a orillas de tanger

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A orillas de Tánger

A orillas de Tánger

A mi hermano Juan y a nuestra ausente hermana Mariluz.

A orillas de Tánger

A orillas de Tánger

El desenlace de la guerra civil española provocó la huida precipitada de miles de familias hacia numerosos destinos. Eran los españoles del éxodo y del viento, como los llamó León Felipe. La oleada de salida de las familias hacia tierras extrañas se extendió sobre varios años: unas huían de las represalias y otras de las penurias. En 1950, la familia del autor, que ya sabía lo que era un éxodo, regresó al Tánger del Estatuto Internacional para intentar salir adelante, lo cual consiguió, aunque no sin dificultades.

A orillas de Tánger

víctor pérez pérez

A orillas de Tánger

A orillas de Tánger

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Diseño de la portada: Jonathan Pérez Liedl

Fotografía portada: el autor en la playa de Tánger, el 10 de octubre de 1954

Fotografía tomada por Luis Serrano Vázquez

Fotografía contraportada tomada por Jonathan Pérez Liedl

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los aperci-

bimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento

informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autoriza-

ción previa y por escrito de los titulares del copyright.

Inscrito en el Registro General de la Propiedad Intelectual con el número de

asiento registral 02/2005/3719 © 2005-Víctor Pérez Pérez

ISBN: 978-84-9981-059-1 DL: M-43937-2010

[email protected]

A orillas de Tánger

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A orillas de Tánger

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ÍNDICE

Un tangerino frustrado 13

La casa de los patitos 16

El campito 29

El barrio de La M’Sallah 36

El Primus 43

El ditero 48

La radio 50

Escenas de la vida cotidiana 55

Mi primer amor 60

La playa 66

Coser y cantar 75

Una casa de verdad 85

A la escuela, sin remisión 92

El botiquín de mi abuela 99

Piso en el centro 112

Doña Rafaela 121

Oremos 124

La murallita 131

La independencia 142

Los realquilados 148

Mis primeros empleos 152

Pollos abuitrados 164

El guatecón de Mariluz 167

Mis juegos 174

Dichos y hechos 181

El cine 189

Buarraquía 192

¡Fun, fun, fun! 199

De Cruz Roja 202

A orillas de Tánger

11

Sobre ruedas 207

Villa Mogador 213

Gallinas locas 220

El cabrero 223

Antonio Vázquez 227

La fiesta del borrego 231

Últimos días en Tánger 242

A orillas de Tánger

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A orillas de Tánger

13

Un tangerino frustrado

Según una creencia popular, es buena señal que, al

nacer, los niños lloren. Al parecer, cuanta más rabia

pongan en el empeño, mejor. Por lo visto, es muestra de

buena salud y de vigor. Yo, más que llorar, grité

desesperadamente por primera vez en mi vida en La

Línea de la Concepción, un día de diciembre del año

1945. Se me antoja que hubo de ser un día gris, frío y

desapacible, de esos en los que no te apetece salir a

ninguna parte. Ni siquiera a la luz…

La comadrona, al oír mis gritos de terror, que debió

confundir con enérgicas muestras de salud,

probablemente le dijo a mi madre:

- Elvira, has tenido un niño muy sano y con muchas

ganas de vivir.

¡Já! ¡Ya me hubiese gustado verla en mi lugar!

Ante mi insistente llamada –no hay mejor médico

que uno mismo– supongo que la susodicha hizo una

rutinaria inspección ocular del estado de mi persona. El

inventario hubo de ser rápido: hernia inguinal -lo que

prosaicamente llamaron una quebradura- en la ingle

izquierda, y bulto sospechoso en la parte derecha del

cuello del que, también prosaicamente, se refirieron

como el buche porque se parecía a la bolsa que les crece

a las gallinas en la base del pescuezo cuando se

atiborran de grano.

Ya con cuatro o cinco años de edad, cuando se

suponía que podía distinguir entre el sarcasmo cruel y la

broma cariñosa, mi madre y mis hermanos mayores Juan

y Mariluz, para consolarme de alguna de esas penas

irrefrenables y de origen desconocido tan habituales en

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los niños, me gritaban sonriendo:

- ¡Pobrecito él...! ¡Que nació quebrao y embuchao!

La primera vez que me dijeron eso me quedé muy

escamado. No sabía si se reían cruelmente de mí y tenía

que llorar más, o si de verdad consideraban que lo que

me pasaba no era tan grave y tenía que dejar de llorar.

El caso es que surtió efecto porque, con tanto dudar, me

callé.

Recuerdo que la hernia, como en el chiste, solo me

dolía cuando respiraba… Y cuando estornudaba o tosía,

cuando corría o me reía. En fin, que de pequeño no podía

hacer ningún esfuerzo porque, al decir de mis mayores,

corría el riesgo de estrangularla, cosa que, al parecer,

hubiese tenido consecuencias muy graves. Varias veces

al día, mi madre tenía que fajarme con vendajes para

contener la hernia. Normalmente, este tipo de afecciones

ya se reparaba, incluso en aquellos tiempos, mediante

cirugía, pero en casa no confiábamos demasiado en los

médicos españoles de la posguerra ya que, según mi

hermano Juan, encomendaban demasiado el futuro de

sus enfermos a la voluntad de Dios… El caso es que,

gracias a los esmerados y amorosos cuidados de mi

madre, tiempo después, hacia la edad de 14 ó 15 años,

la hernia desapareció por completo. ¡Por fin conseguí

dejar de ser un quebrao! Solo tenía pendiente

deshacerme del buche gallináceo que, años más tarde,

un mes después del famoso mayo de 1968, por fin me

extirparon. Como testimonio, desde ese día llevo en su

lugar una ligera y discreta cicatriz en forma de siete de

solo 29 puntos…

Mi madre solía decir que nací en La Línea

accidentalmente. Durante muchos años creí que se

A orillas de Tánger

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refería a que mi nacimiento fue aparatoso y accidentado

y que por eso nací quebrao y embuchao. Más tarde supe

que se refería a que tenía que haber nacido en Tánger,

como mis hermanos Juan y Mariluz.

A orillas de Tánger

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La casa de los patitos

De las casas en las que vivimos en La Línea solo

recuerdo la casa de los patitos, en la calle de Gibraltar.

La llamábamos así porque en la parte superior de su

coqueta fachada había una cenefa de azulejos con

patitos. Nos mudamos a esa casa cuando yo solo tenía

unos meses.

Del entorno de la casa de los patitos recuerdo que

jugábamos en un vacie. El vacie no era ni más ni menos

que el lugar donde las familias del barrio que no tenían

baños con alcantarilla -que eran todas- vaciaban las

aguas sucias. Aguas menores y, naturalmente, aguas

mayores. Estas aguas se mezclaban con la tierra y

producían un barrillo fino y grisáceo que despedía un olor

nauseabundo. Supongo que nuestra madre nos tenía

prohibido acercarnos a ese lugar pero, Mariluz y yo,

junto con los otros niños del barrio, nos sentíamos

atraídos por él. Era como un parque infantil, una especie

de parque temático con sus peligros, sus emociones y

sus sensaciones. Para llegar al vacie teníamos que pasar

por encima de una barrera de chapas onduladas con las

que Mariluz se hizo un día un corte en la pierna que le

causó una tremenda infección. Conservó la cicatriz para

siempre.

En esa casa, Mariluz y yo tuvimos una experiencia

muy desagradable: el de la tortilla de cicuta. Resulta que

nuestra madre, cuando nos hacía tortilla a la francesa,

solía alegrarla poniéndole unas motas verdes de perejil.

Ese día, en vez de perejil, en el mercado le dieron cicuta.

De todos es sabido que es ésta una planta muy tóxica,

incluso mortal (si no, ver Sócrates). Recuerdo que

A orillas de Tánger

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Mariluz y yo nos pusimos muy enfermitos. Nunca más,

incluso ya de adultos, fuimos capaces de volver a tomar

tortilla con perejil. Algo increíble es que aún puedo

recordar el sabor de aquella tortilla.

También recuerdo que de pequeño mi estado

natural permanente era estar resfriado. Eso les

disgustaba mucho a los míos porque yo tenía la sucia

costumbre –sucia, pero práctica- de limpiarme los mocos

con las mangas de mi pulóver de rayas (que es el que

recuerdo gracias a una única foto de la época). Siendo

ya mayores, Mariluz me contaba que, de pequeño, era

resbaladizo como una anguila…

Una de las cosas que más me impresionaban era

que mi madre, para que me portara bien o para que no

me escapara a la calle, me decía que el hombre del saco

podía llevarme para sacarme la manteca. Por lo visto, el

hombre del saco se dedicaba a raptar niños para

quitarles la manteca de las muñecas de los brazos. El

lobo o el coco no eran suficientemente persuasivos para

impedirme salir a la calle. El hombre del saco sí. ¡Le

tenía verdadero pánico! Según mi hermano Juan, todas

las madres terminaron creyendo de verdad en esta

leyenda urbana y, hacer referencia al mantequero, no

era una broma sino un aviso muy serio. ¡Aterrador!

La Línea se encuentra en una comarca llamada

Campo de Gibraltar y, al igual que muchos pueblos del

entorno, tenía algunas influencias inglesas que se

manifestaban principalmente en el vocabulario. Así pues,

a las canicas nosotros le llamábamos meblis. Esta

palabra, totalmente deformada, procedía de la palabra

inglesa marble que es como se llaman las canicas en

inglés y cuyo origen se debe a que, antiguamente, las

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canicas se hacían con trocitos de mármol. Por otro lado,

al punto de lana tejido con agujas, las mujeres le

llamaban niti, palabra que procedía de knitting. También,

tomábamos una especie de miel a base de mucho azúcar

que llamábamos siru. No era ni más ni menos que syrup

–jarabe- traído de la británica Gibraltar. A nuestra

manera, los andaluces del Campo de Gibraltar, como los

catalanes, los gallegos y los vascos, también éramos

bilingües.

Juan, que en aquel tiempo debía tener entre trece y

quince años, heredó de nuestra madre la capacidad para

los negocios y, para ganar unas perras, montaba un

tenderete cerca del mercado municipal donde vendía

revistas, novelas y libros. Recuerdo que el tenderete

consistía en unas cuerdas que fijaba en la pared por

medio de unos clavos y sobre las cuales colgaba sus

revistas y novelas. Las novelas pertenecían a unas series

muy populares tales como El Pirata Negro y El Coyote.

De mayores, mi hermana Mariluz contaba a

menudo que en la casa de los patitos una vez se quedó

pegada a la cama y Juan tuvo que despegarla. Resulta

que la cama, que era metálica, entró accidentalmente en

contacto con un cable eléctrico pelado y, por lo tanto,

quedó electrificada. Juan, de un empujón, despegó a

Mariluz. Ésta decía siempre –con mucha razón- que Juan

le salvó la vida. También contaba orgullosa cómo volvió

a salvarle la vida años más tarde cuando Juan se dio

cuenta de que tenía una infección en la garganta con

pinta de ser difteria. Mariluz siempre tuvo devoción por

Juan.

De la travesía del Estrecho de Gibraltar, en el año

1950, para trasladarnos de La Línea a Tánger, no

A orillas de Tánger

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recuerdo absolutamente nada. Supongo que me

impresionaría viajar en barco y que me marearía con el

movimiento. Supongo también que me aterrorizaría ver

tanta agua alrededor del barco. Sea como fuere, ese

viaje de ida no debió de gustarme demasiado porque

tardé dieciséis años en hacer el de vuelta…

A orillas de Tánger

20

A orillas de Tánger

21

Me llamo Malika, como mi madre. Cuando, en la

primavera de 1950 abandonamos la casita azul y blanca

donde vivíamos en Chauen con los padres de mi madre,

para ir a Tánger, yo tenía cinco años. Mi padre dijo que

íbamos a esa ciudad para dejar de ser pobres porque, en

Chauen, aunque nunca pasamos hambre, no teníamos

nada nuestro: ni casa, ni muebles, ni tierras, ni

animales, ni dinero. Nada.

Nos marchábamos porque los dos hombres para los

cuales mi padre trabajaba las tierras, un día le pidieron

que ya no lo hiciera más. Uno, porque sus hijos se

hicieron mayores y ya podían encargarse de ellas, y el

otro porque las vendió a un vecino. Mi padre estuvo

buscando trabajo durante semanas y semanas sin

encontrar nada y un día dijo que no aguantaba más y

que le daba vergüenza seguir recibiendo la ayuda de los

padres y de las hermanas de mi madre.

- La vergüenza, hijo, es un sentimiento que honra

al que la sufre pero ¡cuidado!, con su uso se desgasta y

desaparece –cuenta mi padre que le dijo mi abuelo.

Ese día, mi padre decidió que nos marcharíamos.

A orillas de Tánger

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Todos nacimos en el barrio de la Fuente Ras Elmá,

incluida mi madre, sus hermanas y sus padres. Mi padre

era el único que no nació en Chauen. En Ras Elmá todos

éramos familia o amigos, pero mi padre, que ahora no

tenía trabajo y había vivido en otros lugares, se ahogaba

en Chauen.

Por eso, aunque mi madre y mis tías le suplicaron

que no lo hiciera, decidió que nos marcharíamos a

Tánger.

- Dejadle marchar en paz –cuenta mi madre que

dijo mi abuelo, hombre sabio de la vida- como los ríos,

los hombres han de surcar su propio lecho.

Mi madre le pidió a mi padre que nos fuésemos a

alguna ciudad más cercana, pero él sólo quería ir a

Tánger porque allí se fue con su familia un vecino del

barrio mucho tiempo atrás y, por lo que decía la madre

de este vecino, las cosas le fueron bien. Mi padre un día

le envió al antiguo vecino una carta contándole que

quería llevarnos a todos allí y le pidió ayuda, al menos

para los primeros tiempos. Aunque el vecino no contestó,

mi padre decidió ir.

- He oído, –contaba mi padre con entusiasmo- que

Tánger es una ciudad grande y bonita, con muchos

cristianos ricos, sobre todo españoles, como los de

Tetuán y Ceuta. También dicen -añadió- que allí hay

trabajo para todo el mundo.

Un día, le oí decir a mi madre que yo y mis dos

hermanitos pequeños, Brahím y Fatima, quizá iríamos a

la escuela en Tánger. ¡Desde ese día solo pensaba en

eso! Mi madre siempre les decía a mis tías que yo era

muy lista y que era una pena que no fuese a la escuela.

Mis dos hermanos mayores, Larbi y Said, como ya tenían

A orillas de Tánger

23

ocho y nueve años, se pondrían a trabajar de aprendices

o de lo que fuera.

Unos días antes de marcharnos, la vieja Zohra, que

vivía dos callejones más arriba, me hizo un tatuaje en la

frente, entre las cejas. Fue ella quién se lo hizo a mi

madre cuando tenía mi edad. Mi madre quería que la

vieja Zohra también me hiciera el tatuaje en la barbilla,

como el de ella, el de sus hermanas y el de casi todas las

mujeres de Ras Elmá, pero mi padre no quiso. Decía que

con uno era suficiente. Aunque un poco asustada, tenía

mucha ilusión porque me hicieran el tatuaje. ¡Iba a

convertirme en mujer!

Con polvo azul de añil, vi por el espejo como la

vieja Zohra dibujaba en mi frente una palmerita parecida

a la de mi madre. Luego, con una aguja, fue

pinchándome la piel formando el dibujo definitivo. Al

principio, a causa de las heriditas, me escocía un poco

pero pronto me acostumbré a los pinchazos. La

inflamación desapareció justo el día anterior de nuestra

marcha.

- Ahora, si te perdieras, que Dios no permita nunca

semejante desgracia -me dijo mi abuela-, todo el mundo

sabrá que perteneces a esta familia.

Mi madre le dejó a mi abuela las gallinas y mi padre

los avíos de labranza a mi abuelo. Los padres de mi

madre nos dieron comida para el viaje y mis tías algo de

dinero. Mi madre agradeció todo con lágrimas en los

ojos. Después de unas largas y tristes despedidas,

cuando el sol aún no había salido para inundar por última

vez los campos en los que mi padre solía trabajar, nos

fuimos de Ras Elmá con los tres muleros que nos iban a

ayudar a atravesar las montañas del Rif.

A orillas de Tánger

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El camino, empinado y rocoso, resultó largo y duro.

Mucho más de lo que mi padre había dicho. Mis tías nos

regalaron abarcas para el viaje. La suela era de rueda de

coche y tenían cuerdas para atárnoslas a los pies. Era la

primera vez que mis hermanos y yo llevábamos zapatos

y estábamos muy contentos. Como era el principio de la

primavera, el frío ya no era tan intenso. Pero todavía

quedaba nieve en la montaña. Los muleros le habían

dicho a mi padre que era la mejor época para hacer ese

viaje con niños pequeños, antes de que llegase el

aplastante calor del verano. Cuando atravesábamos

alguna zona con nieve, nuestra madre nos envolvía los

pies con trapos.

Pese al cansancio y a las heridas de los pies, mis

hermanos y yo no decíamos nada. Solo los dos pequeños

lloraban de vez en cuando. Estábamos entusiasmados

aunque también muy asustados a causa de la montaña.

Mi padre, cuando nos veía demasiado cansados, pedía a

los muleros que nos subieran a lomo de alguna mula.

Entonces, los hombres nos ataban con cuerdas sobre

ellas, junto a sus mercancías, nuestros colchones o los

cacharros y bultos de ropa que mi madre pudo llevar.

Cuando más miedo pasábamos era cuando el camino se

estrechaba: desde lo alto del zarandeo de las mulas,

adivinábamos allá abajo el fondo interminable de la

montaña. Viendo nuestras caras, los muleros se reían de

nosotros a carcajadas. Las montañas también se reían y

yo pasaba aún más miedo. Mi madre, que llevaba

siempre a mi hermanita pequeña atada a sus espaldas,

no dejaba de mirarnos, como queriendo sostenernos con

su mirada angustiada.

Algunos de los lugares por los que pasamos eran

A orillas de Tánger

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muy bonitos. Vimos cascadas, torrentes y hasta un

diminuto lago que un pequeño río intentaba llenar con

sus aguas.

- Ese es el río Talambot –le dijo uno de los muleros

a Said.

Más tarde pasamos cerca de una cascada que hacía

un estruendo impresionante.

- ¡La cascada de Oued Kelaa! –gritó el mulero.

Un rato largo después de dejar la cascada pasamos

entre dos montañas unidas por un enorme puente de

roca situado muy alto sobre nuestras cabezas.

- ¡El Puente de Dios! Le dijo a mi padre el mulero

que conocía todo. Y este es el río Farda –le indicó

mientras le señalaba el riachuelo que estábamos

bordeando.

De vez en cuando nos parábamos para beber el

agua helada de los manantiales que nos encontrábamos

por el camino. Las mulas también bebían pero los

muleros se quejaban diciendo que la noche nos iba a

sorprender fuera de abrigo.

- ¡No os paréis tan a menudo para beber agua! –

nos gritó uno de los muleros a mis hermanos mayores y

a mí. ¡Ya tendréis tiempo esta noche! ¡Más vale pasar

sed que pasar la noche en la negra espesura, rodeados

de una manada hambrienta de lobos ávidos por probar

tanta carne fresca y blandita! –terminó el hombre

riéndose fuerte. Mi padre también se rió pero yo me

estremecí a la idea de estar rodeada de lobos aullando.

Al final del primer día de viaje, cuando ya estaba

oscureciendo, llegamos extenuados y doloridos a la

entrada de una oscura caverna. Los muleros encendieron

unas antorchas y entraron en la cueva. Al cabo de un

A orillas de Tánger

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rato salieron diciéndonos que podíamos pasar, que no

había ni lobos ni chacales ni jabalíes ni ninguno de los

otros animales que, al parecer, abundaban por la zona.

Con mucho miedo, nos instalamos en el centro de la

enorme y fría caverna a la que no se le podía ver la

pared del fondo ni el techo. Era como estar en un

agujero inmenso y negro. Era impresionante. Nuestras

voces, aunque sigilosas, retumbaban en las paredes y

eran engullidas por la oscuridad. De vez en cuando,

desde la tenebrosa profundidad del fondo, surgía algún

ruido que solo mi madre y yo parecíamos oír. Los

muleros, que se instalaron en la entrada de la gruta,

junto con sus mulos, encendieron una hoguera e

invitaron a mi padre a tomar té con menta. Mientras, mis

hermanos y yo nos pegamos a nuestra madre formando

un racimo asustado y tembloroso.

Después de comer algo, me dormí pensando en los

lobos y en los precipicios. ¡Estaba aterrorizada! Por

fortuna, me quedaba pensar en Tánger, esa ciudad de la

que tanto nos habían hablado últimamente. Lo que más

me entusiasmaba era ver el mar. Mi padre contaba que,

de joven, lo vio en Martil, un pueblecito pesquero cerca

de Tetuán. Yo no conseguía imaginar tanta agua como

decían que tiene. Al parecer, la vista se pierde en él.

También contaban que hay barcos que, como camiones

gigantes llenos de gente, se desplazan sobre las aguas

para ir de un sitio a otro. Cuando oía hablar del mar me

entraba escalofríos de curiosidad y de miedo.

Salimos de la cueva antes del amanecer, después

de tomar rápidamente un poco de pan y de té caliente

que los muleros habían preparado.

Ya amaneciendo, pasamos cerca de un pequeño

A orillas de Tánger

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lago donde unos monos en manada estaban bebiendo.

Cuando nos vieron se quedaron tan sorprendidos como

nosotros. Salvo los muleros y mi padre, los demás no

habíamos visto nunca un mono. Parecían niños viejos y

peludos. Alguno, como los perros del campo, nos enseñó

los dientes.

- Que nadie se mueva –dijo en voz baja uno de los

muleros reteniendo por las sogas a dos de las mulas.

- Quédate quieto insensato -oí cómo otro de los

muleros le reprendía en voz baja a Larbi que había

cogido una piedra para tirársela a los monos.

Al cabo de unos instantes, los monos se alejaron a

cuatro patas, lentamente, sin dejar de girar la cabeza

para mirarnos con sus diminutos e inquietos ojos.

- ¡Si les llegas a tirar esa piedra ahora estaríamos

todos muertos! –le gritó el mulero a Larbi – ¡Nos

hubiesen matado a pedradas! –Larbi se quedó blanco y

mudo.

El viaje fue muy largo. Parecía no terminar nunca.

Por fortuna, ese segundo día fue más tranquilo porque a

mediodía salimos de las montañas y el camino era más

llano. Fue una suerte porque nuestros zapatos se habían

roto y nos los tuvimos que quitar. Cerca de un río, los

muleros nos llevaron hasta un poblado donde paramos

durante un largo rato. La gente nos saludó como si nos

conociera de toda la vida. Parecía gente feliz. Una madre

y sus hijas incluso nos dieron té y torta con manteca y

miel calientes.

- ¡Comed, comed! –nos decía la madre mientras las

dos niñas nos ofrecían sonriendo las tortas en un plato

de metal. Más tarde supimos que era la familia de uno de

los muleros.

A orillas de Tánger

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Los muleros aprovecharon la parada para dejar dos

mulos y parte de su mercancía. Luego reanudamos la

marcha.

Al final de la tarde, cansados y hambrientos,

llegamos cerca de la ciudad de Tánger, a un barrio

llamado Moghoga. Los muleros nos llevaron a un fonduk

donde nos metimos en una habitación en la que echamos

nuestros colchones. Antes de acostarnos, tomamos sopa

caliente con pan en una sala donde había mesas y sillas.

Al día siguiente, mi padre nos despertó muy

temprano. Consiguió que un hombre que tenía un carro

con un burro aceptara por poco dinero llevarnos a la

M’Sallah, el barrio donde, al parecer, vivía el antiguo

vecino de Ras Elmá. El dueño del fonduk, que era un

buen hombre, le dijo a mi padre dónde podría encontrar

cerca de la M’Sallah alguna habitación para que

pasáramos un par de días por poco dinero. El hombre del

carro conocía el lugar y nos llevó hasta allí.

Nuestra aventura en la ciudad de Tánger, acababa

de empezar.

A orillas de Tánger

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El campito

La primera casa en la que nos alojamos en Tánger

estaba en una barriada alejada, al sur de un barrio que

se llama la M’Sallah. Como yo era aún muy pequeño,

conservo muy pocos recuerdos de esa casa. Además,

estuvimos allí poco tiempo. Era una casa pequeña, de

ladrillo rojo visto, probablemente menos por inquietudes

decorativas que por no haber podido acabar el dueño la

fachada. Vivíamos en la planta baja y quizá había una

azotea. A su alrededor había pocas casas.

La casa nos la consiguió Tití, mi tío. Allí, mi madre

se encontró con una antigua conocida: la Canaria. La

Canaria me caía muy bien. Era muy cariñosa. A todo el

mundo le decía mi niña o mi niño. Incluso a la gente

mayor.

Lo que más me gustaba del entorno de esa primera

casa de Tánger era un descampado que se encontraba

justo al lado. Mi hermana Mariluz y yo pasábamos

muchas horas jugando en ese campito. Jugando y

observando a la gente faenar. Veíamos a las mujeres,

entre ellas a nuestra madre, tender la ropa al sol.

Algunas la tendían sobre la hierba y otras, más

equipadas, en largas cuerdas atadas en sus extremos a

grandes estacas; cuando terminaban de tender la ropa,

las mujeres elevaban la cuerda, vencida por el peso de la

ropa mojada, con una larga y gruesa caña que clavaban

en la tierra.

También recuerdo unos chicos marroquíes que

cazaban pájaros con una técnica muy peculiar. Consistía

en clavar en el suelo, por medio de unas estacas, tres de

las cuatro puntas de unas redes de pescar, elevando la

A orillas de Tánger

30

cuarta punta con una caña. Luego, echaban un puñado

de granos sobre la hierba y, tras atar una larga cuerda a

la base de la caña, se escondían después de gritarnos:

- ¡Sir falk, sir!, -acompañando la palabra con un

gesto de la mano, invitándonos a que nos alejáramos.

Nosotros, obedientes, nos escondíamos tras las

matas. Poco tiempo después veíamos como, a la vista

del trigo, los pajarillos acudían en bandadas y,

totalmente confiados, no dudaban en colarse bajo la

amenazante red que colgaba sobre ellos. Cuando los

cazadores lo estimaban oportuno, tiraban fuertemente

de la cuerda haciendo caer la caña y, con ella, la red

sobre los incautos pajaritos. Así, con esa técnica tan

rudimentaria como eficaz, conseguían en poco tiempo

capturar docenas y docenas de pájaros que, uno tras

otro, iban metiendo en sacos de tela. Yo, que tenía cinco

años, nunca me pregunté para que cogían tantos

pájaros. Aunque, haciendo memoria, recuerdo que en

alguna ocasión, por aquellos tiempos, comimos pajaritos

fritos…

En ese campito también descubrí un fenómeno que

me dejó perplejo. Resulta que, tras haber seguramente

comido alguna de esas bayas salvajes rojas o azules a

las que yo era muy aficionado, un día me sorprendió una

terrible diarrea, de esas que no avisan. Como estaba en

plena naturaleza, ni corto ni perezoso me bajé los

pantalones y, en pleno campito, me desahogué

precipitadamente. Me estaba subiendo los pantalones

cuando, de reojo, vi sobre mi fluida factura unas formas

blancas y diminutas que parecían moverse. Me acerqué y

vi que eran gusanitos. Por un momento llegué a temer

que esos inmundos bichejos hubieran salido de mí. Solo

A orillas de Tánger

31

pensar que podían haberse paseado libremente por

dentro de mi barriga me desesperaba. Pero me convencí

que eran únicamente gusanitos del campo con extrañas

aficiones. Al llegar a casa, Mariluz no tardó en informar a

nuestra madre:

- Mamá, el niño ha tenido cagaleras con lombrices –

dijo, a modo de lacónico y expeditivo diagnóstico.

A primera hora del día siguiente ya estaba mi

madre ofreciéndome el tan temido vasito de agua con los

polvos del papelillo, purgante del que yo abominaba.

- ¡No mamá, no! ¡Te juro que no lo volveré a hacer

nunca más! -imploraba yo, que pese a mi corta edad ya

sabía lo que valía un peine, utilizando todos mis recursos

retóricos con tal de no tragarme la terrible pócima.

Pero mi madre, íntegra e insobornable, no

dejándose amilanar por mis instancias, me dijo con

aplomo:

- ¿Acaso quieres que los gusanitos te coman por

dentro?

Una argumentación tan contundente era inapelable.

La idea de ser carcomido por dentro por una legión de

gusanos cabezudos fue más irresistible que la de

tragarme de golpe el purgante. Cosa que hice sin dudarlo

ni un solo instante, para que les llegara rápidamente.

¡Así se murieran todos de asco!...

A orillas de Tánger

32

Estuvimos varios días en una habitación del fonduk

de la M’Sallah. En el fonduk había varias familias como la

nuestra. Algunas estaban allí desde hacía mucho tiempo,

a la espera de encontrar alguna casa donde vivir. Por lo

visto, según le dijeron las mujeres a mi madre, no era

fácil encontrar una casa barata. Al oír las historias de

esas familias, mi madre se alarmó.

- Hamidu, debes encontrar una casa cuanto antes –

le dijo a mi padre- yo no podré aguantar aquí mucho

más tiempo y si tú no la encuentras, saldré yo a buscarla

y tú te quedarás con los niños. Si nos quedamos en este

fonduk una semana más, me muero.

Mi padre salía por la mañana de la habitación y no

volvía hasta la noche. Decía que nada era fácil. Se

pasaba el día buscando casa, trabajo y al antiguo vecino

de Chauen. Al cuarto día volvió temprano por la mañana,

muy contento porque había encontrado una casa. Era la

primera vez que veía sonreír a mi padre.

- Es aquí cerca pero solo tiene una habitación y

está en la azotea.

- No importa –le contestó mi madre impaciente-,

A orillas de Tánger

33

¡vamos a verla ahora mismo! -y salieron los dos

corriendo a verla.

Por la tarde, cogimos los colchones y los bultos y

nos fuimos a nuestra nueva casa. Como ya dijo mi

padre, estaba en la azotea. Debajo de la nuestra, en la

primera planta, vivía el dueño de la casa. En la planta de

la calle vivía una familia cristiana que, al parecer,

acababa de llegar de España. Era una familia como la

nuestra pero con solo una niña y un niño.

Aunque esa casa no era ni mucho menos parecida a

la que teníamos en Chauen -¡cuánto la echaba de

menos!-, después de haber estado varios días en el

fonduk, hasta nos parecía bonita.

Mis hermanitos pequeños y yo nos pasábamos el

día en un campo con hierba y flores que había muy cerca

de la casa. En el campito, otros niños correteaban o

jugaban a la pelota. Yo, que era la mayor de mis

hermanos pequeños, no podía jugar demasiado porque

tenía que cuidar de ellos, sobre todo de Fatima que,

como solo tenía siete meses, la llevaba siempre a mis

espaldas. En ese campo también estaban a menudo los

niños cristianos que vivían debajo de nosotros. De

hecho, eran los únicos niños m’srani del barrio, todos los

demás éramos musulmanes. La niña tendría ocho años,

y el niño tendría mi edad. A veces, parecía que la niña

me miraba y me sonreía, pero, pese a que vivíamos en la

misma casa y a que nos cruzábamos muy a menudo,

nunca jugamos juntos y nunca nos hablamos.

Una tarde, Larbi y Said, mis hermanos mayores,

trajeron a casa una gran red que se encontraron en la

calle. Dijeron que era una red de pescadores.

- ¿De dónde la habéis sacado? –les preguntó mi

A orillas de Tánger

34

madre- ¡Esta red es nueva y no creo que os la

encontrarais tirada en la calle!

Mi madre estaba muy enfadada con mis hermanos

mayores y les dijo que no estaba dispuesta a que se

convirtieran en unos pequeños ladrones.

- ¡Antes os mato! –les gritaba con gesto

amenazador.

Pese a las amenazas de mi madre, Larbi y Said se

llevaron la red a nuestro campo, la clavaron en el suelo y

le levantaron una punta con una caña muy larga que

plantaron en la tierra. Luego echaron un puñado de trigo

del que mi madre se había traído un saquito de Chauen y

se escondieron. Inmediatamente, como por milagro, una

bandada de pájaros se metió bajo la red para comerse el

trigo. Entonces, Said tiró bruscamente de una cuerda

que había atado a la caña y ésta, al caer, arrastró la red

que estaba en el aire. ¡Los pájaros quedaron atrapados!

Luego, con la ayuda de Larbi, Said metió todos los

pájaros dentro de una gran bolsa de tela después de

golpearles la cabeza contra una piedra. Ese día comimos

pájaros fritos. Además, Larbi y Said consiguieron vender

algunos a la gente del barrio y a una tienda. Mi madre le

regaló algunos a la vecina cristiana de abajo. Desde

aquel día, Larbi y Said se dedicaron a cazar pájaros para

venderlos en los cafetines de los m’srani. El dinero que

conseguían se lo daban a nuestra madre para comprar

pan.

Poco a poco, yo notaba como, a la hora de comer,

no había mucha comida. A menudo, mis hermanos y yo

nos quedábamos incluso con hambre. La primera vez que

nos quejamos, mi madre nos dijo:

- Hay niños que no comen ni la mitad que vosotros.

A orillas de Tánger

35

Tenemos mucha suerte de tener lo que tenemos y no

debemos quejarnos porque las quejas nunca dan

alegrías. Y añadía dulcemente:

- Hasta ahora hemos estado muy mal

acostumbrados y de ahora en adelante tendremos que

conformarnos con lo que tengamos.

Que yo recordara, era la primera vez que nuestra

madre nos hablaba así. En Chauen eso nunca ocurrió.

A orillas de Tánger

36

El barrio de La M’Sallah

Después de la casa del campito, nos fuimos a vivir

a la parte alta del mismo barrio de la M’Sallah. Era ésa

una zona muy populosa y extensa, humilde donde las

hubiere, pero llena de vida. Seguramente supuso para

todos nosotros una gran mejora respecto a la casa

anterior. Desde este barrio, el centro de la ciudad ya

estaba más accesible y, por lo tanto, podíamos salir a

pasear.

La parte alta de la M’Sallah empezaba en la calle de

Méjico. El colegio y el instituto españoles se encontraban

al final de esa calle, en dirección opuesta al centro de la

ciudad, poco después de la calle Inglaterra. A lo largo de

la parte derecha del barrio corría paralelamente la calle

de Holanda, donde fuimos a vivir más tarde. Al fondo del

todo, muy lejos, ya en la parte baja, estaba la barriada

donde acabábamos de vivir unos meses.

La casa estaba en el número 18 de la calle de

Colombia, que bifurcaba de la calle principal del barrio, la

calle M’Sallah, muy cerca de la calle de Méjico.

Era la primera vez que vivíamos inmersos en un

barrio árabe. La M’Sallah tenía algo de misterioso y

sobrecogedor. Era un barrio muy populoso, con infinidad

de niños correteando y jugando por sus numerosas y

sinuosas callejuelas. Las casas eran casi todas de dos

plantas, con azotea y de ventanas escasas y pequeñas.

La fachada de la mayoría de las casas estaba sin

terminar y, por lo tanto, dominaba el color rojizo de los

ladrillos. Las tiendas de comestibles eran diminutas y

oscuras. En Tánger, tanto a estas tiendas como a sus

dueños –la mayoría originarios de la región sureña del

A orillas de Tánger

37

Souss- se les llamaba bakalitos. En el bakalito

comprábamos diariamente y con mesura. Por ejemplo,

se compraba tres tomates, dos huevos, mitad de cuarto

de harina o cuarto y mitad de aceite.

Recuerdo que, en una ocasión, llegó a mi calle un

vendedor ambulante. Vendía vasos y los anunciaba como

irrompibles. Eran de pyrex, un cristal muy resistente a

los golpes y al calor. Para demostrar que eran

irrompibles, el hombre los tiraba al suelo y podíamos

ver, maravillados, cómo rebotaban sin romperse. Para

nosotros, la chiquillería de la calle, faltos de espectáculos

y de acontecimientos, un vendedor ambulante era una

fiesta. Por eso, frente al vendedor, aquel día formamos

un nutrido y apretado corro como si de un mago se

tratase. De repente, cuando el hombre ya tenía ganada

la admiración incondicional del auditorio, uno de los

vasos, al chocar contra uno de los adoquines, estalló

como un petardo y se hizo añicos. Los trocitos parecían

sal gorda. El hombre se enfadó mucho, no sé si por culpa

de nuestras escandalosas risas, si con él mismo o si con

el inventor de esos vasos. Rápidamente recogió todo y

se marchó mascullando algo en árabe.

Como en la casa anterior, aquí también teníamos

que ir a buscar agua a la fuente. Y es que, en efecto, en

estos barrios modestos las casas no tenían agua

corriente. La recogida de agua era por lo tanto una

actividad importante en la vida de las familias que

vivíamos por allí. En todos los barrios había por lo menos

una fuente. Lógicamente, por la mañana esta actividad

era frenética. En las familias marroquíes, las niñas eran

las encargadas de ir a por el agua. También iban algunos

niños y algunas mujeres. Jamás los hombres. A veces,

A orillas de Tánger

38

en las colas surgían interminables discusiones por

aquello de que se colara alguien o de que fuesen varias

niñas de una misma familia con demasiados recipientes

para llenar. Generalmente, se acarreaba el agua en

cubos de chapa galvanizada ya que aún no estaban al

uso los bidones de plástico. Para facilitar el transporte de

los pesados cubos de agua, algunos privilegiados

utilizaban la llanta de una rueda de bicicleta que,

pasándola alrededor de su cuerpo, posaban sobre los dos

cubos llenos de agua, dejando las asas en el exterior de

la llanta. De esa manera impedían que los cubos

chocaran contra sus piernas. Otros sustituían la llanta

por un marco cuadrado de madera. En las cocinas

teníamos grandes tinajas de barro donde se echaba el

agua.

Una vez, estando solo en la calle principal de la

M’Sallah, me atropelló un ciclista, pasándome las dos

ruedas de la bicicleta por encima del muslo. No me

ocurrió nada pero me asusté mucho. También pasé

mucha vergüenza. Tras el atropello, me fui corriendo a

casa a esconderme.

Supongo que en la casa de la M’Sallah también

estuvimos viviendo poco tiempo. Probablemente empecé

aquí a ir al colegio, al mismo tiempo que Mariluz. Íbamos

al Grupo Escolar Español pero, a los pocos días, me

sacaron de allí y fui a la escuela francesa Adrien Berchet.

A Mariluz no la admitieron porque pasaba de la edad

máxima y tuvo que seguir yendo a la escuela española.

En casa, mientras ella recitaba a voz en grito la

interminable lista de los reyes godos –ya sabéis, los

Chindasvinto, Recaredo y otros Ataúlfo- yo intentaba

convencer muy seriamente a mi madre de que nuestros

A orillas de Tánger

39

antepasados eran los Galos y que se llamaban

Charlemagne, Bayard y Vercingetórix. Recuerdo que mi

madre, emocionada por tanta erudición, exclamaba:

¡Pero cuánto sabe su cuerpo! A lo que mi hermano Juan,

menos emocionado, agregaba para mi asombro: ¡a

tocino rancio!

A orillas de Tánger

40

Mi padre vino un día con la gran noticia de que,

¡por fin!, había encontrado a Abdelkrim, el antiguo

vecino. Dijo que, en efecto, vivía en la M’Sallah, pero en

la parte alta, que estaba bastante lejos de donde

vivíamos, ya muy cerca del centro de Tánger. Poco

tiempo después nos fuimos a vivir allí, a una casa que

Abdelkrim nos había encontrado y que era un poco mejor

que en la que estábamos.

La parte alta de la M’Sallah era casi más grande

que todo Chauen. Allí no había campo. Solo calles y

casas. Y mucha, mucha gente.

La vivienda, situada en la planta baja, estaba

formada por una única habitación. En la entrada de la

casa, el retrete era para todos los vecinos.

En este barrio, mis hermanos pequeños y yo

salíamos a jugar a la calle más a menudo que en la

anterior. Aquí había más niños m’srani que en la otra

casa. Contrariamente a Chauen, en estas calles siempre

ocurrían cosas: peleas, discusiones, accidentes. Un día vi

cómo una bicicleta atropelló a un niño m’srani. El pobre

parecía muy asustado y, desde el suelo, miraba

A orillas de Tánger

41

angustiado a su alrededor, como pidiendo ayuda. Me dio

mucha pena. Una mujer lo levantó del suelo.

- Camina un poco para ver dónde te duele –le pidió

la mujer. Pero el niño, llorando, salió corriendo calle

abajo.

Mis hermanos mayores, Larbi y Said, aprovechando

que el barrio estaba ya muy cerca del centro de la

ciudad, se pasaban el día fuera de casa. Cuando volvían,

al final de la tarde, ya habían comido. A veces, en un

carrito que se habían construido, entre cachivaches

viejos que recogían por las calles y que no servían para

nada, traían algo de pan, verduras o frutas que daban a

mi madre para nosotros. Al principio, mi madre les

preguntaba que de dónde sacaban la comida. Más

adelante, a menudo les esperábamos todos, incluida mi

madre, para ver si traían algo.

Por lo que le contaba mi padre a mi madre,

Abdelkrim no podía ayudarle. A mi madre le pareció

normal ya que éramos muchos. Después de varios días,

mi padre encontró un trabajo para vender vasos de

cristal irrompible por las calles y las casas. En casa nos

hizo una demostración y parecía brujería: los vasos caían

al suelo y no se rompían. El único problema era que

costaban un poco más caros que los vasos ordinarios. El

primer día que empezó ese trabajo se fue a vender a las

calles vecinas pero volvió pronto y muy enfadado porque

en la calle que cruzaba con la nuestra, cuando estaba

haciendo una demostración, se le rompió en el suelo uno

de los vasos. Le contó a mi madre que para él, que era

la primera vez que intentaba vender algo, fue muy

deshonroso ver cómo la gente se reía de él.

- No puedes desanimarte Hamidu, -le dijo mi

A orillas de Tánger

42

madre- la suerte ya te vendrá. Lo que tienes que hacer

es buscar cuál es la mejor manera de que el vaso caiga

sin que se rompa. Además, nadie te conoce en la calle y

todos pensarán que de verdad eres un vendedor de

vasos. Y sonríe, no hay corazón duro que una sonrisa

tierna no pueda abrir.

Durante unos instantes mi padre la miró en silencio

y luego, con gesto decidido, salió de nuevo a la calle con

sus cajas de vasos debajo del brazo.

A orillas de Tánger

43

El Primus

Por aquel entonces, no siempre gozábamos de

grandes comodidades. A menudo escaseábamos de

cosas tan normales y elementales en nuestras casas de

hoy en día como el agua corriente, la electricidad o el

gas.

Así pues, por ejemplo, la gran mayoría de las casas

de los barrios de la M’Sallah no tenían luz eléctrica y,

como la mayor parte de las familias, para alumbrarnos

usábamos lámparas de petróleo llamadas quinqués que,

además de entrañar cierto riesgo, a causa del petróleo,

eran incómodas y molestas pese a la estampa romántica

de la que, inmerecidamente, gozan hoy.

Pero la mayor incomodidad era la ausencia de una

cocina de gas, con dos o tres fuegos, a la que se

conectara una botella de butano. Hasta que llegara la

adquisición de ese tipo de cocina había que preparar la

comida en un artilugio extraordinario: el infiernillo.

