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Marvin Monzón Ilustraciones de Eyla Luján

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Marvin MonzónIlustraciones de Eyla Luján

Si tu ir y venir por la vida te llevara a conocer estratos so-ciales diferentes y modos de vida diversos. Si vieras de cerca la pena y la lucha por vivir un día más con un mendrugo de pan, y la comodidad de un sofá y una TV. Si prefi rieras la libertad de andorrear por las calles y descubrieras que tu felicidad puede depender de algo muy pequeño, algo insig-nifi cante: una musaraña… ¿qué pensarías? ¿Acaso que te estás volviendo loco? No del todo, sobre todo si eres un gato aventurero, observador y fi lósofo. ¿Quieres conocer a Ulises?

Te invitamos.

Esta colección de libros fue creada en La factoría de histo-rias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma fi nal en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visio-

nes y su experiencia este proyecto.

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Las musarañas

D.R. © De esta edición:2015, Editorial Santillana, S.A.26 avenida 2–20 zona 14Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo.

Las musarañas fue escrito por Marvin Monzón e ilustrado por Eyla Luján. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Eyla Luján. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: Sonia Pérez Aguirre.

Primera edición: agosto de 2015ISBN: 978-9929-712-98-0Impreso en

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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El mundo es grande y pequeño. Depende, entre

otras cosas, del hambre. Yo no tengo hambre, sino

ganas de viajar; pero llueve, es de noche y este

cómodo sofá no ayuda mucho.

Recuerdo cuando vine: todo fue tan repen-

tino. La nostalgia, el recuerdo de los buenos mo-

mentos, detiene mi partida. No pensé que pudiera

encariñarme tanto con una persona. Anoche soñé

con musarañas y fue hermoso. Pero esa es otra his-

toria. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí: Martina. Es

la persona más divertida del mundo. Es mi mejor

amiga.

Esos raros bichos llamados humanos

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Antes de conocer a Martina, las personas

eran minúsculas y extrañas cosas que caminaban

con prisa y se atropellaban sobre las aceras. Pero

ahora sé que no, que no son tan simples.

Afuera, la lluvia sigue cayendo y la veo

resbalar por la ventana. Esta noche emprendo un

viaje. Eso de viajar sí que es lo mío. Recuerdo las

historias que cuenta Martina: hacen que el tiempo

pase rápido. Quisiera contar alguna, pero no logro

recordarlas y no soy bueno inventando. Eso sí, he

visto muchas cosas en mis viajes y estoy dispuesto a

relatarlas. ¡Ah! Por cierto, me llamo Ulises y soy un

gato. Anoche soñé con musarañas y fue hermoso.

Decía que los humanos no son tan simples

porque no es lo mismo verlos a lo lejos desempeñan-

do su papel de transeúntes que convivir con ellos.

Desde un octavo piso los podía ver andar y desan-

dar las avenidas. Pequeños como musarañas, pero

no tan apetitosos. Solos, siempre solos y apurados.

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Unos caminaban. Otros se trasladaban en máqui-

nas de cuatro ruedas que tiempo después supe que

se llamaban automóviles. Y otros, más valientes,

abordaban autobuses.

No podía comprender su comportamiento

ni lo comprendo hasta la fecha. Pero lo que menos

alcanzo a entender es cómo se acostumbran al ruido.

De un momento a otro un auto emite un ruido

estrepitoso, y es como si se contagiara: de pronto

hay otro auto imitándolo, y otro, y otro, y otro…

Es para enloquecer. Y como si no fuera ya bastante,

algunos conductores sacan la cabeza de sus autos y

gritan con desesperación. En una esquina, alguien

con un manojo de papeles en la mano vocifera algo

sobre una tal lotería.

A todo eso hay que agregar que algunas

personas llevan consigo a sus crías. Eventualmente,

alguna de estas criaturas chilla horriblemente y es,

como dirían los humanos, la guinda en el pastel.

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Yo los observo desde arriba y bajo a la calle cuando

llegan las horas silenciosas.

Una vez estaba reunido con mis amigos

felinos en el techo de una casa. Era una noche de

fiesta y nos la estábamos pasando muy bien. Hubo

peleas, como siempre, y es que no falta el que se cree

puma y quiere maltratar al más pequeño. Tampoco

falta quien quiera ser el héroe. Y es entonces cuando

se arma la trifulca. En ocasiones, las riñas empiezan

por un pedazo de comida o por la atención de

alguna gatita guapa. Pero ese no era el caso. Esa

noche era de fiesta.

De repente, algo pasó volando sobre mí. Era

un zapato. Por fortuna no soy alto. Porque ese zapa-

to me habría dejado sin cabeza, y un gato sin cabeza

no es muy guapo que digamos. Al caer, el artefacto

hizo un ruido seco y todos salimos corriendo mien-

tras un señor gritaba que lo dejáramos dormir, que

hacíamos mucho ruido. ¿Mucho ruido? Debería ver

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a los humanos desde un octavo piso a las ocho de la

mañana. ¡Eso sí que es ruido!

En fin, son muy complicados los humanos,

pero nunca me ha gustado juzgar al prójimo —aun

si el prójimo es de otra especie—. Es más, recuerdo

una ocasión en la que mi madre me dijo: «Miau

miau miau». Eso, traducido, significa: «Hijo, no co-

mas tanto porque te va a doler la panza». No tie-

ne nada que ver con lo que venía contando, pero

quería decirlo porque era tan bella mi madre y no

juzgaba a nadie. Ni a la gente.

Hace tanto que no la veo. La extraño, sobre

todo cuando el frío es más intenso. Aunque con eso

ya no me complico. La regla era simple: si hacía frío

buscaba casa (no es difícil eso, y es que nadie pue-

de negarles posada a estos bigotes tan guapetones).

Pero un día, no sé exactamente cuándo, me adapté

al techo, a la televisión, a la comida constante, y mis

amigos comenzaron a llamarme «doméstico».

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La primera vez que me hospedé en una casa

fue una experiencia extraña. Y es que entonces no

sabía mucho de la convivencia con humanos (y no

es que ahora sea un experto), pero, como a mí la

intuición nunca me falla, me las arreglé de maravi-

lla: tuve que actuar. Eso también lo aprendí de mi

madre.

No puedo recordar con claridad si estaba

terminando el día o si estaba comenzando la noche,

pero el frío era terrible y no tenía ánimo para andar

en la calle. Caminé por un vecindario hasta que

encontré una casa digna de un gato como yo.

Todo indicaba que no había nadie dentro,

así que decidí buscar una entrada secreta. He oído

de mis amigos que en todas las casas hay una. La

de esa sí que era secreta porque no la encontré. Fue

entonces cuando me senté a esperar.

Andaba con suerte porque quienes habita-

ban allí llegaron pronto. Eran cuatro: dos adultos

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y dos niños. Cuando estuvieron a punto de abrir

la puerta, me acerqué y dije lo que mejor sé decir:

«Miau». ¡Vaya sorpresa! Me entendieron a la per-

fección. El niño más pequeño me abrazó y preguntó

si podía pasar esa noche con ellos. Nadie pareció

incomodarse con la idea. Por el contrario, me car-

garon por turnos y me acicalaron con ternura. Fue

así como un simple pero aterciopelado miau me sal-

vó de una noche de frío.

Cuando entré y vi objetos extraños por to-

dos lados tuve un poco de miedo. Pero era eso o el

frío de la calle, así que no podía ponerme tan quis-

quilloso. Esa noche fue la más difícil de todas por-

que me di cuenta de que las personas no se parecen

a los gatos. Y no me refiero a las patas o a los ojos

o a las orejas, sino a su comportamiento. Esperaba

con ansias el momento en que se reunieran para co-

mer, porque verdaderamente me moría del hambre.

Pero eso no ocurrió. Después supe por qué: el niño

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pequeño dijo que le había gustado la comida que

había preparado una tal abuela. Yo no sabía qué era

una abuela. Y en ese momento no me importaba

eso ni otra cosa que no fuera comer. Pero todos se

fueron a dormir. Y yo, al menos, dormí cómodo en

el sofá.

Al día siguiente, muy temprano, me sirvie-

ron un plato de leche. A decir verdad, no di las gra-

cias: ya era hora de que me trataran como se debe

tratar a un gato.

Con la panza llena me di a la tarea de inda-

gar qué era una abuela, pero un ratón se atravesó en

mi camino y no pude posponer la cacería. De todos

modos, tiempo después supe que la famosa abuela

era la mamá del papá de los niños. ¡Vaya dicha! Yo

ni siquiera conocí a mi papá.

Viví con ellos durante un tiempo. Me iba

bien: tenía comida y no me preocupaba del frío o de

la lluvia. Exploraba los rincones y analizaba los obje-

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tos que encontraba por todas partes. El más terrible

de todos: la licuadora. Ese aparato hacía que se me

crispara la espalda y me temblaran las patas. To-

davía no comprendo por qué en todas las casas hay

una. Los gatos podemos llegar a ser muy perezosos,

pero jamás utilizaríamos un aparato que mastique la

comida por nosotros. ¡Jamás!

Descubrí también la caja fría, esa donde

los humanos almacenan sus alimentos. Sin embar-

go, todo esfuerzo por abrirla era inútil. Se necesita

mucha fuerza para abrir una de esas cosas. Mucha

fuerza y, sobre todo, pulgares.

