a sangre y vapor volumen 1

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A SANGRE Y VAPOR Un relato de los Hermanos Amigó en el convulso mundo de Acronia

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A SANGRE Y VAPOR

Un relato de los Hermanos Amigó en el convulso mundo de Acronia

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INDICE Primera Parte: La Deuda ........................................................................ Segunda Parte: La Travesía ..................................................................... Tercera Parte: Sobrepiedra .................................................................... Epílogo ....................................................................................................

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PRIMERA PARTE: LA DEUDA Todo había sucedido muy rápido, demasiado. Habían transcurrido

tres días desde que la desaparición de su padre fuera declarada oficial. Después se había celebrado el juicio y la Sentencia por Quebranto se había dictado esa misma mañana. Eran demasiados acontecimientos para asimilarlos en tan poco tiempo; su padre estaba muerto, pues eso era lo que significaba no haber cumplido sus contratos antes del plazo establecido, daba lo mismo, donde quiera que se encontrase, que hubiera exhalado o no su último suspiro. Ese era ya un detalle sin importancia. Ahora el destino de su madre, el de su hermana y el suyo propio estaban en sus manos, pero por encima de sus vidas primaba el nombre de su linaje, y sobre todo, su posición.

La bofetada que le había dado su madre todavía le escocía, no en la cara, sino en su orgullo, que ingenua y egoístamente había confundido con dignidad. Curiosamente fue su falta de dignidad lo que le reprochó su madre cuando le abofeteó, por plantearse duda alguna con respecto al deber que debía asumir, por poner la más mínima objeción al destino que ahora le tocaba afrontar, por no ver más allá de la vergüenza que le provocaba la situación en la que ahora se hallaban ella y su hermana. Lo importante, le había dicho su madre, no era eso, sino la oportunidad que le habían brindado. Ahora él no tenía apellido, ahora ellas eran esclavas, ahora su familia no existía. Pero podía recuperarlo todo si acometía con entereza su destino, si jugaba bien las cartas que tenía en su mano, pues una de ellas, la que le habían brindado apenas hacía un rato, podía sacarlos, quizás, del difícil apuro en el que se encontraban.

Slar se frotó con rabia la mejilla izquierda. Su madre tenía razón, no era su dignidad la que se resentía sino su orgullo, y es que no le resultaba fácil encajar, por muy extraordinarias que fuesen las circunstancias, ser abofeteado por una hembra. Ni su corta edad ni los lazos de sangre habrían justificado hasta ese momento un acto semejante. Hizo un esfuerzo por distinguir entre ambos sentimientos y se tragó el orgullo con la saliva que se le atragantaba en el gaznate. Lo único que había de importarle era recuperar su dignidad y devolver el estatus perdido a su apellido. Eso suponía saldar la deuda de su padre, que a partir

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de ese día había caído como una losa sobre sus hombros. Y un trasgo con deudas entraba directamente a formar parte de la chusma.

Todos estos pensamientos hostigaban su mente mientras caminaba a tientas por el viejo desván, buscando entre un laberinto de trastos herrumbrosos y de cachivaches desvencijados. Tropezaba constantemente, pues hacía mucho tiempo que nadie subía allí arriba, sin embargo algo importante debía ocultarse entre aquella montonera de chismes cuya utilidad ya nadie sería capaz de determinar. Se abrió paso como pudo hasta el rincón de la habitación que su madre, entre susurros y con extremo detalle, le había indicado. Retiró los imprecisos objetos que se hallaban volcados sobre una mesa y después desnudó aquel mueble despojándolo de la tela que lo cubría. Efectivamente, tal y como ella le había dicho, no se trataba de una mesa sino de un arcón. Intentó moverlo para llevarlo un poco más cerca de la claraboya por la que se filtraba la sucia claridad de la tarde, pero se vio incapaz, apenas consiguió deslizarlo un poco. Decidió bajar a la casa y al poco regresó con una lámpara de aceite que depositó a un lado del baúl. La llave encajó perfectamente en la cerradura y cuando la hizo girar no encontró para su sorpresa ninguna resistencia.

El contenido que halló en el interior no parecía gran cosa en comparación con el peso de su contenedor. Lo exploró minuciosamente y fue separando cada objeto encontrado. En primer lugar, una máscara que, si bien era bastante vieja y no se ajustaba exactamente a las que él conocía, si parecía encontrase en grado de ser utilizada; los filtros apenas estaban manchados. Tras examinarla con cuidado la apartó a un lado. Después empuñó la pistola, nunca había visto una como aquella, era algo más pequeña que las que él conocía, aunque en su vida había tocado arma de ninguna clase. Sintió el frío del metal en la palma de su mano y llevó el dedo índice al gatillo. No pudo evitar presionarlo mientras apuntaba a la pared. Lo único que obtuvo fue un chasquido seco, estaba descargada. Encontró junto al arma dos cartuchos llenos de munición y de polvo negro cuyo recio aroma le penetró la nariz. Supuso entonces que la pistola funcionaba y la apartó colocándola junto a la máscara. Después tomó el cartapacio entre sus manos dejando a la vista varios cuadernos forrados de piel que se encontraban justo debajo. Abrió primero la carpeta y desplegó los mapas doblados en su interior, le costó reconocer los lugares pero en cuanto leyó los nombres que figuraban en ellos entendió que se trataba de

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mapas de Las Tierras Fronterizas. Algunos dibujos hacían referencia de forma general a los vastos territorios que se extendían más allá del Mar de la Bruma, otros eran más específicos y parecían planos de lugares concretos, trazados con líneas rectas y precisas. Los símbolos que en ellos figuraban los encontró también en el mapa más grande y quiso entender que indicaban la ubicación de esos lugares a lo largo de la geografía de aquellos territorios. Volvió a plegarlos cuidadosamente y cuando tomó el cartapacio para depositarlos allí de nuevo, notó como una pieza suelta se movía en su interior. Lo inclinó y sintió como se deslizaba hasta caer en su mano. Era un pequeño objeto de fino grosor y superficie plana. Tenía forma rectangular, en una de sus esquinas aparecía grabado un extraño símbolo que solo logró ver cuando proyectó la luz sobre él desde un ángulo concreto, después volvía a desaparecer. A Slar le pareció que se trataba de una de las láminas troqueladas como las que se insertaban en los golems para hacerlos funcionar, las que contenían las directrices que los accionaban y los empujaban a desempeñar sus tareas, pero al pasar el pulgar por ella se percató de que los relieves que presentaba eran distintos de los que había visto hasta entonces. En realidad nunca había visto una así, era tal la densidad de puntos que había en ella que a simple vista no se percibían, tan cercanos estaban unos de otros que tuvo que hacer uso de una lupa que encontró junto a los mapas para poder apreciarlos. Quedó desconcertado y, al no comprender, volvió a guardarla junto con los mapas.

Por último cogió uno de los cuadernos, todo parecía indicar que se trataba de un diario escrito, según la fecha que figuraba en su primera página, más de veinte años atrás. En las primeras líneas pudo leer un nombre que por fin permitió a Slar comprender porqué su madre le había conducido hasta ese baúl. Ese nombre, Urial, era el de su abuelo materno. Ojeó las páginas de ese primer cuaderno y de otros cuatro que encontró en el fondo del arcón. Gracias a las fechas pudo ver que estaban ordenados cronológicamente y que los cinco cuadernos componían el diario de un viaje que su abuelo Urial Kardasian había realizado años atrás adentrándose en el continente. En él halló numerosas indicaciones y muchas anotaciones. Los últimos manuscritos apenas eran legibles, presentaban una letra mucho menos precisa, una narración más confusa y no distinguía muchos de sus caracteres. Además, había varias hojas arrancadas y partes emborronadas. En un primer vistazo los lugares descritos por su abuelo le resultaban desconocidos, aunque intercalaba en

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ellos nombres como Miramar, Sirrión o Cienfuegos, nombres que acababa de ver en el mapa y que, a pesar de su lejanía, le resultaban inevitablemente familiares.

Slar estaba confuso, se sentó en el suelo apoyando su espalda contra la pared, se retiró los largos mechones trenzados que caían sueltos sobre su cara y resopló de tal forma que sus labios emitieron un silbido. ¿Qué pretendía que hiciese su madre con todo esto? ¿Cómo encajaba su abuelo materno en el presente cuando hacía tantos años que había muerto? Trató de recopilar en su mente toda la información que conocía acerca de él. Sabía que Urial Kardasian fue tiempo atrás, antes incluso de que él naciera, ajusticiado por el mismo Consejo que acababa de dictar sentencia contra él. La suerte que su antepasado corrió fue sin embargo aún peor que la desgraciada situación en la que él se veía inmerso. Desconocía el motivo por el que fue llevado al Tribunal, pero sin duda debió de ser grave, dado el destino que corrió .Su madre nunca le había hablado claramente sobre la figura de su abuelo, desconocía también a que se dedicaba, aunque si que sabía que poseía una curiosa embarcación, curiosa puesto que era el aire, y no el mar, el medio por el que se desplazaba. Slar sonrío, el caso de su abuelo no era único pero si inusual. Eran pocos, pero muy conocidos, el puñado de excéntricos navegantes que habían reconvertido sus barcos en dirigibles, las ventajas de desplazarse por el aire en tan pintorescos artefactos rivalizaban en número con sus inconvenientes, aunque sin duda la idea a él se le antojaba de lo más sugerente. Cerró los ojos con fuerza y decidió apartar de sus pensamientos todo aquello que en ese momento le parecía superfluo y volvió a concentrase en los últimos acontecimientos para tratar de encontrar su relación, si es que había alguna, con el contenido del baúl.

Repasó mentalmente ese último día, recordó como se presentaron en su casa, reclamando su presencia y la de su familia en el Edificio de la Propiedad. No hizo falta que hiciesen sonar el ring, Slar estaba de pie esperando ese momento con los contratos en sus manos y abrió la puerta en el preciso instante en que se disponían a hacerlo. Su familia sabía perfectamente que el plazo terminaba esa mañana. Salieron de la casa, los tres con la cabeza erguida, percibió el temblor de su hermana pequeña al caminar y la mirada fría de su madre posarse en sus ojos. Sintió alivio cuando ésta se colocó la máscara sobre su cara y se aferró a los documentos enrollados en su mano, así como al discurso que

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había esgrimido y memorizado y con el que esperaba poder convencer al Consejo para conseguir más tiempo.

El camino hasta el Edificio de la Propiedad se le antojó más corto que otras veces, en el fondo no estaba en absoluto seguro de que pudiesen salir bien parados de aquella. Al fin y al cabo era aún muy joven, y a pesar de ser muy consciente desde hacía semanas de que este momento podía llegar y de conocer perfectamente las consecuencias de la situación en la que su familia había desembocado, sabía muy bien que el Consejo no iba a tener muy en cuenta las palabras, por muy atinadas que éstas pudieran ser, de un trasgo de dieciséis años. Su padre, capitán mercante de un buque de carga, había zarpado de Puerto Ceniza diez semanas atrás y se esperaba su regreso desde hacía días, sin embargo éste no se produjo. Las informaciones que habían llegado sobre su barco decían que había sido visto por última vez en la isla de Prosperia, cercana ya al continente, pero a partir de ahí ni una sola noticia. Slar acudió cada día al puerto con la esperanza de divisar en el horizonte la nave de su padre, aunque en su fuero interno se había instalado el temor, casi la certeza, de que no la volvería a ver. Si al menos pudiera saber que había ocurrido en Miramar, si es que había llegado hasta allí… Este último viaje era especialmente importante, pues sabía que, además de los habituales encargos, había otra cuestión de gran relevancia que su padre esperaba resolver y sobre la que había depositado grandes esperanzas. Oslof Meridion no era un transportista de enorme importancia ni poseía una gran flota de buques. En realidad tenía una única embarcación, pero era sin duda una de las mejores de Puerto Ceniza, de gran potencia y mucho más veloz que ninguna otra, gracias al milagro que contenían sus tripas. Y es que su padre no sólo era un experto marino y un hábil comerciante, sino que además había dedicado su vida entera a aquella nave. Aún cuando estaba en tierra se pasaba días enteros martilleando, fundiendo y moldeando tubos, y su mayor orgullo eran unos finos conductos metálicos recubiertos por una carcasa que había incorporado al resto de las piezas que integraban el abigarrado abdomen de su barco. Allí dentro, le decía, se escondía su pequeño tesoro. Slar sintió desde siempre una gran fascinación por aquellas ruidosas tripas metálicas y cuando, siendo aún pequeño, por fin alcanzó a tocar con sus dedos aquella carcasa y le preguntó a su padre porqué estaba tan fría, éste le contestó, llevándose el dedo a los labios, que aquel era su secreto. Después sonrió y le sacó la lengua. La verdad es que cuando aquella máquina se ponía en marcha el ruido que producía era

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ensordecedor, pero también conseguía que las tres hélices se moviesen a tal velocidad que Slar durante mucho tiempo no pudo evitar pensar que todo aquello era fruto de la brujería.

Su padre había desempañado siempre tareas mercantiles, disfrutó durante muchos años de buenos contratos con distintas compañías de Puertos Grises y, a pesar de que el flujo de mercancías nunca había sido abundante, logró mantener en una posición acomodada a su familia. Pero en los últimos tiempos la situación había ido a peor; la extracción de carbón, de azufre, de hierro y de otros materiales había disminuido. Incluso la madera, que abundaba en los bosques, antaño despoblados pero hoy de nuevo densos y prolíficos, había dejado de llegar. Sin duda el hecho de que aquellas masas arbóreas se hallasen en el norte, a mucha distancia de la costa, era un factor determinante, pero lo era mucho más el interés compartido por todos los habitantes de Las Tierras Fronterizas por preservar aquellos árboles intactos. Los bosques eran el hogar de los duendes y ninguna otra criatura osaría atentar de nuevo contra ellos ni contra su preciado medio natural. El diezmado pero orgulloso pueblo trasgo continuaba intentando explotar los viejos recursos que una vez lo hicieron próspero, pero nunca abiertamente sino mediante obligados subterfugios, ya que no era sencillo, ni del todo seguro para ellos, moverse por Acronia, pues su afán era allí interpretado como codicia y su determinación como falta de escrúpulos.

Debieron atravesar cinco bloques hasta llegar a la sede del

Consejo de Varones Propietarios. Agradeció de nuevo y para sí el uso de las máscaras que ocultaban su rostro y el de su familia, y que les evitaba la deshonra de ser vistos públicamente acompañados de los guardias. Sin embargo nadie reparó excesivamente en ellos, hubiera sido complicado poder hacerlo entre la densidad del aire turbio y pegajoso que se colaba en cada hueco a medida que se adentraban más y más en el centro de la ciudad. Slar alzó la vista y fue incapaz de determinar si ya había anochecido o si la oscuridad reinante era fruto de los gases y del ascenso caprichoso, desordenado y difuso de los edificios hacia el cielo. Esperaron el lento descenso del montacargas acompañado de su cadencioso soniquete y a través de la ojales de sus máscaras pudo apreciar las lágrimas de su hermana y el desasosiego de su madre.

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La caja metálica se detuvo con un seco golpe acompañado de una nube de humo blanco y húmedo, un guardia se encargó de abrir las destartaladas puertas provocando el crujiente quejido de sus goznes. Una vez dentro el mismo guardia accionó la palanca y el montacargas reinició su ascenso envolviéndolos de nuevo en el vapor y devolviendo el sonido de su traqueteo a sus oídos hasta que alcanzaron el último de los cuatro niveles. No era la altura de los bloques, sino la longitud de sus largas y retorcidas chimeneas y las columnas de humo negro que expedían, lo que confería a los edificios, y a este en concreto, la sensación de infinitud.

Atravesaron el umbral de la puerta y al punto se retiraron los dos guardias. Slar percibió el chirrido de los engranajes producido por el movimiento de dos golems que se aproximaron hasta quedar apostados en cada una de las jambas, adoptando una actitud marcial absolutamente impostada. Cruzaron los mosquetones que portaban sobre sus oxidadas corazas metálicas y, con un movimiento mecánico, alzaron sus mentones brillantes al techo adquiriendo una actitud suntuosa a pesar de su decrépito estado. Slar entendía perfectamente el significado de tanta teatralidad; todos sabían que la función de aquellas criaturas no era en principio represiva, aunque sin duda si resultaba intimidatoria, y era probable que sus armas careciesen de carga o que el polvo negro que hubiese en ellas no estuviese en las condiciones adecuadas. El trasgo no se caracterizaba por ser un pueblo belicoso, pero si se debía a un protocolo y a cierto rigor en sus costumbres. Aquella visita no podía tener un carácter más oficial y el edificio que pisaban albergaba la más importante y poderosa de sus instituciones. Si bien era cierto que ningún trasgo en su sano juicio, y con su sentido del deber intacto, sería capaz de rehuir su responsabilidad, también lo era que toda aquella formalidad, que rayaba la parafernalia, era más que habitual en casos como este.

Slar distinguió a los miembros que se agrupaban conversando

entre susurros al fondo de la estancia. Eran diez trasgos los que allí había, le resultó sencillo identificar a los Varones Propietarios, pues eran ancianos y entre los pliegues de sus túnicas se adivinaban unas cebadas tripas nada habituales en su raza, los otros tres, por pura deducción, debían de ser los empresarios, los demandantes. Todos ellos repararon en seguida en su presencia y en silencio se acomodaron donde a cada uno le correspondía; los Varones ocuparon el centro, sentándose frente a una larga mesa y los contratistas hicieron lo propio situándose en el lado derecho de la sala.

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Slar se colocó a la izquierda, justo frente a los últimos, y su madre y su hermana permanecieron detrás, de pie como él, y con la cabeza fija en la piedra del suelo. Reparó también en la presencia de otro golem que en principio le pareció de un tamaño más pequeño. Después, tras fijarse mejor, comprobó que no era así, sino que solo conservaba su tronco superior, las extremidades inferiores le habían sido amputadas o bien las había perdido. El resto de su cuerpo, como era habitual en ellos, no ofrecía un buen aspecto; el óxido había hecho mella en él hacía mucho tiempo y una buena parte de sus ruidosos mecanismos estaban a la vista. Sin embargo, aún conservaba la capacidad de recoger información para convertirla en un texto. Aquel pequeño ser mecánico esperaba paciente, acomodado sobre su pequeña plataforma, con una suerte de sonrisa imprecisa programada en su rostro.

