad la oca-sión de triunfar sobre ella mediante amenazas ogolpes si las caricias resultaban imposibles.

En resumidas cuentas, primero nos reunió elmismo techo, y luego, el corazón. Con el pretex-to de estudiar, nos dedicábamos al amor. Laslecciones ofrecían el refugio que el amor desea-ba. Los libros estaban abiertos, pero en elloshabía más palabras de amor que lecciones defilosofía, más besos que explicaciones; mis ma-nos volvían más a menudo a su seno que a loslibros. El amor se reflejaba en nuestros ojos mása menudo que la lectura que hacíamos de los tex-tos. Para evitar sospechas a veces la golpeaba, peroeran golpes dados por el amor y no por la cólera,por la ternura y no por el odio, y más suaves quetodos los bálsamos. ¿Qué más podía pedirse…?

A medida que la pasión del placer me invadía,me ocupaba menos de la filosofía y de los debe-res de mi escuela…

Nos sucedió entonces lo mismo que la mitologíacuenta de Marte y de Venus cuando fueron sor-prendidos. Al poco tiempo, Eloísa sintió que ibaa ser madre…

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Una noche, durante la ausencia de Fulbert, ycomo habíamos convenido, la saqué furtivamen-te de casa de su tío llevándomela a Bretaña, acasa de mi hermana, donde permaneció hasta elnacimiento de un hijo, al que nombró Astrolabio.

A mi regreso, Fulbert estaba como loco…

Compadecido por los excesos de su dolor y acu-sándome por el robo que mi amor le había pro-ducido como de la peor de las traiciones, fui a suencuentro; le supliqué y le prometí todas las re-paraciones que él exigiera… Y, para apaciguar-lo, le ofrecí una satisfacción que sobrepasaba todasu esperanza: le propuse desposarme con lamujer que había seducido, con la única condi-ción de que nuestro matrimonio fuera manteni-do en secreto, para que no perjudicara mi repu-tación. Él consintió, me dio su palabra y la desus amigos y selló con besos la reconciliaciónsolicitada. Pero todo no era más que para trai-cionarme.

Enseguida fui a Bretaña para traer a mi amaday hacerla mi esposa; pero ella no aprobó mi deci-sión, por dos razones: el peligro y el deshonor alos cuales me exponía. Me juraba que su tío noaceptaría ninguna reparación: la vida lo probó, yargumentaba la poca gloria que podría haber enun matrimonio que arruinaría todo y nos degra-daría a ambos y cuál expiación no estaría en elderecho de exigirle al mundo si ella robaba tan

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brillante partido, cuántas maldiciones no atraeríasobre su cabeza, cuánto perjuicio no acarrearía es-te matrimonio a la Iglesia, cuántas lágrimas nocostaría ello a la filosofía, cuántos inconvenien-tes no habría al contemplar a un hombre a quienla vida había creado para el mundo entero, ser-vir a una sola mujer, doblado bajo infamanteyugo. Ella rechazó con violencia este matrimo-nio, como una vergüenza y una carga para mí,porque representaba a un tiempo el envilecimientoy las dificultades de la vida conyugal… Decía ellaque al menos debía yo consultar a los filósofos ytomar en consideración lo que ellos u otros ha-bían escrito sobre esta materia.

Al hablarme argumentaba cuánto me perjudica-ría su retorno a París, y cómo el título de amantesería más honroso para mí, y para ella, más que-rido; para ella que solo aspiraba a conservarmepor la fuerza de la ternura y no por las cadenasdel lazo conyugal. Por otro lado, nuestras separa-ciones momentáneas nos traerían reencuentrosmenos frecuentes, pero más agradables. Al verque todos sus esfuerzos para persuadirme y ha-cerme cambiar de idea tropezaban con mi locu-ra, terminó por suspirar y llorar: Es cuanto nosqueda por hacer —dijo— para perdernos y pre-pararnos una pena igual a nuestro amor. El mun-do entero lo ha reconocido, el don profético estavez no ha faltado…

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Esta larga confesión, por demás admirable, y don-de las virtudes cristianas por excelencia: la resig-nación y la humildad están demasiado olvidadas,llegó por azar a manos de Eloísa. Su lectura diolugar a una extensa carta, que sí merece ser rese-ñada como una carta de amor de Eloísa:

A mi señor, o mejor a su padre, a su esposo, omás bien a su hermano; de su sirvienta, o mejorsu hija, su esposa o hermana; a Abelardo, deEloísa.

La carta que has enviado para consolar a unamigo, mi bien amado, el azar la ha traído hastamí. Enseguida la reconocí como tuya y comencéa leerla con un ardor igual a mi ternura por quienla había escrito. Ya que he perdido tu persona,al menos tus palabras me han devuelto tu ima-gen. Recuerdo que toda la carta, o casi toda, es-taba llena de amargura; contaba la lamentablehistoria de nuestra conversación y sus desgra-cias perpetuas, oh, mi único bien…

Nadie en mi opinión, podrá leer u oír este relatosin derramar lágrimas; revivió mi dolor pintan-do cada detalle con exactitud; lo aumentó mos-trando los peligros siempre crecientes a los cua-les te encuentras expuesto…

Sabes, mi bien amado, y todo el mundo conoce,que al perderte lo he perdido todo.