Poco a poco vi cómo la casa se poblaba de

objetos nuevos: platos, zapatos, juguetes, fotografías

en las paredes… Una vez llevaron un árbol. ¡Un ár-

bol! No lo podía creer. Lo colocaron en una esquina

y lo llenaron de luces y de adornos de colores. Ade-

más, llenaron las paredes de figuras extrañas y de

imágenes de perros con ramas secas en la cabeza.

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Todo aquello era extraño, pero todos parecían di-

vertirse.

Hasta entonces no había nada que me

asustara más que la licuadora. No sabía lo que

estaba por suceder una de esas noches. Esa vez, los

niños no solo no se fueron a dormir temprano, lo

que ya me parecía extraño, sino que se quedaron

en la calle jugando con unos objetos estrepitosos y

brillantes que poseían fuego. O el fuego poseía a

estos objetos, quién sabe.

Aquello ya comenzaba a causarme dolor

de cabeza, así que decidí permanecer dentro de la

casa. Me quedé frente al árbol y me olvidé de todo

viendo cómo parpadeaban todas sus lucecitas. No

sé en qué momento comenzó, pero fue un estruendo

inmenso, como muchas licuadoras funcionando

al mismo tiempo. Lo último que recuerdo es que

busqué refugio debajo de una cama y que sentía el

corazón en la cola, en las patitas, en los bigotes…

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Ahora sé que cuando los humanos meten

árboles en sus casas y colocan pequeñas lucecitas por

doquier es porque se aproxima la noche del ruido.

Al día siguiente me desperté con el alboro-

to de los niños. Parecían muy emocionados. Decían

algo sobre unos tales videojuegos. Yo no sabía qué

eran los videojuegos, pero, por lo felices que se veían

los niños, parecían cosas divertidas. No era así: se

sentaban frente al televisor todo el día y ya no juga-

ban, ni con la pelota ni con sus diminutos automóvi-

les. Pero era peor: tampoco jugaban conmigo.

Ni siquiera hacían eso que yo tanto detestaba

y que ya solo era un recuerdo: me tomaban de las

patas, me levantaban, me soltaban y se reían a carca-

jadas. Ellos creían que se reían de mí, porque siempre

caía parado. Yo creo que se reían de ellos mismos por

no tener esa habilidad. Pero ya no. Ya ni eso. Pasa-

ba frente al televisor para que me pusieran atención,

pero me lanzaban cosas para que me quitara.

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Comprendí que ya no jugarían conmigo

nunca más, así que decidí marcharme. Estaba un

poco decepcionado de lo que las personas entendían

por diversión.

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Cuando conseguir comida es una lata

En realidad, me fui porque recordé que mi madre

decía que un gato siempre debe tener dignidad. Ca-

miné por azoteas y cornisas hasta llegar a la par-

te trasera de un restaurante. Allí, en otros tiempos,

hurgaba en la basura para encontrar algo que comer.

La pancita me rugía por el hambre y pensa-

ba en lo mucho que iba a extrañar la leche tibia que

me daban los humanos. Pensaba en esa y en otras

comodidades cuando escuché que alguien pedía

pan. A mí no me gusta el pan, pero el hambre hace

milagros. Pronto identifiqué lo que sucedía: era una

niña que le pedía comida al cocinero. Pedir la comi-

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da en vez de buscarla en la basura: ¡cómo no se me

ocurrió antes! Ahora que lo pienso, eso de escarbar

residuos pestilentes no es muy digno de un gato. En

mi defensa puedo decir que la dignidad puede me-

nos que el hambre.

El cocinero salió por la puerta trasera y le

entregó un trozo de pan. Ella se sentó en un rincón

y comenzó a engullir desesperadamente. Pensé en

intentarlo, así que busqué la forma de entrar en el

restaurante. Encontré una ventana hacia la cocina

y no lo pensé dos veces. Una vez dentro, vi al coci-

nero y maullé para pedirle comida. ¡Vaya sorpresa!

Enfurecido, gritó que me fuera, que me largara de

allí, que ese no era lugar para animales. Tuve que

salir corriendo.

Hay planes que no funcionan. Ese fue uno.

Mi estómago se retorcía y comenzaba a dolerme

por el hambre. La niña continuaba en su rincón,

concentrada en su pan. Como yo ya no tenía nada

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que perder, me acerqué y rocé mi cabeza contra su

codo. Ella me dijo hola. También dijo que yo era un

gato muy lindo. Maullé. Ella comprendió: nos unía

el hambre. Me dio un trocito de pan y me lo tragué

con prisa. No miento cuando digo que fue el pan

más delicioso que he probado en mi vida. Hasta sa-

bía a sardina.

Mientras comíamos la observaba. Era muy

pequeña y estaba realmente sucia: su pelo, su piel,

su ropa… Me hablaba mientras masticaba. Se pre-

sentó: dijo que se llamaba Telma. Masticaba menos

de lo que hablaba, y yo habría querido responder-

le, decirle que de veritas comprendía lo que decía

y que nos unía algo más que el hambre. Telma no

tenía videojuegos. A decir verdad, no tenía mucho:

ni casa ni familia ni juguetes.

Del pan no quedaron ni migajas. Telma se

levantó y comenzó a caminar. Como no se despidió,

supuse que podía acompañarla. Ella no pareció in-

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comodarse, sino todo lo contrario: tuve la impresión

de que mi presencia la alegraba, aunque no decía

nada. En los callejones caminaba en el suelo, a la

par de ella; y en las calles bulliciosas, por las corni-

sas y la veía desde arriba.

La tarde se estaba terminando y comenzó a

caer una lluvia leve que poco a poco fue creciendo.

Telma se echó a correr y rompió el silencio para

gritarme que me apurara, que no me quedara atrás.

Llegamos a un puente. Yo estaba mojado y

ella otro poco. Al principio pensé que lo normal ha-

bría sido que cruzáramos el puente, pero no. Des-

cendimos por un costado para refugiarnos de la llu-

via. Entonces pensé que no, que lo normal en esas

condiciones no era cruzar el puente.

El lugar no estaba vacío. Otros dos niños

habían llegado antes. Saludaron a Telma y com-

prendí que se conocían. Conversaron sobre lo que

habían hecho durante el día. Telma les contó sobre

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el pan y sobre mí. Yo veía la lluvia caer. Siempre me

ha gustado ver cómo se estrellan las gotas contra el

suelo. Antes jugaba a identificar el sonido de una

sola gota en medio de una tormenta, pero un día

desistí.

Llegó la noche y aún llovía, aunque ya no

con tanta fuerza. Entonces llegó otra niña; y mo-

mentos después, un niño. A decir verdad, apenas

comprendía de qué hablaban. Utilizaban palabras

que yo no conocía. Sin embargo, por sus conversa-

ciones entendí que no estaban bajo el puente solo

por la lluvia, sino que vivían allí. ¡Vivían allí!

Yo sabía de gente que vivía en casas, en

edificios, en la ciudad o en el campo, pero no debajo

de un puente. Esa noche fue terrible: el lugar estaba

infestado de ratas. Cualquiera podría pensar que

era el paraíso de un gato, pero no estoy hablando

de ratas normales, sino de ratas más grandes que

yo, más grandes que cualquier gato que yo conozca.

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Aunque, ahora que lo pienso, tal vez el miedo las

hacía un poco más grandes.

Como haya sido, sobreviví a la noche, a la

lluvia y a las ratas. Al día siguiente, Telma salió a

caminar por la mañana y fui tras ella. La seguí por

un sendero que atravesaba un barranco. A mí nunca

me gustaron esos lugares, pero iba con Telma y me

sentía seguro. De pronto comencé a percibir un olor

fuerte y terrible que se hacía más amargo y espeso

conforme avanzábamos. Por un momento pensé que

se me había arruinado la nariz, pero supe que no

era así cuando llegamos a nuestro destino: un lugar

inmenso repleto de basura. Había perros y zopilotes

por todas partes, pero además había gente, mucha

gente, y camiones llenos de basura que llegaban a

dejarla allí y salían de prisa, seguramente a traer

más.

Aquello era increíble. En mi vida había

visto tanta basura junta. Habría querido decirle a

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Telma que no continuáramos más, que solo viéra-

mos todo desde la orilla de aquel océano de desper-

dicio, pero ella caminó hacia el centro y yo no tuve

más opción que seguirla. Noté entonces que había

muchos perros. Estos no se habían percatado de mi

presencia, y una parte de mí deseaba encontrarse

con otro gato allí, tal vez para sentirme menos solo

entre tanto canino. El olor era muy fuerte, pero no

podía hacer nada más que soportarlo.

Telma caminaba y veía el suelo. Escarba-

ba entre la basura. Estaba claro que buscaba algo,

pero no podía ayudarla porque no sabía qué era.

De pronto se detuvo y levantó algo. De la bolsa de

su pantalón sacó un costal, lo desplegó y depositó

allí lo que había recogido.

Yo no sabía bien qué era, de modo que es-

tuve más atento a ver qué recogía. Eran latas de

bebidas. Pensé que no era difícil encontrarlas y

decidí ayudarla. Caminé un poco y encontré una,

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la tomé con el hocico y se la llevé. Telma sonrió y

agradeció la ayuda.

