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A LAS PUERTAS DEL PARAÍSO Andrés Sánchez Castellanos

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Page 1: A las puertas del paraiso - Editorial Club Universitario · Pensaba que mi nuera era una víbora, que se acercó a él por el olor del dinero que producía el negocio . Andrés Sánchez

A LAS PUERTAS DEL PARAÍSO

Andrés Sánchez Castellanos

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Título: A las puertas del paraíso. Autor: © Andrés Sánchez Castellanos

I.S.B.N.: 84-8454-155-XDepósito legal: A-124-2002

Edita: Editorial Club Universitario www.ecu.fm

Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Una pequeña nota del autor

No es mi intención que este libro cambie tu forma de ver el mundo, la vida o la muerte, aunque tal vez lo haga. Si es así, deseo de todo corazón que sea para tu bien. La historia que Daniel Bahamontes nos cuenta en sus páginas, es la historia de una búsqueda, que empezó hace mucho tiempo, más allá de las lindes de lo que es una vida. La finalidad de dicha búsqueda es abrir la Puerta que le permite el acceso a otros planos, donde volverá a encontrarse con Carla. A las Puertas del Paraíso es un pequeño regalo que quiero hacerle

a la humanidad.

Andrés Sánchez Castellanos

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Dedico este libro a mi padre

mi mejor amigo, esa mano que siempre

ha estado ahí dispuesta

a ayudarme y a apoyarme.

Me han contado que existe un Paraíso,

en el que cabemos todos...

(Jose Luis Perales)

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INDICE

LAMENTOS...................................................................................... 9

I ........................................................................................................ 11II....................................................................................................... 13III ..................................................................................................... 19IV ..................................................................................................... 25V ...................................................................................................... 37

LA BÚSQUEDA ............................................................................. 43

VI ..................................................................................................... 45VII.................................................................................................... 53VIII .................................................................................................. 63IX ..................................................................................................... 71

LA PUERTA.................................................................................... 83

X ...................................................................................................... 85XI ..................................................................................................... 95XII.................................................................................................. 101XIII ................................................................................................ 105XIV ................................................................................................ 109XVI ................................................................................................ 127XVII ............................................................................................... 135

BIENVENIDO AL PARAÍSO ...................................................... 143

XVIII.............................................................................................. 145XIX ................................................................................................ 155

ECOS DE ESTE MUNDO ............................................................ 161

XX.................................................................................................. 163XXI ................................................................................................ 167XXI ................................................................................................ 171

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LAMENTOS

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A las Puertas del Paraíso

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I

Tal vez, son los momentos del ayer, aquellos recuerdos de lo vivido, los que dan ánimos a mis viejas manos, para que, pacientemente, vayan trazando estas líneas que usted se ha detenido a leer, que van sacando a la luz aquellas experiencias que compusieron una parte de mi vida, la cual, va viendo llegar su fin. Solo pido a Dios un poquito de tiempo, un poquito más de ese tesoro que fue mi vida. Porque no hay mayor tesoro que una vida bien aprovechada. Y es un tesoro que quiero compartir, que necesito compartir con aquél que, sintiéndose tan desconsolado como yo me sentí una vez, ignore que, muy cerca de nosotros, se abre la Puerta al Paraíso. Y que, al contrario de lo que siempre nos han dicho, es infinitamente ancha, todos tenemos cabida por ella, aunque siempre haya quien necesite más tiempo para encontrarla. Mi búsqueda, en esta vida, empezó poco tiempo después de que Carla, mi mujer, me dejase. A ti, Carla, debo el haber sido testigo, y después mensajero de ese Paraíso en el que sé que me esperas. De ese Paraíso que mañana compartiremos los dos. Ese Paraíso en el que deseé quedarme contigo una vez, y no volver más a este mundo.

* * *

Su mirada inyectada en sangre, surcada por dos aureolas oscuras, producidas por el sufrimiento que su enfermedad le infringía, me dijo que me miraba por última vez. Por mi mente alocada, se sucedían los recuerdos vividos de una vida compartida. Pasaban por ella de una manera vertiginosa, sin que yo pudiera hacer nada por controlarlos. - ¡Carla, no me dejes, por favor! –exclamé. Ignoraba si había logrado hacerme oír por encima de todo el ruido que armaban los aparatos, a los que mi mujer estaba enchufada, por no hablar del escándalo de las voces que daban los médicos.

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Como si quisiera sacarme de dudas, me miró serenamente y con un hilillo de voz apenas audible, me dijo: - ¡Deja que me vaya con ellos, Dan! Luego, afirmó con la cabeza mientras aseguraba con pesar: - ¡Dios mío, donde te dejo! ¡Es una locura, éste mundo es una

locura! No entendí aquellas palabras, al menos, no en aquel momento. Ni tampoco les di la menor importancia. Es más, si me hubiesen preguntado lo que dijo mi mujer antes de que, con una aguda mueca de dolor, muriese, habría negado con la cabeza y me habría encogido de hombros. Cuando la pantalla del cardiógrafo marcó una línea continua, me convertí en una estatua de sal. No escuché al médico, a quien debía reconocerle que había hecho lo humanamente posible por Carla. Tampoco tuve oídos para las muestras de ánimo del resto del personal. Mis ojos solo estaban para observar a Carla. A aquella Carla que siempre había estado ahí cuando la hube necesitado. Aún, a pesar de lo amarillento de su tez, de la extrema delgadez de su rostro, y todas las secuelas de su larga y terrible enfermedad, se ofreció a mis ojos hermosa. Me acerqué lentamente al lugar donde yacía, y cogiendo una de sus manos inertes entre las mías, la acerqué a mis ojos, donde recibiría el privilegio de mis primeras lágrimas.

