abel mateo - la posada del ojo de dios

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Abel Mateo La posada del ojo de Dios Cuentos de Crimen y Misterio, Selección de Juan Jacobo Bajarlía, Editorial Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968. Personajes Henri-Désiré Landrú: Misterioso donjuán inexplicable asesi- no de múltiples amantes. William Burke: Zapatero. Asesino especialista en mujeres perdidas. Helen Mac Dougal: Su conyugal ninfa Egeria, un tiempo mo- za del partido. William Hare: Socio de la firma “Burke & Hare”, proveedores de cadáveres. Maggie Laird :Su agria y áspera mujer, un tiempo patrona de pensión. George Joseph Smith :Maniático de la poligamia y, casi por consiguiente, asesino de mujeres. Edith Pegler: Su esposa favorita, que disfruta con el los rédi- tos de origen uxoricida. Thomas Neill Cream: Médico proteico, aunque bizco, enve- nenador de busconas y extorsionista de inocentes. Laura Sabattini : Su novia y secretaria, algo tonta. Earle Nelson: Depravado ytransformista estrangulador de pa- tronas de pensión. Frederick Bailey Deeming: Matrimonista contumaz y alocado asesino de sus mujeres e hijos. Peter Kuerten: Vampiro, asesino e incendiario; cochero de la posada. Frau Kuerten: Su mujer; licenciada de presidio; camarera de la posada. Anatole Deibler: El bondadoso posadero; vendedor de perfu- mes, enamorado de las rosas y verdugo. Sherloc Holmes: El detective por antonomasia. El doctor Watson: Su puntual, ingenuo y devoto cronista. Saturio Abbat: Que narra la sorprendente historia. Por supuesto, cualesquiera semejanzas con personas o situaciones de la vida real no sólo deberán considerarse absolutamente deliberadas, sino que cada una de ellas será un argumento en favor de la fidelidad histórica del narrador. I Metacronia. Era un extraño aquel ir y llegar a Metacronia. Un torbellino de trenes rodando vertiginosamente entre calles misteriosas de casas cerradas y

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Cuento policial de Abel Mateo, incluido en la segunda parte de la antología realizada por Borges, Ocampo y Bioy Casares.

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Page 1: Abel Mateo - La Posada Del Ojo de Dios

Abel Mateo

La posada del ojo de Dios

Cuentos de Crimen y Misterio, Selección de Juan Jacobo Bajarlía, Editorial Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968.

Personajes Henri-Désiré Landrú: Misterioso donjuán inexplicable asesi-

no de múltiples amantes. William Burke: Zapatero. Asesino especialista en mujeres

perdidas. Helen Mac Dougal: Su conyugal ninfa Egeria, un tiempo mo-

za del partido. William Hare: Socio de la firma “Burke & Hare”, proveedores

de cadáveres. Maggie Laird :Su agria y áspera mujer, un tiempo patrona de

pensión. George Joseph Smith :Maniático de la poligamia y, casi por

consiguiente, asesino de mujeres. Edith Pegler: Su esposa favorita, que disfruta con el los rédi-

tos de origen uxoricida. Thomas Neill Cream: Médico proteico, aunque bizco, enve-

nenador de busconas y extorsionista de inocentes. Laura Sabattini : Su novia y secretaria, algo tonta. Earle Nelson: Depravado ytransformista estrangulador de pa-

tronas de pensión. Frederick Bailey Deeming: Matrimonista contumaz y alocado

asesino de sus mujeres e hijos. Peter Kuerten: Vampiro, asesino e incendiario; cochero de la

posada. Frau Kuerten: Su mujer; licenciada de presidio; camarera de

la posada. Anatole Deibler: El bondadoso posadero; vendedor de perfu-

mes, enamorado de las rosas y verdugo. Sherloc Holmes : El detective por antonomasia. El doctor Watson: Su puntual, ingenuo y devoto cronista. Saturio Abbat: Que narra la sorprendente historia.

Por supuesto, cualesquiera semejanzas con personas o situaciones de la vida real no sólo deberán considerarse absolutamente deliberadas, sino que cada una de ellas será un argumento en favor de la fidelidad histórica del narrador.

I

Metacronia.

Era un extraño aquel ir y llegar a Metacronia. Un torbellino de trenes rodando vertiginosamente entre calles misteriosas de casas cerradas y

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celosías vigilantes. Un cruzarse con caras extrañas amarillas y mora-das, ora amenazantes, ora expectantes... Era como precipitarse en un loco viaje sin fin por un enorme y acechante círculo vicioso, por los viejos barrios bajos muertos de muchos puertos orientales, con ojos de buey oblicuos y puertas entornadas como párpados caídos. Era como tratar de huir de una trampa movediza tendida y extendida a lo largo y lo caído de todos los viejos barrios bajos muertos de los puertos occi-dentales, con ojos vidriosos de carnero y puertas de vidrios de colores como mujeres teñidas de vicio fatigado. Era un meterse y colarse y evadirse y aterrarse; era un correr desenfrenado pensando a la carrera, deteniéndose en cada casa y cada ocasión, en cada cara y cada confi-dencia. Era un demente estarse quieto en movimiento; un moverse febrilmente en soledosa quietud poblada de extraños. Era lo incom-prensible: una evidente realidad cansada de rodar en los relojes y mar-chitarse en los almanaques.

Metacronia.

Era una comarca extraña y, sin embargo, esperada; sorprendente, pero supuesta; irrefutable y, no obstante, increíble. Por la ciudad podía uno circular con esa tranquilidad espantada con que se circula por las páginas de un periódico. Todas las catástrofes acechaban a la vuelta de todas las esquinas; todos los horrores parecían suspendidos de aquel espeso techo de nubes, hostil y omnipresente gris como el plomo homicida y el acero afilado, áspero como la soga patibularia, acolcha-do como el inesperado almohadón ahogador, total e implacable como la turbia ceniza disolvente de una prostituta retratada al desnudo; todas las miserias parecían brotar de la pobre tierra quemada por los infini-tos pasos de infinitas personas ambiciosas de riqueza y poder, de honores y vanidades, de placeres y privilegios.

Metacronia.

Era una ciudad bulliciosa y perdida. Era una ciudad silenciosa y nar-cotizada. Todos los pecados y todos los desórdenes nacían y crecían entre sus calles, dentro de sus casas, fuera de toda medida. Era una ciudad dormida y era una ciudad en vigilia perpetua. Era una ciudad enloquecida e inerte. Era una ciudad que soñaba; una ciudad donde sus habitantes —mejor dicho: estantes— soñaban que soñaban bien despiertos. Era una ciudad que había entregado su aire y su sol a cam-bio de la cerrada precaución del encuentro clandestino y la sombra cómplice del delito concienzudo.

Metacronia.

Era una alta ciudad que dominaba la campiña marchita por tanta som-bra de cemento bárbaro, áspero y gris. Era fría como si el hielo presi-diera el clima indiferente. Era glacial porque los hombres no se habla-ban, sino que murmuraban. Era gélida porque las mujeres renegaban de la maternidad como de un castigo desproporcionado a tan simple descuido. Era una ciudad que vivía ese momento álgido que es la tem-peratura del sepulcro, el viento helado de la traición, el odio y la ale-vosía. Era una ciudad muerta.

Metacronia.

Una ciudad muerta que vivía su muerte. Una ciudad donde sonaban los ecos de todos los idiomas y todos los dialectos que pudo producir

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la Torre de Babel en los casi seis mil años-biblia que lleva de vigencia fraccionista y dispersista. Una ciudad poderosa y rica, con industrias florecientes y bolsas y bancos y lonjas como colmenas zumbadoras, laboriosas y escrupulosamente impersonales: grises y exprimidoras, estériles e insectificadas, despiadadas y eficaces, automatistas y asesi-nas. Una ciudad de prósperos y pintorescos mercados coloridos prófu-gos de algún prospecto de propaganda turística, con la salmodia de los pregones repetidos y la vida y la muerte de las cálidas aglomeraciones abigarradas, con la puja y el fraude, la prisa y el sosiego.

Metacronia.