En otros tiempos aquel Consejo, hoy reducido a siete miembros,

constaba de setenta y un consejeros, pero la población trasga no era ya tan numerosa y bastaban solo siete para dictar las sentencias de los casos que llegaban hasta allí. Aquellos siete propietarios no debían rendir más cuentas que las que pudieran hacer entre ellos y no había negocio, inversión, préstamo, traspaso, intercambio o asunto en el archipiélago de Puertos Grises que prosperase sin su aprobación. El centro de la mesa lo ocupaba el Consejero Cardinal, Halfax Sinedrian, que en ese momento se colocaba unas lupas sobre el prominente puente de su nariz, dispuesto a leer el propósito que los reunía. Cuando estaba a punto de abrir la boca Slar osó interrumpirle con un hilo de voz. - Si el Consejo me lo permite quisiera dirigirle unas palabras… Halfax Sinedrian elevó la mirada por encima de los pliegos que tenía bajo las palmas de sus manos y la dirigió hacia Slar con una evidente expresión de sorpresa. - Por supuesto que no, joven arrogante. Acto seguido volvió a encajar los anteojos en la protuberancia de su tabique nasal y emprendió una rápida lectura en voz alta. -Celebramos el juicio contra Oslof Meridion, marino mercante de profesión – de nuevo alzó la vista y escrutó con mayor detenimiento a Slar, y después a las dos sombras que se perfilaban tras él. – Hoy vence el contrato que había contraído con las tres empresas productoras de Puertos Grises y cuyos propietarios, aquí presentes, reclaman sus mercancías. Además, según nos consta, el mercante Oslof había solicitado

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un préstamo a este Consejo, préstamo que este Consejo tuvo a bien concederle y cuya devolución tiene, evidentemente, hoy como fecha de vencimiento. La suma total, añadidos los intereses acumulados, asciende a…. - Halfax Sinedrian se aproximó al pliego entrecerrando los ojos, las lupas casi tocaban el papel. - Vaya…Es una suma ciertamente considerable ¿Sabes a cuanto asciende la deuda de tu padre, joven… Slarion?

El gólem de escritura.

Slar estaba perplejo, más que eso, aterrado. Conocía los contratos

que su padre había firmado con esas tres compañías, pero nada sabía del préstamo solicitado al Consejo. -No conozco la suma completa Consejero… -Pues deberías Slarion. - inquirió Sinedrian con mirada ladina. – Ahora eres tú quien debe tal suma. El Consejero Cardinal extendió la mano ofreciendo el documento al resto de Varones con una leve sonrisa en sus labios. Sin duda el monto que en él figuraba debía satisfacer a los miembros del Consejo, pues a medida que éste pasaba de unas manos a otras la sonrisa se iba contagiando en sus rostros. A Slar le bastó observarles para saber que no había esperanza posible para él y su familia. A su espalda sintió los lastimeros sollozos de su hermana y el silencio insoportable de su madre. Halfax Sinedrian continuó una vez le fue devuelto el documento.

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– Según nos consta- volvió a leer - Las propiedades de tu familia apenas cubrirían por si mismas la deuda contraída con estos buenos empresarios que han perdido un importante capital gracias a la fracasada empresa de tu padre, el marino mercante Oslof Meridion. Pero si además le sumamos a eso la cantidad que debía restituir a este Consejo, la deuda resulta del todo… inasumible. Pronuncio esta última palabra mirando directamente a los ojos de Slar y extendiéndole el documento, indicándole que se acercase a la mesa. -Adelante, joven, adelante. Acércate, un trasgo tiene derecho a conocer el alcance de su deuda.

Mientras Slar se acercaba en actitud claramente sumisa, Halfax

Sinedrian volvió a sonreír al resto de consejeros. Sin duda aquella situación le divertía más allá del puro desempeño de su labor. Slar tomó de entre los dedos de Sinedrian el documento y no pudo evitar rozarlos con los suyos. El leve contacto se le antojó gélido, como si por ellos hubiese dejado de circular sangre mucho tiempo atrás. La mirada que cruzó con él, solo por un instante, le resultó igualmente cruda, tan solo la tos que brotó súbitamente de su pecho y el esputo que se estampó en el texto, como si de un sello se tratara, le devolvió a Slar la certidumbre de que tenía frente a él a alguien perteneciente a este mundo.

Sintió que se mareaba cuando vio la cifra que figuraba en la última parte del documento y reconoció la firma de su padre junto a ella. Quiso buscar la mirada de su madre pero no la halló, oculta como estaba entre la sombra. De nada le hubiera servido, pues era a él, y solo a él, a quien reconocía el Consejo. Devolvió el documento sin decir palabra. -¿Y bien? ¿Puedes hacer frente a la deuda? - No, nuestras vidas están en manos del Consejo. -Por supuesto -asintió Sinedrian - Es un claro ejemplo de Quebranto de Contrato. Ya no había remedio, Slar, su madre y su hermana lo habían perdido todo y continuaban endeudados ni más ni menos que directamente con los Varones, por lo que no había posibilidad de pedir nuevos préstamos que les permitieran ganar algo de tiempo. Se habían convertido, de la noche a la mañana, en esclavos, conocidos entre los trasgos como chusma.

Aún así, y sin saber que podía si quiera decir, intentó de nuevo pronunciarse. Apenas abrió la boca Sinedrian volvió a frenar sus palabras. -¿Cómo? ¿Pretendes decir algo todavía?- Sinedrian sonrió a izquierda y derecha al resto de consejeros- Resulta increíble, y también irritante, la

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osadía de este joven. – volvió a dirigirse a él. - ¿Si, joven? No creo que puedas añadir gran cosa.

Slar se armó de valor, consciente de que estaba incumpliendo todas las normas establecidas al resistirse a aceptar el dictamen del Consejo y de que con ello podía contribuir a empeorar aún más su situación. Aún así habló con toda la entereza que pudo reunir. -Con el permiso del Consejo quisiera solicitar una carencia para poder pagar mi deuda. Al oír esto Sinedrian no pudo por menos que emitir un grito ahogado. - ¡No doy crédito a este joven! -le miró fijamente a los ojos-¿Lo oyes Slarion? Este Consejo no te da crédito; ni crédito, ni carencia, ni más tiempo. ¡Basta ya! Ya no tienes avales que te permitan si quiera hacernos semejante petición.

En ese mismo instante una poderosa voz emergió de la profundidad de la sala. -Un momento, por favor, si el Consejo me lo permite quisiera intervenir. Slar vio como una figura se alejaba de una de las bancadas y se dirigía hacia la mesa principal mientras pronunciaba esas palabras. Era un trasgo de unos cuarenta años, aunque todavía vigoroso, de notable envergadura, con la altura habitual entre los de su raza pero que le pareció además que poseía una especial prestancia que combinaba de forma extraña con la desgarbada naturaleza de los trasgos, confiriéndole un aire elegante y nada habitual entre sus congéneres. Sinedrian alzó con parsimonia su mirada, se retiró las lupas y esbozó un gesto de fastidio al ver aproximarse al individuo. -Por supuesto, Argail, por supuesto. Un comerciante de tu talla siempre será escuchado por este Consejo. - Gracias Consejero Sinedrian, permitidme presentarme de manera formal. Mi nombre es Argail Tartu. Puede que te resulte conocido.- las últimas palabras fueron dirigidas directamente a Slar. - Se quien sois. Argail le sonrió y volvió a dirigirse a Sinedrian y al resto de consejeros. - Este consejo me conoce bien y sabe de mi buena reputación. –Sinedrian asintió mientras hacía lo posible por contener su tos y le dirigía un ademán para que procediera con rapidez.- Así como el padre del joven Slarion, también yo soy mercante, y por tanto me he relacionado a menudo con Oslof Meridion. Me entristece por tanto ver la difícil situación por la que

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atraviesa su hijo y quisiera ofrecerme como avalista de este joven, si él tiene a bien concederme su permiso.- Argail dirigió su mirada cristalina a Slar enarcando las cejas como si esperara una única respuesta. Slar vaciló un segundo y después se apresuró a contestar. -Por supuesto, claro que si. - ¡Bien! En ese caso solicito avalar la deuda de este joven y que pase a formar parte de la tripulación de mi nave desde ya, pues zarpamos mañana por la mañana rumbo al continente. – Slar lo miró confuso. -¿Todo en orden joven amigo? - Perdonadme, entonces ¿Debo entender que deseáis adquirirme como chusma? – Argail adoptó entonces una actitud algo impostada y expresó su sorpresa. -Me ofende que pienses eso, joven Slarion. No te considero chusma y por tanto no te adquiero en calidad de esclavo. Únicamente pretendo respaldarte y darte la oportunidad de poder pagar lo que debes. – entonces alzó los brazos al aire con los puños cerrados y dirigiéndose al Consejo exclamó: - ¿Acaso no tiene derecho un trasgo a una última oportunidad? ¿No tiene derecho a luchar por su destino, a obtener fortuna con su esfuerzo y a acumular ganancias en función de sus méritos? Eres demasiado joven para asumir el fatal porvenir que te espera, joven amigo, y por eso quiero evitarlo. - Excelente argumentación Argail, sois realmente hábil.- Sinedrian alzó con su mano derecha un tomo y con la izquierda señaló las letras de su portada.- La Ley del Mérito y del Esfuerzo. -Volvió a posar el libro y cogió otro que levantó de igual modo.- Pero no debemos olvidarnos de la Ley de la Herencia, que nos recuerda que todo trasgo deberá asumir siempre lo heredado de su padre. Argail adoptó entonces una actitud contrita. – Por supuesto Consejero Sinedrian. Solo quiero brindarle a este joven la ocasión de pagar su deuda, por la estima que le tenía a su malogrado padre, al que humildemente consideraba no solo mi colega, sino también mi amigo.

Sinedrian escrutó al comerciante desde la mesa, no entendía el

proceder de Argail Tartu, al que consideraba un trasgo inteligente, dado que era rico y poseía gran cantidad de propiedades. Aquel movimiento no encajaba con el carácter y el proceder atribuibles a un individuo de su altura, la amistad no era precisamente el mejor vehículo para que un trasgo alcanzase la prosperidad. Sin embargo optó por no contradecirle y

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ceder a su solicitud. Observó que esperaba su respuesta con cierto nerviosismo. -Claro, claro…- repuso Sinedrian - Este consejo ha entendido perfectamente tus intenciones, Argail Tartu. Solo tu nombre es garantía suficiente para Nosotros, pero debemos establecer una fecha límite para la carencia solicitada. -consultó con el resto de Varones - después permaneció largo rato en silencio, sopesando su respuesta y por fin habló de nuevo. -Ocho semanas. Transcurrido ese tiempo el joven Slarion deberá presentarse de nuevo aquí y pagar su deuda a este Consejo. De no presentarse será considerado un fugitivo, y si lo hace sin haber reunido la suma, pasará inmediatamente a formar parte de la chusma. Obviamente si, esperemos que no sea así, esta situación se diera, tú, Argail, deberás hacerte cargo de las molestias que de toda esta circunstancia puedan derivarse ¿Estamos todos de acuerdo?

No hizo falta que Slar se pronunciase sobre este acuerdo ya que fue Argail quien asintió por los dos. Después le lanzó una sonrisa de satisfacción a la que él correspondió con un profundo suspiro y una simple mueca de aceptación. Se permitió respirar tranquilo durante unos instantes, pero entonces cayó en la cuenta. Se volvió hacia su madre y su hermana y vio que estaban ya siendo escoltadas por los mismos guardias que las habían custodiado hasta allí. Delante de él, el Consejo se había puesto en pie, los tres contratistas se dirigían juntos hacia una de las puertas, sin duda satisfechos con el resultado y repartiéndose entre ellos las posesiones de su familia. Sinedrian departía con Argail, probablemente sobre los términos del acuerdo. Nadie salvo él había reparado en las dos trasgas que ya estaban a punto de abandonar la estancia. Slar pronunció una frase que nadie pareció oír, así que la repitió, esta vez gritando. -¡Un momento, miembros del Consejo, un momento!- El gritó silenció el murmullo de la sala. Slar se dio la vuelta y pudo ver que también los guardias se habían detenido antes de cruzar las puertas, su madre y su hermana seguían allí. Cuando volvió a dirigirse al Consejo encontró a alguno de los Varones con expresión desencajada, Argail le observaba con los ojos abiertos como platos, las cejas de nuevo enarcadas y la boca a medio abrir ante aquella intolerable interrupción. Su expresión, a pesar de todo, denotaba cierta diversión. A su lado Halfax Sinedrian le dirigía una mirada inquisitiva colmada de asombro, una mezcla de incomprensión y de asco. Consiguió, sin embargo, que sus palabras no destilaran otra cosa que hastío.

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- ¿Si, joven? ¿Qué? Slar volvió a adoptar el tono y la actitud apropiados. –Me preguntaba que será de mi familia durante las próximas semanas… Sinedrian dirigió su mirada hacia las dos sombras en el extremo opuesto de la estancia. -¡Ah! Eso… Bueno… ¿Qué quieres decir? Son chusma, serán subastadas como esclavas, como es obvio. - Si me permitís- intervino Argail- Entiendo la preocupación del joven Slarion. Al fin y al cabo no hemos concretado en que situación ha quedado su familia tras nuestro acuerdo. No sería del todo justificado considerarlas chusma, ya que técnicamente el joven es todavía un trasgo libre, dispuesto a aprovechar la oportunidad que el destino ha tenido a bien ofrecerle- en ese momento le sacó la lengua a Slar en un gesto de complicidad.- Pero claro, tampoco sería correcto considerarlas libres, en primer lugar porque el único trasgo varón de la casa se va a ausentar una larga temporada, y en segundo lugar, y es un detalle importante, porque actualmente esta familia no tiene casa. Difícil dilema, ciertamente.- adoptó entonces una actitud reflexiva llevándose las manos a las caderas. -¿Dilema? ¿Qué dilema?- Sinedrian miró perezosamente hacia las dos trasgas. Son esclavas, es sencillo. - después volvió a fijar sus ojos crudos sobre el comerciante, al que cada vez comprendía menos, además detestaba su aire pomposo. Argail volvió a hablar tras permanecer absorto tratando de responder a lo que él se empeñaba en considerar un dilema – ¿Sería muy osado por mi parte hacer una última petición al Consejo para que estas dos… - se interrumpió a sí mismo y miró primero a Slar, que permanecía tenso y atento a sus palabras, y después a Sinedrian, quien evidenciaba cada vez más su impaciencia. -… esclavas permanezcan mientras transcurre el periodo de carencia en el depósito sin ser todavía vendidas? Sinedrian miró incrédulo a Tartu. Tras unos segundos cabeceó con denotada irritación y pronunció una sola palabra. -Sea.

No fue mucho el tiempo del que dispuso Slar para despedirse de su madre y de su hermana, apenas el justo para intercambiar unas palabras con la primera. Su madre dio muestra en todo momento de una solemnidad y de una dureza que no pudieron por menos que sorprenderle. Él, sin embargo, evidenció sus dudas al respecto de aquella situación y de lo ocurrido en la sala. ¿Cómo podría reunir semejante cantidad en tan solo

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ocho semanas? ¿No era aquel extraño e inesperado trato una forma de retrasar lo inevitable? ¿Y qué sería de ellas si no lo conseguía? Cuando preguntó a su madre por el proceder de Argail y si era cierto que su padre lo conocía hasta el punto de dar la cara por ellos de ese modo, ella le respondió con una seca bofetada. Slar, atónito ante un gesto semejante por parte de su madre, se llevó la mano hasta el ador de su mejilla y dobló el cuello buscando a Argail, que supervisaba la escena a escasa distancia. Lo encontró mirándole sin perder detalle, el mercante enarcó de nuevo las cejas en un gesto que esta vez no supo interpretar pero que le hizo sentir una terrible vergüenza. Su madre reclamó de nuevo su atención tirando de su cuello hasta que su oreja estuvo a la altura de sus labios. – Debes ir a Miramar, averigua lo que le ocurrió a tu padre. Tenía allí un negocio en ciernes que todavía sigue siendo la única esperanza que tenemos. Fue entonces cuando le susurró las instrucciones que más tarde le conducirían, primero hasta la llave oculta bajo una baldosa del comedor, y después hasta el viejo arcón del desván. Por último su madre tomó su cara entre sus manos y le habló mirándole a los ojos fija e intensamente, quizás con un atisbo de dulzura, y le instó a no desaprovechar la oportunidad que tenía en sus manos al margen de las dudas que pudiera albergar sobre los últimos acontecimientos. Sus últimas palabras las pronunció muy despacio. -Tu única oportunidad está en lo que él sabía.

Y ahora se hallaba en aquel desván al que ya nadie subía nunca, rodeado de trastos inservibles, tratando de encontrar allí alguna clave a tanto sinsentido. Dirigió su mirada al interior del arcón, allí debía haber algo, y ese “él” al que se refería su madre no debía ser su padre sino su abuelo, quien empezaba a tener cada vez más claro que tenía algo que ver con todo aquello, aunque no imaginaba que podía ser. Tomó de nuevo el cartapacio y sacó el mapa grande, lo extendió y lo inspeccionó, esta vez al detalle. Volvió a leer los nombres escritos en él: Miramar, el que se había convertido en su nuevo y obligado destino a partir de ese día, Montevil, Cienfuegos, todas ellas importantes ciudades de Las Tierras Fronterizas, pero también Siempreinvierno, Rocanegra, Las Colinas Áridas… Observó que en cada uno de esos lugares figuraba un número y que no parecían seguir un orden concreto. Levantó la mirada y tras quedar un rato pensativo alcanzó uno de los diarios y comenzó a pasar sus páginas. Poco a poco fue encontrando los números. Cada uno de ellos parecía hacer referencia a cosas distintas, a objetos que aparecían dibujados, algunos de

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ellos ciertamente extraños. Reconoció fácilmente dos de ellos, el primero era claramente la silueta de un dirigible. Su ubicación, una vez se trasladó al mapa, se correspondía con el Alcázar de las Tormentas, sin duda un buen lugar para perder una nave. El segundo despertó aún mucho más su interés, pues era el mismo extraño símbolo que antes había encontrado en la lámina troquelada, y junto a él figuraba otra palabra que acabó de captar toda su atención, esa palabra era Carbón. Su abuelo la había rodeado con un círculo con tal empeño que la hoja había quedado traspasada por su trazo. Buscó el número siete en el mapa y lo encontró, estampado encima de un nombre: Sobrepiedra. Pistola ligera con munición.