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II

La cara con la que me saludó el día aquella mañana de febrero, cuando alcé las cortinillas de mi despacho, no hizo nada por levantarme el ánimo. Veía reflejado, de forma fantasmagórica, mi rostro en el cristal. Un rostro de anciano, próximo a la jubilación, con el cabello gris plateado y un bigote en el mismo tono. Algunas arrugas lo surcaban alrededor de mis ojos verdes, que parecían ser lo más vivo en él. Tras el cristal, el cielo parecía la obra de un artista divino, que hubiese querido mostrarme su melancolía, tal vez, en un intento de demostrar que no sólo yo me sentía melancólico aquella mañana. Decía Víctor Hugo, que la melancolía es la felicidad de estar triste, sin embargo, hacía tiempo no sentía felicidad de ningún tipo en mí. Las nubes, de un gris sucio, cubrían todo lo que mi vista podía abarcar de cielo. Por tal razón, el Ayuntamiento de Alborada había decidido que, a tan solo las diez de la mañana, ya era hora de obligar al alumbrado público a cumplir con su función. Las calles permanecían prácticamente desiertas. - Tendremos alumbrado público mientras no se corte la luz. –

murmuré a mi despacho vacío. Es lo que habría dicho una Carla ceñuda. De ese modo, además de decir que habría alumbrado mientras la electricidad no se cortara, daba por sentado que podía ocurrir que se cortase. El acordarme de Carla no hizo nada por alegrarme el día. Observé a mi alrededor mi despacho vacío. ¡Tantas cosas habían vacías en mi vida! Sabía que cuando saliese de mi trabajo, me esperaba una casa grande, bonita, decorada al detalle, un lugar de ensueño; pero también, una cárcel, en la que el vacío más asfixiante era mi carcelero. Cuántas veces había recibido de mi hijo la sugerencia, de venderla e irme a vivir con él y su familia. Pero mi mente huraña me decía que no era una sugerencia sincera. Pensaba que mi nuera era una víbora, que se acercó a él por el olor del dinero que producía el negocio

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familiar. Cuando estos pensamientos venían a mi cabeza, me preguntaba amargamente qué sería de mi Ricardo, una vez que yo faltase. Tan seguro se creía de sí mismo, y apenas había acabado de romper el cascarón. Era importante romperlo pronto y con decisión, para ocupar el puesto que le había asignado la vida. El pitido del interfono, me sacó de mis divagaciones. La áspera voz de mi secretaria me informó de que, precisamente, Ricardo se encontraba allí y deseaba verme. - ¡Hágale pasar, Virtu! –contesté yo. La conexión se cortó con un chasquido, después de que me diera tiempo a escuchar a Virtu decirle a Ricardo: - ¡Puede pasar, joven! Me dio alegría la idea de que mi hijo viniese a visitarme, pues hacía mucho tiempo que no sabía de él. La puerta de mi despacho se abrió, y allí estaba. Yo permanecí junto a la ventana, tratando de mostrarme indiferente a su presencia. Nos estrechamos las manos mecánicamente. Mi alegría desapareció de pronto, sabía que algo traía entre manos. Solo había que observar la sonrisa nerviosa que llenaba su rostro. - ¿Cómo estás, viejo? –me preguntó. Me llamaba así desde que descubrió la rabia que me daba envejecer. - Muy bien, por muchos años. –respondí cautelosamente. Le invite a sentarse, con el brazo, en uno de los sillones de cuero para visitas, allí dispuestos alrededor de una mesilla de café con tablero de mármol blanco. Seguidamente, mientras él empezaba a hablar de sus cosas, yo serví un par de copas de coñac, que posteriormente, acerqué a la mesilla de café, y comenzamos a bebérnoslas tras un frío brindis. Notaba que Ricardo estaba hecho un manojo de nervios, evidentemente quería decirme algo. No podía comprender cómo, siendo mi hijo, encontraba dificultad en decirme las cosas, así que, no podía evitar mostrarme cauteloso. - ¿Cómo van las cosas en la empresa? –dijo de repente. Creía, por fin, haber llegado a la cuestión de la que tanto le costaba decidirse a hablarme. - ¿La empresa? –pregunté en un intento de mostrarme indiferente-.

La empresa podría ir mejor, pero el mercado del vidrio tiene mucha competencia últimamente.

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Me molestó mucho verle asentir como si ya supiese todo lo que le estaba diciendo, y solo lo quisiera comprobar, por lo tanto, de modo tajante, le sugerí: - Pero si quieres saber más cosas sobre la empresa, es mejor que

hables con mis dos socios. - Ya lo he hecho. –me aseguró. No me esperaba semejante respuesta. - ¿De verdad? –pregunté un tanto inseguro. Mi control sobre la situación se había ido al carajo, lo cual hizo que mi cautela aumentase; habría que andarse con pies de plomo. Ricardo asintió, y preguntó: - ¿Quieres saber lo que me han dicho? –Asentí con la cabeza-.

Dicen que estás tomando últimamente unas decisiones muy raras y que vas a hundir la empresa a este paso.

- ¡Esas alimañas! –protesté dando un puñetazo a la mesilla- ¡No se quejaban tanto cuando se llenaban los bolsillos a manos llenas! ¡Por aquel entonces todo eran palmaditas en el hombro y buenas palabras!

Ricardo esbozó un gesto con la mano, con el que me llamaba a la calma. Había dado un respingo al verme estallar en cólera, sin saber exactamente por qué, eso me produjo satisfacción. - ¡Tienen razón, padre! –exclamó dejándome de piedra. Estuve a punto de volver a estallar furioso, pero él me atajó, diciendo: - Vidrios Germania ha bajado de valor en picado desde hace algún

tiempo. –Tras una pausa, preguntó-: ¿Quieres saber desde cuándo, padre?

Negué con la cabeza mientras decía: - Aquello no tuvo nada que ver. Esto solo es una temporada baja

que...- Desde que murió mi madre. –dijo, ignorando lo que le decía. Lo miré fijamente a los ojos y le exigí: - ¡No la culpes! ¡No tienes ningún derecho...! Sus facciones mostraron el dolor que le causaba lo que estaba haciendo. Le puse una mano en el hombro, y de una vez por todas, le pregunté claramente: - ¿Qué has venido a pedirme?

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- He venido a decirte que ya es hora de que te retires, y me dejes el puesto a mi –me respondió sin el menor temblequeo en la voz-. ¡Tienes que dimitir antes de que todo vaya a peor! ¡Hay que encontrar la razón de por qué esto va tan mal!

Tal y como era de esperar, dado mi carácter por aquellos tiempos, aquellas palabras me hicieron perder los papeles. No recuerdo exactamente lo que llegué a decir a Ricardo, pero si recuerdo la expresión dolida de su rostro cuando, bruscamente, se levantó y abandonó mi despacho. - ¡No te molestes en volver más! –grité a la puerta que acababa de

cerrarse tras él.

Aquella misma mañana, tenía que asistir en la Sala de Juntas a una de las reuniones semanales, a la que, después de la visita de Ricardo, asistía de un humor de perros. Quería dejar bien claro que no permitiría que me echasen de una empresa que mi abuelo había fundado y mi padre mantenido con bastante trabajo, hasta que un malnacido se lo quitó de en medio. Yo mismo, me había visto más de una vez con la amenaza de perderla durante la Dictadura Española. De hecho, podía recordar a mis socios, que únicamente por esa razón estaban donde estaban; si no se hubiesen dado tales circunstancias, no les hubiera necesitado y estarían muriéndose de hambre. Con ese talante entré en la Sala de Juntas, en la que ya me esperaban todos.- ¡Siento el retraso! -dije hoscamente. - No te preocupes... –dijo Fermín, uno de mis socios-. Estabamos

comentando algunas incidencias de la empresa en los últimos meses.

