--a-- · la cera de tu cuerpo y de tu alma llegó a la consunción en llama augusta, en el divino...
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--a--PALIQUE DE «CLARIN» Y DE «VETUSTA»
Néstor Astur
En el año 1952, con motivo de cump(irse el centenario del nacimiento de don Leopoldo Alas -«Clarín»-, que advino al mundo en el mes de abril, un día
25, el Ateneo Ibero-Americano de Buenos Aires tuvo la feliz iniciativa de organizar un acto de homenaje, en memoria de aquel ilustre escritor finisecular. Tuvo también la idea -ésa no tan feliz- de confiarme la disertación correspondiente. Lo cual, además de honroso, por el tema me resultaba -y me resulta- gratamente familiar. Tuvo también el Ateneo la emotiva delicadeza de anticipar su propósito a doña Elisa, hija del escritor, residente en Madrid.
Se me ocurrió intitular aquella charla PALIQUE DE «CLARIN» Y DE « VETUSTA», un título eminentemente clariniano. Casi podría decirse, de clave literaria. Así se anunció, mediante los impresos de invitación que suelen cursarse en tales casos. Conservo alguno, de recuerdo.
Dicho lo que antecede, es razonable y lícito que mi estimado auditorio de hoy, cuya concurrencia y atención agradezco de veras, sin pecar de suspicaz, sospeche maliciosamente que este palique de hoy será el mismo de ayer. O sea, que de acuerdo con la ley del mínimo esfuerzo (una de las leyes más fáciles de observar), haya venido dispuesto a salir del paso brindándoles lo que en la jerga del oficio se denomina, con término culinario, un «refrito». Cosa que debe cuidarse, pues no se me oculta que hay paladares exigentes, estómagos delicados y personas con memoria de elefante. Y aunque la repetición de una conferencia no configure delito, y hay quien con media docena de ellas reiteradas hasta la saciedad han ganado fama, declaro que no va a ocurrir así. Primero, porque aquel palique no fue escrito, y mal podría, aunque quisiera, al cabo de doce años endilgarles lo dicho entonces. Pero voy a aducir en segundo término otra razón que, en rigor, podría ir en el primero, por lo potísima y definitiva: Aquel acto de homenaje no se realizó. Fue suspendido. Prohibido por la autoridad competente, y quienes el día y la hora señalados se dignaron concurrir (las gracias les sean dadas a la distancia) a la calle Lima, número 383, donde tiene su sede el Ateneo, comprobaron la inasistencia del conferenciante -aunque hasta allí llegó puntual- y la sorpresiva presencia de un agente de policía, uniformado, que impedía el acceso al local. Esta es, señoras y señores, la historia de aquel palique frustrado, la del homenaje que se quedó en el limbo de las buenas intenciones; que no todas han de ir a parar al infierno.
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Al cabo de los años, al invitarme a ocupar otra tribuna, no menos prestigiosa, como es la de este Ateneo puesto bajo la advocación de Pi y Margall, he querido ser consecuente y dedicarle el recuerdo de «Clarín», una de mis devociones literarias. Por eso propuse, y así fue aceptado con especial beneplácito, que se llevara a cabo, por fin, aquel palique anunciado otrora. Y en eso estoy.
Estoy en eso por entender que la figura de «Clarín» merece ser evocada en cualquier momento. Mejor dicho, siempre; por tratarse de un valor permanente, por encima de los circunstanciales señalamientos del almanaque. Además, si es que hace falta ese pretexto, no se olvide que todos los días son aniversario de algo. Si entonces, en el año 1952, se cumplía y celebraba el centenario del natalicio, he descubierto que ahora, en 1964, se cumple el centenario de un ensayo teatral infantil, pues Leopoldo Alas, que ahora hace cien años estudiaba el Bachillerato (y precisamente en este mes, octubre, comienzan en España los cursos académicos), es un niño, Leopoldín, de doce años despiertos e inquietos que lo llevan a estrenar en la casa de una familia amiga su obra «El sitio de Zamora», un ensayo de niño precoz, del que sólo nos queda la curiosa referencia.