Máscara antigas de cuero y filtros

laterales.

Objetos encontrados por Slar pertenecientes a su abuelo.

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SEGUNDA PARTE: LA TRAVESÍA A la mañana siguiente Slar se presentó puntual en el puerto, la

agitación y el trasiego allí era el habitual a esas horas. El de Puerto Ceniza era el más grande e importante de los que había en las cinco islas que conformaban Puertos Grises, aunque no todos funcionaban. Cada uno de los nombres con el que se referían a esas islas era un fiel reflejo de su aspecto, de su situación y de su utilidad. Solo una de ellas, además de Puerto Ceniza, albergaba actualmente población trasga. Sin embargo Puerto Ruina, anterior capital del archipiélago, apenas era ya una sombra de lo que antaño fue. Las enraizadas disputas entre hombres y trasgos acabaron por cristalizarse en una larga guerra que se prolongó durante diez años en sus costas y que apenas había terminado hacía otros tantos con la casi total devastación de sus infraestructuras. El pueblo trasgo sufrió con ella un severo golpe que se vino a sumar a las incontables derrotas y pérdidas padecidas, y que le llevaron a dejar muy atrás en el tiempo su pasado hegemónico. Otra de ellas, Puerto Escombro, no era otra cosa que el islote donde iban a parar todas las máquinas inservibles tras alcanzar el extremo de lo deplorable, lo cual era decir mucho, ya que la mayoría de las que hacían funcionar Puerto Ceniza estaban ya en grado de considerarse en ese estado. Fuera como fuese habría resultado imposible para nadie sobrevivir allí, se decía incluso que en ese lugar no había habido nunca isla alguna hasta que comenzaron a verter sobre aquellas aguas las cantidades de basura industrial que componían su paisaje. Puerto Escoria era otra cloaca donde era destinado el residuo esponjoso que resultaba tras la combustión del carbón. Su aire era irrespirable, incluso con las máscaras puestas. Y por último Puerto Carroña, llamada así por ser la isla donde quedaban abandonados muchos de los gigantescos cadáveres de cachalotes tras serles extraídas las sustancias y materiales que a los trasgos les interesaban. Su carne, que no era su producto más preciado, quedaba a la intemperie, pudriéndose con el paso del tiempo y alimentando a las arpías que campaban a sus anchas por la isla. Solo después de que hubiesen dejado los esqueletos completamente pelados enviaban los trasgos a los golems y a la chusma para recogerlos.

Divisó fácilmente el barco de Argail, un poderoso buque de carga en el que ultimaban las últimas tareas antes de zarpar. El comerciante daba algunas instrucciones a su dotación subido a uno de los raíles por

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donde varios golems empujaban, entre ruidos mecánicos de rotores y bielas, las cargadas vagonetas hasta la rampa de acceso a la nave. En cuanto le vio acercarse extendió los brazos para recibirle, aferrándole de los hombros cuando lo tuvo delante. Slar no tenía claro como comportarse delante de él, ni en calidad de que. Conocía el trabajo del mar aunque nunca había acompañado a su padre tan lejos como para alcanzar si quiera a ver el continente. Tan solo había faenado en las cortas travesías que su padre realizaba por los puertos de las islas trasgas o hasta algún que otro islote algo más alejado donde se daban cita numerosos comerciantes. Era en esas islas que salpicaban las latitudes imprecisas del Mar de la Bruma donde Slar había conocido por primera vez a algunos miembros de las otras razas.

Los hombres, a los que también se les conocía como marinos, pues dominaban desde sus ciudades la mayor parte de las costas continentales y de las islas cercanas a ellas, se consideraban a si mismos los dueños del mar, y era por esta y por otras muchas razones que Slar, y la mayoría de los suyos, los consideraban altaneros al tiempo que vulgares. Sin embargo su relación con ellos era inevitable. Pero su desprecio por los hombres no podía compararse ni de lejos con el que sentían los trasgos por la raza gnoma. No eran muchas las que podían encontrarse tan alejadas de tierra firme, pero las integrantes de esta raza gozaban también de una considerable reputación como comerciantes, alcanzando posiciones muy elevadas en el orden social de algunas de las ciudades más importantes de Las Tierras Fronterizas. Cuando Slar había visto a alguna de ellas en los mercados, intercambiando mercancías con los hombres e incluso adquiriendo productos trasgos como grasa y carne de ballena, experimentó el profundo rechazo por ellas que tanto la historia como la cultura trasgas habían inoculado en cada uno de sus individuos. El hecho de que fueran las hembras las encargadas de dedicarse a la ejecución de labores tan relevantes como la navegación, el comercio o la guerra, y que los miembros masculinos permanecían en el hogar haciéndose cargo de la crianza de su prole, o de otras tareas menores, era lo que le producía mayor repugnancia. Jamás hubiera osado dirigirles la palabra a tan despreciables hembras, aunque debía aceptar que otros trasgos se tragaran su orgullo y comerciaran con ellas. Recordaba la decepción que experimentó la primera vez que descubrió a su padre tratando con una enana cuando le vio como entregaba a aquel achaparrado y robusto ser unas telas a cambio de varias piezas metálicas que admiraba con deleite.

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Ningún trasgo se acostumbraba a tales relaciones, aunque fuesen puntuales.

Slar se dispuso a arrimar el hombro y comenzó a enrollar una de las maromas que había quedado suelta tras ser desprendida de su amarradero, pero Argail lo detuvo y le instó a volver con él. - Pensaba que tu intención era que trabajase para ti. - Dime, joven Slarion ¿Eres unos esclavo? ¿Eres uno de estos?- Argail señaló a distintos trasgos que faenaban en silencio alrededor. -La verdad, todavía no lo se. Argail apresó del brazo a uno de ellos y lo atrajo de un violento tirón hacia él. El trasgo se mantuvo quieto tras la sacudida, sin esbozar un gesto y con la cabeza gacha. - Mírale ¿Te parece que es como tú? Yo no trabajo con trasgos libres, joven Slarion, Mi tripulación es chusma, galeotes. ¿Eres tú un galeote? Slar observó al trasgo que tenía en frente, debía de ser poco mayor que él, llevaba sueltos los largos y gruesos mechones de su cabellera que le cubrían gran parte del rostro. Argail volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al galeote. - Hreg, mira a este trasgo ¿Te parece que es chusma? El esclavo permaneció inmóvil, sin decir palabra. Slar comenzó a sentirse incómodo. Argail volvió a hacer la pregunta elevando el tono. El galeote le miró sin alzar la cabeza y contestó. - No Argail - ¿No qué?- insistió el mercante. - No me parece que sea chusma. Argail mostró una sonrisa de satisfacción ante la respuesta. - Por supuesto, porque no lo es. A partir de ahora él será el nuevo capataz. Díselo al resto. - Si Argail.- y tras estas palabras el galeote se alejó, no sin antes lanzarle una profunda mirada de odio a Slar a la que él, condicionado por el hábito, correspondió con otra de arrogante desprecio. Argail continuaba observando a Slar, esperando que sus miradas se encontraran de nuevo. Cuando por fin lo hicieron volvió a hablarle. -Ahora ya sabes cual es tu trabajo en mi barco. Sube a bordo.

A medida que el buque abandonaba lentamente las aguas portuarias Slar veía como la costa se hacía cada vez más pequeña. Observó como zarpaba en ese momento un ballenero que al poco cambiaba su

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rumbo en dirección opuesta a la que ellos tomaban. Sin duda se dirigía hacia el sur, donde abundaban las ballenas, los cachalotes y los mesoplodones

1. Los trasgos eran la única raza que se aventuraba tanto y

después de varias generaciones habían acabado convirtiéndose en expertos pescadores de estos gigantescos peces. Resultaba paradójico, sin embargo, que ellos no pudieran consumir su carne, no al menos en grandes cantidades, pues, a pesar de su alto contenido nutricional y de su elevado potencial energético, el organismo de los trasgos metabolizaba muy mal la carne de ballena, provocándoles fuertes dolores estomacales y vómitos. A Slar siempre le había frustrado que, siendo ellos los más próximos a beneficiarse de una carne y de una grasa tan apreciada por otras razas, no pudiesen hacerlo, más teniendo en cuenta que la dieta de los trasgos era pobre e insuficiente. Más de un trasgo había llegado a encontrar la muerte empujado por la necesidad, en su empeño por alimentarse con carne de una ballena o de un mesoplodón.

Desde la cubierta Slar se despide de Puerto Ceniza…

1 Cetáceo de hercúleas proporciones caracterizado por una gran protuberancia ósea en su frente con la que es capaz de hundir embarcaciones.

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A pesar de ello, la pesca de ballenas era una de las actividades que más beneficios reportaba a su pueblo, ya que la carne era uno más de los muchos productos que podían obtenerse de ellas, desde los huesos y los dientes, muy apreciados por los hombres, y sobre todo por las gnomas, cuyos congéneres masculinos eran grandes tallistas y muy reconocidos artistas, hasta su grasa, que se utilizaba como lubricante. Obtenían también aceite de jabón y de cocina, margarina e incluso tabaco. El bulbo de sus cabezas contenía una codiciada sustancia que servía para fabricar pulimento, cosméticos, cremas, pomadas médicas y velas, así como también lámparas de aceite de casa. El aceite de cachalote se usaba como antioxidante, algo que para ellos resultaba especialmente útil de cara al mantenimiento de su cada vez más atascada tecnología y sus intestinos producían una sustancia conocida como resina gris, la cual, cuando se exponía al sol, se oxidaba y se convertía en un mármol sólido y aromático. Se decía que ese material gris y aceitoso producía un aroma tan placentero cuando se calentaba que era usado en el continente como una adición a perfumes por su habilidad para hacer que las fragancias durasen más. Una sola gota de resina gris sobre una hoja de papel podía llegar a durar más de cuarenta años, y su aroma permanecía en los dedos por varios días, incluso después de lavarse. Y más aún, era una sustancia muy codiciada entre brujos y nigromantes. Slar no entendía como en el continente eran tan preciados los productos destinados a la estética y al ornamento, cuya funcionalidad era completamente nula y sin embargo poseían gran valor. Y resultaba más que curioso que fuese gracias a ellos que su pueblo, siendo ajeno a todo tipo de artificios, accediera al comercio con las otras razas y con el mundo.

Todos estos materiales eran tratados y producidos en las plantas

de fabricación que se dispersaban por todo Puerto Ceniza, dentro de ellas la chusma alimentaba y hacía funcionar aquellas cada vez más renqueantes máquinas, inundando de humo gris y negro la atmósfera de las islas. Los productos obtenidos eran transportados en buques como en el que ahora viajaba Slar y vendidos en las ciudades costeras, entre cuyos puertos el de Miramar era el más grande y próspero. En el viaje de vuelta esos mismos barcos regresaban ingentemente cargados de carbón y de otros minerales, aunque las cargas cada vez resultaban menos abundantes. La explotación de las minas estaba desde hace algo más de un siglo en manos de los hombres, de ciudades como Miramar y Montevil, y era realmente complicado para un trasgo hacerse con el derecho de explotación de una

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de ellas, por pequeña que fuese, tan difícil como obtener la exclusiva del transporte con un mercader o con un productor, y tan solo para circular libremente por Las Tierras Fronterizas se requería de un salvoconducto que muy pocos trasgos tenían en su poder.

En todo el continente tan solo había un lugar donde los de su raza se habían establecido de manera permanente. Se trataba de la colonia de Aguasfrías. No era muy grande, la componían unas cien familias concentradas en un mismo espacio del que habitualmente casi ninguno de los trasgos allí asentados se alejaba. Sin embargo era un lugar importante en Las Tierras Fronterizas, pues a esta colonia acudían a menudo comerciantes e incluso destacadas figuras de las ciudades más impor-tantes.

La columna de humo que manaba del ballenero estaba ya a punto de desaparecer en el horizonte. Slar dejó marchar al barco y se concentró en el desolado aspecto que ofrecía su hogar. Todavía divisaba levemente la cortina de copos de ceniza que caían sempiternamente desde el cielo, él no había visto nunca eso a lo que llamaban nieve pero suponía que debía de ser algo parecido. El gusto de su pueblo por los términos descriptivos conseguía que realmente el nombre de su isla hiciera honor a lo que era. Pensó una vez más en su madre y en su hermana, y las imaginó sepultadas en ceniza.

Vio como Argail se aproximaba a él desde proa. Seguía aún sin saber exactamente que esperaba de él. Ejercer de capataz suponía encargarse de dirigir a la tripulación, dar órdenes y comandar el navío bajo la supervisión del capitán, que en este caso era el propio Argail. Pero él no tenía los conocimientos necesarios para hacerse cargo de un barco de semejante eslora. Además, Argail no le consideraría chusma, pero le había colocado en una complicada situación frente al medio centenar de galeotes que integraban aquella tripulación. La mirada que le había dirigido el tal Hreg le había dejado bien claro que su presencia no les agradaba y que no le iban a hacer nada sencilla la travesía.

Cuando el mercante estuvo frente a él resolvió todas sus dudas. -No quiero que ninguna de estas ratas perezosas haraganeen, si no me harán perder tiempo y beneficios. Ya casi no acostumbro a embarcarme ni a realizar largas travesías, pero esta es un poco especial. Además, en ocasiones conviene hacerlo para poner un poco de orden en la tripulación.

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No espero otra cosa de ti que no sea mantener a esta sarta de vagos en movimiento. Mientras haya viento quiero las velas a todo trapo y si el mar está en calma haz también uso de los remos. Abajo tengo seis golems remeros pero los galeotes deben también hacer honor a su nombre. – Argail lanzó una mirada sobre cubierta y después señaló a sus esclavos.- Hoy en día estos infelices resultan mucho más baratos que el poco carbón que transportamos. He traído suficientes como para perder unos cuantos por el camino si es preciso.- el mercante se ajustó el cuello de la capa, resguardándose del frío. Levantó la vista al cielo y después la posó sobre las aguas. -¿Ves? Sopla viento y el mar está lo suficientemente manso. Nuestra primera escala será en las Islas Angostas, tengo mercancías que debo descargar allí. Ya sabes cuales son las órdenes y donde está tu puesto. – comenzó a caminar pero se detuvo un momento y, sin volverse, añadió. – Y yo siempre tengo prisa.- tras estas palabras se alejó y se introdujo por una puerta en el interior del barco. Slar se situó en medio de cubierta, se armó de valor y gritó procurando que su voz rugiera. -¡Timonel! ¡Rumbo norte, a las Angostas! ¡Marineros! ¡Navegaremos sin usar las tripas! ¡Izad las velas! ¡A todo trapo! ¡Galeooootes! ¡A los remos! ¡Ya!

Había transcurrido una semana desde que partieran de Puerto Ceniza, la escala en las Islas Angostas apenas supuso una mañana y el trabajo de Slar no resultaba en sí mismo demasiado complicado. No tenía que asumir ninguna tarea física, sino dar órdenes a babor y estribor y supervisar a cada uno de los marineros de a bordo, así como abastecer de energía a los golems cuando éstos comenzaban a evidenciar fallos de ejecución. Como buen capataz sentía que el odio y la rabia de los galeotes se le clavaban en el cogote cuando les daba la espalda. Con Argail cruzaba a diario varias palabras, pero, desde que zarparan, el mercante había perdido la elocuencia que demostró ante el Consejo de Varones Propietarios. No expresaba aprobación ni tampoco lo contrario ante el trabajo realizado por Slar, pero éste notaba como sometía a escrutinio cada rincón del navío con mirada rigurosa. Los primeros días Slar temblaba solo con verlo aparecer, pero viendo que no le hacía reproche alguno, comenzó a relajarse progresivamente. Aún así todavía no comprendía que es lo que esperaba de él.

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En alguna ocasión la conversación se alargaba algo más de lo habitual y gracias a eso Slar pudo conocer un poco más del trasgo que, incomprensiblemente, le había salvado la vida. Así supo que Argail renegaba en privado de la insistencia de su pueblo por vivir anclados a un pasado que quedaba ya tan lejos que apenas recordaban, empeñado en subsistir de los nublados, casi borrados, vestigios de su Historia. Las máquinas que tanto veneraban eran ruinosas y lentas reliquias que apenas funcionaban pero que se obcecaban en arreglar cuando ni si quiera conocían su funcionamiento. Eran trazas de una cultura que no parecía que fuera suya a tenor del desconocimiento que mostraban sobre ella. Argail parecía un trasgo atípico, apostaba por ampliar fronteras, por relacionarse con las otras razas, y para su asombro, y también asco, que Slar digería en silencio, no tenía ningún cuidado a la hora de negociar y tratar con hombres y gnomas. Era consciente de lo complicado que para un trasgo resultaba prosperar en Las Tierras Fronterizas, pero no tenía remilgos en tragarse el tan defendido orgullo de su raza para hacerse un hueco lejos de Puertos Grises, pues, a pesar de haber alcanzado una elevada y distinguida posición allí, de nada le satisfacía si el reconocimiento se limitaba a los suyos. Algunos eran tenidos en cuenta en Entretierras, desde luego, pero solo unos pocos. Ese maldito Sinedrian y sus consejeros no permitían que ningún otro trasgo pudiese medrar debidamente, pero ellos si. Desde aquel oscuro edificio mantenían relaciones económicas con los poderes de Miramar, de Motevil y de otras ciudades mientras controlaban a su pueblo, pero se conformaban con preservar las cenizas, las ruinas y los escombros de su pasado, siendo despreciados por el resto de los habitantes de Las Tierras Fronterizas que los trataban poco menos que como escoria, casi carroña. Sinedrian, ese cochino prestamista y sus usureros, financiaban a hombres distinguidos y poderosos, e incluso también a enanas dignatarias, mientras que él debía conformarse con migajas. Slar se percataba de como el mercante se exaltaba al hablar de todas estas cosas y de que, cuando se daba cuenta de su propia excitación, se esforzaba en atemperar sus palabras.

