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74528 Jesús en Roma

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JESÚS EN ROMA

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Conmemorando con recuerdo agradecido el cincuentenario de la celebración del Vaticano II

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JUAN Mª LABOA

Jesús en Roma

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© 2013-Ediciones KhafGrupo Editorial Luis Vives

Xaudaró, 2528034 Madrid-España

tel 913 344 883 - fax 913 344 893

www.edicioneskhaf.es

dirección editorialJuan Pedro Castellano

ediciónCristina Plaza

proyecto visual y dirección de arteDepartamento de imagen y diseño gelv

diseño de cubiertaMariano Sarmiento

coordinación de producción y maquetaciónI+D de soportes editoriales gelv

impresiónEdelvives Talleres GráficosCertificado ISO 9001Impreso en Zaragoza, España

depósito legal: Z 95-2013

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 932720447).

isbn 978-84-939683-7-3

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INTRODUCCIÓN

Todo creyente es consciente de que Dios está presente en su vida de algún modo. Los sacramentos, y de manera especial la Eucaristía, constituyen la ocasión privilegiada del encuentro con Cristo, pero ninguno de nosotros se ha encontrado con Cristo cara a cara, en cuerpo y alma. Es decir, jugamos, en cier-to sentido, con desventaja: nos encontramos demasiado cerca de los cristianos y de las instituciones eclesiásticas visibles, muy visibles, y, a menudo, no tan cerca del Cristo real, vivo y verdadero. Muchos de los cristianos actuales consideran que la Iglesia, más que puente, constituye un obstáculo para llegar a Dios. Somos conscientes de que, con frecuencia, este juicio es injusto, pero si lo sienten así y terminan alejándose de la Igle-sia, nos encontramos obligados a preguntarnos sobre el porqué de la situación.

¿Qué pasaría si Cristo se presentara de improviso en Roma y se encontrara de tú a tú con los cristianos en ella residentes? ¿Cómo se sentirían estos al comparar su modo de vivir con las exigencias del Maestro? ¿No quedarían tristemente al descu-bierto la prepotencia, intolerancia, juicios egoístas y fatuos de tantos creyentes sobre los demás? ¿Cómo se justificarían ante

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una mirada que no necesita justificación ni argumentos para señalar tanta inconsistencia y falta de amor?

Por otra parte, si un no creyente o un alejado de la Iglesia se topara con Cristo, ¿no escucharía la Buena Nueva en su propio manantial, como una interpelación gozosa sin los tics de los creyentes, con la convicción y la ternura propios de Dios? ¿No descubriría con sorpresa que Cristo sigue siendo la única piedra angular? El encuentro diáfano con Cristo para quienes se han sentido expulsados de la Iglesia o se han mar-ginado voluntariamente, motivados por tanta farfolla envol-vente, que desnaturaliza la presencia de Dios, constituye un anuncio de salvación.

Estas páginas configuran una parábola alegre, desenfadada y llena de cariño; un sueño al estilo de Hume y Martini; una idea de Iglesia vivida y sentida desde dentro. Pretenden resi-tuar nuestra fe en Jesús, al tiempo que diferenciar lo nuclear del cristianismo de cuanto los siglos han ido depositando en nuestra vida: ritos, costumbres, vivencias e instituciones. No se trata de cuestionar la institución sino de constatar si lo estamos haciendo bien.

«Vosotros no así», nos señaló Jesús, consciente de que nuestra tentación primordial a lo largo del tiempo consistiría en pensar y actuar tal como el mundo lo hace, a veces, incluso, ocultándo-lo con piadosas manifestaciones. Su sola presencia provoca un examen personal e institucional, constituye un aldabonazo en nuestra conciencia, golpea nuestra rutina y egoísmo.

La parábola es envolvente, solo tiene sentido si se lee entera, porque la narración constituye un todo que se va completando y entrecruzando a medida que los diversos episodios van expli-cándose y enriqueciéndose mutuamente.

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Los creyentes en el sepulcro vacío tenemos una sorprenden-te capacidad de llenarlo con instituciones, panoplias, aparicio-nes, ritos, puntillas y títulos colorados. Tras cuarenta años de enseñanza de la Historia de la Iglesia, me pregunto con inquie-tud y curiosidad en qué medida este relleno corresponde al proyecto de Jesús. Solo lo sabremos cuando nos encontremos con él cara a cara.