Continué buscando hasta que encontré

otra. Aquello fue entretenido hasta que me di cuen-

ta de que me había alejado tanto de Telma que ya

no podía verla. Un poco asustado, caminé para

buscarla, pero qué sorpresa me llevé cuando unos

perros se percataron de mi grata presencia. Aquello

fue una lluvia de ladridos y un correr desesperado.

Pensé en lo horrible que sería morir en aquel lugar,

así que corrí lo más rápido que pude hasta que apa-

reció Telma, que se dio cuenta de lo que ocurría

y comenzó a gritar fuerte para que los perros se

fueran, pero no se iban. Al menos se detuvieron, y

yo veía todo detrás de Telma. Ella comenzó a lan-

zarles objetos y les dijo que se fueran. Y se fueron.

Continuamos la búsqueda de latas, pero ya

no me alejé porque los perros me veían desde lejos.

Podrían estar atentos a cualquier descuido mío o

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de la niña. Telma me llamó y fui hacia ella. Me

dijo que había encontrado un tesoro. Y vaya que

lo era. Un chocolate. Lo olió para saber si todavía

se podía comer y lo compartió conmigo. Aquello

no hizo más que recordarme que no había comido

desde el día anterior.

El sol estaba en el centro del cielo y el ca-

lor era cada vez más sofocante. Del olor, ni hablar.

Yo estaba cansado y aburrido, y parecía que Telma

también, así que regresamos al puente. Allí estaban

los otros niños, que se pusieron muy contentos al

vernos llegar y le preguntaron a Telma si había en-

contrado algo. Ella respondió que solo unas cuantas

latas. También les contó que yo la había ayudado y

otras cosas que supongo que los niños ya no escu-

charon porque tenían mucha tristeza embarrada en

la cara.

Después, todo fue silencio. Alguien cerró los

ojos y parecía dormir, una niña dibujaba círculos en

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la tierra con una ramita y otra movía las piernas de

forma desesperada, pero ya nadie dijo nada.

Parecía que no se hablaría más por ese día,

cuando apareció el niño que faltaba. Se veía muy

contento y traía una bolsa llena de pan. Dijo que

debían prepararlo. Yo no sabía a qué se refería, pero

cuando lo sacaron de la bolsa lo supe: comenzaba

a enmohecerse. Pero esto no parecía incomodar a

nadie. Todos comenzaron a raspar la superficie del

pan hasta quitarle el moho y se lo comieron con

tanto apetito como había comido yo el día anterior.

Telma me dio una parte. Estaba dura, pero me la

comí porque el hambre comenzaba a atormentarme.

Así pasaban los días y eran siempre más o

menos de la misma forma. Todos los niños del puen-

te salían a buscar comida y en el camino recogían

latas u otros objetos que pudieran vender. Yo tenía

que elegir entre ir al basurero infestado de perros

o quedarme con las ratas. Al menos en el basurero

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tenía a Telma, así que siempre iba. Con el tiempo, el

olfato se acostumbra a aquel lugar y uno comienza

a verlo menos extraño.

Había días en los que no se lograba conse-

guir mucho. Dos o tres latas y nada de comida. En-

tonces, los niños salían a la ciudad a pedir dinero

para poder comprar algo que, como decían ellos,

les llenara la tripa. No sé qué esfuerzo era más inútil

porque, cuando vendían todas las latas que habían

recolectado durante muchos días, apenas si alcan-

zaba el dinero para comer dos días. Y cuando salían

a pedir dinero, las personas se apartaban como si

mis amigos fueran a hacerles daño.

¿Trabajar? Recolectar latas era un trabajo.

Decían que las botellas de plástico eran mejor

pagadas, pero los adultos del basurero eran los

únicos que podían recolectarlas. Cuando intentaban

buscar algún otro empleo, nadie quería contratar-

los. A veces sentía un poco de pena por ellos y por

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eso intentaba encontrar todas las latas que pudiera,

que siempre eran bastantes, pero nunca suficientes.

Una de esas mañanas que Telma llamaba

«de paseo», caminábamos juntos por la calle. La

gente, como siempre, se apartaba. Entonces, una

persona se acercó a Telma y le ofreció trabajo. Ella

aceptó muy emocionada y recibió un enorme bloque

de papeles. El trabajo consistía en andar por la calle

y entregarle los papeles a la gente que pasaba por

allí. Los repartió todos, toditos, pero al final del día

la persona con quien había hablado no estaba en

el sitio que acordaron. Estuvimos allí, esperando,

pero nunca apareció. Telma comenzó a caminar

lentamente de vuelta a casa. Algo se le sacudía en el

fondo de los ojos, pero ella lo contenía.

Cuando llegamos y los niños preguntaron

qué había llevado esta vez, Telma no dijo nada, se

sentó en un rincón y se le derrumbó la rabia de los

ojos. Estaba enojada y triste y decía entre sollozos:

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«Otra vez». Habría querido decirle algo, maullar,

acariciarla, ayudarla a que cesara el «otra vez» que

repetía con desconsuelo. Preferí el silencio.

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Una tarde, mientras Telma dormía profundamen-

te, salí a caminar por allí. Primero me guio la cu-

riosidad. Quería buscar algo interesante, descubrir

cosas, pero la curiosidad no duró mucho tiempo:

pronto me fui poniendo nostálgico. Pensaba en

Telma como si esa tarde que la dejé dormida bajo

el puente hubiera sido la última vez que la vería.

Todo me recordaba a ella. Las personas, sobre

todo. Pensaba en la dicha de los niños que tenían

comida y videojuegos en su casa.

Un paso tras otro, sin darme cuenta de la di-

rección que había tomado, llegué a una esquina que

Todo en familia

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me pareció familiar. Cuando vi hacia abajo, allí esta-

ba la parte trasera del restaurante en el callejón don-

de conocí a Telma. Bajé. No tenía hambre, pero bajé.

Traté de recordar todo aquel alboroto que se armó

cuando intenté pedir comida en la cocina. Visto

como un recuerdo, me parecía muy divertido. Vaya

sorpresa la que se llevó el cocinero cuando me vio

dentro de su aromático y delicioso templo de comida.

Pensaba en todo aquello y me reía solo

cuando de pronto, como si algo hubiera estallado,

comencé a escuchar ladridos. No hay animal más

horrible que un perro: cualquier cosa le da motivos

para hacer ruido o pelear. Si el mal supremo existe,

debe de ser un perro. ¿Qué contaba? Ah, sí: el calle-

jón. Después del primer ladrido escuché otros más.

En ese momento supe que debía correr y lo hice.

Una jauría me persiguió por un par de calles hasta

que trepé a un árbol. Los perros ladraban y yo res-

piraba con dificultad.

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Pobrecitos. A veces me dan un poco de

lástima los perros: no poder trepar debe de ser algo

humillante.

Ellos no se retiraban y yo no bajaba del ár-

bol. Aquello fue una lucha de paciencia que gané

con perspicacia. Fingieron irse, pero yo ya conocía

el truco: estaban escondidos en la esquina. Fue en-

tonces cuando me percaté de que una de las ramas

del árbol terminaba cerca de una ventana que, no lo

podía creer, ¡estaba abierta!

Caminé hasta el extremo de la rama y salté

hacia la ventana. No supe más de los pobres perritos.

Imagino que se sintieron muy tristes cuando vieron

que me había esfumado.

La ventana daba a una habitación vacía. No

había nadie allí y la puerta estaba cerrada, por lo

que decidí dormir una ligera siesta de la que solo

desperté cuando más allá de la ventana se había di-

bujado la noche y una mano desconocida me tocó

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el lomo. Vaya susto. Yo soñando plácidamente con

atunes y me había despertado de repente aquel des-

conocido que, frente a mí, bien podía tener más

cara de asombro que la mía.

Yo no sabía qué tipo de humano era aquel,

así que mantuve la posición de defensa mientras él

me decía que me tranquilizara, que no me haría

daño y todo ese montón de cosas que siempre dice la

gente aunque no sean ciertas. Me señaló la ventana

y me ofreció con mucha amabilidad que me fuera a

casa. ¿A casa? Esos humanos dan por sentado que

todos tenemos una.

Como era más que obvio que no quería re-

tenerme a la fuerza, supe que no me haría daño. Me

quedé por dos razones: porque la noche parecía fría

y porque en la habitación de al lado escuché el tra-

vieso sonido de unos ratones. El humano no pareció

incomodarse con mi decisión, así que me quedé. Se

llamaba Samuel y no vivía solo. Vivía con Ana, su

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esposa. Lo primero que hice en aquella casa fue ex-

plorar todo cuanto había. Porque moría de ganas

de jugar con los niños. Sin embargo, después de re-

correr cada parte de la casa me di cuenta de que no

había niños allí. No encontré ni el olor.

Inspeccioné todo con más calma y encon-

tré fotos de Samuel y Ana, juntos y separados. Supe

que las fotografías eran antiguas porque en ellas las

personas aparecían con ropa que la gente de ahora

ya no utiliza. Bueno, viéndolo así, también podrían

ser fotos del futuro. Continué husmeando hasta que

identifiqué lugares cómodos en los que podía dor-

mir sin ser perturbado.

