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A Beverley Birch, por su agudeza editorial y su entusiasmo, que me han sido de gran ayuda en muchos libros.

Mi agradecimiento y mi amistad.

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Capítulo 1

El barco pirata se deslizaba con ligereza empujado por el oleaje proveniente del mar de China. Ya eran más de

las doce. Allá arriba, la luna jugaba al escondite entre los nubarrones que dominaban a diez mil pies de altura la no-che malasia. Al sur, en dirección a Singapur destellos de relámpagos parpadeaban esporádicamente, como un rótulo de neón defectuoso.

El viento era racheado. Soplaba en cálidas ráfagas in-termitentes sobre las montañas de Sumatra y descendía luego cruzando el estrecho de Malaca. Pequeñas olas de crestas rizadas se precipitaban hacia los manglares de la parte más alejada y rompían con un estrepitoso rugido con-tra millones de raíces enredadas.

La luna apareció por un hueco en las nubes, convirtien-do el mar en una lámina plateada. Lin Pao fue el primero en ver el velero. Captó un súbito balanceo cuando sus velas se estremecieron y se hincharon de nuevo, al pasar la borrasca

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a toda prisa. Al momento siguiente, el barco desapareció de la vista. Lin Pao sonrió triunfante. Nadie más lo había visto.

Un simpático pescador le había comentado el rumor de que un gran velero transatlántico estaba bajando por el estre-cho. Y ahora lo había encontrado. Pese a tener roto el radar de su propio barco, había sabido dónde encontrar a su presa. Sus instintos de cazador eran tan buenos como siempre.

Su débil grito puso en pie al resto de la tripulación. Eran ocho. Todos descalzos. Los zapatos eran propensos a resbalar incluso sobre las modernas cubiertas de acero. Ves-tían andrajosos pantalones cortos y camisetas, y cada hom-bre llevaba anudada sobre su frente una cinta azul de algo-dón. Era el color que Lin Pao había escogido para distinguir a su tripulación de la gente de Duang, en el campamento base.

Hizo girar el timón hasta situar la proa en dirección al punto donde había avistado el velero. Con cuidado, presio-nó el acelerador. El casco comenzó a vibrar y el sonido del motor se amplificó hasta un potente ruido sordo, aunque no lo bastante alto como para que se escuchase a bordo del otro barco.

La tripulación se protegió los ojos del resplandor de la luna. Clavaron la vista más allá de la pesada ametralladora montada en la proa, esforzándose por distinguir alguna se-ñal del velero. Se daban codazos unos a otros en silencio para mostrar su satisfacción. Estaban orgullosos de pertene-

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cer a la tripulación de Lin Pao. Eran los mejores. Lin Pao era el mejor capitán de la Familia. Su barco era el mejor. ¿Acaso el mismo Lin Pao no había escapado en él cuando desertó de la Armada Popular China? Le habían puesto el nombre de Ular Ular, por las serpientes marinas de rayas amarillas que infestaban estas aguas. Era la embarcación más veloz del estrecho.

Uno de los piratas soltó un grito y levantó un brazo, haciendo insistentes señas hacia un lado. Lin Pao giró aún más el timón. En cuanto lo hizo, la luna se ocultó y espera-ron, balanceándose sobre las puntas de los pies, a que me-jorara de nuevo la visibilidad. Desilusionados, los hombres de la tripulación chasquearon los dientes y escudriñaron detenidamente la noche. Por encima de las montañas se escuchaba el redoble lento y majestuoso de los truenos. En-tonces, por fin, alguien chilló y unos instantes después, Lin Pao avistó de nuevo el velero.

Se encontraba a unas tres millas por delante; una her-mosa criatura alada con todas las velas desplegadas y un reflejo de aguas blancas en su proa. Lin Pao soltó un gruñi-do de placer. Esta vez no lo perdería. El ruido del motor del Ular Ular se intensificó y bajo su popa el agua comenzó a bullir. Los piratas sintieron el correr del viento sobre sus rostros y se sonrieron abiertamente unos a otros.