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LAS MANERAS CONDICIONAN LA SUSTANCIA

Los modos de expresarse y de presentarse de los personajes y las instituciones constituyen un escaparate válido y expresi-vo de la realidad. Los cambios de mentalidad y de compren-sión se muestran a través de ritos y de conceptos. Resulta pre-ciso ir con Cristo al único lugar adonde, según el Evangelio, se dirigió durante su vida: al Calvario. Obviamente, este acompa-ñamiento condiciona nuestros sentimientos y la manera de expresarlos. Por el contrario, el polvo de los siglos va sedimen-tándose en las instituciones, hábitos y costumbres modifican-do o, al menos, ocultado la radicalidad primigenia de doctrinas y mensajes.

Roma, eclesiástica y clerical, se encuentra durante estos últi-mos años en situación de éxtasis. La Roma barroca, espléndida con sus sedas, oros, capas bordadas, candelabros, brocados, guantes litúrgicos y zapatillas de púrpura recamada había pa-decido un largo período cuaresmal dolorosamente sufrido y no siempre bien llevado. El período de relativa austeridad formal, ocasionado por las determinaciones y el espíritu de simplicidad de la mayoría de los obispos reunidos en el Concilio Vatica-no II y por el modo de vida sencillo y mortificado de Pablo VI,

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parecía llegar a su fin. Para consuelo de no pocos monseñores y de un buen número de laicos, acostumbrados a las ceremo-nias interminables, los encuentros cortesanos y las fiestas mi-tad piadosas mitad mundanas de la corte romana, la larga cua-resma iniciada por este papa comenzaba a transformarse en gloria. El papa actual renovaba sus brillantes esclavinas ribetea-das de armiño; sus exclusivos zapatos de color púrpura pálido; sus casullas de frufrú; sus recargados tronos, ocultos durante años en los almacenes del olvido. Todo volvía a lo que tenía que ser, a lo que muchos consideraban que nunca debió ser aban-donado, es decir, a las exterioridades y armiños propias de la gloria y del esplendor del pontificado y de cuantos componían su corte.

Cardenales y obispos abrían los cofres conservados en el cajón oculto de sus cómodas, donde depositaban con cierta nostalgia, por el tiempo transcurrido, el triste anillo conciliar, regalo de Pablo VI, y volvían a ponerse los queridos anillos del pasado con sus extraordinarios pedruscos, que podían ser pro-yectados benignamente a los labios de los fieles. En efecto, el anillo conciliar animaba al saludo directo con los hermanos cristianos, mientras que la joya llevaba al beso respetuoso, a la distancia protocolaria y a la inclinación obsequiosa, probable-mente más propia del respeto debido por parte de los súbditos que de los fieles a sus padres en la fe.

Lamentablemente para algunos, el tiempo transcurrido aca-bó favoreciendo el aumento de obispos que se habían acostum-brado a la sencillez y a la pobreza personal, al abandono del protocolo y a la cercanía campechana, de forma que las comu-nidades cristianas los sentían generalmente más cercanos y solidarios. Pero, paradójicamente, la drástica disminución de

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los fieles de los últimos tiempos puede desembocar en nuevas formas de comunidades, más jerarquizadas y más respetuosas con el estamento clerical, en las cuales predominan espon-táneamente las fórmulas, los tratamientos y los signos de distinción según los rangos y los estamentos. Una Iglesia en estado de misión tiende más al testimonio y a la imitación de Jesús, mientras que una Iglesia que mantiene el estilo propio de cuando presidía sin oposición la sociedad tiende a conservar maneras de la época de gloria y autosatisfacción.