Una ciudad que estaba más allá de la historia y del comercio, de la guerra y la geografía. Era una ciudad crepuscular en permanente pes-quisa de la otra cara de la luna; como la luna, inhospitalaria y fría, sepulcral y pálida como la musa romántica de la tisis fornicaria. Una ciudad en que parecían reunidas todas las pestilencias y casi todas las expectaciones.

Metacronia.

Una ciudad perdida que todavía no había perdido ese último punto decisivo y definitivo, donde todo se mezcla, desfila y se resuelve. Una ciudad lóbrega donde todas las sordideces cosmopolitas del afán y la ventaja, la corrupción y la ponzoña, parecían hallar su adecuada situa-ción; pero una ciudad sobre la que apuntaba un rayo de luz. Un rayo de justicia y de esperanza: el doble rayo inefable del Ojo de Dios.

Metacronia.

II

Me llamo Saturio Abbat.

En una de las montañas que sostenían a la ciudad empinada sobre la tierra estaba aquella posada sombría y misteriosa que llamaban "la Posada del Ojo de Dios"... Yo había oído hablar mucho de ella, pero no había conseguido imaginarla. Me la figuré primero como una hos-tería antigua, de esas que basan su prestigio y su reclamo en la homo-logación de alguna conseja de muerte y aparecidos... Luego pensé en ella como en la escenografía de un cuento terrorífico de esos en que el posadero asesina a sus huéspedes pecadores para proveer de almas a Satanás… Después...

En realidad, no recuerdo cómo me encontré frente a aquel coche tirado por aquel caballo pálido y macilento. No lo había oído y casi estaría dispuesto a jurar que surgió ante mí cuando bajé a la calzada en la bocacalle, en el preciso momento en que se apagaban las luces. Enton-ces se encendió de repente aquel farol a mi lado, el farol del coche inesperado, y sonó aquella voz siniestra como el alevoso aleteo de un vampiro...

—A la posada...

Del sobresalto pasé a la curiosidad.

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—¿Qué posada?...

—La posada del Ojo de Dios.

—¡La posada del Ojo de Dios!... He oído hablar de ella...

El cochero me clavó aquellos extrañísimos ojos colorados que parec-ían reflejar un incendio y contestó agresivamente, casi sin despegar los labios finos y morados:

—¡Está oyendo hablar de ella!

El coche se lanzó en una carrera desenfrenada camino arriba. No sé por qué subí. No sé por qué sentí aquella horrible necesidad imposter-gable de conocer la posada del Ojo de Dios.

El cochero iba mudo y tieso, con el sombrero calado hasta las cejas y el látigo como volando sobre la cabeza del caballo de cascos sonoros y agoreros como las campanas del entierro.

Sin embargo, era una posada como todas las posadas. Con el aire pro-visional de todas las posadas; ese aire de pausa entre una vida y otra que tienen todas las posadas. Con ese espontáneo aire cosmopolita que tienen las posadas; ese aire que aspira a sumar todos los aires para que cada viajero tenga la sensación de respirar el suyo; ese aire ubicuo de la trashumancia que envuelve a las nubes que señorean muchos sue-los…

El posadero era un simpático viejecito de aspecto piadoso, que me recibió con exquisita cortesía y me acompañó hasta una habitación de estilo extrañamente judicial. Era una alcoba, sin duda, pero una alcoba que se parecía locamente a una sala de audiencias. Me senté en la cama y me arrebató la sensación de estar sentado en el banco de los testigos de una inexplicable pero evidente encuesta criminal.

—Aquí estará usted como en su casa —me dijo el posadero con la habitual frase sacramental del oficio—. En seguida subirá frau Kuer-ten a hacerle la cama…

—¿Frau Kuerten?...—repetí mecánicamente.

—Sí, señor. Es la camarera… La mujer de Peter.

—¿Peter?...

—Sí, señor, El cochero.

III

Me llamo Saturio Abbat.

Durante la cena pude estudiar cómodamente a los huéspedes de la posada. Supe que eran trece sin necesidad de contarlos. Sabía que tenían que ser trece. Miré instintivamente hacia la chimenea, seguro de ver un gato negro durmiendo cabe el guardafuego...

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Los huéspedes se conducían un poco extrañamente, pues, salvo dos, daban la sensación de tener gravísimas preocupaciones y eludían es-crupulosamente las miradas solícitas de monsieur Deibler, el posade-ro.

Eran nueve hombres y cuatro mujeres. Vestían de muy diversa manera y era evidente que pertenecían a ambientes muy distintos; por educa-ción y por época…

El que primero atrajo mi atención fue un hombrecillo elocuente y va-nidoso, poseur y desdeñoso, con anteojos de oro y larga barba negra con reflejos azules…

Era calvo y tenía la voz atiplada. Parecía un prestamista empeñado en pasar por profesor. Se llama Henri-Désiré Landrú y miraba vorazmen-te a las mujeres.

William Burke era rechoncho y cabezón, muy feo y rústico, con bra-zos de gorila proletario, y estaba sentado al lado de Helen Mac Dou-gal, su mujer, bastante desvergonzada, al parecer. Frente a ellos esta-ban William Hare y Maggie Laird… Él, muy alto y delgado, de rostro ascético —en esto se parecía a Landrú— y pretensiones intelectuales; ella, rezongona y autoritaria como una bastarda Jantipa, tenía la boca ávida y la mirada rapaz. Sin duda, ambos matrimonios tenían negocios comunes, pues discutían acaloradamente con mucho interés y poco entendimiento.

Había dos parejas más… George Joseph Smith tenía tipo de cazador de fortunas a cualquier precio, pero estaba perdidamente enamorado de su mujer, Edith Pegler (la segunda en orden cronológico). El doctor Thomas Neill Cream era bizco y se pasó la comida dictándole cartas a su novia, Laura Sabattini, crédula hasta la tontería fanática.

Earle Nelson, de expresión depravada y manos enormes, se levantó dos veces a cambiarse de ropa, y se arrancaba nerviosamente los pelos de las cejas mientras miraba a las cuatro mujeres con intensidad anexionista. En un momento dado se echó una copa de agua en la cabeza y lanzó un alarido... Nadie le llevó el apunte.

Además de Landrú y Nelson, había otro hombre que se comía con los ojos a las cuatro mujeres presentes —sin desdeñar a frau Kuerten, que servía la mesa—; un hombre que tenía cara de loco y que se ponía frenético si no le alcanzaban el salero antes de que se lo pidiera. Se llamaba Frederick Bailey Deeming y consultaba infinitos mapas.

Por el espejo pude ver que Peter Kuerten también miraba extrañamen-te a aquellas mujeres... Helen Mac Dougal, Maggie Laird, Edith Pe-gler y Laura Sabattini… Cuatro mujeres entre nueve hombres —sin desdeñar a Kuerten— que, salvo dos, daban la sensación de tener gravísimas preocupaciones... Salvo dos, por cierto.

Así como aquellos siete hombres de conciencia culpada evitaban cui-dadosamente las solícitas miradas de Anatole Deibler, el bondadoso posadero, los otros dos parecían buscar las de todos...

Uno de ellos era alto y enjuto, de nariz aguileña y frente despejada, mirada penetrante y viva y maneras lánguidas... Tenía manos finas y nerviosas, y un tic infidente le arrugaba la nariz. Era detective privado;

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el más célebre del mundo, el detective por antonomasia. Era Sherlock Holmes. Lo reconocí en seguida.

Su compañero era, por sabido, el doctor Watson. Su puntual, devoto y aprensivo cronista. El ingenuo y afectuoso doctor Watson, siempre dispuesto a obedecer y siempre pretendiendo someter a Holmes a su tiranía profesional. El sumiso doctor Watson, satélite holmesiano; camarada, amigo, admirador.

La presencia de Sherlock Holmes en aquella posada no se debía, sin duda, a ninguna casualidad. Era obvio que estaba investigando un caso...

—¡Cuál?

Lo vi estudiando las expresiones, los modales y las palabras de los siete hombres y las cuatro mujeres, del cochero y la camarera, del posadero... Y de pronto comprendí que aquellos siete hombres eran muchos más de siete. Que el amable posadero francés era, también, un hombre plural. Allí, en la posada del Ojo de Dios, éramos muchos más de los que estábamos, ciertamente.