Mientras acortaban distancias, la tripulación estudiaba el velero con interés profesional. Se mantenía en la orilla malasia del estrecho, bordeando la ruta de navegación. No

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muy lejos, en el centro del canal, un superpetrolero carga-do al máximo avanzaba a duras penas en dirección sur, de-jando a su paso un surco de diez metros de profundidad. Lin Pao no perdía de vista las luces de navegación del pe-trolero, atento a cualquier cambio de rumbo. Una brecha en el mar de tal envergadura significaría una catástrofe se-gura para cualquier velero que cayese en ella, y eso incluía al Ular Ular. Ambos barcos serían engullidos en cuestión de minutos, reducidos a cascos inundados a la espera de ser arrollados por el siguiente barco que pasase por allí. Y en esa zona, los superpetroleros navegaban uno tras otro, como una manada de elefantes.

Ahora el velero estaba mucho más cerca y claramente visible. La luz de la luna se reflejaba en los cabrestantes de acero inoxidable y en los mástiles de fibra de carbón, mien-tras galopaba con gracia sobre el oleaje. Se trataba de una embarcación transatlántica, de por lo menos veinte metros de largo. Tenía una cabina central en la parte delantera y una más pequeña detrás de un amplio puente de mando abierto. Parecía magnífico y caro. La tripulación de Lin Pao murmuraba expectante.

—Está avanzando a seis nudos —les dijo Lin Pao. Vol-vió la vista hacia la costa de Sumatra, calculando la fuerza del viento. En el interior de las nubes concentradas por en-cima de las montañas resplandecía un manto de luces rosa-das y verdes. Se acercaba una tormenta. Podía olerla en el viento. Razón de más para acercarse más aprisa.

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—Se mantendrá en esta bordada1 —afirmó—. Lo al-canzaremos dentro de cinco minutos. ¡Ya sabéis lo que hay que hacer!

La tripulación se lamió los labios y tantearon con los dedos los puñales de sus cintos.

Lin Pao se giró y echó un vistazo por encima de su hombro. Durante unos instantes, mantuvo la mirada fija, asegurándose de que no los estaban siguiendo. Unos meses atrás, las autoridades malasias habían anunciado una cam-paña ofensiva contra los piratas, y las semanas siguientes anegaron el estrecho con buques de guerra. Cada vez que Lin Pao creía haber divisado uno en el radar, emprendía una maniobra evasiva y se ocultaba tras uno de los cientos de islotes que salpicaban el estrecho.

Satisfecho de no tener a nadie tras él ahora, se concen-tró en la tarea que tenía entre manos. Había llegado el mo-mento de atacar. Dejó de acelerar y lentamente la proa fue descendiendo.

—¡Vamos a estribor! —exclamó en voz baja—. Estad preparados. ¡Todos! ¡Y nada de ruido!

A algunos capitanes piratas les gustaba cercar a sus víc-timas, disparando tiros de advertencia con fusiles o ametra-lladoras hasta que se rendían. Duang, su mayor rival, era uno de esos. Pensar en Duang hizo que Lin Pao escupiese instintivamente por encima de la borda.

1 Rumbo del velero contra el viento. (N. del T.)

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—Canalla —murmuró, mientras conducía el Ular Ular a unos cien metros de la popa del velero. Para Lin Pao, el elemento fundamental de cualquier ataque era la sorpresa. No importaba lo grande que fuese la otra nave. Y eso signifi-caba abordar la presa con todos los hombres que pudiese, an-tes de que alguien se percatase de lo que estaba sucediendo.

Lin Pao apagó los motores cuando estaban a cincuenta metros del velero. El impulso del Ular Ular los pondría a su altura en un minuto. Ahora, el único ruido que se oía era el chasquido del mar sobre el casco y el crujir de las jarcias de la embarcación que tenían delante. Unos segundos des-pués, pudo distinguir el destello del tablero de mandos de la cabina del piloto del velero. Inspiró profundamente y echó un vistazo a su tripulación. Se mantenían a la espera, sus cuerpos tensos, listos para actuar. Los hombres situados a ambos extremos del barco comenzaron a hacer girar sus rezones2.