Aquello me hizo esbozar una sonrisa, que tuvo la virtud de obligar a desviar la mirada a mi interlocutor. - ¿Ah, si? –pregunté enarcando las cejas-. Y, ¿a qué conclusión

habéis llegado? - Pues veras... –Empezó a responder Abelardo, mi otro socio. Pero todas sus explicaciones se interrumpieron ahí. No sabían cómo seguir explicándome lo que tan claro me había dejado Ricardo hacía unos instantes en mi despacho.

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"Y yo pensaba que a Ricardo le costaba decirme las cosas... Ahí tienes a éste, asustado como un conejo." –pensé. - La verdad, es que pensáis que estoy hundido, y que voy a lograr

que conmigo, la empresa se vaya a pique. ¿No es eso lo que tratáis de decirme? –hablé por ellos.

Un silencio espeso reino en la sala. Deseaba que fueran ellos quienes lo rompiesen, que me dijeran que tenía razón, que eso pensaban, les retaba a que lo hiciesen. Pero tras echar un vistazo a esos pobres diablos, comprendí que no lo harían. También comprendí que habían acudido a Ricardo, porque no se atrevían a decirme lo que mi hijo me había dicho antes. Pero por encima de todo, comprendí la razón de la actitud que habían tomado, o al menos creía adivinarla, creían que estaba loco. - Pues quiero que tengáis muy claro que, si tiene que irse a pique,

¡se irá a pique! Quiero que sepáis que no presentaré mi dimisión, y pobrecito del que intente echarme de aquí. –dije esto último a grandes voces y señalándoles a ambos con el dedo índice, acusadoramente.

De repente, dejé caer la mano sobre la mesa de madera de caoba. Un súbito acceso de cansancio, me bañó la frente de sudor. "Dios mío, ¿qué me está pasando?" –me pregunté alarmado. Oía lejanas las voces preocupadas de los presentes, entre ellas las de Fermín y Abelardo. Una voz se abrió paso sobre las otras, escuchándose claramente. Era una voz de mujer, con acento sudamericano, que dijo: - ¡Mírenlo! ¡Se está comportando como un niñito! ¡Un chiquito

malcriado que patalea porque perdió su juguetito! La voz se alejó. ¿Había existido? En la sala, la única mujer que había era mi secretaria, pero su voz no se parecía en nada a aquella que había sonado. La voz de Virtu, más bien parecía la de una de aquellas mujeres que estuvieron a las ordenes del Führer en el Tercer Reich. En más de una ocasión, en tono de broma, Ricardo me había sugerido que intentase encender una cerilla en su lengua. Pero pese a la aspereza de su voz, era una buena mujer. Una buena mujer que ahora me miraba preocupada. La voz que había sonado, (¿acaso en mi mente?), tenía un tono maternal. Sonaba severa, pero maternal.

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- ¡Llamad a un médico! –gritó Fermín. Esbocé un gesto con la mano, con el que trate de tranquilizarlo. - ¿Te encuentras bien, Daniel? –me preguntó. Asentí con la cabeza, y con un hilillo de voz, dije: - Disculpadme, tendréis que continuar la reunión sin mi. - No te preocupes. Lo comprendemos. Tómate el resto del día

libre. –sugirió Abelardo. De nuevo parecían empeñados en querer alejarme de mi trabajo. Empezaba a sentir otra oleada de furor, pero observar el rostro preocupado de Abelardo, me llevó a la conclusión de que, tal vez, hablaban con sinceridad. - Gracias. –dije poniéndoles las manos sobre los hombros. De camino a mi despacho, me pregunté por primera vez, si no estaría volviéndome un poco desconfiado de más.

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III

Había tomado por costumbre, a la hora de desplazarme por la ciudad, coger el metro. Contribuía de este modo, con un pequeño granito de arena, a evitar que el eternamente saturado centro de Alborada, se saturase aún más. Pero en realidad, eso no era todo. Desde la muerte de Carla, me daba pánico conducir. Tal vez, fuese una tontería, pero salvo viajes importantes fuera de la ciudad, no cogía el coche absolutamente para nada. En el amplio garaje de mi casa, estaba el viejo BMW negro que había conducido toda la vida. Esperando el próximo viaje, que siempre postergaba lo más posible, mientras se cubría de polvo. La razón de que no me atreviese a conducir, venía dada por el hecho de que, podía suceder que sufriese uno de esos bajones de ánimo y me decidiese a mandarlo todo al cuerno. Francamente, nada me ataba a esta vida lo suficiente como para pensármelo más de dos veces. Nada excepto Ricardo, mis dos nietos, y por qué no, mi nuera. No se merecían que les hiciera semejante cosa. Era por ello, que prefería viajar en metro y guardarme mis impulsos suicidas, sufrir en silencio.

Aquella tarde, de principios de marzo, había ido a revisión médica. No había vuelto a sentir nada raro desde aquella vez en la reunión de la Sala de Juntas. Sin embargo, no estaba tranquilo. Nunca había tenido tendencias hipocondríacas, pero me gustaba cuidar de mi salud. Cuando años atrás, el médico me aseguró que mi salud dependía de que abandonase el hábito de fumar, fui tajante, lo dejé por siempre jamás. Así que, semanas después de aquello, había acudido al médico para que, después de mucho examinarme, me asegurase con tono tranquilizador, que no debía preocuparme absolutamente de nada, estaba tan sano como podría estarlo a mi edad. Aquello me devolvió la tranquilidad. Incluso me alegró el día, hasta que el doctor, gran amigo mío desde siempre, me preguntó cómo