Nunca he estado loco ni aspiro a estarlo. Me gustan las historias y me gusta narrarlas. Estoy de acuerdo con eso —¿no es de Croce?— de que "toda historia es historia contemporánea", y sostengo que también es verdad respecto de las historias... No soy historiador, desde luego, y me conformo con pasar por historista, que tiene mucho menos com-promiso, porque las historias se pueden contar sin andar con cuentos, en tanto que, al parecer, no se puede contar la historia sin hacer el cuento... Será cuestión de matices, pero son precisamente los matices los que tienen importancia. Será un juego de palabras, pero en esto del contar y el escribir son precisamente las palabras las que juegan.

Sherlock Holmes estaba en la posada del Ojo de Dios, porque todos aquellos hombres y mujeres le interesaban profesionalmente. Es ver-dad que el doctor Watson no publicó jamás este caso en sus fieles crónicas de Sherlock Holmes, y ya comprenderás por qué... Porque el modesto y habitualmente boquiabierto médico derrotó completamente, en la memorable ocasión, al famoso y genial detective (que no logró recuperarse nunca del terrible shock y debió ser internado en la cámara de los lores, con nombre supuesto, naturalmente, gracias a los diligen-tes oficios del entonces primer ministro de la Corona).

Su primer error —debemos admitirlo— fue contar a William Hare en lugar de Peter Kuerten, quizá movido por inmoderado nacionalismo intransigente.

IV

Me llamo Saturio Abbat.

Después de comer coincidí con Holmes en un rincón, cabe la chime-nea, y el doctor Watson —que ya me había dado la bienvenida, impul-sado por su invencible curiosidad feminoide— se apresuró a presen-tarnos.

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El gran detective me recibió con fría deferencia y, mientras encendía su pipa curva —que apestaba a tabaco barato—, me dijo:

—Creo que llega usted a tiempo para intervenir en un asunto intere-santísimo. No sé si alcanzará a disipar el hastío que me abruma, pero, por lo menos, me permite pensar...

Watson terció en seguida:

—Te conviene descansar, Holmes. Hemos venido aquí a pasar unos días de reposo, fuera del mundo...

—¿Unos días? —le interrumpió el detective con irónica sonrisa—. ¡Para mí son años y años!...

Y yo comprendí que Holmes no estaba exagerando; que decía una verdad literal, extrañamente adecuada. Tumbado en aquel diván, el hombre parecía la imagen del aburrimiento y la fatiga.

Los siete hombres y las cuatro mujeres tomaban el café por grupos, entre los que circulaban, silenciosos y hostiles, Peter Kuerten y su mujer. Holmes detuvo su mirada de águila en esta última:

—Ahí tiene usted a esa mujer —pronunció más bien secamente—. Casada con ese hombre repulsivo, porque quizá fue el único que le tendió la mano cuando la pusieron en libertad...

Lo contemplé con interés.

—¿Sabe usted que ha estado en la cárcel?...

—No podría negarlo. Alrededor de cinco años, quizá. Por tentativa de asesinato de un amante que no cumplió su promesa...

—¿Ha hablado usted con ella?...

—No más que usted, amigo mío. Pero es obvio. Tiene todo el aire rutinario y vencido de la mujer que ha conocido los rigores de la pri-sión, y mira a los hombres con el asqueado desprecio de la mujer que ha sido engañada y humillada...

Me quedé de una pieza.

—¿Cómo sabe usted que fueron cinco años?... —atiné a preguntar.

—Y uno de ellos bisiesto —afirmó Watson, orgullosísimo.

—No fue más que tentativa de homicidio —explicó Holmes con bien aprendida languidez— y la infeliz tenía atenuantes indudables...

El entusiasmo de Watson se manifestó en su generosidad con el bran-dy, aunque no muy conscientemente.

—Kuerten es un alemán cruel y vicioso —prosiguió Holmes, boste-zando—. Herencia alcohólica, por cierto. Fíjese usted en ese rictus que le tuerce la boca cuando mira a las mujeres... Además, es un ase-sino. ¡Mírele las manos!...

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En aquel momento llegué a una conclusión francamente maravillosa. Kuerten era un asesino, por supuesto. No lo dudé un instante. Y todos los demás también eran asesinos. En la posada del Ojo de Dios todos los huéspedes, salvo dos, eran asesinos...

Holmes tenía los ojos clavados en mí.

—Lo ha descubierto usted, ¿verdad? —indagó—. Ese es el problema que me reconcilia con la vida... ¡Si a esto puede llamársele vida!... Todos ellos son asesinos.

Watson dio un respingo como si estuviera en el libreto.

—¡Vamos!... —exclamó.

—Sin duda —confirmó el detective acariciándose la enérgica barbilla con sus manos quemadas de ácidos—. Y quisiera saber qué hacen aquí.

—Estarán de paso —aventuró el médico, mirando aprensivamente en derredor—. ¿Tú crees que integran una banda?...

—No. Tienen intereses distintos. Lo que me extraña es que estén pre-cisamente aquí, cuando es evidente que el posadero es el verdugo de la ciudad.

Aquello parecía excesivo. Pero no lo era. Lo admití instantáneamente. Tal vez el bondadoso anciano tenía cara de verdugo. Quizá sus ojos azules estaban cargados de amaneceres patibularios, y era eso lo que le daba su aire piadoso. Eso y el hecho probado de que iba a misa todas las mañanas.

El doctor Watson resopló vigorosamente.

—¡Diablos, Holmes!... Deibler es vendedor de perfumes en la ciu-dad...

—Y algo más, Watson. Te asombraría saber todas las cosas que es nuestro querido monsieur Deibler...

—Ya lo sé —repuso el otro con afectación—. Cultiva rosas en su jardín...

—Rosas blancas y rojas —Convino el detective—. Y personalidades que le permitan escapar de las glaciales madrugadas en que hace los honores de la casa en "la Abadía de Sube-sin-gana"... —agregó cíni-camente—. ¿Has visto el tranquilizador aspecto de médico de la fami-lia que asume en cuanto se pone el sombrero y empuña su maletín?...

La expresión del mago de Baker Street era francamente perversa.

—iDiablos, Holmes!...

—Sin embargo, hay en él una contradicción que me preocupa...

Encendí un cigarrillo esperando que se explicara.

—¿Por qué habrá elegido ese alias que empieza con ge?...

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Watson volvió a servir brandy y me echó una mirada en la que me decía:

“¿No le dije a usted que es portentoso?..."

Holmes sonrió con melancólica satisfacción y le dio una vigorosa chupada a su pipa.

—Esto de los alias es otro de los problemas que me apasionan en este caso —declaró entre una humareda de pestilente shag—. ¿Será ése el nexo que los une a todos?...

—Se volvió a mí — ¿Ha observado usted que nuestro amigo Deibler tiene varios juegos de tarjetas comerciales?... Dupont, Dubois, Du-rand, Duval...Siempre mantiene su verdadera inicial, pero ha hecho una excepción con Gérard... ¿Por qué?

Quise parecer humorista y dije: Será porque es la inicial de guilloti-na...

Me miró con respeto inesperado.

—Me complace oírselo decir, siñour Abbat...—Y agregó—: En eso mismo estaba yo pensando. Es elemental, Watson; ¿no te parece?

El complaciente médico sonrió mecánicamente.

—He ahí una razón que desafía a mi capacidad de análisis —prosiguió el detective con la mirada brillante—. Una extraña reunión de asesinos en la posada del verdugo…

—Tal vez los haya invitado él... —arriesgué.

—El verdugo espera siempre a los asesinos, pero no es él quien los cita —sentenció Holmes.

Watson lo contempló con arrobada admiración.

—Estoy seguro de que se te ha ocurrido alguna idea notable —le dijo luego—. ¿Otra copita de brandy?... —me sugirió, como tratando de asociarme a su maravillada expectación.

Sherlock Holmes trató de afectar indiferencia, pero no consiguió disi-mular del todo el saboreado halago. Lanzó una espesa bocanada insec-ticida y se incorporó en el sofá.

—Observemos —expresó señalando con la pipa al desprevenido gru-po de asesinos, todos ellos indiferentes a nuestra lejana conversa-ción—. Se trata de ocho asesinos: siete huéspedes y el cochero de la posada. Los ha traído el cochero...