Nosotros le llamábamos por su nombre de marca: Primus

o primu, en versión andaluza.

El primu, antecesor del camping-gas, tenía en su

parte inferior un depósito de latón en forma de cazuela

cerrada, de unos veinte centímetros de diámetro, que se

llenaba con petróleo. El olor del petróleo de los

infiernillos y de los quinqués siempre estaba presente en

los hogares humildes.

Aunque para mi madre debía ser un latazo, yo veía

el encendido del infiernillo como una verdadera

ceremonia a causa de la precisión y la puntualidad de las

distintas fases a que obligaba el protocolo.

Con suma precaución, mi madre llenaba el

A orillas de Tánger

44

depósito de petróleo. Esta primera operación era sin

duda la más desagradable porque, además de que el olor

a petróleo invadía la cocina, siempre caían algunas gotas

en la encimera que luego había que limpiar

cuidadosamente. Luego, con el fin de crear en el

depósito una presión suficiente para que el gas, que se

desprendía del petróleo, saliese por la parte superior, mi

madre cogía el asidero de un pequeño pistón que

penetraba en el depósito, y lo impulsaba enérgicamente.

La activación del pistón debía de hacerse con mucho

vigor. Al cabo de un rato de darle pompa, como solíamos

decir, se abría la llave de salida del gas y, si se oía el

silbido característico que producía su paso enérgico por

los agujeros del quemador, se acercaba una cerilla al

alcohol previamente vertido en una diminuta cazoleta

situada para el efecto en la parte superior del primu.

Entonces, milagrosamente, aparecía una llama cuya

intensidad se regulaba con la llave de salida del gas. Si la

llama no se encendía se debía a que el chicle estaba

taponado (en realidad, se trataba del gicleur, término

francés para designar el dispositivo por cuyo orificio salía

el gas). Para desatascar el chicle teníamos unas llaves de

hojalata en cuya punta estaba insertado un alambre muy

fino que había que introducir en el orificio para limpiarlo.

La mayoría de las veces el alambre estaba torcido o roto

y entonces había que salir corriendo a la tienda a

comprar otra llave.

El encendido del primu era un espectáculo

fascinante. Una verdadera liturgia. Por la preparación,

por los movimientos, prudentes y suaves al principio,

enérgicos después, por el olor y por los sonidos, siempre

iguales, inalterables.

A orillas de Tánger

45

Pero, por encima de todo, el primu era fascinante

por su llama o, mejor dicho, por sus innumerables y

minúsculas llamas. Para mí, las llamitas representaban

un verdadero espectáculo de luz y sonido. Incluso, eran

un misterio porque, por más que las contemplaba, no

alcanzaba a entender como podían llegar a formarse. Me

encantaba la delicadeza de sus formas, todas

perfectamente iguales, separadas unas de otras por la

misma distancia y, por encima de todo, sus colores.

Todas las llamitas tenían exactamente el mismo color en

los mismos lugares: azul en la base, naranja en el tronco

y amarillo en la cresta. El color que más me gustaba era

el azul. Era el más regular, el más puro. Era la

representación en vivo y en caliente de la perfección. El

azul de esas minúsculas llamas encerraba para mí todo

el misterio del mundo que me rodeaba: yo no entendía

cómo algo tan diminuto podía ser tan perfecto. ¡Era un

verdadero milagro!

De vez en cuando, mi madre interrumpía esas mis

largas y místicas observaciones para darle pompa al

primu: cuando la llama bajaba de intensidad había que

reavivarla aumentando la presión del gas…

A orillas de Tánger

46

Durante varios días mi madre salió a buscar trabajo

en el barrio como lavandera. El último de esos días fue

uno de los peores de mi vida.

Como mi padre y mis hermanos mayores estaban

también fuera de casa, yo me quedaba al cuidado de mis

hermanitos pequeños Brahím y Fatima.

Esa mañana, Fatima lloraba mucho porque tenía

hambre. Decidí encender el fuego de carbón, en un

rincón de la habitación, para calentar agua y hacerle un

té. Mi madre me tenía prohibido encender el fuego pero

Fatima no paraba de llorar y yo era la mayor.

Cuando después de muchos intentos casi conseguí

que el carbón prendiera, sin darme cuenta, se quemó la

punta de la manta que cubría uno de los colchones que

estaba junto al fuego. En solo unos instantes, el colchón

y la mesita se prendieron fuego llenando la habitación de

llamas y de un espeso y negro humo. Como pude, cogí a

Fatima en mis brazos y empujé a Brahím hacia la puerta

que no conseguí abrir enseguida. Mis hermanitos y yo

gritábamos como locos. Cuando por fin pude abrir la

puerta, algunas vecinas, que probablemente habían visto

A orillas de Tánger

47

el humo salir por el ventanuco y oído nuestros gritos,

acudían corriendo. Una vecina me arrancó a Fatima de

mis brazos y cogió a Brahím de la mano mientras me

gritaba que me alejara de allí. Mis hermanitos no

paraban de gritar. Las vecinas tampoco.

La calle se llenó de gente. Unos hombres

consiguieron apagar el fuego con cubos de agua. Luego

sacaron todas nuestras cosas a la calle. Algunas estaban

negras y humeantes. Todo estaba mojado. La vecina nos

metió en su casa y, junto con otras mujeres, trató de

consolarnos. También nos dieron algo de comer.

Cuando llegó mi madre, al cabo de mucho tiempo,

yo estaba todavía temblando y llorando. Mi madre

también lloró. Y mi padre, cuando vino. Y mis hermanos

mayores también. Mi madre prometió que nunca más

nos dejaría solos.

Por más que lo intentó, mi padre no pudo recuperar

el colchón quemado y tuvo que tirarlo. Desde ese día,

mis padres durmieron sobre unos cartones que, por la

noche, tendían en el suelo. La casa olió a quemado hasta

que mi madre encaló las paredes y el techo. Mi madre, a

menudo tenía pesadillas con el incendio y, de vez en

cuando, sin decir una palabra, me cogía y me apretaba

contra su cuerpo.

A orillas de Tánger

48

El ditero

El ditero era una figura comercial clásica, fruto de

la depresión económica que padecía la mayoría de las

familias españolas tras la guerra. El ditero se dedicaba a

vender a plazos una gran variedad de productos, la

mayoría de primera necesidad, que ofrecía en catálogos

o en muestras. Como no podían vender de todo, se

especializaban en familias de artículos. Algunos vendían

productos para el hogar, otros vendían tela, ropa y

calzado, etc.

El ditero solo vendía a particulares. Hacía todo:

vendía, entregaba la mercancía, y, sobre todo, cobraba.

A causa de la frecuencia de los pagos, semanales,

quincenales -rara vez mensuales- y a causa de las

numerosas y desgranadas entregas, el ditero estaba

siempre en tu calle o en tu patio. Parecía un vecino más.

Llevaba una gruesa carpeta tipo acordeón, con múltiples

separadores donde parecía conservar el secreto de la

vida y milagros de todos los vecinos a los que un día

imploró para que le compraran algo. Allí, en esos

separadores, estaban los fatídicos recibos de cada uno.

Si alguien, algún día, no podía pagarle –cosa

bastante frecuente- el ditero se enfadaba, se lamentaba

y evocaba los problemas que iba a tener su propia

familia a causa de ese impago. ¡Un verdadero drama!

Finalmente, por fortuna, no había nada que no

remediara, dependiendo de la hora, un buen caldito

caliente recién hecho o una copita de coñac para hacerle

pasar el disgusto al hombre. En el fondo, los diteros se

portaban bien con nosotros porque, como nosotros, eran

buena gente.

A orillas de Tánger

49

Una variante del ditero era el vendedor de novelas

por entrega o folletines. Junto con el vendedor de

seguros de Santa Lucía (los muertos, como se le conocía

en mi barrio), de todos los vendedores que visitaban los

domicilios, el de las novelas por entrega era el único que

vendía un solo producto. Además, también era el único

que no tenía problemas para cobrar: se le pagaba

cuando hacía la entrega. Si no, no había novela. Por lo

general, como los folletines eran muy baratos, todo el

mundo pagaba.

Recuerdo que estas novelas venían en cuadernillos

muy finos, con pocas hojas -uno o dos capítulos

solamente- y, además, el papel, de color sepia, era muy

fino: las letras de la otra cara casi se transparentaban.

Para las editoriales, esto suponía una ventaja: no solo la

publicación les salía muy barata sino que, además, la

gente no se intercambiaba los cuadernillos porque casi

no aguantaban una segunda lectura. Eran de un solo

uso, de leer y… reciclar porque en el váter también

cumplían mejor papel que el periódico o que el papel de

estraza de la tienda... ¡Un milagro del marketing!

Mi madre, que era una ávida lectora, compraba

muchos folletines. Por lo visto, la mayoría eran dramas

de esos que te hacían sentir afortunado cuando

comparabas tus penas con las de esas otras familias de

papel. ¡Otro gran acierto mercantil!

A orillas de Tánger

50

La radio

Cuando aún no existía la televisión, la reina de

todos los hogares era la radio. La radio te hacía

compañía, te entretenía y te informaba. Por aquel

entonces la radio era el principal enlace, si no el único,

con el mundo exterior. Las familias apenas si compraban

periódicos o revistas. Solo escuchaban la radio. Sin

embargo, en aquellos oprimidos tiempos de dictadura y

de intoxicación ideológica de la postguerra, la radio

oficial española, la que teníamos más a mano, no era

precisamente una ventana abierta a la cultura, al

pluralismo o a la libertad. Pero era lo que había. Además,

comía poco pan.

Se puede decir que, en los hogares como el

nuestro, la radio era una necesidad. Formaba parte de la

familia. Para bien y para mal. Nadie la cuestionaba, o

casi. Se la aceptaba porque sí, con sus virtudes y con sus

defectos.

Recuerdo cómo mi madre y mi abuela, por las

tardes, mientras hacían sus faenas, escuchaban muy

atentamente los seriales de la cadena SER. Ese rato era

sagrado. Nadie podía moverse, ni hablar, ni querer

merendar, ni nada de nada. En los aires del vecindario

tampoco se oía nada que no fuese el sonido

omnipresente de la radio-novela que salía por puertas y

ventanas. Las novelas radiofónicas, interpretadas por un

grupo reducido de actores, que hasta yo conocía,

estaban todas escritas y dirigidas por un mismo señor:

Guillermo Sautier Casaseca. Los personajes principales

estaban casi siempre interpretados por los mismos

actores: Pedro Pablo Ayuso -de cuya voz de hombre

A orillas de Tánger

51

guapo y de buena persona estaban enamoradas todas

las mujeres-, Matilde Conesa -que siempre hacía de

mujer buena- y Matilde Vilariño que siempre hacía de

niña o de niño.

Aunque sé que hubo varios seriales de esos que no

acababan nunca, solo recuerdo Ama Rosa –un dramón

donde los hubiere- y Dos hombres buenos, ¡otro que qué

tal! Como no podía ser menos, los desenlaces y

pormenores eran profusamente comentados por las

mujeres en las tiendas y en los patios como para

prolongar algo más los capítulos que, supongo, debían

saberles a poco. Además, utilizando ya las más

modernas técnicas del marketing americano, cada

capítulo acababa con una buena carga de suspense para

que no dejara nadie de escuchar el capítulo del día

siguiente. Doy fe, a juzgar por el sonido ambiente de

cada día, de que nadie se perdía nunca ningún capítulo

siguiente…

Recuerdo también que el trío compuesto por Pedro

Pablo y las Matildes encarnaban asimismo los personajes

de una serie infantil llamada Matilde, Perico y Periquín

que narraba las travesuras de un niño impertinente y

entrometido, Periquín, en el seno de una familia

moderna.

Otro personaje muy popular de la radio era Pepe

Iglesias el Zorro que empezaba siempre sus programas

humorísticos cantando “Yo soy el zorro, zorro, zorrito,

para mayores y pequeñitos…”.

La radio también servía para dedicar discos a los

familiares y amigos con motivo, sobre todo, de su santo.

Claro que las dedicatorias, pese a sus buenas

intenciones, eran de lo más anónimo: “…a Josefina, de

A orillas de Tánger

52

parte de su padre y de su madre, a Pepita, de su novio

que la quiere”. A veces, incluso, hasta podían resultar

comprometedoras: “…a José, de quién él sabe…”. Ni qué

decir del recelo de las mujeres y novias de todos los

José… La enumeración de las dedicatorias podía durar

diez, veinte o treinta interminables minutos para luego

oír, por ejemplo, El relicario. Como era lo que había, la

paciencia de la audiencia era santa por necesidad.

Por más que lo intento no puedo dejar de recordar

unas canciones –o lo que fuese- cantadas –o lo que

fuese- por lo visto por una mujer –cosa de la que yo

dudaba- cuyo nombre era Yma Sumac. Decían que era

peruana. Nada me producía mayor pavor que oír los

sonidos insólitos y sorprendentes que esa supuesta

mujer podía llegar a producir con su garganta. Tan

pronto eran estridencias extraordinariamente agudas,

imposibles de soportar, como bramidos roncos como

salidos de las fauces de un monstruo encolerizado.

Insisto: nada me daba más miedo que oír aquello. El día

que a la radio se le escapaba alguna canción de esa

mujer, por la noche, sin falta, yo tenía pesadillas.

Pero, cuando menos me gustaba la radio era en

Semana Santa: solo radiaban misas, campanadas,

saetas, música religiosa y discursos bien intencionados.

Era de lo más deprimente. Pero claro, la dictadura

franquista, dueña y señora de la programación de todos

los medios de comunicación públicos o privados,

mientras todavía encarcelaba y torturaba a los que

defendieron la república legítima, se daba golpes de

pecho alardeando de fervor cristiano.

Al boletín de noticias se le llamaba el parte,

deformación heredada del parte de guerra emitido todos

A orillas de Tánger

53

los días por las emisoras de radio durante la guerra civil.

Durante la dictadura de Franco, el parte solo tenía un

color: el que el aparato de propaganda del glorioso

movimiento quería que los españoles viesen. Por eso, mi

hermano Juan, siendo todavía muy joven, al igual que

muchos otros ciudadanos insatisfechos con lo que oían

en las emisoras españolas, sintonizaba por la noche

ciertas emisoras extranjeras que programaban emisiones

dirigidas a los españoles.

Recuerdo la famosa Radio París, con su

inconfundible e inolvidable sintonía y que emitía para los

españoles a partir de las diez de la noche. Parecía el

lugar de encuentro virtual de todos los antifranquistas.

Supongo que, tanto para Juan como para muchos otros,

oír Radio París debía ser reconfortante, algo así como

saber que no estaban solos. A veces, cuando terminaba

la programación en español de Radio París, Juan

intentaba captar alguna otra emisora en el extranjero

como, por ejemplo, Radio Pirenaica que, por sus sonidos

de fondo, parecía salir de ultratumba, o Radio Andorra –

¡Aquí radio Andorra!, decía alegremente una chica que

cenaba todas las noches con nosotros- o como la BBC de

Londres con las inconfundibles y reconfortantes

campanadas del Big Ben.

Juan, ávido de saber, cuando escuchaba estas

emisoras se pegaba a la radio como para no perderse ni

una palabra. En realidad, esos programas se escuchaban

con el volumen muy bajito, hábito heredado del temor

infundido por la represión franquista en la Península. No

obstante, por lo general, el sonido era bastante

deficiente. Recuerdo que, en la casa de la calle de

Colombia, Juan apareció un día con una antena interior

A orillas de Tánger

54

que consistía en un muelle de cobre rojo muy largo que

colgó por todo el comedor como una alegre guirnalda en

un intento desesperado por mejorar la calidad del sonido

de la huidiza onda hertziana…

A orillas de Tánger

55

Escenas de la vida cotidiana

De la cocina de mi madre recuerdo sobre todo el en

blanco. Era una sopa muy ligera que se obtenía a base

de hervir cabezas de pescado con un par de patatas y

una cebolla. Una vez servida en el plato, mi madre le

echaba por encima un chorreón de limón. En la superficie

del en blanco quedaban flotando los ojitos blancos del

pescado que, cuando los mordías, parecían de cartón

duro y que, como el cartón, no sabían a nada. Pero era

divertido. Siempre supuse que los ojitos en blanco del

pescado le dieron nombre a la sopa.

Cuando tocaba lentejas, que yo odiaba, me

enteraba el día antes porque, por la noche, mi abuela se

pasaba un buen rato limpiándolas. A veces me pedía

ayuda. Se trataba de separar las lentejas en buen estado

de las malas -agujereadas por algún gusano- y de las

piedras. Yo me tomaba muy en serio esta tarea porque,

no gustándome las lentejas, lo único que me faltaba era

encontrarme algún gusano o alguna piedra al

masticarlas. A veces, al terminar la faena, mi abuela le

decía a mi madre:

- ¡Qué ladrones, Elvira! ¡De cuarto y mitad se habrá

quedado en un cuarto escaso!

Y es que, entre lentejas agujereadas y piedras,

siempre quedaba un buen montón para tirar.

Recuerdo que en Tánger se pusieron de moda los

roscos de bizcocho. La moda surgió con la aparición

masiva en las tiendas del molde de aluminio con el que

se hacía el bizcocho. Los moldes eran como ollas, con

tapa alta y encajada, pero con la particularidad de que,

en el centro, tenían un agujero formado por un tubo

A orillas de Tánger

56

vertical. De esa manera, cuando se echaba la masa en el

molde, adquiría la forma de un rosco. El éxito de este

invento, sencillo y barato, fue permitir a miles de amas

de casa cocinar riquísimos bizcochos sobre sus modestos

fogones, sin necesidad de horno. A menudo, las vecinas

intercambiaban técnicas para conseguir mejores y más

variados roscos. Uno de los problemas que tenía mi

madre -según le oía decir a las vecinas- era que cuando

ponía pasas en la masa, se iban todas al fondo. Gracias a

esos intercambios vecinales, consiguió que las pasas se

quedaran entre dos masas.

A mí, de todas formas, lo único que me gustaba era

el jamón cocido, el flan chino Mandarín, la carne con bi

(léase corned beef) argentina y, por encima de todo, los

tocinos de cielo de La Española. Siempre me dije que, de

mayor, me compraría toneladas de unos y otros.

Curiosamente, con los años, si bien he ampliado mis

aficiones gastronómicas a otros platos más variados, aún

conservo con toda intensidad aquellas antiguas

preferencias.

En aquellos tiempos, los colchones de nuestras

camas eran de crin vegetal verde, que no de lana ni de

muelles. La crin vegetal, conocida popularmente por el

vegetal, se compraba en largas madejas trenzadas que

debíamos deshacer pacientemente en medio de una

nube de polvo verde. Conforme íbamos deshaciendo las

madejas –como las lentejas, era esta una tarea colectiva

y familiar- llenábamos las fundas a rayas de los

colchones. Una trenza de vegetal, debidamente

desmadejada, daba para mucho.

Con el uso, los colchones de vegetal quedaban

aplastados y finos como galletas. Entonces sacábamos el

A orillas de Tánger

57

vegetal y, después de dejarlo al sol durante unas horas,

lo crepábamos a mano para que adquiriese mayor

volumen. A veces, solíamos comprar vegetal nuevo que,

una vez desmadejado, agregábamos al colchón. ¡Dormir

en un colchón recién tratado era una gozada!

De pequeño me gustaban mucho los relojes de

pulsera. Para mí eran verdaderos objetos de deseo por la

sencilla razón que, durante muchos años, nunca vi a

nadie de mi familia con reloj de pulsera. Hasta el año

1956 en que mi madre le compró uno a Juan.

En aquellos impuntuales tiempos, los relojes más

conocidos eran los de marca Dogma, Sigma, Festina,

Omega, Flica y Cauny. Todos me parecían sencillamente

maravillosos, sobre todo los dorados. Eran verdaderas

obras de arte. Pero el mejor de todos, el más valorado y

prestigioso por su calidad y precisión, era el Longines.

Ése fue el que mi madre le compró a Juan, ya no

recuerdo si por su cumpleaños o, junto con la Brownie

Chiquita –elemental pero eficaz cámara fotográfica de

Kodak-, con motivo de su viaje a San Sebastián. El

Longines de Juan tenía una esfera amplia y generosa

pero, sin embargo, era discreta y fina. ¡Por fin teníamos

reloj en casa!

Hoy en día, dentro de lo que cabe, fregar el suelo

es una tarea casi cómoda gracias a la popular fregona.

En tiempos en los que aún no se había inventado este

práctico artilugio, las amas de casa, fuese cual fuese su

estado de salud, su edad o su corpulencia, tenían que

fregar hincando las rodillas en el suelo -a veces con la

única protección de un trozo de cartón- y restregando

una pieza de trapo que en Tánger llamábamos jocifa y

que mojaban en el agua del cubo que tenían a su lado.

A orillas de Tánger

58

Conforme las amas de casa iban fregando el suelo,

siempre de rodillas, retrocedían sin olvidar de arrastrar el

cubo y el cartón. Así, de rodillas y con la espalda

inclinada hacia delante, las sufridas mujeres faenaban

durante un buen rato, dependiendo del tamaño de la

habitación, interrumpiendo su posición solo para ir a

cambiar el agua del cubo. Recuerdo que mi madre, cada

vez que fregaba el suelo, no conseguía erguirse hasta

pasados unos largos minutos…

A veces, después de tirar el agua del suelo sobre el

trocito de acera que estaba justo delante de la entrada

de la casa, mi madre solía echar unos chorritos de zotal -

sotá, según la jerga local del momento-, desinfectante

de color lechoso y de olor agradable y persistente.

Por tierras calurosas como las de Tánger, la

abundante presencia de moscas era habitual. Estaban

por todas partes. Por muchos manotazos que dieras al

aire, siempre volvían. Parecía que, además de ser

familiares como dijo Machado, también estaban

amaestradas: “…pequeñitas, revoltosas, vosotras, ami-

gas viejas, me evocáis todas las cosas.”

Para aniquilarlas se probaba de todo: que si botes

de Orion, que si polvos DDT, que si Fly-Tox, productos

todos que también servían para acabar con otros

insectos más recalcitrantes pero que, al decir de mi

madre, no podían hacernos ningún bien a nosotros.

Hasta que aparecieron las cintas cazamoscas. Eran

unos rollitos de papel de color amarillo, untado con un

producto pegajoso parecido a un aceite espeso, y que, al

colgarlos del techo, caían hacia abajo como rubios y

largos tirabuzones. Milagrosamente, todas las moscas

eran atrapadas por las cintas zampamoscas.

A orillas de Tánger

59

Al cabo de unos días había que reponer las cintas,

no porque perdiesen efectividad, no, sino porque se

ponían asquerosas: acababan negras y espesas de

moscas. Nunca supe qué era peor, si dejar las moscas

revolotear alegre y libremente como mudas bandadas de

diminutas e incansables golondrinas que para descansar

se posaban sobre la comida, o si tenerlas colgadas sobre

tu cabeza en pastosa masa negra, deforme y

amenazante…

A orillas de Tánger

60

Mi primer amor

Aunque muy breve, fue una relación tormentosa y

apasionada. Ocurrió en el barrio de la M’Sallah, cuando

vivíamos en la casa de la calle de Colombia. Tenía yo,

por lo tanto, cinco años. Como máximo seis. Ella se

llamaba Antoñita y pertenecía a una de las pocas familias

españolas del barrio. Era mayor que yo. Por lo menos de

un año. Su cara era graciosa y sus ojos, de color miel,

echaban chispas de alegría. Siempre estaba riendo. Me

llamaba mucho la atención su pelo castaño corto, muy

corto, totalmente inusual entre las niñas españolas de

entonces. Antoñita vivía en mi calle, casi frente a nuestra

casa. Junto con su hermana pequeña, siempre estaba

jugando con nosotros. Yo, para ser sincero, nunca me

fijé en ella como… mujer. Ni en ella ni en ninguna otra,

para que vamos a engañarnos.

Ese día, estando todos como siempre en la calle,

Antoñita me cogió del brazo y me arrastró hacia la casa

donde vivía. En la entrada, bajo el hueco de la escalera

que subía al primer y único piso, estaba el retrete,

común para todos los vecinos de la casa. Tenía una taza

turca, de esas que están a ras del suelo, con un

amenazante y enorme agujero en el centro y dos huellas

laterales para poner los pies. Antoñita me metió en el

oscuro y maloliente cuartito, cerró la puerta, y sin

encender la luz porque creo que no la había, me puso

contra la pared y me cogió entre sus brazos dándome

besitos por la cara. Recuerdo que yo estaba sofocado, no

sé si debido a la situación, a la oscuridad o al tufo que

desprendía el inquietante agujero de la taza turca.

Estaba horrorizado, al borde del desmayo. Pero era mi

A orillas de Tánger

61

primera cita y tenía que estar a la altura. Quizá no era

todo lo romántica que nadie hubiese podido nunca soñar

pero no dejaba por ello de ser menos auténtica. Por

fortuna, Antoñita parecía tener cierta experiencia y

controlaba la situación encargándose de todo:

- ¡Dame besitos, tonto! – reclamaba, más que

sugería, cogiéndo mis manos y poniéndolas alrededor de

su cintura.

Tal y como me pidió, empecé a darle besitos. Lo

hice sincopadamente, como un autómata, sin descanso.

Mientras le daba los besitos me preguntaba cuánto iba a

durar aquello. Me sentía débil y turbado. De pronto,

alguien aporreó la puerta.

- ¡Abre la puerta! ¡Abre!

Alguien debió chivarse. En mi aturdimiento, no sé si

debido a la embriaguez en la que me sumían las mieles

del primer amor o al mareo que me estaba produciendo

el fétido olor del váter turco, me pareció reconocer la

voz. Era una voz familiar. Deduzco que aquel día debía

ser domingo. Los domingos era el día de descanso de mi

hermano Juan. De no ser domingo, Juan hubiese estado

trabajando y, a esa hora, no hubiese estado ahí,

aporreando la puerta y, finalmente, abriéndola porque

Antoñita, pese a su experiencia, olvidó echar el pestillo.

Recorrí el trayecto entre la casa de Antoñita y la

mía a rastras y a empujones, flanqueado por las risas y

los comentarios jocosos de los niños del barrio. Juan era

John Wayne y yo Maureen O’Hara en El Hombre

Tranquilo, aunque probablemente algo menos

glamurosos. El recorrido, que era solo de unos diez

metros, fue interminable. Por más que lo pedía, la tierra

no me tragó ni a mí ni, a la sazón, a los malditos niños

A orillas de Tánger

62

que se cachondeaban de mí. Recuerdo que, ya en casa,

la bronca fue monumental. Juan, que tenía diecisiete

años, en su afán de protegerme, ese día fue presa de la

ofuscación y de la confusión. Aunque, pensándolo bien, a

lo mejor me salvó de morir de asfixia pasional.

Para bien o para mal, aquel fue mi primer romance,

pese a que, en el fondo, quizá le faltara un pelín de

romanticismo.

A orillas de Tánger

63

Abdelkrim, el antiguo vecino de Chauen, se

presentó un día en casa. Mi padre estaba fuera. Vino con

su hijo mayor, Ahmed. Los dos venían bien vestidos y

limpios. Incluso olían a flor de azahar, perfume muy

usado por los hombres. A mi madre nunca le gustaron

los hombres que olían demasiado a perfume. Decía que

los hombres que se perfumaban mucho lo hacían para

disimular malas intenciones.

Ahmed, el hijo de Abdelkrim, era enorme. Tenía la

cara gorda y los ojos saltones. Parecía un sapo.

Abdelkrim estuvo hablando con mi madre en la calle,

delante de casa. Su hijo miraba al suelo con una mueca

en la cara que parecía una sonrisa. No decía nada. Mi

madre tampoco. Al poco rato, llegó mi padre. Aunque

sorprendido de ver allí a Abdelkrim y su hijo, que por lo

visto ya conocía, se alegró de verles. Les besó, preguntó

por la mujer, por los otros hijos y por su padre. Luego,

les hizo pasar. Los tres se sentaron en el colchón. Mi

madre preparó té. Por la cara de mi madre, yo, que

entraba y salía con mis hermanitos, intuí que algo iba

mal. Me pegué a ella. Ella me apretaba contra sí.

A orillas de Tánger

64

Abdelkrim empezó a hablar:

- Hamidu, he venido a proponerte el enlace de tu

hija con mi hijo Ahmed. Ahmed es joven, solo tiene

veintinueve años y tu hija –prosiguió- dentro de ocho ya

tendrá catorce. Entonces podremos celebrar su boda.

Solo tendríamos que ponernos de acuerdo sobre la dote.

Creo que será una buena cosa para las dos familias.

Mi padre no dijo nada, cogió su vaso de té y, muy

despacio, empezó a beber. Durante unos instantes que

no acababan nunca, en la habitación solo se oía los

sorbos de mi padre. Todos le mirábamos expectantes: el

antiguo vecino, mi madre y yo. Hasta Ahmed, el hijo de

Abdelkrim, levantó la mirada del suelo para mirarle de

reojo. Mi padre, él, miraba el vaso humeante que tenía

en su mano, cerca de la cara. Nadie se atrevía a abrir la

boca. Ni siquiera Abdelkrim. Yo, más que nunca, sentí

que algo iba muy mal. Mi madre, tensa, me estrujó

contra su pierna hasta hacerme daño.

Luego, muy lentamente, bajo la mirada inquieta y

atenta de mi madre, mi padre se levantó y con un gesto

amable invitó a Abdelkrim y al hijo a que se levantaran

también. Les pasó los brazos por encima de los hombros

y se dirigió con ellos hacia la calle mientras les

murmuraba algo muy bajito. Al cabo de un momento

volvió solo. Mi padre, que no era hombre de prodigarse

mucho en caricias con nosotros, se acercó a mi –yo, sin

saber por qué, estaba temblando- y me apretó

dulcemente la cabeza entre sus enormes y ásperas

manos mientras miraba a mi madre con su sonrisa seria.

Mi madre también sonreía pero su sonrisa era triste. Yo

todavía temblaba pero entre las manos de mi padre intuí

que ya estaba fuera de peligro.

A orillas de Tánger

65

Nunca más volvimos a ver al vecino de Chauen ni a

su hijo. Nunca más, tampoco, se volvió a hablar de ellos

en nuestra casa.

A orillas de Tánger

66

La playa

Para la inmensa mayoría de los tangerinos, la playa

de Tánger era su playa. Pocas ciudades en el mundo

podían hacer gala de una identificación tan rotunda de su

población con alguno de sus parajes. Si se les hubiese

podido plantear a los tangerinos rescatar una sola cosa

de su ciudad, estoy seguro que la respuesta unánime

hubiese sido la playa.

En la playa, los tangerinos se encontraban con sus

amigos para reír y charlar, practicar deporte y jugar,

para hacer nuevas amistades, soñar y pasar las

vacaciones. Allí también enseñaban a sus hijos a andar,

a nadar y a jugar a la pelota. La playa era un ente que

cobraba vida propia cuando desembarcaban en ella sus

dueños, los tangerinos. Tánger, sin playa, nunca hubiese

gozado de tan buena salud. La playa era un privilegio, un

verdadero lujo. Y los tangerinos lo sabían.

El centro neurálgico de la playa eran sus

balnearios: El Neptuno, Las tres Carabelas, La Pérgola,

etc. En los balnearios había restaurantes, bares,

gimnasios, pistas de patinaje y, ya en la arena, casetas

para poder ponerse o quitarse los bañadores sin

necesidad de hacer malabarismos con las toallas

anudadas a la cintura mientras todo el mundo te miraba

de reojo por si se escapaba algo… Tener una caseta

alquilada por todo el día era de gran distinción y, todo

hay que decirlo, de gran comodidad porque en ella

podías dejar tu ropa sin tener que estar constantemente

vigilándola cuando te metías en el agua por temor a que

desapareciera. Como el camarote de los hermanos Marx,

una caseta podía dar mucho de si: varias familias amigas

A orillas de Tánger

67

podían utilizarla sin que nadie dijera nada. Solo había

que tener cuidado de no perder la llave por lo de el uno

por el otro la casa sin barrer.

Pasar un día en la playa era para mí un día de

fiesta. Pese a la arena, que el viento de levante, cuando

no el de poniente, te escupía despiadadamente a la cara

obligándote a masticarla hasta que pudieras echarte un

buche de agua a la boca. Pese a la sed que yo pasaba:

“Mamá, quiero agua” –repetía yo, incansable, a modo de

letanía, una y otra vez. Pese a la gran cantidad de agua

de mar que tragaba en mis inútiles intentos por

atravesar las olas como hacían los mayores. Pese a tener

que esperarme dos largas e interminables horas y media

después de comer para poder meterme de nuevo en el

agua: “Mamá, ¿me puedo bañar ya?”, preguntaba yo

cada cinco minutos para desesperación de mi madre.

Pese a que la ardiente arena seca, expuesta al sol

abrasador de África, me quemaba la planta de los pies

por poco que quisiera dar un paso. Pese a todo eso, ir a

la playa era motivo sobrado de alegría y de felicidad. Sin

hablar de las sandías. El día que llevábamos una sandía

a la playa la fiesta era doble. Las sandías no solo

pertenecían al verano sino también a la playa. Ningún

olor representaba para mí tan bien el verano y la playa

como el de la sandía.

También recuerdo que, a unos cien metros de la

orilla, bamboleándose al capricho de las olas, estaban las

balsas. Las balsas, las famosas balsas de la playa de

Tánger, no eran ni más ni menos que trampolines

flotantes situados como a un metro y medio sobre el

nivel del agua y desde los que podía tirarse todo aquel

que consiguiera llegar nadando hasta allí. Ir por primera

A orillas de Tánger

68

vez hasta una balsa era un hito en la carrera de todo

tangerino que se preciara. Seguir yendo era ya una

obligación rutinaria. Entre los chicos mayores, en todos

los relatos sobre un día de playa había que dejar muy

claro que se había ido hasta la balsa. De no dejarlo claro,

siempre había quien preguntaba inquisitoriamente: “Irías

hasta la balsa ¿no?” Como diciendo: ¡Ni se te ocurra no

haber ido porque serías un rajao! Por las balsas de la

playa de Tánger habrán pasado decenas de miles de

tangerinos. Aquellos que por algún motivo no lo hicimos

nos sentimos un poco disminuidos en nuestra

tangerinidad. Es como si fuésemos un poco menos

merecedores del gentilicio. A mí me quedó la frustración

de no hacerlo: como muchos otros niños de mi edad,

soñé con conseguirlo algún día.

Entre baño y baño, a la espera de acabar de hacer

la sempiterna digestión, los jóvenes tangerinos se

dedicaban a uno de sus deportes favoritos de playa: la

paleta. Las verdaderas paletas no se compraban, se las

fabricaba uno mismo a partir de una buena plancha de

madera de pino, de unos quince o veinte milímetros de

espesor. Aún recuerdo las últimas que mi hermano Juan

construyó. Eran robustas, de buena madera, con una

pala ancha de diseño elegante y un mango generoso y

redondeado que no te hacía daño al apretarlo y que

nunca se te escapaba de la mano. Sin lugar a dudas, tras

construir numerosos pares, Juan alcanzó una gran

maestría en la construcción de paletas.

A la paleta se jugaba con una pelota de goma dura

un poco más pequeña que las de tenis. Éstas, las de

tenis, no valían porque al mojarse perdían elasticidad y

no rebotaban sobre la madera. A menos que las pelaras.

A orillas de Tánger

69

Aunque la paleta era como el hermano pobre del tenis,

sus dificultades inherentes no le restaban méritos. En

efecto, se jugaba sobre arena, lo cual dificultaba la

movilidad. La pista de la paleta de competición era un

rectángulo trazado en la arena mojada con dos líneas en

el centro. Por su lado, la paleta libre, contrariamente a

todo otro deporte, era un juego solidario, de equipo de

verdad, que no de competición. Se jugaba en campo

abierto, sin limitaciones de distancia. No se trataba de

vencer al adversario, se trataba de que la pelota no

tocase nunca el suelo y, para ello, había que facilitarle al

máximo las cosas al compañero que estaba enfrente.

Presenciar un largo intercambio de peloteos entre Juan y

sus amigos Luis Serrano o Ricardo Guerrero era todo un

espectáculo, un verdadero privilegio.

Para la gente joven, la playa de Tánger era un

enorme polideportivo. Sin cuota, además.

Sin embargo, para las madres de familia la playa

era como una prueba de resistencia: las sombrillas y las

toallas volaban con el viento -de levante, cuando no de

poniente-, las tortillas de patatas y los bocadillos siempre

acababan llenos de arena y el agua para beber siempre

escaseaba si no terminaba caliente. Para colmo, los niños

nos tirábamos todo el tiempo inquiriendo y quejándonos:

mamá tengo sed, mamá quiero bañarme, mamá tengo

hambre, mamá quiero un helado, mamá quiero mear,

mamá tendo adena en la boga…

Por encima de todo, en su playa, los tangerinos

ejercían la libertad y la felicidad con las que su condición

de tangerino les agraciaba de forma privilegiada. En

aquellos austeros tiempos, los tangerinos españoles

sabían muy bien que, frente a ellos, del otro lado del

A orillas de Tánger

70

estrecho, había otras vivencias quizá no tan afortunadas.

Estoy seguro que muchos tangerinos hubiesen querido

compartir esa libertad y esa felicidad con aquellos

parientes, amigos o desconocidos que se encontraban

del otro lado del estrecho. Desde su playa, eso era casi

posible porque compartían el agua: en cierto modo, la

playa era un vehículo de comunicación.

A orillas de Tánger

71

Mi padre prometió llevarnos a la playa, a ver el

mar. Iríamos al siguiente domingo. Al parecer, en

domingo es cuando iba más gente. Sobre todo los

m’srani. ¡Mis hermanos y yo estábamos locos de

contentos! ¡Por fin veríamos el mar!

Llegó el domingo y, muy temprano por la mañana,

empezamos a prepararnos. En una espuerta metimos

dos tortas de pan, una botella con agua, un paquete de

aceitunas negras arrugadas y un trozo de queso de cabra

envuelto en palmitas y una sandía. También metimos la

toalla y una pelota pequeña de goma que Said trajo un

día. Contentos y entusiasmados, nos dirigimos los siete

hacia la playa. ¡Hasta mi madre estaba contenta!

Desde la M’Sallah, el trayecto hasta la playa era

muy largo. Mis hermanos, mi madre y yo disfrutamos del

camino: por primera vez estábamos viendo la ciudad, la

verdadera ciudad. Fatima, que mi madre llevaba sobre

sus espaldas, no dejaba de reír. Las calles eran

anchísimas, con coches modernos y autobuses ruidosos

que surgían de todas partes; los edificios, todos blancos

y limpios, eran inmensos; las tiendas, numerosas y

A orillas de Tánger

72

bonitas, tenían todas enormes cristaleras con un sinfín

de cosas; delante de los cafés, en las aceras, los clientes

estaban sentados detrás de mesitas redondas, tomando

café o limonada.

De todos nosotros, quien más disfrutaba era mi

madre. Sin parar de caminar, miraba y mostraba todo.

Todo le divertía y le hacía reír. Mi padre y mis hermanos

mayores, que al parecer ya habían estado por estos

lugares, sonreían al vernos.

De pronto, al llegar a una gran calle que mi padre

dijo era el Bulevar, frente a nosotros, lejos, por detrás de

grandes edificios, allá abajo, apareció lo que, según mi

padre, era el mar. ¡Era una mancha azul imponente cuya

parte superior, larga y recta como una soga tensa,

tocaba el cielo! No parecía agua. ¡Más bien parecía

pintura azul como la que se usaba para pintar las casas

de Chauen!

Allí, en el Bulevar, de pie todos sobre una larga

murallita que había a lo largo de la acera, nos quedamos

un buen rato contemplando el mar y gritando cada uno

lo que su visión le inspiraba. La gente que pasaba por

ahí, sobre todo los m’srani, nos miraban y sonreían.

Luego, aún sin creernos lo que habíamos visto,

empezamos a bajar impacientes por las calles que

estaban delante nuestra y que, según mi padre, nos

llevarían hasta la playa. En el fondo, yo tenía algo de

miedo.

Después de un buen rato caminando y bajando

cuestas, por fin, llegamos a la playa, justo frente al mar.

Un escalofrío me recorrió la espalda: ¡el mar se movía!

¡Estaba vivo! Delante de nosotros, el agua subía y

bajaba, iba y venía produciendo un ruido incesante. ¿Y si

A orillas de Tánger

73

toda esa agua se derramara y nos cubriera? Poco a poco,

mi madre, animada por mi padre, fue tomando confianza

y empezó a acercarse al borde. Solo entonces me di

cuenta de que el suelo estaba todo cubierto de arena,

como la de las obras para hacer casas. Era una arena

blanca y fina, limpia y suave. Temblando de emoción y

de miedo, no me despegué de mi padre. Al rato, cuando

ya vimos que la gente -medio desnuda- entraba y salía

del agua como si eso fuese lo más normal del mundo,

nos atrevimos a dejar que el agua de la orilla lamiera

nuestros pies. Ya de cerca, pude ver que el color del

agua no era azul. Solo tenía color de agua, ¡sin color!.

Muy pronto vencimos el miedo y empezamos a echarnos

agua los unos a los otros, mojándonos la ropa entre risas

y gritos. La que más se reía y gritaba era mi madre. En

una de esas, me cayó agua en la cara. ¡Estaba salada!

Se lo dije a los demás y nadie se lo creyó hasta que

empezaron a probarla. La cara de asombro de mis

hermanos y de mi madre fue muy divertida.

En la orilla, mi padre hizo un agujero en la arena

mojada y metió la sandía dentro. El agua, tranquila,

pasaba una y otra vez sobre el lugar donde estaba la

sandía.

- ¡Vereis que fresquita estará luego! –dijo mientras

clavaba una caña en la arena justo donde había

enterrado la sandía.

Mis hermanos, desnudos, chapoteaban como locos

dentro del agua. La más tranquila de todos era la

pequeña Fatima: parecía que había estado viviendo en el

mar toda su vida. Yo no me atreví a meterme en el agua.

Al rato, nos pusimos a comer. Larbi preguntó:

- Papá, ¿y la sandía?

A orillas de Tánger

74

- ¡La caña! –gritó mi padre buscando con los ojos la

caña con la que estaba ahora jugando Brahím.

- Brahím, hijo, ¿de dónde has sacado la caña? -

imploraba mi madre mientras Brahím le miraba riéndose

y golpeando el agua con la caña.

Mi padre y mis hermanos mayores se pasaron un

rato largo buscando la sandía en la arena. Hicieron mil

agujeros que, por suerte, el agua, pacientemente, iba

tapando. La sandía no apareció. Mientras, a mi madre le

dio un ataque de risa que nos contagió a mis hermanos

pequeños y a mí. La gente que pasaba por allí nos

miraba a todos y, sin saber por qué, también se reía.

Por la tarde vimos cómo, muy lejos, un enorme

barco avanzaba lentamente, lanzando de vez en cuando

un ensordecedor y largo bramido. El barco era

muchísimo más grande que un camión. Cuando estuvo

más cerca pude ver la gente que iba en él. ¡Nos

saludaron con la mano! Nosotros, emocionados, también

les saludamos.

Al fondo del mar, a la izquierda, se veía unas

montañitas muy pequeñas.

- Aquello es España. Ahí empieza Europa. ¡El

Paraíso! –dijo mi padre con la mirada brillante.

- ¡Cuando Larbi y yo seamos mayores subiremos a

una barca y nos iremos allí! –gritó Said alegre. Luego,

cuando seamos ricos, vendremos en un barco como ese

a buscaros a todos.