Ana era abogada. Samy… Creo que Samy

también. Los humanos tienen la costumbre de acor-

tar los nombres. Por eso a Samuel le decían Samy.

Con Ana no quedaba otro camino. La primera no-

che que pasé en casa de ellos, Ana abrió una lata de

atún y Samy sirvió agua en un plato: eran para mí.

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Mientras devoraba el atún (porque todos los

sucesos desde el puente hasta esa casa me habían de-

jado con la panza llena de hambre), Samy preguntó

mi nombre. ¿Que cómo me llamaba? Pues, ¡haberlo

pensado antes! Me habían dicho mish, gatito, peda-

zo de animal y gato —a secas—, pero evidentemente

ninguno de esos era mi nombre. Y a decir verdad, yo

tampoco sabía si tenía uno. De todos modos, aunque

lo hubiese tenido, no habría sido muy gentil de mi

parte aparecerme por su casa, comerme sus alimen-

tos y, además, ponerme a conversar con ellos. No,

no, no. Hay límites que todo felino debe respetar.

En fin, fueron ellos quienes me nombraron

Ulises. Ana preguntó si me gustaba mi nuevo nom-

bre. Realmente no me importaba mientras me ali-

mentaran. Aunque, para ser honesto, me gustaba

cómo sonaba. Pasaron los días y me fui percatando

de que Ana trabajaba todos los días, pero Samy no.

Al principio no me pareció extraño: Samy se queda-

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ba conmigo y jugábamos por las mañanas, cuando

iba a despertarlo. A veces, por las tardes, después de

que Ana regresaba a casa, yo fingía estar dormido y

escuchaba sus conversaciones. Descubrí que tenían

ciertas preocupaciones y que necesitaban algo que

no me era familiar, pero que para ellos era impor-

tante: dinero.

El mundo de los humanos se me reveló

como un acontecimiento fortuito. Las personas ne-

cesitan dinero, pero para obtenerlo deben trabajar.

Y eso implica dedicar tiempo al trabajo, y no a otras

cosas que podrían hacer, como yo, que duermo,

como y juego, en lo cual se me va la vida. Con el

dinero se compran cosas: zapatos, camisas, televiso-

res, atún… Una vez hasta escuché que con dinero

se pueden comprar gatos. ¡Gatos! Tendré que verlo

para creerlo. En fin, si las cosas se compran con di-

nero y el dinero se obtiene con tiempo, entonces es

con tiempo que se compran las cosas.

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El punto es que los Fajardo necesitaban di-

nero. ¿Ya había dicho que el apellido de Samuel era

Fajardo? Pues lo era. El de Ana no, pero, cuando

dos personas se casan por lo que ellas llaman «ma-

trimonio civil», ambas personas llevan un apellido

común. Supongo que fue el apellido de Samy el que

adoptaron porque él es macho. Si ambos hubieran

sido hembras… No sé… Tal vez habrían tenido que

pelear para decidir el apellido. O qué sé yo. Ya no

sé ni lo que venía diciendo. Ah, sí: los Fajardo nece-

sitaban dinero.

Samy era un humano muy listo, además de

muy amable y generoso. Así fue como comenzó a

recibir en su casa a niñas y niños que no eran su

familia, pero que llegaban a escucharlo hablar un

poco y a jugar con él. Así logró conseguir un poco

más de dinero. Al principio no pensé que eso fuera

un trabajo. Es decir, la palabra trabajo suena terrorí-

fica y he llegado a pensar que me produce alergia,

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pero ese era el trabajo de Samy: enseñar cosas a los

niños.

Era como una escuela, pero no tan escuela.

Es decir, los niños y las niñas llegaban y hablaban

con Samy sobre lo que habían aprendido ese día en la

escuela. Entonces, Samy conversaba con ellos sobre

esos temas. Luego jugaban un poco y continuaban

hablando sobre cosas parecidas. Algunas veces, sobre

cosas que yo no comprendía: cubos con raíces, aritmágica,

trigo de metría y cosas por el estilo. Algo aprendí, algo

aprendí… A veces, durante las reuniones, veían algu-

na película. Para mí no era igual de divertido, pero

era entretenido y a los niños les gustaba.

En una de esas reuniones la cosa se puso di-

fícil. Yo me llené todito de nervios y no supe qué

hacer, pero Samy siempre sabe qué hacer: habló

con el niño y la niña y solucionaron el problema.

Yo, de todos modos, permanecí inquieto durante el

resto de la tarde. Ah, pero claro, no he contado lo

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que ocurrió: sucede que Raúl era un niño al que se

le daban poco las palabras en comparación con los

demás niños del grupo. Por su parte, Mónica era

más bulliciosa que el resto. Raúl había ido por un

vaso de agua y, al regresar a la sala, se tropezó con

un juguete y derramó el agua sobre el pantalón de

Mónica. Ella, enfurecida, lo empujó. Raúl cayó al

suelo y, entre llantos y sollozos, se disculpó con Mó-

nica y le explicó que había sido un accidente. Ojalá

allí hubiera terminado todo, pero ella comenzó a

gritarle que era un tonto, que hacía falta serlo para

tropezarse con un juguete y que, además, ni siquie-

ra tenía papás.

Por último, dijo enérgicamente que qué

se podía esperar de alguien que no tenía familia.

Comprendí, por el tono de aquellas palabras, que

no era bien visto no tener padres y me sentí un poco

mal. Después de todo, antes de llegar a la casa de los

Fajardo yo no tenía ni nombre.

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Los ojos de Raúl se humedecieron y por su

rostro asomó la angustia y la inminencia de un gri-

to, pero no. No gritó. No dijo nada. Lloró como in-

tentando no hacerlo. Yo estaba perturbado, profun-

damente triste. Entonces llegó Samy y preguntó qué

ocurría. Mónica no dijo nada, Raúl tampoco, pero

uno de los niños que había visto todo dijo que lo que

sucedía es que Raúl era tonto porque no tenía fa-

milia. La afirmación pareció desconcertar hasta al

mismo Samy, que siempre sabía qué hacer, y pidió

detalles sobre lo que realmente había pasado.

Todos los niños estaban presentes y pare-

cían a la expectativa de lo que iba a suceder. Samy

escuchó con atención la narración de los hechos.

Entonces suspiró antes de dirigirse a todos y dijo

que aquello era triste porque él tampoco tenía pa-

pás. Sentí un poco de lástima por él cuando lo dijo,

pero cuando continuó hablando comprendí por

qué lo contaba. Nos explicó cómo funcionaba todo

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aquello de la familia. Presté mucha atención porque

el tema no me parecía tan incoherente como lo de

los números rotos y los completos y todas esas cosas

que apenas comprendía.

Lo primero que supe fue que hay dos tipos

de parientes: los consanguíneos y los afines. A los

primeros no se les puede elegir, ya que cada persona

está unida a ellos por lazos de sangre (sí, se escucha

viscoso, pero se llaman así, lazos de sangre, y qué le

vamos a hacer). Los afines son… No sé cómo expli-

carlo. Ana y Samy pertenecen a ese tipo. Decidieron

ser familia. Samy también explicó que hay muchos

tipos de familias. Nunca me habría imaginado que

hubiera tantos, pero los hay.

Todo aquel problema terminó con la

reconciliación de los dos niños. Mónica se disculpó

con Raúl por lo grosera que había sido. Raúl le dijo

que lamentaba mucho el incidente del agua, que no

había sido su intención.

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Así transcurrieron los días: los niños,

Samy, yo. Todos aprendíamos cosas nuevas en

cada reunión. Los fines de semana no llegaban los

niños, pero eran divertidos: estábamos solos Ana,

Samy y yo. Me querían tanto que una vez, incluso,

me compraron un collar que, según dijeron, tenía

escrito mi nombre. Al principio era incómodo, pero

después de algunos días me acostumbré y hasta

olvidaba que lo cargaba puesto.

En ocasiones, Ana y Samy salían a pasear y

yo aprovechaba para salir a la calle a buscar a mis

viejas amistades. Cuando me encontraba con algún

gato conocido, este se burlaba de mí llamándome

«doméstico». Eso no me incomodaba en absoluto

porque yo tampoco comprendía la dicha de vivir en

un hogar antes de ser doméstico.

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Una noche de paseo callejero encontré a unos gran-

des amigos. Que tal gato tenía novia nueva, que tal

otro había logrado engañar a un perro, que otro

había perdido una oreja en una pelea o que a otro,

al blanco con manchas negras, lo había atropellado

un carro. Así me contaban todo lo que había suce-

dido durante mi aus encia en las calles, desde las no-

ticias más graciosas hasta las más tristes. Casi había

olvidado lo que significaba vivir como gato de la

calle: por un lado, la diversión; por otro, la tragedia.

Una de esas noches regresé a casa contra-

riado por todas las cosas de las que me había ente-

¿Qué irá a pasar con el pobre de

Ulises?

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rado. Entré en la habitación por la ventana, siempre

semiabierta para mí. Era tarde y las luces de la calle

se habían encendido hacía mucho mucho tiempo.

Esperé en silencio, y nada. Dormí un poco. Desper-

té. Era aún más tarde y mis humanos todavía no

habían llegado. Fui a la cocina. Todavía quedaba

un poco de comida en un plato. Nunca habían tar-

dado tanto, pero no me preocupé. Salí nuevamente

a la calle, que estaba silenciosa. Era de madrugada.