Pero él tenía sus propias preocupaciones. Cada noche se encerraba en su camarote con el pensamiento puesto en Miramar, donde confiaba en encontrar alguna pista sobre el destino de su padre y del importante asunto que le había llevado hasta allí, y sobre todo se sumergía en el diario, en los mapas y en los planos de su abuelo. Tenía que encontrar en ellos algo que pudiera ayudarle a salir de aquella espiral de

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desventuras que lo había absorbido de la noche a la mañana. Descubrió que los cuadernos contenían mucha información; su abuelo había dejado constancia de las diversas escalas realizadas con su aerostato en un viaje que, desde su partida hasta su regreso, se había prolongado varios años. De entre todos estos lugares parecía que era en Miramar donde comenzó a realizar grandes descubrimientos. Sin embargo, y al mismo tiempo que relataba sus experiencias, en otro de los cuadernos, en el último, Urial Kardasian había narrado otra historia, la del pueblo trasgo, que se remontaba a los tiempos en que éstos alcanzaran su apogeo y se convirtieran en dueños y señores de Acronia, aunque las cosas, tal y como su abuelo las contaba, no parecían encajar con ese glorioso pasado al que ellos se aferraban. Las palabras escritas por él le produjeron primero desconcierto, después perturbación, finalmente indignación y ofensa y en su última parte una profunda tristeza. Pero ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo se atrevía a llamarlos, a ellos, a los trasgos, lacayos? A medida que avanzaba en la lectura la rabia que sentía solo fue superada por su terror…

Escrito en los días cortos del Año 294.

Comienzo a escribir estas primeras líneas en los últimos días de mi

existencia, dispuesto a relatar precisamente los motivos que me han

conducido hasta este triste final, el mío, impuesto por el orgullo de un

pueblo, el mío también, que prefiere continuar sumido en el

desconocimiento y el engaño antes que afrontar la cruda verdad de sí

mismo.

Nuestra Historia no es como nos la han contado, los tiempos duros y

lamentables en los que hogaño nos hallamos inmersos no son un de eco

deformado de la gloria que vivimos antaño. No somos un pueblo caído en

desgracia por los ardides de otros que quisieron frenar y derribar el

esplendor que alcanzamos. Nos empeñamos en descargar sobre ellos la

culpa de nuestro infortunio, pero el odio y el rechazo que cosechamos hoy

son el fruto del pavor que en su día sembramos, cuando lo expandimos a lo

largo y ancho del mundo. Aún así, tan triste y miserable es nuestro pueblo,

que ni tan siquiera podemos atribuirnos tan dudoso mérito, pues no fuimos

nosotros, los trasgos, los artífices de tan horrible hazaña. No fuimos

nosotros, sino Ellos. Los trasgos ocupamos el más despreciable de los

lugares, pues fuimos sus servidores.

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¿Quienes eran ellos? Nunca pensé que la respuesta a una simple pregunta

pudiera suponer semejantes consecuencias. Con razón los individuos que

poseen un mayor conocimiento de las cosas deben ser también los más

valientes. Se necesita reunir mucho valor para asumir la verdad, y nuestro

pueblo ha sido siempre profundamente cobarde. Ellos eran… Los Elfirren.

Elfos. ¿Pero qué sabemos de ellos? Nos contaron que llegaron un día y se

hicieron los dueños y señores de nuestro mundo. ¿De dónde vinieron? Nos

dijeron que llegaron de más allá de los antiguos bosques de

Siempreinvierno, de los confines del Páramo Helado. ¿Qué eran? Reyes

brujos, poseedores de ancestrales y terribles poderes que se escapaban a la

comprensión de cualquier otra raza. ¿Qué hicieron? Redujeron una a una a

todas las naciones, ciudades y pueblos. A todos, a todos menos a los

trasgos. Nos convertimos en sus aliados y juntos conquistamos y

sometimos Acronia durante cinco siglos, hasta que esas malditas gnomas

iniciaron una rebelión que terminó por desembocar en la Alianza, que

arrinconó a nuestro pueblo en estas islas alejadas y desprovistas de

recursos. Se vengaron de nosotros por domeñarlos durante tantos y tantos

años. Y nuestros socios desaparecieron.

Pero todo eso es MENTIRA, pues el primer pueblo sometido fue el nuestro.

Aprovecharon con suma astucia nuestra codicia, nuestra ambición, y sobre

todo, nuestra debilidad.

Nos jactamos, nos vanagloriamos, del pasado trasgo ¿Por qué? No éramos

un pueblo unido antes de su llegada. Al contrario, errábamos dispersos por

el mundo, sin reconocimiento, ya entonces perseguidos, y sin patria.

Cuando los Elfos, con su magia, y con los extraños artefactos que portaban,

conquistaron fácilmente las tierras de Frasia y Venuria, nos postramos

raudos a sus pies. Nos sedujeron con sus lisonjas, con sus metales

brillantes, con sus ignotas máquinas, y con el Vapor. Fue cuando nos

entregaron el Vapor cuando nos convertimos en sus acólitos. No ¡Si al

menos hubiera sido así! Nos convertimos en sus siervos.

Nos convirtieron en sus látigos entregándonos látigos a nosotros. Y nos

ensañamos con las otras razas; con los hombres, si, y por encima de todas,

con los gnomos. Por todos los años de anulación, de desprecio, de maltrato,

pero sobre todo por más Vapor. A ellos, a los gnomos, las encerramos en

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las asfixiantes minas de carbón, día y noche, noche y día, hasta que solo

hubo noche, una noche eterna que duró cinco siglos. Convertimos

Rocanegra en el peor espanto imaginable, los vagones que surcaban las

entrañas de la montaña emergían rebosantes, unos de piedra negra y

otros de cadáveres de turbantes2, de esclavos mineros que escupían en

aquellas profundidades su último aliento junto con restos purulentos de su

organismo.

Talamos los árboles hasta arrasar los bosques, penetramos con aquellos

monstruos mecánicos hasta el corazón del Bosque Viejo y arrinconamos a

los duendes, aplastándolos contra el Espinazo del Dragón. Les despojamos

de su hábitat y de su esencia.

Los hombres se sometieron, se rindieron ante la devastación de las

máquinas, ante el humo negro tras el que se ocultaban los Elfos. Solo los

bárbaros del oeste, la minoría integrante de la Horda Graor Gull que vivían

en las tierras ásperas, se vieron apenas salpicados por tantos siglos de

tragedia. El resto vieron cómo sus ciudades fueron arrasadas, sus cultivos

devastados, sus costas contaminadas. Su libertad se vio truncada,

arrebatada, cuando sus reyes y sus nobles se inclinaron ante los Elfos para

preservar parte de sus privilegios, pero eran nuestras botas manchadas de

hollín las que les ahogaban cuando sus cuellos eran pisoteados. ¿Cómo

esperábamos no recibir otra cosa que odio por parte de todas las razas?

Hubo varios intentos de rebelión. Cuando los silfos, un pueblo sumamente

respetado por el resto de razas, dada su extremada dignidad y sensibilidad,

se resistieron a tanta injusticia, su reino, Sobrepiedra, fue aplastado tan

brutalmente por huestes mixtas de elfos y trasgos que su raza fue práctica,

sino totalmente, extinguida. Lo que hicieron en aquel lugar y lo que quedó

de él me resulta, literalmente, imposible de describir. Peor aún, me falta el

valor para rememorar lo que allí encontré…

No fue hasta siglos después que las gnomas, hartas de ignominiosa

explotación, se sublevaron, expulsándonos de Rocanegra. Pero ¿Cómo

íbamos a suponer que serían ellas, precisamente ellas, quienes se

sublevaran? Las gnomas se dedicaban a tareas menos físicas y desde luego

menos duras, y se alimentaban mejor, y al tiempo alimentaron también sus

2 Esclavos gnomos de las minas de carbón de Rocanegra.

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ansias de rebelarse, y si hubieran tenido tiempo, a buen seguro que se

hubieran vengado. Hartas de ver como los padres de sus hijos soportaban

lo indecible y morían de sufrimiento y extenuación, se levantaron con tal

fiereza que alentaron al resto de razas a hallar el coraje para acompañarlas

en su propósito. Y realmente ¡Qué fieras eran! Poco tiempo después, los

duendes del Bosque Viejo, horrorizados por la industria trasga y por la

magia élfica, se unieron a ellas. Y con el apoyo de las tribus bárbaras ogras

y humanas del otro lado del Espinazo del Dragón, la rebelión podía llegar a

triunfar, porque llegado el momento siempre surge el valor.

La reacción de nuestro pueblo fue lo que definitivamente dio la victoria a la

Alianza, ya que los trasgos nos mantuvimos neutrales permitiendo el paso

a los rebeldes y dejando a los Elfos sorprendidos, los cuales, a pesar de sus

extraordinarios esfuerzos, se vieron superados.

La terrible batalla librada dejó a su paso un reguero de muerte y

destrucción, la magia convocada por Ellos fue terrible. El cielo ardió con

una luz blanca y cegadora que arrasó con las ciudades y sus ejércitos.

Fueron cientos de miles los que murieron aquellos días. Se abrieron brechas

placares de las que surgieron criaturas durante mucho tiempo olvidadas y

que durante años asolarían Acronia. El clima quedó severamente afectado

y el Gran Invierno llegó al mundo, obligando a los duendes a abandonar sus

bosques de Siempreinvierno a riesgo de morir congelados. La enfermedad

brotó y pació por las tierras de Frasia y Venuria, y el hambre y el caos

fueron totales. Y aquello duró otros cien años que vinieron a conocerse

como el Siglo Trágico.

Los Elfirren murieron, o sencillamente desaparecieron, envueltos en el

mismo misterio con el que se presentaron. Los trasgos debimos asumir en

solitario, aunque merecidamente, el resultado de tan terrible

protagonismo. Si la venganza sobre nosotros no fue más dura y no nos

exterminaron como a ratas fue porque nos mantuvimos al margen cuando

la hegemonía de los Elfos se vio por fin severamente amenazada, pero no

colaboramos tampoco en su derrota. Actuamos como un pueblo que, ante

la duda de saber quien se alzaría con la victoria, se mantuvo a la espera. No

hay orgullo en nuestra raza, no hay honor en nuestro pueblo, y valemos

todos nuestros padecimientos.

Page 31: A Sangre y Vapor   volumen 1

31

Cuando, tras años de viaje y descubrimiento, regresé con los míos y traté de

desvelar las razones que hacían de nuestro presente una realidad tan dura

y hostil, y que estaba en nuestras manos poder cambiarla, asumiendo la

responsabilidad y la deuda que tenemos para con el mundo, desterrando

los prejuicios que arrastramos fruto de nuestro miedo y aceptando que

seguimos siendo esclavos de un pasado en el que fuimos al tiempo siervos y

garras del terror, fui silenciado y apresado. Quise explicar ante el Consejo

de Varones que los rencores que depositamos en otras razas,

especialmente en la gnoma, no responden a las afrentas que éstas

causaron a nuestro pueblo, sino a nuestra mezquina y hueca obstinación

por no querer aceptar su resentimiento hacia nosotros. Nuestras propias

hembras sufren hoy el maltrato de nuestra sociedad porque nos recuerdan

que fueron otras madres las que iniciaron nuestra caída, devolviéndonos al

oscuro lugar del que procedemos. Por eso las arrinconamos, las

ninguneamos, las depreciamos. ¡Por compasión, ellas son nuestras madres,

nuestras hijas, nuestras hermanas, nuestra sangre! Nos esclavizamos ente

nosotros, dividiéndonos entre trasgos libres y chusma, solo para que unos

puedan experimentar y rememorar la única forma de poder que conocimos.

No mediante el honor, no mediante la verdad, no mediante la justicia, sino

mediante la clase. ¡Y eso es mezquino, es cruel, es espantoso! Debemos,

como Pueblo, alcanzar por primera vez en nuestra historia la Dignidad que

nunca tuvimos.

¡Y nos atrevemos todavía a hablar de orgullo y gloria! Hoy Las Tierras

Fronterizas son un reflejo de las naciones que un día fueron, pero jamás se

nos devolverá a nosotros una gloria que nunca alcanzamos. Al contrario,

nos mantendrán siempre alejados y controlados, pues saben del peligro de

nuestra codiciosa e insensible naturaleza. Y nuestra sociedad continua

siendo el espejo del odio y del miedo que volcamos sobre los débiles,

porque sin ellos los fuertes no serían fuertes. ¡Sistema perverso y

degradante el nuestro!

¿Mérito y Esfuerzo? ¿Qué meritos y qué esfuerzos son esos cuando están

asegurados por la Herencia que garantiza que sean siempre los mismos

quienes dominen a los que, nacidos en condiciones desfavorables o

desamparados por completo, se ven abocados a perpetuar su miseria?

Todo esto declaré, palabra por palabra, ante el Consejo. Y me respondieron

con la muerte (…)

Page 32: A Sangre y Vapor   volumen 1

32

El diario continuaba dedicando varios párrafos a su hija. Se dirigía a ella en un tono dulce y cariñoso, totalmente impropio en el lenguaje y las formas de un trasgo, pero absolutamente acorde con la disidente visión de su abuelo. Se lamentaba por no poder dejarle nada en herencia, y también se lamentaba de lamentarse por ello, ya que, a pesar de ser ésta una cuestión a la que él se oponía hasta el punto de llevarle a la muerte, era por desgracia el único modo de asegurarle un futuro lejos de las penurias de la chusma. Se lamentaba igualmente de verse obligado a dejar lo poco que tenía a nombre de su yerno, al que había llegado a coger aprecio y consideraba un trasgo con excelentes potencialidades, no solo en lo referido a su habilidad e inteligencia, sino también a su sentido de la ética. Le legó la embarcación con la que había regresado de su viaje, y en cuyo interior encontraría algo que al principio sin duda le sorprendería, pero que después, y confiando en su perspicacia y perseverancia, acabaría comprendiendo.

Slar cerró las páginas con lágrimas de espanto y de impotencia. No quería validar las palabras de su abuelo, pero al mismo tiempo se le antojaba doloroso y difícil dar por mentira la truculenta interpretación que había hecho del mundo que él conocía. Durante el día deambulaba por cubierta, comandando la nave, dando órdenes de un modo casi automático. Hacía varias jornadas que no avistaban ningún barco y el mar continuaba en calma, aunque desde que abandonaran las Angostas, el viento había dejado de soplar con intensidad. Argail le había concedido su permiso para que pusiera en marcha unas tripas secundarias que ayudaran a los galeotes a impulsar la nave, pero se había negado a conectar la tripa principal. No tendría tanta prisa después de todo, pensó Slar. Cuando supervisaba a los remeros y se situaba frente a los bogavantes

3,

rememoraba las palabras de su abuelo y sus duras críticas a la esclavitud y sentía como un sabor a hiel inundaba su boca. Por momentos creía comprender justificadas sus dudas, e incluso sus reproches, pero cuando sus ojos se tropezaban con los de Hreg o con los de algún otro de los galeotes, sentía como la hostilidad con que le miraban le atravesaba el cráneo. Entonces regresaban a él tantos años, tantos siglos, de costumbre y conveniencia, y les respondía con órdenes y amenazas.

Pero la información que halló en los otros cuadernos resultaba, si cabe, aún más inquietante y reveladora. Las primeras páginas no llamaron

3 Remero experimentado que ocupa el primer puesto de cada banco.

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33

especialmente su atención; describían los primeros meses del viaje y algunos de los lugares por los que su abuelo pasó eran los mismos por donde él acababa de hacerlo o por donde lo haría en poco tiempo. Después narraba sus aventuras por lejanas aguas en busca de objetos y reliquias místicas a las que él otorgaba un gran valor, pero fue a partir de que atracara en Miramar cuando las cosas comenzaron a ponerse más interesantes… Primavera del Año 291.

(…) Amerizamos en el puerto de Miramar ante el asombro de los marinos,

comerciantes y empresarios que allí trajinaban, que repartían su

incredulidad entre nuestra aeronave y su tripulación. No podían determinar

cual de aquellas dos cosas era lo que les impedía cerrar la boca; si la

embarcación a la que acababan de ver descender del cielo, o si los trasgos

que la gobernaban. La admiración que les producía lo primero era ahogada

por el recelo que les causaba lo segundo. Aún así, la curiosidad suele ser

siempre el mayor de los impulsos, y unos cuantos se acercaron hasta

nuestro aerostato para observarlo más de cerca. Los aeronautas

afianzábamos la tela con la red y amarrábamos la nave a tierra firme

mientras todavía pugnaba por alzarse. Mientras tanto, algunos hombres

ya habían formado corrillos en los que, entre murmullos, especulaban

sobre aquello que no acababan de comprender. De repente, una voz se alzó

de entre aquella cháchara de corral y dirigiéndose a los que estábamos en

cubierta, preguntó directamente.

-¿Cómo funciona?

Me di la vuelta y entonces la vi por primera vez. Aquella mujer había ya

alcanzado la madurez, desde luego no era una muchacha. Estaba plantada

en medio de sus conciudadanos con las piernas ligeramente abiertas,

ancladas sobre el pavimento, los brazos en jarras y los pulgares trabados

en el cinto. Me percaté de que el cacareo de sus paisanos cesó al instante y

me pareció que la miraban con cierto respeto. Sonreí tras revisar el globo,

ya casi totalmente estabilizado, y me dirigí a ella hablando a voces.

-¡Con vapor!

Entonces la mujer sonrío y soltó una poderosa carcajada haciendo brillar su

blanca dentadura bajo el sol de la mañana. Miró a izquierda y derecha a

sus paisanos y éstos correspondieron con más risas.

-Ya, con vapor… ¡Y algo más! – y guiñó su ojo derecho.

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34

Miré al suelo tratando de ocultar mi sonrisa y demoré unos instantes mi

respuesta.

-Desde luego, pero ese es mi secreto - y le devolví el guiño sacando la

lengua.