Mi madre se rió entre sorprendida y agradecida y

yo me quedé soñando ante la idea de vivir como una

reina en esas tierras m’srani…

A orillas de Tánger

75

Coser y cantar

De pequeño me encantaba escuchar cantar a la

gente. Sobre todo a mi madre. Mi afición y mi entrega al

cante eran incondicionales. El canto era magia. Además,

aquellas canciones contaban historias extraordinarias y

apasionantes. Nada me hubiese gustado más que poder

yo mismo cantar. A veces, cuando lo intentaba, mi

hermana Mariluz se acercaba a mí y, en tono guasón, me

decía: “A ver, enséñame los ojitos…”. Y es que, era tal la

emoción que me embargaba que, sin querer, se me

saltaban las lágrimas. Lo cual me daba mucha rabia.

En ese tiempo, sobre todo en tierras de Andalucía -

que Tánger, por simpatía, también lo era- las amas de

casa solían cantar mientras hacían sus faenas

domésticas. Cantaban con devoción y con

profesionalidad, como si estuvieran delante de un público

exigente. En realidad, sí que había público: las vecinas.

Si bien era ése un público muy particular porque,

además de atento y crítico, era participativo. Y es que,

cada mañana, se organizaba verdaderos festivales de

canto. Las canciones de las mujeres eran chorros de aire

fresco que atravesaban paredes, ventanas y escaleras

para, finalmente, arremolinarse en los patios de las

casas y perderse entre las risas y los gritos de los niños.

El canto constituía una sana competición en la que

incluso se respetaba los turnos: se dejaba cantar a la

participante y solo cuando ésta acababa, iniciaba su vez

la siguiente. Se trataba de imponerse por méritos

propios, dándoles a las demás todas las oportunidades,

sin trampas ni cortapisas. Cantar era algo muy serio.

Quiero decir, cantar bien. Además de las obligatorias e

A orillas de Tánger

76

incuestionables probidades de las que debían de hacer

gala las amas de casa -limpieza, esmero, desvelo,

honestidad, etc.- si cantaban, debían de hacerlo bien.

Cantar bien, otorgaba una cuota suplementaria de

respetabilidad para el reconocimiento y la admisión

socio-vecinal. Era un pacto tácito entre vecinas. Un pacto

pudoroso: cuando las amas de casa charlaban en los

patios o desde las ventanas, nunca mencionaban el

tema.

Curiosamente, mi abuela no cantaba nunca. En

lugar de cantar, como muchas mujeres de su edad, mi

abuela suspiraba. Empleaba el suspiro para manifestar

sus sentimientos más íntimos: la pena, la nostalgia, el

desamparo, la esperanza, la resignación, por solo citar

algunos de los estados de ánimo que a menudo invadían

a las mujeres más mayores de la posguerra. Alguna vez,

hasta creí verla suspirar de felicidad. Y es que,

contrariamente a las apariencias, los suspiros no eran

todos iguales. Diferían mucho unos de otros. Como las

coplas, sus contenidos variaban según las circunstancias

y el momento. Al fin y al cabo, ¿qué es una canción sino

un largo y sofisticado suspiro?

Por su parte, los hombres -salvo excepciones

gremiales- no solían cantar. Ellos silbaban. Los únicos

que parecían tener licencia para cantar, por lo menos en

público, eran los profesionales de la albañilería y de la

pintura. El hit número uno de la cofradía de los albañiles

era El emigrante, de Valderrama, y el número dos Vino

amargo, de Farina. En cuanto al gremio de los pintores,

la favorita absoluta era Angelitos negros, de Machín, por

aquello de “…pintor, que pintas con amor…”.

Por lo demás, los hombres que no eran ni albañiles

A orillas de Tánger

77

ni pintores, como os decía, solo silbaban. Aunque eso sí,

silbaban constantemente. En cualquier lugar. Bajo

cualquier circunstancia. Incluso cuando caminaban solos

por la calle. Y a nadie le extrañaba. Si eso ocurriera hoy,

cuando menos nos llamaría la atención.

Mi padre, curiosamente, nunca silbaba. Y eso que

era un hombre alegre, simpático e integrado en su

tiempo. El único silbido suyo que recuerdo era una

especie de señal de cuatro notas que nos había inculcado

desde pequeños para que, en caso de necesidad,

pudiésemos reconocernos entre nosotros si, por ejemplo,

llegásemos a perdernos en la muchedumbre. Aún

recuerdo perfectamente esas cuatro notas. Pero en

tiempos que ni iban ni venían y en los que ni ya ni

todavía se hacían manifestaciones reivindicativas y en los

que aún no se había inventado los catedralíticos centros

comerciales donde perderse, nunca tuvimos que usar

esas silbas.

Pero volvamos a las amas de casa. Salvo algunas

coplas de obligado cumplimiento, cada ama de casa tenía

su propio repertorio. Repertorio, por otro lado,

escrupulosamente escogido y cuidado ya que era

impensable arriesgar su buen nombre estrenando en

público una canción sin ensayar. Los ensayos, los hacían

en secreto. En la más absoluta intimidad. Pegadas a la

radio y en voz baja. Solo cuando consideraban que la

canción ya estaba a punto, iban y la soltaban a los

cuatro vientos de los patios, como para pillar

desprevenida a la competencia.

Si bien existían géneros para todos los gustos, los

que más se repetían por tierras tangerinas eran los de

corte andaluz. Por lo tanto, se cantaba muchas coplas y

A orillas de Tánger

78

tonadillas así como muchos pasodobles. No obstante, el

repertorio era completado por cuplés, tangos y

rancheras. Las coplas favoritas de la afición eran María

de la O, Torre de arena, Capote de grana y oro, Pena,

penita, pena, La zarzamora, Dos cruces, Francisco

Alegre, Ojos verdes, Tatuaje…- por citar solo algunas.

Pero, de todas las canciones y coplas, la número

uno indiscutible, a tenor de su frecuencia y de la pasión

que ponían las mujeres al cantarla, era Y sin embargo te

quiero. Esta copla, de letra retrógrada y casi masoquista,

narraba lo que a una mujer le hubiese gustado declararle

a un amante que no siempre podía estar con ella. Con

marcado acento andaluz, de incomparable gracejo, se

decía cosas tales como:

- “¡Te quiero máh que a mi soho, te quiero máh

que a mi vía, máh que al aire que rehpiro y máh que a la

mare mía!” -más que cantar este estribillo, las amas de

casa lo gritaban, lo clamaban, lo pregonaban al mundo

entero con fuerza y sin pudor, como liberando tensiones

que, en época de frustraciones y sinsabores, no eran

pocas. Otro estribillo que tampoco tenía desperdicio era:

- “¡Que se me paren loh purso si te deho de queré,

que lah campanah me doblen si te farto arguna ve!” -

esta frase, contundente, definitiva, lapidaria, no era más

que el preámbulo del grito desgarrador con el que

terminaba la canción:

- “¡Ereh mi vía y mi muerte, te lo huro compañero,

no debía de quererte, no debía de quererte, y sin

embargo te quiero!”

Mi madre, que también cantaba esta canción,

faltaría más, tenía bonita voz y cantaba con mucho

sentimiento. Su repertorio era bastante extenso.

A orillas de Tánger

79

Abarcaba casi todos los géneros y cantaba esas

canciones y muchas más. Pero sus preferencias, y desde

luego las mías, iban más por los boleros de Antonio

Machín y por los tangos de Carlos Gardel. Se conocía el

repertorio entero de los dos. De Gardel cantaba Adiós

muchachos, A media luz, Melodía de arrabal, La última

copa, Volver, Caminito, La comparsita, Esta noche me

emborracho, La cieguita (mi favorita), etc. De Machín

Dos gardenias, Toda una vida, Perfidia, Madrecita (mi

segunda favorita), Me importas tú, etc.

Yo, aunque terminé conociendo de memoria todas

esas canciones -entre otras cosas, porque las cantaba a

dúo, en voz baja, con mi madre- las que más me

emocionaban eran Madrecita y La Cieguita. Sobre todo

ésta última. ¡Cómo se me encogía el corazón cuando se

la oía cantar a mi madre! Era la historia de un padre que

se acordaba de su hijita ciega cuando, en el parque, veía

a otra cieguita que, como su pobre hija, no podía jugar

con los otros niños. Con la agravante, además, de que su

pequeña ¡estaba muerta!

- “¡Ay cieguita! Nunca te podré olvidar pues me

acuerdo de mi hijita que también era cieguita y no podía

jugar…” Llegando a ese punto de la canción,

irremisiblemente, se me partía el alma y ya, sin voluntad

alguna, totalmente entregado al drama de la pobre niña

puesto en boca de mi madre, desconsolado y roto,

arrancaba a llorar a moco tendido una y otra vez.

Yo no fui el único que heredó la afición al cante de

mi madre. Mis hermanos Juan y Mariluz también la

heredaron. Aunque la que de verdad lo practicaba era

Mariluz. Incluso ya a muy temprana edad daba una

réplica muy meritoria a nuestra madre en sus giras

A orillas de Tánger

80

artísticas por los escenarios de las cuatro paredes de las

casas por donde íbamos viviendo. Además del clásico

repertorio familiar, Mariluz incorporó al suyo propio

boleros como La niña de Puerto Rico -su favorita-, La

barca, Caminemos, El reloj, Camino verde –su otra

favorita. Un día hasta se atrevió a cantar en Radio

Tánger, a través del teléfono de la papelería del Sr.

Cocostegüe, la canción Camino al Don.

En cuanto a Juan, a él le encantaba silbar e incluso

canturrear acompañándose de un papel de celofán,

previamente arrugado, que extendía sobre la mesa y que

sacudía con la punta de los dedos como si fuese una

percusión. Le gustaba la música rítmica moderna. Sus

piezas favoritas eran Siboney, Amapola, Perfidia,

Malagueña, Mambo nº 8, Quizás, quizás… La más rítmica

era una de Pérez Prado que me gustaba mucho y de la

que solo supe su nombre años después: Skokiaan. El

estribillo decía:

- “Oh, oh, Faraway in Africa, Happy happy Africa,

They sing a-bing-a-bang-a-bingo, they have a ball and

really go, Skokiaan, Skokiaan, Skokiaan, Skokiaan…” -

cantaba Juan al ritmo de sus improvisadas percusiones.

Pero sus preferidas eran las melodías italianas: Marina,

Che Lalla Che Lalla, de Marino Marini, Picolissima

Serenata, Torero y Maruzella de Renato Carusone, y, de

éste último también, La pansé: “¡Ah, qué bella pansé che

tiene!”, que Juan transformaba en “Ah, che bella combi-

nazione…” cuando, con Luis Serrano, Antonio Vázquez,

Ricardo Guerrero y nuestra madre, jugaba a la canasta y

quería indicar a su compañero de turno que tenía buenas

cartas. ¡Qué bien nos lo pasábamos en aquellas partidas

de canasta salpicadas constantemente de buen humor y

A orillas de Tánger

81

de divertidas ocurrencias!

Por mi parte, muy a disgusto mío, por mucho que

me empeñaba, nunca pude cantar La Cieguita. Y es que,

cuando lo intentaba, me acordaba más que su propio

padre de la pobre niña ciega que no podía jugar – él, el

padre, el muy miserable, solo se acordaba de ella cuando

veía a otra cieguita en el parque–, entonces me subía un

escozor irrefrenable por la nariz, se me empañaban los

ojos y se me agarrotaba la garganta desde las primeras

notas, sin solución de continuidad y para mi gran

desesperación…

A orillas de Tánger

82

En casa, el día del baño era un día de fiesta. En

general, nos bañábamos los viernes. Lo hacíamos

temprano por la mañana. Mi madre encendía carbón en

el cuscusero, a la puerta de la casa, y luego iba por agua

a la fuente hasta llenar la palangana y los dos cubos. Al

parecer, los viernes era el día del baño de casi todas las

familias porque, frente a la puerta de muchas casas, iban

apareciendo los cuscuseros con carbón ardiendo

calentando agua en barreños o en cubos. Junto a cada

cuscusero siempre había un niño o una niña mayores

impidiendo que nadie se acercara al agua caliente. Mi

madre iba calentando poca agua que luego utilizaba para

templar la fría de la palangana.

Además de por el baño, ese día también era un día

de fiesta porque mi madre nos cantaba. Nos cantaba

canciones de amor que, por lo visto, su madre le cantó a

ella y a sus hermanas cuando, siendo pequeñas, las

bañaba. Mis tías, las hermanas de mi madre, también

cantaban estas canciones a mis primitos y primitas

durante el baño. A veces, en nuestro patio de Chauen,

por las tardes, mis primas y yo cantábamos todas juntas.

A orillas de Tánger

83

Me gustaba escuchar cantar a mi madre. Por más

que oyera siempre las mismas canciones, siempre me

ponía triste. La canción que más me gustaba era una que

contaba la historia de dos novios muy jóvenes que, un

día de calor, estando bañándose en el río,

desaparecieron en las aguas. Entonces, las dos familias,

cuando se enteraron, fueron al río a buscarlos. Primero

se metieron los hombres de las dos familias y, como no

los encontraban, fueron desapareciendo uno tras otro,

agotados, entre las aguas revueltas del río. Luego se

metieron las mujeres. También fueron desapareciendo

una tras otra. Los niños, grandes y pequeños, viendo

que sus madres no volvían, también se metieron en el

río para buscarlas. Hasta que desaparecieron todos. En

la orilla solo quedaron las abuelas de los novios. Entre

gritos y lamentos, las cuatro ancianas fueron las que

contaron la tragedia a los vecinos del pueblo. En los

pueblos de la comarca, poca gente se bañaba en el río.

Yo siempre lloraba cuando mi madre cantaba esa

canción.

Mi madre siempre empezaba el baño por Fatima, mi

hermanita pequeña. La desnudaba y, sosteniéndola con

el brazo, le pasaba el paño empapado de agua templada.

Usábamos el jabón de lavar la ropa que mi madre

restregaba sobre el paño mojado. Como a mí, a Fatima

le gustaba el baño. Cuando mi madre terminaba de

lavarla yo me encargaba de secarla con la toalla grande.

Luego le tocaba el turno a Brahím. Mi madre echaba un

poco de agua caliente en la palangana para calentar la

que había usado para Fatima, y Brahím se metía de pie.

Igual que a Fatima, mi madre lo lavaba de arriba abajo,

pasándole el paño por todas partes, entre las risas de

A orillas de Tánger

84

todos. Luego era mi turno. El baño era uno de mis

momentos preferidos. Me gustaba sentir sobre la piel el

agua templada y las caricias suaves del paño de mi

madre. También me gustaba el olor del jabón y saber

que llevaría ese olor durante todo el día. Olía a limpio y

eso hacía que me sintiera feliz. Me pasaba la semana

esperando el día del baño.

- El tatuaje te ha quedado muy bonito –me dijo mi

madre ese día- ¡estás muy guapa!

Incomprensiblemente, a mis hermanos mayores no

les gustaba que mi madre les bañara. Aunque tampoco

querían lavarse solos. Mi madre siempre discutía con

ellos a causa del baño. Solo cuando mi padre se ponía

muy serio aceptaban lavarse, aunque, eso sí,

protestando. Lo hacían muy rápidamente y dándonos la

espalda. Mi madre y yo nos burlábamos de ellos.

Por la tarde del mismo día del baño mi madre solía

ir al hammam, el baño público. En Chauen siempre iba al

hammam con algunas de sus hermanas y, a juzgar por

sus risas cuando salían de casa, cada una con su cubo,

su jabón y su toalla, debían pasárselo muy bien. En

realidad, mi madre siempre se lo pasaba bien con sus

hermanas. Aquí, en Tánger, tenía que ir sola al

hammam. Mi padre iba al hammam de los hombres y mi

madre al de las mujeres. Mi madre decía que cuando yo

fuese más mayor iría con ella. Las dos estábamos

deseando que llegara ese día.

A orillas de Tánger

85

Una casa de verdad

Después de la M’Sallah, nos fuimos a vivir a un piso

que se encontraba en la Plaza de Castilla, al sur de

Tánger, en el barrio de los Suanis que también

llamábamos Inimex. ¡Esta sí que era una casa! Por una

vez era un piso grande y casi nuevo. ¡Hasta tenía agua

corriente y luz eléctrica! Había varias habitaciones y un

cuarto de baño grande y completo. Mariluz y yo no nos lo

podíamos creer: ¡saltábamos de alegría! El edificio tenía

dos plantas y azotea.

Una de las cosas que más me gustó fue el fogón,

del tipo llamado “cocina económica”. Era de hierro colado

y en su parte baja había una trampilla por la que se

introducía la leña o el carbón. En la parte superior había

dos fuegos que consistían en unos agujeros cerrados por

dos coronas circulares de acero y una pieza pequeña

central redonda. Según se quisiera más o menos llama

se quitaba más o menos coronas. ¡Qué lejos quedaba el

“primu” que hasta hacía tan solo unas horas fue una

pieza clave en nuestra vida!

El lugar preferido por Mariluz y por mí en esta casa

era un diminuto patio interior al que accedíamos por una

ventana baja situada en el fondo del pasillo, al lado del

cuarto de baño. Tendría un metro por un metro y era

como un respiradero que desembocaba a la azotea. El

patinito –que así le llamábamos- tenía un olor

característico que procedía de un pequeño sumidero. Era

tal el cariño que le tomé al patinito que hasta me

encariñé con su olor. Mucho tiempo después, a lo largo

de los años, volví a encontrarme varias veces con ese

mismo olor, viniéndome a la memoria el recuerdo

A orillas de Tánger

86

entrañable del patinito de la casa de la Plaza de Castilla.

En este barrio me hice los primeros amigos de mi

vida. Hasta ese momento, la única compañera de juegos

que tenía era mi hermana. Mariluz formaba parte de mí.

Era como una prolongación mía, éramos como hermanos

siameses. Poco a poco, en ese barrio, empecé a

independizarme de ella…

Donde más jugaba con mis nuevos amigos era en

un cañaveral que se encontraba al final de nuestra calle.

Allí pasábamos horas y horas, inventando juegos y

juguetes, todos a base de cañas. ¡Los cañaverales daban

para mucho! Hacíamos cabañas, cerbatanas, escopetas,

barquitos de vela y silbatos. Para trabajar la caña nos

hacíamos cuchillos con restos de flejes metálicos de los

que se usan para los embalajes. La fabricación de estos

cuchillos suponía todo un proceso. Primero había que

encontrar la parte del fleje que había sido grapada para

cerrar el embalaje: la grapa, de unos tres centímetros,

nos serviría de empuñadura. Una vez el fleje cortado a la

longitud adecuada –no más de ocho centímetros- lo

frotábamos en los bordillos de las aceras para afilar la

hoja. El secreto para un buen afilado era echar

suficientes escupitajos en la piedra (el escupitajo era un

recurso imprescindible en muchas de nuestras

operaciones artesanales).

¡Cómo me gustaba el olor del corte de la caña

verde! Olía a campo y a rebelde. ¡Jamás ningún otro olor

me supo tanto a libertad como ese! Todo el mundo

debería tener la oportunidad de oler la caña verde recién

cortada al menos una vez en su vida. ¡Es una experiencia

indispensable!.

En Inimex, por primera vez en mi vida, jugué al

A orillas de Tánger

87

fútbol de verdad. Sin que nadie me invitase, ese día me

metí en un partido de chicos mayores. Me quisieron

echar del campo pero uno de ellos, alto y delgado, dijo:

- Dejadle, juega con nosotros, de tajaricha.

Me alegró caerle bien pero lo de tajaricha no me

gustó demasiado. ¡Yo quería jugar de pleno derecho y no

a medias! Recuerdo que el balón, bien hinchado, era de

goma de color marrón con dibujos imitando las costuras

de los balones de reglamento. Al cabo de un buen rato

de estar errando por el campo como alma en pena –ni

siquiera mi protector me pasaba la pelota-,

prodigiosamente, el balón chocó conmigo y rodó

mansamente a mis pies. Antes de que nadie se acercara

y me lo arrebatara, le di con todas mis fuerzas, de lleno,

justo en el centro. Fue mi primera patada a un balón de

esa categoría. En el interior de la pelota sonó el

chasquido casi metálico del contacto de la punta de mi

zapato con la goma. El sonido, un boing cautivo pero con

eco, vibrante y decreciente, se perdió a lo lejos con el

balón. Fue una verdadera liberación. Luego vino el

milagro: los niños mayores salieron todos corriendo

hacia la pelota que yo había lanzado, legitimando con

sus afanosas carreras mi participación en el juego. Por

primera vez en mi vida me sentí protagonista fuera de

casa.

La mañana en la que yo daba ese mi primer

chupinazo a un balón de verdad, quizá era el 22 de abril

de 1952. Probablemente, justo en el momento del

patadón, en las lejanas y profundas antípodas

australianas, en Brisbane, en el seno de una típica

familia de clase media local, nacía la niña que iba a ser la

mujer de mi vida, Sandra Ellen Liedl, la madre de mis

A orillas de Tánger

88

hijos. Veinticinco años después de aquellas liberaciones,

tras paciente e incansable búsqueda, Sandra y yo nos

encontramos.

Creo que a partir de que nos mudáramos a esta

casa, mi familia, por primera vez, era feliz…

A orillas de Tánger

89

Una mañana, muy temprano, vino el dueño de la

casa de la M’Sallah. Oí cómo, en la calle, mi padre

discutía muy fuerte con él y cómo mi madre, llorando, le

imploraba invocando a Dios. Al cabo de un rato,

sollozando, mi madre empezó a recoger nuestras cosas.

Sin darnos apenas cuenta, mis hermanos y yo nos

encontramos en la calle, sentados sobre los dos

colchones enrollados, junto con los cubos, la palangana y

los bultos de ropa. El dueño, mascullando cosas entre

dientes, cerró violentamente la puerta de nuestra casa y

se llevó la llave. Los vecinos nos miraban en silencio. Los

niños de nuestra calle, por una vez, también estaban

callados y quietos, cómo paralizados. Alguna mujer se

acercó a mi madre y le pasó la mano por la espalda para

consolarla. Los ojos de mi madre estaban rotos de dolor.

Mi padre, que siempre decía que a la miseria había que

cerrarle la puerta de casa para que ni entrara ni saliera,

estaba hundido: esa mañana, peor que el día del

incendio, nuestra miseria más negra llenaba la calle.

Como pudo, mi padre metió nuestras cosas en el

carrito de mis hermanos y, por encima, los dos colchones

A orillas de Tánger

90

que nos quedaban. Entonces, iniciamos un largo camino

hacia el azar y el miedo, vagando por las calles tortuosas

de la M’Sallah, deteniéndonos de vez en cuando mientras

mi padre buscaba un rincón donde guarecernos

provisionalmente.

Así anduvimos hasta la noche, cuando, por fin, en

los Suanis, una barriada alejada de la M’Sallah,

encontramos una casucha abandonada y sin techo.

Apenas llegamos, mi padre, como para ahuyentar la

angustia y la desazón, encendió un pequeño fuego, fue a

buscar un poco de agua e hizo té con menta. Nunca me

supo tan bien el olor que desprendía el té hirviendo con

hierbabuena. Era un olor reconfortante. Sabía a hogar, a

familia, a sosiego, a seguridad. Esa noche en particular,

el olor de la hierbabuena parecía un milagro. ¡Hubiese

querido poder conservarlo en un frasquito para siempre!

Extenuados, pero contentos por que se acabara un

día tan amargo, mis hermanos y yo, después de comer

un trozo de pan con el té, nos echamos a dormir en un

rincón que nuestros padres habían limpiado a oscuras.

Cerca debía haber una mezquita porque se oyó las

llamadas entonadas del muecín:

- ¡Allah k’bar! ¡Allah k’bar!

De costumbre, yo siempre intentaba dormirme

temprano, antes de que se hiciera de noche, cuando aún

quedaba un poco de luz en el cielo y en mis ojos. La

oscuridad de la noche no me gustaba, me hacía pensar

en cosas desagradables y temibles. Además, por la

noche, oía cosas que nunca oía de día. Oía, por ejemplo,

ladridos amenazadores e incansables de perros. Siempre

había un perro ladrando o aullando a lo lejos. A veces,

también oía gritos de angustia lanzados por alguna

A orillas de Tánger

91

mujer. Esos gritos me aterraban. Como también me

aterraban los llantos de dolor de los niños pequeños,

enfermos o, como nosotros, hambrientos. Luego, como

animados por esos llantos, como queriendo imitar a los

niños para seducirles, estallaban los maullidos de los

gatos, violentos o plañideros, pero siempre inquietantes,

desgarrando la noche con sus zarpas. Por si fuese poco,

desde que fui a la playa de Tánger, por la noche pensaba

en el mar. Me lo imaginaba en la oscuridad, como una

inmensa masa negra viva, resoplando penosamente,

espiándome con sus innumerables ojos blancos que abría

y cerraba sin descanso e intentando engullirme con sus

enormes y húmedos labios. Por todo eso y por las cosas

que me venían a la cabeza sin quererlo, yo prefería

dormirme cuando aún era de día. Y por el hambre. Mi

padre decía que el hambre es una bestia que reclama

comida. Cuando me dormía, la bestia también se dormía.

Sin embargo, esa noche, en esa casa maloliente y

en ruinas, soñé que estaba en mi casita blanca y azul de

Chauen, jugando y riendo con mis primas y mis amigas.

A la mañana siguiente, mi padre, animoso y alegre

como nunca lo había visto antes, nos despertó a todos:

- ¡Arriba, arriba! Esta noche dormiremos en una

casa con techo. ¡Os lo juro!

En efecto, después de preguntar y buscar durante

toda la mañana, a mediodía un hombre nos llevó a una

casita que, aunque tenía problemas de humedad, nos

pareció un palacio.

A orillas de Tánger

92

A la escuela, sin remisión

Como ya dije, después de pasar unos días sin pena

ni gloria en el Grupo Escolar España con Mariluz, me

llevaron a la escuela francesa Adrien Berchet. Tendría yo

seis años. El primer día fue un día duro. Muy duro. Sin

embargo, en casa, todo el mundo se alegraba porque me

habían admitido en la escuela francesa. Entré en el cours

Préparatoire, algo así como primero de enseñanza

primaria.

Ese día todo me impresionaba. Sobre todo ver

tantos niños. Creo que nunca vi tantos a la vez y tan

distintos los unos de los otros. ¡La variedad era enorme!

¡Un verdadero espectáculo! Aunque también era un

espectáculo su comportamiento. Los más pequeños

estábamos quietecitos en un rincón. Supongo que como

yo, todos estaban bastante sobrecogidos por lo que les

rodeaba. La gran mayoría gritaba, corría, saltaba, se

empujaba, se caía, se levantaba y salía corriendo de

nuevo. Lo más sobrecogedor eran sus gritos. Gritaban

como locos, como energúmenos. El ruido que producían

era atronador, físicamente insoportable. Se desgañitaban

como para querer impresionar a los demás. Y, la verdad

es que, conmigo, lo conseguían. Sobre todo cuando, al

pasar corriendo cerca de mí, acercaban su cara, rozando

la mía, abriendo una boca enorme y mirándome a los

ojos, como desafiándome. Yo solo quería irme a mi casa.

También recuerdo a los maestros. Eran muy serios

y muy elegantes, como corresponde a la gente rica. Los

hombres llevaban corbata. Creo que les tomé respeto

desde el primer instante en que les vi.

A todo eso se añadía que ese fue mi primer

A orillas de Tánger

93

contacto con la lengua francesa, una lengua que nunca

había oído antes. También fue, después de varios años

de vacaciones infantiles, el primer día que me separaba

de mi familia. ¡Cuánto echaba de menos a mi madre y a

mi hermana!

Estaba yo absorto en mis melancólicos

pensamientos, compadeciéndome de mí mismo y de mi

sino, con una lagrimita a punto de caer -¡qué penita me

daba de mí!- oyendo de fondo a los monstruos que me

rodeaban, cuando, de repente, justo encima de mí,

estalló la campana en mil redobles ensordecedores. Era

la temible campana. La que helaba el aire y la sangre. La

que lo silenciaba todo. La que te devolvía al mundo

inhóspito y te sumía en lo desconocido: nunca sabías qué

iba a pasar en los minutos que le seguían. Era como una

alarma apocalíptica.

Recuerdo que ese primer día, ya en la fila que creí

me correspondía, escudriñaba el rostro de los demás

niños por si descubría algún motivo de inquietud -como

cuando un avión da más bandazos de lo normal y los

pasajeros, disimuladamente, miran de reojo a los demás

y a las azafatas para compulsar su estado de ánimo. Los

niños de mi fila estaban tan campantes, totalmente

ajenos a mis temores sobre lo que se nos avecinaba.

Y no me equivocaba. Por lo menos en lo que a mí

respectaba. La cosa no mejoró nada. Al contrario, fue

empeorando en una especie de escalada vertiginosa que

ni siquiera intenté explicar a mi madre cuando, una

eternidad después, al recogerme a mediodía, me

preguntó con amplia sonrisa -como para animarme- que

cómo me fue.

Ya en clase noté algo raro. En realidad, lo noté en

A orillas de Tánger

94

la fila: los niños parecían un poco mayores que yo. Y es

que, como no podía ser menos, me equivoqué de fila. El

maestro, francés todo él, intentó hablar conmigo. Yo, ni

una palabra. ¡No me enteraba de nada! Mientras tanto,

los otros niños se lo pasaban de miedo a mi costa y reían

ruidosamente. Al cabo de un rato, supongo que cuando

se descubrió que mi nombre no figuraba en la lista de

esa clase, tuve que salir a buscar la que me

correspondía. Durante un buen rato anduve

deambulando por los pasillos que, ahora vacíos y

silenciosos, me parecían enormes y lúgubres. Al cabo de

unos minutos que debieron parecerme una eternidad,

encontré a una señora que, después de varios paseos

por clases y despachos me llevó a mi clase. Estos niños

sí que eran de mi edad. Reconocí a alguno de los que,

como yo, estaban asustados antes del campanazo.

La maestra, joven, muy alta y muy tiesa, muy bien

vestida y con melena pelirroja, me acogió con unas

palabras que, por el tono, deduje que no eran de

bienvenida. Como ya intuí, mi torpeza no iba a quedar

impune. Creo que esa maestra me tomó manía desde

que me vio. Al poco tiempo de sentarme, por no sé qué

motivos que supongo no fueron míos, sin yo

esperármelo, sin saber cómo ni por qué, Mademoiselle

como quiera que se llamara se acercó a mí y, con cara

de bruja, articulando vete a saber qué, me propinó un

bofetón en la cara que me asqueó de la escuela para

siempre. Silencio ahogado colectivo. Vacío total. Miedo

horroroso. Hormigueo en la mejilla y en los oídos y

escozor en la dignidad. Fue entonces cuando, por encima

de la sorpresa, del dolor y de la humillación, percibí un

fuerte olor a mostaza que parecía provenir de la

A orillas de Tánger

95

Mademoiselle. Era un olor picante, casi agresivo,

impactante como el guantazo. La diferencia con la

mostaza de verdad era que, para oler ésta última, había

que acercar bastante la nariz al tarro que la contiene. El

olor de la mostaza de verdad es un olor íntimo, personal.

El que desprendía la Mademoiselle invadía, avasallaba.

Era un olor público y dominador. Al menos, tuvo la virtud

de distraerme de mis infortunios. Al cabo de los días, la

presencia del olor se confirmaba sobre todo cuando la

Mademoiselle pasaba cerca de mí, como si llevase una

nube invisible de gas prendida a sus bonitos vestidos.

Aunque me costó admitirlo, tuve que aceptar que ese

olor era perfume. ¡Cómo podía yo imaginar que una

señorita tan distinguida pudiese oler a algo tan vulgar

como la mostaza!

El nombre completo de mi escuela era École

Élémentaire Adrien Berchet. Era un edificio vetusto y

grande, de dos plantas, con inmensas columnas y aulas

de techo muy alto. Dos hileras de baños adosados

dividían el recinto en dos: uno para los niños pequeños y

otro para los mayores. Recuerdo que la directora de la

escuela de los pequeños se llamaba Madame Padovani.

En la parte trasera de la escuela de los mayores

estaba el patio de recreo que también servía para hacer

educación física. En el rincón de la derecha había un gran

rectángulo con arena en cuyo centro se elevaba un

pórtico muy alto con unas gruesas cuerdas para escalar.

En el patio también había grandes plátanos, típicos

en todas las escuelas francesas y cuyas hojas –parecidas

a las de parra, solo que más grandes- los niños de medio

mundo han dibujado en otoño alguna vez. Finalmente, a

lo largo de las aulas, estaba el patio cubierto: le préau,

A orillas de Tánger

96

donde formábamos las filas y nos resguardábamos

cuando llovía.

Después de la señorita con olor a mostaza tuve un

maestro que se llamaba Monsieur Mercier. Era bajito, con

gafas, algo mayor y payaso. Luego, ya en la parte de los

mayores, tuve a Monsieur Casson.

El primer día de clase del Cours moyen première

année –tenía yo nueve años- Monsieur Casson repartió

los libros -la escuela entregaba libros de texto que

íbamos heredando de un año para otro. Monsieur Casson

me dio un primer libro que guardé cuidadosamente

dentro de mi pupitre. Cuando hizo el reparto de este

primer libro, preguntó que quién no lo había recibido. Yo,

que probablemente estaba pensando en las musarañas,

levanté el dedo. El maestro vino hacia mí, levantó la tapa

de mi pupitre, gritó no sé qué y me dio un bofetón como

nunca lo había recibido hasta ese día. La cara me escoció

durante muchos meses. Definitivamente, ¡los primeros

días de clase no me traían suerte!

Ahora que mis tres hijos ya son mayores puedo

confesar que odiaba ir a la escuela. Para mí era una

verdadera penitencia. Lo mío no era la escuela sino la

calle. Lo mío no era la maestra ni el maestro sino mi

madre. En la escuela solo disfrutaba cuando hacíamos

educación física y dibujo.

No obstante, conservo algunos recuerdos cariñosos

relacionados más con los útiles de clase que con otra

cosa. Así, recuerdo las celebérrimas plumillas Sergent

Major que insertábamos en los porta-plumas para

introducirlas en los tinteros de porcelana en forma de

seta alojados en los pupitres. También recuerdo el

riquísimo olor a almendra del pegamento de pasta

A orillas de Tánger

97

blanca, en botecitos de plástico en cuyo interior, en un

pequeño alojamiento vertical, había una diminuta

espátula para aplicarlo. Y los tristes babis –tabliers, en

francés- de tela recia y seca, de color azul o gris. Pero

también los plumieres de madera, de uno o dos pisos,

con sus diminutos y maravillosos cierres y bisagras de

latón amarillo.

Por aquellos ilustres tiempos, en las clases

pequeñas no se llevaba a la escuela como hoy

cuadernos. ¡Llevábamos pizarra! Consistía ésta en un

trozo de verdadera pizarra, como la que se ponen en los

tejados de las casas, bien recortada, de unos 25 cm de

largo por unos 18 de ancho. Para que durara algo más y

sus cantos no nos cortaran, estaba protegida con un

marquito de madera. La pizarra era nuestra principal

herramienta de trabajo. Los horrores que escribíamos en

ella eran, por fortuna, efímeros ya que conforme íbamos

escribiendo teníamos que ir borrando por falta de

espacio. Para escribir utilizábamos un pizarrín que

también era de piedra de pizarra. A principio de curso

borrábamos la pizarra con una esponjita redonda que

había que mojar ligeramente. La humectación era todo

un arte porque si la mojabas demasiado luego no podías

escribir. Lo mejor era escupir en la pizarra y pasar la

esponjita. El problema era que, a causa de la humedad,

en un par de semanas la esponja se pudría y echaba un

pestazo insoportable y tenías que deshacerte de ella.

Entonces borrábamos con la manga: escupitajo certero y

pase de codo ágil. Era lo más práctico y además no olía

tanto porque el jersey te lo lavaba tu madre a menudo.

Pero, después de varios meses de disciplina y

concentración, lo mejor del colegio, sin lugar a dudas,

A orillas de Tánger

98

era la llegada de las vacaciones de verano. Cuando

mejor me lo pasaba de verdad, cuando yo era el niño

más feliz del mundo, cuando para mí tomaba verdadero

sentido la palabra felicidad, era durante los últimos días

del año escolar. Solo ocurría una vez al año pero ¡hasta

valía la pena pasar por todo lo otro con tal de llegar a

esos días! Nadie disfrutaba como yo haciendo las

cadenetas y los adornos para decorar la clase. Nadie me

ganaba en cantidad ni en calidad haciendo la decoración.

Luego, cuando llegaban las últimas horas de clase,

todos los niños cantábamos la canción de despedida:

“Gai, gai l’écolier, c’est demain les vacances! Gai, gai

l’écolier c’est demain que je m’en vais! Adieu les

analyses, les verbes et les dictées! Tout ça c’est des

bêtises, allons nous amuser!”.

Y así, desgañitándonos, repetíamos estos estribillos

sin parar, a grito pelado, como enloquecidos.

Cantábamos en todas partes: en clase, en el patio y

hasta en la calle. Estuviésemos solos o con más niños.

Daba igual. Estábamos moralmente autorizados para

hacerlo. ¡Era nuestro grito de liberación…!

A orillas de Tánger

99

El botiquín de mi abuela

Aunque la medicina estaba relativamente avanzada,

mi madre y mi abuela, según para qué males,

empleaban remedios caseros muy populares. Para

entender esto hay que situarse en aquel contexto social

en el que existía una gran depresión económica y en el

que la asistencia sanitaria pública era deplorable. Frente

a esas perspectivas, las familias humildes, es decir, la

gran mayoría de las que nos rodeaban, sin rechazar el

uso de algunos medicamentos, mantuvieron vigentes

algunos productos polivalentes de gran arraigo popular.

De estos remedios universales recuerdo en especial los

que estaban en todos los botiquines familiares y que

tanto valían para un roto como para un descosido. Eran

el aceite de hígado de bacalao, el aceite de ricino, el

agua de Carabaña y los papelillos. ¡Unas verdaderas

delicatessen que, menos la fealdad, lo curaban todo!

En casa, estas medicinas se empleaban sobre todo

para curar ciertos trastornos intestinales, males muy

extendidos entonces entre la población infantil, tales

como los dolores de barriga, la presencia de lombrices, el

estreñimiento y la diarrea. Al parecer, algunos de esos

remedios, como el aceite de hígado de bacalao, eran

verdaderas bombas vitamínicas que también servían

para el crecimiento y contra la endeblez, estado muy

extendido también entre la población infantil del

momento y al que las madres le temían como a la peste.

Aunque, para la endeblez, lo mejor era un ponche

caliente de Quina Santa Catalina con una yema de huevo

y azúcar. Estaba buenísimo; de hecho, de todos los

remedios caseros, era el único que sabía bien. La pena

A orillas de Tánger

100

es que yo nunca estaba endeble. Lo que más recuerdo

del resto de medicamentos que no fuese el ponche, era

su horrendo sabor. Nunca entendí por qué debían saber

tan mal. Por aquel entonces no se prestaba la más

mínima atención a la calidad de vida de los enfermos y la

mayoría de los medicamentos y medicinas nos llegaban

con un sabor a rayos que te tiraba de espaldas, sin un

mísero saborcito a fresa o a naranja que humanizara el

trance.

- ¡Quieres abrir la boca, niño! – se impacientaba mi

madre cuando intentaba hacerme tomar uno de esos

infectos potingues.

- Hummm, hummm, - contestaba yo hasta que, no

pudiendo respirar porque mi madre me apretaba la nariz,

me veía obligado a abrir la boca para sobrevivir.

Entonces notaba cómo el horrendo y asqueroso brebaje

invadía mi lengua y mi más íntimo sentido del buen

gusto hasta marearme. Más que una medicina, eso era

una agresión, una penitencia. ¡Con toda la autoridad del

mundo, puedo decir que era peor el remedio que la

enfermedad!

Pese a todo, en caso de estreñimiento, lo mejor era

tragarte el potingue de turno sin rechistar porque, si no,

te esperaba lo peor: la lavativa. Por motivos obvios, la

lavativa no sabía mal, pero era doblemente traumática.

Primero a causa de la introducción de la cánula en tu

conciencia más esencial –el culo– segundo, porque al

abrir tu madre la válvula de la cánula, las aguas, aunque

templadas, entraban violentas y tempestuosas,

atravesándote de rabo a cabo con tal ímpetu que se te

cortaba la respiración. Luego, esas mismas aguas volvían

a salir tan procelosas como entraron, arrastrando

A orillas de Tánger

101

consigo todos los sedimentos que se le pusieran por

delante. ¡Era inhumano!

Otro remedio casero que me impresionaba mucho

era el de las mariposas. Las mariposas eran unos discos

de papel encerado, del tamaño de una moneda,

sobrepuestas sobre otro disco de corcho fino y de cuyo

centro sobresalía una pequeña mecha. Habitualmente,

mi abuela utilizaba las mariposas para pedirles a los

santos de su devoción que nos proporcionaran salud y

fortunios. Para ello, las hacía flotar sobre un platito con

aceite y les prendía la mecha, como si se tratase de

diminutas velas. Pues bien, al parecer, estas mariposas,

que así les llamábamos, además de poseer poderes

invocatorios, también poseían poderes curativos.

Así, cuando mi padre tosía más de la cuenta, se

tumbaba en la cama sobre el vientre y mi madre, sobre

su espalda desnuda, empezaba el ritual de las

mariposas.

- Aguanta la tos, Antonio, aguanta -le decía mi

madre.

Aún recuerdo la primera vez que asistí a una de

esas ceremonias. Tendría yo cinco años. Una vez mi

padre en la cama, mi madre, con mucha serenidad, le

puso una mariposa sobre un punto de la espalda.

Encendió una cerilla y prendió la mecha. Luego colocó

encima un pequeño vaso de cristal. Parecía una sesión

de brujería. Miraba yo la llamita de la mariposa dentro

del vaso cuando, de repente, se apagó y, como por arte

de magia, el vaso se medio llenó de carne. ¡Sí, de carne!

¡De carne de mi padre! Al principio era blanca pero

rápidamente se tornó roja como un tomate. Todo eso

debía de ser normal porque mi madre no se inmutaba y

A orillas de Tánger

102

seguía concentrada en su tarea purificadora hasta poner

media docena de mariposas con sus respectivos vasos.

¡La espalda de mi padre parecía un puesto de tomates!

Luego, al cabo de unos momentos, mi madre fue

retirando los vasos con extremado cuidado. Para ello, los

inclinaba un poco y, con un ruido de gaseosa nueva, los

tomates desaparecían de golpe. ¡Pura brujería! Mirando

de cerca vi que, en efecto, los tomates ya no estaban y

que en su lugar quedaban unos círculos rojos. Más tarde,

ya algo más curtido, me divertía asistir a esas

ceremonias casi mágicas que, se suponía, ayudaban a mi

padre a superar sus molestos problemas respiratorios.

Al principio de los años cincuenta se puso de moda

el cultivo doméstico de hongos curalotodo. Alguien le dio

a mi abuela un trocito de ese hongo, lo que ella llamaba

un hijo que, con sumo cuidado, depositó en el fondo de

una honda ensaladera de cristal que dejó encima de una

repisa del comedor, presidiendo la familia.

- ¡Esto es mano de santo! – aseveró mi abuela,

reclamando anticipadamente respeto para el hongo.