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La indigna y pública traición que por un mons-truoso golpe te alejó de mí, me arrancó a mí mis-ma. Mucho más que tu pérdida, me causa dolorla forma en que te he perdido. Cuanto se acre-cienta mi pena, mayor debía ser mi consuelo.No espero a nadie más que a ti, fuente de todosmis males, para consolarme. Solo tú puedes dar-me tristeza y solo tú puedes traerme la alegríao el alivio. Eres el único para quien ello debíaser deber ineludible. Todas tus voluntades lashe cumplido dócilmente. Antes de contrariartetuve el valor de perderme, y he hecho más: ¡algosorprendente!, mi amor se ha transformado endelirio, sin la esperanza de recuperarlo nunca,sacrificado al solo objeto de tus deseos. Sobre tuorden, dada, como si se tratase de un juego, acep-té otros hábitos y otro corazón. Te he demostra-do así que eres el único dueño de mi corazón yde mi cuerpo. Jamás —Dios lo sabe— busquéotra cosa que a ti en ti mismo; te quería solo ati, no tus bienes. Nunca pensé en mis placeresni en mis deseos, solo en los tuyos. Bien losabes. El título de esposa ha sido juzgado elmás sagrado y fuerte; sin embargo, es el deamante el que siempre me ha sido más dulce,y, si no te choca, el de concubina. Pensé quemientras más humilde fuera contigo, mayorsería tu reconocimiento y menos enturbiaríatu glorioso destino…

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Dime solamente, si puedes, por qué, después denuestra común entrada en religión, que tú solohas decidido, me encuentro tan abandonada, tanolvidada, que no tengo el estímulo de tu palabray de tu presencia; ni, en tu ausencia, el consuelode una carta. Dímelo, si puedes, o seré yo quiendiga lo que pienso, y lo que, por otra parte, todoel mundo sospecha. Fue la concupiscencia másque la ternura lo que te atrajo hacia mí; el ardorde los sentidos, más que el amor. Una vez apa-gado tus deseos, todas las manifestaciones de lapasión han desaparecido. Esta suposición, mibien amado, no es tanto la mía como la de todos;no es un temor personal, sino una opinión ex-tendida; no un sentimiento particular, sino elpensamiento de todo el mundo. Pido a Dios queeste parecer sea solo mío, y que tu amor encuen-tre defensores cuyos argumentos puedan miti-gar mi dolor. Tu humilde servidora pide a Diospoder imaginar razones justificadoras.

Te suplico que consideres lo que te pido, es tanpoca cosa y tan fácil. Estoy privada de tu presen-cia, ofréceme, al menos, con tus escritos —unacarta te sería bien fácil— la dulzura de tu imagen.¿Cómo podría encontrar generosidad en tus ac-tos, cuando eres avaro con las palabras…?

Una vez más, te suplico; piensa en lo que medebes, considera lo que te pido. Termino esta lar-ga carta con una palabra: Adiós, mi todo.

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Abelardo responde recordándole que, desde esemomento en adelante, ella y él son servidores deJesús. Así se dirige a ella:

A la esposa de Jesucristo, del servidor del mis-mo Jesucristo…

¡Qué feliz cambio en tu matrimonio! Ayer, la es-posa del más miserable de los hombres, ha subi-do hoy al lecho del más grande de los reyes y esteinsigne honor te sitúa no solo por encima de tuprimer esposo sino de todos los servidores de esterey. No te sorprendas, pues, si me encomiendoparticularmente vivo o muerto a tus plegarias…

Me resta aún hablarte de esta antigua y eternaqueja que tú diriges a Dios, sobre las circuns-tancias de nuestra conversión, que deberías glo-rificar y no recriminar. Dices que, ante todo, sue-ñas con complacerme. Si quieres poner fin a misuplicio, no digo si quieres complacerme, recha-za estos sentimientos. Así, no podrás elevarteconmigo a la beatitud eterna. ¿Me dejarías ir sinti, tú, que te declaras presta a seguirme hastalos infiernos?

A partir de este momento el tono cambia. Eloísano se consuela con las cartas de Abelardo, perocalla su dolor y rebeldía. Las cartas entre ambosserán de consulta y dirección.

En la Crónica de Tours, escrita algunos años des-pués de la muerte de Eloísa, podemos conocer eldestino de ambos.

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En esta época, la de los últimos años de vida deAbelardo, en presencia del rey Luis VII, fue convo-cada una asamblea de obispos y abates en Sens.Este concilio se hallaba reunido contra el maestroPedro Abelardo, quien perturbaba a la Iglesia porla novedad profana de sus palabras y por la inter-pretación que hacía de los dogmas eclesiásticos.

Fue interrogado, pero desconfiando de la justi-cia de sus jueces, apeló a la Santa Sede y se retiróa Chalons, en el monasterio de San Marcelo, don-de pronto murió.

Él había construido, en el territorio de Troyes,en medio de una planicie donde tenía por costum-bre ofrecer sus lecciones, una ermita llamadaParaclet. Allí reunió un gran número de religio-sas, y puso al frente de ellas, en calidad de aba-desa, a su antigua esposa, una mujer joven muyerudita en letras latinas y hebraicas. Ella fue ver-daderamente su amiga, pues después de su muer-te conservó, en medio de los rezos, la fidelidad aljuramento, e hizo transportar su cuerpo a esteconvento, y grabar sobre su tumba el siguienteepitafio:

Un nombre basta para gloria

de esta tumba.

Aquí yace Pedro Abelardo.

Solo él supo cuanto era posible saber.

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Se cuenta que al momento de morir, ella ordenóque su cuerpo fuera depositado en la tumba de sumarido. Su voluntad fue ejecutada, y cuando fuellevada a la tumba recién abierta, Abelardo —muer-to mucho antes—, extendió los brazos para recibir-la, y los cerró en un abrazo.1

1En 1817 ambos cuerpos fueron trasladados a una tumbacomún en el cementerio de Père Lachaise, en París.

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