Corto aquí la versión, aún inédita, de aquella conferencia, en la que tracé, como mejor pude,
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una semblanza del autor de «La Regenta», con algo de vida y obra, vida breve y obra intensa, y algo también de su « Vetusta», para responder al t(tulo de la disertación. Y si reproduzco aquí la introducción a mi charla es por afán testimonial, por la constancia de una modesta expresión de fervor clariniano, a lo largo de los años, en esta otra orilla del idioma; mas como en tal ocasión no omití un tema concreto y de observación personal que más de una vez me ha tentado tratar, salto casi una hora de palique y transcribo, para integrar esta mi colaboración de homenaje, con el trabajo que titulé en su día.
UN ESCRITOR Y LA SOMBRA DE
UN PRESAGIO
«Clarín», con predisposición anímica fácilmente advertible en muchas de sus páginas, como revelación del estado de gracia literaria, escribe «Superchería», uno de sus cuentos magistrales. No es menester gran agudeza para captar cuanto de autobiográfico encie1Ta. El protagonista es «un filósofo de treinta inviernos, víctima de la bilis y de los nervios», para quien «las dudas y los dolores de cabeza y de estómago y aun de vientre, ya venían a ser la misma cosa; y veces había, sobre todo a la hora de dormirse, en que no sabía si su dolor era jaqueca o una cuestión psicofísica atravesada en el cerebro. No era pedante ni miraba la Filosofía desde el punto de vista de la cátedra o de las letras de molde, sino con el interés con que un buen creyente atiende a su salvación». Todo esto es pura confesión de aquel don Leopoldo con la muerte en las entrañas y con los nervios en vibrátil manojo. También lo que sigue es confesión:
«Lo muy incorrecto de su letra, amén de las abreviaturas de esta mezcolanza de caracteres exóticos aplicados al castellano (se refiere a 'los signos de letra gótica cursi va y del alfabeto griego que utilizaba el personaje), daban al conjunto un aspecto de extraña taquigrafía». (U no piensa en aquella enrevesada letra de «Clarín» que Galdós calificó de egiptológica, y la Pardo Bazán de deliciosos garabatitos).
Con tales caracteres, el filósofo de treinta inviernos escribía sus memorias íntimas, en las que no había recuerdos infantiles ni aventuras amorosas. En cambio «abundaban las máximas sueltas, las fórmulas sagradas por repentinas inspiraciones; aquí, un rasgo de mal humor filosófico; luego, la expresión de una antipatía filosófica también; más adelante, la fecha de un desengaño intelectual o la de una duda que le había dado una malanoche».
El cuentista figura abrir el cuaderno de memorias de su personaje, quizá para mostrar al hombre a través de su estilo. «Así -dice «Clarín»- se leía hacia la mitad del volumen: 13 de junio. He oído esta noche a don Torcuato, autor de «El Sentido Común». Es una acémila. ¡ Y yo que le había admirado y leído con atención pitagórica: ¡ Avestruz! ... »
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Convento de Santa Clara de Oviedo, tal como lo vio «Clarín» siendo niño.
Hagamos alto aquí, al pie de este desahogo, de «este rasgo de mal humor o de antipatía». Las afinidades y coincidencias de genio (las de figura faltan) entre el personaje novelado y el autor, podrían seguirse a lo largo y lo hondo del texto, porque hay muchas más. Hay también una discrepancia digna de mencionar, por contraste: El protagonista del cuento «era rico y no necesitaba trabajar para comer». (Uno piensa ahora con cierta melancolía en aquellos apresurados artículos de «Clarín», en aquellos sus famosos «paliques», escritos con la ansiedad de los diez duros... Pero detengámonos de veras al pie de la fecha ya anotada, como ante una cruz hallada inesperadamente en un recodo de la vida y de la obra de don Leopoldo, porque sobre ella hay una sombra de sugestión y misterio).