Caminé un poco, encontré un callejón prometedor

y me aventuré a perseguir ratas por todos lados.

Aquello era tan divertido y no lo hacía desde mucho

tiempo atrás.

Cuando escucharon el ruido de las ratas

asustadas, los gatos llovieron de todas partes. Cono-

cía a la mayoría. Me saludaron y me pidieron que

me quedara con ellos un rato más y que les contara

las cosas que había vivido fuera de la calle. Acepté y

comencé a contarles la historia desde aquella noche

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fría en la que decidí ver si podía entrar en una casa

para pasar menos frío durante la noche. Escucha-

ron todo con atención. Si hubieran sido humanos

habrían aplaudido. Me despedí de todos y prometí

regresar pronto. Volví a casa y nada. Todo era silen-

cio. Dormí un poco y esperé que amaneciera. Nadie

llegó aquella mañana.

A mediodía, la puerta se abrió y me sentí

feliz de que hubieran vuelto, pero solo llegó Ana.

Me dijo «hola» y entró en el cuarto. Se bañó y se

vistió con la misma prisa. Metió cosas en una bolsa

y casi salía cuando sonó el timbre. Fue a la puerta y

la seguí. Eran Byron y su papá. Byron era uno de los

niños que llegaban por las tardes a la casa. Ana les

explicó que ese día no habría reunión porque Samy

había tenido un accidente y que ella estaría con él

en el hospital hasta que estuviera mejor. Les dio su

número telefónico y les pidió que les avisaran a los

demás niños.

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Antes de despedirse, Byron me vio y pre-

guntó qué pasaría conmigo. Esa pregunta me dio

miedo. ¿Qué significaba eso de «qué pasará con

Ulises»? Entonces, el rostro de Ana delató que ella

no se había hecho esa pregunta y que no tenía idea

de qué pasaría con el pobre de Ulises. Después se

lo dijo a Byron: que no sabía cuántos días pasaría

en el hospital y que necesitaba que alguien me ali-

mentara. Byron y su papá ofrecieron su casa para

que pasara allí los días que fueran necesarios. Ana

aceptó y agradeció aquel gesto. Ese día, Ana se fue

al hospital con una bolsa en las manos y yo partí ha-

cia otra casa en brazos de Byron, en el carro de su

padre. Sí, quién lo diría. Ulises viajó en automóvil.

Aquella era una casa hermosa. Tenía un

jardín muy bonito. Pensaba en lo prometedores

que parecían aquellos días allí, cuando un perro

asomó la cabeza detrás de un arbusto. Cuando se

percató de que lo había visto, se echó a correr ha-

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cia mí y se paró enfrente. Ladraba y movía la cola.

Yo bufé lo más fuerte que pude. El perro retroce-

dió un poco.

Byron salió al jardín y se acercó a mí con un

poco de cuidado. Al principio me ofendí con aque-

lla actitud. ¿Cuidado de mí? ¡Si yo no era el perro!

Pero después me sentí muy avergonzado cuando me

dijo que me tranquilizara, que Chorizo solo quería

jugar conmigo. Y era cierto: el perro solo quería

jugar conmigo y también se llamaba Chorizo. Bajé

la guardia, pero me costaba comprender por qué

aquel animal no era violento. Tal vez era bobo. Tal

vez tenía un nombre bobo. Pero no era malo. No sé

si decir que nos hicimos amigos, pero nos diverti-

mos juntos esa tarde. Jamás lo habría pensado.

En la noche, el papá de Byron llamó a Ana

para saber cómo estaban ella y Samy. Le pregunta-

ron si podían ir a visitarlo. Inmediatamente después

de hablar con ella llamaron por teléfono a los papás

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de todos los otros niños para ponerse de acuerdo e

ir al día siguiente al hospital.

Como no podía adelantar el tiempo, simple-

mente esperé. Durante la comida, todo transcurrió

con calma. Yo descansaba en un rincón y los veía

comer. No era una familia grande: Byron y su papá.

Fue hasta ese momento cuando me percaté de que

Byron no tenía mamá. De pronto pensé en Telma.

A esas horas ya estaría arreglando su rincón bajo

el puente. Chorizo interrumpió mis pensamientos

cuando me olfateó la cabeza y me ofreció corretear

otra vez en el jardín. Yo no tenía muchos ánimos

para hacerlo, por lo que decidí quedarme donde

estaba. De todos modos, mi amigo canino salió y

corrió solo por todo el jardín hasta agotarse.

Chorizo tenía una pequeña casa en el jardín

y dormía en ella. Cuando llegó la hora de dormir,

ocupó su sitio y los humanos se fueron a sus habita-

ciones. Byron quería que yo durmiera con él. Nos

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acomodamos en la cama. Su papá apagó la luz y

dejó la puerta abierta. Byron se durmió pronto. Yo

aproveché para salir a dar un paseo por la casa. To-

das las luces estaban apagadas y por los pasillos se

respiraba un silencio que rara vez aprecian las perso-

nas. Husmeé por aquí y por allá con sigilo hasta que

me aseguré de que estaba solo. Pensé que aprove-

char aquel espacio para corretear sería muy bueno.

Pero no, no era tan buena idea. No supe

de dónde provino, pero estalló un sonido horrible,

como de ambulancia, y Chorizo comenzó a ladrar

con desesperación. Me escondí tras el sofá y escuché

cómo alguien se aproximaba. Cuando vi de quién

se trataba, sentí alivio y salí: era el papá de Byron.

Por la expresión en su rostro, parecía que él también

se había sentido aliviado cuando me vio. Caminó

hacia el otro extremo de la sala y presionó unos

botones que hicieron que el ruido cesara. Me tomó

en sus brazos y me llevó de vuelta a la habitación del

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pobre Byron, quien también tenía cara de asustado.

Su papá le dijo que yo había ocasionado todo aquel

alboroto y que cerrara la puerta.

Esa noche no dormí. Trataba de adivinar

qué era lo que había hecho mal para armar todo

aquel escándalo en casa, pero no lo comprendía.

Aún no lo entiendo.

A la mañana siguiente, Byron se fue a la

escuela y su papá al trabajo. Yo me quedé en el patio

con Chorizo. Pobre. Tenía buenas intenciones, pero

no sabía hacer otra cosa que correr y ladrar. Bueno,

escarbaba como todo un maestro, debo admitirlo,

pero no hacía nada más. Lo dejé con su alegría y

salté el muro del patio para ver qué había del otro

lado. Nada especial, excepto algo muy extraño. Era

una calle silenciosa entre un grupo de casas toditas

iguales.

Caminé por allí esperando ver algo intere-

sante, pero nada. Aquello no se parecía en nada a

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las calles que yo conocía: con su gente y su bullicio

y sus formas múltiples. Aquí todo era calma y mo-

notonía. Hasta me pareció un lugar aburrido. No

tenía razones para caminar por los tejados. Quería

verlo todo desde abajo. Esperaba encontrarme algo,

pero lo único que encontré, después de caminar un

poco, fue un muro que rodeaba todo aquel grupo de

casas. Las orejas me temblaban de curiosidad, así

que salté hacia el otro lado. Allí estaba, ahora sí, la

vida urbana que yo conocía.

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Era extraño. Nunca antes me había sentido tan in-

seguro en la calle. Después de la tranquilidad de

aquellas casas, ¡este abrupto estallido de personas y

automóviles! Sin embargo, algo de alegría tenía ese

bullicio. Entonces me pareció que aquella colonia

atrincherada de casas idénticas, aquel lugar que pa-

recía incluso aburrido, era una forma de intercambio,

tal vez de sacrificio. No comprendía por qué, pero

tuve la impresión de que la seguridad tenía un precio.

Pensaba en todo esto y caminaba, ahora sí,

por los techos irregulares de las casas. Abajo, la gen-

te llevaba la prisa de siempre, la agitación perenne

Prohibido el ingreso de animales

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de todas las mañanas, pero poco me percataba de

eso, que pasaba a ser, más bien, una especie de fon-

do musical.

No sé cuánto caminé, pero debió de ser mu-

cho. Cuando me di cuenta, estaba en un lugar com-

pletamente distinto. Parecía otro país, y hasta diría

que otro mundo, pero puede parecer exagerado.

Las casas eran pequeñas y parecían frágiles. Algu-

nas partes estaban cubiertas con bolsas plásticas. Al

principio me parecieron muy originales, pero des-

pués pensé en las temporadas lluviosas y tuve duda

de que aquellas viviendas resistieran siquiera una

leve llovizna.

Pensé en conocer un poco más aquel lugar y

comencé a caminar cuidadosamente entre aquellas

casitas, pero ni todo el sigilo del mundo me habría

servido aquella mañana, pues aquello bien podría

ser, más que una colonia de humanos, un reino ca-

nino. Una jauría de perros comenzó a perseguirme,

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y en el camino aparecieron más y más canes hasta

que se hicieron incontables. Pensé que, si regresaba

a casa de Byron por otra ruta, muy probablemente

me perdería. Decidí, pues, continuar por el camino

que ya conocía.