—También a mí —interrumpí.

—Como al doctor Watson y a mí —respondió Holmes—, pero noso-tros somos huéspedes inesperados. En cambio, los siete se citaron aquí, y no hay duda de que Kuerten fue el enlace entre todos ellos...

—¿Por encargo de Deibler?...

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—No. Por encargo de ellos mismos. Esos siete hombres constituyen una banda peligrosísima y se valen de Kuerten para trasmitirse sus mensajes. Su oficio de cochero le permite estacionarse en cualquier parte y pasar inadvertido...

—Bien observado —aplaudió Watson.

—¿Quién puede sospechar de un cochero detenido en una calle? —preguntó el detective, satisfecho—. Nadie, ciertamente. Por tanto, Kuerten es un mensajero ideal; un espía perfecto; un cómplice insupe-rable.

—Continúa —le apremió el obsecuente médico.

—La banda es nada menos que un trust del asesinato, que impone sus condiciones a todos los demás criminales. No se sabe quién es el jefe, y yo estoy aquí para averiguarlo. Ya lo sabes, Watson.

El aludido abrió la boca de puro asombrado, en tanto que Sherlock Holmes bostezaba.

—Esta lucha me salvará del tedio que me consume... Un pensamiento desconcertado se abrió paso en mi cerebro.

—Perdóneme, mister Holmes —le dije—, pero hace un rato, ante la sugestión del doctor Watson de que podrían integrar una banda esos siete huéspedes, usted lo negó rotundamente. ¿Qué le ha hecho cam-biar de opinión tan radicalmente?

El genio de Baker Street me clavó una mirada entre rencorosa y des-pectiva.

—Ocurre que pienso mucho más rápidamente de lo que hablo siñour Abbat —replicó luego con la paciente condescendencia de un maestro de párvulos infradotados—. Aún no le he explicado que el nexo de los alias fue lo que me dio el hilo de mi deducción. —Me apuntó con un descarnado índice agresivo.— ¡Observe usted! Un verdugo con varios alias para una banda de asesinos con varios alias. Es la banda de los alias…

—Alias jacta est —murmuré impúdicamente en imperdonable licencia astracanesca, que el célebre detective pasó por alto, no sé si por enfa-do o caridad.

—Es decir —prosiguió—, que se trata de una banda que aparenta muchos más miembros de los que en realidad cuenta.

—¡Estupendo! —festejó Watson.

—Henri-Désiré Landrú, William, Burke, William Hare, George Jo-seph Smith, Thomas Neill Cream, Earle Nelson y Frederick Bailey Deeming... —musitó Holmes con aire especulativamente soñador.

—¿Los conoce usted a todos? inquirí, bastante asombrado.

—Es el oficio —me contestó, algo humillado—. Siete grandes figuras de la historia universal del asesinato.

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¡Examinémoslas!

—Tomemos a Landrú —continuó Holmes, fumando implacablemen-te—. Le oyó usted hablar durante la comida; tiene la voz atiplada, pero es hombre persuasivo y, naturalmente, convence a las mujeres predispuestas a dejarse convencer... Se trata de un especialista en se-ñoras. Pone anuncios matrimoniales, elige la que más le conviene de cuantas le contestan, vive con ella un tiempo, y luego se queda solo, consolándose con los ahorros de la desaparecida amante... Tiene un record amoroso impresionante; con esa calva académica y esa delga-dez bohemia que usted le ve, seduce a las mujeres como un Don Juan.

—No estoy de acuerdo —opuse con candorosa sencillez.

Watson me miró como si acabara de proferir una horrible blasfemia.

—¡Siñour Abbat!... —gimió, positivamente espeluznado.

—¿En qué no está usted de acuerdo? —demandó Holmes secamente, desde las altas cumbres de su vanidad.

—En esa comparación de Landrú con Don Juan. Uno seduce a las mujeres para matarlas y quitarles el dinero; el otro lo hace por el pla-cer de su posesión física. Don Juan es un libertino, sin duda; pero Landrú no es más que un pequeño industrial.

— ¡No tan pequeño! —discrepó Holmes, con énfasis de origen quizá manchesteriano—. Se le suponen doscientas setenta amantes, aunque creemos que no asesinó más que a un diez por ciento en su villa de Gambais. Teniendo en cuenta que no se desdobló en muchos alias, se puede decir que logró un buen promedio...

—Parece muy importante eso de los alias —comentó Watson con cierta incongruencia.

—Sí —convino Holmes—. Y hay un detalle muy significativo. Landrú usó ,entre sus pocos alias, los apellidos de Guillet, Dupont, Fremyet... ¿No les parece notable?

Watson me miró francamente consternado.

—Realmente, Holmes... —balbució, confuso.

El detective rió de buena gana.

—Deibler se hace llamar Durand, Duval, Gérard, Dubois, Dupont... Y Landrú suele firmarse Guillet, Fremyet, Dupont...

El médico soltó un grito:

—¡Dupont!

Deibler y Landrú miraron, sorprendidos, en nuestra dirección.

—Elemental Watson, elemental —maestreó Holmes, enarcando una ceja.

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La cosa parecía un poco traída de los pelos, pero la coincidencia exist-ía. El problema era saber si lo era simplemente o si era deliberada.

—El eslabón "Dupont" —continuó Holmes— nos da un nuevo víncu-lo entre la banda y el verdugo. El hecho de que Landrú asesinara mu-jeres nos ofrece el nexo con todos sus colegas presentes. Ahí tienen ustedes a Burke y Hare... Dos socios en la producción y venta de cadáveres, estimulados y sostenidos por sus respectivas mujeres: Helen Mac Dougal y Maggie Laird. Un cuarteto peligroso, que com-pensa su falta de alias con su efectiva pluralidad. Y también se dedi-can, casi exclusivamente, a matar mujeres; mujeres absolutamente perdidas: tan perdidas, que nadie piensa en buscarlas ni aun en-contrándoselas. Pero no las enamoran, como Landrú, sino que, sim-plemente, les hacen contar su vida, a fuerza de alcohol, y luego las asfixian.

—¡Es asombroso! —murmujeó Watson. —Sigamos con George Jo-seph Smith; ese que parece tan enamorado de su mujer, Edith Pegler... ¡Se trata de un verdadero caso!

—El caso de las novias del baño —dije sin saber por qué lo sabía.

Holmes volvió a mirarme con respeto.

—¿Está usted enterado?... —indagó, curioso.

—Sólo sé que lo sé —repuse con mi habitual sencillez.

—Bien —siguió él, dedicándome una mirada llena de suspicacia—; George Smith es un as de los alias y del asesinato de mujeres al por mayor. —Consultó su cuadernillo de notas.— Se ha hecho llamar George Baker, George Oliver Love, George Rose, Henry Williams, Charles Oliver James, John Lloyd, entre otros alias. Y se ha casado ocho veces, por lo menos, habiendo asesinado en el baño a tres de sus esposas, previamente aseguradas. ¿Qué advertimos en este caso a pri-mera vista?...

—Que a Smith lo seduce llamarse George —opiné—. Y acaso le gus-taría llamarse también Oliver…

Por cierto —admitió Holmes—. Pero quería subrayar que mata muje-res, como Landrú, Burke y Hare...

—¿Quién es la que está con él? —preguntó Watson.

—Es su segunda mujer, a la que no ha abandonado nunca, a pesar de su loca carrera matrimonial.

—¡Es increíble!

Sherlock Holmes silbó por lo bajo un capricho de Paganini.

—En otra especialidad, es igualmente notable en materia de alias y de matar mujeres el doctor Thomas Neill Cream —afirmó luego—. Ahí lo tienen ustedes, con su ojo bizco y su novia tonta... Ella le escribe algunas de las cartas con que él pretende extorsionar a gente de posi-ción amenazándola con acusarla de sus crímenes...

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—¡Qué absurdo! —apuntó Watson.

Holmes volvió a consultar su manoseado mamotreto.

—Cream firma sus cartas con los nombres de A. O'Brien, detective; H. M. Bayne, abogado; M. Maloney; William H, Murray, y se dedica a envenenar busconas... Ha logrado cuatro cadáveres. Ellas le llama-ban Fred...