El hongo milagroso hijo era de color marrón y

estaba cubierto por un líquido viscoso del mismo color y

de olor avinagrado. Por lo visto, era un trocito de la

madre y si se le regaba un poco todos los días debía

crecer y crecer hasta convertirse él mismo en madre

también. ¡El lío padre! Yo no entendía nada de esas

relaciones madre-hijo-madre tan estrechas y tan poco

habituales en mi barrio pero aceptaba las explicaciones

de la mía -quiero decir, de mi madre. Pues bien, al

parecer, conforme fuese creciendo, el hongo impregnaría

el agua con sus propiedades benéficas y, para sanar -

nunca supe de qué- el enfermo debía beberse parte del

A orillas de Tánger

103

viscoso brebaje marrón de asqueroso aspecto. Al cabo de

unas semanas, el hongo marrón de mi abuela,

compuesto de numerosas capas pringosas y

amenazantes, se puso enorme. Ya casi desbordaba la

honda ensaladera. Yo, cuando me sentaba en la mesa

del comedor, lo miraba de reojo, temeroso de que un día

saltara al vacío y nos engullese a toda la familia durante

la cena. ¡Era monstruoso! Un día hasta lo vi moverse.

- ¡Madre, se va Ud. a intoxicar con el dichoso

hongo! –le dijo un día mi madre a la suya,

verdaderamente preocupada. Mi abuela, muy prudente,

no dijo nada.

Hasta que, un buen día, el hongo desapareció. Creo

que mi madre se ocupó de ello. También creo que, al no

verlo, mi abuela, discretamente, en silencio, suspiró de

alivio. Allí no había pasado nada…

A orillas de Tánger

104

Ese viernes, mi madre nos despertó bastante antes

que de costumbre. Yo todavía tenía mucho sueño. Mi

madre estaba limpiando y arreglando la habitación

porque, según me dijo la tarde anterior, mi padre iba a

venir con un barbero del barrio. Mi madre parecía muy

nerviosa. Supuse que lo estaba porque era la primera

vez que alguien iba a entrar en nuestra casa.

El barbero venía para cortarle el pelo a mi padre y a

Brahím pero también para sacarle a mi madre una muela

por culpa de la que, desde hacía ya bastantes días, tenía

la cara muy hinchada. Además de barbero, el hombre

también sacaba muelas. Sin lugar a dudas, su venida era

un verdadero acontecimiento. A tal punto que hasta mis

hermanos mayores se quedaron en casa esa mañana.

Me sorprendió que ese viernes mi madre solo

bañara al pequeño Brahím, ni siquiera a Fatima. Todos

los mimos fueron para él y eso me llamó la atención. Al

fin y al cabo, mi padre ya le había cortado otras veces el

pelo y nunca ocurrió nada.

Que el barbero le fuese a quitar a mi madre una

muela me tenía muy preocupada.

A orillas de Tánger

105

- Mamá, ¿cómo te la va a quitar? -le pregunté, muy

intrigada.

Pero mi madre no me contestó.

Por fin, más tarde de lo que esperamos, llegó mi

padre con el barbero. Era un hombre bajito y delgado,

muy elegante, vestido con un traje cristiano de color

amarillo a grandes cuadros negros. Su pelo, negro y

rizado, brillaba intensamente. Como mi padre, el hombre

llevaba bigote, pero el suyo era muy fino, de ciudad.

Apenas apareció me sorprendió su olor a perfume dulce

y pegajoso y me acordé de lo que mi madre decía de los

hombres perfumados. Quizá por eso, sin darme apenas

cuenta, eché un paso para atrás. Su sonrisa,

permanente, era plateada: ¡todos sus dientes de arriba

eran de plata! En verdad, era un hombre muy raro.

Desde que entró, no dejó de hablarnos a todos.

Menos a mi madre. Su voz era potente y fuerte,

inadecuada para un hombre tan pequeño y delgado. En

la mano acarreaba una cartera de tela negra, como la

que los niños m’srani llevaban a la escuela.

Cuando se dispuso a sacarle la muela a mi madre,

el barbero sacamuelas nos dijo que podíamos

quedarnos; pero mi padre, sin escuchar nuestras

protestas, nos obligó a mis hermanos y a mí a que

saliéramos a la calle. Al cabo de unos instantes oímos a

mi madre quejarse, incluso hasta ahogó algún grito.

Intrigados, por el resquicio de la puerta intentamos ver

qué ocurría. En la penumbra de la habitación pude ver la

cara de sufrimiento de mi madre. Sentada en la

banqueta, sostenía la toalla blanca debajo de

su cara. De espaldas a nosotros, el hombrecito

raro parecía tener la mano dentro de la boca de mi

A orillas de Tánger

106

madre: sin lugar a dudas, estaba intentando sacarle la

muela mala. En un momento dado en el que se retiró un

poco, pude ver que sostenía en la mano una herramienta

parecida a los alicates de mi padre. Lo entendí todo y no

quise ver más. Tampoco dejé que Brahím y Fatima lo

viesen y los alejé de la puerta desde donde Said y Larbi,

con la boca y los ojos muy abiertos, seguían mirando sin

decir ni una sola palabra.

Al rato, Said nos llamó y entramos en casa. Mi

madre, con la cara muy blanca, bebía agua y escupía

sangre en la palangana que sostenía mi padre. Los cinco

nos fuimos hacia ella y la rodeamos en silencio

preguntándole con los ojos. La toalla blanca ahora era

roja. El sacamuelas barbero seguía mostrando sus

dientes de plata a través de su sonrisa y seguía hablando

sin parar pese a que ya nadie le escuchaba.

Un rato después, cuando mi madre ya apenas

escupía sangre, el barbero y mi padre salieron a la calle

y discutieron en voz baja. El hombre decía algo pero mi

padre no estaba de acuerdo. Al cabo de unos instantes

de discusión, el hombre, sonriente y resignado, dijo:

- Guaja, guaja, lo haremos como tú dices pero sigo

pensando que es una tontería.

Inmediatamente, mi padre se sentó en la banqueta

y el barbero le puso un trapo sobre los hombros. Por un

momento temimos que también le fuese a sacar una

muela pero pronto vimos que se preparaba para cortarle

el pelo. Después del trance de la muela de mi madre,

nos vino bien ver cómo el hombre le cortaba el pelo a mi

padre. Se lo cortó todo, dejándole a la vista la piel, gris y

brillante. Durante la operación, de vez en cuando, mi

padre miraba al pequeño Brahím y le guiñaba un ojo

A orillas de Tánger

107

mientras le sonreía. Después de echarle colonia en la

cabeza, el sacamuelas barbero recogió el trapo lleno de

pelos y lo sacudió en la calle. Mientras, mis hermanos

mayores y yo le pedimos a nuestro padre que se

agachara para poder olerle la cabeza. Era el mismo olor

del barbero pero en mi padre me gustaba. Luego le tocó

el turno a Brahím. Mi padre lo sentó en la banqueta y el

barbero de sonrisa plateada, después de ponerle espuma

que hizo con jabón, empezó a afeitarle la cabeza

también. Mi madre, sentada en la cama y con la mirada

perdida en el suelo, no paraba de mecerse hacia

adelante y hacia atrás mientras mantenía un paño

mojado contra su mejilla.

- Imma, imma, imma.. -repetía una y otra vez.

La cabeza de Brahím quedó totalmente lisa, como

la de mi padre, solo que detrás, en un lado, el barbero le

dejó sin cortar un manojito de pelos con los que se le

podía hacer una trencita.

- ¿No está guapo mi hijo? –dijo mi padre mientras

lo levantaba en el aire y le daba sonoros besos por la

cara.

Era la primera vez que mi padre hacía una cosa así.

Nunca le vi hacer eso a nadie, ni siquiera a Fatima, que

era la más pequeña. Mi madre, con media sonrisa

torturada, les miraba de reojo mientras seguía

aplastándose la mejilla con el paño.

Inmediatamente después, mi padre se sentó de

nuevo en el taburete con la cabeza echada hacia atrás.

Entonces vi que el sacamuelas barbero, situado detrás

de él, tenía en una mano la navaja con la que les afeitó

la cabeza a los dos unos instantes antes. En la otra mano

tenía la palangana, ya enjuagada, que había utilizado mi

A orillas de Tánger

108

madre. Mis hermanos y yo, preocupados, nos miramos

en silencio.

- Vamos a sacarle a vuestro padre los demonios del

cuerpo –nos dijo con su mejor sonrisa metálica- y de

paso, también vamos a quitarle los dolores de cabeza –

agregó.

Viendo que mi padre también sonreía, nos

tranquilizamos todos un poco. El barbero brujo le pidió a

Said que sostuviera la palangana debajo de la cabeza de

mi padre. Aunque tembloroso, Said, en silencio, hizo lo

que el hombre le pedía. De repente, el hombre de

amarillo, sin dejar de enseñar sus horribles dientes de

lata, le hizo a mi padre un corte en la parte superior de

la nuca. Un chorro fino de sangre le cruzó la cara a Said

que, asustado, dio un salto hacia atrás dejando caer la

palangana en medio de un gran estruendo. Al hombre

brujo se le borró la sonrisa metálica y, con un grito

estridente, le ordenó a Said que volviera a sostener la

palangana. Limpiándose la cara con la manga, Said,

aterrado, obedeció volviendo la cabeza y cerrando

fuertemente los ojos. Junto al primer corte, el barbero

efectuó otro. La sangre ya no fluyó tan fuerte como la

primera vez. Después, le realizó otros dos cortes del otro

lado de la cabeza. Mientras tanto, en la palangana, iban

cayendo los diminutos demonios rojos que, según el

brujo, le causaban a mi padre sus dolores de cabeza.

Con los ojos cerrados durante toda la operación, mi

padre no se quejó y no dijo ni una sola palabra. Cogí a

Fatima en brazos y salí de la casa para que nos diera el

aire. No podía aguantar ver más sangre ni un instante

más.

Al poco tiempo, mi padre se asomó a la puerta:

A orillas de Tánger

109

- ¡Malika, entrad las dos en la casa! –me acerqué y

me dijo:

- Ahora debemos estar todos juntos porque es la

fiesta del pequeño Brahím.

Me sorprendió que dijera eso.

Luego, nos explicó a todos que, para convertirse en

un hombrecito como Said y Larbi, Brahím tenía que ser

circunciso. El sacamuelas barbero se iba a encargar de

hacerle la circuncisión. Yo, que ya había oído algo sobre

eso, me puse muy nerviosa y no quise presenciarlo. Me

quería quedar en la calle. Mi padre intentó convencerme

de que a Brahím eso no le iba a hacer daño y de que, de

todas maneras, era por su propio bien. Con resignación,

acepté quedarme pensando que, a lo mejor, no era tan

terrible como yo pensaba.

Mi madre empezó a preparar a Brahím. Le quitó sus

pequeños zaragüelles, le subió su camisita blanca y,

sobre la cama, lo cogió entre sus brazos después de

sentarlo sobre la toalla que se puso sobre sus piernas.

Entonces, mi padre le cogió a Brahím la colita y se la

lavó con agua de azahar templada. El pequeño Brahím,

quizá asustado por tantos preparativos y por la presencia

del extraño, empezó a llorar y a gritar intentando

escapar de los brazos de mi madre. En ese momento vi

que el hombre de sonrisa de chapa tenía la navaja en la

mano. No quise ver más. De un salto llegué a la puerta y

salí corriendo calle arriba a perderme en el barrio. En mi

cabeza maldije mil veces al hombre de amarillo.

En un callejón encontré entre dos casas un hueco

en el que me escondí. Mi cuerpo temblaba de miedo.

Estuve escondida allí durante un tiempo que no pude

calcular porque me quedé dormida. Soñé que mi madre

A orillas de Tánger

110

y yo éramos los novios cuyas familias se ahogaron en el

río y que, después de la desaparición de todos nuestros

familiares, por la noche aparecimos río arriba, en Ras

Elmá. La pena y el frío me despertaron con un

sobresalto. Era tarde. Creí que había soñado lo que había

ocurrido en mi casa. Cuando pensé en mi hermanito

Brahím salí corriendo como una loca.

Al llegar a casa, antes de empujar la puerta, me

detuve unos instantes para escuchar. Dentro reinaba un

silencio total, como si no hubiese nadie. El corazón me

salía por la boca. De un golpe empujé la puerta,

temerosa de lo que pudiera ver. Me tranquilicé al

instante: mi madre estaba sentada en la cama, contra la

pared, y Brahím y Fatima dormían plácidamente en sus

brazos. Apenas me vio, mi madre dejó a mis dos

hermanitos en la cama y corrió hacia mí. Sin decir ni una

sola palabra me abrazó fuertemente.

Así, enlazadas la una a la otra con nuestros brazos,

en silencio, lloramos juntas durante un rato. Luego me

preguntó dónde había estado. Le conté todo.

- ¡Júrame que nunca más me volverás a hacer una

cosa así!

- No lo volveré a hacer nunca más, aunque me

maten –le contesté entre lágrimas.

Mi madre me explicó que Brahím estaba bien y que

en pocos días se repondría totalmente. Le pregunté si le

hicieron mucho daño.

- Sí, hijita, sí. Como en su día también se lo

hicieron a tus hermanos mayores –me contestó en voz

baja, mirándome con ojos tristes y rotos.

En ese momento llegó Said, sofocado. Iba a decir

algo pero cuando me vio enmudeció. Entonces, mi madre

A orillas de Tánger

111

le dijo que yo estaba bien y que saliese a buscar a

nuestro padre y a Larbi. Los tres habían estado

buscándome por todo el barrio desde hacía ya mucho

rato. Mi madre me dijo que mi padre se alegraría mucho

de ver que yo estaba bien.

A orillas de Tánger

112

Piso en el centro

En la Plaza de Castilla estuvimos viviendo menos de

un año. En verdad, aunque el piso estaba muy bien, nos

pillaba a todos muy lejos tanto de las escuelas como de

los trabajos, amén de que su alquiler quizá fuese

demasiado elevado para nosotros. Así que, un buen día

del año 1952 nos fuimos a vivir cerca del centro, en la

calle de Holanda, nº 21.

El piso estaba en la primera de las dos únicas

plantas de una casa que estaba justo frente al lujoso

edificio Venezuela, a escasos metros del Mercado Nuevo.

En la segunda planta vivía un estirado mecánico dentista

de espeso y negro bigote y de frondosa cabellera que

arrancaba casi en las cejas, dejándole menos de los dos

dedos de frente preceptivos.

Además de las dos viviendas, nuestro edificio

contaba en planta de calle con un cafetín moruno y una

mezquita. El dueño de este complejo era un hombre

mayor, quizá de origen fassi –de la ciudad de Fez-, que

tenía dos hijos de unos veinticinco años y de nariz

aquilina, siempre vestidos con chilaba blanca y tocados

de un fez (gorro de fieltro rojo en forma de cubilete) y

que se pasaban el día sentados delante de su mezquita.

Los tres, padre e hijos, eran muy religiosos y entraban a

menudo en el templo para rezar.

En el edificio de al lado había un par de tiendas: la

tienda de básculas Mobba del señor Oliver y la papelería

del señor Cocostegüe cuyo apellido me parecía

rebuscadísimo frente a lo sencillo que era llamarse Pérez.

El cafetín que teníamos abajo, aunque pequeño,

siempre estaba muy animado, sobre todo en verano

A orillas de Tánger

113

porque ponían mesas sobre la ancha acera. Al atardecer

entraba por nuestras ventanas un agradable olor a

pinchitos morunos –¡de los de verdad!- que te abría el

apetito. Los verdaderos pinchitos morunos se hacen con

carne de cordero -que no de cerdo como los hacen en

España- y su particular olor se debe a la carne en sí, a la

grasa que añaden y, sobre todo, a las especias que,

sabiamente elegidas y mezcladas, además de

proporcionarles a los pinchos ese sabor genuino tan

particular, al quemarse en el fuego de carbón despiden

un olor inconfundible e inolvidable. A merced del aire,

ese olor se expandía por los alrededores del cafetín y,

naturalmente, subía hasta nuestras ventanas. El olor de

los pinchitos, mezclado con el del té verde, era

reconfortante e inspiraba seguridad, bienestar, paz…

como si de un incienso se tratara.

Nuestro piso tenía un pasillo muy largo al que

asomaban, por la izquierda, la cocina, las habitaciones y

el cuarto de baño. Por las ventanas, que daban todas a

la calle, además de los reconfortantes olores del cafetín,

también entraban las ramas de las acacias. En

primavera, los niños del barrio solíamos comernos los

blancos racimos cuajados de florecillas dulces.

Como en la mayoría de las casas de Tánger, en

nuestra casa había una azotea. En ella había dos

cuartitos trasteros de los cuales nos correspondía uno.

Algunas tardes, cuando no estaba en la calle con mis

amigos, me pasaba horas y horas en la azotea, jugando

solo o mirando la calle.

La calle de Holanda fue importante para mí porque

allí vivimos más tiempo que en ningún otro sitio y

porque, siendo ya más mayorcito, disfrutaba más de la

A orillas de Tánger

114

calle y de mis amigos. Contrariamente a los tiempos

actuales, en aquella época los niños vivíamos mucho en

la calle. En ella jugábamos, pasábamos nuestro tiempo

libre –que era mucho porque no existía la tele-,

merendábamos, veraneábamos, hacíamos deporte,

aprendíamos a defendernos y a hacernos mayores… Sin

ninguna duda, las calles de antes eran mucho más inter-

activas que las de hoy.

Nuestra calle era sobre todo el profundo y tortuoso

callejón Venezuela vecino, verdadero laberinto formado

por una multitud de patios y de callejuelas, donde vivía

la mayoría de mis amigos. El callejón Venezuela fue el

escenario de mis juegos y de mis trifulcas. Mis primeras

–y únicas- peleas callejeras, ya fuesen individuales o

colectivas contra bandas rivales, tuvieron por escenario

el callejón y sus aledaños. Cerca de allí, del otro lado del

mercado nuevo, estaba el campo del pozo, enorme plató

donde reconstruíamos los escenarios de las películas que

veíamos y donde organizábamos batallas de barro

cuando llovía.

Recuerdo que en una ocasión, a los niños del barrio

del callejón Venezuela nos dio por hacer rifas. Se trataba

de coger un cajón de madera relativamente alto y

clavarle, en la parte de arriba, unas puntillas formando

un círculo. En el centro clavábamos una flecha de cartón

que el cliente hacía girar tras pagar la tarifa vigente. Al

pararse, la flecha indicaba uno de los números que

habíamos escrito entre los clavos del círculo y ese

número representaba un premio previamente numerado.

Los premios eran cromos, tebeos viejos, caramelos e

incluso cucharadas de harina tostada con azúcar que

llevábamos en un plato hondo. El negocio era tan sencillo

A orillas de Tánger

115

y rentable que murió de éxito: todos los niños del barrio

montamos nuestra propia rifa y solo los que teníamos

hermana vendíamos algo (a nuestras propias hermanas,

claro). Finalmente, tuvimos que abandonar la idea y

dedicarnos a nuestras humildes y habituales actividades

sin lucro.

Poco después de instalarnos en esta casa, mi

madre, en su constante afán de buscar la forma de

obtener algún ingreso suplementario, consiguió que el

señor Cocostegüe le cediese la explotación de la librería-

papelería, no sé si como empleada o como socia. Fuese

lo que fuere, mi madre se tomaba tanto empeño como si

la librería fuese suya. Hasta iba a España para traer

artículos que luego vendía en la tienda.

Se lo montó muy bien: además de las novelas,

cromos, cuadernos y lápices del señor Cocostegüe –¡me

encantaba el olor del papel nuevo de los cuadernos y de

los cuentos!- también puso a la venta artículos de regalo,

adornos e incluso juguetes que traía de España. A veces,

traía figuras religiosas tales como crucifijos, niños Jesús

y vírgenes María de barro. No lo hacía tanto por

devoción, que en mi casa se devotaba poco, como por

sentido del negocio. En nuestro barrio, en efecto, no

había iglesia –por lo general, en Tánger había pocas

iglesias-, y mi madre debió pensar que nuestros vecinos

probablemente necesitaban figuras e imágenes de culto

para poder orar en el recogimiento de sus hogares. El

tiempo le dio la razón porque vendía todas las figuras

religiosas que traía: ¡en casa solo recaló un crucifijo!

Mi hermana Mariluz y yo nos lo pasábamos muy

bien en la papelería del señor Cocostegüe. Casi tan bien

como en la biblioteca americana a donde, algunos

A orillas de Tánger

116

sábados, mi hermano Juan nos llevaba a Mariluz y a mí

cuando iba a hacer alguna consulta o a llevarse algún

libro prestado. Lo que más me sorprendió la primera vez

que fui a esa biblioteca, fue la gran cantidad de libros

que había por todas partes. Nunca había visto tantos. En

la planta alta de la biblioteca había una sección para

niños. Allí, sobre el suelo recubierto por una silenciosa

moqueta azul, nos sentábamos Mariluz y yo, junto a

otros niños, a hojear tantos libros como quisiéramos. Los

libros para niños eran de todo tipo: cuentos con grandes

dibujos a todo color, libros de animales con muchas

fotos, libros de vaqueros, diccionarios, etc., etc. Todos

nuevos. Aún recuerdo el olor que se desprendía de ellos

cuando los abrías. Era un olor intenso y agradable, casi

perfumado. Sorprendentemente, es el mismo olor de los

libros nuevos de hoy en día. Era increíble poder disponer

de todos esos libros sin que nadie nos pidiera nada. El

amigo americano sembraba con mucha vista…

En el verano de 1980, volví por primera vez a la

calle de Holanda con Sandra, mi mujer. Fue muy

emocionante. Estuvimos alojados en el legendario

edificio Venezuela, en casa de nuestro buen amigo

Joaquín Fernández, recién jubilado, y de su mujer, Adela,

procedentes de Casablanca. Desde nuestra habitación

podíamos ver la casa donde estuve viviendo de niño,

veintidós años atrás. Veinticinco años después de esa

primera visita, el 12 de enero de 2005, volví allí por

segunda vez. Incluso estuve charlando con Mohamed

Morabit, uno de los hijos del dueño de la casa.

A orillas de Tánger

117

Un día, mi padre nos anunció que íbamos a dejar la

casa de los Suanis para ir a otra en mejores condiciones

y en una calle más céntrica.

En dos días ya estábamos instalados en la nueva

casa. Estaba al fondo de un patio alargado, al final de

una larga y estrecha calle que se llamaba el Callejón

Venezuela. La vivienda tenía dos habitaciones muy

pequeñas y una cocina diminuta. Por suerte para mí, la

fuente del agua estaba cerca de la entrada del patio. El

retrete, común para todos los vecinos, estaba al fondo

del patio y a menudo era motivo de discusión. La

mayoría de los vecinos del patio eran cristianos. Había

muy pocos musulmanes como nosotros.

Justo frente al patio había un bakalito. Aunque la

tienda era minúscula, en el bakalito había de todo: desde

pan hasta petróleo, hierbabuena, jabón, harina y carbón.

El bakalito parecía un buen hombre. Era muy mayor y

llevaba bonete y barba blanca de hombre santo. Cuando

pasaba delante de su tienda, a menudo le veía rezar,

arrodillado en el suelo, sobre una esterilla, detrás del

mostrador. Nunca le vi sonreír. A veces le veía en la

A orillas de Tánger

118

calle, delante de su bakal, en cuclillas, lavándose la cara,

la nariz, las orejas y los pies con agua de una cafetera,

salpicando a todo el que pasara por su lado.

- Antes de rezar, se tiene que lavar –me dijo mi

madre.

Said y Larbi, a las pocas horas de llegar a esta

nueva casa, ya conocían todos los rincones del barrio,

sabían donde estaban las tiendas de los bakalitos y

cuántos patios había en el callejón Venezuela. También

sabían que la calle principal en la que nacía el callejón se

llamaba la calle de Holanda. Según ellos, el enorme y

moderno edificio que vimos frente a la entrada del

callejón, del otro lado de la calle de Holanda, también se

llamaba Venezuela.

Gracias a una idea de mi padre, al principio de

estar en esa casa las cosas empezaron a irnos mejor. Se

trató de comprar algunas botellas de bebidas

refrescantes al bakalito que estaba frente a nuestro

patio. Junto con mis hermanos mayores, mi padre se

encargaría de venderlas, un poco más caras, por la playa

y por los mercados. La idea resultó buena porque nos

permitió conseguir algo de dinero. Con ese dinero, mi

madre compraba comida en el bakalito.

Animada por el éxito de las bebidas, mi madre le

comentó un día a mi padre:

- Hamidu, ¿qué te parece si preparo una gran

palangana de cuscús con verduras para que intentes

venderlo por ahí en tazones?

A mi padre le pareció bien y así lo hicieron. Con la

palangana de cuscús instalada en el carrito de mis

hermanos, mi padre se dirigió a unas fábricas que

conocía por haber ido allí a pedir trabajo. Por la tarde,

A orillas de Tánger

119

vino muy contento, con la palangana vacía y el bolsillo

lleno de monedas. A partir de ese día, volvió a hacer lo

mismo todos los días consiguiendo siempre vender todo

el cuscús. Incluso se construyó otro carrito más

apropiado para poder mantener el cuscús caliente. Mis

hermanos mayores le acompañaban vendiendo bebidas

con el otro carrito.

Eso duró varios meses. Hacía tiempo que no veía a

mi madre tan feliz. A veces, ¡hasta bromeaba con

nosotros!

Desgraciadamente, aquello acabó. Estábamos

malditos: un día de lluvia, bajando por el callejón

Venezuela con el carrito de cuscús, mi padre resbaló

sobre los adoquines y, en un esfuerzo para intentar que

el carrito no rodara calle abajo, hizo un mal gesto y se

rompió el pie. Mis hermanos mayores vinieron corriendo

a casa a avisar a mi madre.

El taxi que llevó a mi padre al hospital se llevó

parte de los dineros que habíamos conseguido ahorrar.

Después de que le curaran, para poder moverse, mi

padre tenía que apoyarse sobre un palo que le buscó

Said. Cuando le quitaron la escayola tuvo que seguir

usando el palo porque el pie le seguía doliendo mucho.

En casa ya solo vivíamos con las bebidas que

vendían mis hermanos mayores y de los pocos ahorros

que mi madre pudo ir haciendo. Siempre decía que si

entraban cuatro, solo debían salir tres. Tardé años en

comprender lo que quería decir.

Cuando, por fin, mi madre consiguió comprar

cuscús para que Larbi y Said fuesen a venderlo como

hacía antes mi padre, nos llevamos un gran disgusto: en

el lugar se habían instalado otros hombres con carros de

A orillas de Tánger

120

cuscús y echaron a mis hermanos de allí a empujones.

Desde ese día, Larbi y Said salían a la calle a “ganarse la

vida” como cuando vivíamos en la M’Sallah. Mi madre se

disgustaba con ellos porque ya no querían salir a vender

botellas. También se enfadaba mucho con mi padre

diciéndole que nosotros, los hijos, estábamos pasando

hambre.

- ¡Si nos hubiésemos quedado en Chauen los niños

no estarían pasando por esto! –le decía verdaderamente

irritada.

En realidad, desde que llegamos a esta ciudad, casi

siempre pasamos hambre. Pero ahora, el hambre duraba

más que nunca. Era constante. En el vientre, yo sentía

día y noche ese dolor que produce el vacío y que ni el

agua, por más que bebiese, ahogaba. Mis hermanos

pequeños lloraban y yo solo pensaba en comida. Mi

madre, de vernos, también lloraba. Mi padre, con la voz

rota, repetía día tras día que todo se iba a arreglar.

Mientras tanto, mi madre pedía a mis hermanos mayores

que trajeran algo de comer a casa. Aunque Larbi y Said

siempre traían algo, en realidad era insuficiente para

todos nosotros. Algunos días, nuestros padres solo

comían un pedazo de pan duro. A veces, mi madre salía

sola a la calle y volvía al cabo de varias horas con algo

de comida. Mi hermano mayor, Larbi, me dijo que un día

la vio por la calle pidiendo dinero a la gente y buscando

en la basura de los mercados.

Poco a poco, el pie de mi padre fue mejorando y

empezamos a tener la esperanza de que en poco tiempo

pudiera conseguir dinero para comida.

A orillas de Tánger

121

Doña Rafaela

La tienda de comestibles de Doña Rafaela estaba en

la esquina de la calle de Holanda con el callejón

Venezuela. En la parte trasera de la tienda vivían Doña

Rafaela y su madre, en el primer patio del callejón de

Venezuela. En ese mismo patio también vivía mi amigo

el “Patata”.

Doña Rafaela era muy gruesa y casi siempre estaba

sentada, rodeada de casi todo lo que pudieras pedirle,

para no tener que levantarse. Cuando caminaba,

arrastraba los pies, a pasitos cortos, inclinándose

ligeramente hacia delante. Para dar solo unos pasos

debía hacer un gran esfuerzo. Recuerdo sus ojos

profundos rodeados de grandes ojeras negras, como de

no dormir nunca. Y un rictus permanente de amargura y

desazón en la comisura de los labios. Era evidente que ni

gozaba de buena salud ni era feliz.

Doña Rafaela iba siempre vestida de negro: luto

implacable por la desaparición quizá de su padre o

penitencia severa por el vacío que la vida le había

reservado. Doña Rafaela era de esas mujeres que

parecen venir al mundo solo para sufrir, sin un mal

respingo que les tonifique la vida aunque solo sea por un

instante. Parecía que Doña Rafaela nunca tuvo un solo

motivo de alegría o de felicidad en su vida. En cierto

modo, era una mártir. Anónima, además. A mi madre,

que la apreciaba mucho, le apenaba ver la vida solitaria

y triste que llevaba. Decía que era una buena mujer y

que no se merecía eso.

Por un inexplicable mimetismo, la tienda de Doña

Rafaela reflejaba el estado de ánimo de su dueña:

A orillas de Tánger

122

siempre estaba oscura. De la oscuridad emergía el olor a

aceite rancio y, sobre todo, el olor a petróleo -porque

Doña Rafaela, como no podía ser menos, también vendía

petróleo. No se podía decir que el establecimiento

rebosase limpieza y esmero. Por eso, allí solo

comprábamos según qué cosas. Al menos, a diferencia

de los “bakalitos” –propietarios de las típicas tiendecitas

morunas de alimentación de mismo nombre-, Doña

Rafaela no se sacaba pelotillas de entre los dedos de los

pies entre cliente y cliente…

Como en los bakalitos, salvo especias, en la tienda

de Doña Rafaela había de todo. Mi madre me mandaba

allí a menudo a buscar todo tipo de cosas.

- Víctor, coge la botella de aceite y, con mucho

cuidadito, baja en “cá” Doña Rafaela a que te dé cuarto y

mitad. ¡Y dile que escurra bien la medida! ¡Y que lo

apunte! –me gritaba cuando yo ya bajaba por las

escaleras.

- ¡Y no corras! -me increpaba por la ventana,

cuando ya casi estaba en la tienda.

Comprar aceite era lo que menos me gustaba. Por

un lado, porque siempre salía pringado y, por otro lado

porque tardaba una eternidad. Sin moverse de su silla,

Doña Rafaela accionaba varias veces la palanca de la

bomba hasta llenar el medidor de cristal que se

encontraba en la parte superior del enorme bidón de

aceite. Luego vaciaba el contenido del medidor en un

cacharro de hojalata mugriento y pegajoso. Finalmente

cogía un embudo tan mugriento y pegajoso como el

cacharro y echaba el aceite en mi botella. Cumpliendo

fielmente con el ritual, la buena de Doña Rafaela no daba

por terminada la operación hasta que ya no caía ni una

A orillas de Tánger

123

sola gota de aceite. ¡Cómo para decirle, además, que lo

escurriese bien!

Uno de los servicios que prestaba Doña Rafaela era

la financiación de las compras de casi todo el barrio.

Todo el mundo tenía cuenta en su tienda. Incluidos

nosotros. Cuando comprabas algo y le pedías que lo

“apuntara”, sacaba una libreta de tapas negras que

siempre tenía a mano, se mojaba un par de dedos con la

lengua y empezaba a pasar hojas. Hasta que daba con la

tuya. Anotaba una cantidad con su lápiz de color amarillo

y gomita de borrar de color naranja y luego, en un trozo

de papel de estraza gris, siempre manchado de aceite,

copiaba la misma cantidad. Los números que hacía eran

grandes y torpes, pero claros e inconfundibles. Cuando

en casa ya teníamos unos cuantos papeles llenos de

números y de aceite iba mi madre a la tienda y, después

de minuciosos punteos, laboriosas e interminables sumas

y rotundos tachones en la libreta de tapas negras, Doña

Rafaela sentenciaba la cantidad adeudada que mi madre,

si coincidía con los números hechos en casa, pagaba

dando las gracias.

Cuando dejamos la casa de la calle de Holanda para

mudarnos a la calle de Oxford perdí de vista a Doña

Rafaela. De vez en cuando, ya en esta otra casa, mi

madre iba a verla a ella y a su madre.

A orillas de Tánger

124

Oremos

En casa nunca fuimos muy beatos. Las prácticas

religiosas de mi madre y de mi abuela, en efecto, nunca

fueron más allá de encender un par de mariposas o

candelillas.

Aunque no recuerdo que fuésemos jamás a la

iglesia, pudo haber una excepción porque Mariluz, con el

debido boato, celebró su primera comunión, blanco

vestido largo, velo y rosario incluidos, pero sin fiesta ni

estilográfica. Tengo que recordar que Mariluz iba a la

escuela española donde los alumnos españoles, para

demostrar su pertenencia a la Iglesia Católica Apostólica

y Romana, eran amablemente obligados a celebrar la

comunión.

De esa escuela española a la que yo sólo acudí

unos días, me impresionó la representación que de Dios

aparecía en los libros: un ojo dentro de un gran triángulo

del que emanaban unos rayos de luz. El triángulo,

posado sobre una nube, estaba por todas partes: el ojo

lo veía todo. Hicieras lo que hicieras, nada se le

escapaba. Sobre todo lo malo. Aunque solo conviví unos

días con él, el ojo me causó una impresión que me duró

varios años durante los cuales nunca dejó de vigilarme.

La Iglesia española, muy eficiente, me catequizó con

muy poco.

Las manifestaciones religiosas de mi abuela y de mi

madre se limitaban a meras evocaciones espontáneas a

Dios, a la Virgen o a Jesús, principalmente expresadas

por medio de suspiros, socorrido bálsamo del desamparo

de aquella época. Era curioso ver cómo solo las mujeres

suspiraban. Los hombres, de la misma manera que

A orillas de Tánger

125

nunca cantaban, tampoco suspiraban y, al no airearlas,

sus creencias religiosas, si las tenían, quedaban

ahogadas en la más estricta discreción. En casa, los

suspiros se limitaban a los del tipo “¡Ay!, Dios” y “¡Ay!,

Señor”. A veces también podía oírse algún “¡Ay!,

Virgencita mía”. Al contrario que en algunas otras

familias, en la nuestra jamás se suspiró un “¡Ay! Virgen

del amor hermoso” o un “¡Ay! Virgen del dolor eterno”

que más que suspiros parecían desgarros. Como

máximo, en alguna ocasión, para expresar gran sorpresa

o desacuerdo con alguna situación, se llegó a usar algún

“¡Por los clavos de Cristo!”. Pero nada más.

Curiosamente, mi humilde y discreta persona provocaba

a veces verdaderos arranques de fervor religioso: “¡Por

los clavos de Cristo, niño! ¡Vienes hecho un Eccehomo!

¡Adán, que estás hecho un Adán!”, exclamaban mi ma-

dre y mi abuela cuando me veían entrar en casa, despe-

llejado, sangrante y algo desaliñado a causa de alguna

de mis numerosas aventuras urbanas.

Pero que nadie piense que nuestra familia era

totalmente pagana, impía y descreída: durante algún

tiempo llegamos a albergar en casa un crucifijo de pared

con una figura de Cristo en bronce y de la que durante

años me pregunté por qué, si se llamaba Jesús o a lo

sumo Cristo, le pusieron una etiqueta con el nombre de

INRI. Además, por Navidad, como cualquier otra familia

española que se preciara, todos los años montábamos

nuestro Belén, eso sí, sencillo y humilde.

Sin lugar a dudas, por aquel entonces nuestras

creencias eran las justitas, ponderadas y comedidas, casi

animistas, adecuadas a nuestra vida discreta y sencilla.

A orillas de Tánger

126

En Tánger, nuestros meses sagrados de Ramadán

eran extraños y tristes.

- Los pobres no necesitan practicar el ayuno de sol

a sol en el mes de Ramadán porque ya lo practican

durante toda su vida -decía mi padre. ¡El Ramadán

debería ser obligatorio sobre todo para los ricos, para

que así sepan durante unas horas lo que los pobres

padecen durante todo el año! –añadía.

Mi madre se asustaba mucho cuando mi padre

hablaba así.

- Hamidu, por favor, baja la voz que los vecinos te

pueden oír –le imploraba.

- ¿Y qué? –contestaba mi padre- ¡Solo digo lo que

todos deberían pensar!

A mi me parecía que los musulmanes que vivían

alrededor de nosotros comían más en Ramadán que

durante el resto del año. Las mujeres se pasaban el día

cocinando y luego los hombres se pasaban toda la noche

comiendo y jugando a las cartas. Lo que más echaba yo

de menos en Tánger era la chuparquía, esas deliciosas

pastas fritas bañadas en miel que mi madre, junto con la

A orillas de Tánger

127

suya y sus hermanas, hacía en nuestra casita de

Chauen.

En Tánger, una de las cosas que más me hacían

sufrir durante el mes de Ramadán era el irresistible olor

de la jarira del vecindario que, por las tardes, entraba

por nuestra ventana. Para nosotros, que apenas

teníamos comida, percibir ese olor era un verdadero

suplicio.

Un día de ese mes de Ramadán, mi madre me pidió

que le acompañara hasta el bakalito que estaba justo

frente al patio donde vivíamos. Era el mismo bakalito, el

hombre santo, al que mi padre le compraba antes las

bebidas y mi madre toda la comida.

Delante de nosotras había una mujer cristiana que

pidió varias cosas. Cuando todo estuvo encima del

mostrador, la mujer lo metió en su cesta, le dijo al

bakalito que lo apuntara y se marchó sin pagar. En un

papel, el bakalito escribió algo. En esos momentos

ocurrió algo que me marcó para el resto de mi vida:

mientras el hombre había estado despachando a la

mujer, me sorprendió ver que, desde un rincón de la

tienda, en la oscuridad, unos ojos abiertos de par en par

me estaban observando. Con un frío que me atravesó la

espalda pude ver que era un niño pequeño, de la edad

de mi hermanito Brahím. Estaba sentado en el suelo,

entre un saco de patatas y otro de harina. Su mirada,

triste y angustiada, alarmante y ansiosa, parecía

pedirme ayuda a gritos. Como pude, le hice una señal a

mi madre. Ella, al oído, me dijo que ya lo había visto.

La voz mansa del hombre santo preguntándole a mi

madre que qué quería envolvió mis sentidos y me sacó

de mis pensamientos recorriéndome la espalda de arriba

A orillas de Tánger

128

abajo y poniéndome la carne de gallina. Entonces, mi

madre le pidió en voz baja si podía darle un pan para los

niños que le pagaría en unos días. Al hombre santo se le

cambió la cara.

- ¿Qué? –contestó con voz chirriante- ¡Fuera de

aquí! ¡Yo no soy tu padre para fiarte! ¡Ya conozco yo a la

gente como tú! ¡Se os da la mano y arrancáis el brazo!

¡Largo! –gritó apuntando con su dedo tembloroso hacia

nuestro callejón- ¡Si no tenéis dinero no comáis!

Entrábamos mi madre y yo apresuradamente por

nuestro callejón y todavía oíamos los gritos humillantes

del viejo con cara de santo. Mi padre, cuando mi madre

se lo contó, dijo irritado que a los sussis nunca les

gustaron los rifeños como nosotros.

Después del disgusto, le conté a mi padre lo del

niño asustado. Mi padre me explicó entonces que el niño

pertenecía probablemente a una familia pobre del pueblo

del bakalito, en el Souss, allá en el sur, y que habría sido

enviado como ayudante. También me explicó que, en

realidad, el niño, a cambio de un plato de comida, era el

esclavo del bakalito y que eso solía durar varios años.

Según mi padre, era esa una costumbre muy extendida

entre los bakalitos. Durante años no pude quitarme de la

cabeza los ojos de aquel niño que nunca más volví a ver.

Unos días después les pedí a mis padres que me juraran

que nunca enviarían a Brahím a un bakalito. Ellos,

sonriendo, me aseguraron que eso no ocurriría nunca.

De todas formas, por si acaso, me juré a mi misma que

yo nunca lo permitiría.

Una tarde, durante ese mismo mes de Ramadán,

mis hermanos Larbi y Said trajeron a casa una pesada y

sucia caja de cartón en la que, muy cuidadosamente,

A orillas de Tánger

129

transportaban algo. Metieron la caja en casa y,

sigilosamente, con una gran sonrisa en los labios,

cerraron la puerta de la calle. Antes de que, con mucho

misterio la abrieran, me vino a la nariz un olor ya casi

familiar. ¡Cuando abrieron la tapa de la caja pudimos ver

una gran olla humeante llena de jarira! Mi madre, con un

grito ahogado, muy enfadada, les preguntó que de dónde

la habían sacado. La cara de mis dos hermanos pasó de

la alegría a la más amarga de las tristezas. Mi madre les

pidió que fueran inmediatamente a dejarla adonde la

habían cogido. En ese momento llegó mi padre. Entró

por la puerta comentando cómo más abajo, en el callejón

Venezuela, se estaba armando una gran discusión entre

varias vecinas. De pronto, quizá al ver nuestras caras o

quizá al percibir el olor de la sopa, se calló, miró dentro

de la caja y, sin pensárselo dos veces, en silencio, les

soltó a cada uno de mis hermanos mayores un manotazo

en la cabeza.

- ¡Infelices! ¿Qué habéis hecho?

Mi madre, rápidamente, le dijo que Larbi y Said ya

iban a ir a devolver la olla.

- Si quieres que tus hijos sigan con vida será mejor

que no se muevan de aquí – dijo en voz baja- abajo, en

la calle, -continuó- las mujeres están buscando a los que

les han robado la olla y cuando los encuentren los van a

moler a palos.

Luego, en voz muy baja, con rabia contenida, les

explicó a mis hermanos a quién se le podía robar y a

quién no.

En castigo, mi padre les prohibió a Larbi y a Said

que probaran la sopa que ellos mismos habían traído.

Solo permitió que la tomáramos mis hermanos pequeños

A orillas de Tánger

130

y yo. Después de estar todo el día sin comer a causa del

Ramadán, mi padre no comió nada en toda la noche.

Solo bebió agua. Estuvo así hasta la noche del día

siguiente en que tomó té con pan y aceitunas. Mi madre

tampoco quiso probar la jarira que trajeron mis

hermanos. Nunca entendí bien aquella situación, al fin y

al cabo, la jarira ya estaba en casa. En un descuido de

mi padre, mi madre les dio sopa a Larbi y a Said.

Siempre tuve la convicción de que mi padre se dio

cuenta pero hizo la vista gorda.

Pocos días después, mi padre encontró un trabajo

de guardián en un enorme puesto de melones, al

exterior del Mercado Nuevo, muy cerca del callejón

Venezuela. Por lo visto, los melones pertenecían a

Magani, un rico comerciante de la zona que tenía una

gran ferretería.