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llevaba mi vida, refiriéndose, claro está, a si lograba superar la pérdida de Carla. - Voy saliendo adelante como puedo. –respondí inexpresivo. - Claro. –afirmó él, comprendiendo que había tocado mal tema. Más tarde, en la parada del metro, me preguntaba por qué demonios el recuerdo de Carla me perseguía a todas partes. ¿Estaba obsesionado con ella de tal forma que lo atraía? Todo cuanto veía, todo aquello que hacía y lo que me rodeaba, tenía presente a Carla. Aún la recordaba en su lecho de muerte. - ¡Deja que me vaya con ellos, Dan! -había dicho. El recuerdo tan vivo de su voz, hizo que sintiera un escalofrío. Parecía realmente que me lo hubiese suplicado allí mismo, en aquella estación del metro, que estaba extrañamente vacía aquella tarde, que se convertía en noche a grandes pasos. Miré a mi alrededor, y observé que sólo una mujer compartía la estación conmigo. La mujer, sin ser obesa, estaba algo entrada en carnes. Vestía elegantemente, pese a que su ropa no parecía ser demasiado cara. Tal vez, fuese el mismo porte que ella le daba. Llevaba un vestido color café con leche, adornado con detalles de un tono mas oscuro, que parecían rayas paralelas, dispuestas de distinta forma. Cubría su vestido con un chaquetón rojo muy vivo, que llevaba desabrochado. Calzaba unos zapatos blancos, y adornaba su cabeza con un sombrero que parecía, en cierto modo, hacer juego con el chaquetón, los dos eran del mismo color rojo. Su edad, me sería más difícil de determinar, nunca he tenido arte para poner edad a nadie, pero digamos que era mediana. No cabía duda de que debía haber sido una belleza en su juventud. No obstante, lo que sí podía asegurar, era que sus orígenes eran sudamericanos. Sus facciones, su tez morena bajo el maquillaje... Su mirada parecía perdida en cualquier punto del sucio suelo, de aquella estación de metro. Levantó la mirada y me miró; al ver sus ojos, de un negro azabache, brillantes, sentí que no podía desviar mi mirada de ellos. Sonrió de una manera enigmática, y volvió a bajar la vista. Me había sentido perturbado ante la energía que emanaba de aquella extraña mujer. Ya he dicho antes que nunca he tenido buen arte para adivinar la edad de nadie, pero un pensamiento ocupó mi mente al ver su mirada: pareciendo joven, era vieja.

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Al fin llegó mi tren, que por lo que pude comprobar, también era el que ella esperaba. Ambos nos embarcamos en uno de los vagones, que al igual que la estación donde había estado esperando, estaba vacío. Vacío, claro está, a excepción de la mujer que había estado esperando conmigo. Esta seguía con la vista perdida, siempre mirando hacia el suelo. "Pero, ¿qué le pasa hoy a la gente? ¿Dónde se ha metido todo el mundo?" –me dije con cierto nerviosismo. A mis oídos llegaron ruidos de conversaciones, amortiguadas por el grueso cristal de las puertas que separaban los vagones entre sí. Ya todo cobraba más realidad. Simplemente, por una serie de casualidades, había ido a parar a aquel vagón con la inquietante mujer, a la que, seguramente, no volvería a ver más en mi vida después de aquel viaje. "Y si la veo, ¿qué más me da? Aquí en las grandes ciudades, cada loco a su tema." –me dije. Para demostrarme lo tranquilo que estaba, me senté frente a ella. Pensé que ni se daría cuenta, parecía distraída. Sin embargo, en cuanto me dejé caer en el asiento, levantó la cabeza de forma repentina. Se quedó mirándome con su enigmática sonrisa, y asintiendo con la cabeza, como si quisiera dar mayor veracidad a sus palabras, aseguró: - ¡Te estás comportando como un niño, Daniel! ¡Un chiquito que

patalea porque su mamaita no le dejó hacer algo! Al oír aquellas palabras, y sobretodo, la voz con la que las decía, sentí un escalofrío que sacudió mi cuerpo como un latigazo. - ¿C...cómo dice usted? –pregunté, temiendo haber oído mal. - Has oído perfectamente. –respondió ella sin embargo. No podía saber cómo, pero había leído mis pensamientos. - ¡Me decepciona tu comportamiento! –aseguró-. ¿Crees que de

esa forma vas a recuperar a Carla? Yo escuchaba todo esto atónito. Esa extraña mujer, a la que jamás había visto en mi vida, era capaz de leer mi pensamiento y preguntarme cosas sobre él. - La respuesta es no. No la recuperarás de esa manera. –Me

observó unos instantes, y siguió diciendo-: No solo no la

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recuperarás, sino que, además, le haces sufrir. ¡Sufren los dos! ¡Ella y tú!

Se puso en pie y me señaló con el dedo índice, de tal manera, que retrocedí en mi asiento mientras la observaba sin dar crédito a lo que veía. - ¡Porque ustedes, los que están acá, piensan que, por el hecho de

estar muertos, en el lado de donde vengo no sufrimos por ustedes! –dijo en un tono de madre severa, con un marcado acento sudamericano.

- ¡Está usted loca! –exclamé con un tono más asustado que enojado.

Un segundo más tarde, deseé haberme mordido la lengua. Ignoraba si aquella mujer estaba o no loca, (algo en mi, me decía que estaba más cuerda que yo). Si realmente estaba loca, sería mejor andarse con mucho ojo. Tal vez, esperaba algún estallido de cólera, dado el tono en el que me había hablado antes, pero me sorprendió de nuevo, cuando echó la cabeza hacía atrás y lanzó una sincera carcajada. Volvió a sentarse en su asiento, mientras seguía riendo. - Si, eso dicen todos aquellos que me llegan a ver. –de nuevo, con

su extraña sonrisa, siguió diciéndome-: Nos llaman locos cuando nos acercamos a ustedes, para decirles lo que Carla te dijo antes de morir, que este mundo es una locura.

La miré con la boca abierta. - Pero, ¿cómo demonios...? - ¿Cómo demonios lo sé? –me interrumpió ella, completando la

pregunta que había dejado en el aire-. Porque yo estuve allá con ustedes. Yo tengo el encargo de recogerles. He de supervisar que todo se haga correctamente. Es mi trabajo.

Lo que oía parecía una locura. Sin embargo, era cierto que Carla me dijo esas palabras antes de morir. - ¡Tienen unos sentimientos muy egoístas! Piensan que cada loco a

su tema, y dicen sufrir mucho por la pérdida de los seres queridos, y sé que sufren, (son ustedes seres con sentimientos), pero de una manera egoísta. ¿Creen que ellos no sufren de verles así? –tomando un tono más didáctico-: En mi pueblo decíamos que la vida ha de ser como el vuelo del cóndor. El cóndor no

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vuela mirando hacia atrás. Lo que ha sobrevolado lo ha dado por aprendido, y solo se entretiene en su vuelo, cuando su vida en este mundo y su cuerpo, así lo exigen, porque hay que vivir al completo, hay que cumplir con todo.

Yo seguía escuchando aquello, haciendo esfuerzos por levantarme de mi asiento y abandonar el vagón; en caso de que se pusiera a seguirme, podría pedir ayuda. Sin embargo, me resultó imposible, estaba clavado en mi asiento. En mi mente el pensamiento, de que tendría que quedarme hasta que la mujer, de la que aún desconocía el nombre, hubiese terminado de darme la lección que traía para mí, se hizo palpable. Había guardado silencio tras estas últimas palabras; parecía querer dejarme tiempo para meditar lo que acababa de meditar, por lo que, cuando de algún modo, supo que podía continuar, siguió diciendo: - ¡Cuántas veces te he oído pedir la muerte, para irte con ella!