Los perros son animales obstinados, pero,

para mi buena suerte, a medida que avanzamos por

las calles, algunos canes desistieron de la persecu-

ción. Cuando llegué al muro que rodeaba la colonia

en la que vivía Byron, ya no eran tantos los perros

que me seguían, pero todavía me perseguían mu-

chos y sus ladridos me erizaban la cola. Logré divi-

sar un punto en el que podía trepar con facilidad y

lo hice. Al otro lado ya solo llegaban los ladridos de

frustración. Vaya. Sí que era seguro aquel lugar. Me

asusté mucho. Los humanos tienen la idea extraña

de que los gatos tenemos siete vidas. Yo no sé si sea

cierto y no quise ponerme experimental aquella ma-

ñana. Todo estaba mejor así.

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Ya era casi mediodía y corrí hacia la casa

de Byron. Salté el muro del patio y Chorizo estaba

allí, justo como lo había dejado, con su agitación

de perro ansioso, con su lengua de fuera y con sus

inagotables ganas de correr. Un momento después

llegó Byron, quien abrió la puerta del jardín para

dejarme entrar. En la casa había un ambiente tan

tranquilo que nadie se imaginaba que, minutos an-

tes —sea lo que sea un minuto—, un pobre gato

había estado en peligro de extinción.

Byron se cambió de ropa y comió. Me

sirvió un poco de comida para gato. No era un

banquete, pero tampoco estaba mal. El papá de

Byron vino después de almuerzo y dijo que ya era

hora. Entonces Byron tomó su suéter y corrió ha-

cia la puerta. Yo maullé. Era mi única forma de

que no me olvidaran. Funcionó: me llevaron con

ellos. Yo estaba ansioso porque volvería a ver a

Samy y Ana.

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Cuando llegamos al hospital, algunos niños

ya estaban allí. Todos me cargaban por turnos. Nos

quedamos un momento fuera y llegaron los demás.

Pensé que estábamos esperándolos, pero en reali-

dad no podíamos entrar en el hospital hasta que el

señor que estaba en la puerta lo indicara. Cuando

dijo que podíamos entrar, se me sacudieron los bi-

gotes de la pura felicidad, pero el señor de la puerta

dijo que yo no podía entrar porque no se permitía

el ingreso de animales. Entonces fue tristeza lo que

se apoderó de mis bigotes. La orden estaba dicha:

el gato debía quedarse afuera. El papá de Byron se

quedó conmigo. Teníamos que esperar.

Pero como eso de esperar no es lo mío, me

escabullí tan pronto como el papá de Byron se dis-

trajo y busqué de inmediato un lugar por donde

trepar. Pasé por varias ventanas, pero no encontré

ninguna por la que pudiera entrar. Entonces, por un

golpe de suerte, encontré la ventana de la habitación

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en la que estaba Samy. Allí estaba acostado, con los

niños alrededor de su cama. Me costó un poco, pues

la cortina estaba cerrada y solo había una peque-

ña abertura desde la cual apenas podía verlo. Pero

Samy estaba bien, y eso me bastó, de manera que

volví con el papá de Byron.

Todos parecían contentos cuando salieron.

Cuando me vieron, los niños volvieron a jugar con-

migo y alguien planteó una idea: se turnarían para

albergarme en sus casas. No me pareció mala idea.

Después de todo, eso de estar siempre en un mis-

mo sitio no es lo mío. Dijeron que estaría dos días

en casa de cada uno hasta que Samy se recuperara

y las cosas volvieran a la normalidad. Cecilia, una

niña del grupo, ofreció su casa para ser la siguiente.

Todos estuvieron de acuerdo.

Cuando volvimos a casa, dormí largo rato.

Más tarde miramos un poco de televisión. Aquello

era fabuloso. No había reparado en lo maravilloso

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que es tener otro mundo en una pantalla. Con el

control remoto, Byron hacía que se mostraran,

uno tras otro, mundos enteros en la televisión. Él

los llamaba canales. Presté mucha atención a la

forma como usaba el control remoto. Sabía que ese

conocimiento me serviría tarde o temprano.

Esa noche no salí de la habitación de Byron.

Fue algo muy aburrido. Dormí por lapsos cortos y

el resto del tiempo pasé recordando lo que había

pasado durante el día.

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A la mañana siguiente, Byron y su papá volvieron

a su rutina y yo decidí quedarme dentro de la casa.

Cuando se fueron, tomé el control remoto de la

televisión y, con todo el esfuerzo de mis garritas,

logré hacer que se encendiera. El primer paso

estaba superado. Ahora debía encontrar algo que

quisiera ver. Con otro manojito de esfuerzo logré

encontrar un canal en el que aparecían animales

extraños que jamás había visto y que ni con toda

mi creatividad gatuna (que de más está decir que

es la mejor de todo el reino animal) habría podido

imaginar.

Otros mundos en la tele

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Hablaban de unas tales firajas o algo así.

Eran animales que tenían un cuello tan grande que

podían alcanzar con su hocico las copas de los árbo-

les. Menos mal que los perros no tienen cuellos así,

porque no serviría de mucho mi habilidad trepado-

ra en ese caso. Después aparecieron más animales

que me causaron tanto o más asombro que las firajas.

Afortunadamente, logré apagar la televisión antes

de que los humanos regresaran a casa.

Ese día llegaron juntos Byron y su papá.

Comimos. Después llegó Cecilia. Se despidieron de

mí y me fui con ella. Ahora que lo recuerdo, no me

despedí de Chorizo. Cecilia me llevó en sus brazos

hasta su casa. Allí estaba su mamá. Lo primero que

hice cuando llegué fue ver si tenían televisión. ¡Qué

alivio! Sí tenían.

Los papás de Cecilia me trataron muy bien.

Y ni qué decir de la comida: era deliciosísima. La

primera noche que estuve allí salimos todos jun-

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tos en el auto de la familia. Yo no sabía adónde

íbamos hasta que Ceci (sí, así le decían sus papás)

dijo que estaba muy alegre de ir a la feria de no sé

qué pueblo. El viaje no fue largo, pero me aburrí

un poco. Sin embargo, valió la pena. Todo aquello

era un espectáculo luminoso. Había luces por to-

dos lados. Era grandioso. Además, olía a todo tipo

de comida.

Nos divertimos mucho hasta que Ceci tuvo

una mala idea: quiso que me subiera con ella a

una enorme rueda giratoria. Desde el principio no

me pareció la mejor idea del mundo, pero me subí

igual. Iba en las piernas de Cecilia, y la rueda giró

lentamente hasta que estuvimos arriba. No puedo

describir lo hermoso que se veía aquel pueblo esa

noche desde las alturas. Estaba absorto viendo todo

eso, cuando la rueda comenzó a girar rápidamente.

Estaba aterrado y comencé a maullar lo más fuerte

que podía para que alguien detuviera aquello, pero

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eso no sucedió. A medida que mis nervios se cris-

paban, gritaba más y más fuerte y enterraba más y

más las garras en las piernas de Cecilia.

Creo que ella gritó más fuerte que yo, pero

eso no cambió las cosas: yo maullaba, Ceci gritaba

y la rueda giraba. No sé en qué momento se detuvo

todo aquello, pero me sentí culpable, pues Cecilia

lloró mucho.

Volvimos a casa. Todos se fueron a sus ha-

bitaciones y yo preferí quedarme en el sofá. Dormí

largo rato. Aquella había sido una noche demasiado

intensa para mí. Me desperté en la madrugada y

busqué el control remoto del televisor. Lo encontré

y logré encenderlo, pero después de muchos intentos

fallidos desistí de cambiar el canal. Aquel control

remoto no se parecía al de la casa de Byron, así que

apagué el aparato y caminé por la casa en busca de

algo que me entretuviera un rato. Al principio me

deslicé lento, muy lento, pero después, cuando me

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percaté de que allí no había nada que hiciera ruido

si caminaba a mis anchas, me dediqué a conocer

todo el lugar.

A la mañana siguiente, Cecilia se fue a la

escuela y su papá al trabajo. La mamá de Ceci me

sirvió un poco de atún. No podía comenzar mejor

el día. Después me dirigí al control remoto y me

dispuse a dominarlo de una vez por todas. Pero en-

tonces apareció de nuevo la mamá de Cecilia y tuve

una idea brillante: me paré sobre el control remoto y

maullé lo más tierno que pude. Ella se acercó y me

preguntó si quería ver televisión, así que seguí mau-

llando hasta que la encendió. Sin embargo, después

de hacer esto salió de la sala y me quedé otra vez con

el mismo problema: no sabía cómo cambiar de canal.

Intenté largo rato hasta que descifré el enig-

ma de los símbolos sobre el control remoto y logré

cambiar los canales. Encontré uno sobre animales.

Otra vez conocí muchos animales extraños. Incluso

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hay unos que viven en el agua. Habrase visto mayor

disparate: vivir en el agua. Si no lo hubiera visto en

la televisión no lo creería.

Todo aquello era demasiado perturbador,

así que cambié de canal. Afortunadamente, encon-

tré otro sobre animales, pero ojalá no lo hubiera

encontrado. Esta vez conocí a unos animales tan

enormes y tan horribles que hicieron que retrajera

las garras del puritito espanto. Se llaman algo así

como dinosabios, y no quisiera encontrarme con uno

de esos un día porque estoy seguro de que ni mi agi-

lidad ni mi inteligencia me servirían para escapar

de un animal así.