Por las mañanas, mi madre se pasaba por el puesto

y mi padre, discretamente, le daba un par de melones. A

mis hermanos pequeños y a mí, el melón nos permitía

esperar más fácilmente la llegada de nuestros hermanos

Larbi y Said que, por las tardes, pese al lío que se formó

el día de la jarira, seguían trayendo algo para comer.

Unos días después, cuando mi padre cobró su primera

semana, mi madre compró comida. La compró en la

tienda de una cristiana que había en la calle Holanda,

justo a la salida del callejón Venezuela. Nunca más

volvimos a comprar en el bakalito que teníamos

enfrente. Yo, cada vez que pasaba delante del bakal, sin

que nadie me viera, escupía en el suelo donde el hombre

santo solía ponerse para lavarse antes de rezar. Lo hacía

por el pobre niño esclavo que había dentro y cuyos ojos

nunca podría ya olvidar.

A orillas de Tánger

131

La murallita

Cuando vivíamos en la calle de Holanda, al

atardecer de los sábados de verano, soliamos ir a la

“murallita”, especie de banco de piedra probablemente

restos de una muralla, que corría a los largo de un trozo

de la acera del Bulevar Pasteur.

Nuestra madre nos lavaba, nos acicalaba y nos

perfumaba. Así, oliendo bien, vestidos de limpio y con

zapatitos de charol, mi hermana Mariluz y yo, agarrados

de la mano de nuestra madre, emprendíamos un largo

paseo hasta el Bulevar, en pleno centro de Tánger.

Una vez allí, equipados con una bolsa de

altramuces y otra de pipas, nos dirigíamos a la murallita

donde intentábamos hacernos un sitio para sentarnos.

Junto a varias docenas de tangerinos, la mayoría

españoles, en la murallita nos entregábamos a la más

barata de las distracciones posibles: ver pasear al resto -

o casi- de la población tangerina. Y es que el bullicioso

paseo por el bulevar estaba institucionalizado: formaba

parte de la vida social del tangerino medio de… a pie. Era

como una romería semanal, una liturgia de las tardes-

noche de los viernes y de los sábados, una verdadera

celebración festiva y lúdica (gratuita, ¡además!) de los

chicos y las chicas -españoles en su gran mayoría- de la

ciudad.

El paseo era relativamente corto: desde el

Consulado de Francia hasta el Hotel Rembrandt,

dibujando un circuito cerrado

que ocupaba las dos aceras, pasando delante de la

murallita y de los almacenes Kent –que tenían caramelos

duros de color blanco

A orillas de Tánger

132

y rosa, en forma de barra y en el interior de los cuales,

los cortaras por donde los cortaras, siempre aparecía la

letra K de Kent.

El número de vueltas del paseo no estaba limitado.

Podían ser diez, veinte, cincuenta… Las piernas de los

tangerinos, acostumbradas a subir cuestas y a hacer

deporte en la fina arena de su playa, tenían una

musculatura y una preparación muy especiales.

El paseo por el Bulevar solo tenía dos reglas. La

primera, cívica, era no detenerse. La gente solo lo hacía

excepcionalmente, por ejemplo para comentar algo

importante con un amigo que se encontrara de frente.

Entonces, los dos amigos, cada uno con su grupo, debían

salirse del recorrido. La segunda regla, de elección

personal, era no pasear nunca solo. Había que ir por lo

menos con un amigo. No encontrar a nadie para pasear

una tarde por el Bulevar podía significar hundirse en la

miseria más negra y en la desesperación más profunda.

Para no correr ese riesgo, en un mundo aún sin teléfono

móvil, el paseo por el bulevar se preparaba desde el día

anterior, sin dejar lugar a la improvisación ni al azar.

Por eso, como había tiempo, al Bulevar se llegaba

siempre bien aseado y vestido con las mejores ropas.

Los chicos, incluso, hasta lucían corbata.

Como es natural, los grupos de paseantes se

organizaban espontáneamente en dos chorros

cuantitativamente bien equilibrados: el chorro de ida y el

chorro de vuelta. De vez en cuando, algunos grupos

cambiaban de chorro para también cambiar las caras de

los que se encontraban de frente…

Como casi todos se conocían, se pasaban la noche

saludándose los unos a los otros:

A orillas de Tánger

133

- ¡Hasta luego! – decían unos, una y otra vez, con

gran sentido de la realidad.

- ¡Hasta luego! – contestaban los otros, una y otra

vez también, con no menos realismo.

Claro que, con una educación tan exquisita, pocas

oportunidades podían tener los grupos de terminar

cualquier conversación. Aunque eso no era importante.

Según mi hermana Mariluz -que pese a su corta edad ya

era muy avispada- los chicos y las chicas iban al bulevar

a buscar novia o novio.

Fuese lo que fuese, a la vista de la cara de felicidad

que tenía toda esa gente joven, los paseos debían ser

muy agradables. Además, disfrutaban del panorama del

puerto y del estrecho de Gibraltar donde, ya al

atardecer, podía verse las luces festivas de los barcos

que iban o venían de la Península.

Con orgullo y alegría, a veces veíamos pasar a mi

hermano Juan en compañía de sus amigos Luis Serrano,

Ricardo Guerrero y Antonio (Ángel) Vázquez, el escritor.

Mi hermano y sus amigos venían probablemente de

tomar un té moruno en alguna terraza de la Alcazaba.

Sus placeres, como los de la gran mayoría, eran sobrios,

discretos y baratos.

De vez en cuando pasaba un ocurrente e

imaginativo vendedor ambulante de pasteles:

- ¡Vendo los zampabollos, los mírame-y-no-me-

toques, los suspiros de España! ¿Oigan, es que no me

han? ¿Es que no me han oído, oigan?

A orillas de Tánger

134

Al cabo de un par de horas, con un poco de sueño

pero renegando por no querer marcharnos, cuando ya no

nos quedaba ni pipas ni altramuces, volvíamos a casa,

sedientos pero felices de haber asistido al animado paseo

nocturno del sábado-noche tangerino, ¡único en el

mundo!

A orillas de Tánger

135

Una mañana, bien temprano, nuestro padre nos

dijo que nos llevaba a dar un paseo por la medina. Mi

madre nos arregló lo mejor que pudo y, con una botella

llena de agua, una torta de pan y un melón en la cesta,

salimos por el callejón Venezuela para dirigirnos, calle de

Holanda arriba, hacia lo que mi padre explicó que fue el

primer barrio de Tánger.

Después de atravesar la ciudad cristiana que, a la

vez que nos encantó nos abrumaba a causa de los

coches, de los autobuses y del viento, al final de una

larga bajada llena de tiendas maravillosas llegamos al

Zoco Fuera. Era una plaza enorme, con un incesante

movimiento de carros tirados por burros y de gente que

corría por todas partes. El incesante tumulto era

ensordecedor: bocinas roncas y escandalosas de coches

abriéndose paso entre la multitud, voces impacientes de

los conductores de los carros atascados entre la gente y

gritando “¡Balek! ¡Balek!” para que se apartaran,

rebuznos de burros asustados, llamadas desesperadas de

los vendedores ambulantes… El movimiento también era

enloquecedor: la gente se empujaba, tropezaban los

A orillas de Tánger

136

unos con los otros, se esquivaban, saltaban, corrían,

gritaban, protestaban, se insultaban…

Mi madre, con Fatima de la mano, cuando vio todo

aquello echó un paso atrás y se detuvo. Yo, que estaba

agarrada a su chilaba, hice lo mismo. Mi padre, que se

encontraba delante con Said, Larbi y Brahím, volvió

hacia nosotros.

- Mirad, ¿Veis ese edificio? ¿Veis el cartel con letras

rojas? Eso es un cine y se ve desde todas partes. Si

alguno se pierde tiene que ir ahí, que yo ya vendré a

buscarlo –nos dijo mientras todos mirábamos

esperanzados el cine. Luego, riéndose, nos animó para

que le siguiéramos.

Cómo pudimos, atravesamos la gran plaza: mi

madre con Fatima, detrás de mi padre y de los niños, yo

pegada a ella. Así, a codazos y empujones, esquivando

coches, carros y burros logramos llegar al otro lado de la

plaza donde pudimos respirar un poco. De ahí salían

varias callejuelas sombrías, tan palpitantes y alborotadas

como la gran plaza o más. Aunque asustada y aturdida,

me sentía feliz por formar parte del bullicio. Era una

verdadera fiesta. Desde allí intenté ver el cartel rojo del

cine, allá lejos, del otro lado de la plaza. Conseguí verlo

y eso me tranquilizó.

En un recodo de la calle mi padre se acercó a un

hombre que estaba sentado en un rincón, sobre una

esterilla, delante de una caja de madera donde tenía

unas hojas de papel. Después de hablar con él, mi padre

se sentó a su lado, en el suelo.

- Ese hombre es un escribano –nos explicó nuestra

madre. Escribe cartas para la gente y va a escribir una

para vuestros abuelos.

A orillas de Tánger

137

Mis hermanos mayores y yo, entusiasmados, nos

sentamos junto a nuestro padre, apretándonos contra él,

dispuestos a no perdernos ni un detalle. Mi madre, con

los pequeños, se quedó de pie al lado de mi padre. El

escribano era joven y muy delgado. Sobre su enorme

nariz, se sostenían unas gafas rotas, remendadas en el

centro con hilo y algodón y que tenían muy intrigado a

Larbi. Sus ojos, diminutos como los de un ratón,

parecían asustados. De su mentón salía una barbita

negra puntiaguda que se estremecía cada vez que abría

la boca para, en un murmullo, preguntarle algo a mi

padre. De vez en cuando, en la punta de su nariz

aparecía una gota que rápidamente enjugaba con un

trapo blanco. Su ropa, limpia e impecable, era toda de

color blanco, como su gorrito, y estaba adornada con

arabescos de color miel. Sus pies, envueltos en

calcetines blancos también, estaban engullidos en

babuchas amarillas. Mientras mi padre le hablaba,

contándole nuestras cosas, él, lentamente, escribía sobre

una de las hojas. Los dibujos de su escritura, que

empezaba a la derecha de la hoja, eran

extraordinariamente bonitos. De vez en cuando, con

gesto cuidadoso y lento, metía la plumilla de metal

dentro de un tarrito lleno de tinta azul. La carta estaba

quedando preciosa. ¡Cuánto me hubiese gustado saber

escribir así! En mi familia, nadie sabía leer ni escribir y

ese día decidí que cuando fuese mayor aprendería a

escribir para enseñarles a mi madre y a mis hermanos.

Por fin, cuando ya se llenó toda la hoja, el hombre

sabio sacó de la caja de madera un instrumento medio

redondo que pasó sobre las letras. Luego, dobló la carta

y la metió cuidadosamente en un sobre al que pegó una

A orillas de Tánger

138

estampa después de escribir en cristiano el nombre de

mi abuelo. Mi padre le dio al hombre un par de monedas

y guardó la carta en uno de los bolsillos de su chaqueta.

Debíamos dejarla en un edificio que se encontraba calle

abajo. Desde allí saldría para Chauen.

- Llegará en una o dos semanas -le dijo el

escribano a mi padre con vocecita de niño asustado.

Mi madre estaba muy contenta.

En aquella calle había muchas tiendas. Algunas de

comida, otras de zapatos y muchas de ropa. Pero a mi

madre y a mí nos era imposible detenernos para admirar

los artículos expuestos en la entrada de las tiendas: la

multitud nos arrastraba sin ningún miramiento. Si

conseguía pararme para mirar algo, mi madre, ya lejos,

me gritaba desesperadamente para que corriera hacia

ella y no me perdiera entre el gentío.

En un momento dado, más abajo, mi madre ya no

veía a mi padre. Para tranquilizarla le dije que nos

quedaba el cine. Me miró con ojos angustiados, como si

confiara poco en esa solución.

Al cabo de un rato los encontramos bastante más

abajo, los cuatro pegados a la vitrina de una pastelería

que estaba ligeramente apartada del chorro de gente.

Estaban mirando una infinita variedad de dulces y de

pasteles imposibles de imaginar. Riéndonos, mi madre y

yo nos unimos al espectáculo. Había dulces de todos los

colores y de todas las formas. Cuando alguno de

nosotros descubría alguno que le parecía extraordinario

se lo enseñaba a los demás.

- ¡Mira, mira ese! ¡Ese lo quiero para mí! –

gritábamos uno tras otro.

Pero, los más bonitos estaban justo delante de

A orillas de Tánger

139

nosotros: unas gallinitas blancas todas iguales, con una

crestita roja en la cabeza. Las gallinitas no tenían ojos

pero nos miraban como suplicándonos que nos las

lleváramos. Hubiésemos dado cualquier cosa por probar

una de esas gallinitas. Además de bonitas, parecían

riquísimas.

- Están hechas con clara de huevo y con azúcar –

dijo mi padre.

A mí, que fuese tan sencillo hacer esas gallinitas

me parecía imposible.

Solo por ver esa vitrina y esas gallinitas valió la

pena el largo y penoso viaje. Aunque no pude ver de

cerca ni tocar la enorme cantidad de vestidos

multicolores y de zapatos que había en las numerosas

tiendas por las que pasamos, me conformé con haber

visto las gallinitas y los otros dulces. Creo que todos nos

dábamos por satisfechos.

Un poco más abajo de la pastelería, fuimos a dejar

la carta en lo que mi padre llamó el Correos. El edificio

destacaba de todos los que le rodeaban por su

hermosura. Antes de meter la carta en la enorme boca

abierta de un león de hierro que había en la pared, junto

a la puerta del edificio, mi madre, con una sonrisa triste,

le dio un beso al sobre.

Ya al final de la bajada nos adentramos por un par

de callejuelas. Subimos por unas escalinatas y nos

encontramos en una terraza desde donde, ¡oh,

sorpresa!, podía verse el mar. Mi padre aseguró que era

el mismo al que fuimos unos años atrás. Desde allí arriba

veíamos el puerto con sus enormes barcos y también la

playa, dorada, brillante, interminable y llena de gente.

En la terraza, mis tres hermanos se subieron a unos

A orillas de Tánger

140

cañones que apuntaban hacia el mar. Los demás, nos

sentamos en un rincón, pegados a la murallita que

rodeaba la explanada para protegernos del viento. Mi

madre abrió el canasto y nos dio a cada uno un pedazo

de pan y mi padre una raja de melón que cortó en un

rincón. Así, comiendo y bebiendo, pasamos un rato

largo, riendo y comentando en voz alta lo que habíamos

visto.

Al final de la comida, mi padre sacó con mucho

misterio un paquetito del bolsillo de su chaqueta. Con

una sonrisa que nos tenía a todos muy intrigados,

empezó a abrir muy cuidadosamente el pequeño

envoltorio de papel blanco. De pronto, mirando fijamente

el paquete, se le heló la sonrisa. Nos incorporamos todos

para ver qué era. En el papel había trocitos de una masa

blanca completamente deshecha. Con cara de asco, mi

madre le preguntó que qué era eso. Ausente, mi padre

iba a contestar cuando Said gritó:

- ¡Es una gallinita!.

¡Era verdad! ¡Pude reconocer su crestita roja,

impecable y tiesa entre dos pegotes blancos! A mi madre

le dio un ataque de risa y, entre carcajada y carcajada,

le dijo a mi padre que era un tonto inútil. Nos reímos

todos de él y empezamos a meter precipitadamente los

dedos en el paquetito intentando conseguir algún resto

de gallinita. ¡Estaba riquísimo! Algunos trozos estaban

crujientes y otros blandos y suaves. Acabamos la

gallinita, o lo que fue de ella, en un abrir y cerrar de

ojos. Mi madre, cuando quiso darse cuenta, entre risa y

risa, se había quedado sin probarla. Mi padre, demasiado

preocupado por su torpeza, también.

Un poco más tarde, alegres y contentos,

A orillas de Tánger

141

empezamos a subir por la cuesta por la que antes

bajamos, ya camino de casa. Había menos gente y

entonces pudimos mirar a gusto las tiendas y todo lo que

ofrecían: vestidos maravillosos, pañuelos multicolores,

zapatos brillantes, juguetes extraordinarios, tapices

estupendos, cacharros sorprendentes, perfumes

fantásticos, sortijas de ensueño… ¡Todo era maravilloso!

¡Parecía un cuento! Por un momento, ¡hasta me olvidé

de las gallinitas!

Mucho rato después, ya casi de noche, bajábamos

por la calle de Holanda cansados pero todavía con

fuerzas para seguir comentando lo que habíamos visto,

como si no quisiéramos que el día acabase. Mi madre,

que fue quien más disfrutó, le hizo prometer a mi padre

que nos volvería a llevar a ese lugar.

Cerca del callejón Venezuela nos cruzamos con

una mujer cristiana con sus dos hijos. Un niño y una

niña. Los niños estaban muy arreglados y supuse que

también venían de pasear. Mientras les veía meterse en

la casa del cafetín, justo antes del callejón Venezuela,

pensaba yo que, por una vez, no tenía envidia de los

cristianos. Lo nuestro estuvo mejor que sus paseos.

Antes de entrar en su casa, me pareció que la niña me

miró de reojo y me sonrió. ¡Cuánto me hubiese gustado

contarle lo feliz que fui esa tarde!

Unos momentos después, al pasar delante del

bakalito que estaba frente a nuestro patio, cuando como

siempre escupí en el suelo, me pareció oír detrás del

portalón ya cerrado, al niño esclavo llorar. Esa noche me

dormí maldiciendo a todos los bakalitos con niños

esclavos.

A orillas de Tánger

142

La independencia

Tras algunas revueltas y encontronazos aislados

surgidos a partir de 1953, a principios de 1956 empezó a

fraguarse la independencia de Marruecos que, hasta

entonces, estaba regido como protectorado: el norte era

administrado por España y el resto por Francia. La

ciudad de Tánger gozaba entonces de una situación

político-administrativa excepcional al ser administrada

por varios países. Los marroquíes de Tánger, como es

natural, también reivindicaban la independencia de su

país y exigían el regreso de su líder Mohamed V,

desterrado por los franceses a Madagascar. Se

avecinaban legítimos vientos de revueltas…

Un día, Juan, que escuchaba regularmente la radio

y estaba en contacto con gente informada –sus jefes, los

Lalaurie, y algunos compañeros de trabajo como Momy

Hazán y el periodista Jean Devos–, hizo partícipes a

nuestros padres de su preocupación. Mis padres, como

siempre, lo escucharon muy atentamente. Juan, pese a

su juventud -aún no tenía veinte años- también velaba

por la seguridad de la familia.

Fruto de esa charla fue la aparición al día siguiente

de un montón de latas de conservas, la mayoría

francesas -recuerdo que casi todas eran de paté- y de

productos de primera necesidad tales como harina,

azúcar, aceite, arroz, pastas, etc. Parecía que íbamos a

preparar una fiesta. Pero no, nos estábamos preparando

para sufrir un probable asedio. Mi madre,

recomendándome muy mucho que no se me ocurriera

tocar nada, colocó todo eso bien ordenadito dentro del

aparador azul que había en el comedor.

A orillas de Tánger

143

Poco después, empezaron los acontecimientos.

El primer evento digno de mención que recuerdo

fue una marcha de campesinos que pasó delante de

nuestra casa, en la calle de Holanda. Era un grupo

numeroso, solo de hombres. Caminaban en

impresionante silencio, calle arriba, hacia la calle de

Méjico, para seguramente ir luego al centro de la ciudad

o al Zoco Fuera. Probablemente venían de los poblados y

aldeas del sur de Tánger, situados a una distancia de

entre cinco y quince kilómetros. Casi todos vestían

chilabas de gruesa lana de color marrón oscuro. Parecían

agotados. Algunos llevaban las babuchas en la mano y

caminaban descalzos. Mi madre comentó que muchos

venían seguramente por primera vez a la ciudad. Todos

ellos alzaban la mirada y escudriñaban los edificios,

sobre todo el de Venezuela, frente al nuestro.

Probablemente, nunca habían visto nada igual. Tenían la

boca y los ojos muy abiertos: además de cansados,

parecían asustados. Mi madre los compadeció y comentó

algo así como que alguien los estaba utilizando.

El trasfondo de la cuestión era que las fuerzas vivas

del país tales como algunos intelectuales, profesionales,

periodistas, estudiantes, profesores, etc., intentando

aglutinar a los trabajadores y a los campesinos,

deseaban deshacerse de una vez por todas del

proteccionismo europeo para que el sultán Mohamed V

recuperara su trono. Parecía comprensible y legítimo que

después de más de treinta años de tutela hispano-

francesa los marroquíes quisieran establecer un estado

gobernado por ellos mismos. Pero Francia no estaba

dispuesta a permitir que Marruecos se rebelase contra su

autoridad porque ello hubiese creado un tremendo

A orillas de Tánger

144

precedente en África del Norte dónde también tenía

colonizados a Túnez y a Argelia. Por eso, Francia,

respaldada por varios países occidentales, entre los

cuales estaba España, intentó sofocar las pretensiones

independentistas del pueblo marroquí.

Por esos días llegaban a casa noticias muy

alarmantes del resto de Marruecos sobre combates

callejeros entre la policía y el ejército francés por un

lado, y los patriotas marroquíes por otro. Al parecer, en

las calles de Tánger también había disturbios y

enfrentamientos serios con los trabajadores y los

campesinos. Probablemente, muchos de estos eran los

que, asustados, pasaron delante de mi casa. En la tienda

de Doña Rafaela las mujeres comentaban cosas

espeluznantes que ocurrían en el Zoco Fuera y en el

Zoco Chico.

Una de esas noches vimos a través de las rendijas

de las persianas cómo un camión equipado con un cañón

de agua reprimía a varias docenas de manifestantes que

venían corriendo desde el centro de la ciudad a

refugiarse a mi barrio. El chorro de agua era tan potente

que tiraba y arrastraba a la gente por el suelo. Era

impresionante. Mi madre estaba muy nerviosa. Mariluz y

yo estábamos aterrados. Unos metros más arriba de mi

casa, en la acera de enfrente, había un enorme puesto

de melones adosado a la fachada del mercado nuevo.

Algunos manifestantes intentaron ocultarse dentro del

puesto pero el chorro de agua, como si tuviese vida

propia, iba a buscarlos hasta allí para desalojarlos. El

guardián del puesto gesticulaba y lanzaba gritos de

desesperación: los melones volaban por los aires como

pelotas de goma. El pobre hombre, en su intento

A orillas de Tánger

145

desesperado por salvar algunos, terminó rodando calle

abajo con los manifestantes y los melones.

Pocos meses después, Francia y España

concedieron a Marruecos la independencia. Un año más

tarde, Mohamed V recuperó su trono. Al parecer, no

hubo muchos más enfrentamientos y la transición entre

el protectorado colonialista hispano-francés y la

monarquía alauita fue rápida y casi pacífica.

Tánger perdió entonces su tan particular estatuto

internacional que le dio su excepcional carácter de

ciudad abierta y cosmopolita, cuna de mentes libres e

inquietas.

A orillas de Tánger

146

Mi padre llegó a casa contándole entusiasmado a mi

madre que nuestro país iba a ser independiente. Que

íbamos a ser nuestros propios amos. Que ya no

tendríamos patrones cristianos y que, por fin, las cosas

nos iban a ir mejor porque conseguiríamos mejores

trabajos y más dinero. Mi madre no pareció tan

entusiasmada como mi padre. Incluso le dijo que ese

cambio no sería suficiente para mejorar nuestra suerte.

Pocos días después, por la noche, mi padre vino a

casa jadeando y con la cara ensangrentada. Nos

asustamos todos mucho. Cuando mi madre le limpió la

sangre de la cara, mi padre explicó que, estando

vigilando su puesto de melones, aparecieron unos

manifestantes huyendo de la policía y que, perseguidos

por un camión con un cañón de agua, se refugiaron en el

puesto. El camión del agua, sin ningún miramiento, los

echó de allí haciendo saltar por los aires el puesto y los

melones. Mi padre estaba desesperado. Entonces mi

madre les pidió a Larbi y a Said que se vistieran y los

cuatro se fueron a arreglar el puesto. Yo, muy asustada,

me quedé en casa con los pequeños. Mi madre y mis

A orillas de Tánger

147

hermanos volvieron muy tarde. Estaban extenuados. Por

lo visto, se había perdido muchos melones.

A la mañana siguiente, mi padre volvió a casa

contando que Magani, el dueño del puesto, le armó un

escándalo cuando vio lo que ocurrió y le echó

reprochándole de no haber sabido cuidar de los melones.

Además de echarlo, para compensar sus pérdidas no le

pagó el dinero que le debía. Mi padre, muy irritado,

quería ir a la comisaría pero mi madre se lo quitó de la

cabeza recordándole que la policía fue quién le tiró el

puesto. También le recordó que, para la policía, los ricos

siempre tenían razón y que ir a la comisaría solo nos

podía traer más problemas.

- ¿Y mi dignidad? ¿Y mi orgullo? –contestó

amargamente mi padre.

- Recuerda lo que siempre dice mi padre, Hamidu –

replicó mi madre cariñosamente- la dignidad levanta las

cabezas y el orgullo las corta.

Sentado al borde de la cama, con la cabeza entre

las manos, mi padre le contestó con voz ronca que en

esos momentos la dignidad y el orgullo era lo único que

le quedaba. Mi madre se quedó muy triste y, sin decir

una palabra, le pasó dulcemente las manos por el pelo.

Fue la segunda vez que vi llorar a mi padre.

A orillas de Tánger

148

Los realquilados

Mi madre, para poder pagar el alquiler de los pisos

donde vivimos en la Plaza de Castilla primero y en la

calle de Holanda después, decidió realquilar alguna que

otra habitación.

Uno de nuestros primeros realquilados fue el Señor

Villalta. Era pintor. Vivíamos en la casa de la Plaza de

Castilla, yo tenía seis o siete años.

Un día, el Sr. Villalta me enseñó unos dibujos a

carboncillo que tenía en un gran bloc. ¡Eran una

maravilla! Había paisajes urbanos, escenas callejeras y

retratos. De los retratos, lo que más me llamaba la

atención eran los ojos. ¡Parecían de verdad!

En el piso de la Plaza de Castilla también tuvimos

otros inquilinos. Por un lado había un matrimonio inglés

muy simpático –ella, para decir que estaba resfriada,

decía que tenía “tose-tose”- que se mostraron muy

cariñosos. Estuvieron con nosotros solo unos días. Al

tiempo de marcharse nos enviaron una caja llena de

cosas desde Canadá: ropa de todo tipo, pañitos de

adorno, un novedoso mantel de plástico, fotos y un sinfín

de cosas a cual más exótica y extraña. También enviaron

un montón de cajitas conteniendo cereales. Creo que, en

el año 1952, me cupo el privilegio de ser el primer niño

español que tomó cereales. Los había de todas las

formas y sabores. Recuerdo que, en mi precipitada

glotonería, me los comía secos, como si fuesen pipas o

cacahuetes. Hasta que mi madre les puso un poco de

leche templada y azúcar. Doy fe de que los corn flakes

de hoy no tienen nada que ver con el genuino y delicioso

sabor de los de aquella época: sabían y olían a mazorca

A orillas de Tánger

149

de maíz.

Una de las cosas que más me llamó la atención de

todo lo que la atenta pareja envió fue una especie de

bayeta de papel blanco que por más que la mojaras y la

usarás, nunca se rompía. Sin duda alguna, los

verdaderos milagros venían de América.

Antes del Sr. Villalta estuvo con nosotros Don

Ricardo, dueño de una bodega vecina a la que, en

verano, fui a “trabajar”. Ese verano, Don Ricardo se trajo

a su mujer y a su hijo de mi edad. La familia de Don

Ricardo solo estuvo en casa unos días. Era gente callada,

discreta y muy educada. Eran tan educados que el niño,

que tenía nombre de rico, Roberto (mis amigos se

llamaban Antonio, Paco, Pepe…), nunca quería jugar

conmigo. Tampoco me hablaba. Yo, en venganza,

cuando solo me veía él, le sacaba la lengua. La primera

vez que se lo hice me sorprendió su reacción: se echó a

llorar.

Al dejar el piso de la Plaza de Castilla para

mudarnos a la calle de Holanda, el Sr. Villalta también se

vino con nosotros.

Unos meses después mi madre montó un

restaurante en el salón comedor de nuestra casa y el Sr.

Villalta fue quién pintó, con grandes letras rojas y

negras, el enorme rótulo de chapa sobre armazón de

madera que pusimos en la fachada del primer piso:

“RESTAURANTE BALBUENA”. Era impresionante. Para un

restaurante, Balbuena, segundo apellido de mi madre,

era algo más distinguido que Pérez.

Recuerdo que cuando el Sr. Villalta se marchó de

casa, a modo de compensación por algunos alquileres

impagados, decoró para mi madre un cojín de terciopelo

A orillas de Tánger

150

negro que él mismo compró. Le pintó grandes flores

multicolores que adornó con polvos brillantes. Quedó

muy kitsch. Estoy seguro que mi madre, mujer solidaria

y educada donde las hubiere, le agradeció mucho al Sr.

Villalta lo del cojín. De lo que ya no estoy tan seguro es

que le gustara. A mí, que por aquel entonces tenía unos

gustos muy básicos, me encantó. Me recordaba mucho a

aquellas postales con flores olorosas de papel recortado.

Al cojín solo le faltaba el perfume.

Cuando el Sr. Villalta se marchó de la calle de

Holanda, se alojó con nosotros un muchacho francés

muy simpático de unos treinta años. Se llamaba Richaud

y era cartero. Para el reparto de correo, Richaud utilizaba

una bicicleta que, por la noche, dejaba en el pasillo de

casa. Richaud también era muy discreto y solo le

veíamos cuando se iba a dormir. Un día, Richaud le

explicó a mi madre que tenía que marcharse de Tánger y

que, por lo tanto, iba a dejar la habitación. Creo que

también le explicó que no podía pagar algún mes

retrasado y, en compensación, le propuso dejar la

bicicleta que, de todas formas, ya no iba a necesitar. Mi

madre, que además de solidaria, educada y agradecida

también tenía el sentido de los negocios, aceptó la

propuesta pensando, naturalmente, en vender la

bicicleta. Cuando me enteré de la operación vi el cielo

abierto: ¡por fin íbamos a tener una bici en la familia!

Nadie sabía lo que aquel momento significaba para mí.

Poco antes de que Richaud se marchara, se

presentó un señor que envió el Sr. Villalta. Se llamaba

Don Eduardo Cuesta. También era pintor y pintaba

cuadros de gran categoría. Recuerdo perfectamente dos

de ellos: el de una señora muy elegante, con mantilla

A orillas de Tánger

151

negra y peineta que parecían de verdad y el de un chico

semi desnudo, en un establo, atándose las alpargatas.

Por aquel entonces a mi me gustaba pintar y dibujar. En

la escuela, junto a la educación física, era lo único que

me gustaba. Un día, sobre una cuartilla, pinté con

acuarela un torito negro dentro de un ruedo. A mi madre

le gustó tanto que no pudo resistir mostrárselo a Don

Eduardo. Recuerdo que éste, sin quitarle ni ponerle

méritos a mi toro, le dijo a mi madre que no me animara

a pintar. Que lo más importante para mí era estudiar.

Que la pintura no llevaba a ningún sitio. Pocas semanas

después, Don Eduardo Cuesta, excelente retratista y

mejor persona, empezó a pintar mi retrato –que aún

conservo- en compensación por algún alquiler sin pagar.

Mi madre, que además de educada, agradecida, solidaria

y tener el sentido de los negocios, también tenía una

gran sensibilidad artística, aceptó de buen grado la

compensación. Nunca se me olvidarán aquellas sesiones

en las que tuve que posar para que Don Eduardo hiciera

mi retrato: precisamente en esos días pasaba yo por una

crisis de ictericia con urticaria que me comía vivo. No

paraba de rascarme. Me picaba todo el cuerpo. Don

Eduardo, como buen granadino parsimonioso, me decía:

- Ehtate quieto un momento, Vihto, que ya

acabamo.

- Don Eduardo, -en aquellos cumplidos tiempos aún

se les decía de Usted a los adultos- ¿no me sacará Ud.

amarillo, verdad? -preguntaba yo, sabiendo que en ese

momento, debido a la ictericia, presentaba ese color.

A la vista del éxito que tenían los pobres pintores

que conocimos, mi madre no halagó nunca más un

dibujo mío.

A orillas de Tánger

152

Mis primeros empleos

Tengo que precisar que, cuando pequeño, solo

trabajaba durante unas semanas de las vacaciones de

verano -¿o eran solo unos días? En casa, por fortuna, no

esperaban mis ingresos para sobrevivir. Como de

pequeño yo era un tabardillo –al decir de mi abuela- a

falta de campamentos de verano lo más saludable para

todos era intentar tenerme ocupado en algún trabajo

durante unas horas al día.

Algún que otro verano, mi tío Antonio, que era

peluquero, me hacía ir por las tardes a su peluquería

para que ejerciera de ayudante. Por aquel entonces, mi

tío tenía la barbería en la calle de Rembrandt, al lado del

hotel de mismo nombre, junto al Bulevar.

Tití, que así era cómo llamábamos a nuestro tío,

tenía un socio, Frasquito, muy simpático y con el que se

llevaba muy bien. Al principio, yo creí que frasquito era

un apodo por lo de los frascos de colonia de la barbería y

porque el hombre era más bien chaparrito. Más tarde

descubrí que era el diminutivo de Francisco. Recuerdo

que Frasquito siempre tenía monedas en el bolsillo y

que, de vez en cuando, metía la mano en el bolsillo y

hacía sonar las monedas. Nunca supe si lo hacía para

reconfortarse o para mostrar su poder económico. Más

tarde, cuando ya oí hablar de psicología comercial, pensé

que probablemente lo hacía para sutilmente incitar a los

clientes a que dejaran propinas. Y es que, en el mundo

de las peluquerías, las propinas eran muy importantes.

Mi tío y Frasquito me recomendaban que una vez que

ellos acabaran su trabajo y que el cliente se pusiera en

pie, pasara un cepillo por sus hombros para quitarle los

A orillas de Tánger

153

pelos atrapados en la ropa. Descubrí cómo,

milagrosamente, esta simple acción –respaldada a veces

por una mano distraídamente tendida- se veía siempre

recompensada por una propina. Al cabo del día, las

propinas podían sumar unas seis o siete pesetas, lo cual

no estaba nada mal. El que más propina me daba -¡dos o

tres pesetas de una sola vez!- era un cliente de entre 25

y 30 años, con chaqueta de cuero marrón, que venía en

una moto enorme.

El mejor momento de la tarde era cuando un

camarero de una cafetería cercana nos traía café. A mi

me daba un vaso grande de café con leche -entonces no

se cuestionaba si el café era bueno o no para los niños.

El caso es que me encantaba. Con mi tío y con Frasquito

me lo pasaba muy bien. Cuando no había clientes

siempre estaban de broma y riendo -mi tío tenía la

particularidad de que se reía para dentro: se tragaba la

risa.

A veces, se decían cosas, por lo visto graciosas,

que yo no entendía. Por ejemplo, se me quedó grabado

una vez que pasó una señora delante de la peluquería y

mi tío le dijo a Frasquito:

- ¿Has visto qué dos catetas? – y Frasquito se rió.

Prometo que pasó una sola señora y no dos!

Empezaba a intuir que no siempre había que

entender las cosas de los mayores y, si por casualidad

creías entenderlas, tenías que hacerte el tonto…

Se da la circunstancia que mis tempranas prácticas

no tuvieron la virtud de desarrollar en mí el sentido de

los negocios sino del olfato. Me refiero al olfato

verdadero, al de los olores, no al de los negocios. En

efecto, mis ocupaciones laborales supusieron para mí la

A orillas de Tánger

154

iniciación a esas sensaciones tan fugaces pero de

memoria tan perenne: como archivos indestructibles, los

olores se alojan en lo más recóndito del cerebro para

reaparecer imprevisiblemente, impulsados por algún

misterioso estímulo (¿Se podrá algún día conservar los

olores? ¿Grabarlos como los sonidos o las imágenes?).

De ese modo, lo que más me gustaba de la

barbería de mi tío Antonio era su olor. Todo olía bien: las

lociones para después del afeitado, las colonias, las

brillantinas y las gominas, los polvos de talco, ¡todo,

absolutamente todo olía bien! Sacudías un paño y olía

bien. Barrías el suelo y olía bien. Abrías un cajón y olía

bien. ¡Hasta las propinas olían bien! La barbería de mi tío

era como el imperio de los sentidos olfatorios. Allí olía a

limpio, a bienestar, a salud, a riqueza. ¡Era la máxima

expresión de la felicidad! Pero, por encima de todos esos

buenos olores, el que más destacaba y me tenía

totalmente rendido, era el de la loción para después del

afeitado Floïd que mi tío y Frasquito rociaban

generosamente, a raudales y con sonoras bofetadas,

sobre las caras recién afeitadas y complacientes de los

clientes. Aunque efímero, el olor del Floïd era intenso,

fuerte, impactante. Era uno de esos olores que

desataban pasiones: o te tumbaba o te hechizaba. Yo era

un incondicional del Floïd. Me trasladaba a mundos aún

desconocidos por mí. Me hacía intuir países lejanos y

exóticos, evocando viajes y aventuras peligrosas de las

que era imposible salir vencido.

Cincuenta años después de aquella experiencia, me

compré por primera vez un frasco del Genuino Floïd -tal

y como reza en la etiqueta– en un supermercado de

Cardedeu, por 5’45 euros. Así, de vez en cuando, aún en

A orillas de Tánger

155

contra de la voluntad de Sandra, mi mujer, que abomina

de ese olor, me permito revivir aquellas emociones que

fluyeron en mí en la barbería de mi tío…

Después de la peluquería de mi tío Antonio trabajé

en una tienda de electricidad. De que yo llegara a esa

tienda se encargó el Sr. Villalta, el pintor realquilado que

nos hizo el cojín kitsch y el rótulo del restaurante. En

efecto, un día de verano, el Sr. Villalta le comentó a mi

madre que su hermano, que tenía una tienda de

electricidad, necesitaba un chico para atenderla. El

hermano vino para hablar con mi madre y debieron

llegar a un acuerdo porque, un buen día, me mandaron

para la tienda. Yo tendría nueve años.

Situada cerca del Bulevar, la tienda era muy

pequeña, con mostrador y trastienda. En las estanterías

había enchufes, interruptores, cables y todo lo necesario

para hacer pequeñas instalaciones eléctricas. Además de

abrir y cerrar la tienda, mis funciones eran la atención

telefónica y la venta al público. Si alguien llamaba para

una asistencia o alguna avería, yo debía tomar nota para

luego pasarle el mensaje a mi jefe. Si alguien venía y

pedía algo, yo se lo vendía (en los pocos días que estuve

allí, nunca vino nadie). Más tarde comprendí que más

que una tienda, en realidad era un almacén donde el

dueño depositaba los materiales necesarios para sus

trabajos.

Cuando abría la puerta por la mañana, me llamaba

la atención el olor. Era un olor intenso a goma,

probablemente de los cables del almacén. Ese olor era

agrio, áspero, antipático, casi repulsivo, de acorde con

una actividad que me disgustó desde el primer

momento.

A orillas de Tánger

156

Pero lo más impresionante era el silencio que salía

del fondo oscuro de la trastienda. ¡Incluso cuando

encendía la luz del fondo, seguía oyéndolo! A mí, que

vivía del ruido como del aire, ese silencio me sobrecogía.

Era irreal, imposible. Nunca había oído un silencio tan

callado, tan mudo, tan quieto. Era como tener un apagón

en la cabeza y que no pudieras pensar.

A veces, cuando menos me lo esperaba, estando

intentando mantener a distancia el silencio, estallaba

junto a mí el estridente timbre del enorme teléfono

negro, rompiendo el aire, lacerándolo, desgarrándolo en

mil jirones, invadiendo la tienda y mi cabeza como un

depredador salvaje. Entonces me entraban ganas de salir

corriendo para mi casa, a refugiarme entre mi madre y

mi hermana.

- Di…diga.

- Niña, ¿está tu padre?

- No –decía yo para resumir que ni yo era niña ni

que el dueño era mi padre ni que allí hubiese nadie que

no fuese yo.

- No, si nunca está cuando se le necesita. Mira

niña, yo soy la señora Pepita, dile a tu padre que me

llame al 5555 que se me ha estropeado la plancha. ¡Pero

que me llame ya! ¿Está claro, niña?

- Bueno.

Las viejas, además de maleducadas, eran incapaces

de reconocer un niño de una niña. ¡Nada me daba más

rabia que eso!

Así pues, la mayoría de las llamadas eran de amas

de casa mayores que solicitaban asistencia urgente por

alguna avería que, junto con su número de teléfono, yo

anotaba en un cuaderno: “Segnora Pepita no le funsiona

A orillas de Tánger

157

la plancha, telephono nº 5555”.

Mi relación laboral con el hermano del Sr. Villalta

solo duró una semana. En efecto, abandoné la empresa a

causa de lo que yo, intuitivamente, consideré una

injusticia laboral. Resulta que, a los pocos días de haber

empezado a trabajar, mi jefe me mandó a una carnicería

de la Plaza Nueva (mercado) a recoger una máquina de

picar carne que estaba averiada. El mercado estaba en la

calle de Holanda, justo frente a nuestra casa. Recuerdo

que aquel episodio me asqueó de la carne picada pública

para siempre: cuando el carnicero consiguió despegar la

máquina de la plancha de madera donde estaba adherida

a causa de la mugre, empezaron a salir docenas de

cucarachas de dentro de la máquina. Para llevar la

máquina a casa de mi jefe, la metí en una cesta. La casa

estaba bastante lejos, casi al principio de la calle de Fez,

cerca de los Suanis. Era una caminata. A cada paso la

máquina pesaba más. El camino no acababa nunca. Yo,

sorprendentemente, no abandoné la máquina de picar en

medio de la calle para irme a mi casa: cumplí con mi

encomienda y entregué la máquina a la mujer de mi jefe.

Luego, le conté la aventura a mi madre y le dije que

dejaba ese trabajo. A mi madre le pareció bien y se lo

contó al Sr. Villalta. Por la tarde, desde la tienda, llamé

por teléfono a mi jefe, quejándome por haberme hecho

llevar tan lejos una máquina tan pesada; le dije que ya

no volvía más y que me pagara mi dinero -creo que eran

cinco duros. Me dijo que me pasara por su casa al

sábado siguiente para cobrar. Ese sábado me levanté

muy temprano y, a primerísima hora ya estaba

aporreando su puerta para recibir lo que era mío.

Recuerdo que tardó bastante en abrir. Al verme me

A orillas de Tánger

158

preguntó con cara y voz de sueño si había madrugado

para ir a por el dinero. No dije ni una palabra y cuando

me dio lo mío me fui a casa a llevarle orgulloso los cinco

duros a mi madre.

Como el primer amor, el primer empleo nunca se

olvida. Fue en la bodega de Don Ricardo, el realquilado

de la casa de la Plaza de Castilla. Tendría yo siete años.

La bodega-almacén estaba a unos trescientos metros de

casa, lindando con el campo y los cañaverales donde

tantas horas pasé con mis amigos.

Lo que más me llamaba la atención de la bodega de

Don Ricardo era el olor que despedía el vino de las

barricas. Era un olor fuerte, persistente y penetrante

pero, al mismo tiempo, atrayente, casi agradable. Era

olor a vino derramado, generoso, omnipresente.