No me atreví a hacer notar que el doctor Cream era ostensiblemente morfinómano, porque Sherlock Holmes también lo era; de ahí que me limitara a señalar:

—Aquí aparece una diferencia. Landrú mata a las mujeres por su dine-ro; Burke y Hare, para vender sus cadáveres; Smith, para cobrar los seguros de vida; pero Cream es un asesino pornográfico... Estoy segu-ro de que lleva alguna revista obscena en el bolsillo. ¡Fíjese en la cara de degenerado que tiene!

El brujo de Baker Street me miró de hito en hito. Tuve la sensación de que iba a ponerse de pie.

—Volvemos a coincidir, caballero —expresó con satisfacción—. Si-guen los alias y las muertes de mujeres, pero cambia el móvil... En seguida veremos cómo Cream es el nexo que une el móvil codicioso (al fin y al cabo, intentó siempre la extorsión) al crudamente sexual...

Watson carraspeó francamente escandalizado.

—¡Ejem!... ¡Caramba, Holmes!...—Y resopló.

—En este momento pueden ver cómo Earle Nelson, el de las manos de gorila, mira ansiosamente a Maggie Laird, la mujer de Hare —advirtió el genio de la pesquisa—. Por supuesto, está loco. Es una bestia degenerada que ha atravesado los Estados Unidos, desde San Francisco a Filadelfia, asesinando y violando a patronas de pensión más que maduras... Tiene en su haber veintidós asesinatos...

—¡Qué atrocidad! —gimió Watson, aplastado.

—Y con él tenemos otra variación... Le ponen apodos: "el Estrangula-dor Desconocido", "el Oscuro", "la Bestia Invisible", "el Inquilino Errante", “el Criminal Fantasma”, "el Gorila Asesino", "el Matador Viajero"...

Por su parte, él usa los nombres de Woodscott, Walter Woods, Harry Harper, Virgilio Wilson, y cambia de aspecto con cada nombre. Es un verdadero y asombroso transformista.

—Pero, fundamentalmente, seguimos con los alias y las mujeres —manifestó Watson.

—Sí —admitió el detective—, Pero Cream y Nelson son dos deprava-dos, en tanto que Landrú, Burke, Hare y Smith son un lucido cuarteto de codiciosos.

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En aquel momento Earle Nelson lanzó un prolongado alarido y se trepó a la mesa de un salto canguroide, invitando a bailar a Helen Mac Dougal.

—Y llegamos, por fin, al último integrante de la banda de los Siete —continuó Holmes sin inmutarse—. Frederick Bailey Deeming, también polígamo, transformista y asesino de mujeres. Viajero como Nelson, y marido múltiple como Smith; y loco como Nelson y Cream. Lo mismo se llama Ward, Leevey, Williams, Droven, Swanston, que es plomero, gerente de minas, ingeniero, capitán o barón. Se ha casado infinitas veces para quedarse con la dote de la en seguida abandonada esposa. Parece más demente que codicioso o depravado; mató a su primera mujer y a sus hijos... Y ésta es la novedad que ofrece su caso. Además, entierra a sus víctimas bajo losas de cemento en la cocina.

—¡Es tremendo! —tosió Watson, atorado por el humo de un puro.

—De modo que son siete asesinos de mujeres... —dije yo, impresio-nado pero tranquilo.

Una banda de asesinos de mujeres —puntualizó Holmes—. Codicio-sos, depravados, locos, proteicos... Y yo tengo que saber quién es el jefe. Creo que la cosa está entre Landrú, Hare, Smith y Cream... ¡Hum!...

En realidad, Holmes andaba bastante bien orientado. Pero se equivo-caba en una cosa: William Hare no pertenecía a la banda, aunque sí eran siete. Peter Kuerten era el séptimo miembro.

V

Me llamo Saturio Abbat.

Antes de ir a acostarme di una vuelta por el jardín de la posada, y gra-cias a ello pude sorprender una conversación sumamente importante... Burke, Hare, Helen y Maggie discutían en la terraza.

—Si no hubiera sido por mí —decía Helen a su marido—, seguirías siendo un pobre zapatero remendón.., Debes hacer lo que te aconse-jo...

—No —se defendía él—. Prefiero usar la máscara con pez en las ca-lles las noches de niebla...

—Reconocerás que el hombre tiene una figura espléndida y que hace mucho tiempo que no encontramos nada parecido...

Lo achacaréis a vanidad, pero en seguida sospeché que hablaban de mí. Me detuve, preocupadísimo.

—Además —insistía la pérfida—, nadie lo conoce aquí. No corremos ningún riesgo.

—¿A quién te refieres? —quiso saber el esquelético Hare.

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—Al nuevo huésped —contestó ella—. Saturio Abbat, creo que se llama.

—¡Qué nombre más raro!

—Pero..., ¡qué ejemplar!

Aquella mujer era el colmo de la indecencia.

—Prefiero a las mujeres de la calle —sostuvo el honrado Burke.

—Por eso te enamoraste de Helen, ¿verdad? —insinuó la ponzoñosa Maggie.

Y allí se complicó la conversación.

—Oye, bruja... —le escupió la aludida—. Yo habré sido lo que fui, pero no me quedé con la casa de pensión de mi marido asesinándolo con la ayuda de un amante repulsivo...

William Hare se sintió ofendido.

—No hay pruebas, Helen —replicó glacialmente—.Soy un artista...

—¡Cállate, Jiggs!1...

Maggie Laird sonrió ferozmente.

—No tienes por qué tomarlo así, querida... ¡Si estás muy bien conser-vada!... Tanto, que yo creo que serías las delicias científicas de nues-tro cliente...

—Qué dices? —rugió Burke.

—Sugiero que despachemos a Helen —replicó Maggie con serenidad alucinante.

Se armó tal escándalo entre ellos, que ya no pude seguir escuchando.

VI

Me llamo Saturio Abbat.

Al día siguiente me despertó un grito desgarrador (como dicen en las novelas de terror). Me tiré de la cama y corrí hacia la escalera...

En el descanso del primer piso el cochero de la posada estaba parali-zado ante el cadáver de una mujer rodeada de un charco de sangre: destripada, rasgada de abajo arriba, mutilada... Era Helen Mac Dougal.

En seguida se apiñaron los huéspedes alrededor del cuerpo. Todos se miraban acusadoramente. Burke quería arrojarse sobre su socio... 1 Intencionada referencia, algo anacrónica, ciertamente, a "Jiggs and Maggie", personajes de una historieta de Geo MacManus, conocidos entre nosotros bajo los nombres de "Trifón y Sisebuta".

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—¡Has sido tú, maldito! —vociferaba.

Maggie Laird se interpuso entre ambos.

—¡Qué prisa te has dado! —le gritó al enfurecido zapatero.

El posadero Deibler consiguió separarlos con la ayuda de Kuerten, y Sherlock Holmes se hizo cargo del mando con serena energía.

—¡Cada uno a su habitación! —ordenó en tono que no admitía répli-ca—. ¡Que nadie se mueva de su cuarto hasta que yo lo llame!...

Los huéspedes se retiraron con cierta inexplicable sumisión, y el céle-bre detective, con las manos en los bolsillos de su vieja bata, pareció sumergirse en honda meditación. Watson estaba trastornado...

—¡Es inconcebible! —mascullaba temblorosamente.

Holmes contempló el cadáver durante un rato que se me ocurrió in-terminable.

—Es increíble, pero no puede ser de otra manera dijo luego—. Es un. caso de tres pipas...

VII

Me llamo Saturio Abbat.

Los acompañé hasta sus aposentos y, una vez allí, Sherlock Holmes tomó de encima de la mesa la babucha en que guardaba su tabaco y se dedicó a cargar concienzudamente su pipa de madera de brezo.

Watson lo miraba ansiosamente.

—¿Has revisado el cuerpo? —le preguntó el detective.

—Sí, Holmes. La mataron con un bisturí...

—Lo comprendí en seguida.

Cuando conté lo que había oído antes de acostarme, Watson pareció aliviado.

—Eso limita las sospechas —afirmó—. Tiene que ser Hare.

—Demasiado sencillo —advirtió el genio de Baker Street—. Podría ser Hare, pero a condición de admitir el survivalismo2 —agregó ines-peradamente.