Pero, ¡qué susto te di el otro día en la Sala de Juntas! ¿Eh, guapito? –tras estas palabras, soltó una risilla traviesa.

Yo, por mi parte, no podía por menos que volver a sorprenderme. Era cierto que había pedido a Dios, que, si hacía falta, acabase con mi vida para volver a reunirme con Carla. De ahí, mi miedo a conducir. Pero todo eso no eran cosas que fuese confesando por ahí, ¿cómo demonios...? Ella me miraba, como si le divirtiera la escena. Era como si jugase con un niño pequeño, atolondrándolo. - ¡Qué miedo te dio, sentirte tan cerca de la muerte! ¿Eh? –Volvió

a reír-. No entiendo por qué tienen tanto miedo algunos a despertar. ¡Si están viviendo en un sueño! Esta vida que viven acá, ¡es un sueño! Más miedo debería darles permanecer en ella.

Yo escuchaba todas esas palabras sin saber qué responder. Al fin, ella volvió a ponerse en pie, pesadamente, mientras aseguraba: - ¡Ay, hijito! ¡Tanto viajar de acá para allá se nota en cualquiera! –

luego, tomando el anterior tono de voz-: Bueno, ahora he de irme. Nos veremos de nuevo, porque sé que me buscarás, a mi y luego a los otros. Cuando dejes de perder el tiempo en lamentos inútiles.

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Yo miré por la ventana del vagón, conocía el trayecto, y sabía que faltaba un buen trecho hasta la próxima estación. No entendí por qué se había puesto de pie. Cuando la volví a mirar, ella me miraba a su vez con una sonrisa divertida. - ¡Que manía de hacer las cosas difíciles tienen ustedes! –exclamó

asintiendo con la cabeza. No entendí el significado de sus palabras, ni tampoco tuve oportunidad de pedirle explicaciones sobre ellas; las luces del vagón, parpadearon tres veces, y cuando volvieron a la normalidad, la extraña mujer había desaparecido. Podía buscarla en otro vagón, pero, sabía que no serviría de nada, se había ido. Podía formular conjeturas, sobre un truco para desaparecer, aprovechando el parpadeo de las luces. Pero en ese caso, tendría que pensar que toda la conversación anterior nunca se había llevado a cabo. Siempre había sido muy escéptico, nunca daba nada por sentado fácilmente. Sin embargo, aquello... - ¡Señor, Señor! ¿Qué me ha pasado? –murmuré al vagón vacío. Era algo extraño, una de esas inquietantes cosas que a veces le suceden a uno en la vida. A pesar de todo, no sentía ninguna inquietud. Por el contrario, me sentía muy en paz. Algo en mi, me dijo que cosas mas extrañas llegaría a ver.

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IV

Es latente la tendencia entre los hombres a la hora de juzgarse entre sí, de compararse, de competir por alcanzar un estado, que nuestra sociedad, denomina meta. Muchas veces, ese competir consiste en un pisoteo sin ningún miramiento, de la persona que intenta impedir nuestra llegada a ese estado que es la meta, que una vez alcanzado, solo nos deja el desaire de ver que es el primer peldaño de una escalera sin fin. Tras la muerte de Carla, mi vida había dejado de ser una escalada. Pensaba que tal vez, ya había escalado bastante en esta vida, ya no necesitaba conseguir más. No obstante, no por ello dejaba de andarme alerta de los posibles buitres que, aprovechando mi situación, trataran de sacar tajada. Y ahí delante tenía a uno de ellos. De boca sonriente, de ojos calculadores, estaba convencido de que sería capaz de tasar, de una sola mirada, todo cuanto llevaba encima. Nacho Arándanos era una de esas personas que ascendían en esta vida a base de pisotear, sin miramiento, al posible rival. Aún ignoraba a qué demonios había venido, hablaba y hablaba sin cesar de cosas que, al menos para mí, no tenían la más mínima importancia. Su mal aliento impregnaba el ambiente de mi despacho. Podía haber pensado que se lavó por última vez los dientes, cuando don Manuel Fraga se bañó en Palomares, pero sabía que Nacho padecía una extraña enfermedad que le producía una fuerte halitosis. Por unos instantes, casi compadecí a aquel pobre bastardo. Me imaginé lo difícil que sería su vida, aislado por ese problema que no tenía culpa de padecer. Sin embargo, otra parte de él, que alejaba bastante a la gente, podía tener fácil arreglo. Y es que, el atuendo que vestía Nacho, rebasaba los límites de la horterada galopante; su forma de vestir, conseguía atraer todas las miradas de la gente que se cruzaba con él. Más de una persona le había preguntado si era daltónico. Eran unos colores

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tan chillones los de sus ropas, que pareciendo no conformarse con quemarte los ojos, pretendían extender el calor que despedían al resto de la cara, llegándose a sentir un influjo de calor sugestivo, al saber que los colores estaban cercanos. Pero no, Nacho no era daltónico, era un poco hortera, pero ahí acababa todo. Nadie entendía de dónde diántres sacaba esas camisas, con millones de rayas que las cruzaban de arriba a abajo y de un lado a otro, en una selva de colores chillones, capaces de volver loco a cualquiera. - He oído que estás en problemas, Daniel. –comentó Nacho.

- ¿En problemas? –pregunté en un tono de indiferencia forzada. ¿Quién había estado hablando con ese? De nuevo, la mirada crítica de mi mente, volvió a repasar a las personas que me rodeaban, juzgando a éste, valorando a aquél. - Si –asintió él-. Aseguran que te haces viejo. Aquel comentario, encendió la llama de un fuego interior, que tal vez, aquel botarate convirtiese en furia. - Peor son ellos, no son tampoco muy jóvenes, ¡y chochean! –

exclamé con ironía. Esperaba que, con suerte, su estrecha inteligencia le permitiese darse por aludido. No ignoraba que él era uno de aquellos que trataban de forzar mi salida de Vidrios Germania, estaba próxima también su edad de jubilación, y quería asegurarse el porvenir. Sin embargo, la carcajada cascada que lanzó por mi comentario, me dio a entender que no, no se había dado por aludido. Me arrepentí de haberle hecho reír, solo había conseguido que el ambiente oliese aún peor.No tenía el más mínimo interés en seguir soportando aquello. Además, ya sabía quién había hablado con aquella alimaña, sabía que Abelardo mantenía una cierta amistad con él. Ignoraba por qué de repente, molestaba a tantas personas estando en mi lugar. Pero tenía claro que esta aferrado a él, y así quería demostrarlo, por lo que pregunté indirectamente: - Aún no me has dicho a que has venido... El otro sonrió abiertamente con dientes amarillentos, cosa que aumentó mi cautela.