-¡Baja! – gritó ella de nuevo -Te invito a un trago, me parece que tú y yo

tenemos mucho de que hablar (…)

(…) Shirania Dénvoros era una mujer atípica, no tanto porque ocupase una

posición de privilegio en la sociedad de Miramar, sino por su carácter

curioso e intrépido. Había comprado su título de Soberana hacía ya unos

cuantos años y gozaba de buenas relaciones, no solo con los otros señores

y próceres de Miramar, sino también de Montevil. Incluso en Cienfuegos su

nombre era sumamente respetado. Sin embargo para los nobles de

Miramar, y especialmente para ella, estos títulos no significaban

absolutamente nada. Si, cierto era que ornamentaban de un modo muy

rimbombante sus presentaciones, sobre todo fuera de la ciudad, pero en el

fondo casi los despreciaban. Entre los poderosos de Miramar se

intercambiaban habitualmente sus títulos entre ellos, o los regalaban,

incluso a humildes taberneros o feriantes sin ninguna clase de poder. Ellos,

y también Shirania, sabían que el único nombre que de verdad contaba, y el

que les hacía acreedores de confianza y les validaba para cerrar

importantes negocios o jugosos asuntos, era el propio. Así, caminando por

Miramar, uno podía tropezarse con herreros, afiladores u hortelanos que

poseían el título de Alteza, de Infante o incluso de Príncipe, y se dirigían

unos a otros tratándose entre chanzas de Ilustrísimas o de Señorías. Hasta

los nobles de verdad se inclinaban, en los días en los que el humor les

sobraba, ante sus propios criados, pues había ocasiones en las que éstos

poseían más alcurnia delante de sus apellidos que ellos mismos. Era el

modo en que tenían de reírse y de ridiculizar a las arcanas y rancias

monarquías y señoríos del Imperio que se extendían fuera de Las Tierras

Fronterizas, más allá de la Empalizada del Este.

Por eso, cuando entramos juntos en la Taberna de la Princesa Marla, muy

cercana al muelle, la Soberana Dénvoros, ejecutó una afectada reverencia

ante la gruesa tabernera, a la que ésta correspondió con una leve

inclinación. Aquella mañana se notaba que estaba de espléndido humor y

la visión de nuestro dirigible acercándose al puerto había elevado su

espíritu tan alto como lo estábamos nosotros en ese momento. Eran ese

tipo de cosas las que despertaban su entusiasmo, porque Shirania, noble y

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acaudalada comerciante, era mucho más que eso, y sus verdaderas

pasiones eran la investigación y el coleccionismo.

En seguida detecté que aquella mujer no era una prisionera de los

prejuicios. Hablaba conmigo de tú a tú, obviando completamente que fuera

un trasgo. Es más, sentía que a su lado desparecía en todos el recelo que mi

raza causaba entre los hombres. Después de varios tragos de licor de hierro

y, al descubrir que yo compartía con ella su afición por la Historia de

nuestro mundo, así como su entrega por el conocimiento y sus ansias de

progreso, me habló ya como se habla a un colega y no tardó en

convertirme oficialmente en su invitado. Cuando más tarde, a bordo de

nuestra nave, le expliqué cual era aquel secreto al que me había referido

anteriormente, se mostró desbordada de júbilo. Le expliqué que en un

principio había probado a elevarla solo con vapor de agua, pero que para

ello se hacía indispensable un globo de tamaño desproporcionado, lo que la

convertía en muy lenta y costosa de maniobrar y extremadamente

vulnerable a la caprichosa Veldrem. Los resultados fueron muy precarios,

pero fue después de que descubriera aquella combinación, que la cosa

realmente funcionó. Shirania atendía mis explicaciones y miraba de hito en

hito todo cuanto le mostraba, pues todo en aquella aeronave, las aletas

que regían la dirección, las hélices locomotoras que la impulsaban, la

precisión y el perfecto funcionamiento de aquel amasijo de poleas,

engranajes, ejes y rieles, le perecía un sumo prodigio.

Me obligó a alojarme en su residencia, un palacete situado a las afueras de

la propia ciudad, muy adecuado a su estilo y personalidad. En él no

faltaban las comodidades, desde luego, pero por encima de todo había

convertido el amplio interior de aquellas paredes en un enorme y completo

taller donde ella, junto con un equipo de varias personas de su confianza,

desarrollaba todo de tipo de experimentos, algunos con más fortuna que

otros. Sus intentos por volar, una de sus pequeñas obsesiones, habían

terminado hasta entonces en fracaso. Le apasionaba la mecánica y no eran

pocos los objetos y artilugios de factura trasga que había logrado adquirir.

No era la única, pues muchos comerciantes y señores de la ciudad se

habían hecho con maquinaria traga tras el expolio que siguió a su victoria

en Puerto Ruina. De hecho los aparatos mejor conservados que quedaron

después de la guerra, incluidas tripas y golems, fueron llevados hasta

Miramar y formaban ya parte del paisaje en los muelles de carga, así como

en otras partes de la ciudad. Ella misma tenía en su poder un golem,

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aunque los llamaban autómatas en Miramar, que después de ser

restaurado con sus propias manos, lucía mejor aspecto que cualquiera de

los que yo había visto nunca en Puertos Grises.

Pero no fue hasta pasado unos días que Shirania empezó a hablarme de su

mayor descubrimiento, que había hecho varias semanas atrás, y que era al

mismo tiempo su mayor inquietud. En una de sus expediciones terminó por

desembocar en las estribaciones de las ruinas de la ciudad de Sobrepiedra.

Ya había llegado hasta allí en anteriores ocasiones, pero no se había a

atrevido nunca a explorar aquellos alrededores, en parte por el temor que

le causaban las historias que sobre ese lugar había escuchado desde niña, y

en parte también porque el acceso a la antigua ciudad causaba la

impresión de ser harto complicado.

No se adentró por tanto, además el aire le parecía sumamente irrespirable,

provocándole, pasado un tiempo, arcadas y mareos. Sentía el ambiente

enrarecido, como poseído de un cosquilleo chispeante que le erizaba el

vello. Cuando vio que su caballo comenzó a caminar con paso tambaleante,

abandonó el lugar sin que en aquella primera ocasión pudiera traerse

consigo otra cosa que una sensación de terror en el cuerpo. Pero su espíritu

curioso e investigador batallaba día tras día con su miedo, y finalmente,

como no podía ser menos en ella, acabó venciendo. Regresó a las ruinas

llevándose máscaras antigas y armada de valor y decisión, dispuesta a

traer de aquel infierno algo más que el rabo entre las piernas. Por suerte no

tuvo que avanzar mucho hasta encontrar algo que le bastara para

considerar que el viaje hasta allí no había sido en balde.

Después de atravesar lo que le pareció una barrera de aire denso, tanto

que casi lo podía cortar con la espada, tropezó y cayó de bruces con una

estructura metálica que sobresalía de la roca. Asustada, a cuatro patas y

casi completamente cegada por aquel aire turbio, tanteó con las manos

una pieza suelta de aproximadamente cuatro pulgadas de largo y una de

grosor. La cogió, y sin detenerse a observarla la envolvió en su capa. Rauda

se quiso levantar, pero sintió un gélido escalofrío recorrer su piel cuando,

de repente, sus dedos rozaron los de otra mano. Quedó al instante fría y

paralizada, porque al mismo tiempo aquella rara niebla le permitió ver a

unos cincuenta pies de distancia una suerte de muralla metálica de

extraños brillos. A pesar de la angustia que experimentaba y de sentir el

roce de aquellas falanges, no pudo evitar contemplar la superficie de aquel

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muro, pues su extraña brillantez resultaba del todo hipnótica. Por fin, tras

permanecer brevemente embobada en aquel trance, recuperó el domino de

si misma, y sin pensárselo dos veces ni tener idea alguna de qué podía

haber al otro extremo de aquella mano, tiró de ella con fuerza. Y al percibir

que levantaba con facilidad un brazo desprendido, inició un apresurado

regreso.

Después de contarme aquello, que yo escuchaba con gran

compungimiento, ya no tenía nada claro querer ver lo que se trajo consigo,

pero no me dio opción. Me mostró primero el objeto. Ciertamente era muy

extraño, tanto por su textura como por su brillantez y por sus redondeados

bordes, que hacían pensar que la pieza no había sido arrancada de ninguna

otra, ya que no presentaba imperfecciones. Pero lo más inquietante ocurrió

cuando Shirania lo colocó frente a nosotros y posó su pulgar sobre unas

pequeñas inscripciones, una suerte de runas que componían un símbolo del

todo ajeno para mí. Tras unos instantes de expectación durante los cuales

no sabía que debía esperar, comencé a percibir un zumbido, al principio

casi imperceptible pero cuya intensidad aumentó hasta tal punto que sentí

como los tímpanos de mis oídos se tensaban. Después, aquella pieza

comenzó, para mi enorme sorpresa, a vibrar, luego a temblar y por último

a bailar bruscamente. Yo alternaba, con los ojos abiertos de par en par,

miradas hacia el objeto que súbitamente había cobrado vida por sí mismo,

con otras que le dirigía a Shirania, esperando que de algún modo me

tranquilizase, pero ella solo me instaba a que continuase observando.

Pasado un rato parecía que aquel metal estuviera a punto de estallar y

finalmente, y para mi espanto, se elevó en el aire verticalmente a una

velocidad considerable para quedar suspendido y estabilizado a la altura de

mis narices, inmóvil, casi desafiante, con el descaro propio de algo que se

sabe en contra de lo imposible. Y allí se quedó. Totalmente atónito no pude

por menos que, tras consultar con la mirada a Shirania, pasar mi manos

por encima y debajo del objeto, como tratando de hallar unas cuerdas

invisibles que fuesen a destapar un truco barato, pero allí no había nada, ni

tampoco truco alguno.

Me costó un rato recobrarme de tan grande impresión y poder atender a

Shirania con mis cinco sentidos liberados de estupor. Cualquier otro hubiera

admitido sin dudarlo que aquel objeto era fruto de brujería, y poco me

faltaba a mí mismo para estar convencido de tal cosa. Pero Shirania tenía

todavía otra cosa que mostrarme, y yo no creía estar preparado en

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absoluto después de lo que ya había presenciado. Por eso fue que, sin

comentario de lo ya visto, ni preámbulo de lo siguiente que iba a ver, me vi

casi empujado en dirección a otra estancia. Una vez en ella me colocó

frente a un contenedor metálico, lo abrió, y de él extrajo el brazo cuyo roce,

semanas atrás, a buen seguro le había arrancado varios años de vejez a la

Soberana.

Cuando finalmente lo tuve ante mí respiré aliviado. Si bien su aspecto era

extraño y distinto de los que yo conocía, aquel era sin duda el brazo

mecánico de un golem. Los engranajes y rotores que estaban a la vista

presentaban un aspecto diferente de los que usábamos en Puertos Grises, y

el color del metal podía parecerse más la pieza que todavía flotaba tanto

en el aire como en mis perturbados pensamientos, pero desde luego nada

en él provocaba mi consternación.

Le hice a Shirania una tímida mueca de decepción ante este nuevo objeto,

pero entonces ella le dio la vuelta y puso frente a mis ojos la parte

arrancada, que estaba a la altura del hombro. Me acerqué despacio hasta

la articulación sin entender el porqué de su petición y entonces

experimenté un respingo que me hizo botar hacia atrás. Respiré hondo y

volví a aproximarme, lívido y con un nudo que cerraba mi garganta. El

metal no presentaba rotura alguna, terminaba al final del brazo

perfectamente acabado. Sin embargo, fusionado a él, encontré un hueso

perteneciente a una criatura, nunca mejor dicho, de carne y hueso, y bien

pudiera haber sido de un hombre, o de un trasgo.

Me dirigí a Shirania espeluznado. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo era

posible? Ella había tenido mucho más tiempo que yo para reflexionar y

seguía sin tener la respuesta, pero quería saber más. En realidad quería

saberlo todo y estaba convencida de que el destino me había enviado hasta

ella para que la ayudase a comprender. No tardó mucho en convencerme

para que los dos regresásemos juntos hasta aquel pavoroso lugar (…)

Después la lectura se hacía complicada, el trazo de la letra era confuso y la narración errática. A su abuelo debió hacérsele muy difícil escribir sobre lo que vivió a partir de entonces, pero Slar pudo deducir que los dos se adentraron en las ruinas y trataron de encontrar algunas respuestas a las preguntas que les asediaban, alguna de las cuales estaba

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contenida en el primero de los diarios que había leído, aquel en que Urial Kardasian dejaba escrita una declaración que era también su legado. Pero en este todo estaba emborronado, confuso e incompleto, había páginas de él que ya no estaban y Slar apenas pudo sacar nada en claro de la suerte que corrieron allí dentro.

Cuando abandonaba sus lecturas nocturnas el joven trasgo vivía en permanente desasosiego. Tenía cada vez más claro que debía llegar hasta Miramar, aunque no lograba encajar todas las piezas, pensaba incluso que quizás estaba relacionando en su mente cuestiones que nada tenían que ver unas con otras, pues la figura de su padre y el propósito de su último viaje todavía no habían emergido por ningún sitio. Además, continuaba sin comprender los motivos de Argail para hacer lo que había hecho por él. En su barco se sentía a merced del peligro, pues no podía fiarse de nadie y la posición que le había adjudicado el mercante le colocaba en una delicada situación con respecto a la tripulación. Por otra parte, las ideas de su abuelo atormentaban y flagelaban su espíritu. De noche quedaba atrapado en terribles pesadillas en las que se mezclaban todos los pasajes leídos del diario. Se veía a sí mismo corriendo despavorido entre nieblas y ruinas mientras sus cabellos chisporroteaban y ardían, y de la oscuridad surgían garras metálicas que lo apresaban y tiraban de él. Después, aparecía en el centro de un círculo, de pie sobre una plataforma metálica vibrante que al momento despegaba y lo elevaba del suelo. Entonces sentía el impacto de una piedra en su frente que le hacía sangrar, y luego otro, y otro, y otro. Y alrededor de él, a través de los regueros de sangre que le anegaban los ojos, podía ver como desde el borde del círculo un montón de gnomos y gnomas, de hombres y mujeres, de ogros y ogras y de otras extrañas criaturas que no identificaba, le lanzaban los pedruscos. Las gnomas chillaban con rabia, los hombres reían a carcajadas, las mujeres le hacían burlonas reverencias y los ogros y las ogras aullaban gritos salvajes. Solo los enanos permanecían mudos y casi estáticos, le miraban fijamente con los rostros demacrados y sus ojos tristes hundidos en las cuencas. Entonces se inclinaban y, sin mirar si quiera al suelo, cogían algo con la mano y también se lo lanzaban. Pero no eran piedras, sino carbón.

Llevaban diez jornadas navegando y quedaban, al menos, otras tantas para abocar en Miramar, probablemente más, dado el poco viento que soplaba desde hacía días y que apenas templaba las velas. Los galeotes

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daban cada vez más muestras de cansancio, pues prácticamente no habían dejado de remar desde que partieran y, a pesar de que todavía se utilizaba la boga como recurso para impulsar las naves, lo cierto era que ya era poco habitual. Los barcos trasgos eran muy pesados, dado que contenían mucho metal tanto en su estructura como en su interior, y precisamente eran las tripas las que más contribuían a aquel peso, por lo que tenía poco sentido no aprovechar su potencia propulsora y usar por el contrario, y casi de forma exclusiva, la fuerza de los galeotes, tal y como Argail parecía empeñarse en hacer. Tres de ellos ya habían enfermado y se encontraban convalecientes en la bodega, y a tenor del modo en que los observaba Argail, Slar temía que en cualquier momento el mercante le ordenase echarlos por la borda.

Las tripas secundarias continuaban funcionando, pero prácticamente toda la energía que producían era para las corcovas de los golems, que Slar cargaba cada mañana a primera hora. Procuraba hacerlo de uno en uno para que, mientras encajaba las tres brechas de cada una de las chepas a las tripas, los otros cinco continuaran remando sin interrupción. Una vez la biela tensaba sus cuerdas hasta su punto máximo, la volvía a insertar en el dorso del golem para seguir el mismo proceso con cada uno de los otros cinco. Aquello era sin duda una pérdida de energía y de tiempo, pues a pesar del trabajo de aquella media docena de infatigables bogantes mecánicos, éste no resultaba suficiente para lograr una velocidad mínimamente aceptable. Slar calculaba que aquella nave, en aquellas aguas, podría llegar a alcanzar, con la tripa principal en marcha, los ocho o nueve nudos, pero mediante aquel sistema no llegaban ni a la mitad, y ahora veía que Argail no tenía tanta prisa como le había anunciado, mientras que él si.

Decidió bajar a la cubierta de la tripa principal, resuelto a alimentarla por sí mismo si era necesario, en vista de la apatía mostrada por el capitán de la nave, pero una vez dentro su sorpresa fue mayúscula. Tardo un poco en reconocerla, sin embargo después de examinarla con atención y de dar con aquella carcasa que le era tan familiar, no le cupo ya ninguna duda. Ante sí tenía la creación de su padre, aquellas tripas a las que desde pequeño le había visto dedicar jornadas enteras de trabajo, y más aún, semanas, meses y años de investigación. Comprobó, sin embargo, que no estaban conectadas a los engranajes ni al tambor de paletas que hacía girar la hélice, ni tampoco a aquellos cilindros que eran

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capaces de generar una potencia de veinte mil gnomopores. Las tripas estaban descosidas de la nave, abandonadas, escondidas en aquel espacio semioscuro.

Boquiabierto, absolutamente perplejo, incapaz de asumir más sorpresas, más revelaciones, más descubrimientos indeseados, permaneció quieto sin comprender, hasta que, detrás de él, sintió un ruido. Se giró bruscamente, sin saber ya que más esperar y ante sí pudo ver la figura de Argail Tartu al trasluz de la claridad que provenía desde la cubierta exterior.