Me sorprendió aquella frase de Holmes, tan fuera de la realidad que vivíamos. Habría tenido sentido en Londres, pero no en Metacronia. Quise hablar, pero me detuvo con un ademán...

2 Doctrina espiritista adoptada y divulgada por Arthur Conan Doyle, padre literario —y, por tanto, hijo— de Sherlock Holmes.

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—¡Un momento! He dicho que es increíble, pero que no puede ser de otra manera. Ya sé quién es el jefe de banda de los Siete.

Watson lo miró estupefacto, y yo no lo estaba menos.

—En efecto —prosiguió el detective—; el asesinato de Helen Mac Dougal es de una elocuencia transparente. Era una mujer de la calle, la desgarraron de abajo arriba con un bisturí, y su cadáver fue hallado por un cochero en el descanso de un primer piso...

—Deberías acostarte a descansar... —le aconsejó Watson preocupa-do—. No estás bien...

—¡Estoy como nunca! —replicó el otro—. ¡Por fin me encuentro con el Gran Rival!... No te quepa duda, Watson; el asesino de Helen Mac Dougal es Jack el Destripador.

El médico, lo contempló con afectuosa compasión.

—¡Vamos, Holmes!... Has estado trabajando mucho en los últimos tiempos...

Yo estaba entusiasmado.

—¿Ha dicho usted Jack el Destripador, Holmes?... —inquirí, fascina-do por la prodigiosa deducción del maestro.

—Exactamente, siñour Abbat: ¡Jack el Destripador! ¡El más grande asesino de mujeres que ha dado la historia universal del asesinato! ¡Y está aquí, en la posada del Ojo de Dios! ¡Es uno de los Siete: el Jefe de la Gran Banda!

—¡Diablos, Holmes! —farfulló Watson, apabullado.

—¡Elemental, Watson, elemental! —maestreó una vez más el detecti-ve con protectora superioridad enfática.

Luego tomó el violín y empezó a ejecutar el Concierto de Mendels-sohn. Entretanto, yo reflexionaba...

La idea de que uno de los siete huéspedes fuera el siempre incógnito Jack el Destripador era realmente seductora... Los siete eran asesinos de mujeres, como el memorable asesino londinense. Éste no mataba más que busconas. Burke, Hare y Neill Cream mataban también bus-conas, pero ninguno de los tres usaba bisturí, ni siquiera cuchillo. Siempre se creyó que Jack el Destripador era un médico... Y el bizco Cream era médico... (Alguien llegó a sostener que fueron la misma persona.) También se llegó a decir que el Destripador se disfrazaba de mujer para no despertar sospechas... ¡Mujer!... ¿Maggie Laird?... Era sospechosa, en principio, sin duda, por su confesada animadversión a la muerte, pero... ¿Y Edith Pegler, la complaciente y aprovechada mujer de George Smith?... ¿Y el cochero Peter Kuerten, que también mataba a mujeres desprevenidas?... Él había encontrado el cadáver ¿No lo estarían dejando de lado un poco porque sí?... ¿No le decían "el Vampiro"?...

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VIII

Me llamo Saturio Ahbat.

Aquella misma tarde Sherlock Holmes interrogó a los huéspedes de la posada del Ojo de Dios, y yo estuve con él.

—Anatole Deibler estaba todavía bajo la impresión del estupor.

—No sé qué decirle, monsieur... —balbuceó—. Hacía un momento que había bajado, y puedo asegurarle que no había nadie en el descan-so del primer piso… Debió de andar muy rápido el asesino…

—Usted tiene experiencia, monsieur Deibler, y estoy convencido de su sagacidad…¿De quién sospecha usted?

—Se equivoca usted —repuso el posadero, confuso—.

En mi vida le he visto la cara a un asesino... Tengo mis sentimientos, señor. La discreción, usted sabe.

Henri-Désiré Landrú se caló las gafas con montura de oro y miró cu-riosamente a Holmes, Me dio la sensación de un rabino en plan de hablar en la sinagoga, pero me encontré con un humorista cínico...

—Helen Mac Dougal?...—pronunció a la francesa en tono también agudo—. Usted dispense, mister Holmes, pero no me dedico más que a viudas otoñales con ahorros.

Las ex cortesanas son para mí una excepción, confirmada por los aho-rros. Además, supondría que la difunta ha convivido conmigo…

Por supuesto.

—¡Ah, mister Holmes! ¡Qué mente pornográfica tienen los hombres austeros como usted! Puede usted revisar mi agenda… Verá que no figura Helen Mac Dougal; y le aseguro que soy hombre metódico...

—¿Cuál es su método habitual?...

—Se pone usted chocante, monsieur. ¿Es ésta la famosa courtesy británica?...

William Burke estuvo imposible, Pedía a gritos el descuartizamiento de William Hare y su mujer, allí mismo y entonces.

—¡Si no, los ahogaré esta noche! —rugía—. ¡Ellos han sido! ¡Querían vender el cadáver de Helen!....

—¿Fue ella su primera mujer?...

—No, señor. Primero fui criado de un pastor presbiteriano y luego panadero, soldado y obrero textil... Después me casé y tuve hijos. Era un hombre honrado. La desgracia empezó cuando me marché a Esco-cia. Allí conocí a Hare y a Helen…

—¿Es cierto que era una mujer…, digamos…, con pasado?...

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—Estaba en pleno presente, señor. Pero me pareció buena para mí.

—¿Cree usted que la mataron por lo que fue?...

—No, señor. La mataron para vender su cadáver. El cliente ya estaba harto de cuerpos fláccidos y arruinados…¡Y esos dos canallas se fija-ron en mi Helen!... ¡Los ahogaré esta noche!

Tuvieron que llevárselo.

Hare y Maggie negaron toda participación en el crimen.

—No es mi estilo, señor —declaró el primero—. Yo cultivo el diálo-go. El método intelectual, usted sabe.

Maggie Laird tuvo una salida casi absolutoria.

—Nosotros podemos hablar y usted puede no creernos. Pero si la muerta no estaba borracha, no fuimos nosotros. Es nuestra humanita-ria idea de la anestesia, señor.

Watson la contempló francamente maravillado.

George Joseph Smith estaba ofendido.

—Soy hombre modesto y creo haberlo demostrado —dijo—, pero también tengo derecho a que se me conozca. ¿Dónde estaba la bañera? ¿Tienen pruebas de que estaba casada conmigo? ¿Estaba asegurada? ¿Era epiléptica?...

—¿Qué hacía usted a la hora del crimen?

—Si no pueden probar que salí a comprar huevos, soy inocente.

Holmes pareció sorprendido. En realidad, las cosas no iban como él había esperado. No fueron mejor con Thomas Neill Cream.

—Usted es médico, ¿verdad?...

—Sí, señor; el médico bizco. ¿Y usted?

—Frecuenta usted la compañía de mujeres de mala vida, ¿nó?

—Sí, señor; sobre todo, al caer la noche. ¿Y usted?

—¿Suele convidarlas con pastillas de estricnina?...

—¿Ha recibido alguien alguna carta especial?...

—Soy yo quien hace las preguntas, doctor..

—¿Sí?... Yo las compro hechas.

Earle Nelson se puso de cara a la pared y de allí no lo sacó nadie.

—¿Conocía usted a Helen Mac Dougal?

—No, señor. Estoy buscando pieza en una pensión honorable.

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—Prefiere usted a Maggie Laird, ¿no es eso?

El hombre se volvió, desconcertado. De repente, tomó una silla con los dientes y salió corriendo. Cuando lo alcanzaron, dio a entender, por señas, que era mudo…

Las declaraciones de Frederick Bailey Deeming produjeron sensación en su última fase.

—Soy inocente —empezó diciendo.

—Perfectamente. ¿Qué hizo usted esta mañana al levantarse?...

—Me fui a Australia, pero lo del cemento es mentira.

—¿Admite usted que su posición respecto de las mujeres?...

—El espíritu de mi madre se me ha aparecido para ordenarme que mate a todas las mujeres que conozco.

—De modo que…

—Todas están vivas.

—Pero ¿no dice usted que...?

—Desde luego, soy Jack el Destripador.

Sherlock Holmes casi se desplomó de la impresión.