Era suficiente por ese día. Apagué el televi-

sor e intenté dormir un rato. Lo intenté varias veces,

pero cada vez que cerraba los ojos aparecía un di-

nosabio y me despertaba de un salto, así que dejé de

intentarlo y me dediqué a husmear por todos lados.

Entonces llegó Cecilia.

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Pasamos juntos en su habitación el resto

de la tarde. Me contó cosas sobre su vida. Cuando

una persona habla con un animal, todo lo que dice

es sincero. Supongo que es porque la gente pien-

sa que no la entendemos. O tal vez porque sabe

que no diremos nada a nadie. En fin, fue aquella

tarde cuando supe que Beto, el papá de Ceci, no

era realmente el papá de ella; que el verdadero pa-

dre de Cecilia había muerto hacía algunos años; y

que Beto se había casado hacía poco tiempo con su

mamá. Ceci estaba feliz con su familia y, aunque

a veces extrañaba a su padre, estaba contenta con

Beto. Por un momento me pregunté si también eso

se consideraba familia, y me respondí que sí. Ceci

lucía feliz y cualquier pregunta de ese tipo estaba

de más.

Al día siguiente, Cecilia me abrazó y me

dijo que Mónica vendría por mí. Cuando escuché

ese nombre, no supe qué hacer. Recordé lo grosera

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que Mónica había sido con Raúl. Pero no perdí la

compostura y me senté a esperar a que llegara. No

esperé mucho tiempo. Llegó. Ceci y su mamá se

despidieron de mí, y allá iba yo otra vez, el gato

más hermoso del mundo, a vivir con otra gente, a

conocer cosas nuevas.

A diferencia de lo que esperaba, Mónica

no era malvada. Tampoco sus padres. Me sentí un

poco mal por haberlos prejuzgado a ella y a su fa-

milia por el incidente con Raúl. La vida en la casa

de Mónica parecía que sería tranquila. Pero ella

también tenía una mascota que me atormentaba

día y noche: un hámster. Desde que lo vi supe que

sería un problema, ya que quería masticarlo todi-

to, pero sabía que no debía hacerlo. Otro gato lo

habría hecho sin pensarlo tanto, pero mi conviven-

cia con los humanos me había demostrado que la

confianza de ellos no se puede defraudar sin con-

secuencias.

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A veces, Mónica lo sacaba de su jaula y le

permitía pasear libremente por la sala. A mí se me

llenaba la boca de saliva e hincaba las garras en

la alfombra para no lanzarme sobre él. Aquello era

una tortura. Pero todo empeoró cuando supe el

nombre del pequeño animal: se llamaba Cubilete.

¡Qué imprudencia nombrar así a un animal tan

suculento! ¡Qué irresponsabilidad!

Solo la televisión me salvó. O, mejor dicho,

lo salvó. Aquel fin de semana vi televisión para no

pensar en el hámster. No me importaba si eran

canales de animales o de humanos o de automóviles.

Solo quería distraer la ansiedad que me causaba

aquel pequeño roedor. Sin embargo, cuando

dormía, lo soñaba. Era una de nunca acabar. Solo

mi fuerza de voluntad mantuvo vivo a ese animal.

Para colmo, la persona que debía llegar

a traerme el fin de semana (que todavía no sabía

quién era) llamó a Mónica para avisarle que llega-

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ría un día después. El lunes, luego de que Móni-

ca regresó de la escuela, alguien llamó a la puerta

y Mónica dijo que venían por mí. Yo estaba feliz:

Cubilete había sobrevivido a mi paso por aquel ho-

gar. Pero estaba celebrando demasiado rápido, pues

quien había llegado para llevarme era Raúl. Cuan-

do Mónica abrió la puerta, lo invitó a pasar adelan-

te. Venía solo. La niña se disculpó con él una vez

más por lo que había ocurrido en casa de Samy y

lo invitó a comer allí en casa. Raúl aceptó con timi-

dez. Él era así.

Yo había comido un momento antes, de

manera que me limité a sentarme cerca de la mesa

y ver cómo conversaban Mónica y su mamá, pues

Raúl se limitaba a responder sí o no a todo lo que

le preguntaban. Yo intentaba escuchar con atención

lo que decían, pero la diminuta figura de Cubilete

corriendo en su ruedita me hacía ronronear de puro

anhelo.

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Terminaron de comer y llegó la hora de des-

pedirse. Ahora sí, todo había terminado. Me fui con

Raúl a su casa. A diferencia de los otros niños, no

me llevó en brazos ni llegó a traerme en automóvil.

Yo agradecí mucho ese detalle. La verdad es que eso

de caminar por la calle me gusta mucho.

En su casa no había nadie. Me dio un bo-

cadillo y se sentó a ver televisión. Me senté con él,

pero no entendí nada de lo que estaba viendo. Hus-

meé un poco por la casa y afortunadamente encon-

tré algo con qué entretenerme: un pequeño ratón se

atravesó frente a mí y comenzó la persecución. La

verdad es que, con lo mucho que había imaginado

a Cubilete en mi boca, este pequeñuelo sería una

buena forma de quitarme el antojo de una vez por

todas. Eso, claro, si lo hubiera atrapado. Se metió

en su madriguera, de modo que me senté a espe-

rar. Pero pronto me aburrí y busqué un buen rincón

para dormir. Pensé que ya estaba perdiendo la prác-

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tica con eso de la caza, pero eso importaba poco

mientras tuviera qué comer.

Cuando desperté, fui a la sala a buscar a

Raúl, pero él ya no estaba allí. Estaba en su cuar-

to y se había quedado dormido. La televisión esta-

ba encendida, por lo que busqué el control remoto.

¡Qué sorpresa tan grata! Era idéntico al del televisor

de Byron. Busqué el canal de los animales y esta

vez vi algo magnífico: un gato enorme y rayado que

se llamaba tigre. Realmente aterraba, pero algo al

mismo tiempo me hacía preguntarme si alguna vez,

con mucho esfuerzo, podría yo llegar a ser un tigre.

¿Qué necesitará un gato como yo para llegar a ser-

lo? Todavía no lo sé, pero me encantaría crecer así

de grande y verme así de fuerte. Estuve viendo la

televisión hasta que Raúl se despertó.

Poco tiempo después llegaron los tíos de

Raúl, porque vivía con ellos. Apenas si me vieron:

no me pusieron mucha atención. Le preguntaron a

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Raúl por sus tareas y él respondió que no las había

hecho. Entonces le hablaron fuerte y le dijeron que

no era justo que no hiciera sus tareas, que no tenía

nada más qué hacer y que era un malagradecido. Su

tía le habló y le dijo que no era posible que estuviera

portándose así, que el hermano de ella —el papá de

Raúl— habría querido algo diferente para su hijo

y que tenía que apreciar lo que ellos hacían por él,

pues no tenía más familia que ellos.

Su tío también le habló y le dijo que no era

la primera vez que aquello ocurría, que por favor

tomara en serio la escuela, pero Raúl le respondió

de forma muy grosera. Negó rotundamente el pa-

rentesco con su tío y dijo que no comprendía lo que

estaba ocurriendo. Quien realmente no compren-

día lo que estaba ocurriendo era yo, pero todo lo

que escuché me hizo comprenderlo: los papás de

Raúl habían muerto no sé cuándo y por eso él vi-

vía con sus tíos. Con Samy aprendí que un tío es

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el hermano del papá o de la mamá. Por ende, en

ese sentido, solo la tía de Raúl era realmente su tía,

pues era hermana de su padre. Y aunque recuerdo

que Samy decía que al esposo de una tía se le puede

llamar tío, Raúl se negaba a llamar al suyo así en

aquel momento.

Todo aquello continuó y no fue para nada

grato. Al final, todos se fueron a dormir. Yo decidí

quedarme en la sala. Me senté frente a la ventana y

me puse a ver la penumbra apenas rota por la luz de

la calle. De vez en cuando alguien pasaba sin prisa.

Por ratos dormía. Por ratos observaba el exterior.

En la mañana, todos se levantaron tempra-

no. Raúl debía ir a la escuela y sus tíos al trabajo.

Antes de salir, Raúl le dijo a su tío que lamentaba

mucho lo de la noche anterior, que no había sido su

intención decir cosas hirientes y que prometía esfor-

zarse en todo a partir de ese día. Su tío le besó la

frente, lo abrazó y le dijo que contara con él siempre.

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Cuando todos se fueron y en la casa solo

quedábamos la televisión y yo, tomé de nuevo el

control remoto y, obviamente, busqué el canal de

animales. Otra vez hablaban de animales que viven

en el agua. Son tantos y de tantas formas que pare-

cería increíble. Después hablaron sobre las serpien-

tes y otros animales que para mí que se los estaban

inventando.

Pensé que al día siguiente alguien entraría

por la puerta diciendo que me llevaría a su casa.

Pensé que Samy jamás se recuperaría y que esta-

ría viviendo dos días en cada casa. Pensé que todo

aquello había sido demasiado y que debía salir a

buscar cosas distintas. La vida de la calle ya no me

llamaba tanto la atención, pero tampoco la vida do-

méstica, y no quería pensar que todo se reducía solo

a esas dos posibilidades.

Recorrí la casa vacía y encontré una ventana

abierta. Esa era la oportunidad de salir a buscar

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algo más. Con eso les decía adiós a Samy, a Ana y a

los niños que tanto me querían.