Por otra parte, las nuevas disposiciones aprobadas por el papa Benedicto parecen alentar el que las misas se celebren, de nuevo, en latín, tal como exigen los discípulos lefebvrianos, tanto los ocultos como los más manifiestos, tan precipitada-mente cismáticos algunos de ellos, pero tan amantes todos de las tradiciones, tan sensibles ellos a cualquier cambio y tan horrorizados por cuanto consideraban intolerables exageracio-nes del Vaticano II, tan parecidos en sus ropajes, en las casullas modelo guitarra, en sus altísimos, blanquísimos y mayestáticos alzacuellos, en sus manos piadosamente juntas y alzadas ¿hacia el cielo?, y en sus movimientos tan estéticamente de acuerdo con el estilo de las liturgias de Pío XI y Pío XII, de venerada memoria. De hecho, muchos de ellos piensan que solo cuando consigan la beatificación de estos dos pontífices, las cosas se encarrilarán definitivamente en la buena dirección y, en efecto, no pocos empiezan a considerar, con inefable satisfacción, que, finalmente, las cosas parecen ya encaminarse según la venera-da tradición.

Incluso comienzan a mostrarse con prudencia algunos llamativos coches con su correspondiente SCV, en los que algu-nas eminencias o excelencias rezan piadosamente el rosario

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mientras acuden a alguna embajada, recepción patricia o a visi-tar a algún político italiano con el que discurrir sobre la última ocurrencia de Silvio Berlusconi, tan defensor de la vida, del ma-trimonio de los otros y de la doctrina moral pontificia, a pesar de encontrarse disgustosamente mezclado con excesos amato-rios que, en cualquier caso, no habría por qué desvelar tan pú-blica y provocativamente, tal como habían sido divulgados de manera tan notoria y desagradable en algunos medios de comu-nicación persistentemente irrespetuosos con la autoridad.

En una palabra, el estamento clerical vaticano, aunque, to-davía, bastante plural, parece inclinarse hacia posturas y talan-tes más respetuosos con tiempos pasados, con tradiciones y posturas dominantes cuando Roma presidía y dirigía sin tantos miramientos, cuando era obedecida con devoción y prontitud.

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¿DIALOGAR CON EL PASADO?

El Concilio Vaticano II ha marcado los últimos cincuenta años de la historia eclesiástica. Los cambios sociales, políticos y religiosos han sido vertiginosos y no ha resultado fácil asimi-larlos. Los cinco papas de este período han afrontado la situa-ción según su carácter y actitud doctrinal y pastoral, conscien-tes de que la asimilación de un concilio siempre resulta lenta y complicada, siempre provoca divisiones y enfrentamientos. La pregunta que se ha repetido, con frecuencia, durante estos úl-timos años ha sido la de si se dialogaba con el pasado periclita-do o con el futuro ya presente.

El cardenal Castrillón, desgraciadamente, no podía permitir-se el lujo de perder tiempo. En julio de 2009 cumplió ochenta años y dejó de ser presidente de la Comisión Ecclesia Dei, crea-da por Juan Pablo II para mantener vivo y operante el diálogo con los lefebvrianos. En realidad, había aceptado gustosamente el encargo encomendado y no daba la impresión de que su ta-rea le estuviera resultando tan difícil, probablemente porque él mismo coincidía con algunos de los reproches de los seguido-res del cismático Lefebvre. Daba la impresión de que, confun-diendo tiempos y lugares, consideraba que los excesos litúrgicos

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de algunos clérigos en el postconcilio tenían sus raíces en el mismo desarrollo conciliar, es decir, en el modo precipitado en que se trataron y aceptaron los cambios de ritos, de lengua y de fórmulas en las reuniones conciliares, y en la debilidad de Pablo VI, al aceptar sin oponerse las propuestas pastorales de los obispos, sin caer en la cuenta, el buen cardenal, de que este razonamiento utilizaba la misma lógica de cuantos habían rechazado las fórmulas y definiciones conciliares a lo largo de los siglos a partir de Nicea.

No le costó mucho encontrarse y dialogar con los cismáticos y trató de allanar con ligereza los malentendidos, dando pie así a uno de los traspiés más sonados del pontificado de Bene-dicto XVI, cuando levantó la excomunión a los cuatro obispos ordenados por Lefebvre sin nombramiento ni consentimiento de la Santa Sede, antes de que mostraran un mínimo arrepen-timiento y de que iniciasen alguna marcha atrás en sus anate-mas contra el Concilio y contra los papas que con el Concilio habían tenido que ver. Probablemente, tal actitud no era ino-cente ni baladí, ya que tenía mucho que ver con el juicio que, a quienes así actuaban, les merecía el desarrollo conciliar.