Irradiaba de todas partes y se propagaba hasta en la

calle. Formaba parte de la bodega, de sus paredes, de su

suelo, de su mobiliario. Podías tocarlo, verlo, masticarlo.

Yo, que creía que era un olor prohibido, pecaminoso y

peligroso, me sentía orgulloso y privilegiado por poder

olerlo y disfrutar libremente de él. Lo disfrutaba

doblemente: porque me gustaba y porque estaba

prohibido.

En principio, la tarea principal para la cual Don

Ricardo me contrató era para lavar las botellas vacías. En

unas piletas bastante profundas había unos grifos cuyo

chorro salía hacia arriba. Los grifos consistían en un tubo

largo de acero rodeado de un cepillo helicoidal parecido a

los cepillos que se usa para lavar los biberones. La

operación era sencilla. Se trataba de introducir la botella

en el grifo, boca abajo, sostenerla fuertemente, abrir el

agua, que venía con mucha presión, e imprimirle un

A orillas de Tánger

159

movimiento vertical, de arriba hacia abajo, de forma tal

que el cepillo limpiara su interior. Pero el chorro a

presión que salía del grifo y yo no nos llevábamos muy

bien: como yo no agarraba suficientemente fuerte las

botellas, éstas volaban por los aires para luego

estrellarse contra el suelo. Naturalmente, yo terminaba

empapado. El agua, hasta que conseguía cerrar el grifo,

lo ponía todo perdido. Creo que mi jefe, Don Ricardo, se

dio rápidamente cuenta que no valía para ese trabajo.

Entonces me ocupó en tareas menores de limpieza

menos arriesgadas como, por ejemplo, recoger agua del

suelo. Él se encargaba de los cristales.

No obstante, al segundo día, Don Ricardo quiso

darme otra oportunidad confiándome una tarea de

mayor responsabilidad. Me pidió que le ayudara a sellar

un tonel de madera vacío. Para ello, él introducía en el

agujero del tonel un palo de madera en forma de cono,

como un tapón muy largo, al que, con una gran maza,

asestaba un golpe para sellar el tonel. Yo tenía que

sujetar el tapón-palo mientras él le daba el mazazo. En

principio, la operación parecía sencilla y segura: jefe

experimentado, palo largo, distancia prudente entre mi

mano y la maza, todo estaba bajo control. O, mejor

dicho, casi todo… Solo había un detalle que al menos a

mí se me escapó y que, debo reconocerlo, me sorprendió

de tal manera que me quedé de piedra: el palo, al recibir

el martillazo, a causa de su longitud, cimbreó y se puso a

vibrar de manera tan violenta que me transmitió la

vibración desde la muñeca hasta el codo, produciéndome

un intenso calambre. El dolor y la sorpresa me

paralizaron. Me quedé tieso de dolor y de humillación: si

hubiese recibido un golpe franco tenía un motivo más

A orillas de Tánger

160

que justificado para quejarme, llorar y lamentarme. Pero

una sensación como la que sentí, inmaterial,

incomprensible e inexplicable -yo no sabía qué había

pasado- era algo humillante para alguien criado en la

creencia de que los niños deben ser obligatoriamente

fuertes y valientes. Cuando pude reaccionar salí

corriendo para mi casa y el bodeguero torturador de

niños no me vio el pelo nunca más en su bodega.

Conservé el dolor durante unos días. El pasmo me duró

unas semanas más.

A orillas de Tánger

161

Alguien le habló a mi madre de un trabajo de

niñera. Se trataba de cuidar a una niña pequeña, de un

año y medio de edad, en su casa. Mi madre pensó que

yo, que ya tenía diez años y cuidaba muy bien de mi

hermanita Fatima, podía perfectamente ocuparme de esa

niña y se lo propuso a mi padre:

- Hamidu, aquí cerca, en el edificio Venezuela, hay

una familia de musulmanes que necesitan una niñera. Yo

he pensado que, como las cosas nos van tan mal, si

Malika hiciera ese trabajo por lo menos ella podrá comer

caliente todos los días –explicó mi madre.

Mi padre, que antes de decir las cosas se lo

pensaba mucho, al cabo de un momento preguntó:

- ¿Eso quiere decir que se quedaría allí a dormir?

- Sí, claro –contestó mi madre- además, como

están justo aquí al lado, si alguna vez le ocurriera algo a

nuestra hija, que Dios no lo quiera, nos enteraríamos

enseguida.

- ¿Y la madre de la cría dónde estará? –preguntó mi

padre.

- Él es de una familia de dinero de Tetuán y tienen

A orillas de Tánger

162

una droguería en el Zoco Fuera. Además de ser ricos son

modernos: ella trabaja con él en la droguería todo el día

–le dijo mi madre.

- Pero, ¿quién va a hacer la comida para la cría y

para Malika?

- La madre dejará hecha comida por la noche.

Malika solo tendrá que calentarla. Todo está hablado.

- ¿Y cuando vendrá Malika a casa? ¿Los viernes?

- No. Los viernes también trabajan. Malika podrá

estar con nosotros los sábados por la tarde. Por la noche,

a las ocho, se tendrá que ir allí.

- ¿Y cuánto nos pagarán?

- Nada.

- ¿Nada?

- Nada. Le darán comida y cama. Yo creo que es

buena cosa. Que así se irá haciendo una mujercita –

contestó mi madre sin mucha convicción.

A mí, la idea de vivir en una casa de ricos me hacía

mucha ilusión. Nunca en mi vida había visto una casa de

ricos. ¡Estaba entusiasmada y deseando empezar!

Dos días después, mi madre me bañó y me preparó

para, por la tarde, ir a la casa de los señores ricos. Me

preparó también un hatillo donde me puso ropa limpia.

Cuando mi madre y yo entramos en el inmueble

Venezuela, el portero, que era cristiano, no nos quiso

dejar pasar. Mi madre le explicó en español para qué

íbamos. Entonces, el cristiano nos dijo hasta dónde

teníamos que subir por las escaleras y dónde debíamos

llamar. El interior del edificio Venezuela, que mis

hermanos y yo solíamos mirar desde la calle con tanta

admiración, era enorme. Todo era grandioso, amplio y

lujoso. Las paredes, el techo y el suelo estaban

A orillas de Tánger

163

recubiertos con grandes placas de piedra de color miel,

lisas y brillantes. Del techo colgaba una gran lámpara de

cristal. Parecía uno de los palacios de los cuentos que mi

abuela solía contarnos en Chauen a mis primitas y a mí.

Después de subir las escaleras llegamos ante la

puerta de mi futura casa. Yo estaba muy nerviosa. Me

temblaban las piernas. Nos abrieron los tres: el señor y

la señora con la niñita en los brazos. Yo sólo me fijé en la

niñita quién, sin que nadie le dijera nada, se tiró hacia

mí. Me quedé un poco sorprendida.

- Cógela -me dijo la madre sonriente.

La niña, que era muy bonita y simpática, pesaba

una enormidad. Estaba muy gordita. Se llamaba Anisa.

Mi madre habló con los señores unos instantes y

después se despidió de mí con lágrimas en los ojos. La

señora, que era muy joven y guapa, le dijo a mi madre:

- No te preocupes, mujer, con nosotros va a estar

muy bien y va a aprender mucho.

A orillas de Tánger

164

Pollos abuitrados

En un rincón de la azotea de la casa de la calle de

Holanda, mi madre le hizo construir a mi padre un

gallinero con unos palos y tela metálica.

Esta iniciativa respondía al afán siempre alerta de

mi madre de intentar producir algo para nuestro

autoabastecimiento y así superar en parte nuestras

dificultades económicas.

En el gallinero alojó a una docena de pollitos,

aparentemente de buena raza, que creo venían de

Holanda. De color amarillo anaranjado, parecían juguetes

vivientes. Eran encantadores.

Poco a poco, los pollitos se hicieron grandes,

perdieron su bonito manto amarillo y empezaron a

parecerse más a las gallinas que un día iban a ser. Daba

la impresión de que su cuerpo crecía más deprisa que su

plumaje porque en ciertas partes presentaban grandes

calvas. La verdad es que de bonitos ya no tenían nada.

Recuerdo que les echábamos de comer unas semillas

redondas y blancas que llamábamos aldorán, o algo así.

Pero, por una vez, la iniciativa de mi madre resultó

un fracaso. En efecto, en la azotea, bajo el implacable

sol de Marruecos y sin tierra para escarbar, las gallinas

no estaban en el mejor de sus mundos y cayeron todas

enfermas. Contrajeron una enfermedad de lo más

exótico: giraban la cabeza hacia atrás, doblando el cuello

progresivamente, como si en un acto suicida quisieran

retorcérselo ellas mismas, hasta que perdían el equilibrio

y se caían para volver a levantarse entre infructuosos

cacareos. Parecía más bien una enfermedad nerviosa –

hoy diríamos que sufrían de stress. Aparte de estas

A orillas de Tánger

165

manifestaciones tan folclóricas, los pollos perdían

muchas plumas, sobre todo alrededor del cuello.

Parecían buitres. Buitres inofensivos, eso sí, pero

asquerosos.

Pues bien, el caso es que, con tanto sol, con tanto

calor y con tanta mierda -que todo hay que decirlo-, del

gallinero se desprendía un olor asqueroso y

nauseabundo. En realidad, más que olor, era un tufo

pestilente, una especie de hedor que se podía casi tocar

y que impregnaba la ropa del que se quedara cerca de

las gallinas más de dos minutos. Cincuenta años

después, ¡todavía puedo recordar ese olor!

Por fortuna, las gallinas fueron todas muriendo una

tras otra –siempre creí que de asco– y no tuvimos que

comernos ninguna. De haberlo hecho, quizás ahora no

estaríamos hablando…

Gracias al gallinero aprendí rápidamente muchas

cosas relacionadas con las ciencias naturales. De forma

esquemática y rápida pude conocer, por ejemplo, las

diversas etapas de la vida: desde que se es bebé hasta

que llega la muerte, pasando por la adolescencia y por la

madurez. También conocí la enfermedad y, con ello, la

fragilidad de los seres vivos. Y un montón de cosas más.

Aprendí incluso cosas en otros campos como, por

ejemplo, el lenguaje. Gracias al gallinero entendí de lleno

una frase que mi madre me decía a menudo: “…ve a

lavarte, que tienes más mierda que el palo de un

gallinero”. Hay que saber que a las gallinas, para que

puedan descansar -no sé de qué- se les pone un palo

atravesado a lo largo del gallinero y situado a unos

cuarenta centímetros del suelo. En él se pasaban horas

cacareando, intentando conservar el equilibrio y cagando

A orillas de Tánger

166

al mismo tiempo. ¡El palo quedaba hecho un asco! Eso,

nunca lo hubiese yo adivinado de no ser por el gallinero…

A orillas de Tánger

167

El guatecón de Mariluz

Tendría mi hermana Mariluz unos catorce años

cuando, al final del curso 1955-56, organizó su primer

guateque. Era en la casa de la calle de Holanda. Aún me

pregunto cómo consiguió permiso de nuestra madre ya

que, habitualmente, se organizaba guateques con algo

más de edad. Un guateque era un acontecimiento

importante, sobre todo si es tu primer guateque. No se

acostumbraba a hacer guateques así porque así: la

presencia de tanta gente bailando al son de alocadas

músicas modernas podía soliviantar al vecindario. El caso

es que mi madre, mujer moderna donde las hubiere,

aceptó.

El guateque se hizo en la azotea, por la tarde,

después de comer, bajo un sol de justicia ciega e

implacable. Con la ayuda de algunas amigas, Mariluz

montó una decoración con cadenetas multicolores

confeccionadas por ellas mismas con papeles de color y

la irremplazable cola de harina y agua que nunca fallaba.

La azotea quedó irreconocible. Parecía una verbena. Por

fortuna para los amigos de Mariluz, ya no teníamos los

pollos abuitrados.

Con una enorma barra de hielo partida en trozos

llenaron los dos grandes barreños de chapa que usaba

mi madre para lavar la ropa. Ahí metieron una gran

cantidad de botellas de Coca Cola -¡sí, sí, de Coca Cola!-,

de Casera y de Atlas Orange (ésta última contenía una

bebida de escandaloso color naranja que se suponía era

a base de naranja -cosa más que dudosa- y que a mí me

encantaba). Para comer prepararon mini-bocadillos de

paté, de mortadela, de salchichón y de queso. Yo estaba

A orillas de Tánger

168

maravillado: nunca había visto tantas bebidas y tantos

bocadillos juntos. Mariluz, después de descubrir que me

tragara dos o tres botellas de Atlas Orange -¿o fueron

cuatro?- y me engullera como una docena y media de

canapés, le espetó a mi madre:

- ¡Mamá! ¡Que al niño no se le ocurra poner los pies

en la azotea cuando vengan mis amigos o lo mato!

- No te preocupes -le contestó con parsimonia mi

madre- que no subirá.

Creo que a lo que más le temía Mariluz era a que

yo irrumpiera en pleno guateque y me metiese con ella

delante de sus amigos. Temor infundado porque, en el

fondo, por mucho que me hubiese gustado hacerlo,

nunca hubiese hecho una cosa así: era demasiado

vergonzoso. No obstante, le prometí a mi madre que me

portaría bien si me dejaba mirar desde el interior del

trastero. A lo que accedió sin que Mariluz se enterase.

Entre niños y niñas –todos del “Grupo Escolar

España”, al que asistía Mariluz- llegaron como unos

treinta. Pronto adiviné que los niños venían de algún

curso superior al de las niñas y que, en realidad, no se

conocían demasiado. Desde mi escondite del cuarto

trastero de la azotea, subido en el respaldo de una vieja

silla desvencijada, a través del ventanuco podía

observarles a placer. ¡Era un espectáculo que no me

hubiese perdido por nada del mundo!

Contrariamente a lo que podríamos creer, los más

presumidos y encopetados eran los niños. Vestían

camisas impecables de colores suaves y pantalones

ceñidos. Casi todos llevaban el pelo corto y engominado.

Lo más llamativo era su comportamiento, sus contoneos,

sus poses, sus devaneos. ¡Eran peor que las niñas! Eran

A orillas de Tánger

169

vanidosos, engreídos y, para colmo, lacios. Lamenté que

ya no tuviésemos los pollos pestosos. ¡Los hubiese

soltado en medio de tanto relamido!

Curiosamente, los niños hablaban solo entre ellos.

En realidad, más que hablar, cuchicheaban; por más que

me esforzaba, ¡no me enteraba de nada! Cuchicheaban y

comían, eso sí. Un gorrón con cara de mosquita muerta

se tragó hasta trece canapés, ¡que se los conté!

De vez en cuando, en los corrillos herméticos que

formaban los niños se colaba alguna niña, azuzada y

animada por las otras. Inmediatamente después, entre

risitas nerviosas y acrobáticas contorsiones, salía de allí

corriendo a refugiarse entre sus amigas que, expectantes

y agitadas, se cerraban alrededor de ella para, suponía

yo, recibir detallada información de su brevísima

incursión. Los niños, con una marcada expresión de

sorpresa, como diciendo ¿será esto posible?, se

quedaban mirando a la atrevida intrusa.

Las chicas, la mayoría con vestidos de vuelo

estampados y con una cinta ancha en la cabeza, hacían

verdaderos esfuerzos por intentar llamar la atención de

esos bobalicones a quienes, descaradamente, miraban

de reojo. Pero ellos, definitivamente endiosados, estaban

más preocupados en recomponer posturitas que en

dignarse hacer caso alguno a alguna -cuando a lo mejor

lo estaban deseando.

Mariluz, muy responsable ella y muy sonriente, por

ser la anfitriona, cuando no pasaba bandejas con mini-

bocadillos se ocupaba de cambiar los discos. Sin duda,

estaba tan nerviosa como sus amigas.

El volumen de la música, como no podía ser menos,

A orillas de Tánger

170

estaba al máximo. Salía de un toca-discos desgañitado

que alguna insensata había traído. Los discos, pequeños,

de los de 45 revoluciones, eran sobre todo de los Platters

-ya sabéis “Only you” y “My prayer”- y de otros

cantantes de la época que yo ni conocía. La música era

acaramelada y dulzona, de las que invitan a las parejitas

a bailar muy juntitos… Pero, debido quizá al ardiente sol

tangerino de las cinco de la tarde del mes de julio o a

causa de la cantidad de curiosos que estaban asomados

en los balcones y ventanas del imponente Edificio

Venezuela que se encontraba justo frente a nuestra casa,

no se formó ninguna pareja de baile que no fuese de

niñas. El fracaso fue estrepitoso: ¡allí no bailaba nadie en

pareja de verdad! De vez en cuando, para animar,

Mariluz y sus amigas ponían algún que otro cha-cha-chá

que, alocadamente, bailaban entre ellas. ¡Cuánto

hubiesen disfrutado de haber tenido allí a la “Chica yé

yé” de la Velasco o al “She loves you” de los Beatles, que

salieron solo pocos años después!

La verdad es que yo, desde mi discreto bunker, sí

que me lo estaba pasando bien. Incluso me preparé un

plato de mini-bocadillos y una botella de Atlas Orange

por si me entraba el gusanillo… Hasta que pasó lo que

tenía que pasar. Lo inevitable. Lo inesperado. Una

pesadilla: de repente, siguiendo encaramado al

ventanuco del trastero, sobre el respaldo de la vieja silla,

me entró un tremendo dolor de barriga que,

sorpresivamente, se tornó en una repentina pero

liberadora diarrea. Si bien el dolor se me pasó gracias a

la intempestiva evacuación, ésta me pringó de mala

manera la ropa, las piernas, los zapatos y la silla. ¡Me

quería morir! Por suerte, el guateque tocaba a su fin y, al

A orillas de Tánger

171

cabo de un rato, cuando ya no quedaba nadie, fui

rescatado del trastero por mi madre que empezaba a

preocuparse por mi tardanza. Renegando de las Atlas

Orange y de los canapés, mi madre me dio un baño más

terapéutico que higiénico mientras Mariluz me decía que

me estaba bien empleado:

- ¡Castigo de Dios! - me decía - ¡por tragón y por

fisgón!

A orillas de Tánger

172

Estando cuidando a Anisa en el piso de sus padres,

un día, después de comer, vi cómo en la casa de

enfrente la niña de la familia cristiana que vivía allí, junto

con unas amigas, adornaba la azotea con papeles y

cintas de muchos colores. ¡Estaban preparando una

fiesta! La azotea quedó muy bonita con los adornos y las

cadenetas de colores que montaron.

Más tarde, pusieron música y empezó a llegar

gente. Eran chicos y chicas, todos cristianos. Todos iban

bien vestidos, de nuevo, con ropa de muchos colores,

como haciendo juego con las cadenetas de papel.

En una mesa había una infinidad de bocadillos

pequeños y, en unos barreños, un montón de botellas de

bebidas. Como mis amos, esa familia también era rica.

Al son de la música, las niñas bailaban todas

juntas. Los niños las miraban como con vergüenza y no

hablaban con ellas. ¡Cuánto me hubiese gustado estar

allí y bailar con las niñas! ¡Y charlar con ellas, a gritos,

como ellas! ¡Y comer y beber lo mismo que ellas!

¡Cuánto me hubiese gustado ser amiga de esas niñas!

¡No! ¡No! ¡Hubiese dado cualquier cosa por ser una de

A orillas de Tánger

173

ellas y estar siempre feliz y alegre como ellas!

Al atardecer, empezaron todos a marcharse por

grupitos, los niños con los niños y las niñas con las

niñas. La niña de la casa, con dos amigas, entre bromas

y sonoras risas desmontó los adornos y las mesas, paró

la música y bajó a su casa. La última en marcharse fui

yo, intentando animar de nuevo, en mi imaginación,

aquella azotea que ahora estaba vacía y silenciosa y que

tan solo unos momentos atrás era un hervidero de

alegría y de color.

Por la noche, echada sobre la estera que tenía para

dormir en la cocina de mis amos, seguía viendo esas

niñas con las que yo nunca podría estar. Como todas las

noches, esa noche también vi en la oscuridad, saliendo

de la puerta cerrada de la cocina, los ojos del niño

esclavo mirándome y pidiéndome ayuda.

A orillas de Tánger

174

Mis juegos

Aunque sencillos, algunos de los juegos que

practicábamos entonces eran ingeniosos y entretenidos.

Sin embargo, otros llegaban a ser algo salvajes. Por lo

general, para poder participar en los juegos del barrio,

solo era necesario buena voluntad y muchas ganas de

pasárselo bien.

En Tánger, que fue la ciudad donde más jugué en la

calle, además de los meblis (canicas) y del trompo

(peonza), el juego por excelencia de los niños era el

fútbol. En vez de fútbol, nosotros decíamos

sencillamente jugar a la pelota. Como mucho,

llegábamos a decir furbo, anticipándonos a Ángel María

Villar, sempiterno presidente de la Federación Española

del mismo. Cuando alguien decía jugar a la pelota nadie

podía entender otra cosa que no fuese el fútbol. No

conocíamos ni el baloncesto, ni el balón bolea, ni el balón

mano. Solo el fútbol.

A la pelota jugábamos de cualquier forma y con lo

que fuese. Como nunca nos caía un balón de goma y

menos de cuero –de reglamento– entre los pies,

teníamos que hacer uno con cualquier cosa. La mayoría

de las veces jugábamos con pelotas pequeñas,

confeccionadas por nosotros mismos con trapos

envueltos en una vieja media. La mayoría de nuestros

juegos eran heredados de nuestros hermanos mayores.

Así, recuerdo las cometas que me hacía mi

hermano Juan con papel de periódico y cortes de caña.

Después de hacer unas muescas en la punta de las cañas

las ataba con guita (cuerda muy fina), en forma de

crucifijo que luego recubría con las hojas de papel de

A orillas de Tánger

175

periódico. El milagro de que aquello volara sólo podía

conseguirse gracias al modesto pero eficaz pegamento

conseguido al mezclar harina y agua. Juan remataba la

construcción con la indispensable cola, confeccionada con

trapos viejos. El lugar ideal para hacer volar las cometas

era cerca de donde vivían mis tíos y primos, en el Zoco

de los Bueyes.

Pero no todo eran juegos solitarios y pacíficos. Ni

mucho menos. Por lo general jugábamos a muchos otros

juegos en los que, sobre todo, se corría mucho. Era

nuestra forma de hacer deporte.

Entre otros, solíamos practicar un juego algo

salvaje que consistía en formar dos equipos de seis o

siete jugadores cada uno y en colocar a uno de los

componentes de uno de los dos equipos de espaldas a la

pared, de pie. Los compañeros del que estaba contra la

pared se colocaban delante de éste, agachados, en fila,

con la cabeza entre las piernas del que tenía delante.

Creo recordar que le llamábamos el caballito. Una vez

formado así el caballito, los miembros del otro equipo,

después de coger carrerilla, debían de saltar por encima

e intentar acercarse lo más posible al que estaba contra

la pared. Cuando ya todos habían saltado, debían

permanecer sobre los agachados hasta contar diez, sin

caerse. Perdía el equipo saltador si alguno de sus

miembros caía al suelo o el equipo portador si alguno de

sus miembros doblaba la rodilla. Si el equipo saltador no

caía, seguía saltando. A veces, se formaban racimos de

varios niños saltadores sobre solo uno o dos de los

agachados. Lo peor era cuando, al saltar, algunos niños

se dejaban caer desde bastante alto; al que le tocaba

recibirle le suponía una sacudida tremenda en la espalda.

A orillas de Tánger

176

Nuestros padres nunca nos vieron jugar a esto.

Pero todos nuestros juegos no eran salvajes o

violentos. También teníamos algún juego tranquilo y casi

cerebral.

Uno de estos era el de los damasquillos. Como en el

póquer, en este juego había que emplear la cabeza para

engañar al contrario o para detectar el engaño.

Damasquillos era el nombre que dábamos a los huesos

de los melocotones. Con los damasquillos se podía jugar

de muchas maneras pero, principalmente, jugábamos a

intentar adivinar cuántos huesos tenía el contrario en su

mano cerrada. Si acertábamos, nos los quedábamos

todos, y si no, debíamos entregar la misma cantidad.

Teníamos derecho a palpar la mano del otro jugador, a

apretarla, incluso a sacudirla para intentar oír el ruido de

las semillas de los huesos y así tener una pista. Todo

buen jugador de damasquillos que se preciara llevaba

sus huesos en una bolsita de tela. En el momento de

sacar, el jugador hundía su mano en la bolsa y la sacaba

cerrada. La dificultad estaba en que los huesos podían

ser de muy distinto tamaño y, por lo tanto, era difícil

adivinar la cantidad que sacaba el contrario. De ahí que

tuviésemos derecho a apretarle la mano: si sus dedos

resbalaban era porque tenía huesos pequeños y, por lo

tanto, podían ser numerosos. Sin embargo, si al apretar

los dedos del otro no se movían y, además, el niño al

que le apretabas la mano se ponía blanco, significaba

que solo tenía dos o tres enormes huesos cuyas afiladas

aristas le hacían daño cuando apretabas. Como las

canicas y las cañas, los damasquillos eran muy

versátiles: servían para diversos juegos. Incluso

hacíamos silbatos con ellos: escupíamos en el suelo y

A orillas de Tánger

177

frotábamos incansablemente los huesos hasta conseguir

hacer un agujero en su panza. El secreto estaba en que

el agujero fuese más pequeño que la semillita que se

encontraba en el interior.

También jugábamos mucho al pincho. Consistía

éste juego en lanzar un pincho al suelo para clavarlo en

la tierra. Por lo general usábamos una lima sin mango,

un destornillador grande o un alambre grueso

debidamente afilado. Una vez que clavabas el pincho en

la tierra, lo sacabas y, sin mover los pies, trazabas con

él, alrededor tuyo, un círculo lo más grande posible.

Luego, volvías a tirar desde cualquier punto de “tus

tierras”, con derecho a invadir las del contrario. Así, poco

a poco, había que despojar al contrario de sus tierras. El

pincho emulaba la apropiación del suelo sin tapujos, a lo

bestia, como seguramente consiguieron sus tierras más

de uno en la Edad Media -por no decir más

recientemente- que luego dejaron en herencia a sus

descendientes, venerados y admirados pro-hombres.

Pero no todo era primario en este juego. También

requería mucha concentración por parte de los jugadores

porque, al lanzar el pincho con todas tus fuerzas para

clavarlo en la tierra, podías dar en una piedra enterrada

y entonces el artefacto salía despedido por los aires

como un proyectil. Había que estar muy atento para

esquivarlo.

Otro juego más apacible pero no por ello poco

notorio era el del aro. Claro que al aro sólo podían jugar

los que tuviesen uno. Para la mayoría de nosotros, el aro

era más bien un objeto de deseo: el que tenía uno era

un privilegiado. El aro de barrio –que no el de tienda- era

la llanta de una rueda de bicicleta a la que se había

A orillas de Tánger

178

previamente despojado de los radios. Paradójicamente,

los de las tiendas eran peores: como eran de madera no

hacían ruido cuando rodaban sobre el suelo y, además,

se rompían. El ruido producido por el roce de la llanta

metálica sobre el suelo era uno de los atributos más

importantes del aro. Como los tubos de escape de las

motos, el ruido anunciaba la llegada del arero,

reclamando la atención de los demás: la admiración de

las niñas, la envidia de los niños y el malestar de los

adultos… ¿A qué más se podía aspirar? Para rodar el aro

se fabricaba una especie de horquilla con alambre grueso

cuyo extremo inferior, en forma de U, era la guía. Los

que no tenían guía empujaban el aro dándole golpecitos

con un palo. Aunque eficaz, el palito quedaba menos

distinguido, como más esforzado y ramplón. Como decía,

tener un aro daba cierta notoriedad a sus propietarios.

Éstos, vanos y poderosos, decidían a quién y por cuánto

tiempo prestaban su aro, si es que lo hacían. Nuestra

revancha, la de los desarodados, llegaba cuando

organizábamos algún juego de equipo: como no podían

abandonar sus aros, los areros no participaban en

nuestros juegos.

También jugábamos al fútbol de mesa con botones,

al palicastre con un taquito de madera afilado en las dos

puntas y a la chapa con tapas de tacón de zapatos.

En tiempos adustos en los que escaseaban las

canchas y las pistas deportivas, la calle era un inmenso

polideportivo, libre, sin horarios, sin cuotas y

autogestionado…

A orillas de Tánger

179

Anisa tenía juguetes que yo no había visto ni en las

tiendas del Zoco Fuera. Como era muy pequeña, apenas

si podía jugar con algunos de ellos. Solo los rompía.

¡Cuánto me hubiese gustado llevarme alguno de esos

juguetes rotos!

En casa, la mayoría de nuestros juguetes nos los

hacía mi padre o nosotros mismos. Mis hermanos, como

todos los niños del barrio, jugaban sobre todo a la pelota

que se hacían con trapos viejos.

Mi madre me enseñó a hacer muñequitas. A ella le

enseñó mi abuela y a mi abuela su madre. Para hacer

muñequitas solo se necesitaba un par de trocitos de caña

de la misma longitud y unas hebras de lana de diferentes

colores. Con los palitos y un poco de hilo se hacía una

cruz cristiana del tamaño de una mano. El trocito

pequeño de arriba era la cabeza, los dos de cada lado los

brazos y el de abajo las piernas. Luego, solo había que

recubrir la cruz con lana de distintos colores: la cabeza

de un color, los dos brazos con un mismo color y las

piernas, es decir la falda, con otro color. Los ojos los

hacíamos con dos nuditos de lana negra y la boca con

A orillas de Tánger

180

otro de lana roja. Finalmente, hacíamos el pelo con unos

trocitos de lana negra.

Yo tenía muchas muñecas. No había dos iguales. En

Chauen jugaba con mis primas y con mis vecinas pero

aquí, en Tánger, tenía que jugar sola. El juego que más

me gustaba era el de la escuela: ponía a todas las

muñecas juntas y les hablaba de cosas. Estaba deseando

que mi hermanita Fatima creciera un poco más para que

jugara conmigo.

Mi padre nos hacía muchos juguetes. A mis

hermanos les fabricaba carritos con ruedas y pequeños

aperos de labranza. También les hacía tirachinas para

cazar pájaros. A mí, sillas, mesas y camas para mis

muñecas. Todos nuestros juguetes estaban hechos de

ramitas de árbol, de madera, de paja y de cuerda fina.

Algunos, los más bonitos, estaban pintados con pintura

roja y verde.

¿Tendría juguetes el niño esclavo?

A orillas de Tánger

181

Dichos y hechos

Las frases hechas y las comparaciones son un

recurso fácil y cómodo para expresar con gran precisión

un sinfín de situaciones y de estados de ánimo sin

necesidad de disponer de un vocabulario demasiado

extenso. Mucho más que ahora, en aquellos tiempos las

frases hechas representaban una parte importante de la

cultura popular.

Creo que la utilización de ciertas frases hechas

demuestra imaginación, agilidad mental y, sobre todo,

un gran sentido del humor. Las frases hechas y las

comparaciones forman parte de la cultura popular que,

como la andaluza, dispone de un amplio repertorio. En

realidad, son simpáticas ocurrencias que denotan un

sentido irónico de la vida, cuando no sarcástico, mordaz

o cáustico, muy en la línea del sentimiento tragicómico

español que, por reírse, se ríe hasta de sus propias

desgracias.

Las frases que reseño aquí son solo una muestra de

algunas de las frases hechas que más utilizaban mi

madre y mi abuela, es decir, los andaluces de entonces.

Las transcribo porque la mayoría son poco frecuentes.

Algunas, incluso, no las he vuelto a oír desde que era

pequeño.

Ser más malo que la carne de pescuezo: valía

tanto para referirse a alguien como a algo; supongo que

dependería del pescuezo.

Estar tan fuerte como el pellejo de breva:

forma irónica e imaginativa para decir que alguien estaba

débil.

A orillas de Tánger

182

Reventar como un triquitraque: se decía cuando

alguien estallaba en cólera. Un triquitraque era un

petardo. También se usaba como maldición: “¡Ojalá

revientes como un triquitraque!”

Ser más infeliz que un sahumerio: ¡Si será

infeliz un sahumerio!

Ser más ordinario que el papel de estraza: hay

que saber que este tipo de papel se fabrica a partir de

andrajos.

Estar hecho un ecce homo: me decía mi madre

cuando volvía con rasguños.

Ser de su tierra: ser rencoroso, retorcido.

Estar en el plato y en las tajadas: versión laica

de “estar en misa y repicando” es decir, estar pendiente

de todo.

Más amargo que la tuera: la tuera es el nombre

vulgar de una planta cucurbitácea llamada coloquíntida y

que es una especie de cohombro muy amargo que se

emplea en medicina como purgante (Ver el dicciona-

rio…).

Ser el desperdicio de un tinajo: se decía de

alguien que, además de comer mucho, comía cualquier

cosa, sobre todo las sobras; supongo que se refería a

alguna antigua costumbre de las familias rurales que

quizá consistía en echar las sobras de la comida en una

gran tinaja de barro -¿un tinajo?- para dársela luego a

los cerdos.

Ser como un tabardillo: ser pesado y cargante

como las penosas fiebres tifoideas cuyo nombre familiar

es tabardillo (Aquí también, ver el diccionario).

Entrarle a uno las siete cosas: enfermar como si

le hubiese afectado a uno los siete males (supongo que

A orillas de Tánger

183

en alusión a las siete plagas de Egipto); en realidad se

usaba cuando alguien estaba muy enfadado. También se

usaba como maldición: ¡que te entren las siete cosas!

Saltársele a uno la hiel: en general, se decía de

alguien que presenciaba a otro comer algún bocado

exquisito o, sencillamente comer, cuando él no lo hacía y

deseaba hacerlo. La hiel es el nombre vulgar de la bilis.

Saltársele a uno la bilis sería algo asqueroso ya que ésta

es muy amarga.

Sentar algo a alguien como a un santo dos

pistolas: se utiliza como imagen para decir que a

alguien, algo, por ejemplo una prenda de vestir, no le

sienta nada bien.

Más basto que el papel de lija: sin comentarios.

Tener más sueño que vergüenza: se dice

cuando alguien se cae de sueño en cualquier sitio, sin

que le dé vergüenza.

Ser el espíritu de la golosina: antojársele a

alguien, por costumbre, lo de los demás.

Tener más miedo que siete viejas: es de

suponer que, según en qué circunstancias, una pobre

vieja puede llegar a sentir mucho miedo; por lo tanto,

siete viejas pueden sentir miedo siete veces más. Lo cual

es mucho, mucho miedo.

Ser más feo que Picio: ¡Cómo no sería el tal

Picio¡

Llover más que cuando enterraron a Bigotes:

¡Cómo no llovería ese día!

Estar más tieso que la pata de Perico: o Perico

tenía una pata de palo o no podía doblar la rodilla.

Ser más tonto que Pichote: ¡Pobre Pichote! ¡Lo

que dio de sí!

A orillas de Tánger

184

Ver menos que Pepe Leches: ¡Otro que qué tal!

Ser de Pepillo Verrugas: ser muy malo, muy

travieso; se me antoja que el tal Pepillo (el) Verrugas

sería un matón de barrio.

Estar como el Inglés: por lo visto, el Inglés de

este cuento se enteraba de tan poco que, sin darse

cuenta, repetía lo que alguien acababa de decir. Por lo

tanto, esta frase se aplicaba a quien repetía algo que se

acababa de decir.

Tener más hambre que el perro de un ciego:

supongo que de todos los mendigos, el ciego era el que

menos monedas recibía porque con eso de que no veía,

la gente se hacía más remolona…

Tener menos vergüenza que el gato de una

fonda: supongo que sería porque en las fondas los gatos

veían de todo.

Moverse más que el rabo de una lagartija: se

aplicaba sobre todo a los niños inquietos, que no

paraban de moverse.

Mucho te quiero perrito pero pan, poquito: se

decía cuando alguien no compartía algo o no hacía

ningún favor a quien decía querer mucho.

Pasar más frío que un perro chico: ¿Habéis

notado cómo algunos perritos están casi siempre

temblando?

Comer como si se tuviese la solitaria: se decía

de alguien que comía mucho, como si, de tener la

solitaria –ese gusano infecto que el que más y el que

menos hemos tenido alguna vez en nuestra vida-

provocara mayor apetito (¡Se decía porque el larguísimo

gusano también tenía que comer!).

Salado como la carne de perro: posiblemente

A orillas de Tánger

185

nos encontremos aquí ante una reminiscencia de los

efectos de la hambruna de la España más sufrida.

Tener menos sesos que un mosquito: sin

comentario.

Ser como una sabandija: ser malo –travieso-

como un bicho.

Oler a perro muerto: quien nunca haya olido a un

perro muerto no sabe qué es oler verdaderamente mal.

Ser más pesado que la bragueta de un pastor:

¿por qué precisamente de un pastor? Misterio.

Ser más flojo que la bragueta de un viejo: aquí

ya se entendería algo más.

Tener más mierda que el palo de un gallinero:

quién haya visto el palo de un gallinero sabe de qué va la

cosa; el que no lo haya visto, se lo puede imaginar.

Ser más delicado que la mierda de gato: ser

demasiado sensible o susceptible (no se recomienda

hurgar nunca con un palito una deposición de gato: su

olor infecto se propagaría por los aires).

Ser más feo que un tiro de mierda: no se es

más sucio ni más pestoso ni más asqueroso, sino más

feo, porque… ¿habrá algo más feo que un tiro de mierda?

A orillas de Tánger

186

A modo de ejemplo, respetando –y quizá

exagerando un poco- el acento andaluz del momento,

relataré lo que podía haber sido una escena familiar

cotidiana.

Situación: yo, como en muchas otras tardes, pude

haber estado jugando a la pelota con mis amigos y,

después de mucho tiempo, pude haber vuelto a casa a

enfrentarme con mis tres mujeres.

Yo:

- ¡Mamá! ¡Mamá! Ehtoy ahilao. ¡Tengo má hhambre

qu’er perr’un siego!

Abuelita:

- ¡Ay, po’ loh clavo de Crihto, shiquillo! ¡Mira cómo

vieneh, con máh mierda qu’er pal’un gallinero! ¡Y

ademá’h vieneh hesho un eseomo! ¡Un día te vá’h

a dehá lo’h seso! ¡Te voy a matá! Hay que vé,

hay que vé, ehte niño va a acabáh con nosotrah,

no’h’etá llevando poh la calle l’amargura.

Yo:

- Pero abuelita, ¡Si solo e’h’tao huando ar furbo!

Mamá:

- ¡Hugando te iba a ti dá yo! ¡Qu’ereh máh malo

que la cahne pehcueso!

Yo:

- ¿Y qué cahne é hesa amá?

Mamá:

- Anda, toma er bocadillo y callate de una vé, que

parese que tieneh la solitaria, ¡Siempre comiendo!

Yo:

- ¡Mamá ehte pan ehta máh tieso que la pata Perico

A orillas de Tánger

187

y er shoriso máh seco que’l’oho un tuerto y mah

salao que loh pehrro!

Abuelita:

- Si tan ehmallao ehtá, cómetelo ya de una vé y

calla, bahto, ¡qu’ereh máh bahto qu’er papé

d’ehtrasa!

Mariluz:

- Ademáh, no sé de qué te queha’, con lo tragón

que ereh, que parese h’er dehperdisio’un tinaho.

Y vé a lavarte que hueleh a perro muerto.

Yo:

- ¡Uma mierma pa ti gomo er fombrero d’un bicaó!

Mamá:

- ¡Que no digah palabrota! Y menoh con la boca

llena. ¡Sinvergüensa!

Yo (a mi hermana):

- ¡Sabandija! ¡Qu’ereh mah tonta que loh peloh der

culo! ¡Esaboría!

Mariluz:

- ¡Mamá! ¡Mira er niño, otra veh m’ha insurtao! ¡Y

ademah, me’htá hasiendo la peseta! ¡Malahe,

qu’ere h’un malahe!

Abuelita:

- No le hagah caso hiha qu’ehte niño tiene menoh

vergüensa qu’er gat’una fonda. Ademah, ¿no veh

qu’el pobre eh máh’infelí qu’un sahumerio?

Mariluz:

- ¡Ehcushimisao, qu’ehtah harbilao y ehcushimisao!

Yo:

- ¿Yo? Mira, mira que fuerte ’htoy.

Mariluz:

- Si, como er pelleho breva.

A orillas de Tánger

188

Mamá:

- ¡Bueno niño, ya’htá bien! ¡Qu’ereh máh pesao

que la braguet’un pahtor!

Yo:

- ¡Amá mira la niña, me’htá’siendo bu’la!¡Y mirala,

amá! Seh’ta comiendo un caramelo. ¡Pá que se

me sarte la hié!

Mariluz:

- ¡Eso eh mentira! ¡Embuhtero! ¡Ohalá revienteh

com’un triquitraque! ¡Que ereh máh feo qu’un tiro

mierda! ¡Mamá! ¡Mira! ¡Ma tocao!

Mamá:

- ¡Ya’hta bien niña, tú también! Qu’ereh máh delicá

que la mierda gato.

Yo:

- ¡Que t’entren lah siete cosah mohquita muerta,

que nunca a’h roto un plato y lah matah callando!

¡Suavona! ¡Que tieneh musha consha!

Mariluz:

- ¡Mariquita suca, mariquita suca!

Yo:

- ¡¡¡¡Amaaaaaaaaaaaá!!!!

A orillas de Tánger

189

El cine

Mucho antes que Woody Allen en La rosa púrpura

del Cairo, en mi barrio de la calle de Holanda ya

inventamos eso de que los personajes salieran de la

pantalla y se encarnaran en la vida real. Mis amigos y yo

nos encargábamos de eso.

En efecto, cada vez que salíamos de ver una

película, emulábamos a los personajes que acabábamos

de ver. Un día éramos pistoleros, otro día indios o

vaqueros, otro policías o ladrones, espadachines del rey

o esclavos romanos, eligiendo cada uno el bando según

sus filias.

El cine debía costar relativamente poco porque mi

madre me permitía ir a menudo con mis amigos. Cuando

iba con ellos casi siempre iba al cine París que estaba

muy cerca de casa, en la calle de Fez.

Nuestro escenario favorito era el campo del pozo,

casi frente al cine y al costado de la Plaza Nueva, ya en

mi barrio. El campo del pozo era el lugar idóneo para

jugar al cine, o a lo que fuere, sin molestar a nadie y sin

ser molestado. Dependiendo de la película que

acabásemos de ver, nuestras escenificaciones resultaban

más o menos agitadas y ruidosas. En ese sentido, las

más escandalosas eran las películas de vaqueros. Por lo

general, siempre nos excedíamos en la interpretación de

nuestro papel, ya fuésemos indios o vaqueros: después

de la función, el campo del pozo parecía más un campo

de minas que un inofensivo solar arcilloso. De todas las

películas, las más peligrosas para nuestra integridad

física eran las de espadachines. Fue una suerte que

nunca nos saltáramos un ojo con las espadas de caña o

A orillas de Tánger

190

de madera que improvisábamos sobre la marcha.

La mayoría de las películas que llegaban por aquel

entonces a las salas de cine de Tánger –por lo menos,

las que yo veía- tenían una única clasificación: todas

eran de buenos y malos. En las de vaqueros los malos

eran los indios, en las de aventuras africanas, los malos

eran los negros y los animales salvajes, en las de

romanos, los romanos y en las de marcianos, los

marcianos. También ponían películas cursis y películas

españolas edulcoradas, sobre todo en el cine Rex, allá en

el Zoco Fuera. Algunas vi con mi madre y con mi

hermana Mariluz: Sissi Emperatriz, Lili, Mujercitas,

Recluta con niño, El pequeño ruiseñor...