Argail le observaba con mirada curiosa, expectante ante la reacción de Slar, pero en vista de que éste no hacía sino interrogarle con los ojos, decidió ser el primero en romper el silencio. -Veo que te has adelantado, no tenía previsto enseñarte eso, todavía… Slar percibió en el brillo zaino de sus ojos y en el tono taimado de sus palabras el anticipo de una traición, algo que daba por imposible entre los suyos, aunque eran tantas las novedades que estaba asumiendo últimamente, que en realidad estaba más preparado de lo que le gustaría para escucharla. -¿Dónde está mi padre? – le gritó Slar, presa del pánico y de la rabia acumulada en los últimos días. -¿Qué has hecho con él? Argail entornó los ojos al tiempo que encogió los hombros. -Tu padre era un trasgo muy listo, aunque nunca imaginé que tanto. -¿Era? -Está muerto, joven amigo, eso ya lo imaginabas. Yo le maté, bueno, ya sabes, no yo con mis manos. Uno de éstos. – y señaló con los ojos hacia el exterior. -¡Asqueroso traidor! Slar se encamino decidido hacia él, pero al instante se detuvo, al ver como Argail descubría su mano empuñando una pequeña ballesta. - ¡Atrás! Retrocede si no quieres que te ensarte como a un bonito. -Slar obedeció. -Era muy listo tu padre. No tengo ni idea de cómo ni de donde sacó esas tripas, pero a buen seguro que era gracias a ellas que su nave alcanzaba semejante velocidad. Todavía no se como funcionan, pero ya lo averiguaré. De hecho, esperaba que tú me pudieras ayudar en eso. -Ni lo sueñes, no pienso ayudarte en nada.

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- ¡Qué desagradecido! Y pensar que de no ser por mí ahora te estarías pudriendo con la chusma. -Prefiero eso a servirte en algo. Te lo pregunto de nuevo ¿Dónde está mi padre? -Encontraras su cadáver en el interior de su amada embarcación, bueno, lo que queda de ella. No resultó fácil sacar ese cacharro de sus entrañas. Si tanto te interesa saberlo, ambos yacen en la isla de Prosperia, pero en realidad no creo que tú vuelvas a verlos. -Pero ¿Por qué? ¿Acaso te hizo algo alguna vez? ¿Acaso te ofendió? –Slar no lograba ni de lejos comprender los motivos de tan ruin comportamiento ni de tan horribles actos. -Me ofendían su inteligencia y su ambición. Son cualidades peligrosas en un adversario. -¿Adversario mi padre? -No te hagas el inocente, tu padre pretendía obtener, ya tenía el trato casi cerrado de hecho, una licencia de comercio en Miramar con un importante extractor de piedra negra ¡En exclusiva! No se como llegó tan lejos. Ese tipo de acuerdos no se alcanzan sin los contactos adecuados, y yo, la verdad, ignoraba que tu padre los tuviese. Pero ahora Oslof Meridion ya no está, se ha…esfumado.- Argail cosquilleó el aire con sus dedos al decir esas palabras- pero yo si estoy. - De sus dedos sin vida arranqué el documento en el que figuran los términos del contrato que estaba a punto de firmar, y también el pagaré con la cantidad que solicitó al Consejo como préstamo. Ciertamente era una suma considerable. Aquí mismo lo tengo.- Argail extrajo con su mano izquierda un sobre de un bolsillo interior de su gabán y lo sacudió en el aire. –No creo que ese comerciante vaya a perder la ocasión de hacer un buen negocio si la otra parte no se presenta y en su lugar un reputado mercante como yo le ofrece cerrar el trato. Al fin y al cabo, yo ya dispongo de la cantidad que tu padre se disponía a abonarle. ¿Verdad que es perfecto? -Pero ¿Por qué te presentaste en el juicio? ¿Por qué tomarte la molestia de evitarme mi condena si con ella ya me habías anulado por completo? -No, por completo no. La anulación completa solo llega de un modo: con la muerte. Y el hecho de que Meridion tuviera un hijo me intranquilizaba, me preocupaba. Pensé que quizás quisieras averiguar lo sucedido. No se si estarías realmente dispuesto a hacerlo, pero no iba a permitir dejar que un cabo suelto como ese pusiera en peligro todo lo que estoy a punto de conseguir. Ya sabes lo que se dice del poder que obra la venganza. -¿O sea que ahora solo te resta matarme?

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-Solo. –contestó Argail aproximándose mientras enarcaba las cejas para él por última vez. Slar se vino al suelo e hincó una rodilla en la madera de la cubierta mientras alzaba su mano izquierda al aire en señal de alto y escondió el rostro contra el pecho entre sollozos y ruegos al tiempo que tanteó con su mano libre su tobillo derecho. -Levántate joven Slarion -No- suspiró él.- Por favor… -¡Levántate llorica! –gritó esta vez Argail. Y entonces, en un movimiento rápido y decidido que sorprendió al mercante, Slar se puso en pie, estiró su brazo derecho frente al rostro atónito de Argail y le descerrajó un disparo a quemarropa en el centro de los dos arcos perfectos que sus cejas dibujaban.

El estruendo que provocó el disparo fue considerable y Slar sabía que tenía poco tiempo antes de ver aparecer a alguno de los galeotes por la puerta. Ahora fue él quien le arrancó al mercante de sus dedos inertes los documentos y el pagaré que podían demostrar ante el Consejo que su padre había sido víctima de una trampa y de una traición. Con ello se abría ante él una pequeña ventana a la esperanza. Tomó también la ballesta, aún cargada, que se había desprendido de la mano de Argail tras recibir el impacto mortal, pues sabía que no tenía tiempo para ponerse a cargar de nuevo la pistola. Cuando ya estaba a punto de atravesar la puerta, la figura encorvada de otro trasgo se perfiló bajo el umbral. Era Hreg, quien evidenciaba en el semblante el sobresalto que le había causado el súbito sonido de la detonación. Lanzó primero a Slar una mirada interrogativa, pero cuando después vio tras él el cadáver con el rostro sanguinolento y deformado de su amo, se apresuró a comprobar su estado. Slar aprovechó ese momento para dirigirse hacia la puerta. Hreg, postrado ante Argail, se volvió para mirarle con rabia, esta vez no contenida, sino desatada. - Qué has hecho? – le gritó desesperado. -Ha sido en defensa propia. ¡Iba a matarme! –pero Hreg parecía no escuchar sus palabras. Continuaba mirándole furibundo mientras comenzó a dar pasos hacia él. -¡Has matado al Argail! -Ahora sois libres, ya no tenéis amo. Podéis marcharos donde queráis ¡La nave es vuestra! -La nave es de Argail, y nosotros también.

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-Escúchame, por favor. Argail mató a mi padre, le robó su nave y arruinó mi vida y la de mi familia. –alzó su mano izquierda mostrándole el sobre- Aquí tengo los documentos que lo prueban. No tengo nada contra ti ni contra ninguno de vosotros, estoy dispuesto a marcharme ahora mismo en una de las chalupas si es preciso.

No estaba seguro de si eran sus palabras las que mantenían a distancia al galeote o el hecho de que mientras hablaba le apuntaba al pecho con la ballesta, pero Hreg permaneció quieto. Parecía sopesar con evidente nerviosismo el discurso de Slar, sus miradas oscilaban entre la ballesta y el cuerpo inerte de su amo. Slar volvió a aprovechar su indecisión para retroceder. Continuó apuntándole hasta estar a los pies de la escalera que ascendía al exterior. El galeote permanecía inmóvil, con una expresión indefinida en el rostro, -Por favor -le suplicó Slar por última vez. Acto seguido, sin esperar más tiempo, se lanzó escaleras arriba. Fuera ya estaba anocheciendo y mientras se dirigía a toda velocidad hacia su camarote le pareció divisar a estribor unas luces en la lejanía. Una vez dentro recogió su bolsa, se la echó a la espalda ajustándose con fuerza las correas y volvió a salir, esta vez hacia una de las pequeñas barcas de las que había en cubierta. Trataba de moverse rápido, con grandes zancadas pero sin correr, parecía que nadie salvo Hreg estaba al tanto del incidente ocurrido abajo. Se disponía a cortar las cuerdas de las que pendía la pequeña chalupa cuando su voz rasgada volvió a llegar a sus oídos. -¡Detenedle! ¡Ha matado a Argail, lo ha matado! –Hreg apareció en cubierta con el rostro rabioso y en cuanto divisó a Slar inició una furiosa carrera a su encuentro. -¡Quieto! –le gritó apuntándole de nuevo con la ballesta- ¡Quietos todos! –apuntó entonces alternativamente a varios trasgos que comenzaron a acercársele. - Le he matado, si, pero ya le he explicado a Hreg el motivo. Ha sido en defensa propia. Me iba a matar y también mató a mi padre. Argail era un traidor. Pero ahora vosotros no tenéis amo, está muerto, podéis verlo vosotros mismos si bajáis a la cámara de las tripas.

En cubierta ya se hallaba la tripulación al completo, todos formando un semicírculo en torno a él, acorralándole. Algunos de los galeotes bajaron para comprobar lo que tanto él como Hreg afirmaban, si era cierto que Argail, su amo, estaba muerto.

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Slar, con la espalda presionada contra la banda de estribor, continuaba apuntando hacia aquel nutrido grupo de trasgos que no le quitaba ojo de encima, los veía absolutamente desconcertados, incapaces de saber que hacer. -Ya le he dicho a Hreg que sois libres, que podéis marcharos, yo solo quiero esta barca. Dejadme ir por favor.- mientras hablaba se afanaba por cortar la cuerda. Algunos de los galeotes se intercambiaron miradas, como tanteando la posibilidad de huir con la nave, pero Hreg avanzó hasta colocarse entre ellos y Slar. -No somos libres, somos galeotes. Él ha matado a nuestro amo y no debemos dejarle huir. Slar notó como Hreg infundía temor en la chusma, seguía cortando pero la hoja del cuchillo no estaba bien afilada. Por fin logró cercenar una de las cuerdas, la barca quedó colgando por solo uno de sus extremos provocando un gran estrépito al chocar contra el casco del barco. Slar, sudoroso, al borde de un ataque, procedió a cortar la segunda cuerda, pero Hreg volvió a arengar a la chusma. -¡Paradlo, se va a escapar! El cuchillo le resbaló ente los dedos cayendo al agua por la borda. Slar contempló la pequeña salpicadura que produjo antes de hundirse en la negrura. Se volvió y comprobó como Hreg había avanzado hacia él y se encontraba ya a muy corta distancia. Era casi de noche pero pudo distinguir como dio un nuevo paso y que en su mano empuñaba una daga. En vista de que no había ya otro modo de detener la cólera ciega del galeote, optó por disparar la flecha que le acertó de lleno en el cuello. Hreg cayó desplomado.

Slar esperó a observar la reacción del resto de los galeotes, tenía la esperanza de que matando a Hreg su temor se disipara, pero la reacción fue del todo opuesta, pues se tiraron en tromba a por él. Un montón de brazos lo apresaron y lo zarandearon mientras él se defendía entre patadas y puñetazos lanzados al vacío, algunos de los cuales sentía que impactaban en rostros y cuerpos. Mordió, arañó y cabeceó cuanto pudo, se aferró a las jarcias con las manos mientras, para evitar ser arrastrado por aquella chusma, acabó sorteando la baranda. Miró hacia abajo, ya no podía ver nada, pero sabía que se encontraba entre la muerte y el mar, lo cual bien

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podía significar entre la muerte y la muerte. Sin saber realmente si lo hizo fruto de un impulso o de un último traspié involuntario, acabó precipitándose por la borda, y al hacerlo su cabeza rebotó contra el casco. Cuando estaba cayendo dos cosas vinieron a su mente; la primera, si aquellas luces que había divisado hacía un rato provenían de alguna costa cercana, la segunda, dónde habían quedado los documentos del contrato y el pagaré. Acto seguido notó el frío contacto del agua y como su cuerpo se hundía en ella.

El dirigible de Uriel Kardasian.

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TERCERA PARTE: SOBREPIEDRA ¿Qué era lo que le desconcertaba de aquella mujer? No conseguía

dar con ello. Era mayor, otra a su edad podría haber sido calificada sin problema de anciana, pero desde luego esa palabra no se ajustaba en absoluto a ella. Sus cortos cabellos ya eran grises, y en su rostro moreno presentaba algunas arrugas, unas nacían desde la comisura de sus finos labios, otras alrededor de sus negros ojos. Era delgada y su cuerpo indicaba que en su juventud había sido fibrosa y enérgica, pues, aunque ahora caminase con una ligera cojera, sus movimientos continuaban siendo ágiles, rápidos. Pero no era su edad lo que desconcertaba a Slar, a pesar de que era cierto que entre los de su raza pocos llegaban a alcanzarla. ¿Qué era entonces? Trataba de determinarlo mientras la observaba, sentado frente a ella, en el salón de su casa, aquel mismo salón en el que Urial Kardasian había estado hacía más de veinte años. ¿Eran quizás aquellos movimientos rítmicos? Cuando se llevaba la copa a los labios con la mano enguantada de su brazo derecho, le parecía percibir un cierto aire mecánico. Si, eso era, pero aún había algo más, y por fin dio con ello. Era ese ruido, lo había estado oyendo desde por la mañana, cuando la había conocido. Ahora el rumor era mucho más leve, aunque aún perceptible, pero cuando caminaba se hacía mucho más audible. Y ciertamente era un ruido mecánico, como de rotores y engranajes, como el que hacían los golems. -¿Era una isla, verdad?- le pregunto Shirania. -¿Perdón? -respondió Slar, regresando de sus silenciosas disquisiciones a la conversación. -Aquellas luces que habías visto antes de caer al agua. Provenían de una isla ¿verdad? -¡Ah! Si, si. Una muy pequeña, Tylo, se llamaba. -Si, la conozco- sonrió la Soberana. ¡Y tanto que pequeña! Tuviste suerte de verla, Slarion. -¿Y pudiste llegar hasta ella nadando?- la expresión de Shirania Dénvoros era de asombro, incluso de admiración. -Si ¡Qué remedio! Respondió Slar levantando los brazos de sus rodillas. -Increíble. Y entonces los documentos en el sobre, el pagaré de tu padre… Slar frunció los labios y alzó las cejas adoptando una expresión de desconocimiento.

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-Ya, claro, cualquiera sabe... –Shirania se rascó la sien izquierda pensativa.- Estoy desolada por lo que me has contado sobre la muerte de tu padre, todavía no acabo de creérmelo. Hace seis meses vino hasta Miramar y me buscó. Yo no terminaba de convencerme de que realmente fuera familiar de Urial, hacía muchos años que no sabía nada de él, pero me contó un montón de cosas de tu abuelo, y algunas que solo él sabía. Me habló de los sitios en los que estuvo, había encontrado esos mismos diarios y mapas que me has enseñado, pero no estuve segura hasta que me mostró las tripas de su barco. Aquella maravilla solo la podía haber construido siguiendo las instrucciones de tu abuelo, era su sueño hecho por fin realidad. Por último me devolvió mis cartas.... Slar percibió como la mujer se ruborizaba levemente mientras se quedaba callada, así que decidió pasar a otro asunto. -¿Y sabes en qué consistía el negocio que mi padre estaba a punto de cerrar? Shirania apoyó los codos sobre sus rodillas y se quedó mirando fijamente a Slar. Después se puso en pie. -Ven, acompáñame. Slar la siguió hasta otra estancia y volvió a escuchar con nitidez el ruido mecánico de su caminar. -Cierra la puerta -le dijo cuando éste la hubo atravesado. –Quiero enseñarte algo. Shirania sacó de un recipiente metálico algo envuelto en una tela. Slar retrocedió un paso y evidenció su tensión en el rostro. -Tranquilo –le dijo Shirania sonriendo al observar su nerviosismo. –Esta piedra no vuela. Slar respiró aliviado. -No vuela, pero sin embargo no por ello deja de ser interesante. Shirania retiró la tela y le mostró el negro pedrusco. –Es carbón. El trasgo la miró sin expresar gran cosa. -Pero carbón del bueno. Arde como ningún otro que haya visto. Entonces Slar lo recordó y volvió a sacar los mapas, que estaban algo deteriorados después del chapuzón. -Mi abuelo dibujó una mina cerca de Sobrepiedra en uno de estos mapas. -Muy cerca. –añadió Shirania. Tu padre la encontró, fue él quien me trajo esto y me dijo que había un montón de carbón en ella. Después yo le puse en contacto con un importante extractor de piedra negra que se mostró

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muy interesado al constatar su excelente y nada habitual calidad. Era con él con quien estaba a punto de cerrar el acuerdo. Regresó a vuestras islas para pedir un crédito y esperábamos su regreso. Ahora entiendo porqué éste jamás se produjo. Slar contempló el trozo de materia calórica. - Entonces, si sabemos donde está la mina no hay más que ir a buscarla. -Yo no se donde está, fue tu padre quien la halló. Me dijo que la mina se encontraba en las inmediaciones de la antigua ciudad. Y ese es un lugar que yo no recomendaría visitar. -Tú estuviste, ¿Verdad? Notó como el cuerpo de Shirania se encogía, como si algo invisible la oprimiera. -Estuve allí con tu abuelo, ambos nos internamos en aquel lugar y yo casi no regreso. Si no llega a ser por Urial yo hubiera muerto sin remedio. Él me sacó de allí conmigo sobre sus hombros. Todavía no se como fue capaz de hacerlo, como pudo caminar tanto cargando con mi peso. Me sacó a rastras de aquellas ruinas, de aquella tierra cenagosa. Le pedí varias veces que me dejara atrás, que no merecía ya la pena tirar de mí, pero él no me soltó ni por un momento, me colgó de su espalda y caminó leguas y leguas con mi peso a cuestas. Cuando por fin llegamos aquí, lo que quedaba de mí no era gran cosa, estaba más muerta que viva. -Pero después pudo curarte. -Tu abuelo no me curó, me reparó. -la Soberana hizo una pausa. -Lo que te voy a enseñar probablemente te asuste, pero creo que tienes que verlo. Tu abuelo solía decir que el conocimiento requiere de valor, y tú mereces conocer. Pero antes necesitamos algo más de luz.