De hecho, no pocos clérigos repetían con desparpajo, aunque no públicamente, que muchos seguidores del Vaticano II consi-deraban que el Concilio había supuesto el abandono de la tradi-ción, actuando en consecuencia, es decir, como si se hubiera iniciado una nueva etapa en la vida de la Iglesia. Planteando así el tema, no les resultaba difícil concluir que los lefebvrianos habían sido los primeros en descubrir y señalar las letales con-secuencias de esta ruptura y la necesidad de volver a la verdade-ra tradición, sin caer mínimamente en la dialéctica de la ruptu-ra. Concluían, pues, que si la Iglesia decidía volver a ese pasado

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y retomar costumbres y hábitos que parecían caducos, resultaría más fácil recomponer un cisma que, en realidad, había sido causado por el deseo de permanecer fieles a la tradición.

Sin embargo, la reacción a la decisión del papa resultó mu-cho más fuerte y universal de lo imaginado. Obispos, sacerdo-tes y fieles consideraron que la medida, tan favorable para los lefevbristas, ocultaba, de alguna manera, el deseo de replantear y reformular el Concilio y la consideraron negativa y peligrosa. El mismo portavoz de la Santa Sede, el jesuita Lombardi, dio a entender que Castrillón había ocultado al papa algunos datos importantes. En cualquier caso, se extendió la sensación de que algunas autoridades eclesiásticas, en lugar de intentar respon-der adecuadamente, con creatividad y valentía, a los retos que la situación de la humanidad y de los cristianos planteaba a la Iglesia, se replegaban sobre sí mismas, con tics anacrónicos que respondían a épocas superadas, dando pasos cortos pero, sin pausa, hacia atrás.

No cabe duda de que tanto las nuevas medidas como las reacciones contrarias tenían mucho que ver con la valoración que cada uno manifestaba sobre el Vaticano II, un concilio que comenzaba a ser considerado como propio del lejano pasado, pero que, sin embargo, permanecía en el recuerdo y en la men-te de cuantos agradecían o rechazaban los cambios experimen-tados por la Iglesia en los últimos decenios. Sin atreverse a afirmarlo en voz alta, algunos estaban convencidos de que el Vaticano II había resultado negativo para la vida de la Iglesia, mientras que otros, sin pronunciar juicios de valor, considera-ban conveniente bloquear algunas de las iniciativas surgidas al calor del entusiasmo conciliar. A veces, daba la impresión de que la minoría conciliar se había convertido en la garante de la

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ortodoxia y en cuanto tal se consideraba autorizada para inter-pretar el Vaticano II.

Es verdad que durante su pontificado Juan Pablo II había defendido siempre de palabra el Concilio como un suceso posi-tivo y luminoso para la Iglesia; sin embargo, algunos conside-raban que muchos de sus documentos reinterpretaban de algu-na manera la doctrina conciliar. En cualquier caso, las contrapuestas opiniones y decisiones sobre la doctrina y conse-cuencias del Concilio han marcado estos dos últimos pontifica-dos, dificultando y complicando en gran manera la comunión intra-eclesial y la respuesta evangélica a una sociedad cada día más secularizada y menos marcada por la transcendencia.

A pesar de que la situación del cristianismo exigía con ur-gencia una actitud de diálogo, respeto, creatividad y colabora-ción entre todos sus miembros, hemos asistido en la vida ecle-sial al predominio de un complejo de asedio, prepotencia y enquistamiento que ha dificultado la comunión y la fraterni-dad. No ha faltado, ciertamente, el esfuerzo ni la dedicación, pero sí, tal vez, el amor desinteresado, la humildad y el vacia-miento de uno mismo, la escucha atenta de las ideas y las pro-puestas de los demás, la colaboración con quienes no siempre piensan como nosotros, la consideración de que solo Dios es el Señor absoluto de su Iglesia. Y me atrevo a afirmar que ha faltado, sobre todo, creatividad para elaborar un nuevo lengua-je capaz de comunicar el Evangelio al mundo de hoy. No se trata de un nuevo contenido, sino de una nueva manera de considerar y expresar la Buena Nueva de Cristo en un nuevo contexto social y cultural.