—Elemental, Watson, elemental ... —le dijo a éste sobradoramente con su tonito magistral, apenas se hubo recobrado—. Te dije que era un caso de tres pipas.

Luego tomó su revólver y dibujó a balazos, sobre la pared de la iz-quierda, las iniciales de la reina Victoria.

IX

Me llamo Saturio Abbat.

La mañana reservaba a Sherlock Holmes una tremenda sorpresa: en el patinillo de la posada apareció el cadáver de una mujer: destripada, rasgada, mutilada... Le faltaban la nariz y una oreja. Cerca del cuerpo se hallaron dos fragmentos de sobre; en uno se leía muy nítidamente una ene mayúscula. El anillo de Maggie Laird le había sido arrancado y apareció al lado de su cadáver, juntamente con cinco monedas, con las que formaba un extraño exágono.

Holmes no acababa de creerlo. Deeming quedaba descartado... Aquel bárbaro de Burke!...

El zapatero se regocijó escandalosamente de la horrible muerte de su ex compinche, pero negó ferozmente toda participación en ella.

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—¡Ha sido Hare!... ¡Para complicarme a mí y tener otro cadáver para vender!...

William Hare permaneció inmutable.

—Burke nos amenazó ayer. Lo haré colgar por esto —se limitó a de-clarar.

Landrú se burló de las sospechas:

—El exágono de las monedas, mister Holmes... ¿Cree usted que yo habría dejado esas monedas?

George Smith estuvo despectivo:

—No perdamos el tiempo, mister Holmes —le dijo, impaciente—. Si no puede usted probar que yo estuve tocando el órgano y salí a com-prar tomates, ¡déjeme en paz! Soy un honrado anticuario.

Anatole Deibler, que no había regado sus queridas rosas desde la ma-ñana anterior, estaba desconcertado:

—No sé qué decirle, monsieur Holmes... ¡Es todo tan irregular!...

Lo miré con admiración. Era un candoroso viejecito a quien las envi-dias burocráticas le habían negado la roseta de la Legión de Honor...

—Aquí ha llegado una carta para usted —anunció sobriamente.

Holmes casi se arrojó sobre él.

—Gracias —murmujeó.

Luego de rasgar el sobre y de devorar la carta con sus ojos brillantes, la leyó en voz alta:

—“Querido patrón: Creo que no se puede quejar. El caso vale la pena. ¿Qué le pareció el adorno de las monedas en exágono?... La cosa estuvo tan bien hecha,que merecí la oreja... ¡Ja, ja, ja!... Lo de la nariz es una delicada sugestión de que le falta olfato. Hasta pronto, viejo".

Se hizo un silencio casi literalmente sepulcral.

—Sin duda, es Jack el Destripador —afirmó luego el detective prócer y señero—. Sólo él podría escribir esta carta. Insistiremos con Cre-am...

Pero el doctor Cream no se dejó sorprender:

—Se equivoca usted, señor. Es cierto que soy médico, pero a usted debería constarle que mi especialidad son las busconas, no las patro-nas de casa de pensión...

Y la verdad era que Maggie Laird había sido patrona de pensión, co-mo Helen Mac Dougal había sido trotacalles.

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—¿Equivale eso a confesar que mató usted a Helen Mac Dougal? —demandó Holmes, incómodo.

—No, señor. Si bien es cierto que he practicado algunos abortos, no he llegado a usar el bisturí para cualquier cosa. Guardo una fidelidad de estilo...

—He recibido una carta. Y usted escribe cartas...

—¿Le acuso a usted del crimen, mister Holmes?...

El hecho de que Maggie Laird fuera patrona de pensión la colocaba de lleno en la especialidad de Earle Nelson.

—¿La encontraron en el desván o dentro de un baúl? —inquirió con displicencia "el Inquilino Errante".

—No, señor.

—¿Debajo de la cama? ¿Dentro del horno?...

—No, señor. En el patinillo.

—Entonces soy inocente. Perdóneme, pero tengo que ir a cambiarme de ropa... "No tengas vergüenza de confesar tus pecados, mas no te rindas a nadie para pecar."

—¿Qué dice usted? —preguntó Holmes, perplejo.

—"Guárdate de ser chismoso o detractor, y de que tu lengua sea para ti un lazo y motivo de confusión." ¿No recuerda usted el Eclesiásti-co?...

Watson era la imagen viva del estupor.

X

Me llamo Saturio Abbat.

Entré en mi alcoba presa de encontradas sensaciones. Había visto la crisis nerviosa de Sherlock Holmes al palpar el fracasó de su investi-gación... Se le había descompuesto la cara, los ojos parecían rodar locamente por sus órbitas, y se había desplomado con un gemido de agonía... Watson consiguió hacerlo reaccionar, y me separé de ellos estimulado por la expresión final de satisfacción del médico.

Holmes había fracasado, sin duda. ¿Por qué? Quizás hubiera hecho un poco de teatro con aquello de "la banda de los Siete y su jefe", pero no cabía duda de que el estilo de los crímenes era, estrictamente, el de Jack el Destripador... Podría ser que fuera, en realidad. Por tanto, el problema se reducía a averiguar quién era el Destripador entre los huéspedes de la posada.

¿Sólo entre los huéspedes?... Por cierto que no.

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Descarté al viejo Deibler. Pero ¿y Kuerten?... Según mis notas, tam-bién era asesino de mujeres... Cuatro, y siete tentativas. Holmes había descuidado a Kuerten, el cochero. Lo consideró un auxiliar subalterno. Y había matado también a cuatro menores y un hombre. Claro que esto lo apartaba algo del tema. Sin embargo, aquel matar "por necesi-dad de matar"... Como Nelson y Cream. Parecía muy propio de Jack el Destripador lanzarse al asesinato "movido por una canción de amor oída en un fonógrafo, el estallido de unos cohetes o la alegría de un baile de carnaval"... Además, no tenía método fijo: estrangulamiento, como Nelson; asfixia, como Burke y Hare; cuchillo, como el Destri-pador; y tijeras, martillo.. Como fuera. Y había que agregar aquella costumbre de Peter Kuerten, "el Vampiro", de escribir a la policía aquellos famosos "anónimos azules" en que explicaba dónde enterraba a sus víctimas "de acuerdo con el croquis adjunto"... También escrib-ían cartas Neill Cream y Jack el Destripador... Los dos médicos.

Veamos.

Creo que a esta altura de mis reflexiones había pescado un hilo muy importante. Evidentemente, en los asesinatos de Helen Mac Dougal y Maggie Laird —una buscona y una patrona retiradas— había mucho más método que locura. Por tanto, parecía razonable descartar —sin el menor conato de retruécano— a los que se caían de locos. ¿Acaso Laura Sabattini se hacía la tonta y no lo era?...Esto se ordenaría hacia la hipótesis de que Jack se disfrazaba de mujer, o a la más audaz de que era, real y verdaderamente, una mujer...

Porque la verdad es que Jask el Destripador, "un artista" —ya habría leído a De Quincey, naturalmente—, pudo ser una mujer, aunque fue-ra un hombre; una especie de fanático calvinista con alma de hermana de vicario quizá, de esas que odian el vicio sólo porque place a los viciosos. Aquella versión de que Jack el Destripador era un puritano frenético puesto a sanear de prostitutas las calles de Whitechapel —pasándolas a cuchillo por su cuenta y riesgo—, se compadecía bien con la literaria hipótesis de que padecía un alma de solterona victoria-na de aquellas que encontraron en la más rigurosa fealdad —sombreros aparte— la celosa custodia de su inatacable virginidad.

Según esto, Sherlock Holmes andaba completamente despistado. Él buscaba a un asesino depravado... El doctor Thomas Neill Cream, Earle Nelson... El pedazo de sobre con la "N" encontrado sobre el cuerpo de Maggie Laird había polarizado las sospechas alrededor de la ene de Neill y la ene de Nelson... Pero eran dos degenerados. Y Jack the Ripper era un exterminador de pecadoras; un bárbaro sacerdote de un impío ritual de sacrificios humanos a un dios implacable —un falso dios sin Hijo— que exige la sangre de los pecadores para expiación de sus pecados...