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- Como te he dicho, hay rumores de que el trabajo, últimamente, te afecta más, por lo cual, he venido a presentarte una oferta, que te permita dejar tu empresa en buenas manos...

- ¡Vamos, Nacho! ¡Cualquiera diría que lo haces desinteresadamente! ¡Como si no nos conociéramos tú y yo! Además, ¡tú tampoco eres muy joven...! –exclamé con ironía.

Aquellas palabras borraron la sonrisa de sus labios. Me miró con una mirada más dura que sostuve impasible; me había enfrentado a gente más dura que aquel mequetrefe entre esas mismas paredes. - ¡Estoy tratando de ser amable contigo! –exclamó con tono

furioso. - Y yo también. Aún no he llamado a seguridad para que te echen

a la calle. –afirmé con un tono de voz de lo más calmado. Él agachó la cabeza, y tras decidirse, se puso pesadamente en pie. Creía que se iría sin añadir nada más, pero no tuve tanta suerte. Volvió a sonreír, algo que me puso de nuevo en guardia, y dijo: - Así que, es verdad. Te has vuelto un viejo huraño y medio loco. Yo sonreí a mi vez, con la mayor naturalidad, y le dije: - ¿Sabes? Ahora entiendo por qué tratabas de ser amable conmigo;

te daba miedo. Ya se sabe, los locos damos miedo a la gente, y tú te has acobardado.

Aquello devolvió la seriedad furiosa a su cara. Se acercó a mí, hasta que el olor de su boca se hizo insoportable, y con tono amenazador, aseguró: - Escúchame bien, quiero tu parte de Vidrios Germania, ¡y la voy

a conseguir! Aunque tenga que matar a alguien. Lo miré con sorna. - ¿De verdad? Pues, ¿sabes? Creo que no te conformas con matar

a la gente. Además te la comes, a juzgar por el olor de tu boca. Aquello lo cogió momentáneamente por sorpresa; fue ese instante, el que aproveché para llamar a seguridad. Emilio, el jefe de guardias jurados de la empresa, acudió presuroso a la llamada. - El señor Arándanos ya se marcha –dije en tono totalmente

cordial-. Indíquele dónde está la salida, por favor. Antes de que el guardia de seguridad pudiera decir nada, Nacho Arándanos le dijo despectivamente: - ¡Sé de sobra dónde está la salida, gracias!

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Emilio, desde sus dos metros con diez centímetros de altura, lo observó con desprecio, y aún hoy estoy seguro de que no era del todo por el comportamiento de Nacho. Éste se volvió hacia mi: - ¡Ya nos veremos! Señalé la puerta de mi despacho con la barbilla: - Largo!

No tardaría en volver a saber de Nacho y sus amenazas de matón barriobajero. Sin embargo, quien ocupaba mi mente aquella mañana era Ricardo. Mi hijo no había vuelto a llamarme ni a contactar conmigo desde aquel día en que vino a verme y discutimos. No podía negar que estaba preocupado, después de todo, Ricardo era hijo mío. No obstante, mi orgullo hacía que me resistiese a acercarme a él; pensaba que era yo quien tenía razón. Más adelante, los acontecimientos me demostrarían que me equivocaba, que la visita de Ricardo y sus palabras eran una advertencia de lo que él sabía que ocurriría si no ponía freno a mis desvaríos. Tomé un portafolios que había sobre mi mesa, y me encaminé a la Sala de Juntas. Como me cogía de paso, decidí ir a ver cierto problema que había surgido en la fábrica. Me habían avisado de que uno de los calderos de mezcla y fusión estaba averiado. Aún me impresionaba la vista de esos grandes calderos, en los que llegaban a fundirse hasta mil toneladas de vidrio. De pequeño, raras veces me acercaba a ellos solo.El problema lo tenía uno de los más viejos, que ya parecía ir pidiendo el cambio a gritos. Tenía algún problema en la fuente de calor, en este caso de fuel-oil, que se apagaba sin más, de manera que echaba a perder el trabajo, pues, para trabajar el vidrio, eran necesarias temperaturas muy altas. Cuando llegué al lugar, el caldero estaba parado, los demás calderos funcionaban a pleno rendimiento, pero aquél estaba totalmente parado. Un hombre, vestido con mono azul que rezaba a su espalda un letrero con el nombre de la empresa, se afanaba revisando esto,

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mirando aquello. Al verme, dejó lo que hacía y se acercó presuroso a atenderme. - Buenos días, señor Bahamontes. –saludó el hombre del mono

azul con marcado acento andaluz. - ¿Cómo va eso, Fede? –pregunté a modo de saludo. - Este hijo puta no funciona por más cosas que le haga –respondió,

señalando al gran caldero-. Creo que la fuente de calor no quema bien el combustible hasta el punto que acaba por ahogarla.

No me molesté siquiera en llamarle la atención, respecto a las palabrotas que, de vez en cuando, Federico Tejada, uno de los mecánicos encargados del mantenimiento de maquinaria de la fábrica, soltaba sin percatarse de ello. Según él, la cosa venía de familia. Yo guardaba serías dudas respecto a que el decir palabrotas de manera continuada, fuese algo hereditario, pero solía escuchar, con grandes esfuerzos para aguantar las carcajadas, cómo, con tono de voz totalmente serio, Fede me explicaba que si él era malhablado, su padre era alguien que no dejaba el santoral en paz durante todo el día. Y no porque fuese precisamente muy devoto. - Hasta que un día, el cura le oyó mentar a Santa Bárbara, y mandó

a la Guardia Civil a por él, (todo esto que le digo era cuando gobernaba el caudillo), y nosotros, creyendo que nos lo mataban allí mismo, nos deshacíamos en disculpas y ruegos para que lo soltaran. Al fin el cura accedió, pero, ¿usted cree que mi padre dejó en paz al santoral? Nanay –dijo esto último negando con el dedo índice-. Aquel mismo día estaba igual que siempre.

Yo me sonreía con los inocentes comentarios de aquel buen hombre. Se volvió de nuevo al gran caldero, y con talante nervioso, empezó a decir: - Pues, me parece que esta avería se queda aquí por mucho tiempo. Lo miré extrañado. - ¿Por qué dices eso, Fede? –inquirí. Él miró a ambos lados, como si temiese que alguien pudiese oírle, y en un susurro apenas audible, me anunció: - Lo digo porque no hay dinero para piezas nuevas. –Se volvió

hacia la tolva-. Aunque, entre usted y yo, éste lo que necesita es la jubilación. –Se encogió de hombros y repitió-: Pero, no hay dinero.