Sin embargo, a pesar de que vivimos tiempos indudable-mente recios, debemos admirar la presencia y la actuación de

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tantas personas generosas, dedicadas al bien común, fieles a su vocación cristiana, capaces de aunar el amor a Dios y al próji-mo. Las dificultades que vivimos no deben hacernos olvidar los numerosos mártires de la caridad y de la justicia ni las his-torias de tantos creyentes que han gastado su vida en estos úl-timos cincuenta años en hacer presente y cercano a Dios en medio de los seres humanos. La Iglesia se encuentra, pues, en una encrucijada de caminos, interpretaciones y decisiones que conviene plantear con transparencia y oración, con respeto mu-tuo y decisión, con el fin de responder a los gozos y las espe-ranzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

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JESÚS EN LA PERIFERIA ROMANA

La parroquia de Primavalle, un barrio al noroeste tras el barrio Aurelio, en la zona romana de Bocea, celebra reunión general el primer miércoles de cada mes. Se reúnen unas cin-cuenta personas de todo género y profesión para celebrar una pensada paraliturgia y cambiar impresiones, después, sobre aspectos religiosos y temas sociales o políticos. Es un encuentro distendido y amigable, en el que se conjuntan la seriedad en el tratamiento de los temas importantes con la familiaridad en la relación y la presencia del afecto y el buen humor. Son conscientes de que una comunidad de fe es, necesariamente, una comunidad fraterna, gente que se conoce y se quiere bien, gente que busca una sociedad más igualitaria, más dispuesta a ayudarse con simplicidad, menos fascinados por los métodos del poder o del dinero. Apenas cuentan con sacerdotes italia-nos, pero no faltan extraeuropeos que estudian en universida-des eclesiásticas romanas y ayudan en las tareas parroquiales, y que cuentan con una habitación y la manutención en el com-plejo parroquial.

Este miércoles han abordado el tema de Eluana, la joven que permaneció en coma durante diecinueve años hasta que sus

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padres permitieron desconectar el tubo con el que se alimenta-ba. Don Eduardo, párroco desde hace ocho años, muy conscien-te de que preside una comunidad de creyentes adultos, ha resu-mido los principios éticos que deben tenerse en cuenta al tratar el tema y, después, cada uno ha expresado sus sentimientos. Algunos han mencionado la utilización política del caso por parte de los partidos, tanto de derecha como de izquierda, y Giuseppe, que terminará medicina a finales del curso académi-co, ha preguntado si no exageran quienes han afirmado rotun-damente que se trataba de un asesinato. No tienen muy claras todas las implicaciones éticas, pero no quisieran caer en la trampa de considerar vida su prolongación artificial. Andy, el sacerdote de Malawi, recuerda la facilidad con que mueren jó-venes y mayores en su país por carencia de centros sanitarios equipados y de personal preparado. Considera que si los euro-peos que se han escandalizado con el caso colaborasen más eficazmente con aquellos hospitales africanos que no pueden contar con los medios más elementales, con el fin de que en aquellos países que carecen de todo se salvasen más vidas, su reacción sería más comprensible.

Mientras comentaban con interés y ardor los diversos temas, unos cuantos se van dando cuenta de que Jesús, con algunas personas más, se encontraba sentado entre ellos. Todo ha resul-tado espontáneo, sin ninguna preparación ni aspaviento, y se ha pasado con naturalidad de una habitual reunión entre cre-yentes a un encuentro gozoso de cristianos acompañados por su Señor y por algunos compañeros suyos a quienes no reco-nocían, pero que no desentonaban. A medida que el diálogo se desarrollaba con calma, pero con pasión contenida, poco a poco han caído en la cuenta de que los acompañantes eran

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Pedro, Mateo, Francisco de Asís, Tertuliano y algunos más cuya identidad ha permanecido en el anonimato. La conversa-ción se generalizaba e intervenían todos los presentes, abrién-dose horizontes poco antes impensables.