Claro que aquella debilidad de Nelson por citar versículos de la Biblia le había dado fama de maníaco religioso... Sí, en efecto. Pero no ma-taba pecadoras, sino mujeres honradas. Por tanto... En cambio, Cream, que mataba mujeres públicas, no ofrecía el menor síntoma de "Venga-dor moral"... Además, el Destripador usaba un bisturí, y Cream enve-nenaba con estricnina. Aquél era zurdo, y éste, bizco. ..

Zurdo... Holmes no se había detenido bastante en ese importante por-menor. Sin embargo, era relativamente fácil de fingir. Era cuestión de

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adiestrarse —¿o asiniestrarse?— un tiempo. O de ser ambidextro. No. Holmes había hecho bien en no darle importancia. Tenía que volver al fanatismo moralista a cualquier precio; a la falta de misericordia de los resentidos religiosos como Caín...

Resentidos... He aquí una idea nueva. ¿Quién de los ocho podía ser un resentido?... Landrú, Kuerten... ¿Deibler?... Smith, desde luego. Y Deeming. Pero Smith quería dinero, simplemente. Y Deeming había confesado ser Jack el Destripador, no siéndolo. ¿Por qué?... Locura de origen soberbio, naturalmente; vanidad criminal.

A ver... Hagamos unos cálculos, por mucho que el tiempo no tenga mayor importancia en Metacronia...

Landrú tendría unos 19 años cuando apareció Jack entre la niebla de Londres... Smith andaría por los 18... Cream y Deeming tenían 38... Hacía un año que Holmes y Watson se había revelado al mundo con aquel Study in Scarlet, y dos que Stevenson había publicado The strange case of Dr. Jekill and Mr. Hyde... Esto último me hizo medi-tar... ¿Sería un caso de doble personalidad? Un esquizofrénico, sin duda.

En realidad, ésta fue la versión oficial de Scotland Yard, que había cerrado el caso del Destripador anunciando que se había detenido a un célebre médico londinense —cuyo nombre no fue dado jamás—, al que se había internado para toda la vida en un manicomio de Islington. Por supuesto, no se lo creyó nadie.

Jekill y Hyde... Landrú... Smith... Cream... Deeming... Holmes y Wat-son...

La verdad es que este Cream aparece continuamente. Además, es ciru-jano. Asesina busconas. Escribe cartas… El hecho de ser bizco podría haberle inspirado la idea de fingirse zurdo... Thomas Neill Cream. Sherlock Holmes caerá sobre él. No obstante, insisto en la tesis de que el Destripador es un puritano.

Landrú es un cínico, y no puede ser considerado un “ángel extermina-dor”... Claro que en su juventud pudo serlo...Acaso fue un fanático corrompido por el crimen…Tipo no le falta, ciertamente. ¡Qué idea para una novela, Señor!

Un fanático, un resentido... Y de repente me asaltó una idea tan tre-menda que, por poco, me caigo redondo.

—¡Eureka! —grité en medio de la nocturna soledad de mi aposento. Y empecé a pasearme agitadamente por aquel cuarto de aspecto judicial.

¡Tenía que ser él!... ¡No podía ser más que él!...

Conseguí serenarme y me asomé a la ventana.

Era un médico, un oscuro médico condenado a satélite de un genio, al que halagaba continuamente... Al que quizás odiaba. Sin duda, se hab-ía propuesto darle una lección de mayor capacidad. Demostrarle que él también era un genio. Que se había liberado de su tutela, emancipado, manumitido... Levanté la vista. Aldebarán brillaba con su luz de san-gre, allí, en la constelación de Tauro... El "Ojo de Dios" enfocaba con

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su mirada inmemorial a la posada de su nombre... Y una ventana entre todas las ventanas recibía el rayo de su ineludible inquisición ... Un asesino en un grupo de asesinas... El jefe de la banda de los Siete... Holmes se había equivocado ... ¡Y cómo! Se trataba de un asesino individualista, con la horrible crueldad y el tremendo egoísmo de los individualistas... Un asesino desconocido.;. Un hombre a quien la envidia llevó al asesinato reiterado... Un hijo de Caín... Enloquecido por no ser nadie... Despeñado en la esquizofrenia por la soberbia... ¡Lo habían tenido delante de los ojos durante tanto tiempo!...

El doctor Watson...

El bondadoso y modesto doctor Watson, recordé algunos detalles de su común historia... El profesor Moriarty... ¿No sostuvo Ronald Knox que, en realidad, este supercriminal era una caracterización de Mycroft Holmes, el superdotado hermano del genio de Baker Street?3... ¿Estar-ía éste destinado a ser engañado por sus más íntimos y queridos alle-gados?... Recordé cómo el mismo Padre Knox acusó a Watson de juerguista y bebedor, y de otras cosas que no dejaban muy bien parado al ingenuo y boquiabierto cronista holmesiano...

Y recordé cómo Rex Stout sostuvo —primero en una reunión de los "Irregulares" de Baker Street", y luego en un artículo publicado en la Saturday Review of Literature— que Watson era una mujer llamada Irene, la mismísima e incógnita legítima esposa de Sherlock Hol-mes!... Irene Watson Holmes... ¿Qué os parece?

Esta tesis parecería concordar con la teoría de que el Destripador se vestía de mujer... Y con mis reflexiones sobre la resentida solteronía mental de Jack; característica típicamente feminoide... Que padecen muchos hombres (que militan en las nutridas filas del egoísmo belige-rante a cualquier precio).

El doctor Watson...

Pero me incliné a mi propia idea de un Watson cainita, convertido en asesino por envidia… No mató a Holmes, porque era a Holmes a quien necesitaba humillar con su superioridad criminal... Mató a pros-titutas indefensas, porque son el género más fácil de abordar, al que se desprecia más, al que casi no se considera humano . Las busconas fueron para el doctor Watson los cobayos de las vivisecciones con que experimentó los adelantos de su emboscada soberbia.

Llamé a la puerta.

Al cabo de un rato me abrió el doctor Watson.

—Holmes ha vuelto a las andadas —me dijo con aire de disgusto—. Se ha inyectado morfina...

—Es con usted con quien quiero hablar, doctor...

Advirtió mi extraña mirada y sonrió con aire superior

—Estoy fuera de su alcance, siñour Abbat —afirmó.

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—Sí

—¿Quiere que salgamos a conversar bajo la luz del Ojo? —me pre-guntó luego inesperadamente—. Podría contárselo todo.

—¿Por qué no al Ojo?...

—Ya lo sabe.

Pero le gusta que se lo digan...

Mientras el doctor Watson me contaba la historia de su oscuridad, de su dependencia de Holmes, de su constante humillación, yo llegué a descubrir qué estaban haciendo en la posada, los siete asesinos de mujeres...

Holmes había acertado al decir que constituían una banda. No había comprendido qué clase de banda. .. Una banda a la que William Hare no podía pertenecer. Una banda que integraba de pleno derecho Peter Kuerten. Una banda que tenía que reunirse bajo el techo del verdugo ... De un verdugo... De un hombre que, por matar a Caín, "recibirá un castigo siete veces mayor"... Sí Caín fue maldito, quien osa matar a Caín es siete veces maldito... Porque el verdugo mata por dinero.

(Allá abajo, en su cripta, Caín, en su inacabable vigilia solitaria, sentía en la dura nuca la eterna brillante mirada del Ojo de Dios.)

Era la banda de los ajusticiados... Y Jack el Destripador no podía ser su jefe. Su propia impunidad lo había condenado al silencio y el anó-nimo.

—Por eso tuve que matar a Helen Mac Dougal y Maggie Laird, aquí, en Metacronia —confesó—. Había derrotado a todas las policías, y nadie lo sabía... He ahí el castigo de eso que llaman "el crimen perfec-to". Soy infinitamente superior a Holmes, y todos me creen un idiota que representa el coro en sus tragedias... ¡Bah!...

No pude reprimir una pregunta bastante pueril:

—¿Y qué hará usted cuando su amigo de tantos años se entere de que es usted Jack el Destripador?...

Watson sonrió golosamente.

—Le daré unos golpecitos protectores en el hombro y le diré socarro-namente: "Elemental, Holmes, elemental"...

Y soltó una carcajada digna de Falstaff.