Mis películas, las que elegíamos mis amigos y yo,

eran “Mogambo”, “La isla del rey Salomón”, “Hatari”, “La

guerra de los mundos”, “Ultimátum a la tierra”, todas las

de Tarzán, las de mosqueteros y las de vaqueros.

Pero, de todas las películas, la que más me impactó

en mis inicios cinéfilos fue una que se llamaba Liane. Fui

a verla con mis amigos en el cine Lux. Tendría yo diez

años. Liane era la historia a todo color de una chica de

pelo largo rubio y de indumentaria básica que vivía sola

en la jungla, rodeada solo de animales salvajes. Como

Tarzán, iba de liana en liana –de ahí su nombre- aunque

algo más delicada y graciosa que el rey de los monos.

Esa tarde, en el cine, viendo cómo Liane evolucionaba

tan rica y lindamente entre las copas de los árboles, a

mis amigos y a mí nos sorprendió la última de las

enfermedades infantiles: la pubertad. Las hormonas,

inesperadas, bulliciosas y traviesas, correteaban desde la

punta de los dedos de nuestros pies hasta los oídos,

deteniéndose algunas en el pecho para golpearlo

A orillas de Tánger

191

salvajemente. Creo que ese día, mis amigos y yo

dejamos de ser niños. ¡Cuántas veces, Liane, estuve

rebobinando tu película en la pantalla confusa de mis

sueños adolescentes!

Lo que menos me gustaba del cine era el NODO,

programa oficial de noticias del régimen de Franco. Me

disgustaba porque siempre era en blanco y negro,

porque su sintonía, también en blanco y negro, era

fatigosa e inquietante -como amenazante-, y porque

nunca contaba nada divertido. También me molestaba

mucho la voz aflautada y estridente del único narrador

que, al parecer, tenían en plantilla.

Desde muy pequeño yo ya era un consumado

aficionado al cine. Me encantaba el cine. Podía ver

cualquier película, hasta las insoportables. Para mí, ir al

cine era como viajar, como soñar despierto, como vivir

una doble vida. Sin proponérmelo, siempre me

encarnaba en alguno de los personajes y, por lo general,

las cosas siempre me salían bien.

Lo que más odiaba de las películas era cuando

aparecía en la pantalla la palabra FIN, aunque lo

pusieran en inglés: “The End”. Era un mazazo. Te

devolvía a la vida real, aburrida y llena de prohibiciones

y de reglas que no podías infringir sin ser descubierto y

castigado.

Por suerte, mis amigos y yo teníamos el campito

del pozo donde, reconstruyendo guiones y aventuras,

practicábamos terapia de grupo para sobrevivir al mundo

adulto, plano y opresor…

A orillas de Tánger

192

Buarraquía

Muy cerca del Zoco Fuera, a la izquierda de la gran

plaza si nos poníamos de espaldas al cine REX, había una

pequeña calle que flanqueaba el cementerio musulmán.

Era la calle Buarraquía. En sí, la calle Buarraquía nunca

tuvo ninguna peculiaridad que le permitiera gozar de

popularidad alguna. Es más, al contrario de la mayoría

de las calles de esa zona, llenas de vida y de color, la

calle Buarraquía era de lo más anodino e insignificante.

Hasta que llegaron los stocks americanos.

Los stocks americanos no eran ni más ni menos que

cientos de fardos de ropa de segunda mano que alguien

embarcó en Estados Unidos para venderlos en Tánger.

Los vendedores, cada uno al cargo de uno o dos fardos,

exponían la ropa en el suelo a lo largo de toda la calle.

Como la ropa era muy barata y, además, provenía de

América, la calle Buarraquía se hizo famosa entre la

gente humilde por las verdaderas gangas que en ella se

podía encontrar.

- ¡Mira s’ñora! ¡Roba miricana di primira! –le

pregonaba un vendedor a mi madre.

- ¡Vistidos bonitos di lojo! ¡Bantalones di cuadros

y di raya vija! -gritaba otro muy convencido.

- ¡Abrigos calintis y ligantis! ¡Abrigos di tris

mochos! – clamaba uno un poco más lejos.

- ¿Qué mochos? –preguntó mi madre toda

escamada.

- Si s’ñora: mocho bonito, mocho buino y mocho

b’rato –contestó el vendedor con sonrisa picarona.

- ¿Cuánto vale este abrigo? –preguntó mi madre

riéndose y dando la impresión de coger un abrigo de niño

A orillas de Tánger

193

al azar.

- Vintinivi bisitas, s’ñora -contestó el hombre sin

dudarlo un solo instante. ¡

- ¡Uy, qué caro! – exclamó mi madre dejando

caer el abrigo en la pila de ropa.

- ¿Cuánto bagas? –preguntó el hombre viendo

que se le escapaba una venta.

- Doce pesetas –propuso mi madre.

- Vintisinco –contrapropuso él.

- Catorce –ofertó mi madre al ver que no se

desmayó del susto.

- Vintiona – contraofertó el vendedor.

- Diecisiete y no se habla más – sentenció

definitivamente mi madre.

- Guaja, s’ñora –terminó aceptando el vendedor,

probablemente más necesitado del dinero que nosotros

del abrigo. Ostid sir mocho dora combrando -seguía el

hombre- yo birdir mochos deneros contego. Isti brigo

miricano como nuevo, calidá numiro uahed. Culshi

mizzian S’ñora, ¡culshi mizzian! -aseguraba el hombre

mientras mi madre le daba un repaso exhaustivo al

abrigo antes de pagar.

Pese al reclamo y al esfuerzo de los vendedores, el

estilo de ropa de la calle Buarraquía no correspondía ni

mucho menos al que se usaba en Tánger en esos

momentos. Las prendas que llegaban de América, sobre

todo las de mujeres, aunque antiguas de cinco o más

años, eran más atrevidas y vistosas que las que

estábamos acostumbrados a usar y ver. En efecto, no

solo eran más coloridas y pintorescas sino que su corte y

su diseño eran como más imaginativos, más

espectaculares. Algunos modelos me parecían excesivos

A orillas de Tánger

194

hasta a mí, que no se podía decir que fuese

precisamente demasiado crítico en la materia. Muchos

vestidos, incluso, estaban adornados con multitud de

insufribles lentejuelas y perlitas de colores que,

imprevisiblemente, hacían las delicias de las jovencitas

de familia humilde. Porque, obviamente, las de las

familias más o menos acomodadas, por suerte para ellas,

ni se imaginaban la existencia de la calle Buarraquía.

Por la calle, los entendidos podían adivinar sin

equivocarse quién conocía la calle Buarraquía. Esa

práctica llegó incluso a utilizarse, en según qué barrios,

como arma arrojadiza en discusiones de calle:

- ¡Desgraciao, que te vistes en la calle Buarraquía!

Al principio de la moda Buarraquía, nuestra madre

nos compró bastante ropa a Mariluz y a mí. Sobre todo

de abrigo. Eso sí, solo se decidía por alguna prenda

después de someterla a un severo control, tanto de

calidad como estético. Nunca se le hubiese ocurrido

comprarnos nada estrafalario o de mal gusto, por mucho

que abrigara. Por lo demás, a nosotros nos encantaba

saber que llevábamos ropa de América, como la que la

gente se ponía en las películas.

A veces, como los precios eran verdaderamente

baratos, nuestra madre nos permitía encapricharnos de

alguna prenda. Recuerdo que Mariluz se quedó con un

par de vestidos esperpénticos con lentejuelas y pedrería

multicolor que parecían un par de arbolitos de Navidad

pero que, con muy buen criterio, solo se ponía en casa.

Alguna vez, supongo que para tratar de rentabilizar la

inversión, intentó, sin éxito, disfrazarme con ellos…

A mí me tocó un traje de vaquero que consistía en

un conjunto formado por unas perneras -que se ataban

A orillas de Tánger

195

por el interior de las piernas, sobre los pantalones- y por

un chaleco. Lo más llamativo del traje eran unas

enormes manchas de color blanco y marrón que imitaban

una piel de vaca. En verdad, ese traje aplacaba un viejo

sueño mío desde que descubrí las películas de vaqueros:

de mayor, yo quería ser vaquero. El colmo de la felicidad

llegó cuando, pocas semanas después, los Reyes Magos

me trajeron -¡por fin!- una cartuchera con un revólver,

una estrella de sheriff y, para remate, un sombrero de

vaquero. ¡No había niño más feliz que yo! ¡Era Burt

Lancaster en Veracruz!

En otra ocasión, aunque sin entusiasmo, mi madre

aceptó comprarme unos pantalones bombachos de tejido

grueso verde cuyos bajos se ataban a la altura de las

pantorrillas. Al parecer, eran igualitos a los pantalones

de Tintín que yo, por aquel entonces, solo conocía de

oídas. Mi madre, que sabía mucho de ropa, decía que

eran pantalones de golf pero opinaba que, pese a que le

parecían bonitos, me sentaban como a un santo dos

pistolas. Pero yo ya no quise quitarme nunca más esos

pantalones. Hasta el día que, en la escuela, sin yo saber

cómo, un niño se enteró de que me los compré en

Buarraquía y me delató públicamente.

- ¡Lleva pantalones de Buarraquía! ¡Lleva

pantalones de Buarraquía!, -gritaba el niño como un

descosido en medio del patio sin dejar de señalarme con

el dedo. ¡Lo hubiese estrangulado! ¡Capullo!, gritaba yo

para mis adentros.

Muy a pesar mío, ese fue el último día que llevé

esos pantalones verdes de golf igualitos a los de Tintín.

A su manera, la calle Buarraquía rindió un

importante servicio a mucha gente.

A orillas de Tánger

196

Después de que perdiera su trabajo en el puesto de

melones, mi padre consiguió otro de vendedor de ropa.

Lo consiguió gracias a un vecino del callejón Venezuela

que también era rifeño. El trabajo de mi padre estaba en

una calle del Zoco Fuera, pegada al cementerio. A veces,

mis hermanos mayores iban con él para ayudarle. Por las

mañanas, mi padre se levantaba muy temprano porque

tenía que recoger el fardo de ropa en un almacén que

había más abajo del Zoco Chico, cerca del puerto, donde

dejaba por la noche lo que no había vendido. Por lo que

contaba mi padre, lo peor era subir a cuestas el enorme

fardo de ropa, calle arriba, hasta el cementerio. Para

evitar eso, algunos vendedores no volvían a su casa y

pasaban la noche junto a su fardo. Ya hacía dos meses

que mi padre tenía este trabajo. El mismo tiempo que yo

cuidaba a Anisa.

Aunque mi padre trajo a casa alguna prenda de

vestir de las que vendía, mi madre quería que fuésemos

un día juntas para comprarme algo.

Así pues, un sábado a mediodía, mi madre vino a

esperarme con Brahím y Fatima a la salida de mi trabajo,

A orillas de Tánger

197

en el edificio Venezuela, para ir al puesto de mi padre.

Las dos estábamos muy ilusionadas. Mi madre tenía

miedo de perderse porque no recordaba bien el camino

que solo hicimos una vez, cuando fuimos todos juntos a

pasear, hacía ya más de un año. Pero llegamos bien, sin

perdernos. Una vez en el Zoco Fuera solo tuvimos que

preguntar dónde estaba la calle de la ropa.

Mi madre y yo, un poco nerviosas, nos adentramos

en la calle. Se llamaba calle Buarraquía, como el

cementerio que estaba junto a ella. La calle estaba llena

de gente y de ruido. A cada lado había hombres

vendiendo ropa a gritos. Cada uno tenía a sus pies una

montaña de ropa sin ordenar, que las mujeres revolvían

y revolvían sin parar. Entre los compradores habían

muchas cristianas. Por fin, ya casi al final de la calle,

vimos a mi padre y a mis hermanos. Como en los demás

puestos, en el de mi padre también había mucha gente

mirando y remirando la ropa. Mi madre se detuvo un

momento, sonriendo, como saboreando la escena: ¡mi

padre al cargo de un puesto, vendiendo ropa! Nos

acercamos y cuando mi padre me vio, me sonrió. Se

acercó a mí y me abrazó. ¡Hacía dos meses que no nos

veíamos!

Mi madre, como las demás, también se puso a

mirar la ropa del puesto de mi padre. ¡Las prendas,

todas cristianas, eran maravillosas! Aunque sabíamos

que era ropa usada nos parecía de lujo. De un

montoncito que tenía detrás de él, mi padre cogió un

abrigo rojo y se lo lanzó a mi madre. Era un abrigo de

niña con botones dorados y el cuello de color negro. En

el puesto de al lado, una niña cristiana que estaba con su

madre y su hermano, miró mi abrigo de reojo. Me

A orillas de Tánger

198

pareció que hubiese querido quedárselo ella pero ese

abrigo iba a ser mío. Después de mirarlo detenidamente,

mi madre me preguntó si me gustaba. ¡Que si me

gustaba! ¡Hubiese dado cualquier cosa por tener ese

abrigo de cristiana! Mi madre habló con mi padre en voz

baja y, al cabo, salimos de allí con el abrigo debajo del

brazo, además de una chaquetita blanca y de una blusa

rosa. Yo quise ponerme el abrigo pero mi madre no me

dejó. Me dijo que me lo pondría más adelante, cuando

hiciera frío.

Cuando llegamos a casa, siendo ya casi la hora

para entrar en casa de Anisa, mi madre me permitió que

me pusiera la blusa de color rosa porque no parecía

sucia. Estaba deseando que hiciera frío para ponerme el

abrigo. ¡Ya soñaba con las prendas que más adelante

podíamos conseguir en el puesto de mi padre!

A orillas de Tánger

199

¡Fun, fun, fun!

En Tánger, los españoles celebraban las Navidades

con mucho entusiasmo. A ello se unía que los

comerciantes, sobre todo los españoles, decoraban sus

vitrinas con motivos apropiados, intentando animar a la

gente a que les comprara algo más que lo de costumbre.

Lógicamente, las tiendas que más empeño ponían eran

las de juguetes y las de ropa. Discretamente, al

acercarse las Navidades, el centro de la ciudad se vestía

de fiesta.

En las casas, no había familia española, por muy

humilde que fuese, que no montase su belén. A tenor de

lo que yo veía en las vitrinas, había belenes para todos

los gustos: grandes, sencillos, sofisticados…; todos eran

bonitos. El primero que yo recuerdo en casa era uno

recortable, de papel. Aunque algo humilde –“como debe

ser”, decía mi abuela–, a mí me encantaba. Además del

belén, también se solía colgar alguna que otra bola de

navidad, contagio de los tangerinos franceses que, al

contrario de los españoles, no montaban belenes sino

árboles de navidad con luces, bolas de colores y finas

serpentinas brillantes. Las bolas de cristal, por sus

colores, por sus reflejos y por la perfección de su forma,

parecían mágicas.

Una de las muchas razones por las que me

gustaban las Navidades era por los dulces que hacían mi

madre y mi abuela. La base de la mayoría de estos

dulces era a menudo la misma: harina, azúcar, aceite y,

dependiendo del acabado final, más o menos huevo. Los

mejores eran las rosquillas y los pestiños en almíbar.

Sobre todo cuando estaban recubiertos con bolitas

A orillas de Tánger

200

multicolores. A veces, mi padre solía traer de los

restaurantes donde trabajaba dulces navideños:

mantecados, polvorones, rosquillas de vino, turrones y,

sobre todo, alfajores, mis favoritos. Junto con los dulces

también traía deliciosos trozos de pavo frío.

Mi fervor por los Reyes Magos era tal que, una

noche, en la casa de la calle de Colombia, hasta ví a uno

de ellos dejando juguetes. Me pegué un susto de muerte.

Al día siguiente, temeroso de haber cometido alguna

infracción más, no dije nada a nadie. Recuerdo

perfectamente que ese año me echaron los Reyes un

juego de construcción consistente en unos pequeños

bloques de madera, de formas y colores variados, con los

que, mediante más imaginación que posibilidades, podías

hacer todo tipo de edificios. Durante mucho tiempo fue

mi juguete favorito. Incluso cuando ya lo perdí de vista.

Al siguiente año, los Reyes me trajeron otro

juguete que también me gustó mucho. Era un pequeño

pingüino negro y aterciopelado al que se le daba cuerda

y caminaba abriendo las alas. Debía yo tener unos siete

años. A la vez que me gustaba mucho, el pingüino me

tenía muy intrigado: que caminara y abriera las alitas

cuando se le daba cuerda pasaba, pero que también

abriera el pico, eso ya no lo entendía yo tan fácilmente.

Y lo que tuvo que pasar pasó: lo despellejé y descubrí

que debajo de su bonito y suave manto negro había un

cuerpo de chapa procedente de una lata de té chino.

Creo que ese día perdí la inocencia y me hice mayor.

Pero, lo que más me gustaba de las navidades

tangerinas, eran las murgas. Formadas por grupos de

amigos, las murgas recorrían la ciudad cantando

villancicos, regalando alegría y humor a raudales. Era

A orillas de Tánger

201

uno de los más esperados alicientes de las fiestas.

Además, como rivalizaban entre si, alcanzaban un

sorprendente grado de perfección. El resultado era

extraordinario, tanto desde el punto de vista estético

como del artístico. Cada murga tenía su propio atuendo,

casi siempre hecho con papel crepé de colores, al que no

faltaba ningún detalle, incluidos los sombreros. A la vista

de ello, podía intuirse semanas y semanas de

preparación. El colorido era la nota más destacada.

Los instrumentos, casi todos confeccionados por

ellos mismos, eran comunes a todas las comparsas.

Recuerdo las roncas e imponentes zambombas

confeccionadas con enormes latas de conserva. Los

estridentes sonajeros hechos con trozos de tablas a los

que les habían clavado una infinidad de chapas

aplastadas. Sin olvidar las alegres panderetas, con largos

y palpitantes lazos multicolores y que, en manos

expertas, eran la chispa de la murga. También estaban

los triángulos metálicos y, como no, las botellas vacías

de anís del mono, imprescindibles en estas

celebraciones. Algunas murgas, las más perfeccionadas,

hasta tenían bandurrias, probable herencia de

reconvertidos tunos, muy numerosos en Tánger. Y,

naturalmente, estaban los villancicos, aquello por lo que,

en realidad, se agrupaban todos esos amigos. Los

villancicos eran los mismos que los que cantábamos en

casa, solo que, en boca de las murgas y acompañados

por tal despliegue de instrumentos y de color, parecían

otra cosa.

Para mí, ver pasar una murga en Navidad era una

gran felicidad, un momento irrepetible que hubiese

querido conservar para siempre…

A orillas de Tánger

202

De Cruz Roja

Tendría yo seis años cuando se me infectaron las

amígdalas. Cuando eso ocurría, las amígdalas se

hinchaban como albóndigas. Por aquel entonces, esta

dolencia se remediaba a lo bruto: arrancándolas de

cuajo. Hoy en día, por fortuna, ya no se extirpan. Se les

da tratamiento y se curan.

Recuerdo que mi madre me llevó al hospital de la

Cruz Roja Española que se encontraba cerca del bulevar.

Estábamos en la salita de espera cuando de la consulta

salió una niña llorando. Cuando llegó mi turno entramos

en la habitación y me topé con un médico con bigotes y

de aspecto enfadado.

- Tú, se ve que eres un valiente, ¿eh?: no irás a

llorar ¿verdad? –me dijo en tono amenazante. Creo que

fue la primera vez que alguien aludía a mi supuesta

valentía y, como no podía defraudar, me obligué a no

llorar.

Desde la silla en la que estaba sentado, el

individuo, ¡que a lo mejor ni era médico! me cogió del

brazo, me atrajo hacia él y me apretó fuertemente los

brazos y las caderas entre sus rodillas. En un tono frío y

flemático, como de gran profesional al cabo de la calle,

me ordenó que abriera la boca todo lo que pudiera. Hice

lo que pude. Luego, con la cabeza inmovilizada por su

mano izquierda, vi con el rabillo del ojo como blandía en

su otra mano un artefacto parecido a unas tijeras pero

con dos cucharas redondas en la punta. Me metió el

artilugio en la boca. El aparato estaba frío y, al notarlo

en el fondo de mi garganta, me produjo arcadas. Oí un

desgarro y vi como depositaba una albóndiga

A orillas de Tánger

203

ensangrentada en un recipiente de acero inoxidable en

forma de judía. Todavía la estaba mirando de reojo,

incrédulo, receloso y asustado, cuando la otra albóndiga

saltó al lado de la primera. Estúpidamente cumplidor de

la promesa que en realidad no hice, no lloré. Pero las

ganas no me faltaban. En realidad, creo que estaba

paralizado por el dolor y, sobre todo, por la impresión. El

individuo quizá logró que yo no llorara pero más me

hubiese valido que no me hiciera daño. Aunque, supongo

que hubiese sido mucho pedir.

Mi madre, supongo que impresionada también,

intentaba consolarme todo lo que podía. Después de un

rato, cuando me recompuse, me envolvió la cabeza con

una toalla blanca que se trajo de casa y, en un taxi –fue

la primera vez que me subía en un coche- nos fuimos a

casa.

El taxi nos dejó al principio de la calle de Colombia

y tuvimos que recorrer unos metros a pie. Noté como

todo el mundo me miraba. Con la cabeza envuelta en

una gran toalla blanca era difícil pasar desapercibido.

Sentí mucha vergüenza; hasta que entré en casa y me

pude refugiar llorando en los brazos de mi madre…

Casualmente, la segunda vez que me subí en otro

coche fue también en otro taxi-ambulancia para ir a

urgencias.

Muy probablemente, esa tarde, como en otras

muchas, hice o dije algo que no debía. Vivíamos en el

piso del 21 de la calle de Holanda. Ya teníamos el

restaurante. Tití, mi tío, estaba con nosotros ese día.

No sé bien qué ocurrió, pero el caso es que, en un

momento dado, mi hermano Juan me echó la bronca y,

como me quería coger, yo, que era un especialista en

A orillas de Tánger

204

escapismo, salí corriendo por el pasillo. Pero lo hice con

tan mala fortuna que resbalé y, con la velocidad que

llevaba, fui a dar con la frente en la arista del quicio de

madera de una puerta. Ahí supe lo que era abrirse la

frente. Porque me la abrí.

En el taxi, Juan y Tití me llevaron a la Casa de

Socorro que estaba en la Avenida de España. Mi madre

se quedó en casa con Mariluz y con abuelita. Las tres

estaban angustiadas. De todos nosotros, creo que el que

peor lo pasó fue Juan.

En la Casa de Socorro me pusieron tres

impresionantes grapas metálicas que me tuvieron muy

preocupado pensando que podían oxidarse.

Hoy en día, después de tantos años, todavía se me

puede ver la cicatriz en la frente. Durante mucho tiempo

me estuve preguntando si había gente desquiciada

porque, de pequeños, se habían abierto la frente contra

el quicio de alguna puerta… Por fortuna, eso no era así.

A orillas de Tánger

205

Una de las tardes de sábado que tenía libre, al

llegar a casa, me llevé la sorpresa de que mi padre

estaba allí. Como él trabajaba los sábados por la tarde,

no le veía desde hacía mucho tiempo. La alegría de verle

duró poco: mi madre me dijo que ya no trabajaba. Por lo

visto, un vendedor chivato y miserable le acusó ante el

jefe de llevarse ropa para casa. Aunque mi padre le

aseguró que pagó esa ropa, el jefe le echó

inmediatamente. Mi madre dijo que no le importaba

porque acarrear la ropa desde el almacén hasta la calle

Buarraquía le estaba matando. Una vez más, mi padre

estaba triste y apesadumbrado.

Esa misma tarde, como ya todos los sábados, mi

madre aprovechó para darme un baño, como de

costumbre, en la palangana.

Le estaba contando lo que había estado comiendo

esos días cuando, de pronto, mi madre me apartó hacia

la luz que entraba por la ventana.

- ¿Cómo te has hecho esto en la espalda? -me

preguntó, inquieta.

Como yo no contestaba llamó a mi padre y le

A orillas de Tánger

206

enseño mi espalda. Por lo visto tenía varios moratones.

Llorando, tuve que explicarles que la culpa de que se

rompieran varios platos en la casa de los amos no fue

mía.

Curiosamente, a mis padres no les importó que yo

rompiera los platos. Querían saber cómo me di esos

golpes en la espalda. Aunque Mustafá, el amo, me avisó

de que si les decía algo a mis padres ellos también me

pegarían por haber roto los platos, reconocí la verdad y

les expliqué que, a causa de mi torpeza, Mustafá me

pegó con una vara.

Mi padre se enfadó mucho y quiso ir a casa del

amo. Yo estaba cada vez más confundida y asustada,

pensando en lo que allí me podía pasar si iba mi padre.

Mi madre le suplicó que no fuese. Le dijo que la gente

rica siempre salía ganando y que los pobres siempre

perdíamos. Después de gritar y echar fuera su enfado,

mi padre decidió que yo no volvería nunca más a esa

casa. A mi madre le pareció bien y a mí también. Hacía

tiempo que ya no era feliz allí y que hubiese dado

cualquier cosa por estar sólo con mi madre y mis

hermanitos.

¿Le pegaría mucho el hombre santo al niño

esclavo? Solo pensarlo me estremecía.

A orillas de Tánger

207

Sobre ruedas

Desde muy pequeño yo ya tenía obsesión, más que

pasión, por cualquier medio de locomoción que me

pudiera transportar.

Empecé por los coches de pedales. Había visto

alguno por la calle pero nunca tuve ocasión de subirme

en uno. Por fortuna, muy pronto tuve el acierto de

descartar cualquier posibilidad de tener un coche como

esos.

Con lo que me conformé ya menos, fue con la bici.

Nunca perdí la esperanza -¡pobre de mí!- de que los

reyes me trajesen una. Nunca renuncié a ello. Mi

obsesión por tener una bici era tan grande que, en el

piso de la calle de Holanda, me enroscaba dentro de una

cámara de rueda de camión que usábamos como flotador

cuando íbamos a la playa. Pretendía así rodar por el

largo pasillo que atravesaba el piso de punta a punta. Lo

único que conseguía, lógicamente, era darme con la

cabeza contra el suelo y las paredes. Por más que

insistía, nunca conseguí dar una sola vuelta completa.

Después de muchos días de reiterados intentos

frustrados tuve que resignarme y, tan derrotado como

amoratado, abandoné definitivamente el proyecto.

Hasta que un día de julio, finalizando las clases, se

hizo el milagro: mi madre anunció que Richaud, el

cartero realquilado, se marchaba y nos dejaba su

bicicleta. Me dijo que yo podría disponer de ella

temporalmente siempre que tuviese cuidado. Mi padre

me acompañaría de vez en cuando a pasear por sitios

seguros. Nunca pensé que algún día, esa inalcanzable

bicicleta que yo veía todos los días en el pasillo, iba a ser

A orillas de Tánger

208

mía. Aunque fuese por poco tiempo.

El primer paso ya estaba dado. Aún faltaba dar el

segundo: aprender a montar. Lo cual no fue fácil. En

efecto, como además de chaparrito yo era paticorto –con

mucha paciencia, con los años pude arrancarle unos

cuatro o cinco centímetros a mi código genético-, no

podía sentarme sobre el sillín porque mis pies no

llegaban a los pedales. Por otro lado, la barra horizontal

del cuadro era una verdadera tortura para mis

incipientes –pero muy mías- partes blandas. Total, que

tuve que ideármelas para poder acceder a los pedales

pasando una pierna por debajo de la barra. Era

incomodísimo aprender a montar en esas condiciones:

mi cuerpo y la bici formaban una V que ocupaba todo el

ancho del pasillo. Así, a fuerza de perseverancia y a

costa de seguir golpeándome la cabeza contra las

paredes del cada vez más estrecho corredor, un día

conseguí mantenerme en equilibrio.

El primer día que mi padre me propuso salir con la

bici fue la culminación del milagro. Fuimos andando

desde casa hasta el instituto español dónde, justo en

frente, pegado al Sagrado Corazón, había una explanada

que estaban urbanizando. A toda esa zona le llamaban el

Parque Brooks. Ese día, aunque estuvimos allí mucho

rato, se me hizo cortísimo. Mi padre se quedó leyendo en

un banco, vigilándome de lejos. Yo no paraba de ir y

venir. Disfrutaba como nadie. Una de las veces que

fuimos al Parque Brooks me atreví a pasar la pierna por

encima de la barra. ¡Aunque de puntillas, llegaba a los

pedales! La sensación de libertad era indescriptible. ¡Solo

me faltaba volar!

Sin duda, ese fue el verano más feliz de mi vida.

A orillas de Tánger

209

Una vez más, nos teníamos que cambiar de casa.

Mi padre, aún sin trabajo, buscó otra más pequeña y

barata en un barrio que había al final de la calle de Fez,

al borde de la parte baja de la M’Sallah.

Se dio la circunstancia que esa misma mañana,

cuando estábamos preparando las cosas para salir, vino

un cartero con una carta de Chauen para nosotros.

Probablemente era en respuesta a la que enviamos dos

años y medio atrás. Mi madre abrió rápidamente el sobre

pero, claro, no pudo leerla. Mi padre tampoco. Entonces

le pidieron al hijo de una vecina, un chico joven,

Mustafá, que hiciera el favor de leérnosla. Mi madre no

podía contener sus nervios. Además de nostalgias y

cariños, la carta traía malas noticias: mi abuelo, el padre

de mi madre, había muerto. Se despeñó desde unas

rocas, en el monte Tisuka, cuando estaba buscando

hierbas para curar los fríos de mi abuela. Tardaron cinco

días en encontrarlo y otros dos en sacarlo del fondo de la

montaña. Mi madre se medio desmayó y lloró mucho. Mi

padre quiso retrasar la mudanza hasta el día siguiente

pero mi madre no quiso. Ese fue un día muy triste para

A orillas de Tánger

210

todos.

A ninguno nos gustaban ya las mudanzas. Y menos

cuando sabíamos que íbamos a una casa peor que la que

teníamos. Siempre nos tocaba marcharnos cuando ya

empezábamos a acostumbrarnos al barrio, a sus calles, a

sus tiendas y a su gente. Yo lamentaba mucho tener que

dejar este barrio donde estuvimos varios años.

Mi madre decía que lo que menos le gustaba era

tener que pasar delante de la gente con nuestras cosas.

Decía que así, con la casa a cuestas, se sentía como

desnuda por la calle. Desde el día que dijo eso yo

también me sentía desnuda cuando nos mudábamos y,

como ella, caminaba rápido y mirando al suelo. Mi padre,

por lo contrario, caminaba con la cabeza alta, empujando

con fuerza el carrito con los colchones y los cacharros.

Miraba lejos, delante de él, no viendo a nadie. A mi

madre, esta vez, no parecía importarle nada ni nadie. A

causa de la noticia de la muerte de mi abuelo, la

mudanza de ese día fue particularmente penosa.

Al salir por última vez de nuestro patio, vi que el

bakalito santo estaba sentado delante de su tienda. Al

pasar delante de él, como no pude escupir en el suelo,

sin mirarle dije “jalúf” en voz baja. Creo que debió oír mi

insulto porque se puso de pie como un muelle aunque

probablemente no se creyera que yo me atreviera a una

cosa así. Yo tampoco me creí capaz de decirlo.

Más abajo, a nuestro paso, la gente de los patios

del callejón Venezuela parecía examinarnos. Quizá por

eso mi padre nos decía de ir más de prisa. Algunas

mujeres hasta murmuraban tapándose la boca con la

mano cuando pasábamos delante de ellas. En mis

adentros las maldecía con todas mis fuerzas.

A orillas de Tánger

211

Por si fuese poco, el carrito se rompió. Fue delante

del último patio del callejón, justo antes de llegar a la

calle de Holanda: una de las dos ruedas salió rodando

calle abajo y Said y Larbi tuvieron que correr tras ella

para recuperarla.

- ¡Se ha roto el eje! -dijo mi padre muy enfadado,

masticando las palabras.

Después de dejar los colchones y los cacharros en

el suelo, le dio la vuelta al carro para intentar repararlo.

En un instante, todos los niños del barrio y algunas

viejas arpías se instalaron alrededor nuestra para

curiosearnos.

- ¡Uhú tatahú! ¡Uhú tatahú! –gritaban los niños

riéndose y burlándose de nosotros.

No pudiendo soportarlo, mi madre y yo, con los

pequeños, nos alejamos hacia la calle de Holanda. Ya

allí, vimos cómo, casualmente, un poco más arriba de la

calle, la familia cristiana que vivía arriba del cafetín

también se mudaba. Estaban llenando un camión con sus

muebles y cosas. Sentados contra la pared, pudimos ver

como bajaban camas de hierro y colchones. También

bajaron mesas, sillas, armarios, cajas... ¡no acababa

nunca! Nosotros, los pobres, lo teníamos mucho más

fácil. Aunque a mí, en realidad, me daba mucha envidia…

Al cabo de mucho rato, mi padre y mis hermanos

mayores aparecieron por el callejón empujando el

carrito. Habían conseguido repararlo. Nos unimos a ellos

y, calle abajo, emprendimos de nuevo viaje hacia la

novedad y lo desconocido. Mi madre, en silencio, rompió

de nuevo a llorar tapándose la cara con un pañuelo.

- No te importe llorar, mujer –le dijo mi padre-

llorar es bueno cuando se está triste. Las lágrimas

A orillas de Tánger

212

suavizan las penas.

El camión de los cristianos pasó junto a nosotros.

Miré hacia atrás y vi que la familia seguía en la calle

mirando cómo sus muebles se alejaban. Por un momento

me pareció que la niña también nos miraba a nosotros.

A orillas de Tánger

213

Villa Mogador

Probablemente porque el alquiler del piso de la calle

de Holanda nos salía demasiado caro, nos trasladamos a

otro piso situado en la anglosonante calle de Oxford.

Juan estaba en Casablanca desde hacía un par de meses.

Después de pasar por Colombia, por Castilla y por

Holanda, lo lógico es que acabáramos en Oxford. La

casa, de dos viviendas –nosotros ocupamos la de arriba-

hasta tenía nombre: Villa Mogador.

Al sur de la calle de Holanda, la calle de Oxford era

perpendicular a la calle de Fez y estaba camino de los

Suanis. Por su parte baja, formada por unas escalinatas,

desembocaba al sur de la M’Sallah.

La gran novedad de la casa de la calle de Oxford

era su relativa independencia y las vistas dominantes de

su azotea en la que yo pasaba muchas horas y a la que,

por cierto, se accedía desde el interior del piso.

Recuerdo que, en el cuarto de baño, el agua

caliente procedía de un calentador que consistía en un

depósito cilíndrico de chapa de cobre bastante alto,

situado en el suelo, justo delante de la bañera. Para

calentar el agua que pasaba por el alambique bastaba

con prender hojas de periódico en el interior. El grifo del

que salía el agua caliente, muy largo, estaba en la parte

superior del termo, a una apreciable altura de la bañera.

Esto hacía que el chorro, al caer sobre la masa de agua

que se iba acumulando, provocara bastante ruido. Se oía

en toda la casa. Invadía las paredes y las habitaciones

pero no era un ruido desagradable: era un ruido sordo y

grave que inspiraba bienestar, seguridad y sosiego.

Nuestra calle pertenecía a una enorme barriada en

A orillas de Tánger

214

la que no recuerdo haber nunca visto vecinos españoles

o europeos.

Desde la azotea de la casa podía ver que un par de

calles más al sur vivían varias familias europeas y judías

de cuyos niños me hice amigo. Uno de ellos, Laredo, iba

a mi escuela. La edad de Laredo era indefinible, muy

difícil de adivinar. Calculo que tendría como un par de

años más que yo, es decir unos doce o trece años.

Laredo era un verdadero personaje. Era muy bajito y su

cabeza, hundida en el pecho, era grande, como

cuadrada. En proporción, sus brazos eran muy largos.

Cuando caminaba no doblaba los codos y los brazos se

columpiaban con amplitud y sus manos, finas y

alargadas, se bamboleaban hacia atrás como si sus

muñecas fuesen a romperse. Uno de sus rasgos más

llamativos era su espalda y su pecho: Laredo tenía

joroba delante y detrás. Aún así, lo más vistoso de

Laredo no era ni su joroba, ni sus brazos, ni su cabeza.

Lo más llamativo era su sonrisa. Siempre estaba

sonriendo. Tenía una boca enorme, descomunal, con

grandes dientes separados entre si. Creo que nunca le vi

sin sonreír. Siempre estaba bromeando. Incluso cuando

los demás se metían con él –cosa que ocurría muy a

menudo- se lo tomaba a risa. Parecía dotado de una

inteligencia superior que, como si fuese un antídoto a la

crueldad y una técnica de autodefensa, le permitía reírse

hasta de sí mismo, consiguiendo que los demás se

aburrieran y lo dejaran en paz. No obstante, si las cosas

iban demasiado lejos, cuando el listillo de turno se daba

media vuelta, Laredo, sin perder la sonrisa, se agachaba

ligeramente y, con su potente dentadura, le asestaba un

mordisco en el culo para gran regocijo de todos nosotros.

A orillas de Tánger

215

Pese a que apenas vivimos un año en la calle

Mogador, las escenas que allí pude presenciar se me

quedaron grabadas para siempre.

A orillas de Tánger

216

La casa nueva se encontraba en un gran patio que

había detrás de la calle Oxford. En el patio había tres

casitas construidas con ladrillos y chapa ondulada. La

nuestra era la más pequeña. Mi padre, que ya había

estado allí varias veces, nos explicó que la dueña era una

vieja que vivía sola en la casa más grande y que en la

otra casa vivía una nieta suya con su marido y sus dos

hijos pequeños.

Apenas pasamos la cancela, dos perros de campo

se abalanzaron sobre nosotros como fieras. Nos

quedamos paralizados pero mi padre, al que los perros

ya conocían, se interpuso rápidamente en medio y los

perros se calmaron y empezaron a olisquearnos a todos

de arriba abajo. Cuando terminaron fueron a sentarse a

la sombra de una enorme higuera que casi cubría la casa

más grande. También correteaban por el patio varias

gallinas y un par de gallos. El suelo de tierra del patio

estaba todo lleno de cacas de perro y de gallina. De

pronto, como una aparición, de la casa grande salió la

vieja bajo la higuera. Durante unos instantes se detuvo

en su puerta, mirando hacia nosotros. Su espalda estaba

A orillas de Tánger

217

totalmente doblada hacia delante y, sin embargo, su

cabeza se mantenía recta. Era impresionante. Sus ojos,

hundidos en lo alto de una cara larga y flaca, parecían no

poder ver nada. Sin dejar de mirarnos, la vieja empezó a

hablar como con ella misma. Parecía que estaba

renegando de nosotros. De su boca, también hundida, le

salían los dos colmillos de arriba. Creo que nos

impresionó a todos, incluida mi madre. De repente,

balanceando unas largas manos que casi tocaban el

suelo, sin dejar de hablar, vino hacia nosotros seguida

por los perros.

- ¡Assalam u alaicum! -saludó mi padre en voz alta,

casi gritando.

La vieja ni se inmutó. Se acercó rápidamente a

nosotros y nos examinó de cerca mientras emitía

gruñidos. Por un momento creí que también nos iba a

olisquear. Cuando pasó a mi lado, rozándome, un

escalofrío me recorrió la espalda. Sin querer, me vinieron

a la mente las historias de la temible Aïsha Candisha que

mi abuela nos contaba a mis primas y a mí y que luego

no me dejaban dormir. Sin parar de gruñir, la vieja se

dio media vuelta y se dirigió al fondo del patio. Allí, ante

nuestro asombro, se levantó las naguas y, descubriendo

unas enormes nalgas flacas y blancas, se agachó y se

puso a orinar a la vista de todos nosotros, sin que le

diese vergüenza.

- Hamidu, ¿dónde nos has traído? ¿Dónde nos has

traído? –preguntó mi madre en voz baja. Mi padre, con

la mirada baja y triste, no contestó.

La casa, por llamarla de alguna forma, era aún más

pequeña que la del callejón Venezuela. Se componía

solamente de una habitación. Sobre el suelo, que era de

A orillas de Tánger

218

tierra, mi padre había puesto unas planchas de madera

vieja que encontró por ahí. En el tejado también puso

madera debajo de las chapas onduladas pero, desde

dentro, todavía podía verse algunas rendijas por donde

pasaba la luz del sol. Si lloviera, el agua entraría por ahí.

Mi padre dijo que lo terminaría de arreglar antes de que

lloviese.

Ese día, mi madre se lo pasó tumbada sobre el

colchón, sin ganas de hablar ni de hacer nada. Estuvo así

dos días. Mi padre nos explicó que la muerte de su padre

le había afectado mucho y que no nos preocupáramos,

que pronto estaría mejor. Yo tampoco dejaba de pensar

en mi abuelo y en la forma en la que murió.

A los pocos días, cuando mi padre no había aún

terminado de arreglar el tejado, la lluvia nos sorprendió

y el agua entró por el techo. Uno de los dos colchones y

parte de la ropa quedaron empapados. Por suerte, solo

llovió unas horas. Al día siguiente, mi padre vino con una

gran lona de color gris con la que cubrió el tejado. Eso

fue definitivo pero del suelo de tierra subía mucha

humedad.

Durante muchos días mi madre siguió triste y sin

apenas hablar.

Unas semanas después de habernos mudado a esa

casa, mi padre encontró un trabajo de ayudante de

albañil. Mi hermano mayor, Said, se fue con él como

aprendiz. Lo de Said puso a mi madre muy contenta.

Decía que aunque no le pagasen esa era una gran

oportunidad que no podía desaprovechar. La obra se

hallaba muy cerca de nuestra calle. Era una casa que

acababan de empezar y, si todo iba bien, mi padre y

Said podían tener trabajo durante unos tres meses,

A orillas de Tánger

219

hasta que se terminara.

Conforme fueron pasando los días y las semanas,

mis padres, animados por tener trabajo, hacían planes

para el futuro como, por ejemplo, cambiarnos a una casa

mejor. Pero la obra y el tiempo avanzaban rápidamente

y, como previsto, en tres meses y medio acabaron la

casa y mi padre se quedó de nuevo sin trabajo. Said

decía de no preocuparnos porque él encontraría trabajo

de albañil. Cosa que, por supuesto, nunca ocurrió.

A orillas de Tánger

220

Gallinas locas

Encaramado a la ventana de la cocina de la casa de

la calle de Oxford, con la ventaja que me daba la altura

del primer piso, podía perfectamente ver las humildes

casas de un par de familias marroquíes que vivían justo

abajo, detrás de nuestra casa.

Allí, protegidos entre higueras, había tres cobertizos

de ladrillos rojos con tejado de chapa ondulada oxidada y

que, aparentemente, solo utilizaban para dormir y comer

ya que hacían el resto de su vida al aire libre, en el patio

de tierra. Ahí fuera cocinaban, lavaban la ropa, tomaban

el té y los niños jugaban. La que más trajinaba era una

vieja muy encorvada que siempre estaba gesticulando y

hablando sola. Me recordaba a la bruja de La Casita de

Chocolate y, debo reconocerlo, me producía pavor.

Creo que nunca se dieron cuenta que yo les espiaba

y admito que me gustaba hacerlo. Observar sin ser visto

me procuraba una sensación muy especial, indefinible,

picante. Como cuando haces algo prohibido. El caso es

que, por mucho que lo intenté, durante mucho tiempo

nunca observé nada raro. Salvo comprobar la frágil

transparencia de la gente humilde de verdad.