Sonaba música en alguna parte del interior del velero. Los sonidos graves aumentaron de volumen. Ahogaban todo ruido, mientras el Ular Ular acortaba distancias como un gato dispuesto a saltar. Cuando su proa quedó al nivel de la popa del velero, Lin Pao levantó un puño cerrado.

De pronto surgió un fogonazo de luz. El pirata apartó bruscamente la cabeza y quedó cegado por un momento. Ahora, voces y sonidos de risas llenaban el puente de man-

2 Ancla pequeña con cuatro ganchos de acero. (N. del T.)

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do. Instintivamente, giró con fuerza el timón y tiró del ace-lerador para arrancarle un feroz rugido.

—¡Lanzad! —gritó.Los rezones cruzaron al otro lado serpenteando. Era un

lanzamiento sencillo y los hombres eran expertos. Los gar-fios se engancharon en los aparejos de la cubierta del vele-ro y enseguida quedaron fijos. Los piratas enrollaron los cabos alrededor de las mordazas de su embarcación y tira-ron de las cuerdas para aproximar los barcos.

Se produjo un choque prolongado y estridente. El Ular Ular embistió con fuerza y la noche se llenó de repente de velas resquebrajadas. Se lanzaron todos precipitadamente e inmediatamente después se sucedieron gritos y una confusa algarabía. Lin Pao pasó por encima de la barandilla del yate y se lanzó a un lado cuando la botavara cayó sobre él, yendo a impactar esta contra el puente del Ular Ular, que se res-quebrajó de parte a parte. Entonces se agachó, y corrió ha-cia el puente de mando.

Bajó de un salto los escalones que conducían a la cabi-na principal. Dentro, sus hombres ya se habían puesto ma-nos a la obra. Aterrizó sin dificultad y notó de inmediato bajo sus pies el grosor de la alfombra. Le bastó una rápida ojeada para percatarse de la mesa de caoba con los mapas y el selecto equipo de radio y de navegación que había enci-ma. El yate estaba recién estrenado.

Vio a tres europeos acurrucados juntos al fondo de la sala. Un hombre mayor estaba acuclillado y apoyado sobre una ro-

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dilla, gimiendo en voz alta. Sostenía su cabeza con ambas ma-nos. Brotaba sangre de entre sus dedos y resbalaba por sus bra-zos. La camiseta de algodón que llevaba puesta ya casi estaba empapada del todo. Lin Pao pensó que rondaría los sesenta.

Una mujer lo abrazaba por los hombros, sosteniéndolo contra ella y consolándolo. Lin Pao vio el destello del dia-mante cuadrado del anillo que llevaba puesto. Era difícil no verlo. Ella levantó la vista hacia él, sus ojos aterrados abiertos como platos, y vio a Lin Pao mirándola. Gritó y enterró su rostro en el cuello del hombre. Lin Pao sabía que se trataba de la clase de mujer que poseería un montón de anillos más.

Los otros hombres eran mucho más jóvenes. Altos, de tez cenicienta y con gafas. ¿Tal vez sus hijos? Eso esperaba Lin Pao. Simplificaría las cosas. Sobre la mesa de la cabina había vasos y una botella medio llena de buen brandi.

—¡Sacad a la mujer fuera de aquí! —ordenó Lin Pao.Chou, el contramaestre, se aproximó y tiró de la mujer

para ponerla en pie. Ella se puso a gritar y a golpearlo con los puños. El contramaestre le abofeteó la cara una sola vez y luego la apartó de un empujón. Los gritos de la mujer ce-saron y en su lugar comenzó a sollozar. El hombre más jo-ven se plantó delante de ella tratando de protegerla. Todo el mundo miró a Lin Pao.

Durante veinte segundos no dijo nada, hasta que la tensión se hizo insostenible. Entonces habló en un inglés titubeante.

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—Quiero su dinero, sus relojes, joyas, drogas, docu-mentos del barco, pasaportes. Tienen tres minutos para en-contrarlo todo, o este hombre muere. —Posó un dedo so-bre el más joven—. ¡Tú mueres!