La anotación tiene, literariamente, el valor de un presagio, de uno de esos presentimientos de escritor que no deben pasarse por alto. Sin desviar su sentido, sin convertirlo en materia de superchería; pues en tal caso empezaríamos por hacer hincapié en la vulgar superstición del fatídico número 13 y acabaríamos siendo alcanzados por la sátira clariniana. Nada de eso.
«Clarín», en trance creativo, con fiebre en el espíritu y quizá en el cuerpo, tan endeble, al figurar que abre por la mitad del volumen las memorias del protagonista lo hace registrando la fecha señalada. Como podía haberlo efectuado registrando otra cualquiera, naturalmente. Pero el hecho cierto es que anota 13 de junio. En ese momento, sin saber por qué, más con la apariencia de un presagio, de un presentir (que eso es el presagio), apunta esa fecha. Y de su puño y letra, a más
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de nueve años de distancia, el escritor anota el día y el mes de su muerte, porque el 13 de junio de 1901 fallecía aquel maravilloso cuentista, tan rico en ideas y sentimientos.
El hombre que con ocasión de perfilar un personaje en el que iba a volcarse en cuerpo y alma; y pensador de la angustia metafísica, que era también el mal incurable que padecía el filósofo del cuento; el cuentista que, según atinada observación de un crítico, tenía en la obsesión de la muerte la clave de todas sus preocupaciones; mientras soñaba misterios y se burlaba con donosura de ciertos fenómenos de causalidad, dejaba anotados, al azar, pero con emotiva precisión, el día y el mes de su muerte. Bien puede decirse que eso, desde entonces, para él ya estaba escrito. Por lo menos en su literatura. � Fue casi en primavera cuando advino la Presentida. Y tal como escribió «Clarín» en el mismo relato, «algunos árboles del paseo olían a gloria. Las golondrinas jugaban al escondite de tejado en tejado, rayando el cielo azul, rozando con las puntas de las alas, a veces, la tierra». Don Leopoldo, con el alm.a lírica, de pájaro, co.n]as alas en el nombre y en el alma, habíalas plegado parn siempre aquella mañana de junio (que no fue primaveral), cumplido ya el •alto y breve vuelo de su destino. Algún árbol olia a gloria imperecedera aquel día entre los días. presentido en las letras. Era la magnolia del patio de su casa, allá en la vetusta ciudad inmortalizada por su pluma al escribir «La Regenta». Yo he visto esa magnolia, floreciente, muchos .años después, en gayas primaveras.
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Queda señalado un hecho, un hecho pequeño, menudo. Un fenómeno de simple coincidencia, de impresionante casualidad. Aunque la voz del escritor susurre que «todo lo maravilloso es obra de Simón Mago», también puede aceptarse como buena la lección de aquel perro canelo que cruza por el pasaje final del cuento. Y aquel canelo, cínico por ser perro, satisfecho de la existencia, tomaba además los fenómenos como deben tomarse, como lo que son, como una ... superchería.
El palique parcialmente transcrito, según versión inédita y añejada, concluyó con la lectura de el siguiente soneto que había sido publicado aquí en la revista ASTURIAS, y ahí por la Revista OVIEDO, del año 1952, el del centenario.
CLARIN La cera de tu cuerpo y de tu alma llegó a la consunción en llama augusta, en el divino tedio de Vetusta, cuyo sosiego no te dio la calma. Tu obr;i de creación, tu voz que ensalma, ha sido flagelada por la adusta y negra hipocresía, que se asusta de esa Verdad que otorga lauro y palma. ¡Oh, Clarín del espíritu ateniense, don Leopoldo dé las horas grises! ¡Ay, orgulloso escándalo ovetense, de hojas de ortiga y floración de lises ! eSobre un montón de ruina vetustense canta tu gloria un coro de malvises.
Buenos Aires, 1981