Hasta que ocurrió lo de la gallina.

Resulta que, como casi todas las familias

marroquíes que disponían de unos palmos de tierra,

estas familias criaban gallinas. Entre éstas había un par

de gallos petulantes y engreídos que, sacando pecho, se

abrían camino entre ellas con paso lento y suspendido,

mirando al mundo desde lo más alto de su roja y

encrestada suficiencia. Estos dos gallos, igual de “gallito”

el uno que el otro, me despertaban cada mañana con sus

A orillas de Tánger

221

cantos engolados e impertinentes. Alrededor de ellos

faenaba la docena de gallinas. Algunas con pollitos.

Todas ellas eran humildes, discretas y sumisas pero

afanosas y esforzadas porque, al contrario de los gallos -

que sea dicho de paso, nunca supe de qué vivían- se

pasaban el día cavando la tierra con pico y pata para

arrancarle hasta la más mínima brizna que llevarse al

buche. Era verdaderamente conmovedor verlas trabajar

tanto por tan poco, absolutamente entregadas a su

misión compulsiva, sin descanso y sin quejas, como si la

vida solo fuese eso.

Hasta ese momento, yo no había aún asumido muy

bien por qué la gente tenía gallinas. Creía que brotaban

como los gatos y los perros: porque sí, por casualidad,

sin más. Hasta que un día vi como la bruja Piruja de

Hansel y Gretel salió detrás de una:

- ¡Alli! ¡Alli meh’ná!, -le gritaba para que viniese a

ella.

Cuando la alcanzó, la tumbó sobre una piedra y, sin

mediar palabra, con un gran cuchillo le cortó el cuello.

Debo reconocer humildemente que, pese a la gran

cantidad de invertebrados, artrópodos y bichejos varios

que yo había llegado a diseccionar a esa altura de mi

vida, cuando vi esa escena me quedé muy impresionado.

Recuerdo que, instintivamente, me encogí y me escondí

aún más detrás de mi ventana para que la Piruja no

viese que había sido testigo de su terrible acto. El

corazón me machacaba el pecho. Pensé que la vieja

estaba loca de remate. Pero las emociones no quedaron

ahí. Lo que luego siguió me turbó aún más: la gallina, o

lo que quedaba de ella, sin cabeza, ¡salió corriendo

alocada y desordenadamente, con el pescuezo lacio

A orillas de Tánger

222

dando bandazos y salpicando sangre por todas partes,

agitando las alas como para querer levantar vuelo y

escapar de los perros que, entre ladridos y gruñidos, la

perseguían dando brincos! ¡Era el espectáculo más

esperpéntico, ridículo y grotesco que jamás había visto

en toda mi vida! Después de un par de carreras

atolondradas y de varios tropiezos, la gallina

descabellada se desplomó sin más. ¡Era increíble!

¿¡Cómo era eso posible!? Intuí que acababa de asistir a

un milagro aún más extraordinario que el de los rabos de

mis lagartijas que, sin cuerpo ni cabeza, coleteaban con

furia al desprenderse.

Más adelante, seguí espiando con mayor frecuencia

para intentar sorprender de nuevo esa misma escena y

confirmar que no la había soñado. Con mucha paciencia

y tesón lo conseguí: pude presenciar de nuevo el

descabezamiento de varias gallinas. Y, curiosamente,

siempre se repitió la misma escena. Por mi parte, debo

decir que me producía más aversión que regodeo.

Probablemente, nada de esto contribuyó a atenuar mi

aborrecimiento por la carne de pollo que ya arrastraba

desde la casa de la calle de Holanda, cuando a mi madre

también le dio por criar gallinas.

Ya más confiado y sosegado, desde mi mirador

secreto también pude observar cómo, después del

sacrificio, las mujeres jóvenes desplumaban las gallinas

y, entre verduras, las metían en el agua hirviendo de

una olla plantada sobre el fuego.

Descubrí que, contrariamente a los gatos y a los

perros, las gallinas no estaban ahí porque sí, como por

casualidad…

A orillas de Tánger

223

El cabrero

Algunas veces, por la calle de Oxford pasaba un

pastor, de aspecto tosco y cara de enfado, con un rebaño

de cabras. Pese a que vivíamos cerca del campo, era un

evento que no pasaba desapercibido.

Una de las razones por la que el paso del rebaño

llamaba la atención era que las cabras ocupaban todo el

ancho de la estrecha calle y la gente debía pegarse a las

paredes para que pudieran pasar. Otra razón eran los

sonidos. Y es que, en efecto, los sonidos eran una parte

importante del espectáculo: el campaneo de los

cencerros de las cabras grandes, el tintineo de las

campanitas de las pequeñas y, en gran medida, el

constante balar. Pero, por encima de todos los sonidos,

cubriéndolos hasta apagarlos, destacab

an las llamadas del pastor. Eran gritos guturales

bisilábicos cuya intensidad el hombre graduaba según si

los dirigía a las cabras que estaban rezagadas o, por lo

contrario, a las que encabezaban el rebaño. El repertorio

de gritos estaba limitado a cuatro o cinco voces

únicamente. Al parecer eran suficientes para cubrir las

necesidades de conducción de todo el rebaño. A veces,

quizá cuando veía que el rebaño corría el riesgo de

desbandarse, el pastor lanzaba un grito terrorífico.

Entonces, todo el rebaño se paralizaba y permanecía en

silencio, quedando las cabras como fulminadas. Las

cabras y el barrio. Durante unos instantes la calle

quedaba congelada y muda. Al grito de guerra del pastor

no rechistaba nadie. Y es que el hombre, sin perro, tenía

que imponerse.

Después del paso del rebaño la calle siempre

A orillas de Tánger

224

quedaba tapizada con infinidad de bolitas negras -por

fortuna, inodoras e inocuas- que las chicas jóvenes de

las casas, provistas de escobillas hechas de hojas de

palmera, entre risas y bromas alejaban cuantas más

podían de su puerta, formando en el centro de la calle un

espeso y negro reguero.

- ¡A wili, a wili! - se lamentaban las niñas riendo

mientras barrían.

- ¡Yal’lah, fissa, fissa! ¡Andik’al j’rá!– les

apremiaban sus madres, temerosas de que alguna bolita

entrara rodando en sus casas.

Algún que otro domingo, al paso del rebaño, mi

madre bajaba a la calle con una jarrita de aluminio y se

la daba al pastor.

- Mohamé, lléname la jarrita - le decía mi madre.

- Guaja, María, son dos riales - le contestaba él con

su voz bronca y rota pero con un tono

sorprendentemente dulce que contrastaba con su cara de

constante enfado.

Tengo que explicar que el hombre no se llamaba

necesariamente Mohamed. En todo caso, lo que sí es

seguro es que mi madre no tenía ni idea de su nombre

pero era costumbre de los españoles llamar Mohamed a

cualquier marroquí del que no conocieran el nombre. Y

es que este nombre era muy corriente. La fórmula, que

en el fondo era de educación, respondía a lo que podría

ser la aplicación de las estadísticas a la vida cotidiana.

De la misma manera, a las mujeres marroquíes se les

llamaba Fatima -así, sin acentuar la primera sílaba. Mi

madre se llamaba Elvira y no María. Esto también

respondía a las estadísticas.

Atendiendo la petición de mi madre, el pastor

A orillas de Tánger

225

depositaba la jarra en el suelo, cogía una cabra y, en un

periquete, la ordeñaba. Instantes después, mi madre me

ofrecía la jarra con leche aún caliente y con abundante y

espesa espuma.

- Toma, bébetela, para que te hagas grande y

fuerte - me decía.

La leche templada despedía el tufillo de las cabras.

Era un olor fuerte pero no desagradable. El sabor era

agridulce. Yo tomaba la leche con convicción, casi con

fruición, por lo de hacerme grande y fuerte.

Un día, desde mi azotea, vi aparecer al cabrero

solo, sin cabras. Bueno, en realidad venía con una. De

verle habitualmente acompañado por docenas y docenas

de cabras y envuelto en un clamor de balidos y

campaneos a verle tan solo y silencioso, resultaba

anormal. Con la cabra pegada a él como un perrito, se

paraba delante de cada puerta de la calle. Aquello era

extrañísimo.

- Mamá, mira el cabrero –le dije a mi madre que

estaba recogiendo la ropa de las cuerdas.

- ¡Qué raro! –dijo mi madre cuando se asomó. Algo

ha pasado.

De repente, en el peldaño de una de las puertas, la

cabra posó sus pies delanteros y baló. Entonces, el

cabrero, con muy malas pulgas, golpeó fuertemente la

puerta de madera y empezó a gritar vete a saber qué

cosas. Al cabo de unos instantes salió una mujer

gritando aún más que él y se enzarzaron en una

discusión que atrajo a la mitad del vecindario. La cabra

seguía balando sin bajarse del peldaño. De pronto, por

encima de los gritos del cabrero y de la mujer, del

interior de la casa salió un tembloroso y agudo balido

A orillas de Tánger

226

que calló a los contendientes como si zanjara

definitivamente la discusión. La mujer se metió en su

casa y dio un portazo. Unos segundos después, cuando

ya el cabrero se abalanzaba como para echar la puerta

abajo, ésta se abrió dejando salir a un precioso cabrito

blanco antes de volver a cerrarse rápidamente. El

cabrero, rodeado de las vecinas y de todos los niños de

la calle, estalló entonces en gritos, insultos y maldiciones

que no solo parecían destinados a la mujer sino a todo el

vecindario. Mientras, el cabrito, hambriento, no soltaba

la mama de la que, por lo visto, era su madre. Mientras

mamaba, no paraba de sacudir su rabito.

Mi madre, que tampoco se perdió la escena, dijo

algo nerviosa:

- ¡Pues ha habido suerte de que el marido no

estuviese en casa!

- ¿Por qué, mamá?

- Porque entonces hubiesen brillado las facas.

Y es que mi madre suponía que el hombre había

venido provisto de alguna navaja.

Esa fue la última vez que el cabrero pasó por mi

calle.

A orillas de Tánger

227

Antonio Vázquez

Junto con Luis Serrano –romántico poeta rebelde,

condenado por Cupido a estar enamorado a perpetuidad,

pero también ilusionado Peter Pan que por no querer

hacerse mayor hasta dejó de crecer- y Ricardo Guerrero

–que, pese a su belicoso nombre y apellido, era incapaz

de matar una mosca, físicamente impecable y

verbalmente aséptico, educado, prudente y responsable

como un salvavidas-, junto con ellos pues, Antonio

Vázquez –que unos años después, para su gran

turbación, iba a ser premio Planeta- formaba parte de los

mejores amigos de mi hermano Juan. Los cuatro eran

niños de la guerra -amordazados por el perverso bozal

fascista- de verbo casto y prudente pero de intelecto

inquieto y de cultura hambrienta.

Antonio Vázquez -que, en realidad, se llamaba

Antonio Ángel Vázquez, nombre completo que repudió

porque, según decía, no quería que le confundieran con

ningún torero, adoptando el de Ángel Vázquez a efectos

literarios- era, como Luis, un niño grande. Por su cabeza

-despoblada y bulliciosa- se agitaba constantemente un

sinfín de pensamientos y de ocurrencias que, muy en

contra de su voluntad, se desparramaban por sus

diminutos y guasones ojos que protegía del mundo con

unos gruesos cristales antibalas. A veces, cuando la

tentación ya era incontenible, dejaba caer, sin apenas

abrir la boca, algún comentario irrefrenable. Como no

era demasiado locuaz, había que estar muy atentos para

no perderse sus hilarantes ocurrencias, casi siempre

salpicadas de expresiones jaquetíes extraídas de lo más

profundo de la memoria judeo-cristiana de su insigne

A orillas de Tánger

228

señora madre, Doña María, y de la Juanita Narboni cuya

perra vida ya estaba seguramente concibiendo mientras

encendía y apagaba la luz... De vez en cuando, como

para obsequiarnos, hablaba imitando a los judíos de su

barrio –allá por la calle de Esperanza Orellana y los cines

Alcázar y Capitol, camino del Marshán- utilizando

expresiones y giros que solo su madre y Juanita conocían

y que tenían la virtud de sorprendernos siempre. De esa

guisa, salpicaba sus frases y comentarios con algunos

“wos wos, mi bueno” estratégicamente situados, con

maldiciones lapidarias del tipo “se le caiga el mazzah” o

con amenazas de violentos aguaceros como “shahatáhs".

Recuerdo también cómo ironizaba con la sociedad

hispano-tangerina de medio pelo. A menudo se metía

con unos conocidos suyos –el Sr. Cerezo y el Sr.

Cerezales- a los que no les perdonaba la aversión de

éstos por lo que llamaban la chusma arábigo-andaluza

de Tánger.

Entre amigos, Antonio era un personaje entrañable,

un buhali simpático. Yo, pese a mi corta edad, disfrutaba

mucho escuchándole. Aún recuerdo que me enseñó a

pronunciar con cada una de las vocales aquella famosa

frase de Cuando Fernando Séptimo usaba palet”: “canda

Farnanda sáptama asaba palatá”, y así sucesivamente

con todas las vocales. Aunque su frase preferida era la

de “Como como poco coco, poco coco compro”, que

siempre que tenía ocasión soltaba para hacernos reír a

mi hermana y a mi.

Cuando Antonio Vázquez apareció por casa con Luis

y con Ricardo, yo tenía nueve o diez años. Además del

humor, Antonio me permitió descubrir ciertos adelantos

de la vida moderna que yo nunca había visto de cerca.

A orillas de Tánger

229

Así pues, recuerdo que un día trajo a casa su

tocadiscos Teppaz. Era una especie de maletín alto, de

color gris, cuya tapa desmontable era el altavoz. Junto

con el tocadiscos trajo varios discos, pequeños, de los de

cuarenta y cinco revoluciones. Curiosamente, algunos de

estos discos eran de colores -amarillos, rojos-, que

llamaban mucho la atención. De todas las canciones,

recuerdo las de la trilogía casera: La casita en Canadá,

Una casa portuguesa y La casita de papel que, junto con

la de Mustafá, no pararon de sonar durante los meses

que el tocadiscos estuvo en casa.

En otra ocasión trajo unos enormes prismáticos con

los que, desde la azotea de la casa de la calle Oxford, me

tiraba las horas escudriñando la lejanía, las casas y los

campos del sur de Tánger intentando sorprender algún

crimen o alguna escena prohibida. Lo que más me

chocaba era el silencio de las lejanas escenas que

observaba. Los sonidos que me rodeaban nunca se

correspondían con las imágenes que veía. Era como ver

una película con la banda sonora equivocada, dos

realidades simultáneas pero extrañas, incompatibles,

desfasadas.

Creo que Antonio se divertía mucho viendo el efecto

que todos esos adelantos tecnológicos causaban en mí

como cuando trajo el View Master, un artilugio al que le

metías un disco con minúsculas fotos en diapositiva que

mirabas a través de un doble visor. Las imágenes

aparecían en relieve. Recuerdo perfectamente una serie

de unos jardines muy kitsch de alguna ciudad de Estados

Unidos en los que aparecían chicas vestidas a la moda

del siglo XVIII. La atmósfera de las escenas era irreal,

como la de los cuentos. Otro disco reproducía Alicia en el

A orillas de Tánger

230

País de las Maravillas. Aquí, por lo contrario, los

personajes, incluidos los naipes, parecían reales.

Antonio me regaló también un par de libros de una

colección que presentaba el texto en la página de la

izquierda y dibujos en la de la derecha. Uno era La

Cabaña del Tío Tom, que me causó mucho impacto y el

otro La Isla Misteriosa que, más tarde, en su versión

íntegra, pasó a ser uno de mis libros favoritos.

También recuerdo que en las negras y últimas

Navidades que pasamos en la casa de la calle Oxford, es

decir, las últimas en Tánger, el único regalo que recibí en

reyes lo trajo Antonio. Era un pequeño avión de plástico

que había que ensamblar uno mismo. Aunque, el regalo

más extraordinario que me hizo fue un teatrillo de cartón

que él conservaba desde pequeño. Se montaba el

escenario con bastidores desplegables y, sobre ellos, se

posaba los decorados, vistosos y coloridos,

correspondientes a la obra de teatro que se eligiera.

Había varias obras, en cuadernillos de versión reducida,

con sus propios personajes, también en cartulina, que

movías por medio de unos tirantes de cartón. Durante

años me pasé horas y horas jugando solo, con el teatrillo

de Antonio.

Sin lugar a dudas, Antonio expresó en mí el cariño

y la amistad que sentía por Juan y por mi familia.

A orillas de Tánger

231

La fiesta del borrego

Si con lo de la gallina descabezada creía haberlo

visto todo en mi vida, estaba muy equivocado.

En la misma casa de la calle de Oxford donde

aprendí tanto sobre los pollos, también supe que los

musulmanes, una vez al año, celebraban una gran fiesta

que ellos llaman Aïd el Kebir, es decir, la fiesta grande.

Esta fiesta es también conocida como la fiesta del

borrego. En realidad, era la fiesta por antonomasia. Para

los musulmanes, el Aïd el Kebir es quizá más importante

que la Navidad para los católicos.

Los largos prolegómenos de la fiesta, junto con las

respuestas de mi madre a mis reiteradas e incansables

preguntas, completaron mi preparación como observador

privilegiado de los acontecimientos que iban a suceder

en nuestra calle.

En mi barrio, todo empezaba con la llegada del

cordero, unos días antes de la fiesta. Emocionados y

radiantes, los padres de familia traían a casa el animal

que acababan de comprar. La mayoría lo traía andando,

otros en un carrito de madera hecho por ellos mismos y

algunos, los menos, lo traían en bicicleta. Al llegar a la

calle, se armaba inmediatamente un revuelo entre la

chiquillería propia y ajena. La actitud de los niños para

con el animal, al igual que la de los mayores, era

absolutamente respetuosa. Estaban entusiasmados e

intrigados pero, en todo momento, demostraban un gran

respeto por el animal. Por lo general, los borregos eran

alojados en las azoteas pudiendo llegar a convivir en

algunas hasta media docena de ellos. Allí solo hacían

comer la hierba que les traían y expulsar canicas negras.

A orillas de Tánger

232

Por las noches, probablemente invadidos por la añoranza

de las verdes praderas, se ponían todos a balar

tristemente. No había quien durmiera.

Según mi madre, para las familias marroquíes

humildes, que todas las que nos rodeaban lo eran, tener

un cordero era un acontecimiento extraordinario. Mi

madre decía que así como las familias occidentales

utilizaban la Navidad como pretexto para excederse en

pequeños lujos, las familias musulmanas aprovechaban

la fiesta del cordero para asegurar la reserva de carne en

casa durante unas semanas, después de carecer de ella

durante el resto del año. Bueno, eso, explicaba mi

madre, era la teoría porque luego invitaban a los

familiares y en dos días ya no quedaba nada. Al parecer,

el esfuerzo económico que ello suponía era enorme e

injustificado: quedaban entrampados por mucho tiempo.

Desde luego, yo, debido quizá a la mala racha que nos

tocó vivir en la casa de la calle de Oxford, cuando veía

entrar un cordero por la puerta de una casa, cambiaba

inmediatamente el estatus de esa familia y los hacía

ricos.

No obstante, pude comprobar que muchas otras

familias no traían borregos para el Aïd el Kebir. Humildes

entre los humildes, esas familias, como para preservarse

de la amargura que produce a veces la felicidad de los

demás y como para no caer en la fácil tentación de la

envidia que engendra la desigualdad, permanecían

encerradas en sus pequeñas casas oscuras, con pocas

ganas de celebraciones. Solo sus niños, modosos y

silenciosos, miraban discretamente a los afortunados

desde su puerta medio entornada. Una de las familias sin

borrego era la que vivía detrás de casa, la que yo

A orillas de Tánger

233

espiaba por la ventana de la cocina.

Hasta que por fin llegó el día de la fiesta del

cordero. Por cierto, nunca entendí muy bien por qué, a

ese día, se le llama la fiesta del cordero. En todo caso

sería la fiesta de la devoción, o de los niños, o de la

comida, pero no precisamente la del pobre cordero que,

salvo haber comido en esos días como nunca, no tenía

ningún motivo de alegría.

Ése día, Ahmed, nuestro vecino de enfrente,

ayudado por sus hijos mayores y rodeado por la pequeña

prole, sacó al dócil cordero a la calle, lo tumbó sin

esfuerzo en el suelo y, sin que le temblara el pulso, le

pasó por el cuello el cuchillo que unos momentos antes

le vi afilar sobre uno de los adoquines de la calle. Fue un

instante mágico: todo el mundo guardó silencio y quedó

expectante. Durante una fracción de segundo, todo

quedó parado. Algo importante iba a ocurrir. En efecto,

tardé unos segundos en darme cuenta: del cuello del

pobre animal brotaba un chorro de sangre. Entre

gemidos roncos y disonantes, el cordero intentaba

tímidamente mover las patas que los hombres asían con

desmedida fuerza.

- Mesquín… -oí que se compadeció en voz baja

Nadia, la más pequeña de las hijas de Ahmed.

Cuando me quise dar cuenta, un río de sangre

corría cuesta abajo abriéndose paso entre los adoquines

y saltando truculentamente las escalinatas que había

más abajo: era la sangre de todos los corderos de la

parte alta de la calle. Algunos vecinos de la parte baja de

la calle, blandiendo cuchillos sangrientos, subieron muy

enfadados a increpar a Ahmed y a los vecinos de más

arriba. Supuse que era a causa del río de sangre. ¡La

A orillas de Tánger

234

escena era apocalíptica!

Yo, pese a que estaba envalentonado por la

presencia de tanta gente, desde mi azotea pensé que lo

de la gallina, comparado con esto, no era nada. Por lo

visto, no me preparé demasiado bien para el

acontecimiento porque la visión del cordero quieto,

silencioso, vaciándose de una sangre que no parecía

acabarse nunca, me dejó temblando.

Cuando al cordero ya no le quedaba ni una sola

gota de sangre que prodigar, Ahmed, sin permitir que

nadie le ayudara, lo cogió por los pies de delante y por

los de detrás y, con la determinación de los que saben

que están haciendo algo importante, se lo echó sobre los

hombros y lo subió a la azotea. Ya arriba, lo colgó por las

patas delanteras sobre una barra fijada a la pared. Al

cordero, más dócil que nunca, le colgaba blandamente la

cabeza sobre el costado mientras que de su boca salía

una espesa y enorme lengua amoratada.

Con el cuchillo, Ahmed le hizo una pequeña incisión

en una de las patas traseras, cerca del muslo. Intrigado,

vi como introducía en el corte un trozo de caña fina por

la que luego empezó a soplar, soplar y soplar. De vez en

cuando, exhausto y lívido por el esfuerzo, dejaba el turno

a uno de sus hijos mayores para que siguiera soplando.

¡Yo estaba intrigadísimo! De pronto, el cordero empezó a

hincharse. ¡Lo estaban inflando! Al cabo de un buen rato

de soplarle sin parar, el animal era un monstruoso globo

de lana de donde emergían cuatro diminutas patitas. Más

tarde me dijo mi madre que esa técnica permitía

despegar fácilmente la piel de la carne sin estropearla.

Luego, cuando el borrego-globo ya parecía que iba a

estallar, Ahmed le hundió el cuchillo a la altura de la

A orillas de Tánger

235

garganta y, prodigiosamente, el globorrego se desinfló

lentamente, emitiendo un largo y definitivo suspiro de

alivio.

Inmediatamente, manejando el cuchillo multiuso

con gran dexteridad, nuestro vecino despojó al pobre

animal de la totalidad de su piel. ¡Se quedó en nada! Era

un cuerpecito rosado y ridículo con una enorme cabeza

aún recubierta de su piel lanuda. ¡Una verdadera

humillación!

Seguidamente, lo pusieron en el suelo y, rodeado

ya solo de mujeres y de palanganas, Ahmed le abrió el

vientre sacando todo tipo de vísceras, tripas y quien

sabe qué. De todo eso poco vi. Mi ansia por aprender no

daba para tanto y preferí bajar a casa a relatarle a mi

madre lo que había visto.

- ¡Mamá! ¡Han matado al borrego, lo han inflado y

le han quitado el pellejo! –le solté a mi madre a modo de

informe resumido.

Por la tarde, ya de vuelta a las andadas, pude ver

en las azoteas, colgando de las cuerdas de tender la

ropa, parte de los despojos, así como las deformes tripas

que, durante días y días quedaron ahí expuestas al sol

para secarse junto con la piel del borrego que, ya lavada,

resplandecía blanca e inmaculada.

La fiesta iba a durar varios días. Esa noche, pese a

tantas emociones, dormí como un tronco: no se oía ni un

solo balido. Los pobres corderos guardaban un cumplido

silencio…

A orillas de Tánger

236

Hacía ya varios meses que mi padre había

terminado el trabajo de albañil y seguía sin encontrar

otra cosa. Said tampoco conseguía trabajo y hacía ya

mucho tiempo que se acabó el dinero que mi madre

pudo ahorrar. En el patio, justo al costado de nuestra

casa, con mucha paciencia, mi padre logró cultivar

algunos tomates, lechugas, zanahorias y patatas. Pero

eran insuficientes para quitarnos el hambre. Una vez

más, la penuria y la privación se instalaron en casa.

Así, llegó el Aid, la fiesta más importante. En

Tánger nosotros nunca la celebramos. En el barrio donde

vivíamos, parecía que la mayoría de la gente celebraba

la fiesta. Debían de ser ricos porque un borrego costaba

mucho dinero.

Desde la boca de nuestro callejón veíamos cómo

todas esas familias preparaban con alegría la fiesta.

Nosotros, sobre todo mi madre, nos sentíamos tristes

por no poder hacer lo mismo. Las fiestas como las del

cordero eran ocasión para que las familias se reunieran

para comer y divertirse. Pero nosotros, aquí en Tánger,

no teníamos ni familia ni borrego ni nada de nada. La

A orillas de Tánger

237

vieja dueña de la casa y su nieta tampoco celebraban la

fiesta.

El día antes de la matanza, mi padre nos dio una

gran sorpresa trayendo a casa un gallo vivo. Lo trajo

envuelto en su chaqueta.

- Este año, nosotros también celebraremos la fiesta

del borrego –nos dijo- ¡aunque sea a nuestra manera!

Mis hermanos y yo nos pusimos muy contentos.

Hacía como ocho años, desde que salimos de Chauen,

que no celebrábamos el Aïd. Mi madre, entre alegre y

extrañada, le preguntó a mi padre cómo había

conseguido el gallo. Mi padre la miró con sonrisa

juguetona y no contestó.

El gallo era hermoso pero muy arisco. No se dejaba

acercar. Parecía que sabía lo que le esperaba. Al día

siguiente, día del sacrificio, mi padre afiló el cuchillo y,

en el patio, le cortó el cuello sobre la palangana. El gallo,

que era muy bravío, empezó a sacudirse como si

estuviera poseído por los demonios. Dejó sangre por

todas partes. La dueña vieja de la casa, intrigada, pasó

una y mil veces delante de mi padre como recelando de

que el gallo fuese uno de los suyos. Pero no, sus dos

gallos seguían ahí vivos. En una de sus idas y venidas, se

plantó delante de mi padre y le armó un escándalo

agitando sus largas manos amenazadoras delante de su

cara. Mi padre se reía y no decía nada. Hassan, el marido

de la nieta tuvo que traer los dos gallos para convencer a

la vieja de que el nuestro era otro. Pese a eso, la vieja

seguía renegando mientras se alejaba.

Cuando el gallo se murió del todo, mi madre lo

desplumó. Yo la observaba atentamente mientras Said,

Brahím y Larbi, desde la cancela medio entornada del

A orillas de Tánger

238

patio, miraban en silencio a los vecinos de la calle

atareados con los borregos que acababan de matar. Mi

madre no les dejó salir a ninguno de los tres.

Ese día comimos como nunca. Mi madre troceó el

gallo, sacó el tarro del aceite y, excepcionalmente, lo

frió. Era un verdadero lujo porque mi madre casi nunca

freía, decía que el agua hirviendo con sal valía para todo.

Yo comí un ala y un trocito de pechuga. ¡Estaba

delicioso! La palangana donde servimos el gallo quedó

limpia: ¡nos peleábamos por mojar el pan en la salsa!

Para la noche hicimos sopa con el cuello, el hígado y los

pies del gallo. Mi madre le echó unas patatas y una

zanahoria y la sopa salió muy rica.

Mientras, oíamos cómo los vecinos ricos de la calle

se divertían gritando y comiendo. En una de las ventanas

altas de la casa grande que estaba pegada al patio donde

estaba nuestra casa, vi que un niño cristiano nos miraba

medio escondido en la oscuridad. En voz baja le dije a mi

madre:

- Mamá, mira el niño cristiano ése mirándonos por

la ventana.

- ¿Qué niño, Malika? Allí no hay nadie.

- ¡Mamá, si nos está mirando! Papá, ¿a que tú si

ves a ese niño que nos está mirando desde esa ventana?

- No hija, ningún niño nos está mirando –contestó

mi padre después de mirar fijamente la ventana donde

estaba el niño. Estás cansada, hija.

Juro por lo más sagrado que en aquella ventana un

niño cristiano nos estaba mirando.

Me acordé del niño esclavo. ¿Qué estaría haciendo

en ese momento? ¿Mataría el bakalito santurrón un

cordero o un gallo? Mi padre me dijo que no, aunque

A orillas de Tánger

239

estaba seguro de que tenía dinero suficiente para

hacerlo.

- Os prometo que el año que viene nosotros

también comeremos cordero –nos dijo mirándonos uno

tras otro.

Esa noche, después de la sopa, mi padre encendió

una pequeña fogata delante de la casa. Nos sentamos

todos a su alrededor, para escuchar los ecos de las risas

y de las fiestas de los vecinos del barrio. Said se quejó

de que no pudiésemos celebrar la fiesta como los demás

y mi padre le dijo que los ricos necesitan mucho dinero

para estar contentos mientras que los pobres sólo un

poco para ser felices. Entonces, con voz muy baja, casi

en un susurro, empezó a hablarnos de cuando él fue

pequeño. Era la primera vez que nos hablaba de su vida.

Esa noche supe que la historia de mi padre era la más

triste que se podía vivir. Desde ese día, me sentí

afortunada por nuestra vida.

Mi padre nos confesó que no recordaba la cara de

sus padres. Tampoco recordaba que alguna vez hubiese

estado con ellos. Como tampoco recordaba a ningún

familiar, abuela, abuelo, tía o tío, hermano o hermana.

Nos contó que lo más lejano a lo que alcanzaba en sus

recuerdos era haber vivido con otros niños, algunos

mayores que él, en las calles de una ciudad que quizá

fuese Tetuán, aunque no estaba seguro de eso. También

recordaba vagamente que con ellos vivían varios perros.

Descubrir que mi padre se crió en la calle supuso para mí

una pena inconsolable. Nos contó que lo que más le dolió

durante mucho tiempo fue no saber por qué tuvo que

vivir en la calle. Nunca supo si su madre estaba viva o

muerta cuando él vagaba por las calles de aquella

A orillas de Tánger

240

ciudad. Durante muchos años se estuvo preguntando si

su madre, de estar viva, le estuvo buscando cuando él

era pequeño. También se preguntaba si su madre sabía

que él estaba vivo. Nunca pudo saber si su madre le

abandonó, si lo robaron, si se escapó o si se perdió.

Recordaba cómo, al igual que los otros niños de su

banda, llevaba un cartón y un palo de los que nunca se

separaba. El jefe de la banda, que era el más mayor, les

decía que el cartón era su cama, su casa y su madre y

que el palo era su padre, su hermano mayor y su

protector. A mi padre, de pequeño, todo y todos le daban

miedo. Solo confiaba en su cartón y en su palo.

También recordaba cómo, en las noches frías y

húmedas, dormían todos apiñados –niños y perros- cerca

de los hornos de pan. El calor del horno les mantenía

vivos y el olor del pan caliente les alimentaba. Nos contó

que, de muy pequeño, estaba protegido por el jefe de la

banda y que, cuando fue un poco más mayor, pasó a ser

su criado como los demás niños. Hasta que, al cabo del

tiempo, consiguió ser él el jefe de la banda cuando el

anterior, un día, desapareció. Al poco tiempo de ser jefe,

él también abandonó a los demás niños.

Mi padre nos confesó que una de las imágenes que

más se repetía era la de los robos y los atracos a las

tiendas y a la gente. Solo buscaban comida o dinero para

comida. Nunca intentaron acumular más comida o dinero

que el necesario para pasar el día. También nos contó

que, a menudo, recibía golpes y palizas y que, cuando

fue más mayor, juró que si un día tenía hijos, nunca les

pegaría.

Mientras mi padre seguía contando su vida de niño,

más triste y amarga de lo que yo nunca hubiese podido

A orillas de Tánger

241

imaginar, mecida por los pensamientos y por el calor de

la fogata, me quedé dormida. Soñé que mi madre

descubrió los bakales donde estaban todos los niños

esclavos y que, juntas, fuimos a liberarlos a todos. El

primer bakal al que fuimos fue al del callejón Venezuela.

Mi madre se presentó al hombre con cara de santo y le

contó que más abajo estaban repartiendo dinero. El viejo

saltó como un gato por encima del mostrador y salió

corriendo calle abajo con las babuchas en la mano y la

chilaba arremangada entre los dientes dejando al aire

sus ridículas piernas secas. Entonces, me metí en la

negrura de la tienda y saqué rápidamente al niño

esclavo. Ya en la calle, resultó que el niño esclavo era mi

padre. Sorprendida, se lo dije a mi madre quién, con una

sonrisa, me dijo que ya lo sabía…

A orillas de Tánger

242

Últimos días en Tánger

Ese año de 1958 no fue un año cualquiera. Fue mi

primer año más duro. Año triste y difícil, de esos de los

que querrías hacer trizas el calendario.

Desde el mes de julio del año anterior mi hermano

Juan se marchó a trabajar a Casablanca para intentar

sacarnos del agujero en el que nos hundíamos

lentamente. Fue contratado por Joaquín Fernández

Hurtado, tangerino solidario como nadie, hermano de

una amiga de infancia de mi madre, Concha, y que

trabajaba en la agencia marítima Castellá de Casablanca.

Vivíamos en la casa de la calle de Oxford. En el mes

de mayo de ese año, mi abuela, abuelita, la madre de mi

madre, murió después de haber quedado hemipléjica a

causa de un derrame cerebral que le sobrevino unos

meses antes, cuando ya estábamos en esa casa. Fue la

primera tragedia de nuestra familia. Hasta ese momento,

ninguno de nosotros -creo que ni siquiera nuestros

padres- habíamos tenido un fallecimiento en casa. A mí

me pilló por sorpresa y viví esos días a hurtadillas,

observando discretamente el padecimiento de mi madre

y sobrellevando una avalancha de experiencias hasta

entonces desconocidas. Aún recuerdo el odioso olor de la

caja de cedro. Abuelita, endurecida por una vida de dolor

extremo que solo ella conocía, fue una superviviente.

Nuestra madre iba a echarla mucho de menos.

Ese mismo año también, la salud de nuestro padre

empeoró a tal punto que tuvo que ser ingresado en el

Hospital Español de donde ya nunca salió con vida. Por lo

que ya de mayor pude deducir, creo que padecía

enfisema pulmonar. Mi padre era un hombre bueno,

A orillas de Tánger

243

atormentado por no haber podido compartir plenamente

su vida –a causa de sus numerosas permanencias

laborales en barcos- con su mujer y sus hijos, a los que

adoraba.

Al poco tiempo de la desaparición de mi abuela y de

la hospitalización de mi padre, debido a nuestra frágil

economía, empezamos a comer solo arroz blanco hervido

al que mi madre le añadía un tomate. Mi madre decidió

ponernos esa dieta porque, al parecer, el arroz, junto

con un poco de tomate, era el alimento más completo

que podíamos tomar por menos dinero. Esa dieta duró

varios largos meses. Mariluz y yo, ya de adultos, a

menudo comentamos aquel episodio y reconocíamos

entre tristes sonrisas, de que odiábamos el arroz blanco

con tomate.

En Casablanca, mi hermano Juan también lo pasaba

muy mal, ahorrando hasta el último céntimo para

enviárnoslo a nosotros. Cuando peor lo pasaba era los

domingos. Tenía que rechazar las invitaciones a salir de

sus compañeros y, con un periódico o un libro prestados,

agotaba las horas del día en los bancos del Parc Lyautey.

Pocas semanas antes de reunirnos con Juan, mis

tíos y primos dejaron su casa del Zoco de los Bueyes

para instalarse con nosotros en la calle de Oxford. Mi

madre, Mariluz y yo ocupamos la habitación más grande.

Durante esas semanas no usamos la cocina. Mi madre

hervía el arroz en nuestra habitación, cerca de la

ventana.

La marcha de mi hermano Juan a Casablanca fue

un trauma para todos nosotros. Pero también fue una

gran esperanza: para sobrevivir a nuestra delicada

situación nos quedaba Casablanca que, aunque no era

A orillas de Tánger

244

París, también era una gran ciudad, rica y próspera.

Un buen día, Alain Lalaurie –hijo del antiguo jefe de

Juan en Tánger- aprovechando de que iba a Casablanca

en viaje de negocios, pasó a recogernos en coche, para

acompañarnos a los tres hasta esa ciudad. El día anterior

habíamos estado en el hospital para despedirnos de

nuestro padre con la confianza de que pronto se reuniría

con nosotros. La perspectiva de empezar una nueva vida

en Casablanca y la alegría de volver a ver a Juan

quedaron empañadas por tener que abandonar a nuestro

padre. Pero, aparentemente, no había otra opción.

El tiempo confirmó que, de las pocas opciones que

teníamos, la que elegimos fue la más acertada. Ante

nosotros se abrían nuevos horizontes, repletos de ilusión,

de esperanza y de vivencias. Pero, eso es otra historia…

A orillas de Tánger

245

Muchas fueron las penurias que padecimos desde

que llegamos a Tánger. En parte, porque mi padre nunca

tuvo suerte con los trabajos que le salieron: o le

pagaban muy poco o le despedían. Mis hermanos

mayores, que ya tenían dieciséis y diecisiete años,

seguían sin tener ni oficio ni trabajo. A veces

desaparecían durante varios días sin que supiéramos

nada de ellos. Cuando volvían a casa siempre traían algo

de dinero y de comida. Como nos venía muy bien lo que

traían, mi madre ya ni les preguntaba de donde lo

habían sacado. Todos sabíamos que robaban en los

mercados. En alguna ocasión, volvían con magulladuras

y con la ropa destrozada, de haber recibido golpes, quién

sabe en qué circunstancias. Nunca nos lo contaban.

Cuando eso ocurría, mi madre, llorando, les regañaba. Mi

padre decía que los dejara. Que se estaban haciendo

hombres y que robar al que le sobraba para poder

comer, no era vergonzoso. Que lo vergonzoso era tirar

comida. Supe que mi padre, a veces, también robaba

comida en los mercados.

A orillas de Tánger

246

Una noche, Larbi vino solo a casa. Llegó jadeante y

asustado, como si hubiese visto los demonios. La policía

del puerto había detenido a Said. Él, Larbi, consiguió

escapar y se escondió en un almacén del puerto durante

horas, hasta que cayó la tarde. Luego atravesó todo

Tánger corriendo, desde el puerto hasta la casa. Mis

padres buscaron a Said durante toda la noche y todo el

día siguiente. Por las calles y por las comisarías. A

mediodía, cuando mis padres aún le estaban buscando,

Said llegó a casa. Llegó maltrecho y asustado. Yo

también me asusté mucho al verle. Los cuatro, incluido

Larbi, lloramos. Por la noche, cuando llegaron nuestros

padres, nos alegramos mucho de verles.

Mis hermanos pequeños estaban a menudo

enfermos. Sobre todo Brahím. Estaba muy delgado y

siempre tenía diarrea. Fatima tosía mucho. Mi madre

decía que la humedad de la casa nos estaba quitando la

vida. Ya no disimulaba su desesperación y maldecía mil

veces el día que nos marchamos de Chauen. Mi padre, a

menudo, caía en el desánimo. A mí, me dolía la vida…

En esas circunstancias, cada día más duras y más

desesperadas, una noche sorprendí una conversación

entre mis padres. Mi madre le explicaba a mi padre que

una familia marroquí rica, que se trasladaba a

Casablanca, necesitaba una criada joven. Mi madre había

pensado en mí. Le explicaba a mi padre que, por lo

menos, a mí, la vida me iría bien: tendría un techo,

estaría segura, comería, y, quién sabe, cuando fuese

más mayor podría llegar a conocer un hombre bueno y

trabajador… Mi padre no decía nada. En el silencio de la

noche, me pareció oír un sollozo. ¡Irme a Casablanca!

A orillas de Tánger

247

¡Tan lejos y sola, con una familia desconocida! ¿Cuándo

volvería a ver a mis padres y a mis hermanos? ¿Cuánto

tiempo estaría sin ver a mi hermana Fatima? ¿Cómo

sería cuando la volviese a ver? ¿Me reconocería? ¿Me

seguiría queriendo? ¿La volvería a ver? ¡Yo no quería ir a

Casablanca! ¡Antes me escaparía de casa con Fatima!

¡Antes me mataría! ¿Dónde estaban mis tías? ¿Y mis

primas? ¿Por qué no venían a ayudarme? ¡Me escaparía

con Fatima y el niño esclavo a Chauen! ¡Iría con ellas!

¡Ellas nos protegerían!

A la mañana siguiente, cuando me desperté,

apretando contra mí a Fatima, creí que había tenido un

mal sueño. Por la cara de mis padres supe que no.

Ese día, como ya lo hacía otros muchos, me fui por

las calles con mis hermanos pequeños a pedir dinero a la

gente. Secretamente, todos los días esperaba que algún

rico se apiadara de nosotros y nos diese mucho dinero.

Pero los ricos y los viejos no nos daban nunca nada.

Curiosamente, los únicos que a veces nos daban algo

eran los que parecían más pobres. Sobre todo las

mujeres de la edad de mi madre. A veces, algunas

cristianas también nos daban algo. Mi madre decía que

en la vida siempre había que sonreír porque no había

corazón duro que una tierna sonrisa no pudiera abrir. Yo

me cansaba de ofrecer sin éxito mis sonrisas y siempre

terminaba maldiciendo a la gente, sobre todo a los que,

sin ni siquiera mirarme, me apartaban con la mano.

Como en otros días, al cabo de varias horas,

cuando ya los tres estuvimos agotados, volvimos a casa

con solo unas monedas y algún pedazo de pan, oyendo

aún los insultos y las amenazas de algunos miserables

bakalitos que, a empujones, nos echaban lejos de sus

A orillas de Tánger

248

tiendas repletas de comida. ¡Los odiaba con todas mis

fuerzas!

Al atardecer, después de migar un trozo de pan en

la sopa caliente, me eché a dormir pensando en mi

casita azul y blanca de Chauen. Con un poco de suerte,

esa noche soñaría con mis primas y mis amigas…

En la mañana del día siguiente, mi padre anunció

que nos volvíamos todos a nuestro pueblo, a Chauen. ¡Mi

madre lloraba de alegría! ¡Larbi y Said saltaban como

locos y los pequeños reían a carcajadas sin saber por

qué! Yo estaba muda. Muda y paralizada. No quería decir

nada, no quería pensar: si era un sueño, no quería

despertar…