«Señor, tú has estado siempre con nosotros, pero Pedro y cuantos te acompañan, aunque nos parecen muy cercanos y los citamos con frecuencia en misa, todavía nos resultan lejanos y, en cierto sentido, extraños», dijo el cura Anselmo, que no sabía si arrodillarse o permanecer sentado. «En realidad —prosi-guió—, a ellos los conocemos por los escritos y las historias que han llegado hasta nosotros, pero tú nos hablas cada día y acom-pañas nuestras vidas en los momentos buenos y en los compli-cados». Anselmo se da cuenta con asombro de que el Jesús que se encuentra ante él ha sido su compañero más cercano desde su juventud, su consejero permanente y el depositario de sus confidencias. Recuerda aún cuándo decidió ser sacerdote, un día de Santiago, cuando contaba dieciocho años. No sabía si quería ser misionero, pero estaba seguro de que quería poner su granito de arena para que Jesús fuera más conocido y ama-do. Cristo le había acompañado en su decisión, tranquilizándo-lo, razonándole algunas propuestas y dificultades, animándole a ser valiente y generoso. Pensó que al tenerlo delante no lo tenía más cerca de lo que había estado durante años, pero se sentía feliz por encontrarle en carne y hueso. Se entrecruzaron una mirada serena de alegría y complicidad.

Javier, el más joven de la asamblea, reconoció a Francisco de Asís: «Siempre he pensado que eras como eres», le dijo, y el de Asís les recordó cómo había venido la primera vez a Roma con algunos compañeros para encontrarse con el papa. «No era tan distinto en aquel tiempo —comentaba—. Todavía quedan tantas

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vidas rotas, tan poca solidaridad, tan poca conciencia de la cer-canía y del amor de Dios. Sin embargo, siempre estamos a tiempo para seguirle y amarle, para imitarle y mostrarlo a los demás…». Ana, la novia de Javier, compara con Jesús a Francis-co. Siempre ha pensado que era el santo más semejante al Se-ñor, todo para todos, el hermano de la naturaleza y de los hom-bres. Pasa su mirada del uno al otro y sonríe. Ambos se muestran risueños, abiertos a la comunicación de quienes les rodean, desprendidos de cualquier autosuficiencia, siempre tan presente en las relaciones humanas. Javier y Ana han visitado con frecuencia Asís, llegando a la conclusión de que la basílica de la Porciúncula y la basílica que encierra la tumba de Fran-cisco resultan demasiado pretenciosas para cuanto era en vida y ha significado después el Juglar de Dios. Pensó que era vani-dosa al considerar que el lugar adecuado de su santo preferido era esta pequeña comunidad, pero, en realidad, daba la impre-sión de que se conocían desde siempre. «¿Sabes? —dice a su santo favorito—, cada vez que recito tu Cántico a las criaturas, consigo sentirme más cercana, más compenetrada y más feliz con cuanto Dios ha creado».

Todos estaban extasiados, pero no excitados, siguiendo la sentencia del Eclesiastés: «Dulce es la luz y a los ojos gusta ver el sol» (11,7). Sin darse cuenta, cada uno de los presentes inició un largo y detallado examen de conciencia al tiempo que reco-rrían el conjunto de su vida, muy conscientes de encontrarse en una ocasión única. Parecía que la mirada de Jesús atravesa-ba sus almas, sus pensamientos e intenciones. No era momen-to de engañarse, sino de mostrarse tal cual eran. «Señor, tú sabes que te quiero», se decía Angélica, que tantas veces duda-ba sobre el modo de encarrilar su vida, aparentemente bien

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encauzada, pero siempre desconcertada por dudas y traspiés. Por su parte, Daniel, médico cardiólogo, cayó en la cuenta como por ensalmo de que su modo de ejercer la medicina no había sido todo lo generoso y entregado con sus pacientes que había soñado en su juventud. La mirada de Cristo le descubría sus egoísmos, el apego a su comodidad y a sus pequeños inte-reses en detrimento de los que sufrían. Dijo en voz alta diri-giéndose a todos: «Seré el servidor de todos, ayudaré a cuan-tos lo necesiten, mimaré a los más débiles, seré más desprendido», mientras en el semblante del apóstol Mateo surgió una sonrisa al tiempo que recordaba su primer encuen-tro con el Maestro.

Enrico pertenecía a un instituto secular bastante conserva-dor. Habían discutido mucho sobre la conveniencia de celebrar la liturgia en latín o en italiano, aunque él se había distinguido por una defensa intolerante de la comprensión de los ritos y los textos como regla única de actuación. Encontrándose con Jesús se dio cuenta del sinsentido de tantas de aquellas discusiones. No estaban asistiendo a un Pentecostés en el cual cada uno hablaba su lengua, sino que todos se entendían sin problemas porque todos hablaban el mismo idioma, el de la fraternidad y el encuentro. Nunca aparecen en el Evangelio casos de incom-prensión por diferencias de lenguaje, sino por ausencia de amor. Los primeros creyentes griegos no se quejan por incom-prensión, sino porque sus viudas quedaban desatendidas en el servicio cotidiano. Los cristianos, sin embargo, demasiado a menudo, se aferran a normas, tradiciones y razonamientos hu-manos, y pecan descaradamente contra la caridad para defen-derlos. Sus divisiones, a pesar de las acusaciones y anatemas, no se deben generalmente a desviaciones de la enseñanza de

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Cristo, sino a apegos, inclinaciones particulares, psicologías propias, maneras de entender y de sentir, incomprensión de la encarnación de Dios en la vida de los hombres. Ha faltado amor, ha sobreabundado la soberbia y se han escudado en la doctrina entendida a su manera. Cristo presente era la Verdad y la Vida, y se manifestaba con su cercanía, su ternura y su comprensión de la debilidad humana.

Algunos miembros del grupo eran emigrantes no siempre bien integrados en un país extraño por la lengua y la cultura, aunque en la comunidad de Primavalle habían sido acogidos con simpatía y en ella exponían con confianza sus dificultades y expresaban en comunidad sus alegrías y sus miedos. No to-dos tenían trabajo y muchos vivían demasiado solos, añorando a sus hijos, allí lejos, en sus países de origen.

Sonia miraba embobada a Cristo, tantas veces contemplado en cuadros y estatuas, tantas veces presente en sus labios, tan-tas veces acosado por sus peticiones, necesidades y tristezas. Cuántas veces le había repetido: «Si tú quieres, tú puedes», y ahora se encontraba reconfortada ante aquella abierta mirada de comprensión y de acogida. Joaquín, por su parte, en su Pa-namá del alma había enseñado catecismo en la parroquia re-gentada por unos claretianos españoles. Siempre se había que-jado de la pobreza de su gente y reprochaba a Dios el no impedir tanta injusticia. Mirando a Cristo, pensó de repente en la injusticia de su muerte en cruz y lo sintió tan hermano que se puso a llorar sin rebozo. Inconscientemente, cada uno fue poniendo ante sí las prioridades que conformaban su vida y las prioridades señaladas por Cristo, constatando que el «sígueme» solicitado por Jesús no les exigía abandonar a quienes amaban y cuanto añoraban. Por el contrario, fueron conscientes de que,

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a pesar de sus inconsecuencias personales, él era generalmente el motor de su vida.

Todos percibieron en su alma el sentimiento de una íntima complicidad con Jesús. Eran conscientes de que él conocía cada una de sus vidas, los recovecos de sus incongruencias y sus infidelidades, y experimentaron interiormente cómo puri­ficaba sus debilidades y sostenía sus ilusiones y proyectos. Sin­tieron como nunca antes la urgencia de renacer de nuevo, de renovar su espíritu y de aborrecer muchas rutinas cómodas, pero inoperantes, que ocupaban inútilmente tanto espacio de vida.

Tertuliano, un hombre más bien bajo y de tez oscura, les re­cordó la necesidad de ser responsables en su esfuerzo diario, de fortalecer la voluntad, tan necesaria ante las adversida des, de ser coherentes con su fe hasta la muerte, «aunque, a decir verdad —dijo con voz suave—, si volviera a vivir en Cartago, sería igualmente intransigente en la defensa de los principios, pero más comprensivo y compasivo con las debilidades huma­nas, al modo de Nuestro Señor, que nos alienta siempre a no pecar más con un tono que anima y reconforta».