Shirania accionó entonces una palanca en la pared. La habitación, que hasta ese momento permanecía iluminada por la tenue luz proyectada por un par de lámparas de aceite, se encendió cobrando una luminosidad repentina que se desprendía de varios cristales que ardían con un fuego incandescente en su interior. Slar las contempló boquiabierto, cubriéndose los ojos con el brazo y esperando a que de un momento a otro explotasen. Sin embargo, aquellos cristales lograban mantener el fuego en su interior sin despedazarse. -Este sistema de luces lo desarrollamos tu abuelo y yo a partir de lo que nos trajimos de allí. Slar no podía articular palabra.

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-Pero ¿Cómo…? -Es complicado de explicar, y no era esto lo que quería mostrarte.

Shirania alzó su brazo y comenzó a tirar del guante de piel que cubría su mano derecha, dejando al descubierto los dedos metálicos que su abuelo había descrito en sus diarios. Slar tragó saliva mientras veía como los movía a su voluntad en el aire con espeluznante facilidad. Se arremangó el blusón hasta la altura del hombro y pudo ver como allí el metal se fusionaba con la carne. -Mi brazo, el de verdad, se quedó allí, entre aquellas ruinas. Desde el extremo superior de la extremidad, allí donde el metal penetraba en la piel, partían vatios cordones de color metalizado que se perdían en el interior de los ropajes. Shirania desabrochó el prendedor que ceñía la capa a su cuello y dejó que ésta cayese a sus pies, después comenzó a desabotonarse el chaleco de ante y cuando hubo llegado hasta el final se abrió la camisa. Su pecho estaba ocupado por una placa metálica, hasta ella llegaban las cintas que salían del brazo y penetraban en su interior. La Soberana se dio la vuelta y se desprendió completamente del blusón. Slar, aterrado, contempló una corcova muy similar a las que poseían los golems.

Brazo mecánico de Shirania.

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Shirania se dio otra vez la vuelta y procedió a cubrirse de nuevo. -Como ves, queda poco de la mujer que un día fui. -Yo diría que lo suficiente. Shirania le devolvió una sonrisa amarga. –Aún así no te serviría de mucho, aún hay más metal en mí del que imaginas. Se llevó su puño humano hasta la rodilla izquierda y, al golpearla un par de veces con los nudillos, se produjo un sonido metálico. Slar se quedó pensativo. -Comprendo. -Aún así, si persistes en querer ir allí… -Debo hacerlo. –la interrumpió Slar. -Lo se, y yo estoy en deuda con tu abuelo, una deuda que nunca le pude pagar. Pero ahora puedo ayudarte a ti. Conozco a alguien que te acompañará, es mi agente explorador. Te lo presentaré.

Slar no sabía como actuar, de hecho no sabía adonde mirar. Shirania debería haber utilizado el femenino cuando se refirió a su agente explorador, pero esos eran los inconvenientes de hablar en cronik, una lengua en la que la diferencia de género no se reflejaba de forma tan clara y tajante como en la trasga. Desde que abandonara el buque de Argail se había visto obligado a utilizar el cronik para dirigirse a los hombres, pues ésta era la lengua con la que todas las razas de Las Tierras Fronterizas se comunicaban entre si, y si bien él lo hablaba con relativa soltura, no terminaba de acostumbrarse a estos confusos detalles .El agente explorador al que se había referido Shirania no solo era una hembra, sino que además era, para colmo, una gnoma. Pero Slar no tuvo tiempo de pronunciar una sola objeción al respecto, pues su rechazo, por otra parte cada vez más debilitado, hacia los miembros femeninos de esta raza, se vio rápidamente superado por la sensación de incomodidad y angustia que le provocaba verla deambular desnuda por aquel cuarto de armas.

Slar desviaba la mirada, tratando de apuntar a cualquier lugar de la habitación que no fuese aquel achaparrado ser, pero le resultaba imposible. No le llegaría a la altura de su codo, pero aún así no podría afirmar que su cuerpo fuera de dimensiones reducidas, puesto que el volumen de sus piernas y brazos superaba con creces a los de un hombre fuerte. Sus muslos y sus gemelos eran del grosor y la dureza de un tronco, compuestos de unos músculos grandes y tensos. Sus tobillos y muñecas eran también muy gruesos, atiborrados de más músculos. Todo en ella,

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piernas, brazos, hombros, cuello, era de un volumen ciertamente importante y los extraños dibujos que recorrían toda su piel no hacían sino incrementar el poderío de su ya de por si impresionante imagen. Su cabeza, rapada al cero, era ligeramente alargada, presentaba una mandíbula ancha y cuadrada, nariz chata y pequeñas orejas de las que colgaban varios aros metálicos y brillantes. Mientras comenzaba a vestirse por los pies con un extraño traje de cuero al que se adherían unas negras placas metálicas, dirigió sus pequeños ojos marrones hacia Slar. -¿Así que quieres que lleve a este trasgo hasta Sobrepiedra? -Solo quiero que le guíes hasta los alrededores de las ruinas, Mazeda. Está buscando una mina que su padre encontró.

La gnoma volvió a posar su mirada en Slar y se levantó de un bote que sorprendió por su increíble rapidez al trasgo. -¿Una mina? –se acerco a él hasta quedar a un par de palmos de su cuerpo y volvió a repetir la pregunta muy despacio. -¿Una mina? Slar se mantuvo en su sitio pero sin duda, y a pesar de la enorme diferencia de estatura que los separaba, se sintió intimidado por aquel ser semidesnudo y por la dura expresión que le dirigía. -Mis antepasados y antepasadas ya sufrieron lo indecible por vuestras malditas minas, sus nombres están grabados a fuego en mi piel. ¿Los ves? –le dijo señalándose los brazos y el cuello.

Slar se obligó a mirar, aunque hubiera preferido no hacerlo. Se sentía terriblemente incómodo delante de sus pechos desnudos. Mazeda se percató de ello y forzó esa situación durante un rato que a Slar se le hizo eterno. Después sonrió mostrando su blanca y desordenada dentadura y le dio al trasgo una poderosa palmada en el comienzo de su espalda que casi lo dejó tumbado en el suelo. -¡Claro que si, larguirucho! Iremos hasta ese lugar. –Se volvió hacia Shirania y se dirigió a ella apuntándola con su grueso dedo índice. – ¿La tarifa de siempre, Soberana? -Esta vez, incluso algo más. -¡Estupendo entonces! ¿Cuándo partimos? -Mañana, partiremos mañana al amanecer. –respondió Slar. Si Mazeda había dejado a Slar impresionado con su poderosa desnudez, no podría decirse que la imagen que vio aparecer al despuntar

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el alba del día siguiente le causara menor impresión. Vestida al completo con aquella negra armadura de placas superpuestas y con la cabeza cubierta por una cadonia

4 que dejaba su anguloso rostro al descubierto

pero que le cubría perfectamente el cuello, no podía negarse que su aspecto fuera formidable. A su espalda llevaba un extravagante arcabuz en cuyo extremo, además del cañón, contaba con el filo de un hacha a modo de bayoneta. En su cinto se cruzaban dos pistolas y de él colgaba una nutrida ristra de granadas. Para terminar portaba en su mano izquierda un hacha de doble filo de considerables dimensiones que colgó de la montura de su pony. Slar la miraba aterrado. Si eso era lo que aquella enana entendía que debía ser el uniforme de una guía, no se atrevía a imaginar que tipo de lugar iba a visitar. Escuchó el ruido de engranajes y vio como Shirania se acercaba hasta él con una yegua de ramal. Slar, sin decir palabra, señaló a la gnoma, quien realizaba algunas comprobaciones de última hora en su equipamiento. -Lo se. –dijo al mirar a Mazeda. –Impresiona, ¿verdad? Slar asintió en silencio.

Impresionante arcabuz combinado de Mazeda

4 Casco ligero y elegante usado por las oficiales gnomas en las campañas militares, dotado de visera fija denominada crestón y cubrenucas laminado.

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-Pero es mejor prevenir que curar, o en mi caso, reparar…- sonrió mientras alzaba su guante derecho.- Aquel lugar no está deshabitado, allí hay unos seres autóctonos con los que espero que no lleguéis a cruzaros. No os aproximéis mucho a las ruinas, la mina debe de estar por allí, pero no os acerquéis a aquel muro. Toma, te entrego mi mejor yegua. La rocosa voz de Mazeda retumbó en sus oídos. -¿Estamos listos, larguirucho? Slar estrechó el brazo mecánico de la Soberana. -Suerte. –le deseó ella.

Cuando caía la tarde del segundo día de viaje comenzaron a aproximarse a las inmediaciones de las viejas ruinas de Sobrepiedra. Hasta entonces el viaje había discurrido por caminos poco o nada transitados pero que ofrecían a los ojos un paisaje peñascoso nada excepcional. Pero fue a partir de ese segundo día cuando el aire comenzó a hacerse más turbio y denso y los senderos comenzaron a disiparse. Slar no dudó en cubrirse con la máscara, las palabras escritas por su abuelo en los diarios y las pesadillas que seguía sufriendo volvieron a su mente en forma de horribles imágenes. Mazeda iba delante de él, imperturbable, casi siempre en silencio. De cuando en cuando levantaba la mano en señal de alto, se adelantaba ella sola unos cuantos pasos, y después le indicaba que podía seguir. A pesar del inevitable temor que sentía Slar, aquella gnoma, aquella guerrera, le infundía una gran seguridad.

Llegado a un punto, y tal y como Shirania les había recomendado, abandonaron sus monturas y continuaron a pie. Ahora también Mazeda había sacado su máscara y empuñaba el arcabuz mientras que el hacha ocupaba su espalda. -¿Dónde crees que puede estar esa condenada mina? ¿No te parece que ya nos hemos acercado suficientemente? –la voz de la gnoma sonaba aún más potente bajo la careta antigas y su imagen ya no podía resultar más fiera. -Debería estar ya por aquí. -Bueno, pues busquemos, pero no se te ocurra separarte mucho de mí, quiero ver tu cuerpo retorcido en todo momento.

Slar asintió, pero justo cuando ambos comenzaron a caminar de nuevo, oyeron ruidos procedentes de la gris vegetación que les rodeaba.

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Mazeda se retiró la máscara dejando que colgase de su cuello y levantó una de las placas yugulares de la borgoñota para dejar libre una de sus orejas. Escuchó atenta sin dejar de apuntar con el arcabuz y tanteando con los dedos las pistolas de su cinto. -Ven aquí, prepárate, nos van a atacar. Slar se colocó junto a ella mientras aquellos ruidos empezaron a sonar más fuerte. -¿Quiénes? -No lo se, esos seres de los que hablaba Shirania. ¡Ellos! -y al decir esto tomó con ambas manos el arma de fuego y apuntó hacia su izquierda. Slar miró en esa misma dirección y, aterrado, vio como tres figuras, empuñando palos o lanzas avanzaban hacia ellos a gran velocidad dando saltos de un lado para otro y emitiendo potentes y desagradables sonidos guturales.

Mazeda situó con su brazo a Slar detrás de su cuerpo, colocó el mocho

5 contra su hombro y apuntó cerrando su ojo izquierdo. Esperó un

poco más a que se acercaran y presionó el gatillo. Tras producirse la llamarada, la bala salió disparada impactando en la protuberante frente del más próximo de aquellos seres monstruosos, deteniéndolo secamente en el aire para caer luego desplomado. Los otros dos continuaron avanzando frenéticamente sin que la muerte de su compañero les frenase lo más mínimo. Al contrario, pasaron por encima de su cadáver agitándose con más virulencia si cabe y lanzando alaridos aún más tremebundos. Mazeda, sin embargo, se mantuvo firme, con el arcabuz descargado aún en sus manos. Solo cuando los gritos del segundo estaban ya casi sobre ella inició una rápida y salvaje carrera en busca de su cuerpo. Los roncos gritos de la gnoma competían en potencia con los gruñidos atroces de la bestia. El impacto de ambos cuerpos fue brutal pero sin duda la peor parte se la había llevado el monstruo. De hecho Mazeda estaba en pie, absolutamente entera, mientras que la criatura se convulsionaba de dolor con el arcabuz enterrado en su hinchado estómago hasta más allá del hacha fijada a su cañón. La gnoma tiró con fuerza del arma resucitándola de su carne y el bicho exhaló su última agonía. Ahora si, el tercer monstruo suavizó su velocidad hasta casi detenerse a escasa distancia de la guerrera. Miró a sus dos hermanos inertes en el suelo y la duda se coló entre la locura de sus ojos. Mazeda reconoció su miedo rápidamente, tiró el arcabuz al suelo y,

5 Culata gruesa y roma propia de las armas de fuego combinadas.

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con los dedos de su mano derecha y una sonrisa inquietante en sus labios, invitó a aquella criatura que le sacaba más de una cabeza a que se le acercara. Algo reticente, el monstruo avanzó apuntándole con la precaria lanza que empuñaba, pero Mazeda la agarró con sus manos y dando un par de vueltas sobre sí misma consiguió arrebatársela enviando a la criatura a varias brazas de distancia. El bicho se puso en pie pero antes de que tuviera tiempo de situarse, Mazeda ya le había agarrado con su mano zurda por el cuello hasta colocar su cabeza a la altura de la suya. Cuando la tuvo allí, llevó su propio cuello hacia atrás y le atizó tan tremendo cabezazo que le incrustó en aquella pared que el monstruo tenía por frente el crestón de su casco. El bicho cayó muerto al instante.

Slar no salía de su asombro. Mientras toda esta escena había ocurrido ante sus ojos, él apenas había tenido tiempo de desenfundar su pistola. -¿Así que estos son los famosos trolls de los que hablaba Shirania? Pronunció mientras recogía el arcabuz. – no son para tanto. -Vamos larguirucho, no te quedes ahí parado, busquemos tu mina y marchémonos de aquí cuanto antes.

Pero cuando acabó de decir estas palabras comenzaron a escuchar un atronador estruendo de voces y sonidos guturales como el que habían producido los tres trolls recién muertos, pero mucho más grande, mucho más. Mazeda volvió a mirar al trasgo. -O quizás si sean para tanto...

Desde la espesura circundante volvieron a emerger nuevas figuras monstruosas que lanzaban furibundos alaridos y que asían más palos y lanzas precarias, pero esta vez eran muchos. Mazeda giró sobre si misma, buscando algún sitio donde protegerse. -¡Allí! –señaló mientras cargaba el arcabuz.- ¡Allí! Lo que estaba indicando no era otra cosa que el muro metálico y brillante del que les había hablado Shirania, el mismo al que les había dicho que no debían acercarse. -Pero Shirania dijo… -Escucha Slarion, ahora da igual lo que dijera la Soberana. En este momento no tenemos más opciones, corre hasta allí y busca un hueco, un parapeto. ¡Algo! Mientras le hablaba, con el puño aferrado a su pechera y escupiéndole las órdenes, Mazeda vio como ocho de los trolls ya habían iniciado su endiablada carrera.

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-¡Corre! No mires atrás, ve al muro. ¡Vamos! Slar se alejó a toda velocidad y de nuevo Mazeda se preparó para recibir a aquellos salvajes.

Volvió a apuntar con el arcabuz y de nuevo acertó a derribar al más adelantado, después cogió de su cinto las dos pistolas y disparó sendos disparos a otros dos de los bichos, a uno vio como le volaban los sesos, o lo que fuera que tuvieran en sus cabezas, al otro le dio a la altura de la cadera, suficiente para derribarlo. -Bien, ya van tres, se animó la guerrera. Ahora tocaba correr, hacia ellos. Por el rabillo del ojo pudo ver como Slar se aproximaba al muro de metal y emprendió de nuevo una rápida carrera, esta vez silenciosa, tenía que pensar bien su estrategia. Eligió al que corría por la izquierda, algo más separado del grupo. Se lanzó en su busca con el hacha en la mano y al llegar a hasta él se impulsó para dar un impresionante salto que le permitió pasar volando a la altura del cuello de su oponente con el hacha en posición trasversal. Cuando sus pies aterrizaron de nuevo en el suelo, lo hicieron al tiempo que la cabeza del bicho rodaba con la lengua fuera. Cuatro.

Se giró rápidamente. Había obligado a los otros a variar su dirección, ella era más rápida, pero ya venían. El ataque de dos de ellos era inminente. Empuñó de nuevo el hacha, tomó impulso y la lanzó por los aires contra el primero. Con dos filos, imposible no acertar, pensó. Efectivamente, una de las hojas se hundió en su pecho, pero antes de que pudiera hacer nada, el otro se abalanzó, lanza en mano, sobre ella. Los dos cuerpos rodaron por el húmedo suelo, el del troll acabó colocándose encima del suyo, presionando a Mazeda mientras intentaba penetrar las escamas de su armadura. Una de sus garras consiguió hacer saltar varias de ellas, el hombro de la guerrera quedó al descubierto, la criatura lanzó un nuevo zarpazo donde había visto la piel a través del metal abierto y la sangre tiñó los tatuajes de la gnoma. Pero el dolor la estimuló, golpeó varias veces el feroz rostro del troll, el último de los puñetazos impactó de tal manera en la sien del bicho que consiguió aturdirlo y pudo quitárselo de encima. Se puso en pie y se preparó para que aquella bestia hiciera lo propio. Cuando lo consiguió y la tuvo delante llevó la mano hasta su cuello, había percibido durante el forcejeo que su carne ahí era blanda. Hundió los dedos en su pescuezo, lo penetró, la sangre granate y viscosa comenzó a

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brotar y cuando sintió que ya la tenía, tiró fuertemente y le extrajo la traquea. Seis.

Cuando se disponía a tomar algo de aire acertó a ver al séptimo llegar hasta ella. Se impulsó de nuevo y dio otro increíble salto dispuesta a hacerse con el arma que tenía más a mano, la lanza de uno de ellos. La cogió, se giró y consiguió clavarla en la carne de su último atacante. Siete, pensó, casi sin creerlo.

Antes de que pudiera recordar que todavía había un octavo sintió una de esas lanzas rebotar contra su espalda. Mientras se volvía trató de hacer acopio de aire y de energía para enfrentarse a la última de aquellas criaturas. Allí estaba, titubeante como lo había estado el tercero del primer grupo que había matado. Mazeda volvió a lucir su sonrisa desafiante, no tenía más armas disponibles ni cargadas, solo aquellos rudimentarios pinchos, pero ella no se lo pensó, no titubeó. Aferró con ambas manos aquella última lanza que la había golpeado cuyo propietario estaba a punto de morir, pero no se la arrojó. No era cuestión de desaprovechar el punto débil que ofrecían aquellos cuellos blandos. El golpe que le asestó directamente con el astil lo tumbó panza arriba. El cuello ofrecía un aspecto deforme tras el palazo recibido, el color morado acudía por momentos a su semblante. El troll la miraba con los ojos desorbitados, se estaba ahogando, incapaz de absorber el aire pestilente del que vivían en aquel asqueroso lugar. Estaba listo si pensaba que le iba a liberar de ese suplicio, pensó Mazeda mientras lo contemplaba. -¡Ocho! –Le escupió.

Cuando ya se dirigía a recuperar su hacha vio como ante su desesperación por el flanco izquierdo corría hacia ella otro grupo de cuatro, ya los tenía encima. Tomó el arma y dirigió su mirada hasta el muro. Todavía con la luz del crepúsculo pudo ver como Slar parecía hacer ceder una brecha en el metal. Sonrió, quizás había hallado un acceso después de todo. Resopló y esperó el ataque. A uno de ellos le cercenó una pierna en cuanto lo tuvo al alcance, a otro le clavó el mango astillado de la lanza en un ojo, los otros dos se abalanzaron sobre ella tumbándola de nuevo contra el suelo. Uno de ellos aprovechó el hueco abierto en su armadura y penetró con una nueva lanza el rasguño antes provocado, convirtiéndolo ahora en una profunda y dolorosa herida. Mazeda gritó al percibir el daño producido cuando aquel palo le penetró el hombro de lado a lado hasta topar de nuevo con el metal que cubría su espalda. Las garras de aquellos bichos eran realmente poderosas, una a una fueron

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arrancando las placas metálicas de la armadura partiendo del orificio del hombro. Cuando hubieron abierto un hueco grande aquellas sádicas criaturas dejaron su pecho y su abdomen al aire. Fue el tuerto quien se encargó de clavar repetidas veces la lanza en la carne descubierta y vulnerable de la guerrera y cada vez que ésta penetraba en su cuerpo, rompiendo su piel y desgarrando sus músculos, sentía como la muerte la invadía. Mazeda, con los ojos empapados en lágrimas contemplaba su propia tortura, veía como los regueros de sangre que brotaban de su estómago con cada nuevo apuñalamiento salpicaban el rostro de aquel troll tuerto cuya rabia natural parecía haberse convertido en venganza personal. ¿Por qué no moría ya?, pensó Mazeda antes de recibir el siguiente lanzazo, observando el rostro desencajado de la criatura antes de coger un nuevo impulso. Y en ese momento un disparó sonó en el cielo ya casi apagado y aquella figura se desplomó a un lado. -¡Mazeda!- gritó Slar mientras corría hacia ella.- ¡Mazeda, ya llego!

Todavía tuvo fuerzas la guerrera para derrumbar a uno de los que la tenía agarrada por los brazos. Sin poder alterar su postura, tumbada contra el suelo tanteó con su mano su cuello y apretó y apretó hasta notar la muerte en él. El otro, al verse insuficiente para contener su maltrecho pero resistente cuerpo, optó por liberarla y retirarse unos pasos. Slar terminó de llegar hasta ella y sin mirarla si quiera la cogió de ambos brazos y comenzó a tirar, a pesar de sus gritos de dolor y protesta. -¿Qué haces, estúpido? Déjame aquí. Escápate tú. -Cállate, no te dejaré aquí, he encontrado una puerta. -Vienen más, nos van a atrapar a los dos si no me dejas. -No te pienso abandonar aquí. Mazeda soltó una de sus manos de la de Slar. El trasgo pensó que continuaba resistiéndose a ser arrastrada, sin embargo observó que lo que hizo la gnoma fue estirar su brazo para recoger el arcabuz a su paso y colocarlo sobre su cuerpo herido.

La oscuridad era casi total cuando llegaron hasta el muro de brillante metal. No se distinguían ya, pero los sonidos guturales llegaban cada vez más nítidos a sus oídos. Los trolls parecían haberse agrupado en una numerosa tropa y seguían de cerca el reguero de sangre que el cuerpo de Mazeda dejaba a su paso. Slar, jadeante tras tirar del fornido cuerpo de la guerrera, llegó hasta la puerta corredera que había conseguido abrir

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después de mucho empujar y la introdujo en lo que parecía ser una pequeña habitación. La desesperación se adueño del joven cuando se hizo patente que no existía salida posible y que estaban a merced de sus perseguidores. Intentó deslizar la voluminosa puerta de metal pero sin resultado. Aquella hoja metálica parecía definitivamente atascada y los aullidos de los troles cada vez se escuchaban más cercanos. Slar trató de distinguir algo en la oscuridad, palpó las paredes frías y lisas de la metálica caja hasta que sus dedos rozaron un relieve, justo en la jamba de la puerta. En un rápido movimiento, el joven sacó un encendedor de mecha y pudo alumbrar débilmente la reducida estancia. Frente a él distinguió lo que parecía un pequeño panel de cristal del cual discurría verticalmente una delgada línea azulada que finalizaba en su extremo inferior en unos símbolos imprecisos, una suerte de runas. ¡Runas! Slar posó su dedo en ellas y de pronto el techo se encendió con una débil luz blanquecina que iluminó el metálico espacio. Se giró para comprobar estupefacto como la puerta, antes bloqueada, iniciaba un movimiento lateral de cierre mientras veía como las criaturas gritaban con más fuerza a escasos pies de ellos. Justo antes de que se cerrara del todo, Slar se fijó en su compañera, quien se removía dolorida con algo entre las manos. Escuchó dos chasquidos y vio como Mazeda lanzaba un par de granadas justo antes en la que el metal acabara de cerrarse. Acto seguido la caja vibró y con un suave zumbido pareció comenzar a deslizarse hacia abajo.

-Uno, dos, tres…- la voz de la gnoma contaba en susurros mientras Slar no perdía detalle de las luces que empezaron a chispear en el panel de cristal. –Cuatro, cinco, seis… - nuevas runas cobraban vida a medida que descendían y se acercaban a la base del grabado. –Siete, ocho, nueve… - el estallido se oyó apagado, reducido por las decenas de pies que sin duda los separaban de la detonación, pero la onda expansiva hizo temblar el montacargas en el que se encontraban. Se escuchó el rechinar de metales doblados cuando la tibia luz que les acompañaba se volvió roja y cayeron de golpe. El impacto fue tan potente que hizo que ambos, trasgo y gnoma, se abrazaran de forma inverosímil en un absurdo intento por protegerse. Tras unos breves instantes, Slar se incorporó despacio, un fuerte dolor acudió a su brazo que al mirar descubrió fracturado y retorcido. La cabeza también le latía fruto de un sangrante tajo en la frente que le empañaba la visión, pero fue cuando reparó de nuevo en la gnoma cuando el desánimo le invadió. Aquella guerrera había soportado la mayor parte del impacto al protegerle con su abrazo, las lágrimas acudieron densas a sus ojos cuando

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descubrióó a Mazeda, convertida toda ella en vísceras y sangre luchando por respirar. Qué duro resultaba contemplar a un ser como ella, que encarnaba toda la fuerza y el valor imaginables, en un estado semejante. El joven trasgo tragó una vez más saliva y se incorporó, arrastró a la moribunda fuera de la caja de metal y la dejó con la espalda apoyada en la pared de lo que parecía una enorme sala. Las miradas de ambos se cruzaron sin saber que decirse, pues los dos sabían que todo parecía perdido. Los pequeños y marrones ojos de Mazeda estaban vidriosos pero aún conscientes, con una mano pugnaba con sus vísceras, las cuales se escurrían sanguinolentas entre sus dedos y con la otra agarró por las trenzas al joven trasgo. -Busca una salida ¡Sobrevive! -su voz se atragantó y la sangre acudió a sus labios. Mazeda se moría. Slar, sin saber que decir, asintió en silencio, miró a su alrededor y alcanzó el impresionante arcabuz que ahora parecía viejo y deslustrado para depositarlo sobre las piernas de la gnoma. Mazeda asintió y sonrió con esfuerzo. –Uy, como se les ocurre bajar… -pero de nuevo una tos teñida de rojo interrumpió sus malogradas palabras.

La estancia era muy grande, la luz carmesí que provenía del montacargas apenas iluminaba más allá de una veintena de pies. Centenares de cajas aparecían amontonadas en columnas de las que no alcanzaba a ver su final. Se acercó a una de ellas y miró en su interior con precaución, alumbrando con el mechero para descubrir con asombro que contenían carbón, el carbón que su padre había localizado. Esta debía de ser la mina que ambos, su abuelo y su padre, habían conocido. Observó atento la cantidad de columnas que podía entrever y calculó que allí habría centenares de quintales, quizá miles, suficientes para recuperar a su familia, suficientes para rehacer la maltrecha industria trasga, suficientes para… Suficientes para nada si no conseguía salir de allí con vida.

Mientras caminaba, sumido en estos pensamientos, un destello

llamó su atención. La luz de su encendedor pareció reflejar algo en un extremo de la habitación. Miró hacia atrás para ver por última vez el cuerpo abandonado de Mazeda bajo la siniestra luz que proyectaba el elevador. Con un suspiro se volvió y se alentó a si mismo a explorar aquel brillo que había percibido. Sus pasos resonaban con extraños ecos, el suelo parecía ser una complicada reja metálica y aquella pared del fondo le pareció de un material desconocido, parecido al metal, pero más ligero y

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caliente al tacto. Una vez se hubo acercado, se percató de un nuevo reflejo. Estaba ante lo que parecía una puerta, grande y robusta, sin mecanismo de apertura y lisa en todo su tamaño. A su derecha encontró otro panel de cristal, parecido al del ascensor, pero algo más grande, y debajo de éste, un buen surtido de piezas cuadradas con símbolos impresos. El cuadro resplandecía ligeramente con un punto de luz verdosa que parpadeaba en su esquina superior izquierda. Slar no tenía ni idea de cómo interpretar lo que veía. Siguió observando y así pudo darse cuenta de algo singular justo entre ese cuadro y el liso marco de la puerta: una hendidura, fina y horizontal, con un símbolo a su lado. Slar se fijó detenidamente en él, en su trazo, en su forma… en el color. Entonces cayó en la cuenta y rebuscó ansioso en su bolsa para dar con la lámina troquelada que había encontrado junto a los diarios de su abuelo. Le dio la vuelta y comparó los símbolos. Eran idénticos, exactamente iguales. Sin pensarlo más la introdujo en la ranura.

Un sonido de fondo emergió aumentado de intensidad hasta quedarse en un rumor perfectamente audible y constante, la puerta se abrió silenciosa dividiéndose en dos en un movimiento horizontal. Delante de él, una nueva estancia comenzó a iluminarse con luces blancas y brillantes, a la vez que percibió una corriente de aire. Aquello animó a Slar, pues le hacía presagiar una posible salida. Se introdujo en la extraña sala, repletas las paredes y el techo de tuberías y cordones metálicos, algunos de los cuales colgaban silenciosos sin destino y otros se anudaban a artefactos extraños que emitían leves murmullos y crujidos. Centenares de pequeñas luces parpadeaban en las paredes iluminando más pequeños paneles de cristal. El trasgo avanzó por la estancia para desembocar en otra más pequeña, varias mesas metálicas llamaron su atención, pues unos extraños esqueletos descansaban en ellas. Slar se acercó temeroso y observó que estaban desmembrados, sin brazos ni piernas, y que donde debieran estar sus extremidades, había extrañas piezas de metal atornilladas a los huesos. El joven observaba todo aquello absorto hasta que se fijó en uno de los cráneos, reconociendo al instante la protuberancia ósea que nacía por debajo de las cuencas oculares, aquel saliente tan característico de su raza. Slar se espantó, eran esqueletos de trasgos.

Sin más opción que continuar por aquella tétrica sala, avanzó hasta un nuevo umbral que comunicaba con otra estancia de mayor

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tamaño. En ella, decenas de tanques de cristal ofrecían el fulgor de un contenido acuoso en cuyo interior se adivinaban varias formas. Sin querer descubrir realmente que ocultaban, Slar trató de avanzar, pero las luces fueron demasiado poderosas y su curiosidad también. Se fijó que los tanques poseían distinto color, en unos era rojo, en otros amarillo o naranja y en algunos, muy pocos, azul. Incapaz de resistirse, se acercó a los enormes recipientes y descubrió figuras humanoides en su interior, también mutiladas y de las que brotaban cordones y finos tubos que ascendían hacia la parte superior. No pudo reconocer los cuerpos, pues llevaban mascaras, pero aliviado comprobó que no eran tragos. Algunos de ellos, los sumergidos en depósitos de luz roja, flotaban en el oscuro liquido con sus carnes putrefactas, otros permanecían sumergidos en mejor estado, pero pálidos y decrépitos. Slar siguió caminando despacio por aquella siniestra atmósfera hasta que de repente en la pared del fondo una puerta se deslizó silenciosa. De ella brotó una bruma blanca que discurrió por el suelo como una rápida marea y un sordo zumbido surgió después, tenue pero perceptible. Slar se paralizó, ya no sabía que le quedaba por esperar de ese lugar y finalmente, una figura emergió silenciosa de la niebla, flotando en el aire, enmascarada, con dos muñones por piernas y el torso remachado con metales y cuero. Su brazo izquierdo colgaba inerte de un hombro gris y macilento, el derecho se retorcía en una maraña de cordones metálicos, largos y brillantes. La aparición habló con una voz tan insociable y desapacible que Slar tuvo que cerrar los ojos y llevarse la palma de su mano a la sien, pues la oía retumbar dentro de su cabeza: -Trasguriam naoltez ir kardasiam… asguru midrren neij.

La voz de la criatura perforaba la mente de Slar, que cayó de rodillas, incapaz de sostenerse sobre las piernas, notaba como su nariz sangraba. -Elfirrem dugar, atom kiorsein murass…

-Por favor... el dolor... no puedo... Slar comenzó a retorcerse y a vomitar, incapaz de controlar su organismo. La figura se acercó silenciosa hasta su tembloroso cuerpo, que se relajó levemente para después adoptar una repentina rigidez. No podía moverse, algo invisible y extremadamente fuerte le oprimía todo su cuerpo y lo alzó por encima del suelo hasta situarlo frente al rostro de aquella presencia. El joven podía escuchar la trabajosa respiración de aquel ser, su rostro recubierto dejaba ver sus ojos, uno sellado por un cristal opaco y el otro carente de párpado, sin iris ni pupila, completamente pálido, ciego. Sin cabello más allá de unos ambarinos mechones que caían lacios y grasientos por un cráneo en el que se apreciaba, en algunas partes, el blanco del

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hueso. La voz de la criatura retumbó de nuevo en su mente y el dolor regresó a su cuerpo en forma de espasmos, a la vez que el sinuoso brazo de tiras y flecos acudía su rostro. Como delgadas culebras se introdujeron por su boca, por su nariz y por sus ojos, serpenteando hasta su cráneo. Tan intenso era el dolor que apenas podía mantenerse consciente y la poca consciencia que le restaba no le permitía entender nada. Sin embargo la voz, terrible e incompresible hasta entonces, se tornó familiar: -Hass tarda-do karddassian… ten-íamos un pac-to sell-ado a sangr-ey

vapo-rr…

La mente de Slar se desvanecía mientras una fría garra se

incrustaba en su cerebro y la voluntad del joven trasgo se quebraba. Un estruendo, un estruendo ajeno a aquella voz que se adueñaba de él, le sacó de su sopor. El ser salió despedido violentamente, rebotando con cuanto encontró a su paso, golpeado por un potente impacto que le hizo ir a parar contra uno de aquellos tanques de vidrio. Slar cayó al suelo atontado, pero pudo ver como Mazeda, lívida como la propia muerte, y recostada contra la pared, dejaba caer el humante arcabuz para sacar una pistola. Con mano temblorosa apuntó contra el enmascarado que aún giraba sobre si mismo dando bandazos en el aire. Mazeda, la incansable, Mazeda, la guerrera, Mazeda, la gnoma, contuvo su respiración, cerró su ojo izquierdo y presionó el gatillo. La bala impactó de lleno en su pecho, produciéndole a Slar un tremendo boquete en el cuerpo. ¿Qué hace el chico?, se preguntó Mazeda Pero en el semblante del trasgo ya no había dudas. Slar lo comprendía todo, y sin poder detenerse, sin poder evitarlo, dominada su voluntad completamente, arremetió contra la gnoma introduciendo su brazo sano en las maltrechas tripas de ésta, arrancando de ella, ahora si, su último grito, ya no de dolor, sino de desconcierto, de incredulidad, de desesperación. Ambos cuerpos cayeron juntos, de nuevo abrazados, mirándose fijamente sin comprender como se habían matado el uno al otro.

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EPÍLOGO

Dolor, oscuridad, ruido de metal… Slar abrió su único ojo, la luz penetraba hiriente en su retina y vio como una forma difusa se movía a su lado. Volvió a intentarlo, un ruido estridente le atosigaba y una vibración le laceraba el brazo. El elfo, no podía tratarse de otro ser, levitaba a su lado, manipulando su brazo amputado, conectando aquellos repugnantes cordones. Levantó levemente la cabeza para descubrir más muñones en sus piernas. Estaba desecho, intentó moverse pero una invisible fuerza se lo impidió, su cuello giró sin que él lo pretendiera y se encontró con el cuerpo de Mazeda, colgando de unas cadenas, el vientre abierto y las tripas desparramadas. Observó cómo unos tubos transparentes salían de su cuello succionando sus fluidos, su ojo los siguió sin que él se lo ordenara para ver como finalizaban, horror, en la espalda del elfo. Slar supo, a pesar de su máscara que estaba sonriendo, y en su mente volvió a hablarle. Mme trae-rás más cuerp-os esc-lavo kardda-sian… necest-amos mucho-s

máss…

Slar vio la gran cantidad de tanques de cristal que había detrás del

cadáver de Mazeda y trató de gritar, de llorar, de cerrar su único ojo. Pero no podía, su mente ya no era suya, su cuerpo ya no era suyo. Ya no era otra cosa que chusma.