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Estos sueños de comerme el mundo (y

a las musarañas)Caminé sin prisa por los techos de las casas, por

las orillas desde las que pudiera ver las calles. Yo

mismo no sabía adónde iba o qué quería encontrar,

pero escuché un ruido de niños y quise ver de qué se

trataba. Hace mucho tiempo había escuchado ha-

blar de las escuelas, pero no sabía qué eran hasta ese

día. Había niños y niñas por todas partes. Aquello

parecía uno de esos cardúmenes que vi en la televi-

sión, pero estos eran humanos, pequeños humanos

bulliciosos.

Decidí bajar para jugar un poco con ellos an-

tes de irme. Y sí que jugué con ellos. Todos querían

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estar conmigo, pero yo no podía estar con todos.

Nos divertimos mucho hasta que sonó un timbre y

todos corrieron para reunirse en unas habitaciones

enormes.

Una niña me vio y me tomó en sus brazos.

Me llevó a la gran habitación, me escondió en una

bolsa y me pidió que no saliera de allí. Eso hice: me

quedé todo lo quieto que pude.

Todo era tan divertido. Al fin sabría qué

iban a hacer los niños a la escuela. Desde una aber-

tura en la bolsa de la niña tenía una visión limitada,

pero me interesaba ver qué sucedía allí. Una mu-

jer adulta entró y pidió que todos hicieran silencio.

Todos obedecieron. Después comenzó a hablar y

hablar de muchas de las cosas de las que hablaba

Samy con los niños, pero esto no era una conver-

sación, como las de Samy, sino algo más serio. La

señora hablaba y hablaba y los niños permanecían

quietos y en silencio.

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Después de esa señora entró otra y repitió el

procedimiento. Después, un hombre alto, muy alto,

habló sobre las predicaciones de un sujeto indirecto

y cosas que yo no entendí, que no pude entender

porque los gatos no sabemos escribir. Pensé en lo

difícil que es ser humano. Eso podría explicar por

qué muchos andan siempre muy malhumorados.

Cuando llegó el momento de salir de la es-

cuela, todos los niños corrieron hacia afuera, pero la

niña de la bolsa me acomodó con lentitud y volvió

a dejar una abertura. Salió a la calle y yo veía todo

desde dentro. Llegamos a su casa, me sacó de la bol-

sa, me cargó y llamó a su abuela. Cuando esta llegó,

le dijo que me había llevado a casa y que me llama-

ba Ulises. Me sorprendió que supiera mi nombre.

Esto me incomodó durante largo rato.

La niña abrió una lata de atún y me la ofre-

ció. Claro que no pude negarme a aquel manjar tan

digno de mis bigotes. Cuando terminé de comer,

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busqué a la niña por todas partes, pero no estaba en

casa. Solo estaba su abuela, que se encontraba en el

sofá y me llamó por mi nombre. Yo me le acerqué y

ella comenzó a acariciarme. Me quedé allí, sentado

a la par del sofá, porque aquellas caricias me gusta-

ban hasta el ronroneo. De pronto la niña entró por

la puerta con una bolsa de comida para gato. No

la seguí. Las caricias de la abuela no me permitían

desear ir a otro lado.

La niña gritó mi nombre en el jardín y co-

rrí hasta donde estaba. Tenía una pequeña pelota

y me la ofreció para jugar. Cuando me aburrí de

la pelota, me eché sobre sus piernas y me acarició

hasta que casi me quedé dormido. Fue allí cuando

me dijo que se llamaba Martina. Fue así como la

conocí, casi por accidente.

Los días son divertidos con ella. Sabe mu-

chas historias. Además, tiene tantos libros repletos de

historias extraordinarias que podría pasar días ente-

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ros escuchándolas. Vive con su abuela. Sus papás se

encuentran en otro país porque trabajan allá y le en-

vían dinero. Cuando esto sucede, Martina me com-

pra juguetes nuevos. Siempre salimos a pasear al par-

que infantil, a una plaza cualquiera o simplemente a

sentarnos en una acera para ver a los niños jugando

pelota. Martina me deja irme porque sabe que siem-

pre vuelvo. Me gusta salir a caminar por allí y reu-

nirme de vez en cuando con mis viejos amigos. Hace

unos días observaba la calle desde el techo de la casa

y me pareció ver que a la casa de enfrente llevaron

un árbol, uno de esos árboles que atiborran de luces y

adornitos de colores. Debo comenzar a prepararme.

Cuando salimos, Martina camina por la

acera y yo por las orillas de los techos. Me gusta ver-

la desde arriba. Me gusta que voltee a ver de vez en

cuando para asegurarse de que yo la sigo. Nuestras

miradas son siempre de complicidad. Hace algunos

días la acompañé a comprar un helado. El día esta-

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ba terminando y el sol casi tocaba el horizonte. Las

calles estaban llenas de gente, como todos los días a

esa hora. Entre el tumulto y el ruido, Martina. En-

tre el tumulto y el ruido, Telma. ¡Sí! Allí estaba tam-

bién Telma, aunque un poco aislada porque, como

siempre, todos se apartaban de ella.

Hacía mucho que no veía a Telma y a veces

pensaba en ella. Bajé hacia la acera y me escurrí

entre las personas para alcanzarla. Me paré frente

a ella y maullé. Me reconoció de inmediato. Gritó:

«¡Gatito!». Me levantó y me dio un abrazo fuerte.

Martina se acercó y le preguntó si me conocía.

El rostro de Telma parecía contrariado,

pero respondió que sí, que habíamos vivido juntos

durante un tiempo. Martina dijo que suponía en-

tonces que yo le pertenecía a Telma, pero Telma

no pudo responder nada mejor cuando dijo que no,

que yo no le pertenecía a nadie, pero que era bue-

no saber que estaba bien. Le preguntó a Martina

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qué decía mi collar. Le explicó un poco avergonza-

da que no sabía leer. Entonces recordé que llevaba

puesto un collar y comprendí que Martina no había

adivinado mi nombre.

Martina dijo que, si Telma era mi amiga, lo

era también de ella y le preguntó si quería un helado.

Telma, que no estaba acostumbrada a ese tipo de

invitaciones, aceptó con un poco de desconfianza.

La conversación duró lo que duraron los helados,

que no fue mucho. Después de eso se despidieron y

volvieron a lo que cada una a su manera llamaba

casa. Aquella fue, sin duda, una tarde extraña. En

casa, Martina me leyó cuentos hasta que llegó la

hora de dormir.

A Martina le gustan los animales. Por las

tardes enciende la televisión y vemos juntos progra-

mas sobre animales. Cada uno me sorprende más

que el anterior. Ayer, después de ver un programa

sobre osos, vimos uno sobre musarañas.

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Nunca había escuchado mencionarlas. Tam-

poco las he visto, pero son tan pequeñas y tan bellas

que podría jurar que no he visto bocadillo más sucu-

lento en mi vida. Es más, ni siquiera Cubilete se veía

tan… masticable.

Después de ese programa, no dejé de pensar

en ellas.

Anoche soñé con musarañas y fue hermoso.

Hoy estoy decidido a partir, a viajar, a buscarlas

por todas partes hasta encontrarlas, pero llueve,

es de noche y este cómodo sofá no ayuda mucho.

Mientras tanto, veo la lluvia resbalar por la venta-

na y me pregunto cuánto tendré que caminar hasta

encontrar una de esas musarañas. No lo sé, pero

recorrería el planeta entero para encontrarlas.

Porque el mundo es grande y pequeño. De-

pende, entre otras cosas, del hambre. Yo no tengo

hambre, sino ganas de viajar. Y eso de viajar sí que

es lo mío.

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Quisiera contar alguna historia hasta que

escampe, pero no soy bueno con eso de las historias.

Anoche soñé con musarañas y fue hermoso.

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Índice

Esos raros bichos llamados humanos 7

Cuando conseguir comida es una lata 23

Todo en familia 39

¿Qué irá a pasar con el pobre de Ulises? 53

Prohibido el ingreso de animales 65

Otros mundos en la tele 75

Estos sueños de comerme el mundo

(y a las musarañas) 95

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En este libro podrás aprender sobre:

• Escenarios y situaciones de la vida cotidiana

• Relaciones entre comunidades

• Inclusión y respeto entre los miembros de

una comunidad

• Tolerancia

• Relaciones interpersonales en el ámbito

familiar

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usar

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Mar

vin

Mon

zón

Marvin MonzónIlustraciones de Eyla Luján

Si tu ir y venir por la vida te llevara a conocer estratos so-ciales diferentes y modos de vida diversos. Si vieras de cerca la pena y la lucha por vivir un día más con un mendrugo de pan, y la comodidad de un sofá y una TV. Si prefi rieras la libertad de andorrear por las calles y descubrieras que tu felicidad puede depender de algo muy pequeño, algo insig-nifi cante: una musaraña… ¿qué pensarías? ¿Acaso que te estás volviendo loco? No del todo, sobre todo si eres un gato aventurero, observador y fi lósofo. ¿Quieres conocer a Ulises?

Te invitamos.

Esta colección de libros fue creada en La factoría de histo-rias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma fi nal en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visio-

nes y su experiencia este proyecto.

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