Luego, dirigiéndose al contramaestre Chou:—¡Abre la caja fuerte! El viejo tendrá la llave. Lin Pao se dio la vuelta, los dejó y se dirigió a la parte

trasera de la sala. Dos de sus hombres estaban examinando el aprovisionamiento del barco, escogiendo los artículos más atractivos.

—Dentro de cinco minutos quiero estar fuera de aquí —les dijo.

Subió a la cabina de mando y miró a su alrededor. El chapoteo del mar entre ambos barcos estaba dejando man-chas húmedas sobre la cubierta de madera del yate. Llamó al vigía de a bordo del Ular Ular.

—Sin novedad —le dijo el hombre.—¡Bueno, de todas formas sigue vigilando! —gruñó

Lin Pao.De vuelta en la cabina principal, el viejo hombre

blanco estaba de pie junto a una caja de caudales vacía. Le temblaban descontroladamente las manos y los brazos. Sobre la mesa de los mapas había una pila de objetos de valor. Lin Pao los removió y luego comenzó a llenarse los bolsillos de su vieja chaqueta de la marina de fajos de bi-lletes y cheques de viaje. Cogió una pequeña bolsa de ter-ciopelo y la sopesó en la palma de su mano. La abrió

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tirando de los cordones y miró dentro. No pudo evitar sonreír. Estaba en lo cierto. La mujer era una joyería am-bulante.

«No está mal el botín», pensó. Para empezar, veinte mil dólares americanos. Y además, todas esas joyas. Aun-que había más. Los europeos llevaban cada uno dos pasa-portes, uno británico y otro australiano. Lin Pao sabía que aquellos pasaportes auténticos valían su peso en oro para los enigmáticos jefes de la familia Dragón, allá en la Mala-sia peninsular. La Familia tenía muchos intereses. La pira-tería era tan solo uno de ellos. Él jamás había tenido un encuentro con ninguno de los jefazos. No había ninguna razón por la que debiera haberlo tenido. Él no era más que un humilde capitán pirata, aunque este botín haría que lo vieran con mejores ojos en la base de operaciones. Por una vez, seguro que Lady Dragón estaría satisfecha. Y ya iba siendo hora de que empezase a tratarlo con el debido respe-to. Él era, con mucho, su mejor capitán. Mucho mejor que ese idiota de Duang.

Lin Pao cogió la botella de brandi que estaba encima de la mesa y sirvió dos generosas copas. Le dio una a Chou. Luego, burlonamente, alzó la suya hacia los europeos. Apu-ró su bebida de un solo trago y se dispuso a marcharse. El anillo de la mujer destelló mientras estrechaba a su marido por los hombros.

Lin Pao se la quedó mirando con incredulidad, su ros-tro ensombrecido por la furia.

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—¡El anillo! ¡Aún lleva su anillo! —Le dio un punta-pié al pirata que tenía más cerca—. ¡Quítaselo, idiota!

Chou empujó al hombre a un lado y agarró la mano de la mujer. Comenzó a retorcer el anillo para quitárselo, pero la mujer estaba aterrorizada y se le había hinchado el dedo.

—¡Inténtalo con jabón o con aceite! —ordenó Lin Pao—. ¡Y si no funciona, usa tu cuchillo!

Se abrió paso hasta el transmisor de radio que estaba atornillado al mamparo. Sacó una pistola, colocó el cañón sobre el panel de control y disparó. En el reducido espacio de la cabina el ruido fue sobrecogedor.

Cuando la tripulación del yate comprobó que los pira-tas se habían marchado, el Ular Ular se encontraba a una milla de distancia y navegaba a toda velocidad. Un largo rato después, la mujer seguía sentada, inmóvil, contem-plando incrédula el vendaje empapado en sangre de su mano izquierda.

De vuelta en su propio puente, Lin Pao escuchaba el sonido que hacía el agua al salpicar el cristal del parabrisas. El viento había arreciado y se estaba levantando marejada. Chou estaba de pie a su lado bebiendo té de una taza man-chada. Lin Pao lo miró.

—¿Qué pasó con el dedo de la mujer?Chou se echó a reír.—¡Lo metí en la botella de brandi!