Junto a él, una joven callada, que resultó ser María Crocifis­sa di Rosa, insistió en que el amor llevaba necesariamente a permanecer junto a los sufrientes de todo género, compartien­do sus dificultades, alegrando sus tristezas, sosteniéndoles en sus debilidades. «Es a Cristo a quien servimos en nuestros her­manos y al servirlos nos sentimos más fuertes, más acompa­ñados, más cercanos al Maestro. En un mundo a menudo hos­co y poco solidario, debemos ser capaces de transmitir la alegría y la ternura del Padre, convencidos de cuanto nos anuncia Isaías: “Los rescatados del Señor volverán a Sión con cánticos:

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en cabeza, alegría perpetua, siguiéndolos, gozo y alegría; pena y aflicción se alejarán”».

Javier había manifestado a menudo que a él le atraía la sim-plicidad del Evangelio y le repelía la complicación, palabrería y excesos de ritos incomprensibles en que se había convertido el cristianismo. «Jesús, tú que estás en medio de nosotros, pobres hombres y mujeres, y nos cuidas a todos como hijos y como hermanos, ¿se puede comprender la discusión actual de si has muerto por muchos o por todos, después de dos mil años de tu crucifixión? A veces pienso que tu Iglesia complica más que fa-cilita tu conocimiento, que se convierte en obstáculo más que en camino y puerta, y que los teólogos constituyen un peligro al intentar explicar tu misterio con sutilezas, distingos y palabrería barata». Casi se enfada cuando recuerda la satisfacción altanera de algunos al descubrir que se puede utilizar la fórmula de «mul-titudes inmensas» en lugar del «por todos», en el momento de la consagración del pan y del vino. «Señor —se atrevió a pregun-tarle—, ¿tú en lo alto de la cruz has reducido el fruto de tu entre-ga a multitudes inmensas en lugar de entregarte generosamente por todos? Es lo que dicen algunos».

Jesús sonrió y parecía risueño y contento ante el desahogo del muchacho, incapaz de comprender los enormes fardos que los teólogos y eclesiásticos se afanaban, a menudo, en imponer sobre los hombros de los creyentes. «Mi yugo es suave», anunció hace siglos, porque su yugo es su persona, esa manifestación luminosa del Dios que ama y tiende la mano, pero a los seres humanos, con mitra o sin ella, les resulta difícil comprender que Dios solo ama y el amor liga y religa a sus hijos sin la para-fernalia que los humanos entretejen para terminar ocultando la divinidad.

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¿Qué pasaría si Cristo se presentara de improviso en Roma y se encontrara de tú a tú con los cristianos en ella residentes?

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Juan María Laboa

¿Cómo se sentirían estos al comparar su modo de vivir con las exigencias del Maestro? En esta obra Jesús visita la Roma actual acompañado de un grupo de sus seguidores. Juntos recorren la Ciudad Eterna y quienes se encuentran con ellos no quedan indiferentes... Creyentes y no creyentes, jóvenes, estudiantes, religiosas y religiosos consagrados, grupos parroquiales, familias, la curia... Cada uno de ellos experimenta un encuentro personal que produce un cambio de actitud.Estas páginas confi guran una parábola alegre, desenfadada y llena de cariño; un sueño al estilo de Hume y Martini; una idea de Iglesia vivida y sentida desde dentro. No se trata de cuestionar la institución sino de constatar si lo estamos haciendo bien. La parábola es envolvente, solo tiene sentido si se lee entera, porque la narración constituye un todo que se va completando.

Juan María Laboa (Pasajes de San Juan, Guipúzcoa, 1939) es licenciado en Filosofía y Letras y en Teología, doctor en Historia de la Iglesia y profesor jubilado de la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, de la Facultad de Teología San Dámaso y de la Universidad de Comillas.

Fundador y director de la revista XX Siglos ha publicado numerosas obras relacionadas con su especialización en Historia de la Iglesia entre las que citamos: Los laicos en la Iglesia, Atlas histórico del cristianismo, Historia de la Iglesia Católica, Historia de los Papas, Cristianismo, Atlas histórico del monacato, Historia de la caridad en la Iglesia...

Acaba de celebrar sus bodas de oro como sacerdote y a lo largo de su intensa labor pastoral y docente ha viajado mucho y ha forjado grandes amistades, uno de sus grandes tesoros.

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Juan María Laboa

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