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Aquello fue para mi un jarro de agua fría. - ¿Cómo? –pregunté aún aturdido por lo que me decían-. ¿De

dónde has sacado esa idea? El mecánico decidió sacarlo todo de una vez. Me contó que aquella misma mañana había acudido a la administración de la empresa, para conseguir el dinero que necesitaba para arreglar la tolva averiada, y allí le habían explicado que no podían darle nada porque no había dinero. Empecé a visualizar lo que podía haber pasado con ese dinero, y las consecuencias que traería, y el solo hecho de pensar que yo estaría en medio de todos, hizo que cayese en la cuenta de todo. - ¡Esos cabrones, han querido asegurarse de que aceptaba la oferta

de Nacho! –exclamé con un rugido. - ¿Es que ha recibido la visita de ese vejestorio malparido? –

preguntó Fede con sorpresa asqueada. Mi cabeza asintió mientras, en mi mente, comenzaba a desgranarse lo que debía hacer a continuación. De buenas a primeras, empezaría por comprobar lo que no necesitaba comprobar. Por ello, tras despedirme del mecánico, subí a mi despacho y comencé a investigar con el ordenador. Comprobé con amargura que las cuentas de la empresa, las nóminas de los empleados, el dinero que debía emplearse en pagar impuestos, etc., había sufrido robos de grandes cantidades de dinero, que había desaparecido sin dejar rastro. Ahora esperaban que bajase a pedir que lo devolvieran, y en ese momento, lanzarían sus condiciones: lo devolverían si daba mi parte de Vidrios Germania a esa sabandija de Nacho. Todo esto, por supuesto, no era más que una especulación, pero algo en mi interior me decía que era así. Habían decidido talar la higuera que no daba frutos. ¿Y en caso de que me negara a aceptar? No podía pensarlo, pese a ser tres los socios propietarios de Vidrios Germania, nuestro acuerdo como socios decía que era yo quien daba la cara frente a los demás, era a mí a quien conocían. Pero al mismo tiempo, los otros dos tenían total libertad de acceso a las cuentas de la empresa. Empezaba a pensar lo mal hecha que estaba la situación. Había vivido durante muchos años sobre la cuerda floja. Pero no había tenido otra opción.

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Ahora se trataba de encontrar la solución a todo aquel lío. Tenía que pedirle ayuda a alguien, y sabía perfectamente a quién. Pedí a Dios que, en aquella ocasión, el orgullo no lo echase todo a perder, como siempre. Cogí mi chaqueta y salí de Vidrios Germania, permitiendo que solo me viesen las personas imprescindibles, de quienes me despedía con la mayor naturalidad. Me dirigí con paso presuroso a la estación de metro; el tren del metro se hallaba allí y tuve la buena fortuna de cogerlo antes de que partiese. Tenía que hablar con Ricardo de todo lo que estaba pasando, pero no me atrevía a hacerlo directamente, lo haría por teléfono; y por supuesto, no desde el de mi despacho, ya que podía estar pinchado. En esos momentos, me creía cualquier cosa que pasase por mi mente, por muy disparatada que fuese. Llamaría desde casa. Cuando pensaba en todo esto, el vagón de metro dio una fuerte sacudida, seguida de algunos gritos de las personas que viajaban en él. Es Probable, que aquella pobre gente aún recordara un acontecimiento semejante ocurrido tres meses atrás, en el que murieron veintiocho personas. Las puertas de los vagón se abrieron, y un joven funcionario del metro, nos advirtió de que se había producido un descarrilamiento. El incidente no había ido más lejos porque el metro estaba llegando a una estación, razón por la cual, había ido reduciendo su velocidad considerablemente. Dado que, la distancia hasta la estación era la mínima, aquel joven nos alentó a llegar hasta ella, asegurándonos que no había peligro, la zona había sido cortada mientras solucionaban el problema. Echamos a andar en la penumbra de aquellos túneles hacia la cercana luz de la estación. Yo había perdido totalmente el sentido de la orientación. Daba igual, cogería un taxi y me dejaría en casa. En realidad no sabía por qué no lo hacía siempre. Miré el tren del metro, que, como un animal herido, oculto dentro de su madriguera, reposaba sobre las vías en una extraña posición, mientras unos mecánicos se afanaban en repararlo. El corazón me dio un vuelco, al ver que la estación en la que el metro había descarrilado, era la de Galera, el barrio donde vivía Ricardo. Suspiré y asintiendo con la cabeza, exclamé:

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- ¡Si tiene que ser así, que así sea! El sol, al salir del túnel del metro, hirió momentáneamente mis ojos. La temperatura de aquella mañana, de principios de primavera, invitaba a disfrutarla en aquel parque al que las escaleras del metro desembocaban. Hacía mucho tiempo que no iba a casa de Ricardo, por lo que, tras dar algunas vueltas por los jardines, de aquella especie de vergel urbano, en el que la madre Naturaleza había decidido despertar de su letargo invernal, me perdí totalmente. Agotado, me senté en un banco a descansar, próximo a una fuente en la que, los niños que salían de un colegio cercano, se detenían a beber. Cuando llevaba unos instantes allí sentado, llegaron a la fuente dos hermanos gemelos. - ¡No! ¡Me tocaba a mi primero! –reñían entre risas infantiles. Les reconocí enseguida, como si en vez de llevar meses sin verlos, los hubiese visto por última vez aquella misma mañana. Notaron que les observaba y levantaron la cabeza al unísono. Aún hoy me pregunto cómo atinaba a diferenciarlos su madre. Ningún detalle diferenciaba a uno del otro. Se diría que hasta las pecas que resaltaban en la blanca piel de sus mejillas, estaban dispuestas en el mismo orden. Del mismo modo, el viento agitaba los cabellos de ambos, que, herencia de su madre, eran de un rojo opaco tirando a negro, y caían lisos formando flecos a ambos lados de la cabeza. Sus ojos verdes, herencia de Ricardo, cargados de vivacidad e inteligencia, me estudiaron durante un instante. Cuando no tuvieron duda de que era yo, también al unísono exclamaron: - ¡Abuelo! Recorrieron el camino que nos separaba en medio de risas, afanándose cada uno por llegar antes que el otro. Yo los acogí en mis brazos como si fuese aquel el día en que me hubiesen dado a conocer a mis nietos. Ellos me devolvieron el abrazo con todo el amor de que es capaz la inocencia infantil. - ¡Nenes, dejad a ese hombre en paz! –les exhortó una voz a sus

espaldas. Sin embargo, cuando mi nuera observó que ese hombre era yo, quedó aturdida. Evidentemente, no esperaba verme.

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Nos observamos un instante en silencio. Lirios, mi nuera, seguía siendo una belleza portentosa, tal y como la recordaba. El difícil parto que sufrió cuando dio a luz a Lucas y a Jesús, mis nietos, no parecía haber hecho mella en su esbelta figura. Los niños aguardaban algo, expectantes. Habían sido testigos de muchas de mis discusiones con sus padres. Nos dimos cuenta de ello, por lo que rompiendo el silencio, Lirios comenzó: - ¡Vaya, Daniel! ¿Cómo tú por aquí? - ¿Qué tal estás, Lirios? –pregunté a mi vez, a modo de saludo. Ella asintió, queriendo decir que estaba bien. - ¿Quieres venir a casa? –ofreció en tono desinteresado. - ¡Oh! No quisiera molestar, solo he venido a hablar con Ricardo.

–respondí. Esa respuesta le hizo mirarme con sorna y comentar irónicamente: - Pues Ricardo me dijo, que tuvisteis una conversación muy tirante

no hace mucho. Tal y como vino de ella, me puedo imaginar la forma que tendrías de tratarlo. Me conformo con que me trates como a una mierda, pero él... ¡es tu hijo!

Me trague la ironía con la que me hablaba, aquella vez me la merecía. Al mismo tiempo, constaté que me había equivocado a la hora de juzgar a mi nuera. Viendo a Lirios defender de aquella forma a Ricardo, comprendí que mi hijo había encontrado lo mismo que yo cuando conocí a Carla. - Lo sé, Lirios –dije mirándola fijamente-. Por eso he venido hasta

aquí, a pedirle perdón y a decirle que tenía razón en todo lo que me dijo aquella mañana.

La otra quedó boquiabierta con mis palabras, evidentemente esperaba otra reacción bastante distinta de mí. - Pero, ¿qué ha ocurrido? –me preguntó con tono preocupado. Yo le indiqué el banco en el que había estado sentado unos momentos antes. Nos sentamos a hablar del asunto mientras mis nietos jugaban por allí sin quitarme ojo de encima, como si temiesen que fuera a esfumarme en el aire o algo así. - ¡Esos cerdos! –Exclamó Lirios cuando terminé de hablar, dando

un puñetazo en la madera del banco. Asentí con la cabeza, estaba de acuerdo con ella.

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- No tengo la menor idea de dónde han metido semejante cantidad de dinero, pero han dejado grandes agujeros, y ahora me tocará dar la cara o vender mi parte a Nacho Arándanos.

Lirios apretaba los puños en un esfuerzo por contener las lágrimas de rabia. Al llegar la hora de la comida, llamó a los nenes, que se apresuraron a obedecer a su madre. Cuando los vio acercarse, la mirada de Lirios pasó de la rabia al amor maternal más profundo. De nuevo me pregunté por qué había sido tan injusto con ella. Juntos, con un niño cogiéndome cada mano, emprendimos el camino a casa de Ricardo. Cuando mi hijo entró en su casa, aún tardó un poco en reparar en mi presencia; en esos momentos sólo tenía ojos para su familia, lo que le rodeaba, el resto del mundo, tendría que aguardar a que mis nietos dejasen de empujarse en un intento de llegar el primero a los brazos de su padre mientras este reía. Cuando los pequeños recibieron su ración de Ricardo, Lirios le beso los labios con una pasión correspondida y que hizo a los niños taparse la boca y reír. Yo asistía todo esto sintiéndome como una encarnación del señor Scrooge, en el cuento de Navidad de Dickens. Finalmente, Lirios le dijo: - Tienes visita, cariño. Me señaló con la barbilla sonriente, aunque Ricardo no le prestaba atención, me miraba con expresión sorprendida. - Es el abuelito, papá. –dijo uno de los dos gemelos. Los dos nos abrazamos fuertemente, como si fuésemos viejos amigos. Todo rencor, todo lo que cada uno pudiera tener en contra del otro, quedó eliminado entre nosotros. No entendía el comportamiento de Ricardo, pero no me importaba. - Perdóname, Ricardo. –solo atinaba a decirle. - ¿Qué tengo que perdonarte, viejo? –me preguntaba él como si le

hablase a un niño. Lirios cogió a los niños de la mano y dijo a Ricardo: - Tenéis de qué hablar, voy mientras con los niños a la bodega a

comprar un litro de tinto, sé que le gusta mucho a Daniel. Los niños se la quedaron mirando con aire serio, y uno de ellos le dijo:

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- No me gusta que vayas a la bodega, el hombre te mira como si quisiera hacer algo malo contigo. –luego, como si le costara decirlo-: Ya sabes lo que quiero decir...

Los mayores aguantábamos la risa ante la picardía con la que, aquellos mocosos, observaban el mundo. - Bueno, Lucas, pero para eso os llevo conmigo, para que me

defendáis. –aclaró Lirios a sus hijos. Esta respuesta pareció gustarles, por lo que, se miraron el uno al otro y asintieron conformes. Aún, cuando se alejaban hacia la puerta de la calle, llegaron a mis oídos las cosas que pensaban hacerle a aquel pobre diablo que atendía la bodega, y francamente, me alegré de no estar en su piel. Ricardo me miraba sin perderme de vista un instante, como si aún no pudiera creer que estuviera allí. - ¡Tienes una familia maravillosa! –no pude por menos que

afirmar. Ricardo asintió con la cabeza. - También es tu familia. –y señalando a su alrededor-: Y esta tu

casa.Asentí a mi vez. - Bien –dijo él señalándome una de las sillas que habían alrededor

de la mesa de la sala-, creo que debemos hablar, aprovechando el momento que nos ha buscado Lirios.

Asentí de nuevo mientras me sentaba. - Tengo un problema muy grave y vengo a ver si le podemos dar

solución. –Ricardo me miraba en silencio, alentándome a hablar-. Verás...

Le conté con detalle la situación, y vi en su rostro la misma expresión de rabia que había visto en el rostro de Lirios, cuando estábamos en el parque. Cuando terminé, se levantó con aire furioso, mascullando maldiciones, y tras mirarme de frente, me aseguró: - No te preocupes, padre. ¿Quieren guerra? ¡Les daremos guerra! Ese día comprobé que Ricardo había roto el cascaron mucho tiempo atrás. La seguridad con la que había exclamado que lucharía contra las sabandijas de mis socios y Nacho Arándanos, sonó en mis oídos como un grito de guerra. La facilidad con la que a continuación salieron los planes a seguir de su boca, me hicieron decirle sin dudar: