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ESTOS relatos, los relatos de Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934), son, con seguridad, lo más in­quietante, sorprendente y ge­nial que ha producido la lite­ratura no-oficial española de los últimos años, equiparables tan sólo a las historias de Poe Lovecraft o Bierce: Suárez es lo más próximo a la idea de «escritor maldito» que haya­mos dado al mundo de las le­tras en este país, y tanto sus libros como sus películas ha­cen uso de un sentido lúcido del pensamiento, de una espe­cial lógica diabólica, que crean un universo personalísimo que arrastra al lector —o al espec­tador—, lo llevan a su cam­po, juegan con él y terminan liberándolo con un habilido­so guiño final o mantenién­dolo, sin esperanza, en su de­sasosiego.

En Trece veces trece, el ma-labarismo combinatorio de ra­ciocinio puro y sugestión in­consciente alcanzan, en nues­tra opinión, su grado más ele­vado, y ésta es la razón por la que AZANCA ha decidido incorporar el libro a su catá­logo, tratando de llevar de nuevo al público un escritor que, pese a que parece haber abandonado la escritura por la cámara, está llamado a ser ampliamente reconocido como lo que es: una figura de pri­mera línea, que ha ejercido y seguirá ejerciendo notable in­fluencia —influencia que ha­bría que calificar de subte­rránea, pues parece haber pa­sado desapercibida a ojos de la mayoría de la crítica, qui­zás por ignorancia— en los autores de aparición más tar­día, y que ha servido de pie para guiones de cine propios y ajenos. La obra de Suárez, pe­se a los esfuerzos realizados

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LAS EDICIONES DE LOS PAPELES DE SON ARMADANS AZANCA, 4

La colección de ensayo de esta biblioteca está orientada por el

Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo

TÍTULOS PUBLICADOS

1. Gustavo Bueno, Etnología y utopía.

2. William Burroughs, Las últimas palabras de Dutch Schultz.

3. Max Aub, Pequeña y vieja historia marroquí.

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GONZALO SUAREZ

TRECE VECES TRECE

Las ediciones de los Papeles de Son Armadans A Z A N C A , 4

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TRECE VECES TRECE

© GONZALO SUÁREZ -1972

Las ediciones de los Papeles de Son Armadans

La Bonanova, Palma de Mallorca

Depósito legal: M. 20.152-1972

Printed in Spain. Impreso en España por GRÁFICAS ARABI Hermanos del Hoyo, s/n. - Torrejón de Ardoz (Madrid), 1972

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ÍNDICE

PROLOGO 7

TRECE VECES TRECE 17

¿Quiere usted rabiar conmigo? 21

Bailando con Parker 27

Desembarazarse de Crisantemo 57

El cadáver parlanchín 69

El horrible ser nunca visto 75

Un paciente impaciente 85

Trece casos de cuya existencia respondo, puesto que,

por su brevedad, se pueden medir 91

Epidemia 105

Al volver de la zeta 119

Instalación 129

Trece veces trece 135

Plan Jac Cero Tres 149

Incursión 159

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P R Ó L O G O

«TRECE VECES TRECE»

EL MUNDO PRIVAIX) DE GONZALO SUÁREZ '

Gonzalo Suárez, en su corta producción literaria, ha escogido un camino poco usual entre nuestros hombres de letras; para encontrar relatos semejantes en intencio­nalidad y forma habría que acudir a las historias de litera­tura anglosajona y remover entre las aguas hasta llegar a los más auténticos representantes del mundo de lo fan­tástico. Esto que, en principio, se nos muestra como muy claro, va afirmándose más y más a medida que profundiza­mos en sus textos y descubrimos a cada momento situacio­nes resueltas de un modo totalmente ajeno a nuestro co­mún hacer.

Lewis Carroll —presente ya en una deliciosa cita preli­minar— Poe, Lovecraft, se insinúan a cada momento aga­zapados en un mundo onírico, nos acompañan a lo largo del discurso de las ideas... y huyen atemorizados y sor-

1 La versión completa de este estudio apareció en el núm. 191, febrero de 1972, de Papeles de Son Armadans.

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prendidos ante la evidencia de unos finales absurda y des­piadadamente lógicos. Porque el carácter verdaderamente original, la huella personalizada que comunica esa enorme fuerza a los textos es la de la cruda y fría lógica. Pascal y Carroll juntos en las citas preliminares de Trece veces trece, auguran y casi prometen algo que se sale de lo co­rriente, obligándonos a caminar con paso lento por lo que parece una sutil y bien preparada trampa. Todo recelo será inútil y nos veremos ampliamente superados por la ambición de unas ideas que siempre van más allá de nues­tro limitado horizonte.

¿Borges entre nosotros? No. Borges está a mucha distancia sobre Suárez en lo que se

refiere a técnica literaria, estilística y manera de hacer. Bor­ges juega con la lengua, estudia y exprime el significante y combina los sonidos para acabar recreándose en su na­rración. Suárez no quiere escribir, quiere contar. Y cuenta. El significado le absorbe de una manera total, y a él sa­crifica toda posible estética de la forma en un gesto quizá demasiado contundente. Casi diríamos que en él la inten­cionalidad de las ideas le fuerza a dejarlas desnudas de toda máscara que pudiera desviar o deformar el proceso de una perfecta ilación. Su posterior oficio cinematográfico estaba ya marcado en los genes de los cromosomas precisos que aparentan ser sus libros: Suárez mira la realidad a través de un objetivo nítido y convencional y de esa forma nos la transmite, aunque a veces no sepamos verla con la suficiente claridad. El ojo de pez no se empleará más que para constatar de una manera contundente la existencia de una realidad fría y matemática que al final acabará im­poniéndose.

Su primer libro —De cuerpo presente (Caralt, Barcelona, 1963)— contiene ya una gran parte de las características

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TRECE VECES TRECE 9

que hemos querido apuntar. La idea central con el juego muerte-vida-muerte se encuentra en varios relatos de Poe, tratada por supuesto de una manera muy distinta. Pero hasta el objeto de nuestro estudio, Trece veces trece (Ferré, Bar­celona, 1964)' no aparece de una manera total y conclu­yeme la plenitud del raciocinio a ultranza, máximo valor del conjunto de su obra, y argumento decisivo que nos ha animado a escoger precisamente este título a la hora de la reedición.

Hemos hecho hincapié anteriormente en la importancia que debemos conceder a la particular lógica que aplica Suárez al mundo de sus cuentos. Se podría hablar de un cartesianismo a ultranza, que no da lugar a la más mínima desviación de un esquema rígido y consecuente —con una consecuencia que se nos oculta durante toda la narración— y que va a ser el responsable de la separación entre los dos planos —real e irreal— que estarán presentes, con predo­minio alterno, en todos los episodios. Al hablar de la estruc­tura insistiremos en la importancia capital que se debe otor­gar a la existencia y separación de ambos planos.

Trece veces trece comienza por «trece citas a modo de prólogo». Citas de Baudelaire, Guéhenno, Aristóteles, Proust, Schlick, Eulíbides Milesio, Gómez de la Serna, Carroll, Joyce, la agencia Cook, Pascal, Einstein y el pro­pio Suárez: a simple vista una mezcla disparatada, que más tarde descubrimos como toda una declaración de prin­cipios. He aquí, antes de empezar la lectura de los cuentos, un muy preciso esquema de las reglas que regirán el jue­go, reglas que serán respetadas durante todo el desafío

' Que junto a Los once y uno (Rondas, Barcelona, 1964), El roedor de Fortimbrás (Ferré, Barcelona, 1965) y Rocambruno bate a Ditirambo (Ferré, Barcelona, 1966) constituyen la totalidad de la obra impresa de Suárez.

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pendiente entre autor y lector. La advertencia es suficiente­mente clara como para tenerla presente en el resto del libro, pero Suárez no lo cree así, y constantemente incluirá nuevas dosis que deberían servir de aviso para nuestra atención. Nos acusa de carecer de imaginación para dar crédito a la verdad, y, como prueba de ello, su técnica narrativa va a conseguir enmascarar esa verdad que en realidad nos está enseñando. Continuamente paseará ante nuestros ojos una evidencia que no vamos a saber interpretar; más aún, no vamos a tomar conciencia de que existe. Los animales pe queños, como las moscas, no comprenden el cristal.

Por supuesto habrá unos cuentos en los que el absurdo estará presente del principio al fin. Suárez no niega en nin­gún momento la posibilidad, incluso material, del absurdo y, por otra parte, su lógica es respetada en todo momento. La culpa de un resultado disparatado no estará sino en el disparate del que se parte como premisa, pero la concate­nación de las ideas se ordenará de la manera habitual, y precisamente en estos casos encontraremos la plenitud de una diléctica sin fisuras en un alarde de raciocinio en el caos.

Suárez, como es obvio suponer, también reconoce una lógica ajena a la suya propia; la reconoce y no la desprecia. Es la lógica de lo ilógico, la que usamos nosotros en nues­tro normal hacer. Él nos la enseñará de una manera tími­da y como de refilón, para dejar bien sentado que no tiene culpa alguna en que sea así.

Así, en el cuento titulado Determinados valores invulne­rables, tras un razonamiento incluido en la línea más ge-nuina de su pensamiento nos proporciona ya como contras­te una pequeña dosis del nuestro: La «normalidad» alcan­zada, con varias guerras donde murieron diez millones de

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habitantes en defensa de la patria —una patria en otro he­misferio, con siete años de tradición—, parece sacada de cualquier manual de historia más o menos contemporánea. Nos encontramos con una estocada dirigida a nuestro pro­pio equilibrio mental que nos debería hacer meditar si la aparente gratuidad de los procesos lógicos que nos enseña no puede ser una reacción ante el comportamiento abierta­mente ilógico al que nos hemos acostumbrado hasta adop­tarlo y exhibirlo como modelo.

Pero no se nos ofrece otro mundo como alternativa. El universo de Suárez no puede albergar a quien ya salió de él, y nuestra cabeza, excesiva y regularmente machacada por unos esquemas alienadores no encuentra el necesario mecanismo de marcha atrás. La conclusión que se saca de su novela más alucinante —Rocabruno bate a Ditirambo— no es abierta y optimista, sino que, de hecho, no existe como tal conclusión. La alternativa a nuestra propia lógica es la nada, el vacío, porque la lógica de Suárez es cerrada y sin fisuras: no puede reflejarse y dar una imagen contraria. Po­dríamos hablar de materia y antimateria, lógica y antilógi­ca; una en presencia de otra sólo van a conseguir destruirse.

Como ya hemos insinuado anteriormente, la forma litera­ria de los cuentos —de la prosa en general— de Suárez es la cualidad menos brillante, o, si se prefiere, más oscura del conjunto. Cabría preguntarse si, al menos en una parte de la obra, la pobreza de los medios de expresión no constituye un deliberado intento estilístico para la conse­cución del clima deseado.

Pongamos por caso el asunto de la descripción de los personajes a lo largo de Trece veces trece; no se puede decir que sea mejor o peor, sino que, de hecho, no existe como tal descripción. Y no existe porque no sólo no es necesaria sino que podría incluso llegar a ser un estorbo.

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La psicología del personaje se deja de lado para que no reste importancia a la psicología de su actuación, verda­dero valor en el relato: no nos interesa lo que es, sino qué hace.

Esta característica nos hace abundar en nuestra opinión acerca de la separación del mundo nuestro y el de Suárez. Los personajes —de nuestro mundo— van a representar un papel abstracto como representantes de algo ajeno al autor. Aunque cuando se incorporen al mundo opuesto tampoco delatarán su forma, quizá por entenderse que ya es sobra­damente conocida —caso del investigador de Trece casos de cuya existencia respondo...

La parquedad descriptiva se va a unir a una brusca puesta en escena que nos recuerda en cierto modo la manera de hacer de Poe; como él, nuestro autor creará situaciones muy densas en no más de tres o cuatro frases, metiéndonos de lleno, desde el principio, en el máximo clima del relato.

Estas características primordiales de la prosa de Suárez —la prácticamente inexistente adjetivación y la violenta en­trada en materia— se completan con una tercera, necesaria para la consecución del fin perseguido y ya casi obligada por las circunstancias: la corta —casi mínima— longitud de la frase.

Es evidente la intencionalidad de este ascetismo literario. Pero la casi exagerada economía verbal no obedece a una razón estrictamente estilística: más bien se debe al nece­sario subordinamiento de la palabra a la idea. Suárez es­cribe así porque no tiene más remedio que hacerlo si quiere mantener la idea incólume a lo largo del relato. No puede explicar por razones inherentes al propio valor de su prosa, que excluye la explicación y la interpretación por sistema. Cualquier derivación de la idea central va a lastrar el desa­rrollo lógico del relato poniendo en peligro incluso su su-

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pervivencia, y, qué remedio, escoge el camino de la imagen pura. Remarquemos que Suárez no es pintor, sino fotó­grafo. Fotografía una serie de rápidas imágenes tendentes a formar un conjunto de manera que no nos dejen ver más que lo común a todas ellas; así descubrimos un hombre o un bicho pero de la manera más fugaz y desvaída, sin que podamos precisar de qué hombre o bicho se trata. Unas máscaras griegas le serían muy útiles al respecto, con la condición de que se eliminase en ellas cualquier traza que prefigurase una determinada personalidad. Ya se encarga­rán los hechos de aclarar la personalidad concerniente a cada individuo.

La parquedad estilística a que hemos hecho continua alu­sión se mantiene también en otros libros de Suárez sin que en estas nuevas ocasiones lo justifique una necesaria —a ultranza— ilación de las ideas. En todo caso la ayuda con­siderable que supone esta técnica para la creación del clima adecuado no constituye una rotunda obligatoriedad. Quizá nuestra estimación especial por Trece veces trece se deba a esta afortunada unión de idea y forma, acaso motivada por una ignorada y especialmente feliz circunstancia au­sente en otros casos.

En todo caso, la obra de Suárez, como las de otros mu­chos autores de talento ágil, rechaza la aplicación de etique­tas y formularios rígidos, y muy torpe sería una actitud di-sectora a ultranza. Hay que reconocer la existencia de va­lores herméticos que se resisten a la prospección encerra­dos en la vaha de su propio hermetismo; de poco servi­ría, en el caso de Poe, bucear en el significado de las úl­timas páginas de Gordon Pym, porque la creación litera­ria alcanza allí un mundo ajeno al del resto del relato, y el hecho de la prosa de Carroll nos debería advertir tam­bién de los peligrosos caminos por los que pisamos. Suárez,

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cansado quizá de enseñarnos constantemente el lado oculto de la trama, nos muestra con firmeza extraños mundos en los que nuestra brújula no tiene validez, porque no existe un orden tal como lo entendemos nosotros. Quizá, en el fondo, este mundo onírico y el otro lógico se encuentren en una ágil curvatura fuera del alcance de nuestros sentidos, y marchen juntos en un espacio de extrañas dimensiones. Al fin y al cabo, la ciudad de Kadath se encuentra a la vuelta de la esquina.

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TRECE VECES TRECE

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TRECE CITAS A MODO DE PROLOGO

«La ciudad está al borde del agua; se dice que la construyeron de mármol, y que el pueblo tiene tal odio a los vegetales que arranca todos los árboles. Ahí tienes un paisaje adecuado para ti; un paisaje hecho con la luz y el líquido para reflejarlo.-»

BAUDELAIRE (Spleen de París)

«Lo inteligencia engaña, la belleza seduce, la felicidad anula.»

JEAN GUÉHENNO

«Sí el doble es posible, la mitad lo es igualmente; y si la mitad es posible, el doble también lo es.»

ARISTÓTELES (Arte retórica y arte poética)

«—¿Por qué lleva usted afeitada la barbilla? —preguntó el barón en un tono mimoso—. ¡Es tan hermosa una barba cerrada!

—¡Uf! ¡Es repugnante! —respondió el barón.» PROUST

«Ciertas superficies y líneas que nos aparecen como torcidas son en realidad los verdaderos planos y rectas, y tenemos que servirnos de ellas como coordenadas.»

M. SCHLICK (Espacio y tiempo en la física actual)

«¿Miente un hombre que dice que miente?»

EüLÍBIDES MlLESIO

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«Los animales pequeños, como las moscas, no comprenden el cristal.»

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

«/) Los bebés son ilógicos. 2) Nadie que pueda acabar con un cocodrilo es despreciado. 3) Las personas ilógicas son despreciadas. Conclusión: los bebés no pueden acabar con los cocodrilos.»

L E W I S CARROL

«Un fantasma es un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable. Por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.»

JAMES JOYCE

«La mayor parte de los habitantes fueron sepultados bajo las ruinas de sus casas y sus iglesias. A pesar de tan terribles desastres, el resto de la población no se decidió a establecerse en otra parte.»

COOK (Viajes)

«Dos rostros semejantes, que no tienen nada gracioso por sepa­rado, hacen reír juntos por su parecido.»

PASCAL

«Algo se mueve.» EINSTEIN

«—Si yo paseo por un bosque y veo dos árboles, mi deber será decir que lo que veo son dos árboles.

—Usted ve, en efecto, dos árboles. Pero yo veo el hueco que hay entre los dos árboles, y paso.»

G. S.

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A mi padre, autor de Ban-Go-Koo, de antolo­gías y gramáticas francesas, de una biografía de François Villon, y de mis días. Que me llevó a la caza de la ballena blanca, a las minas del rey Salomón y a lo alto del Mont Poderoso.

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¿QUIERE USTED RABIAR CONMIGO?

Al pasar ante una granja, un perro mordió a mi amigo. Entramos a ver al granjero y le preguntamos si era suyo el perro. El granjero, para evitarse complicaciones, dijo que no era suyo.

—Entonces —dijo mi amigo— présteme una hoz para cortarle la cabeza, pues debo llevarla al Instituto para que la analicen.

En aquel momento apareció la hija del granjero y pidió a su padre que no permitiera que le cortáramos la cabeza al perro.

—Si es suyo el perro —dijo mi amigo—, enséñeme el cer­tificado de vacunación antirrábica.

El hombre entró en la granja, y tardó largo rato en salir. Mientras tanto, el perro se acercó y mi amigo dijo:

—No me gusta el aspecto de este animal.

En efecto, babeaba y los ojos parecían arderle en las órbitas, incluso andaba dificultosamente.

—Hace unos días —dijo la joven— le atropello una bi­cicleta.

El granjero nos dijo que no encontraba el certificado de vacunación.

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—Debo haberlo perdido. —La vida de un hombre puede estar en juego —intervine

yo—. Díganos, con toda sinceridad, si el perro está vacu­nado o no.

El hombre bajó la cabeza y murmuró: —Está sano. Noté que mi amigo palidecía, y no era para menos. Aquel

animal jadeante no inspiraba ninguna tranquilidad. —Tiene la lengua fuera y las patas traseras paralizadas

—observé. —¡Ya les he contado lo del accidente de bicicleta, padre!

—dijo la joven con sospechosa precipitación. —Todos los perros tienen la lengua fuera —dijo el gran­

jero—, hace mucho calor. —¿Usted cree que el animal tendrá sed? —pregunté yo. —Probablemente. —Déle de beber —dije. La joven trajo un cazo lleno de agua. Se acercó al perro

y le puso el cazo delante. El animal estaba tumbado y su mirada era vidriosa. No bebió.

—¡Este perro está enfermo! —exclamó mi amigo. —No tiene sed —dijo el granjero con testarudez. La mujer del granjero salió de la casa y nos dijo, con

muy malos moda'es, que no estaba dispuesta a pagar el pan­talón roto.

—No se trata del pantalón —repliqué yo—, sino de algo más serio.

—¡El perro está rabioso! —acusó mi amigo—. ¡Ustedes acaban de asesinarme!

—¿El perro? ¿Y por qué se han acercado ustedes al pe­rro? —preguntó la mujer.

—Seguramente habrá creído que ustedes querían robar —dijo la hija.

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Entonces mi amigo se abalanzó sobre la joven y la mor­dió brutalmente en el cuello, sin darnos tiempo a impedirlo.

—¡Ahora su hija compartirá mi suerte! —anunció triun­fal, y comprendí que estaba a punto de perder el juicio.

La joven se puso a sollozar, y la madre empezó a gritar: —¡Criminal! ¡Criminal! En vano traté de serenarlos. El granjero cogió un palo y

avanzó amenazador hacia mi amigo. Entonces éste lanzó un rugido escalofriante, y el granjero se mantuvo a una distan­cia prudencial.

—¡Trae la escopeta! —ordenó a su mujer. Mientras yo intentaba detener a la madre, la hija saltó

sobre su padre y le mordió en la muñeca hasta hacerle sangre.

—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? —clamaba el gran­jero, mirando horrorizado la mordedura. Soltó el palo y se tiró de cabeza al pozo. Todos le oímos caer.

Empecé a gritar para que viniera alguien en mi ayuda, y apareció un mancebo de la granja vecina. Al oír los lamen­tos de la madre, huyó mientras anunciaba a los cuatro vientos:

—¡Están rabiosos! ¡Están rabiosos! Pronto acudieron algunos vecinos, y se instalaron en los

tejados próximos para contemplar la escena. Yo traté de acercarme a uno de los tejados y me lanzaron piedras.

Mientras tanto, mi amigo había mordido a la madre. Y la hija se arrastraba a cuatro patas alrededor del pozo, aullando. La madre venía hacia mí, mostrándome con fero­cidad los colmillos. Fui más rápido que ella y salté la valla. Desde el otro lado, traté de hacer entrar en razón a mi ami­go que se había precipitado enloquecido contra los vecinos del tejado. Éstos le recibieron con piedras, pero él, en lugar de refugiarse, empezó a trepar por un canalón, y los veci-

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nos huyeron despavoridos, y algunos cayeron del tejado y escaparon a duras penas, renqueantes.

Les pedí a gritos desgarrados que avisaran a las autori­dades. Entonces vi con horror que la madre empuñaba una azada. La llamé, intentando desviar su atención, pero no pude evitar que golpeara la cabeza de mi amigo y se la abriera. Aquel crimen monstruoso me enloqueció, y fui al encuentro de la mujer, dispuesto a estrangularla, sin pensar que me hubiera resultado imposible. Por fortuna, la mujer no me vio, pues estaba enzarzada en una labor de destruc­ción: rompiendo puertas y ventanas de la casa. Entonces apareció el párroco del lugar y, desde el otro lado de la valla, invocó el nombre de Dios y de la Santa Virgen. No tuvo tiempo de más, pues en seguida fue atacado por la joven que le persiguió un buen trecho, hasta el camino. Al ver al párroco en peligro, algún vecino oculto disparó y mató a la joven.

Llegaron las autoridades, y ordenaron que nos entregá­ramos sin resistencia. Lo hice muy gustoso, pero la madre fue a ocultarse dentro de la granja, y de allí nadie la hizo salir.

—Habrá que esperar a que se muera sola —dijeron. De pronto, vimos que la granja empezaba a arder, y el cura se puso a organizar a los vecinos para que apagaran el in­cendio, pero nadie se atrevía a aproximarse a la casa.

Al cabo de un año tuve que volver a aquella aldea, por­que la viuda de mi amigo quiso celebrar seis misas por el eterno descanso de su marido, en el mismo lugar de su fa­llecimiento. El cura del lugar nos atendió muy amablemente y, como se diera cuenta de que yo observaba con evidente recelo a su perro, me preguntó:

—¿No le gustan los animales?

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—Sí, desde luego —le dije—, pero este perro me recuerda a aquel otro que originó la tragedia. Sin duda es de la mis­ma raza.

—Es el mismo perro —me dijo, y añadió con orgullo: —Es un animal abúlico, pero guarda muy bien la sa­

cristía y nunca muerde a un buen cristiano.

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BAILANDO PARA PARKER

Recibí un paquete que contenía una mano amputada por encima de la muñeca. Era una mano de mujer. Provenía de París. El remitente era un tal Parker, y vivía al parecer en un hotel de la calle V. Naturalmente, el nombre debía ser falso.

Comprendo que obré mal. Pero tengo mujer y una situa­ción estable en la ciudad donde vivo, creí que me ahorraría complicaciones si me deshacía de aquel comprometedor re­galo. Dejé el contenido del paquete en un vertedero donde merodeaban perros vagabundos.

Dos días después, recibí otro paquete, y ni siquiera tuve valor para abrirlo. Cambié el envoltorio y la etiqueta, y se lo envié a un desconocido que habitaba en otra ciudad y cuya dirección encontré abriendo al azar una guía telefónica.

Al día siguiente, los niños me anunciaron que la tortuga que teníamos en la terraza de casa había muerto. Era sába­do y los que recogían la basura no pasarían hasta el lunes. Mi mujer tuvo miedo de que la tortuga empezara a oler mal, y aquella noche me deshice de ella tirándola por la ventana.

El domingo, el portero me dijo que un vecino había en­contrado la tortuga en su balcón. El vecino estaba lógica­mente indignado. «Si me llega a caer en la cabeza, me

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mata», había dicho. Bajé a disculparme y me devolvió la tortuga. Salí a dar un paseo, y fui hasta el vertedero. Com­probé con horror que la mano seguía estando donde la ha­bía dejado, aunque en pésimas condiciones. Con la punta del zapato la enterré.

Al volver a casa, mi mujer me dijo que había recibido otro paquete. Le pregunté con evidente inquietud si lo había abierto, y me contestó afirmativamente. Tenía curiosidad por saber quién me había enviado un vestido usado y una fotografía. En cierto modo, me tranquilizó. Inventé una historia bastante inverosímil, pero más concebible que la realidad: un tal Parker que había conocido en París me rogaba que averiguase el paradero de la mujer de la foto­grafía y le entregara el vestido.

—Pero ¿cómo puedes encontrar a una mujer en una ciudad de dos millones de habitantes sin más datos que una fotografía bastante borrosa? —me preguntó. Yo seguí in­ventando, y le dije que Parker me había dicho que la mujer en cuestión trabajaba de taquillera en un cine de la ciudad.

—De todas formas —concluyó mi mujer—, no te será fácil.

—Lo intentaré. Parker es un buen amigo. Trataba de evitarle una revelación que la llenaría de ho­

rror, pero también tenía la certidumbre de que mi proceder no arreglaría las cosas. Ahora debía interceptar el próximo paquete antes de que cayera en manos de mi mujer. Fui a Correos y pregunté si había algo para mí, me dijeron que no. Tendría que volver cada día, antes de que efectuaran el reparto.

Recibí una carta del desconocido a quien yo había envia­do el segundo paquete. ¿Cómo había averiguado mi nom­bre y paradero? La carta estaba redactada en los siguientes términos:

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«Muy señor mío: Por un inexplicable error, me ha sido dirigido, desde su ciudad, un paquete que le estaba desti­nado. A juzgar por el contenido, en seguida comprendí que debía haberse producido un malentendido. Y naturalmente se lo he remitido.»

Mi vida se había convertido en un infierno. Era demasia­do tarde para acudir a la policía, ya me había convertido en el cómplice de algún demoníaco asesino.

Recibí el paquete que me había sido anunciado en la carta y, en vez de llevarlo a casa, alquilé una habitación de hotel y me dispuse a abrirlo. Estaba lleno de tarjetas pos­tales, habría unas doscientas, casi todas representaban mu­jeres ligeras de ropa en actitudes incitantes, reconocí a bas­tantes actrices de la pantalla. Había también algunas de hombres famosos con barba y vistas de la torre Eiffel. Sin excepción, en las tarjetas constaba mi nombre y mis señas. Consideré la hipótesis de una broma pesada, y me irrité bastante.

Deshacerme de las doscientas postales me resultó más difícil que quitarme de encima la mano y la tortuga, ya que en las postales estaba mi nombre y no hubiera sido pru­dente dejarlas en el vertedero. Las fui echando disimulada­mente en diferentes bocas del alcantarillado.

Al volver a casa, mi mujer me dijo que había recibido un extraño telegrama. De París.

—De tu amigo Parker. Simulé indiferencia. —¿Ah, sí? ¿Y qué dice? —Si te interesa un... antebrazo. Me sobresalté, y arranqué el telegrama de las manos de

mi mujer.

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—¿Estás segura? —balbuceé. Y yo mismo pude leerlo: «Si le interesa antebrazo conteste. Stop. Parker». Me esfor­cé en reír.

—¡Claro! ¡Debí haberlo imaginado! Se refiere al libro... —¿Qué libro? —preguntó mi mujer. —Un libro que le había pedido hace tiempo y que él

entonces no había conseguido encontrar. Se titula «Ante el brazo», y es una obra maestra de ciencia ficción.

Mi mujer no hizo más preguntas, pero noté que no la había convencido.

—Te llamé al despacho, y me dijeron que no estabas —dijo.

—He tenido que hacer algunas gestiones engorrosas —ex­pliqué, y no mentía.

Mi primera idea fue contestar telegráficamente a Parker: «Vayase al infierno», pero desistí. Hubiera sido una tontería.

Como me temía, recibí un nuevo paquete. El hombre de la oficina de Correos me dijo:

—Me alegro que haya vecino a buscarlo. No sé a quién se le ha ocurrido enviarle alimentos, pero despide un olor insoportable.

Estuve a punto de rechazarlo, de manera que lo devol­vieran al remitente, pero comprendí que al negarme a acep­tar el envío despertaría las sospechas.

El paquete olía, en efecto, muy mal. Salí corriendo, como esos perros aterrorizados por la lata que llevan atada al rabo. No sabía si ir directamente al vertedero o entrar en la comisaría más próxima. Opté por hacer lo último.

—¿Qué desea? —me preguntó el funcionario. —Soy víctima de una broma terrible, señor. Mire. Aca­

bo de recibir este paquete —dije. El funcionario miró el paquete y después me miró a mí. Ni el paquete ni yo des­pertamos en él la más mínima curiosidad.

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—Usted acaba de recibir un pequete. Diga, diga. Su falta de interés me hizo titubear. —Creo que se trata de una broma. Pero puede resultar

algo más serio. En todo caso, he preferido que ustedes vie­ran... es decir yo... sospechando...

Me miraba con hastío. —Si desea usted hablar con el comisario, tendrá que es­

perar. Deposité el paquete en el banco de madera, y empecé a

pasear sin poder librarme de aquel nauseabundo olor. Al cabo de una hora y media, llegó el comisario. Y veinte mi­nutos más tarde, el funcionario me preguntó:

—¿Asunto? —Este paquete. Entró en el despacho del comisario, y volvió a salir. —El comisario pregunta si va usted a poner una denuncia. —No lo sé. Volvió a entrar en el despacho, y volvió a salir. —¿Contenido? —¿Cómo? El comisario quiere saber qué contiene el paquete.

—Todavía no lo sé. Pero dígale que puede tratarse de algo horrible.

Entonces salió el comisario, y me dijo: —¿Quién le envía el paquete? —Un desconocido. —¿Teme usted que sea una bomba? —No es una bomba, señor comisario. —Si todavía no lo ha abierto, ¿cómo puede saber que no

es una bomba? ¿Porque huele muy mal. —¿Y esa es una razón suficiente para recurrir a nosotros?

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Llegaron dos policías de paisano y un guardia de tráfico, saludaron al comisario. El funcionario me pidió la docu­mentación y tomó nota.

—¡Miren ustedes! —exclamé en un imprudente arreba­to—. ¡Este paquete puede contener carne humana!

Un gesto de repugnancia afloró a todos los rostros. —¿Y por qué cree usted que contiene carne humana? —Por el olor —dije con convicción—. ¿No huelen? Cogí el paquete y di un paso hacia ellos. Retrocedieron. —Oiga —me dijo el comisario—, aquí no podemos per­

der el tiempo. Usted ha recibido un paquete que huele mal, y en vista de ello nos lo trae. Le aconsejo que se vaya a su casa y, si tiene alguna denuncia que formular, se dirija a la comisaría de su distrito.

—Si el paquete viene de Francia, le enviarán seguramente un queso de Camembert -—sugirió el guardia de tráfico.

Yo estaba decidido a llevar las cosas hasta el final: colo­qué el paquete encima de la mesa del funcionario y empe­cé a abrirlo.

—Pero ¿qué hace usted? El funcionario se puso en pie y el comisario trató de lle­

gar a la puerta de su despacho. —¡Cuidado! ¡Puede explotar! —advirtió. Los policías se mantenían cerca de la salida, y el guardia

de tráfico volvió a repetir: —Seguramente será un Camembert. No era un Camembert. Era una tortuga. Una tortuga

muerta, y podrida dentro de su caparazón. La tortuga que yo había dejado en el vertedero.

Tardé bastante tiempo en poder volver a casa. Lo prime­ro que me dijo mi mujer fue:

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—La he visto. A «ella». —¿Quién es ella? —La mujer de la fotografía. La taquillera amiga de

Parker. —¿Estás segura? —Yo no olvido una cara, y puedo asegurarte que la vi. —Pero... ¿dónde? —Tu comportamiento me tenía preocupada, y decidí se­

guirte. Tenía la impresión de que te habías metido en un lío, y tratabas de ocultarme algo. En vez de ir al despacho, fuiste a la oficina de correos. Te seguí en un taxi, y esperé en la puerta. Entonces la vi. Detuvo el coche ante el portal. Bajó, y entregó una nota en sobre cerrado al portero. Des­pués se fue.

—¿La nota...? —Es muy breve. Al parecer se refiere al libro. Tómala. Leí: «De todas formas, tendrá el antebrazo». —Y ahora —dijo mi mujer— explícamelo todo .desde el

principio.

Y se lo expliqué. Sólo omití un detalle: le dije que el contenido del primer paquete había sido la mano de cartón de un maniquí.

—Es una broma de mal gusto —dijo—. Esa mujer debe estar loca. Pero creo que lo mejor será no hacerle demasia­do caso.

Fui a Correos. No había ningún paquete para mí. Pero esta vez mi objetivo era otro: no vi ningún coche negro conducido por una mujer. Volví al día siguiente, y tam­poco descubrí nada que llamara mi atención. Era posible que la mujer hubiera abandonado sus maquinaciones des­pués de verme entrar en la comisaría.

Mi mujer me dijo:

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—He celebrado conferencia con París, y hablé con Parker.

- ¿ Q u é ? —Creí que era lo más sencillo. Si el que te envía los pa­

quetes es Parker, debíamos haber comenzado por hablar con él.

Resultaba lógico, en efecto. —¡Pero cómo podía imaginar que Parker existía real­

mente! —objeté. —¿Por qué no? ¿replicó mi mujer—. Después de todo

no comete ningún delito.

—¿No comete ningún delito? ¡Me está volviendo loco! ¿Y qué te dijo Parker?

—Que se limitaba a seguir las instrucciones que le habían dado, y que para eso le pagaban.

—¿Y quién le había dado esas instrucciones? —Tú —contestó mi mujer.

—¿Yo? ¿Acaso pretende...? Pero... ¿es posible que...? —Eso dijo. Y también me dijo que le pagabas cien dóla­

res por cada envío, lo cual me sorprende todavía más. —Pero tú no puedes dar crédito a esa patraña... —Yo no creo nada —dijo mi mujer—, me limito a con­

tarte la conversación que sostuve con tu amigo Parker. —¡Es tan absurdo! ¿Para qué iba yo a querer estos en­

cargos? ¿En qué cabeza cabe que pagara cien dólares por esos paquetes? Yo no tenía necesidad de comprar tarjetas postales...

—No. ¡Pero si no comprabas nada! Tu amigo Parker co­braba únicamente por volverte a enviar a tu domicilio los paquetes que tú le remitías.

—¡Bonito tinglado! Yo pagaba a Parker por recibir des­de París unos paquetes que estaban en mi poder... ¿Qué ob­jeto tiene todo esto?

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—Volverme loca —¿Qué dices? —Con ello pretendías, según tu amigo Parker, asustarme

para acabar separándote de mí. Rompí a reír. Era una risa de hiena, desde luego, pero

no pude hacerlo mejor. —¡Magnífico! Yo pagaba a Parker para que me enviara

unos paquetes que yo le enviaba y que en realidad iban destinados a ti, con objeto de alterar tu sistema nervioso. Después me apresuraba a interceptar los paquetes en la oficina de correos, precisamente para mantenerte al margen del tinglado. Creo que ningún millonario extravagante ha­bría concebido un sistema más tortuoso para arruinarse.

Mi mujer me dio un beso. —Yo no he creído ni una sola de las palabras de Parker,

pero me interesaba oír hasta el final sus explicaciones. Y también algo más...

Ya nada podía sorprenderme. —Sigue —dije resignado. —Parker es una mujer. Puse una conferencia a París, para hablar con Parker.

Me informaron que la señorita Parker había abandonado el hotel. Se negaron a proporcionarme otros datos.

Hablé con mi portero, y le pedí que me describiera a la señora que había dejado la nota para mí. Naturalmente ya lenía la descripción que me había hecho mi mujer y la fo­tografía que conservaba en mi poder, pero necesitaba acla­rar un detalle que mi mujer no había podido observar y que tampoco se desprendía de la fotografía.

—Era una mujer alta y morena —me dijo el portero—. Creo recordar que vestía de negro...

—¿Sacó la nota que le entregó de algún bolso? —pre­gunté.

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El portero se mostró sorprendido. —No, no... creo que no... —¿La escribió en su presencia? —No. Ahora lo recuerdo, salió del coche con la nota en

la mano. Por cierto era un coche negro con matrícula fran­cesa.

—Muchas gracias. Pero desearía saber... Naturalmente, es probable que usted no lo recuerde y tampoco tiene im­portancia, pero...

—Diga, señor. —¿La señora que trajo la nota usaba guantes? El portero reflexionó. —Sí —me dijo—. Creo que sí. Iba vestida de negro, y

tengo la impresión de que tenía puestos unos guantes... también negros.

—Gracias. Eso es todo. Era una pena que mi mujer no hubiera tomado la ma­

trícula del coche. Pero, a fin de cuentas, no me había casa­do con un policía y no le podía pedir que hiciera más de lo que había hecho. Ahora me tocaba actuar a mí.

Apenas había salido aquella mañana de casa, cuando la mujer de la fotografía me llamó desde la ventanilla de su coche, invitándome a subir. Acudí, y sin que mediara una sola palabra me encontré sentado a su lado. El coche se puso en marcha. Observé que la mujer era muy bella, iba vestida de negro y... llevaba guantes. Mantenía la mano derecha inmóvil sobre el volante.

El coche se alejaba de la ciudad, y experimenté cierta inquietud. El silencio me ponía incómodo, pero no sería yo quien hablara primero. Era ella la que me debía una expli­cación.

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El coche abandonó la carretera general y subió por una desviación hacia una casa de campo aislada en la montaña. El lugar era apacible. La casa estaba rodeada de un jardín lleno de matorrales. Parecía deshabitada. Pronto pude com­probar que, en efecto, allí no había nadie. El coche frenó entre la hojarasca, y una bandada de mirlos alzó el vuelo. Me estremecí. Entonces ella se volvió y me besó en la boca. Tenía unos labios fríos y sentí sus dientes contra los míos.

Tampoco entonces hablamos. Permanecimos en silencio, sentados dentro del automóvil. La miré de reojo, y vi que sonreía. Después abrió la portezuela y salió. La seguí.

Subimos la escalinata. La puerta estaba abierta. La em­pujó con la mano izquierda, y entramos. Era un gran salón, desordenado pero limpio, lo que le daba un aspecto todavía más inhóspito.

Se sentó ante una chimenea apagada y yo hice otro tanto. Me dijo que lamentaba no tener nada que ofrecerme para beber. Su voz era ronca y sensual.

—Comprendo que le he causado muchas molestias, y le prometo que no seguiré este absurdo juego.

—Se lo agradezco —le dije. Y mis palabras me sonaron extrañas, como si hubieran sido pronunciadas por otra per­sona.

—Usted mira mi mano derecha y sé lo que piensa. Está en lo cierto. Es artificial.

Volvió a sonreír. —También habrá adivinado que estoy enamorada de

usted. No logré precisar si hablaba en serio. —A pesar de mi mano ortopédica —añadió con eviden­

te complacencia. Se hizo un nuevo silencio.

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—En realidad, todo lo sucedido resulta trivial y rutina­rio. Me he limitado a concederle mi mano.

Me hubiera gustado reunir el valor suficiente para ha­blar: mi voz resonaba en la chimenea y eso, por estúpido que parezca, me asustaba.

—Ahora —siguió diciendo— le he traído aquí para que terminemos como dos enamorados vulgares. Deseo que me devuelva la fotografía que le envié.

La tenía en el bolsillo, y se la devolví. —Parece ser que la próxima vez tendrán que cortar hasta

el codo. Pero no tema, hemos roto nuestras relaciones y no volverá a saber de mí.

Se puso en pie. —Creo que ya no tenemos nada que decirnos. Le llevaré

a su casa. Salió, y la seguí. Una vez en el coche, volvió a besarme.

Y regresamos a la ciudad. Me dejó dos manzanas antes de llegar a casa.

—¿Es usted Parker? —pregunté cuando me disponía a separarme de ella.

—Sólo una hora de avión nos separa de París. —¿Por qué lo hizo? —Ha sido una manera como otra cualquiera de que usted

se interesase por mí. El coche arrancó. Siete días después recibí un paquete.

Contenía una cabeza de mujer en avanzado estado de des­composición.

Llevé a los policías a la casa de la montaña, y encontra­mos allí el cuerpo espantosamente mutilado. Estaba desnu­da, le faltaba la cabeza y la mano derecha.

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Sólo mi mujer me creía inocente. Incluso mi abogado pretendía hacerme pasar por un hombre que había perdido la razón. En vano les contaba, una y otra vez, la verdad.

—Por ese camino, no adelantaremos nada —me advirtió severamente el abogado defensor—. Es inútil que nos esfor­cemos en demostrar que usted no había visto antes a esa mujer, puesto que era su amante.

—¿Mi amante? —Existen numerosas pruebas, testigos y sobre todo... la

correspondencia. —¡Correspondencia! ¡Jamás he escrito una carta a esa

mujer! —Cualquier perito le demostrará lo contrario. ¿Se atre­

verá a negar que se trata de su letra? Me mostró la fotocopia de una carta escrita a mano...

por mí, en efecto. Una carta de amor. —Pero olvida un detalle —repliqué con exasperación—:

esta carta, como puec'e verse en el encabezamiento, está di­rigida a Lucía Fonte, y escrita hace cuatro años, es decir, seis meses antes de mi matrimonio.

—Precisamente me temo —dijo mi abogado— que nadie olvida «ese detalle». Más bien es usted quien parece olvidar que Lucía Fonte era la propietaria de la casa de la monta­ña, la propietaria del coche, la mujer que se hospedaba en un hotel de París haciéndose llamar Parker, su amante, su cómplice y su víctima.

De todas las sorpresas que había recibido últimamente, y no eran pocas, aquélla resultaba la mayor.

—Pero yo le comprendo —siguió diciendo mi abogado—. Lucía Fonte, al comprobar que usted no estaba dispuesto a fugarse con ella, se dedicó a hacerle chantaje, llegó inclu­so a hablar por teléfono con su mujer.

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—¡Basta ya! —exclamé—. Ahora óigame, y procure ha­cerlo poniendo en juego todo el sentido común que le quede. Primero, yo no he vuelto a ver a Lucía Fonte desde que me casé. Segundo, considero inconcebible que mi víctima me enviara un anticipo de mi crimen, o sea una porción de su propio cadáver, mientras se hacía pasar por Parker en Pa­rís. Tercero, la mujer de la mano ortopédica no era Lucía Fonte.

Mis afirmaciones no impresionaron al abogado. —Lo siento, pero nada de lo dicho sirve. Primero, usted

pretende no haber vuelto a ver a Lucía Fonte, pero en cam­bio, cuando recibe la cabeza de la mujer, en un paquete que fue enviado desde esta misma ciudad, conduce a los policías a la casa que Lucía Fonte había adquirido recientemente, y en la que usted mismo confiesa haber estado. Segundo, us­ted habla de una mano humano que afirma haber abando­nado en un vertedero. No se ha logrado encontrar ningún resto de esa prueba, y por el contrario usted había dicho con anterioridad a su mujer que el contenido del primer pa­quete era la mano de cartón de un maniquí. Por último, us­ted asegura que la víctima no era Lucía Fonte y que tenía una mano ortopédica. Al cadáver le faltaba una mano, en efecto, pero en su lugar nunca hubo una mano ortopédica, porque el apéndice había sido brutalmente cortado con un hacha.

Me encontraba indefenso y cansado. Sin embargo, empe­zaba a comprender muchas cosas y confiaba en que Parker hubiera cometido algún error.

Mientras mi abogado preparaba la defensa, yo me obsti­naba en conseguir demostrar la única hipótesis que podría salvarme en caso de verse confirmada: Parker y Lucía Fonte no eran la misma persona.

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Pedí que se realizaran investigaciones al respecto en el hotel de París. La persona que se hacía llamar Parker, in­sinuando que se trataba de un seudónimo artístico, se había presentado con la documentación de Lucía Fonte, y también había pasado la frontera con el pasaporte de Lucía. Mos­traron fotografías de Lucía Fonte a los empledos del hotel, y éstos declararon que aquélla bien podía ser la señorita Parker, aunque ninguno estaba en condiciones de afirmarlo rotundamente, ya que Parker se dejaba ver lo menos posible durante sus breves estancias y usaba grandes gafas de sol, como las actrices que viajan de incógnito. Este detalle podía ser revelador, pero mi abogado se mostró pesimista.

—En cualquier caso —dijo—, Lucía Fonte también tenía razones para pasar inadvertida.

La única prueba que encontraron en el hotel de París y que la señorita Parker «había dejado olvidada en su habita­ción», también se volvía contra mí: un árbum de fotogra­fías, en varias de las cuales estaba yo del brazo de Lucía Fonte.

—¿Y eso? ¿No resulta sospechoso? —argüí. —En París —sentenció el abogado— hemos trabajado

para el fiscal. Había otro punto que quería esclarecer. —Me gustaría que volvieran a practicar un registro mi­

nucioso en la casa de la montaña —dije al abogado. —¿Qué pretende encontrar? —No lo sé... pero bien pudiera ser... una nevera. —¿Lo suficientemente grande como para contener un

cuerpo? —Si la mano que yo recibí en el primer paquete era del

cadáver, alguien se ha preocupado de conservarlo durante el tiempo en que la comedia se ponía en marcha. Y sería tam­bién la prueba de que la mujer que se hospedaba en el

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hotel de París y con la que mi esposa habló no era Lucía Fonte, puesto que Lucía estaba ya muerta.

El abogado movió la cabeza con desaliento. —Si en la casa de la montaña hubiera una nevera de

tales dimensiones, ya la habrían descubierto. Pero, en el supuesto de que encontraran la nevera, no nos sería de gran utilidad para adelantar la fecha de la defunción.

—¡Haga lo que le digo! Busquen la nevera! Puede estar enterrada, oculta en la chimenea, pero estoy seguro de que el asesino utilizó una nevera o algo similar.

Buscaron la nevera sin resultado, y mis recursos empe­zaron a agotarse.

El abogado me trajo una carta de mi mujer. Entre otras cosas decía: «En una ocasión, arreglando tus papeles, cayó en mi poder una de las cartas que te había escrito Lucía Fonte. Sé que no debí hacerlo, pero la guardé. Creo que es una carta muy hermosa, y no hay nada en ella que deba avergonzarte. Pero lo importante es que ahora podía sernos de utilidad. Me dijiste que te habías deshecho del contenido del segundo paquete, tirando las postales a la alcantarilla. En cada postal, alguien había escrito tu nombre a mano. He pensado que el desconocido al cual enviaste, en un prin­cipio, el paquete podía haber conservado por curiosidad al­guna de las tarjetas. ¿Recuerdas las señas de aquel hombre? Sería interesante comparar la caligrafía de las postales con la carta de Lucía Fonte.»

No recordaba las señas, pero sí la localidad y el apellido. Bastaría con consultar cualquier guía telefónica.

En efecto, el hombre en cuestión había conservado algu­nas tarjetas en su poder. Al parecer, porque las chicas que venían fotografiadas le gustaban. El resultado de esta ges-

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tión me dejó bastante perplejo: Lucía Fonte había escrito mi nombre en las postales con su puño y letra. ¡Doscientas postales! ¿Qué le habría impulsado a hacer aquello?

Escribí a mi mujer: «Amor mío: quiero por esta vez dejar de lado este lío infernal en el que me veo envuelto, para darte una explicación que te debo. Todos los perió­dicos hablan de mi aventura amorosa con Lucía, e incluso alguno de ellos ha reproducido una de mis cartas en la que hago alusión a la "inolvidable semana que pasamos juntos". No me dices nada, pero todo esto debe hacerte daño. Pues bien, te conocí hace casi cuatro años y llevamos casados más de tres y medio. La "inolvidable semana" que pasé con Lu­cía Fonte data de hace cinco años, y a esa "inolvidable semana" se reduce toda la historia amorosa con Lucía. Después, no la he vuelto a ver nunca más. Y esto te lo juro por lo más sagrado. Aunque sé que no es necesario, y me crees. La conocí en una cafetería, siete días antes de que se fuera a vivir a París. Luego intercambiamos una docena de cartas, y la correspondencia cesó definitivamente cuando te conocí. Te preguntarás si estaba realmente dispuesto a casarme con ella, como afirmo en alguna de mis cartas. Ni yo mismo lo sé. Lucía era una chica alegre y misteriosa, supuse que tenía un amante rico. Aunque ella siempre dijo que se iba a París para vivir independiente con una amiga.»

Al llegar a este punto, me detuve. Ni siquiera pensé en reanudar al carta. Sería difícil saber quién era la amiga con la que Lucía Fonte había vivido en París hacía cuatro años, pero se imponía averiguarlo. No contaba con ningún indi­cio que pudiera orientar la investigación, ya que enviaba mis cartas a Lista de Correos.

—Su misión de ahora en adelante —dije a mi abogado— se limitará a aplazar el juicio lo más posible. Necesito tiem­po, mucho tiempo.

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Demasiado tiempo. El juicio empezó, y las investigacio­nes que mi mujer había encargado a una agencia de detec­tives fracasaron. El fiscal era un hombre brillante, y yo me dejaba conducir sin resistencia hacia un final que cada vez se me antojaba, paradójicamente, menos atroz.

Muchas personas se apiadaban de mi mujer, y le envia­ban regalos. Recibió un enorme ramo de flores, y una carta escrita a máquina: «Estoy al corriente de los intentos lle­vados a cabo por la defensa para averiguar el nombre de la mujer con la que Lucía Fonte vivía. Tampoco ignoro que dicho dato puede influir decisivamente en la marcha del proceso. Por eso me veo en el deber de informarles, aunque no revelaré mi identidad. La amiga de Lucía Fonte se llama Ester Casino, y sólo una persona, el doctor Barre de París, puede conocer su paradero.»

La marcha inexorable hacia mi muerte se vio, al menos provisionalmente, interrumpida, y la esperanza, en la medi­da en que todavía me restaban energías, renació. Era preci­so esperar el testimonio del doctor Barre.

Sin embargo, tenía la sospecha de que aquella era una maniobra más de Parker para empujarme definitivamente hacia mi perdición.

El doctor Barre declaró que, en efecto, Ester Casino era paciente suya. Afirmó no conocer a Lucía Fonte, y que también ignoraba si había existido alguna relación entre las dos mujeres. En cuanto al actual paradero de la señorita Casino, nada podía decir, puesto que hacía casi dos meses que no la veía.

—¿No la visitó usted nunca en su domicilio? —preguntó mi abogado.

—La señorita Casino fue mi paciente durante el tiempo en que estuvo internada en el hospital —contestó el doctor.

—¿Cuál era la naturaleza de la enfermedad que padecía?

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—Leucemia. En la sala se hizo el silencio. —¿Le fue practicada a la señorita Casino alguna...

amputación? —preguntó mi abogado. La respuesta fue ne­gativa.

—La ciencia ya nada podía hacer para salvar a mi pa­ciente —dijo el médico.

—¿Conocía ella su diagnóstico, doctor? —Hacía seis años que la señorita Casino sabía la verdad.

Precisamente por aquella época, y a raíz de una visita a Lourdes, Ester Casino había experimentado una mejoría que fue calificada de milagrosa y su caso originó innumera­bles reportajes sensacionalistas. Desgraciadamente, la últi­ma recaída no dejaba lugar a ninguna esperanza... cien­tífica.

—¿Por qué entonces abandonó el hospital? —Ese fue su deseo. Al parecer, quería hacer una visita a

Lourdes. Y, creo recordar, que también proyectaba irse a Suiza.

—¿Cuánto tiempo le quedaba de vida? —No puedo responder a esa pregunta. Podía vivir meses.

Quizá un año más. Lo único que afirmo es que, de no me­diar un auténtico milagro, el desenlace era fatal.

—¿Estaba la señorita Casino en condiciones de viajar sola?

—No era en modo alguno aconsejable, pero en el mo­mento de abandonar el hospital sí lo estaba.

El fiscal se negó a preguntar al testigo, y acusó a la de­fensa de haber recurrido a una maquinación sin sentido con el único objeto de ganar tiempo.

—Nada nos hace suponer —dijo el fiscal— que Ester Casino haya conocido a Lucía Fonte. La actuación de la defensa es gratuita y la amable intervención del doctor Ba-

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rre resulta a todas luces injustificada. Reconozco no obs­tante la habilidad de la defesa al intentar desviar la atención del caso que nos ocupa, sugiriendo la posibilidad de que exista en alguna parte una persona, con las horas contadas, que puede llevarse a la tumba un hipotético secreto. La ar­gucia, inútil y desesperada, no debe atrasar la acción de la justicia.

Mi mujer movilizó a varias agencias de detectives en un angustioso intento de localizar a Ester Casino. Hasta el mo­mento aquella mujer había conseguido hacerme compartir su propia agonía. ¿Se había propuesto arrastrarme hasta el final? La imaginaba en la casa de la montaña, al lado de la chimenea, diciéndome: «Le he invitado simplemente a un largo y maravilloso viaje de novios». Me hallaba en poder de un maléfico destino llamado Parker, y de él vendría todo lo malo y lo bueno que ya podía esperar.

Se había iniciado la última sesión de mi proceso, cuando el abogado defensor se levantó muy excitado y se acercó a la mesa del juez. Le entregó un telegrama que acababa de recibir. Entre mi abogado y el fiscal se entabló una viva discusión. El juez reclamó silencio. Y anunció que la sesión se reanudaría dentro de dos horas. Era tanta la expectación, que los asistentes al juicio no abandonaron sus sitios. Mi abogado me dijo balbuceante:

—Parker anuncia que dentro de dos horas estará aquí. Sin darme cuenta de lo que hacía, grité a mi mujer: —¡Júrame que no has puesto este telegrama!

Y ella contestó en seguida, también a gritos: —¡No he hecho nada, nada! ¡Te lo juro! Me sujetaron temiendo que fuera a desplomarme, y oí

la voz del abogado defensor que me decía:

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—No debemos hacernos demasiadas ilusiones, puede que se trate de una broma de mal gusto...

La reconocí nada más entrar. Estaba pálida y muy del­gada, llevaba puestos un par de guantes negros. Cuando se hubo sentado, se los quitó. Tenía dos manos. Ninguna de las dos era artificial.

—Señorita Parker —dijo el juez—. ¿Cuál es su verdadero nombre?

Y volví a oír su voz inconfundible: —Me llamo Lucía Fonte, señoría. —¿Quiere repetirlo? —dijo el juez. —Yo soy Lucía Fonte. —¡Miente, señoría! —exclamé sin poder reprimirme por

más tiempo. El juez reclamó silencio. Le tocaba el turno al abogado

defensor. Antes de comenzar el interrogatorio, me pre­guntó:

—¿Es Lucía Fonte? —No —contesté rotundamente. Estaba dispuesto a que

finalizara de una vez por todas la comedia. —Señorita Parker —dijo mi abogado—. La vida de un

hombre está en juego. Sabemos que se halla en poder de un pasaporte falso y que su verdadero nombre es Ester Casino. Sabemos que Lucía Fonte murió asesinada en la casa que tenía en la montaña. Sabemos que usted...

Ella me miraba a mí, yo era el único en la sala que no me atrevía a mirarla a ella.

—Ustedes no saben nada —dijo Parker—. Ustedes se han limitado a participar en un baile, del que yo soy la organi­zadora y la invitada de honor.

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Y Parker hizo el siguiente relato:

—Yo soy Lucía Fonte, y desde que era una niña todo el mundo ha bailado para mí. Los hombres más inteligentes y las mujeres más hermosas. He conseguido cuanto me he propuesto. Incluso a Ester Casino. Vi su fotografía en la portada de una revista, cuando se había convertido en el personaje del día: la joven que milagrosamente había ven­cido a la leucemia. Era muy bella, y su enfermedad latente la embellecía todavía más. Los hombres perdían la cabeza por ella, y también el dinero. Los hombres suelen ser bue­nos perdedores, y las mujeres prefieren al ganador. Ella de­cidió dejarlo todo y vivir conmigo en París. Tuvo una última aventura, precisamente en esta ciudad. Una aventura amo­rosa que duró una semana, y en la que ella ocultó su verda­dera identidad. Me dijo que lo había hecho porque no que­ría ser reconocida como la muchacha enferma de las revis­tas. En realidad, lo hizo inconscientemente porque sabía que «su» aventura no le pertenecía, y dio mi nombre porque «su» aventura me pertenecía ya a mí. El hombre que se sienta en el banquillo me ha amado a través de la presencia física de Ester Casino, y ha prolongado su idilio por medio de la correspondencia que ustedes conocen. Sus cartas es­taban dirigidas a mí, y por tanto era yo quien las contes­taba. Hasta que un día él dejó de escribir. Así lo hago constar, y confieso que me hirió en mi amor propio. Pero lo atribuí a que él nunca me había conocido, y no descarté la idea de algún día llegarle a conocer. Como saben por el doctor Barre, Ester Casino empeoraba lenta pero inevita­blemente. El internarla en un hospital resultó una medida inútil. Aquella vez no tenía remedio.

Parker guardó silencio. Después se volvió hacia mí y sin dejar de mirarme prosiguió:

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—Frecuentemente me pedía que te escribiese, al menos una postal. Intenté hacerlo en varias ocasiones. Ponía tu nombre, y luego dejaba la postal en blanco. Nada de lo que tenía que decirte cabía allí. Y además, yo estaba... celosa.

Esta revelación no provocó ningún rumor en la sala, pues todos se mantenían petrificados como si se hallaran en presencia de la Medusa.

—Vine, y compré la casa de la montaña —siguió dicien­do Parker—. Lo hice de acuerdo con Ester, y aquella era una casa apropiada para nuestros propósitos. En cierta oca­sión había hecho una promesa a mi amiga, y se acercaba el momento de cumplirla. Como ven, la verdad es muy sen­cilla. Mi amiga, es decir Ester, no quería... no quería ser enterrada. Y tampoco quería que nadie, excepto yo, tocase su cadáver. El yacer bajo tierra o el que los demás llegaran a verla muerta le horrorizaba más que el hecho de morir. Creo que es comprensible. Por ello le prometí que haría lo que me pidiera, y me pidió que... la quemara y esparciera sus cenizas por el monte.

—¡Dios santo! —exclamó el juez—. ¿Se prestó usted a hacer semejante barbaridad?

—Por Ester Casino —replicó Parker— incluso su señoría hubiera hecho las mayores barbaridades.

La consecuencia inmediata de estas palabras fue una car­cajada unánime, y una multa. Después de la interrupción, Parker continuó hablando:

—Ester Casino no llegó a ver la casa de la montaña. Se me murió en el coche, cuando acabábamos de pasar la fron­tera. Me fue relativamente fácil arrastrarla hasta el interior de la casa, porque su cadáver pesaba poco. La dejé en el suelo, junto a la chimenea. Todo estaba previsto. Sabía que me resultaría imposible quemarla entera. De todas for-

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mas, había elegido un lugar tranquilo. Podía tomarme el tiempo que hiciera falta. Nadie me molestaría. ¿Es necesa­rio que cuente los detalles?

—Es necesario que cuente todo —dijo mi abogado. —Lo sucedido después «también es muy simple». Con

los datos que ustedes conocen, pueden fácilmente imagi­narlo. Al amanecer, tenía preparada una pequeña pira, con objeto de quemar la mano.

—¿Le había usted cortado una mano al cadáver? —pre­guntó el juez.

—Por algún sitio debía empezar, señoría —dijo Par­ker—. Pero entonces comprendí que lo que pretendía hacer era imposible. Al menos, no podría realizarlo yo sola. Nun­ca debí prometerle a Ester algo para lo que me faltaban medios. Y, por qué no decirlo, también valor. He de con­fesar que me encontraba aturdida. Y me irritaba pensar que «él» permanecía indiferente a todo esto.

La mirada que me dirigió ponía en evidencia que «él» era yo.

—Fui a la ciudad en el coche, y desempeñando el papel de ama de casa, compré en diferentes sitios varias barras de hielo. Realicé dos viajes, para transportar en el portaequi­pajes mi adquisición. Subí el cadáver a la segunda planta, y dispuse las barras de manera que protegieran el cuerpo. Luego volví a París en el avión de la tarde. Y desde allí en­vié el primer paquete, conteniendo la mano derecha de Ester. Me encontraba muy excitada, y traté de calmarme paseando. Entonces empecé a comprar tarjetas postales, sin saber exactamente por qué lo hacía. Sólo más tarde pensé que Ester me había pedido que enviara una tarjeta a «nues­tro» amante, y en vista de ello compré doscientas. En cada una de ellas escribí el nombre del destinatario. Fue como un juego, y me llevó bastante tiempo. Empaqueté las postales.

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y las envié por correo urgente. Después se me ocurrió que aquello no era suficiente. Y preparé un tercer paquete con el vestido que Ester tenía puesto cuando murió y una foto­grafía mía. No me importaban las consecuencias, deseaba comunicarle a este hombre que algo terrible estaba ocu­rriendo, algo a lo que él no era ajeno y... yo tampoco. No sé si me comprenden. Yo quería... responsabilizarle. Ha­cerle comprender que no puede amarse a una mujer impu­nemente, sin quedar para siempre comprometido.

Hizo una pausa, y diríase que el auditorio estaba plena­mente convencido de que Parker había obrado consecuen-i emente.

—Volví a la casa de la montaña y cambié el hielo al ca­dáver. Pasé la noche en un hotel de la ciudad. Y por la ma­ñana, aparqué el coche frente a la casa del hombre y esperé. Al cabo de dos horas salió con un paquete en la mano. Supe que era él porque le había visto en las fotografías que Hster guardaba en su álbum. Pero aunque no conociera su aspecto físico, también habría sabido que era «él». Le se­guí. Era domingo y las calles de la ciudad estaban vacías. Caminó durante una media hora, y llegó a un vertedero. Bajó por un terraplén hasta un montón de basuras. Dejó caer el paquete que llevaba, y después lo empujó con el pie. I -uego abandonó el lugar. Salí del coche y recogí el paquete. Aquel mismo día volvía a París sólo para enviar de nuevo la mano de Ester. Confieso que me llevé una sorpresa al com­probar que el hombre había dejado en el vertedero... ¡una tortuga! Por primera vez en mi vida, alguien conseguía des­concertarme. Le odié con todas mis fuerzas. Y por la noche no pude dormir. El día transcurrió sin que yo saliera de la habitación del hotel. Y la siguiente noche también. Espera­ba que de alguna manera el hombre tratara de ponerse en contacto conmigo. En todos mis envíos había hecho cons-

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tar el remite. El silencio me sacaba de quicio. Tenía la sen­sación de que algo me había fallado. Esta vez no bailaban para mí. Decidí forzar la reacción, y puse un telegrama. Un telegrama absurdo, desde luego. Donde anunciaba el envío de un... antebrazo. Quizá había descubierto la fórmula ideal para desembarazarme del cadáver. Pero no era aquel mi objetivo. La verdad es que el hombre me interesaba, me interesaba aunque se hubiera burlado de mí. Le remití por correo urgente su tortuga. Y yo también volví a su encuen­tro, con la esperanza de tener una ocasión para explicarle lo sucedido. Después de todo, se había hecho merecedor de mi confianza, ¿no?

Parecía esperar que alguien contestara a su pregunta, pero nadie contestó.

—Cuando le seguí hasta la oficina de correos, pude com­probar que también le seguía otra mujer. Supuse que era su esposa, y estaba en lo cierto. No me importó. Por el con­trario, tuve la satisfacción de ver que el mecanismo se ha­bía puesto en marcha. No me detuve a preguntarme adonde conduciría todo aquello. Me bastaba con la agitación que había provcado, y que era un tributo a la memoria de Ester y a mi propia personalidad. Le vi entrar en la comisaría, y esto me decepcionó. Más aún. Me llenó de indignación. Como ven, la explicación es sencilla. Volví a su casa y le dejé una nota que redacté apresuradamente en el coche. Era una nota amenazadora, en la que le decía que de todas las maneras tendría el antebrazo. En realidad, tuve miedo de las complicaciones. Y me marché a París. Podía haberme ocultado en cualquier parte, pero no había perdido la espe­ranza de que él me telefoneara. Fue ella la que telefoneó. Mentí. Dije que su marido me pagaba por colaborar con él en un plan para hacerla enloquecer. No me creyó. Simuló creerme, pero no me creyó. Y juzgué que Ester y yo mere-

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ciamos una mayor consideración. También es cierto que me sentía cada vez más interesada por conocer a este hombre. Pero entonces no podía imaginar la verdad. La más espan­tosa y simple revelación de toda esta historia.

—¿Qué revelación? —preguntó el juez con impaciencia.

—Sólo me di cuenta después de mi entrevista con «él». Fui a buscarle, y le llevé hasta la casa de la montaña. En el segundo piso, el cadáver de Ester había entrado ya en una fase avanzada de descomposición, sin que yo hiciera nada por evitarlo. Esta era una de las razones por la que debía obrar rápidamente. Mi intenció al llevarle a la casa no era culparle de un crimen inexistente, sino explicarle la situación y pedirle ayuda. Y fue precisamente allí, mientras hablábamos, cuando me di cuenta. Fue una revelación bru­tal y «simple».

Se calló, y mi abogado intervino:

—Diga usted al señor juez y a los señores de la sala cuál fue esa espantosa revelación.

—Este hombre —dijo Parker, refiriéndose naturalmente a mí—. Este hombre, con el que Ester Casino había mante­nido relaciones sexuales, con el que yo había intercambiado cartas de amor. Este hombre, del que yo había estado celo­sa, a quien yo había llegado a odiar y posiblemente... a amar. Este hombre, al que yo estaba a punto de convertir en mi cómplice, en el que había invertido toda mi obra, en el que había depositado la memoria de mi amiga...

—Finalice —ordenó el juez.

—La revelación fue tremenda, todos mis esfuerzos habían caído en el vacío: porque este hombre, señoría, era un... idiota.

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El juez tuvo que imponer orden en la sala por tres veces.

—Un idiota integral, señoría —dijo Parker—. No se dis­tinguía en nada de los demás. Era un auténtico fraude. Me sentí engañada, humillada. Y decidí hundirlo. Entonces supe que podía hacerlo bailar, y me dispuse a conseguirlo. Era preciso que bailase más que ninguno. Que bailase delante de todo el mundo, hasta quedar aniquilado. Le pedí que me devolviera mi fotografía, y así lo hizo. Fue muy sencillo. El resto lo conocen ustedes tan bien como yo. Puesto que desde aquel momento todos no han hecho otra cosa sino bailar para mí. Y, sin mi intervención, hubiera seguido bai­lando hasta el final.

—¿Envió usted el anónimo con el ramo de flores?

—Sí, y lo hice porque no soy egoísta. La historia de amor de este hombre con Lucía Ponte tuvo en los periódicos el eco que se merecía. Comprendí, sin embargo, que no había hecho nada por Ester Casino, y decidí legarle, como postu­mo regalo... esa historia de amor. Por eso proporcioné la pista del doctor Barre. Pero el doctor Barre me falló. Por­que ustedes se limitaron a preguntarle si me conocía o si... me había amputado una mano. Y no hicieron lo más «sim­ple», preguntarle si había visto alguna vez a la mujer de las fotografías. El doctor Barre hubiera atestiguado que aque­lla mujer era precisamente su paciente: Ester Casino. Eso hubiera hastado para honrar la memoria de Ester. No bas­tó, y por eso estoy aquí.

—Y ahora, señorita Parker —dijo el juez—, le toca bailar a usted.

A lo largo de la narración, no he mencionado ni una sola vez mi nombre. Este no consta en ningún anuario telefónico

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ni profesional. También he dejado mi trabajo, y me he ido a otra ciudad. Al menos, estoy seguro de no volver a recibir paquetes. Nunca sabrán mi dirección. Vivo en cualquier piso de cualquier casa. Solo. Desde que mi mujer se fugó con Parker.

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DESEMBARAZARSE DE CRISANTEMO

Hacía tres meses que había emprendido aquel floreciente negocio, cuando recibí la visita de un joven que me dijo:

—Quisiera hablar con usted sobre unos libros que mi padre le adquirió antes de morir.

Le hice pasar, le ofrecí coñac y un cigarro puro. No bebía y tampoco fumaba. Sonreía constantemente, y la son­risa contrastaba con el traje de luto.

—Verá usted —me dijo—. A los cuatro días de morir mi padre, recibí un paquete contra reembolso a su nombre. Pagué el importe y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que el paquete contenía... libros.

—¿Tan extraño resultaba que su padre hubiera compra­do un lote de libros antes de morir? —pregunté, mientras me servía una copa de coñac y encendía un puro.

—Desde luego —dijo él—, la adquisición de un lote de libros me revelaba un aspecto inédito del carácter de mi padre...

—¿No acostumbraba a leer?

—No tenía esa costumbre. Aunque he de confesarle que los títulos de los libros que le compró mi padre resultaban muy sugerentes. Entre otros, un manual de gimnasia sueca,

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un diccionario de la lengua castellana y un libro de cocina para vegetarianos.

—Realmente se trata de un pedido pintoresco —concedí. —Muy pintoresco. Esta es la razón por la que he apro­

vechado mi viaje a la ciudad para visitarle. Compréndame, es lógico que sienta curiosidad por tratar de conocer la ex­plicación de este último deseo de papá.

—Es natural. —Y también me gustaría saber si usted puede informar­

me cuándo le hizo el pedido mi padre. —Consultaré el fichero, aunque le prevengo que no será

fácil precisarlo. Recibo numerosos pedidos, y más bien ten­go tendencia a atrasarme en los envíos...

—¿Atrasarse? ¿Un mes? ¿Dos? —No siempre, pero a veces... —¿Dos meses? —No es corriente, desde luego. —Le pregunto esto porque si hace dos meses que mi

padre solicitó el envío de los libros bien pudiera ser que lo hubiese hecho verbalmente, durante su última estancia en la ciudad.

—Es posible, aunque no puedo asegurárselo. —Si hubiera visto a mi padre no tendría dificultad en re­

cordarlo. Imagino, al menos, que el apellido le sonará: Cri­santemo. Es un curioso apellido que no se olvida fácilmente. Mi padre era José Crisantemo, yo soy Emilio, su único hijo.

—¿Crisantemo? ¿Un hombre de unos setenta años? —Exactamente. Con el pelo gris, los pómulos muy sa­

lientes, la nariz aguileña y los ojos claros, muy claros. —Pelo gris —repetí—, nariz aguileña y ojos claros... Cri­

santemo... ¡Lo recuerdo! En efecto, hará unos dos meses.

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Sí, sí. Lamento haber tardado tanto en servirle el pedido. Recuerdo a su padre perfectamente.

—Lo cual no deja de ser extraño —replicó Emilio Cri­santemo—, porque mi padre nunca vino a la ciudad.

Apagué el puro, y dije: —Sin embargo, usted me aseguró que había venido... —Se lo aseguré, sí. Pero no vino. —¿No vino? En ese caso, debe tratarse de otra persona.

Es indudable que confundo a su padre con otra persona. ¡Me es imposible recordar a todos mis clientes!

—Lo supongo. Tiene usted un negocio bien organizado, y muy próspero. Nunca hubiera sospechado hasta qué punto podía resultar lucrativo vender libros en este país. Compar­tía la idea, bastante generalizada, de que aquí nadie lee.

—Puede que no lean —comenté riendo—, pero compran libros.

—Se trata ante todo de localizar a los clientes —dijo él. —Es esencial. —Y usted ha descubierto una clientela segura, y siempre

renovada. Una clientela que se interesa por toda clase de libros, desde los manuales de gimnasia sueca hasta la histo­ria del arte egipcio en diez tomos.

—Creo que sé desenvolverme bien —dije fingiendo mo­destia.

—También lo creo yo, y esta es la razón por la que he decidido ser su socio.

—Lo siento ¿repliqué—, pero no necesito ninguna apor­tación de capital.

—Oh, no. No aportaré ningún capital. Difícilmente po­dría hacerlo, puesto que mi papá no me ha dejado ni un céntimo. Yo no le propongo aportar capital, sino compartir los beneficios.

—¿Se burla de mí?

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—Le estoy proponiendo la única fórmula posible para que su negocio tenga... continuidad.

—Es comprensible que al morir su padre usted desee en­contrar un buen trabajo en la ciudad —dije—, pero debie­ra obrar con mayor sensatez. No es esta la manera de pedir un empleo, y por otra parte, me basto a mí mismo, no pue­do emplearle.

Me puse en pie, pero hizo que volviera a sentarme con un ademán.

—Como le dije —habló—, me sorprendió que mi padre hubiera comprado un lote de libros. Sobre todo ese manual de gimnasia sueca provocó mi hilaridad, aunque no era aquel el momento más oportuno para reír.

—Lo imagino. —Sin embargo, durante una de las misas celebradas a la

memoria de papá tuve que contener las carcajadas, y simulé que sollozaba.

—Muy ingenioso. —Porque resultaba verdaderamente gracioso que mi pa­

dre, paralítico desde hacía cinco años, se interesase por la gimnasia...

Rompió a reír. —Si estaba forzado a permanecer inmóvil —argumenté

yo—, resulta bastante lógico que compara algunos libros para pasar el rato.

—Además de paralítico —dijo Emilio Crisantemo— papá era ciego.

—En ese caso, no hay alternativa, he enviado el paquete de libros a su padre por error.

—Usted sabe tan bien como yo que no hay error —dijo—. El nombre y dirección de mi padre constaba en la esquela que publicaron los periódicos. ¿Está usted abonado a todos los periódicos del país?

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Asentí. —El negocio ha sido concebido muy inteligentemente, y

podemos pensar con optimismo en nuestro porvenir —dijo—. La gente no ha adquirido la costumbre de leer, pero no pierde la costumbre de morirse. Evidentemente, los muertos son unos clientes seguros y poco exigentes. Y las familias de los difuntos suelen estar atareadas y preocu­padas.

—Siempre pagan, y se quedan con el paquete —procla­mé yo con orgullo.

—En ocasiones lo harán por sentimentalismo: «Pobre-cito», pensarán, «este fue su último deseo». En otros casos, sentirán curiosidad. En la mayoría eliminarán complicacio­nes, porque el importe del pedido nunca es excesivo.

—Lo tengo calculado. —¿Y los libros? —¿Quiere usted visitar mi almacén? —Desde luego, debo empezar cuanto antes a ponerme al

corriente. —Lo he instalado en el sótano. —¿Tanta mercancía tiene en depósito? —Procuro que nunca falte. —¿Elige los títulos? ¿O tiene preferencia por determina­

dos autores? —El trabajo de selección no me preocupa demasiado

—dije con sinceridad—. Compro al peso. —¡Magnífico! ¡Magnífico! —exclamó efusivamente Emi­

lio Crisantemo.

Encontré el libro entre las últimas adquisiciones. Su títu­lo me llamó la atención: «Magia africana para influir so­bre los acontecimientos, las personas y las cosas». El con­tenido resultó interesante.

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Desde que Emilio Crisantemo se había convertido en mi socio, busqué sin cesar la manera de desembarazarme de él. Descarté el asesinato por ética profesional, y sin em­bargo, comprendía que sólo la muerte podría librarme de mi colaborador, ya que nos unían lazos más indestructibles que los del matrimonio.

Cada vez se volvía más insoportable y exigente. Yo iba al mercado de los libros viejos todos los domingos, yo pre­paraba los paquetes, yo los llevaba a las diferentes estafe­tas de correos y él se limitaba a leer las esquelas del perió­dico que yo le llevaba cada mañana a la cama, con el des­ayuno. Además el negocio empezaba a declinar, porque yo lógicamente trabajaba con menos ilusión.

Me había levantado, como todos los días, a las seis de la mañana y había bajado al almacén para empaquetar. Emilio Crisantemo dormía. Aproveché aquellos momentos para hojear el libro de magia africana, y me detuve espe­cialmente en el capítulo titulado: «Cómo perjudicar a las personas a quienes no se quiere bien». Los venenos pre­parados con plantas exóticas no me eran de ninguna utili­dad, pues a Crisantemo no le gustaba la verdura. En cam­bio me interesé por los procedimientos «para transformar a los amigos y esposas infieles en animales salvajes o domés­ticos». Existía una advertencia preliminar en la que se de­cía: «Cada persona tiene propensión, desde su nacimiento, a convertirse en un animal diferente. Es conveniente, antes de iniciar los sortilegios, concretar la clase de animal ade­cuado en cada caso. Resulta obvio señalar que una mujer lúbrica e incestuosa, por ejemplo, se metamorfoseará más fácilmente en un macho cabrío que en una anguila, aun siendo éste un animal que vive en el fango. Las transfor­maciones que estadísticamente obtienen mayor éxito suelen

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ser aquellas que convierten a los hombres plácidos y con­tentos de sí mismos en cerdos».

A partir de aquel momento me esforcé en averiguar qué clase de animal correspondía a la personalidad de Emilio Crisantemo. Para ello, observaba los movimientos y reac­ciones de mi socio, y anotaba sus palabras, cuando consi­deraba que éstas podrían serme de alguna utilidad. Así, en una ocasión dijo: «Mi padre tenía un perro lobo llamado Alfredo». También dijo: «Las mariposas son inútiles, pre­fiero los sellos de Correos». Y también: «Hoy te he visto llegar del mercado, y venías cargado como un asno». Pero Emilio Crisantemo no era un lobo, ni una mariposa, ni un asno: era una jirafa. Lo comprendí cuando me dijo: «Los seres humanos estamos ante una tapia, y no conseguimos ver lo que hay detrás». Un hombre que tiene curiosidad por saber lo que hay detrás de una tapia, estira el cuello. Un hombre que estira el cuello, tiene tendencia a convertirse en una jirafa. Emilio Crisantemo estiraba con frecuencia el cuello, era en él un ademán instintivo y revelador: cuando se afeitaba ante el espejo, cuando se hacía el nudo de la corbata, cuando se disponía a estornudar y cuando boste­zaba.

Ahora se trataba tan sólo de contribuir con un poco de magia africana a estimular en Emilio Crisantemo esta natu­ral tendencia a convertirse en jirafa.

Las dificultades eran mayores de las previstas por mí, a pesar de que la primera fase de la operación me hizo conce­bir la posibilidad de una metamorfosis rápida. Le había preparado una sopa, según las indicaciones del libro, con el hígado de un perro vagabundo, dos pétalos de lirio, carne de hoja de palmera, cincuenta y tres gotas de vitamina A, una cebolla, cinco renacuajos y agua abundante de la pis-

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ciña municipal. Los efectos no se hicieron esperar. Al día siguiente, síntoma inequívoco, Crisantemo amaneció com­pletamente amarillo. El doctor diagnosticó ictericia, y me sentí bastante decepcionado cuando, al cabo de una semana de reposo y tratamiento, mi socio recobró su color normal. Estaba de muy buen humor, y me dijo:

—Tenemos una profesión privilegiada, y trascendente. Vender libros a los muertos es una ocupación que enaltece.

En el transcurso de aquella semana, me sorprendió en dos o tres ocasiones haciéndole los indispensables pases magné­ticos mientras dormía. Me disculpé diciendo que estaba es­pantando los mosquitos. Ante todo, trataba de evitar que pudiera concebir la más mínima sospecha. Me rogó que dejara en paz a los mosquitos, pues le había despertado.

—Además —dijo—, a mí no me pican. Tengo la piel muy dura.

«Piel dura, de jirafa», pensé con optimismo. Y me puse muy contento cuando un día vi en su frente un cuerno inci­piente. Mis esperanzas se desvanecieron, sin embargo, por­que Crisantemo me explicó que se había dado un golpe con­tra la puerta.

—¿Estás seguro? —repliqué con reticencia. —¡Caramba! ¿No ves el chichón? —¿Y si no fuera un chichón? —sugerí cautamente. —¿Qué diablos va a ser, entonces? Me libré muy bien de revelarle mis suposiciones. Sabía

que Emilio Crisantemo, a pesar de ser un hombre listo, distaba mucho de imaginar mis propósitos. Esta convicción me permitía desenvolverme con toda tranquilidad. Natural­mente, tampoco abandonaba el aspecto psicológico, que era muy importante, y le hacía sugerencias que encauzaran su

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pensamiento hasta conseguir crearle un favorable estado de autosugestión. Por ejemplo, no perdía la ocasión de ofre­cerle un puro, sabiendo que él lo rechazaría.

—Ya te he dicho que no fumo. Y entonces yo dejaba caer, de pasada: —Tampoco fuman las jirafas. Lo decía a media voz, de manera que él rara vez me oía,

y si me preguntaba: «¿Qué dices?», yo me apresuraba a hablar de otra cuestión.

El día de su cumpleaños le regalé una corbata amarilla con lunares negros. No le gustó. Pero se la puso por deli­cadeza, y al cabo de un mes conseguí que usara calcetines amarillos, que con el traje negro y la corbata le daban todo el aspecto de una jirafa.

No me recataba en decírselo: —Pareces una jirafa. —¡Diablos! ¿Una jirafa? —¿No te gusta? —preguntaba yo, y añadía—: ¡Quién

pudiera ser una jirafa! Con el pretexto de regalarle una camisa, medí la longitud

de su cuello, y al cabo de dos semanas volví a hacerlo, com­probando con satisfacción que el cuello de mi socio medía tres milímetros más.

Desde luego, había adquirido una visión realista de mis posibilidades y contaba ya con invertir tres o cuatro años en la labor de convertir a Crisantemo en jirafa. Lo impor­tante, ya lo decía el libro, era no desistir en el empeño y aplicarse con paciencia y meticulosidad.

Estaba resignado a este proceso lento, y por tanto la brutal revelación que supuso lo acontecido el dos de di­ciembre me sorprendió tanto como pueda sorprenderles a ustedes.

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Me había despertado temprano, como de costumbre, y antes de bajar al almacén entré en la habitación de mi socio para practicarle los cotidianos pases magnéticos. Suponía que estaba dormido, y me extrañó descubrir la cama vacía. Encima de la almohada encontré esta nota:

«Estimado colega: hacía tiempo que venía experimen­tando un extraño cambio, tanto psíquico como biológico. No te había comunicado nada al respecto para no alar­marte, y porque tenía la esperanza de que solamente fuesen sensaciones subjetivas debidas al exceso de trabajo. Pero esta noche he podido darme cuenta, sin lugar a dudas, que mis temores estaban fundados: me estoy convirtiendo en una jirafa. Te parecerá extraño, y puede que nunca llegues a dar crédito a mis palabras. Sin embargo, mientras te es­cribo estas líneas, mi cuello crece desmesuradamente y mis dedos se van a convertir, de un momento a otro, en pezuñas. Ignoro si tendré tiempo de pasar la frontera, como es mi propósito, para ingresar en algún parque zoológico del ex­tranjero, donde nadie pueda reconocerme. No soportaría la sensación de ridículo que supone tener que dar explicaciones sobre mi embarazosa transformación. Por otra parte, no deseo dar lugar a un escándalo en la vía pública y prefiero entregarme por mis propios medios. Salgo corriendo. Sólo me resta agradecerte todo lo que has hecho por mí, mi pro­pio papá no se hubiera ocupado más certeramente de mi porvenir. Adiós. Firmado: Emilio Crisantemo.»

No lo esperaba, la verdad. Confiaba en la eficacia de la fórmula, desde luego. Pero no esperaba que sucediera tan bruscamente. A fin de cuentas, soy un honrado comercian­te y no estoy acostumbrado a estos prodigios de la magia africana, ya que he viajado poco. De todas formas, lo hecho, hecho está, y, puesto que así lo quise, no tengo derecho a

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quejarme, aunque me gustaría saber para qué diablos que­rría Emilio Crisantemo, una vez convertido en jirafa, la cajita donde yo guardaba mis ahorros, fruto de años de Irabajo, empaquetando y vendiendo libros, con el noble designio de elevar el nivel cultural de todos los muertos de este país.

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EL CADÁVER PARLANCHÍN

Murió a las ocho de la tarde. Aquella noche estuve un i alo velando el cadáver y luego me fui a mi cuarto a dor­mir. La había colocado en el sofá del comedor, porque era más lógico reservar la cama para los vivos, y el único vivo que quedaba en la casa era yo.

Antes de sumirme en un sueño profundo, pensé en ella. I .uego en nada. Y, de pronto, me desperté con la sensación de que alguien me había llamado. No me llamaba nadie, pero acerté a oír un estertor. Como provenía del lugar donde estaba el cadáver, me levanté descalzo y tiritando para echar un vistazo. Seguía muerta. Hecha esta comprobación me volví a acostar. Estornudé. Me tapé hasta las orejas, y me dispuse a reanudar el sueño interrumpido. No lo conseguí.

Oí cuatro lejanas campanadas, y un maullido. Después, otra vez el estertor. Me puse las zapatillas y la bata, y ace­ché. Al cabo de un rato decidí volverme a acostar. Enton­ces la oí: era como si el cadáver tuviera ganas de toser o... tic hablar.

Fui al comedor. Encendí la luz. Me senté a su lado, y esperé. Transcurrió media hora, y de la boca del cadáver no salió ni un susurro. Supuse que todo habían sido figura­ciones mías. Pero entonces, una de las manos que tenía

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entrecruzadas sobre el pecho se deslizó por el costado, y el brazo quedó colgando de manera que tocaba el suelo con la punta de los dedos. Para volver a poner la mano en su sitio, tuve que inclinarme sobre ella, y entonces oí: «sscho». Desde luego, los labios no se habían movido. Era posible que el aire hubiera producido esa especie de ruido en su garganta. Pero el resultado era el mismo: «sscho».

Permanecí muy atento, y conseguí oír un nuevo ruido, aunque esta vez lo localicé más bien a la altura del esófago. Era una especie de silbido: «iiiii». De todas formas, ima­giné que ella tenía algo que decirme y fui a buscar un lápiz y un papel.

De improviso, sus labos se tensaron alrededor de la boca abierta, hasta volverse blancos y emitió un prolongado: «ffffffeeeeee». No tenía miedo, pero sí un poco de inquie­tud. Telefoneé al médico que el día anterior había certifi­cado la defunción.

—Oiga —le dije—, la mujer que murió ayer, está ha­blando.

Me aconsejó que tomara un calmante y que me volviera a acostar.

—Doctor —insistí—, es preciso que venga usted. No quiso. En vista de ello, llamé a otro médico. Y me

aseguró que vendría en seguida. —Mientras tanto, hágale usted la respiración artificial

—me dijo. Lo hice, aplicando mi boca sobre la suya, como cuando

la besaba. Así insuflé aire en sus pulmones, pero sólo pude arrancarle un nuevo ruido: «llliiii». El corazón no latía, y los miembros se habían puesto rígidos.

Llegó el doctor y me dijo que estaba muerta. —Ya lo sé —contesté—, pero habla.

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—¿Y qué dice? —me preguntó con incredulidad. Le enseñé mis anotaciones. Por la mirada que me dirigió, adi­viné su pensamiento. Me puso una mano en el hombro, y me aconsejó:

—Trate de descansar. Intenté razonar: —¿No se contraen los músculos después de la muerte,

doctor? ¿No siguen creciendo las uñas y el cabello? No me entendía. —Oiga —le dije—, si el organismo, o una parte del orga­

nismo, sigue funcionando, también... —No le dé vueltas —me interrumpió—, está muerta. —¿Y no es concebible que...? Yo mismo tenía dificultades para expresarme. Quería ex­

plicarle que posiblemente ella había deseado decirme algo antes de morir, y que ese deseo frustrado podía desencade­nar unos fenómeno motores similares a los de tipo celular o muscular.

—¿Cómo puede usted saber que en un punto determinado de su cerebro no perdura la actividad?

—Hace tiempo —me respondió— que el alma de esta mujer ha abandonado el cuerpo.

—Pero... biológicamente... Se fue. Volví a coger el lápiz y el papel, y esperé. Sé que

no tenía sentido estar al lado de un cadáver con un lápiz y un papel en la mano, pero también es verdad que yo estaba algo desequilibrado por los últimos acontecimientos.

Ya empezaba a amanecer, cuando la muerta se puso a hablar. Quizá no debiera emplear el término hablar, puesto que no pronunciaba precisamente palabras. Pero emitió una serie de ruidos que yo transcribía. Así dijo: «zzzzz», «sssssaaaaa». Y luego: «Ulaaa». O «bbbaaa». O ambas

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cosas. Primero, «lllaaa», y luego «bbbbaaaa». Al cabo de un cuarto de hora, oí distintamente: «ca».

Fue difícil precisar los últimos ruidos, alguno de los cua­les salían de las fosas nasales, por ejemplo: «ñññiii». Y a veces se repetía un sonido ya registrado, como: «ssssaaaa».

Al fin, se calló. Y supe que ya no le quedaba nada den­tro, y comprobé que los rasgos parecían ahora más serenos. Era indudable que se había desembarazado de un último lastre espiritual.

Cuando a la mañana siguiente vinieron a buscarla no me opuse a que se la llevaran. Vi cómo descendía su ataúd hasta el fondo de la fosa, y dejé caer una flor, antes de que echaran las primeras paletadas de tierra. Después volví a casa, y me esforcé en descifrar los ruidos.

«Sscho» no tenía ningún significado, al menos en mi idioma. Y en lo que respecta al segundo sonido, no cabía duda de que era la vocal «i». La «i» es la novena letra del alfabeto, lo cual no aclaraba gran cosa. La tercera sílaba pronunciada por el cadáver, «fe», era una palabra, y quería decir algo. Posiblemente la muerta aludía a su falta de fe.

«Li» era el nombre de un papagayo que habíamos tenido, pero aquel papagayo, que por otra parte era un animal muy antipático, se había escapado un día por la ventana.

Luego venía la «z», una especie de zumbido. No estaba muy seguro de si debía escribir con «zeta» o con «ese» el ruido. Podía ser «za» o «sa», pensé en el Sha de Persia. Pero me pareció una idea tonta y la deseché.

«La» podía referirse a la nota musical o al artículo. Opté por el artículo, porque luego venían dos sílabas que unidas formaban una palabra: «ba» y «ca». Escribí: «La vaca».

El papagayo y la vaca, combinados con la fe y el Sha de Persia me proporcionaron un buen quebradero de cabeza. En cambio, las dos restantes sílabas parecían completarse

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satisfactoriamente. La primera era «ñi», pero también podía ser «mi». Y me quedé con «mi». Porque «mi» y «sa», daban: «misa». De nuevo aparecía el problema religioso de la difunta. En seguida asocié su falta de fe con la misa, ceremonia ésta a la que no solía acudir.

Pero repito que el papagayo y la vaca seguían desconcer­tándome. Traté de encontrarles un significado onírico, y se me ocurrió que el papagayo podía simbolizar la fe per­dida y la vaca el seno materno de la Iglesia.

Estas conclusiones me decepcionaron, no sólo porque resultaban incoherentes, sino sobre todo porque la difunta se limitaba a lamentarse, es decir, hablaba sola.

Fui a comer al restaurante más próximo, y allí me en­contré con un amigo que sabía siete idiomas. Le pregunté si conocía el significado de la palabra «Sscho», y respondió negativamente.

—A no ser que... —sugirió—, que quieras decir «sceau».

—¿Sceau? —Sí. En francés significa sello. Pero también podría ser

«seau», que quiere decir cubo.

Al volver a casa, busqué en el diccionario el significado de la palabra «sceau». Provenía del latín «sigillum» y se refería al gran sello empleado para garantizar la autentici­dad de un acto. En sentido figurado, había una frase que llamó mi atención: «confier une chose sous la sceau du sccret», que equivalía a: «confiar algo a condición de que el secreto sea bien guardado».

El resultado de mi búsqueda tuvo la virtud de volver a suscitar mi interés, porque confirmaba la primera supo­sición de que el cadáver había querido revelarme algo im­portante. Seguí investigando. Y llegué a la conclusión de que la vocal «i» era en realidad una «y» que enlazaba la

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palabra «sceau» con la palabra «fe». La muerta me había pedido así que guardara el secreto y que tuviera fe en ella.

Después uní «li» con «za» o «sa». De esta manera, des­cartaba al papagayo y al Sha de Persia, y me quedaba con «lisa». Podía tratarse de un nombre o de una palabra, lo ignoraba. Luego: «la vaca». O sea: «Lisa la vaca». Y ya sólo restaba: «misa». En total: «Lisa la vaca misa».

En esa frase estaba encerrado el secreto que yo debía interpretar. La repetí una y otra vez, hasta que me cansé. Tenía una curiosa sensación: la de haber oído antes aquella frase en alguna parte. Era posible que fuera una impresión causada por la repetición obsesiva en voz alta.

Volví a echar un vistazo al papel donde había escrito las misteriosas palabras: «Sceau» y fe. «Lisa la vaca. Misa». Y lancé una exclamación. Eran casi las ocho, la hora en que ella había muerto de repente. Estaba sentada en el sofá del comedor. Si hubiera muerto en la cama, la hubiera de­jado allí. Pero murió en el sofá: porque estaba viendo el programa diario de televisión, dedicado a las amas de casa.

Conecté rápidamente el televisor y llegué a tiempo de ver el comienzo del programa. Era un anuncio. Una mujer muy bella que se acercaba a la pantalla. En la blusa podía leerse su nombre, que también era el del producto anun­ciado. La mujer sonreía, y pronunció esta frase reveladora:

—Soy Felisa, la que mejor lava su camisa. Entonces comprendí que todo había sido tan sólo una

muestra del inmenso poder de penetración en el organismo humano de las campañas publicitarias.

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EL HORRIBLE SER NUNCA VISTO

La joven vivía con su tío. El tío dormía en la habitación contigua a la de la joven. Las dos habitaciones daban a una terraza común.

La joven acababa de cumplir dieciséis años, y fue enton­ces cuando empezaron a producirse las apariciones noctur­nas del monstruo.

Al principio, el tío consideró que se trataba tan sólo de una pesadilla. Oía los gritos aterrorizados y se presentaba corriendo en la habitación de la joven. La encontraba lívida, rígida, mirando al ventanal que daba a la terraza. Murmu­raba: «Allí, allí...» Y empezaba a temblar convulsiva­mente. El tío la protegía con sus brazos, la tranquilizaba con sus palabras y luego acababa preparando una taza de té. Entonces bromeaba:

—¡Así que tu amigo el monstruo ha vuelto a visitarte esta noche!

Y ella se enfadaba porque el tío no daba crédito a su testimonio.

—¡Pero sí te creo! —repetía él—. ¡Claro que te creo! Yo no pongo en duda el qué hayas visto a ese monstruo... en sueños.

La joven le decía que estaba despierta.

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—¿Despierta? ¿Quieres decir que estabas despierta ya antes de su llegada?

—No, no —decía ella—, me despertó «él». —¿Lo ves? Ha sido una pesadilla, te despertaste gritando

y yo he venido en seguida. Si el monstruo hubiera estado en la terraza, como dices, le habría visto. Pero en la terraza no hay nadie. ¿Quieres que salga a comprobarlo?

La joven rogaba a su tío que no saliera, pues se trataba de un «ser terrible». El tío reía, y le recordaba que él había cazado osos u otras alimañas peligrosas.

—Con sólo un cuchillo —precisaba. Esto era mentira, pero el tío disfrutaba imaginando historias fantásticas en las que él era el protagonista y las relataba con toda clase de detalles y mucho sentido del humor. Naturalmente, aca­baba saliendo a la terraza, y ella le veía a través de los cris­tales de la ventana, ir y venir, y el corazón le palpitaba por­que tenía la certeza de que el ser monstruoso existía real­mente, y debía hallarse acechando en el tejado.

—¿Cómo era ese animal que has visto? —preguntaba el tío.

—No. Lo más horrible es que «no es un animal» —decía ella.

—¿Quieres decir que es un hombre? —Oh, no, no. Tampoco es un hombre. Y el tío reía. —¿No pretenderás que se trata de un fantasma? Y ella decía: —Si fuera un fantasma, no tendría miedo. Pero es un ser

de «carne y hueso». —Bien, bien. Pero ese «ser» se parecerá forzosamente a

algún otro —sugería el tío. Y ella decía que no, que no se parecía a ningún otro.

—Bueno —concluía el tío—, ahora me vas a prometer

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que no pensarás más en ello y te dormirás. Conviene que descanses. De lo contrario, mañana estarás muerta de sueño en la oficina.

Ella comprendía que su tío también tendría que ir a tra­bajar al día siguiente, y le aseguraba que trataría de dormir, pero no lo conseguía. Y pasaba el resto de la noche miran­do al ventanal hasta el amanecer.

Por la mañana, todo le parecía absurdo. Su tío le hacía salir a la terraza, y le decía:

—Mira. Vivimos en el último piso de un rascacielos. Na­die, ningún «ser», puede escalar la fachada del edificio. Y sólo podría salir a la terraza desde mi habitación o desde la tuya.

—También podría descolgarse desde el tejado —decía ella, ya sin convicción.

Y el tío le demostraba que era imposible que nadie pu­diera subir hasta el tejado, pues aquel rascacielos era el más alto de los edificios circundantes y ni la terraza ni el tejado resultaban accesibles.

—Estás obsesionada. No pienses más en ello. —Ahora es fácil no pensar —decía ella—, pero cuando

le oigo acercarse jadeando, y veo su enorme rostro aso­marse a la ventana para mirarme...

—¡Su enorme rostro! Al menos, tiene rostro. —Sí. Grande y redondo, como una luna llena. —¿Tiene los dientes muy largos? —No recuerdo, pero creo que no tiene dientes. Eso es,

es un ser desdentado. Yo diría que tampoco tiene ojos... Al tío le divertía cogerla en contradicciones. —Y sin embargo, has dicho que «te miraba». —Es verdad, en efecto. Se acerca a la ventana y me mira,

pero sin ojos. El tío reía.

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—Verdaderamente, es bastante extraño «tu ser». Y todas las mañanas le preguntaba socarronamente: —¿No te ha visitado esta noche «el ser monstruoso»? Y ella decía que no, pues el monstruo hacía días que no

había aparecido. Pero la joven no podía dormir, y se había puesto pálida y ojerosa.

—Si sigues así tendremos que ver a un médico —le decía su tío.

Y ella aseguraba que dormía bien. Tenía la impresión de que si cerraba los ojos el monstruo volvería a aparecer en la terraza, y por ello pasaba las noches en vela. «De esta manera no tendré pesadillas», pensaba. Sin embargo, el cansancio acabó venciéndola, y una noche se quedó pro­fundamente dormida. Y a la noche siguiente también dur­mió.

—¿Qué? ¿Y «tu ser monstruoso»? —le preguntó su tío. Y ella le dijo que ya todo había pasado.

Primero oyó, sintió más bien, un leve ruido: como si un cuerpo rozase una pared. «Estoy dormida», se dijo, «y no es más que un sueño», pero sabía que el monstruo es­taba allí. Y si abría los ojos lo vería. Se esforzó en seguir dormida. Entonces escuchó más distintamente el inconfun­dible jadeo, casi un silbido. Cerró con fuerza los párpados. El «ser» estaba en la terraza, y se acercaba a la ventana. De pronto, silencio. El silencio se le antojó todavía más amenazador que los ruidos que delataban la presencia del «horrible ser».

—¿Eres tú, tío? —susurró, pero ni siquiera alcanzó a oír su propia voz. Intentó articular las palabras «¿eres tú?», y comprobó que el terror le impedía hablar. Sólo entonces abrió los ojos, y fatalmente miró a la terraza. La oscuridad parecía poblada de silenciosas mariposas negras. Empezó por convencerse de que estaba despierta, bien despierta. Y

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luego trató de convencerse también de que nada anormal ocurría. Casi lo había conseguido, cuando el rostro enorme y blanco apareció en la ventana, tras los cristales. Ella no gritó. Al menos ahora tenía la seguridad de que estaba des­pierta y de que aquello que veía era absolutamente real. «La tierra es esférica y achatada por los polos», pensó. Tiene la blancura de la nieve. Y, como ella, debe ser gla­cial. Y la miraba. Se miraron mutuamente. Los ojos del monstruo eran grandes y sin forma: llenos de sombra, como dos cuencas vacías. Y el rostro emergía como un sol que se pone, y oscilaba en la ventana. Quizá esperaba a que ella gritara como en otras ocasiones. Pero la joven no gritó. «Ya no cabe en mi cuerpo más miedo del que siento», se dijo. Es inútil gritar. El rostro se alzó, hasta pegarse al cristal. Y luego descendió, como si se hundiera en la oscu­ridad, y desapareció. Pero era la desaparición física de alguien que debe desplazarse trabajosamente. Aquella noche no sucedió nada más.

A la mañana siguiente, su tío le preguntó, bromeando como de costumbre:

—¿Qué? ¿No te ha visitado «tu misterioso ser»? Y ella dijo: —No, tío, no —porque comprendía que hubiera sido

inútil decir otra cosa. Pero cuando se levantó de la cama, llamó a su tío y le

dijo: —Mira, hay dos manchas en el cristal. Eran dos manchas negras y viscosas. —Los cristales están sucios, habrá que limpiarlos —dijo

su tío. Durante tres días, la joven sintió el estómago revuelto y

la boca fría. Al tercer día fue acostumbrándose a esta sen-

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sación continua de asco y de miedo. Y al cuarto día dur­mió durante toda la noche, y tuvo espantosas pesadillas.

Hubiera deseado poder compartir con alguien su secreto, pero ¿quién iba a creerla? En la oficina todos la trataban como a una niña, y la historia del «horrible ser», en el me­jor de los casos, habría sido condescendientemente escu­chada por un auditorio divertido. Ni siquiera el muchacho del ascensor, que leía novelas de misterio, comprendería lo que significaba recibir la visita de un monstruo real.

Decidió hablar seriamente con su tío. —¿Recuerdas las dos manchas del cristal? —le preguntó. —¿No las ha quitado la mujer de la limpieza? —Sí, sí. Pero yo... te he mentido. Su tío pareció muy sorprendido. —¿Me has mentido? —Te dije que el monstruo no había vuelto, y no era

verdad... —Ah, ya. —Y ahora puedo asegurarte que existe realmente. —Ya, ya. •—Y que me miraba «porque tenía ojos». —¿Ah, sí? —Y pegó sus ojos al cristal y lo manchó. Porque de sus

ojos se desprendía una tinta negra como la de los pulpos. —Entonces, ¿es un pulpo? —No, no es un pulpo. Pero es preciso que me creas. —¡Pero si te creo! —No me crees. Crees que lo he soñado. ¡Y yo estaba

despierta! •—En ese caso, podrás explicarme detalladamente cómo

es «tu horrible ser». —Pues, sí... es... «horrible». Trataba de encontrar las palabras adecuadas.

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TRECE VECES TRECE SI

—Es... es... —¿Un pájaro? —No es un pulpo, no es un pájaro, ni siquiera creo que

sea un animal... ¿Cómo puedo describirte «algo» que no se parece a «nada»?

—Al menos —dijo el tío—, podrás dibujármelo. Intentó dibujarlo. El rostro enorme, redondo, y dos patas

cortas. —¡Un enano! —exclamó el tío. —Debe ser muy bajo, puesto que apenas puede asomarse

a la ventana. Tiene que «saltar» para mirarme —dijo ella. —En ese caso —replicó el tío—. ¿Cómo puedes saber que

tiene dos patas que le salen de la cara, como las has dibu­jado?

La joven no sabía qué decir. Quizá no debía haber dibu­jado aquellas dos patas.

—Imagino —dijo— que de alguna manera tiene que andar. También es posible que le haya visto mientras avan­zaba por la terraza...

—Ya, ya. —¿No me crees, verdad? Pero, entonces ¿cómo explicas

las manchas? Las manchas son la prueba de que... —Los cristales estaban sucios —concluyó el tío. Soñaba con el monstruo todas las noches, al menos cuan­

do conseguía dormirse. Pero, en sueños, el «ser» le resultaba menos terrorífico, porque tenía la conciencia de que podía despertar cuando quisiera. Y a la vez tenía miedo de des­pertar. Porque, ¿cómo podría escapar de la pesadilla una vez despierta? Se agitaba intranquila en la cama, y de pron­to tuvo la sensación de que su mano tocaba algo blando, carnoso. Si aquello era el monstruo, no cabía duda de que el monstruo no era un espíritu. Abrió los ojos, y lo vio allí mismo: al lado de la cama. Y precisamente ella tenía una

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de sus manos colocada sobre el enorme e inexpresivo rostro. Lanzó un grito desgarrador y retiró la mano, impregnada de una sustancia negra y viscosa. Aquella misma sustancia que había quedado adherida al cristal. Al oír su grito, el «ser» salió de la habitación resoplando como un animal herido. Y en su huida, entró en la habitación del tío. Y ella oyó cómo su tío gritaba también, y a los gritos siguió un estruendo de muebles derribados. Y luego se hizo el silen­cio. Y el tío entró precipitadamente en la habitación y la cogió en brazos:

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Dime? ¿Qué te ha hecho esa bestia horrible?

Y la joven vio que su tío se hallaba fuera de sí, y estaba bañado en sudor.

—¿Dónde? ¿Dónde está? —acertó a preguntar. —Se ha escapado por la terraza... no me explico cómo,

pero ha logrado huir. ¡Pobrecita mía! ¡Tenías razón! ¡No podía imaginar algo tan espantoso! ¡No había visto jamás nada igual! ¡No, no existe nada parecido!

Y los dos abrazados, se pusieron a temblar. —Ha escapado —decía el tío—, pero puede volver. Y

es un animal peligroso. ¡Es un «ser» horrible! Y se ha atre­vido a entrar en la casa...

Entonces ella dijo: —Pero... ¿de dónde ha salido? Y dijo el tío: —La naturaleza tiene misterios que es mejor no com­

prender. Lo importante es que estás sana y salva. Mañana habrá acabado esta pesadilla...

—Oh, sí, sí. Es preciso... —¿Sabes lo que haremos? —dijo el tío. Pasaremos la no­

che juntos y colocaré debajo de la almohada el cuchillo con el que mataba osos, por si vuelve ese repugnante monstruo.

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Y ella dijo: —Sí, sí... Y así lo hicieron.

—¿Algo interesante? —preguntó el comisario. —Un vulgar homicidio -—exclamó uno de los policías—,

una jovencita mató a puñaladas a su tío, porque intentó violarla. Ni siquiera tendrá cabida en la crónica de sucesos.

—¿Qué dice la joven? —Oh, nada. No está en condiciones de hablar. Desvaría. —Bien. ¿Nada más? Y el policía añadió sonriendo: —Solamente un detalle pintoresco. El cadáver tenía una

mancha de alquitán en cada nalga.

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UN PACIENTE IMPACIENTE

Entró en el cine para cometer ese cotidiano crimen sin castigo que se ha dado en llamar «matar el tiempo». Debía permanecer en aquella ciudad hasta el día siguiente, y no tenía nada mejor que hacer.

Al terminar la proyección de la película, salió a la calle y recorrió dos manzanas, deteniéndose en cada portal para mirar las placas donde constaba el nombre y profesión de los inquilinos.

Subió a un cuarto piso, llamó. La enfermera le dijo que el horario de consulta había finalizado.

—Se trata de un caso muy urgente —replicó él, y entró sin que la enfermera pudiera impedirlo. El doctor estaba en el pasillo.

—Le ruego que me atienda —dijo él—, acaba de suce-derme algo tremendo.

El doctor sonrió y le hizo pasar al despacho. —¿Qué le ha ocurrido? Entonces él contó lo que sigue: —Entré en el cine, y le aseguro que estaba muy tranquilo.

Me senté en la butaca y conseguí relajarme. Nada más em­pezar la película, sufrí el primer sobresalto. Posiblemente usted no me creerá, doctor. Sin embargo, sé que me hallaba

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despierto y en posesión de todas mis facultades mentales. Lo he visto con mis propios ojos, no ha sido un producto engañoso de mis sentidos. En la pantalla apareció un hom­bre cuyo aspecto no me era desconocido. Me llenó de es­panto comprobar que aquel hombre era yo. Comprendo que le resultará inconcebible, ¡pero así fue! Y, por Dios, no vaya usted a pensar que se tratara de un simple parecido. No, no. Se lo juro. ¡Era yo! ¡Yo mismo! No tengo la menor duda.

El doctor arqueó las cejas, y la sonrisa desapareció de sus labios.

—Y lo más grave —prosiguió el hombre— fue verme envuelto repentinamente en una serie de comprometidos in­cidentes. No le negaré que, en un principio, me resultó in­cluso bastante grato, porque la película se desarrollaba en la Costa Azul y el sol siempre me ha sentado muy bien para el sistema nervioso. Estuve a punto de abandonarme, sin oponer resistencia, a la aventura, pero mis escrúpulos mora­les me lo impedían: el personaje en cuestión, o sea yo, hacía ostentación de una conducta reprobable. Era... era un la­drón. Un ladrón de joyas perseguido por la policía. Huir me produce angustia. En vano me decía a mí mismo: «tran­quilidad, ese hombre no eres tú», porque sabía perfecta­mente que aquel hombre era yo.

El doctor se esforzaba en mostrarse comprensivo. —Le recetaré un ansiolítico —dijo. —Antes debe escuchar toda la historia —replicó el otro—.

Porque lo peor no es que yo haya participado contra mi voluntad en unos acontecimientos ficticios. Lo peor es que me harán responsable de un delito que va a acarrearme enormes perjuicios. No me extrañaría nada que a estas al­turas ya existiera una denuncia contra mí, reclamándome una fuerte indemnización. Claro está que no le incumbe, y hubiera sido más indicado recurrir a los servicios de un abo-

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nado, pero teniendo en cuenta mi neurosis crónica he creí­do que...

-Cuente, cuente. Doctor, yo... he besado a Grace Kelly.

Se hizo un embarazoso silencio. -No creo que eso sea tan grave —dijo el médico, pero

Htaba visiblemente impresionado. —¿Grave? ¡Gravísimo! ¿Se da cuenta de lo que he

tocho? He besado a su Alteza Serenísima la princesa de Monaco, esposa del príncipe Raniero. ¿Quién puede prever las consecuencias de un acto tan deshonesto y desvergon­zado?

—Pero usted —argüyó el doctor— se limitaba a repre­sentar un papel...

—Comprendo que su obligación es tranquilizarme. Per­mítame que le haga una pregunta: ¿estaría tranquilo si exis­tiera un documento gráfico en el que usted apareciese ha­ciendo el amor a la reina de Inglaterra? ¿Se da ahora cuen­ta del «real» alcance de mi acto? ¿Qué diría el príncipe? Los príncipes todavía son personas influyentes, y éste se halla incluso en activo. Póngase en mi lugar...

El doctor sonrió, aunque la sonrisa distaba mucho de ser espontánea.

—Es de suponer —dijo— que si existe una película en la que yo hago el amor a la reina de Inglaterra, dicha pe­lícula no puede haber sido realizada sin el consentimiento de la reina.

—¡Ah! ¡Usted me habla ahora de su hipotética película con la reina de Inglaterra! ¡Ah! ¡No es lo mismo! ¡Ah! ¡Así es fácil estar tranquilo! En primer lugar, su película con la reina no se proyecta en el cine de la esquina... ¡y la mía con la princesa, sí! En segundo lugar, ¿qué garantía tengo de que la princesa Grace haya dado su consentimiento para

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ser besada por mí? ¡Si precisamente han conseguido que yo la besara sin mi propia autorización! ¿Eh? ¿Qué? ¡Ah! Esta complicación con la realeza me saca de quicio.

El doctor consultó su reloj, y dio a entender que la con­sulta había terminado.

—Una pastilla cada dos horas —recetó. —¡Una pastilla! ¡Ahora sale usted con pastillas! ¡Pas­

tillas! ¡Diablos! Creo que no me ha entendido. Estoy en un grave aprieto. Soy víctima de una monstruosa maquinación. ¿Recuerda usted cómo acabó el doctor Ward por introdu­cir malos hábitos en las altas esferas?

—Su caso es muy distinto —dijo el doctor, poniéndose de pie.

—¡Ya lo suponía! ¡Lo imaginaba! ¡Usted no me cree! Lo tenía previsto. Y le advierto que la demostración resul­tará sencilla, puesto que el cine está ahí, en la esquina. Y la sesión de la noche comienza a las diez y media. Dado el insólito interés de mi caso, desearía que usted aceptara mi invitación. Desde luego, estoy dispuesto a pagar. Y no me importaría ver de nuevo, si estoy a su lado, la película.

La impaciencia del doctor se hizo más evidente, el tono de su voz no dejaba lugar a dudas:

—Lo siento. Esta noche tengo un compromiso... con mi señora.

—No tengo inconveniente —dijo el otro—, en invitar tam­bién a su señora.

—Agradezco su amabilidad, pero me es de todo punto imposible.

—Doctor, lamento que no haya alcanzado a vislumbrar­la importancia científica y humana de mi caso. Le ruego, de todas formas, que disculpe las molestias que le he cau­sado. ¿Cuánto le debo?

El doctor le acompañó hasta la salida:

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—Nada, nada. Ha sido un placer. Cuando cerré la puerta se volvió a la enfermera y dijo: —Usted ha sido testigo, de lo contrario nadie me creería. Y empezó a sacudirle una risa nerviosa: —¿Ha oído usted la historia que me ha contado? —pre­

guntó. —Sí, verdaderamente curiosa, doctor —dijo la enfermera,

contemplándole con perplejidad. Y al ver que el médico no cesaba de reír, añadió:

—Este hombre ha debido agotarle, doctor. ¿Se encuentra usted bien?

—Perfectamente, estoy pensando en la cara que van a poner mis colegas cuando se lo cuente...

—¿Tan interesante es el caso de... ese señor? —preguntó la enfermera.

—¿Ese señor? Pero... ¿Cómo? ¿No le ha reconocido us­ted? ¡No va a decirme que no le conoce! ¡Dios Santo, sin su testimonio estoy perdido! ¡Nadie me creerá!

—Tranquilícese —dijo la enfermera—. Yo no sabía... yo...

—¡Es imposible! ¡Usted ha debido reconocerlo! ¡Ese hombre es Gary Grant!

—¿Gary Grant? —¡Gary Grant! ¡El actor! Naturalmente. ¿No va usted al

cine? —Muy poco, doctor —confesó avergonzada la enfermera. —Pero... al menos, leerá usted las revistas... piense...

debe haberlo visto en alguna parte... trate de recordar... —Ya lo intento —dijo la enfermera atemorizada. El médico la cogió por los hombros, y repitió con fir­

meza : —Recuerde, recuerde, recuerde.

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90 GONZALO SUAREZ

De pronto, la soltó, se dio una palmada en la frente y dijo:

¡Ya está! Esta noche vendrá al cine conmigo. Veamos. Se está haciendo tarde y debemos apresurarnos. La sesión empieza a las diez y media. Espere, voy a buscar mis gafas.

—Perdone, doctor —dijo la enfermera—. Pero esta noche no puedo ir al cine con usted. Lo siento mucho.

No se trata de una vulgar invitación —replicó el doctor—. Pienso pagarle, como si prolongara su horario de trabajo.

—De ninguna manera aceptaría que usted me pagara por acompañarle al cine —dijo la enfermera con altivez.

—¿No me entiende? —protestó el médico—. En realidad se trata de un experimento que tiene considerable importan­cia tanto científica como humana.

—Lo siento doctor. Tengo un compromiso. Cuando la enfermera llegó a la pensión donde vivía, la

joven que compartía su habitación dijo: —Es muy tarde, ¿qué te ha ocurrido? —¿Te acuerdas de aquel estudiante que simulaba com­

probar el buen funcionamiento de mis reflejos para tocar­me las rodillas? —preguntó ella.

—Me horrorizan los hombres tímidos —contestó la otra. —Pues no puedes imaginarte la tortuosa historia que se

ha inventado esta noche el doctor para... ¡llevarme al cine! —A propósito —interrumpió la amiga—, tengo dos loca­

lidades para esta noche, y la película está a punto de em­pezar.

—¿Qué película? —Una de ladrones. Con Gary Grant.

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TRECE CASOS DE CUYA EXISTENCIA FÍSICA RESPONDO, PUESTO QUE, POR SU BREVEDAD,

SE PUEDEN MEDIR

«Lo que se puede medir, existe.» PLANCK

UNO: CIERTA ALTERACIÓN EN LA HIPÓTESIS DE H. POINCARE

La pequenez humana es cosa probada. Los filósofos nos han hablado de ello.

No había ni un hombre, ni un animal, ni una planta, ni una piedra.

La superficie era blanca, dura y resbaladiza. Me enviaron a mí, para que investigara. Soy un hombre de pocas palabras, pero tampoco tuve

ocasión de hablar con nadie. Hacía frío. Mis primeras observaciones me llevaron a poder afir­

mar, sin temor a errar, que: no soplaba viento. Fue fácil proseguir la encuesta, puesto que ningún obs­

táculo se interponía en mi camino. Me deslizaba sentado, manteniendo el equilibrio con las palmas de las manos.

No se trataba de un tobogán, y a uno y otro lado había espacios abiertos.

Me abstengo de describir sensaciones subjetivas.

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92 GONZALO SUAREZ

Era como la luna, pero por dentro. O más bien una cascara de huevo. Producía vértigo mirar hacia arriba.

Una gárgola monstruosa pendía sobre mi cabeza. Un monstruo metálico y babeante. Escupió, y me aparté

a tiempo. Y casi caigo en el cráter de un volcán funcional. Había agua, pero no vida. Estas impresiones quedaron consignadas en un largo

informe redactado meticulosamente de mi puño y letra, con anotaciones complementarias en los márgenes y al dorso.

Consciente de la responsabilidad que sobre mí recaía, fui concienzudo.

Y cuando di por terminada mi labor, salí de la taza del lavabo.

DOS: ATRACCIÓN, CAÍDA E INERCIA DE ALGUNOS CUERPOS

Cada vez sois más inconsecuentes. Os tiráis de cabeza al agua, sin saber nadar, sólo porque

tenéis un reloj submarino. Y una mujer bonita os hace perder la cabeza. Esta es una de las razones por las que todos estamos

locos. Pero mi amigo lo estaba más. Me llamó a mí, para que le resolviera el problema. Los botellas estaban descorchadas y vacías. No había

copas. Y él yacía en un diván. El médico diagnosticó cirrosis, o sea que había muerto

de amor.

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TRECE VECES TRECE 93

El eterno problema racial que divide a la humanidad no tiene nada que ver con el color de la piel.

Se trata más bien de guapos y feos, en el imperio de la Coca Cola. Hollywood ha alzado sobre el universo un monte Taígeto de cartón.

No se lograron esclarecer las razones por las que mi amigo se había enamorado de aquella mujer.

El hecho de que fuera diabólicamente rubia o que tu­viera grandes ojos azules, no me parecía del todo con­vincente.

Enfocado el problema desde un punto de vista freudia-no, podríamos revalorizar la circunstancia de que mi ami­go fuera hijo de madre autoritaria.

Tiene cierta verosimilitud onírica el que ella se fugara con un hombre brillante, como yo. Cosa que hizo.

Y el hecho de que estuviera casada con él, y que media­ran cinco hijos y cinco años, no es razón de peso que pu­diera evitarlo.

TRES: DONDE SE DEMUESTRA QUE LA TIERRA ES ESFÉRICA

El hombre no tenía nariz, ni ojos, ni boca. Y el rostro estaba cubierto de pelo. Me llamaron a mí, para que investigara. La encuesta no fue tan sencilla como posteriormente pu­

dierais imaginar. Me proporcionaron el pasaje de avión, y volé hasta los

antípodas. Y de allí volvía al punto de partida. Por la otra cara del mundo. Era preciso actuar con cautela, puesto que en ello estri­

baba el éxito de la empresa.

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TRECE VECES TRECE 95

No obstante, es evidente que lo que yo he averiguado no puede perjudicar a nadie.

Y, en lo que se refiere a la muerte del niño, se trata de un vulgar suicidio, a manos de sus semejantes.

CINCO: LA DISTANCIA MAS CORTA ENTRE DOS PUNTOS

La rica hija de un magnate americano del corcho llegó a su casa solariega de la Costa de Platino.

Al tercer día, se dio cuenta de que le habían robado un valioso y largo alfiler de oro con cabeza de diamantes.

Me llamó a mí, para que me encargara del caso. La hija del magnate se había instalado en la casa sola­

riega con: veinte invitados, siete fieles servidores, una co­cinera negra, cuatro perros y su último marido.

Mi cliente me advirtió que respondía personalmente de la inocencia de sus invitados y demás servidumbre, e in­cluso de la cocinera negra. No tenía prejuicios raciales.

En seguida mis sospechas recayeron sobre el marido. No obstante, hice una radiografía de los cuatro perros. La prueba no arrojó ninguna luz sobre el misterioso su­

ceso. Como yo suponía desde un principio, pronto se puso

de manifiesto que era el marido quien tenía el alfiler. Lo tenía precisamente clavado en la espalda, bajo el

omoplato izquierdo. Después del entierro, los móviles del robo siguieron sien­

do una incógnita que ni yo mismo llegué a desentrañar. Los acontecimientos ulteriores no nos ayudarán a ver

más claro, pero al menos contribuirán a que esta historia, más bien triste, tenga un final feliz.

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96 GONZALOSUAREZ

Dos semanas más tarde, la hija del magnate se casó con un importante rey a medio exiliar.

Y acabó ganando la gloria en Hollywood.

SEIS: DETERMINADOS VALORES INVULNERABLES

Aquel hombre era un invertido: es decir, estaba cabeza abajo.

Era un tipo equilibrado: andaba de coronilla. Tenía talento, y giraba como un peonza. Un día decidieron ponerle de pie, y lo consiguieron con

gran esfuerzo. Pero entonces todos quedaron con los pies alzados.

El fenómeno se produjo a las veinticuatro horas del día siguiente, y este dato quedó anotado con precisión, puesto que: me llamaron a mí para que analizara el caso.

En seguida se presentaron los primeros síntomas de congestión colectiva: aquella posición era insostenible para la humanidad.

Los políticos llegaron a un rápido acuerdo en una con­ferencia cumbre de emergencia para aplazar todos sus pro­yectos encauzados al mantenimiento de la paz, ya que era evidente que nadie tenía ganas de guerra.

Las complicaciones circulatorias fueron neutralizadas mediante la aplicación de sanguijuelas de plástico, adhe­ridas a las pantorrillas.

En los desplazamientos cortos, los calvos se deslizaban con mayor rapidez.

La consecuencia biológica más notable fue la aparición de pelos en las plantas de los pies.

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TRECE VECES TRECE 97

Hecho el diagnóstico, propuse una solución: y aconsejé un cambio de hemisferio.

Se puso en práctica la medida, no sin notable descon­cierto. La confusión fue grande, y se necesitaron siete años para que todos se adaptaran a las nuevas condiciones me­teorológicas. Después volvieron a la normalidad y hubo varias guerras donde murieron diez millones de habitantes en defensa de la patria.

SIETE: EL MUNDO SOÑADO POR PANGLOSS

Esta historia me sucedió algunos siglos después.

Por ello es comprensible que determinadas formas de cultura hubieran ya dado su fruto, y la sociedad sobrevi­viera en un mundo de perfección.

La búsqueda imposible de lo imperfecto era el objetivo del arte, y los artistas se aplicaban sin hacerse demasiadas ilusiones.

¿Cómo crear algo imperfecto si la perfección de un ser o un objeto reside precisamente en ser el que es y no otro, y en moverse y cambiar tal y como se mueve y no de otra manera?

No sé hasta qué punto estaba justificado el que me llamaran a mí para que, como representante de una cultura ya caduca, investigase hasta encontrar algún residuo de imperfección.

Intenté en vano convencerles de que su pretendida sa­biduría era imperfecta, puesto que acababa en el enimga,

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98 GONZALO SVAREZ

pero la perfección radicaba en que un enigma fuera un enigma y la misión de la ciencia era utilizarlo como tal.

Los primeros días que pasé en aquel planeta estuve se­riamente ocupado en tratar de explicar que hubo un tiem­po en que existía algo imperfecto. Después, admití que aquel caso sobrepasaba mis posibilidades como detective privado y presenté la dimisión.

Y luego les hice notar que, puesto que yo había fraca­sado en mi empeño, quedaba demostrado que mi trabajo había sido imperfecto.

Me replicaron que la imperfección se habría producido si yo hubiese encontrado realmente vestigios de algo que jamás había existido.

Apretaron un botón, y desaparecí. Esta historia me sigue pareciendo, aún ahora, varios si­

glos antes de que suceda, perfectamente idiota.

OCHO: EL ADECUADO PRECIO DE UN CONCIERTO

Sabido es que todos tenemos un precio. Pero aquel hombre era racista: odiaba a los ricos. Y se negó reiteradas veces a tocar el violín para ellos. Me llamaron a mí para que solucionara el caso. Hablé con él, y le pregunté cuáles eran sus condiciones. Cien mil pesetas por cabeza, y tocaría para diez personas

en un castillo abandonado. Los más adinerados amantes del arte aceptaron. Un conde propuso su castillo, donde distinguidas pros­

titutas celebraban asiduamente sesiones de espiritismo. El propio violinista eligió la sala más adecuada para el

concierto.

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Y allá se fue un fin de semana. Eran siete mujeres y tres hombres. De los cuales, uno

ya anciano y dos jóvenes. En total, seis homosexuales y cuatro normales. Siete masoquistas y un sádico. Dos a sueldo.

A las doce de la noche debía comenzar el concierto. Todos esperaban desnudos, a la luz vacilante de los

candelabros. El violinista llegó con la caja del violín bajo el brazo. Dijo que tenía por costumbre cobrar por adelantado. Le

pagaron. De la funda del violín, sacó entonces la ametralladora. A las doce y cuarto, el concierto había finalizado. El violinista salió del castillo con la caja del violín re­

pleta de billetes, y yo consideré que, dada la brevedad de su actuación, el artista había reclamado un precio dema­siado alto.

NUEVE: LA EMANCIPACIÓN DE OTRO FANTASMA

La vida es tan breve que algunos se mueren antes de haber nacido.

Los que adoptan esta medida, no se arrepienten jamás. Así eluden de antemano el enojoso y cotidiano problema

de sobrevivir, para seguir sobreviviendo. Y en su esfuerzo preventivo, muchos viven con signo

negativo, es decir, hacia atrás. Y se adentran en las tran­quilizadoras zonas de la inexistencia, a caballo de las má­quinas calculadoras, de las sillas giratorias y acuciados in­interrumpidamente por los diez mil disparos al minuto de las máquinas de escribir.

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100 GONZALO SUAREZ

Pero el caso del empleado X no había tenido prece­dentes.

Me llamaron a mí, para que investigara. X no se hallaba en su mesa, al fondo la sala común, ni

tampoco en el retrete, ni en los corredores que conducen al despacho del gran director, ni en el archivo, ni en la papelera.

Tampoco se había quedado enfermo en su casa, ni es­peraba un segundo plato en los comedores, ni permanecía abandonado en la parada del autobús o en el andén del metro.

Transcurridos los diez primeros años de pesquisas, em­pecé a temer que el caso X no se resolviera nunca.

Más adelante, mis temores se confirmaron. Las señas personales de X, según sus compañeros de

trabajo, eran bastante vagas. Se divulgó el rumor de que le habían ascendido. Y muy bien pudiera ser esta la causa de su desaparición

repentina, sin dejar ningún rastro. Algunas empleadas afirmaron incluso haberle visto salir

por la ventana, envuelto en una nube de papel. Registré este testimonio en mi meticuloso informe, y me

abstuve de añadir ningún comentario personal.

DIEZ: CÓMO GANAR UN COMBATE INÚTIL

El arte es un largo combate, perdido de antemano, con las sombras.

Eso es cosa sabida. Porque el boxeador combatía con su sombra, era un

artista. Hacía muchos años que había iniciado aquel combate y,

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TRECE VECES TRECE 101

aunque su contrincante se arrastraba viscoso por el suelo, se adaptaba sinuoso a las esquinas y recodos, se agigantaba displicente hasta los techos, se deslizaba furtivo por las paredes,

el boxeador no había todavía doblado el espinazo. Y sucedió que un día desapareció la sombra, lo cual era

en verdad insólito, y justificaba, desde luego, que: me llamaran a mí, para que desentrañara el enigma. Nada más llegar consideré resuelto el caso, al observar,

no sin recelo, que la sala de entrenamiento estaba sumida en la oscuridad.

Nunca hubiera podido sospechar que la explicación fue­ra tan sencilla. Y encendí la luz.

Y entonces pude comprobar que la sombra del boxea­dor no estaba allí, ni camuflada tras el punching, ni aga­zapada bajo el saco, ni siquiera ahorcada en la comba.

Y, sin embargo, era evidente que nadie había salido y nadie había entrado. Así lo especifiqué en el informe.

Al encontrar al boxeador tumbado panza arriba en el centro de la sala deduje que: el combate había terminado.

Y, puesto que había caído sobre su sombra, le alcé el brazo en señal de victoria.

ONCE: EL CASO DE LAS ALMAS Y LAS PIERNAS

Había trece hombres en un corral. Es sabido que cada hombre tiene un alma y dos piernas. Sin embargo, sumando las almas y las piernas de los

hombres del corral, se desprendía que los trece hombres tenían tan sólo:

veintiséis almas y piernas.

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Los teólogos trataron de averiguar, ya que era de su incumbencia, cuántas almas faltaban y cuántas piernas.

Me llamaron a mí para que investigara. Así lo hice, y no les satisfizo la solución que se despren­

día de mi encuesta. Me advirtieron severamente de que, puesto que todo hombre tiene su alma, yo debía limitarme a contar las piernas.

Si los trece hombres del corral, contra lo que pudiera opinarse a simple vista, tenían sus trece almas, y entre al­mas y piernas reunían veintiséis, era obvio que los trece hombres sólo tenían trece piernas.

La primera hipótesis que sugerí era que a cada hombre le faltaba una pierna, pero me replicaron que resultaba absurdo suponer que hubiera trece cojos en un corral.

Entonces elaboré la segunda hipótesis, y fue mejor aco­gida : de los trece hombres, sólo seis tenían las dos piernas, a uno de ellos le faltaba una pierna, y los restantes eran cojos de ambas piernas.

Concedieron que siete cojos en un corral era más con­cebible y aceptaron la solución. Hicieron hincapié en que no sólo era metafísicamente ortodoxa sino también mate­máticamente cierta. Me felicitaron por la labor llevada a cabo, y prometieron pagarme en otra ocasión.

DOCE: LA VICTIMA EN LA ALFOMBRA

Cada día es más evidente que carecéis de imaginación para dar crédito a la verdad.

Os maravilláis ante las flores de plástico que parecen naturales y ante las flores naturales que parecen de plástico.

Os jactáis de no creer más que en lo que veis, pero no veis más que lo que os enseñan.

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Y como demostración os contaré una historia. La encontraron muerta encima de la alfombra. La ha­

bitación estaba cerrada con llave, y ella no llevaba puesto ningún vestido. Su cuerpo había sido brutalmente destro­zado.

Nadie había abierto la puerta, y en la cama dormía un famoso hombre de negocios.

Me llamaron a mí para que investigara. Aquel era un noveno piso, y resultaba imposible escalar

la fachada. Sin embargo, nada más llegar comprendí que la víctima había entrado por la ventana.

Como dato marginal debo hacer constar que el hombre de negocios pesaba noventa y nueve kilos, y dijo haberse acostado a las cuatro de la madrugada. La muerte se pro­dujo a primeras horas de la noche y, por tanto, ella ya es­taba allí, encima de la alfombra.

El hombre de negocios aseguró no haberla visto. Cual­quier jurado, incluso uno compuesto por personas ponde­radas como ustedes, estaría dispuesto a no creerle. Posible­mente consideren que mi historia no es realista.

La explicación es más simple: se trata de una mosca aplastada por una zapatilla.

Si bien es verdad que se daba la circunstancia, altamente agravante, de que encontraran además un cadáver de mu­jer debajo de la cama.

Pero ello ya no tiene relación con este caso.

TRECE: CADA ASESINO TIENE SU OPORTUNIDAD

En 1940 murieron entre otros un millón de soldados. En 1948, M. C. R. conoce a una joven polaca al borde

del Sena y se casa con ella en Lisboa.

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En 1953, M. C. R. tiene tres hijos y vive en Madrid. En 1964, una hija de M. C. R. es estrangulada en Lon­

dres por un carpintero austríaco. El carpintero era joven y tenía familia. Me llamó a mí para que demostrara su inocencia. Todo le acusaba: la opinión pública, los trece testigos,

y el cuerpo de la víctima. Elaboré un extenso informe, del cual se desprendía que: el joven carpintero austríaco habría sido culpable si: En 1964 una hija de M. C. R. hubiera venido a Londres. Y ello hubiera sucedido sin duda si: En 1953, M. C. R. hubiera tenido hijos en Madrid, cosa ésta más que probable si: en 1948, M. C. R. hubiera conocido a la joven polaca al

borde del Sena y se hubiera casado con ella en Lisboa. Y todo ello habría sucedido indefectiblemente si: en 1940, M. C. R. no hubiera sido uno, entre un millón,

de los soldados muertos en la guerra.

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EPIDEMIA

Viajaba en el segundo piso del autobús. De pronto, se hizo el silencio. La gente, en los asientos, seguía gesticu­lando. Los veía hacer ademanes y mover los labios, pero no emitían palabras. Trató de interpelar al hombre que iba a su lado, y no consiguió hablar.

El autobús se había parado, y dentro reinaba una febril y cautelosa agitación. Súbitamente, sobrevino el eclipse. El silencio se tornó sombrío y pastoso, y el hombre se su­mergió en la osuridad. Una oscuridad proyectada brutal­mente contra rostros y objetos lívidos.

Este fue el primer caso que se produjo en la ciudad. In­mediatamente acudieron las autoridades, y el autobús, con sus ocupantes, quedó precintado en medio de la avenida. Se declaró la cuarentena.

Los periodistas acechaban a la puerta de los laborato­rios y de los hospitales. Los médicos se esforzaban en apa­rentar tranquilidad y, según sus declaraciones, la epide­mia acabaría siendo atajada.

—Pero, ¿cuáles son las causas? —les preguntaban. Y la pregunta no obtenía respuesta.

El ejército envió soldados, equipados con máscaras y ametralladoras. Montaban guardia alrededor del autobús,

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para que ninguno de sus ocupantes escapara. Llegado el caso, tenían orden de disparar.

La calle había quedado desierta, y los vecinos de las ca­sas más próximas abandonaron sus hogares. Del autobús surgían desgarradores lamentos. Algunos representantes del cuerpo médico, sirviéndose de un altavoz, dijeron a las per­sonas recluidas en el autobús que «tuvieran valor y pa­ciencia».

A pesar de las optimistas previsiones del señor alcalde en sus discursos radiados y televisados, se temían nuevos brotes.

Fue entonces cuando llegué a la ciudad, provisto de sal­voconducto y certificados médicos y penales. Me acompa­ñaba Elena María Roma, que estaba enamorada de mí. Mi objetivo era cobrar la recompensa que ofrecía el Ayunta­miento por conducir el autobús hasta un descampado, y destruirlo. Esta expeditiva medida había sido sugerida por el ejército.

—Usted se preguntará —me dijeron— por qué no utiliza­mos un remolcador. Pues bien, las razones que nos impiden hacerlo son de orden psicológico. Los viajeros no deben ser arrastrados, sino persuadidos. Y solamente podrá per­suadirlos alguien, desde dentro, que esté dispuesto a correr la misma suerte. De lo contrario, nos expondríamos a pro­vocar una auténtica rebelión de nefastas consecuencias.

—Deseo cobrar, según lo convenido, por adelantado —dije.

—Depositaremos el dinero donde usted precise, pero solamente lo haremos cuando haya entrado en el autobús.

Dije que entregaran el dinero a Elena María Roma. —¿Y de qué te servirá este dinero? —me preguntó Ele­

na—. En caso de que sobrevivas y una vez que el autobús haya sido destruido, ¿qué supones que harán con vosotros?

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—Nos mantendrán alejados hasta que pase el período de cuarentena. Entonces volveré a reunirme contigo.

Los científicos trabajaban contra reloj. Sin éxito. Al ama­necer, me despedí de Elena, le di los últimos consejos: «Guarda el dinero en un lugar seguro, y confía en mí». Los soldados levantaron el precinto, como solían hacer para entregar diariamente el agua y los alimentos, y subí al au­tobús.

Los vivos permanecían en el primer piso, los muertos eran depositados en el segundo. Los vivos éramos treinta y nueve, los muertos diecisiete. Nada más verme, pregun­taron con avidez:

—¿Es usted médico? Les dije la verdad: que no era médico, sino escritor. —¿Y para qué necesitamos un escritor? ¿Acaso piensa

contar lo que nos está sucediendo? Ariesga su vida en vano, nadie le creerá.

Para comunicar su descontento a los que estaban fuera, empezaron a gritar. Se organizaban como si formaran parte del coro de una iglesia, y un hombre con sombrero tirolés simulaba dirigir la orquesta. De esta manera conseguían que sus aullidos colectivos resultaran mucho más eficaces. Los soldados respondieron a estas manifestaciones de pro­testa disparando al aire.

—He venido —dije, cuando tuve ocasión— a ayudarles. — ¿Cómo puede ayudarnos, si sólo sirve para escribir?

—inquirió una mujer. —Precisamente por eso —repliqué con aire misterioso.

Mi actitud despertó cierta curiosidad hostil. —Expliqúese. —Los científicos no consiguen encontrar el virus que

origina la epidemia —dije. —Ya lo sabemos.

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—¿Cuáles son los síntomas? —pregunté. —Fulminantes. —¿Sabe usted jugar a la canasta? —me preguntó una

viejecita. Le dije que sí. — ¡Nos lo envían para que juguemos a la canasta! —co­

mentó un joven con sarcasmo. —Yo estuve en París —dije con reticente desenvoltura.

Mis palabras hicieron un efecto inmediato. Me miraban con asombro y admiración.

—¿Sobrevivió? Consideré obvio responder. —Tengo una hipótesis particular sobre las causas de la

epidemia, y he trabajado extraoficialmente para comba­tirla —dije.

—Hable, hable —dijo el hombre del sombrero tirolés. En aquel momento, una joven oficinista se desplomó.

— ¡Vamos! —ordenó el hombre del sombrero tirolés—. ¡ Les toca a ustedes dos! ¡ Súbanla al segundo piso!

— ¡Un momento! —intervine—. Es necesario que vea a la víctima.

Cuando acabé el examen, dije escuetamente: —Que la suban. —¿Ha averiguado algo? —me preguntaron. —En mi opinión —dije—, esta joven todavía no está

muerta. —¿Sigue latiendo el corazón? —El corazón está paralizado —informé—. Biológica­

mente, debemos convenir en que los síntomas de la epide­mia son lo más parecido a la muerte súbita. Mi hipótesis es, desde luego, aventurada. Yo creo que se trata de una muerte... simulada.

Mis palabras promovieron un gran revuelo.

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TRECE VECES TRECE 109

—¿Duda usted de la autenticidad de unos cadáveres que... hasta huelen mal?

—Si el subconsciente se obtina en simular la muerte, puede conseguirlo con tal perfección que el individuo aca­be estado realmente muerto —repliqué.

—Entonces, ¿no existe un virus? —Calma —dije—. Es evidente que los científicos buscan

un virus. Y no lo han encontrado. No lo han encontrado porque su terreno de exploración no es aquel donde el virus opera.

—Es como si buscaran rinocerontes en el Polo Norte —sugirió un hombrecillo de lentes.

—Exacto —aprobé con satisfacción. —¿En qué terreno deben buscar? —A mi entender, las causas que acaban produciendo la

muerte definitiva son de origen psicológico. Actúan con tal autoridad sobre los centros nerviosos que bloquean toda actividad orgánica.

—¿Y el virus? —A ustedes les ha extrañado que sea yo, un escritor, el

hombre designado para ayudarles. Pues bien, les revelaré el motivo de mi elección y mi venida desde París...

Hice una pausa, y añadí tranquilamente: —Los médicos han pensado que, puesto que ellos nada

podían hacer, tampoco se perdía nada haciéndose eco de la hipótesis de un profano. Sobre todo, teniendo en cuenta que este profano es uno de los escasos supervivientes de la epidemia que azotó París.

—¿Y cuál es su hipótesis, señor? —me preguntó el hom­bre del sombrero tirolés.

—Creo que la causa de esta epidemia es... un virus li­terario.

Mis palabras no suscitaron ninguna protesta, contraria-

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mente a lo que yo había previsto. Las aceptaban con asom­bro, pero las aceptaban. Por otra parte, sabían que no les quedaba opción.

—Ahora bien —seguí hablando—, existen innumerables virus literarios y se trata de aislar el que nos interesa. A di­ferencia de los científicos, no contamos con microscopios ni con probetas. Mi laboratorio será este autobús, y trabajaré, con el permiso de ustedes, sobre un material humano. Ten­go algunas ideas preconcebidas, pero no es un procedimien­to ortodoxamente científico partir de la hipótesis que quie­re verse confirmada. Solamente hay un punto que me pa­rece indiscutible. Si se trata de un virus literario, el virus en cuestión, a juzgar por sus peculiares consecuencias, sólo puede provenir de un género de literatura determinado: los cuentos y novelas de terror.

—¿Y es perjudicial jugar a la baraja? —me preguntó la viejecita.

—Todavía no sabemos nada, pero en principio no creo que sea perjudicial.

Hiieron que la viejecita se callara, y me pidieron que empezara a actuar. Me dirigí al hombrecillo de gafas, que parecía muy bien predispuesto, y le pregunté si deseaba someterse a la prueba.

—¿Qué clase de prueba?... —preguntó con inquietud. —Una prueba literaria. —Trabajo en una notaría —dijo el hombrecillo— y estoy

especializado en la redacción de contratos para sociedades anónimas. Desde luego, no hago faltas de ortografía. Si acaso, los acentos...

—Es una prueba oral —dije—. Quiero que nos cuente a todos nosotros un relato de terror, el primero que se le ocurra. Todos los que estamos aquí, de ser ciertas mis su-

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TRECE VECES TRECE 111

posiciones, manifestaremos una determinada predisposi­ción...

—¿Y si no se me ocurre ninguno? —Alguno se le ocurrirá. El hombrecillo sacó un pañuelo, y se limpió los crista­

les de las gafas. Cuando se las puso, nos vio a todos con­templarle desde los asientos del primer piso del autobús. Empezó la narración:

—Bueno... verán... no sé... yo creo que... por ejemplo... verán... una bolita, eso es.

Y sonrió beatíficamente. —La bolita amarilla rodó hasta tocar la bola verde e im­

pulsarla hacia la bola roja —empezó con entusiasmo—. La bolita amarilla siguió su curso hasta caer en el agujero. Después la bola verde desplazó a la bola roja que hasta entonces no se había movido. La bola roja rodó a su vez hacia el agujero, pero no llegó a caer. Sacaron del agujero la bola amarilla y la lanzaron de nuevo contra la bola roja.

— ¡Basta! —interrumpió el hombre del sombrero tiro­lés—. ¡Le han dicho a usted que nos cuente una historia de terror y no una partida de bolas!

—Sería mejor —sugirió la viejecita— que nos contara una partida de cartas...

—Yo hago lo que buenamente puedo —dijo el hombre­cillo de los lentes.

—Siga, siga usted —le rogué—. Quizá su historia no re­sulte terrorífica, pero es interesante.

El hombrecillo sonrió halagado. —Es interesante y terrorífica —dijo mirándonos con fas­

cinación. —Yo creo que nos está tomando el pelo —dijo el hom­

bre del sombrero tirolés.

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Le pedí que se callara. —La bola verde rodó esta vez tropezando en la bolita

amarilla y ésta cayó al agujero. La bola verde se detuvo. La bolita roja se movió. Entonces pusieron en juego una bola más. Era azul. La bola azul rodó. La bola verde rodó. La bolita azul y la bolita verde chocaron. La bolita roja rodó sin detenerse en el lugar donde la tierra estaba húme­da y continuó rodando porque el suelo se hundía allí, hasta que una ramita seca detuvo la carrera de la bolita roja.

El hombrecillo hizo una pausa. —Siga, siga —le dije. —No puedo —contestó. — ¡Ahora que empezaba a interesarme esta historia de

las bolas! —lamentó el hombre del sombrero tirolés. —¿Y por qué no puede? —pregunté al hombrecillo de

gafas. Sonrió y se encogió de hombros. —La historia no se ha terminado —dije yo. —Sí, sí. Se ha terminado —me dijo él. —Usted sabe que no ha terminado —insistí. —Le aseguro que sí —rae dijo. — ¡Miente! —repliqué con violencia. Palideció. —¡Usted miente! —volví a decirle, y cogiéndole por los

hombros le zarandeé. —No puedo seguir —me dijo suplicante. —Tiene miedo, ¿eh? —Sí, tengo miedo —admitió. —¿Por qué? ¿Por qué nos ha contado esta historia? No contestó. —¿Por qué esta historia de las bolitas que ruedan sobre

un terreno húmedo? —El terreno está húmedo porque ha empezado a llover

—dijo.

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TRECE VECES TRECE 113

—Pero, ¿por qué esta historia? —pregunté con desespe­ración—. Compréndalo, en su mano está ayudar a sus com­pañeros.

Reflexionó. —Si lo desean —dijo al fin—, acabaré. En realidad, se

me ha ocurrido este cuento, y no sé por qué. Verán... La bola amarilla se puso en movimiento. La bola roja no tocó a la bola amarilla, ni a la bola verde, ni a la azul. La bola azul rodaba, rodaba. Y se acabó el juego porque, como les he dicho antes, empezó a llover. Recogieron las bolas: la roja, la verde, la azul y la amarilla. Esta última la saca­ron del agujero, y abandonaron aquel lugar.

—Bien, ¿no ve? —dije—. Ya está. Ahora díganos la razón por la que estas bolas que rodaban por un terreno húmedo le provocaban miedo.

—El cuento ya se acabó —me recordó el hombrecillo. —Pero usted puede dar una explicación —dije retenién­

dole. —No, no, por favor... —Las bolas que rodaban sobre un terreno húmedo le

aterrorizaban, y yo conozco la causa. —No hay ninguna causa, no puede haberla... — ¡Sí! ¡Hay una! —grité—. ¿No sería que usted estaba

en aquel lugar? —No lo había visto nunca —me dijo débilmente. —No lo había visto nunca— concluí—, porque usted es­

taba enterrado debajo. Apenas tuvo tiempo para asentir, lo vimos tambalearse,

estirar los brazos y caer. — ¡Vamos! ¡Les toca a ustedes dos! —ordenó el hom­

bre del sombrero tirolés—. ¡Arriba con él! A no ser que... Se volvió a mí y añadió: —A no ser que le sea todavía de alguna utilidad...

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—No —dije—. Pueden subirlo. Mi hipótesis se ha con­firmado.

Levantaron el precinto, y me llamaron. El soldado, con guantes y con máscara protectora, me hizo saber que el Alto Mando se impacientaba. Les prometí que pondría en marcha el autobús aquella misma noche, y que lo destrui­ría en el descampado al amanecer.

—Bien. Conviene que lo haga cuanto antes. ¿Tiene la bomba? ¿Conoce las instrucciones para su uso? Tenga en cuenta que nadie debe dispersarse. Esperen órdenes. Nada más. Ah, sí. Sólo una advertencia de índole personal, por si le interesa. La joven que llegó con usted a la ciudad ha desaparecido en cuanto tuvo el dinero en su poder. Mucho nos tememos que le haya hecho una mala jugada, a no ser que...

—Sabía que sería así —dije, y no pude disimular cier­ta amargura.

—Si estaba previsto, es distinto —dijo el soldado. Cuan­do se disponía a colocar de nuevo el preciento, le entregué un papel. Lo leyó con asombro.

—No pondré en marcha el autobús hasta que me traigan estos libros. Diga usted que son imprescindibles para mi táctica de persuasión.

—Me saludó militarmente, y se alejó. —¿Ha comunicado su hallazgo? —me preguntó el hom­

bre del sombrero tirolés. Asentí. —Creo —me dijo él— que nosotros también tenemos

derecho a saber algo... —Así es. He identificado el virus literario —anuncié—.

Se trata de una enfermedad que de ahora en adelante, de­nominaremos «enfermedad de Poe». Sus síntomas son un

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TRECE VECES TRECE 115

miedo inconsciente a ser enterrado vivo. En todos ustedes está el germen, ¿no es verdad?

Evidentemente dijeron que sí, que todos habían sentido esta clase de miedo.

—Lo supuse desde el primer instante —seguí diciendo—. De hecho era revelador que los brotes de epidemia se pro­dujesen precisamente en lugares cerrados, donde la claustro­fobia se agudiza, como por ejemplo en este autobús.

—¿Tenemos salvación? —preguntaron con ansiedad. —El miedo produce una descarga de adrenalina en el

organismo. Esta descarga nos intoxica. En el caso de la enfermedad de Poe, la intoxicación, desencadenada por un resorte psicológico, llega a ser mortal.

—Pero yo no he leído nunca a Poe —me dijo el hombre del sombrero tirolés.

—Precisamente ahí reside el peligro. Su organismo no está debidamente preparado para reaccionar. No ha tenido ocasión de crear anticuerpos. Está a merced de la epidemia. Yo, por ejemplo, había leído muchos cuentos terroríficos de Edgar Alian Poe y creo que ésta ha sido la causa de que pudiera sobrevivir a la epidemia de París.

—¿Y haber jugado mucho a las cartas, no puede ser­me de utilidad? —preguntó la viejecita. Le dije que no.

—¿Qué podemos hacer?

—Haremos dos cosas —dije—. La primera de ellas es vacunarles a todos ustedes. Dentro de poco, me traerán va­rios volúmenes de los obras de Edgar Alian Poe. Deben leer los cuentos que yo les indique, y concentrarse mucho. Nuestro amigo el hombrecillo de los lentes se habría sal­vado si hubiera tenido el valor de confesarse abiertamente la causa de su miedo. Es preciso hacer frente a la obsesión.

Mi elocuencia me sorprendió, yo mismo comenzaba a estar convencido de lo que decía. Me oía con complacencia,

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y por otra parte no deseaba pensar en Elena María Roma, la mujer que había estado enamorada de mí.

—La segunda cosa que haremos en seguida —continué— será poner en marcha el autobús, y conducirlo lejos de estas casas que nos circundan y que sólo pueden contribuir a agravar la situación. Necesitamos aire libre.

— ¡ ¡ Aire libre! ! —gritaron todos con entusiasmo.

—Sacaremos el autobús de la ciudad, y podremos salir. — ¡¡Salir!! —Salir, y estirar las piernas —dije sonriendo. Y todos

rompieron a reír como niños.

—Pero sin desmandarse —advertí. Los soldados levantaron el precinto, y dejaron dentro del

autobús los libros. Los viajeros se abalanzaron sobre ellos, anticipándose a mi iniciativa, y arrancaron las hojas al azar. Después, cada uno se agazapó en su asiento, y empe­zaron a leer en alta voz, como si rezasen. Nunca había visto a nadie con un fervor similar. Entonces entré en la cabina reservada al conductor y arranqué. Los soldados se apar­taron para dejarnos paso. Y en medio de la noche, el autobús de dos pisos recorrió las calles solitarias hasta dejar atrás la ciudad.

Ya no oigo las oraciones literarias de estos infelices. Ima­gino que llevo tan sólo un cargamento de cadáveres. Por otra parte, tengo la impresión de que el autobús se ha detenido. Sin embargo, es evidente que sigue avanzando. Se desliza silencioso por un camino descendente de la mon­taña. Vuelvo la cabeza y veo a los viajeros: conservan las páginas en la mano y... sus labios se mueven ininterrumpi­damente. Compruebo con desazón que están vivos, y la visión de sus pálidos rostros gesticulantes es la última que tengo.

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El ruido se produce a intervalos regulares. Nunca, antes de ahora, he oído un ruido parecido. Golpes sordos, pisa­das o latidos, cada vez más lejanos. Lo reconozco, debía haberlo supuesto antes: son las últimas paletadas de tierra que caen sobre mi ataúd.

En definitiva, me lo tengo merecido. Por haber leído sin fe los relatos de Edgar Alian Poe.

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AL VOLVER DE LA ZETA

— ¡Espc.rooo! ¡Espc.rooo! —¿La oye? Es ella. Su voz me resulta inconfundible, a

pesar de la distancia. La reconocería entre un millón de voces, porque no tiene nada de humano. ¿El aullido de un cachorro? ¿Hay algo más humano que el aullido de un cachorro? No, no. Ella no grita para lamentarse, sino para hacerse oír. Más bien es como una sirena. Fría y penetrante. Atraviesa los muros, y deja un rastro helado. Pensará que hablo literariamente, ¿no es verdad? Sin embargo...

—¿Cuántos años hace que murió? —¿Quién? ¿Ella? Esperaba la pregunta. Sabía que us­

ted había adivinado. Basta con oírla una vez para compren­der. Lo que me asombra verdaderamente no es la distancia de tiempo sino la de espacio, porque está enterrada en el cementerio Oeste de la ciudad, y su nicho ocupa tan poco lugar, entre tantos nichos...

—¿Causas que provocaron la defunción? —Los días, al sucederse unos a otros sin interrupción. —¿Edad? —¿Ella o yo? Perdone, se refiere a ella, claro, a ella...

Era muy guapa y empezó a quedarse arrugada y escuálida, blanca...

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—Usted la recuerda muerta, y yo quiero que me hable de ella cuando todavía estaba viva.

—¿Le da miedo comprender? —No he venido a comprender sino a investigar. —Ya. Su misión es investigar... ¿Y quién tiene por mi­

sión comprender? ¿A quién le pagan para que compren­da? ¿A quién?

—Evidentemente existen algunos fallos en la estructura actual de la sociedad, pero trabajamos para que llegue al­gún día en que estos fallos sean subsanados. ¿Por qué grita?

—¿Ella? Oh, realmente... no sé... escuche... — ¡Espe... rooo! ¡Espe... rooo! —¿La oye? —Perfectamente. —Me alegra saber que también usted oye su voz. A veces

he temido que fuera tan sólo un producto de mi imagi­nación...

—¿Desde hace cuánto tiempo llama? —¿Ella? Oh, verá. Nunca he sabido bien. Pero creo

que... digamos que me llama desde que... —¿desde que murió? —Ya antes. Pero sobre todo ...Ya antes. —¿Antes? —Antes. Cuando ni siquiera existía, cuando todavía no

estaba muerta, y sobre todo... desde que está enterrada. —¿Intervalo? —No suelo cronometrar. ¿Es importante? —Pura rutina. Creo haber cumplido. Me voy. —¿Tan pronto? ¿Desea tomar té? No se vaya todavía.

Oiga, ¿qué va a poner en el informe? Quizá no tenga de­recho a saber, pero... usted la ha oído.

—Seré objetivo.

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—¿Desea tomar té? Me gustaría poder... —No, gracias. —Porque, ¿cómo conseguirá ser objetivo si no conoce la

historia desde un principio? —Conozco los hechos esenciales. —¿Esenciales? ¡Si ni siquiera sabe cómo empezó! —Ningún cazador sigue el rastro de la liebre que ha

matado. Mi informe sobre las causas es sólo un trámite. En realidad, las causas son residuos de las consecuencias. Soy consciente de las limitaciones de mi trabajo. No puedo alterar los acontecimientos. Pero informaré detalladamente sobre su caso, para que sea archivado con la debida aten­ción. ¿Hay ratas?

—¿Ratas? —Me había parecido oír ruidos en el pasillo... —¿Y si le pidiese un favor personal? ¿Y si le pidiera

que me dejara explicarle todo, desde mi punto de vista, naturalmente, antes que usted redacte su informe? ¿No ac­cedería a escucharme?

—Pero si usted habla sin responder a mis preguntas, ¿cómo va a adaptarse a las exigencias de un informe ob­jetivo?

—Intentaré adaptarme, en la medida en que ello sea po­sible, al «cuándo» y «cómo», escamoteando el «por qué», pero para hablar de ella me es imprescindible, por las razo­nes que llegado el momento usted comprenderá, empezar hablando de mí.

—Hágalo. —Siéntese. —No. Estoy mejor de pie.

—Los seres humanos siempre me han producido asco y aburrimiento. Cuando todavía necesitaba su dinero, tuve

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que hacer concesiones y llegar incluso a hablar con ellos. Dominar su repertorio de ideas me resultó fácil. Si decían «A», era preciso decir «B» para obtener «C». Si ofrecían «C», era preciso dar «B» para obtener «A». Existían va­riantes, desde luego. Algunos ejemplares habían evolucio­nado y exigían un tratamiento especial. La «A» corres­pondía a la «A», pero la fórmula continuaba siendo pobre y el juego me llenaba de hastío. Y cuando alguien, con provinciana pretensión, susurraba clandestinamente «F», yo esbozaba con el adecuado énfasis la posibilidad futura de «G». En ocasiones, para lograr mis propósitos, tuve que simular que compartía sus sórdidos sentimientos. Hasta que llegó un día en que ya no fue necesario participar en aquella danza de cangrejos. Había conseguido tener el talis­mán para desplazarme entre ellos, sobre la corteza terres­tre, eludiendo en lo posible su viscoso roce. Tenía dinero.

—Perdone que le interrumpa, pero su discurso carece de interés para la elaboración del informe.

—De lo dicho se desprende, creo yo, que nunca había experimentado ninguna clase de atracción amorosa hacia mis... «semejantes». De ahí lo insólito de mi aventura.

—Concretemos. ¿Cuándo la vio por primera vez?

—¿Y si la verdad, la verdad objetiva que usted busca servilmente, no fuera concreta, sino vaga? ¿De qué nos serviría entonces concretar? Su informe, bien. Si se trata de su informe, diré que la vi por vez primera en el salón de un hotel. El salón estaba repleto de gente, y parecía inmenso porque las paredes estaban cubiertas por gigan­tescos espejos. Las risas, las voces y el contacto físico me aturdían, y a través de aquella niebla de alientos y transpi­raciones la vi. Era maravillosa, y daba la impresión de estar tan angustiada como yo. Me dirigió una mirada suplicante,

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y sonrió. No puedo precisar si fui yo quien sonrió primero o fue ella...

—Esta clase de detalles no suelen registrarse, y también le ruego que se explique menos literariamente y con mayor concisión.

—Decidí abordarla, y fui hacia ella. Tuve la sensación de que ella también venía hacia mí. Recuerdo que, de pron­to, me encontré ante un rostro que me sonreía, y que no era el de ella, sino un rostro vulgar, redondo y sanguíneo. Comprendí que aquel hombre había interpretado mi son­risa como un gesto de simpatía hacia él y correspondía. Cuando me dejó paso, era demasiado tarde. No logré en­contrarla. La mujer había desaparecido. Supuse que habría abandonando el hotel, y me precipité fuera. El conserje me dijo que no había visto salir a ninguna dama y probable­mente notó mi decepción...

—Pasemos por alto la historia de amor. Las historias de este tipo no tienen cabida en los informes. Dígame, ¿cuán­do la vio por última vez?

—¿Quiere usted decir cuándo la vi por última vez... viva?

—Exactamente. —Paseaba por las afueras de la ciudad, rehuyendo como

de costumbre a la gente, cuando me detuve ante la venta­na de una casa de ladrillo rojo. Durante la fracción de un segundo, ella me sonrió desde el otro lado de los cristales. A pesar de que la casa parecía deshabitada, llamé a la puerta y no tardaron en abrirme. Y una mujer despeinada y amarillenta me informó de que «allí no vivía ninguna mujer», y los vecinos confirmaron más tarde el testimonio de la inquilina de la casa de ladrillo rojo. «Vive sola desde hace muchos años», me dijeron. Volví cada día a la casa de ladrillo rojo. Detrás de los cristales me esperaba la

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mujer despeinada y amarillenta. El último día me anuncia­ron que había muerto. Esto me impresionó y decidí no vol­ver por allí.

—Pero volvió... —Es evidente que volví, puesto que estoy aquí. — ¡Espee... rooo! ¡Espee... rooo! —¿Qué dice? —¿No la oye? —Dice que espera. —Eso dice. ¿Cómo supieron que estaba aquí? ¿Cómo

dieron conmigo? Había tomado todas las precauciones... Y la casa está abandonada. Realmente...

—Recibimos ciertos informes, y me enviaron para con­firmarlos.

—¿Informes? ¿Qué clase de informes? ¿Acaso los veci­nos? ¿Cómo han podido oír ellos? ¡Con sus radios, sus televisores, su ruido particular! ¿Ve usted aquella venta­na? Alguien, antes de que yo viniera, la cerró con tablas. Y esa persona, a quien no conozco ni nunca conoceré, me ha hecho un gran favor. Porque si esa ventana estuviera abierta...

—¿Tendría miedo? —Sí. De ver su cara... como el último día... antes de

que... —Pero la ventana está cerrada. —En efecto, y siento agradecimiento por alguien a quien

no conozco. Hágalo constar así en su informe. —Escrupulosamente. —Es terrible permanecer en una cama, días y días inmó­

vil, ya ve. Afortunadamente no tengo un espejo. No hay espejos en esta habitación. Porque no resistiría a la tenta­ción de mirarme... ¿Comprende? Oh, perdone, ya, usted sólo investiga...

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—Me voy. —Me temo que se va sin saber nada, pero desea irse

cuanto antes, y no le culpo. Le comprendo... escuche... escuche... ¿la oye?

—Sí. —Me dice que la oye y sin embargo ella no ha gritado

esta vez. Usted dice que sí a todo, por comodidad. Y luego redactará el informe, para acabar cuanto antes. Y vendrán a buscarme sin tener en cuenta que...

—Le he prometido ser objetivo, y lo seré. —Y también quisiera... —Diga. —Si encontrase usted a una persona de confianza. Una

persona que se presentara a cortarme el cabello y las uñas. Quizá una monja. Verá, tengo un cuchillo, pero es inútil, no podría utilizarlo, ya lo ve...

—Haré lo que pueda. —Si usted hace por mí lo que pueda, será suficiente...

Tampoco le obligo desde luego a que se enfrente abierta­mente con el horror... Sólo deseo pedirle que, al salir, deje la puerta entreabierta, se lo ruego. De lo contrario, el am­biente se carga, es natural, y es preciso, al menos, un poco de higiene... Quizá se pregunte cómo...

—¿Cómo llegó hasta esta casa? —Arrastrándome. —¿No llamó la atención? —Esperaba la pregunta. Esta es una gran ciudad, y yo

todavía conservo el derecho a desplazarme. De todas las maneras, era de noche, lo juzgué más oportuno. Por civis­mo. Hubiera podido resultar un espectáculo repugnante... ¿Se va? ¿Eso es todo lo que deseaba saber? ¿Y si no pudiera irse? ¿Y si la puerta estuviera cerrada como un nicho, con cemento? ¿Y si de pronto se viera obligado a

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pasar la noche aquí, conmigo? ¿No dejaría usted de ser un funcionario para ser otra cosa? Para no ser nada, para sentirse anulado, tan anulado como yo...

—Si yo no pudiera salir, esa sería la prueba de que no estoy aquí, puesto que no habría podido entrar.

—Razona usted lógicamente, sin embargo... veo la avidez en sus ojos, y el miedo... ¿verdad, funcionario?

—Es absurdo. —Las cosas son lógicas o absurdas con la misma evi­

dencia con que son verdes o azules, lo cual no impide que estén ahí, ante nuestros ojos... o nuestros oídos...

— ¡Espee... rooo! ¡Espee... rooo! —Tengo prisa. —Porque usted lo sabe todo, ¿no es verdad? Pero no

quiere comprender nada. ¿La ha oído? ¿La ha oído? Sí, la ha oído. Y me ha visto a mí abrir la boca, y... gritar. Y usted sabe que no era ella la que gritaba, sino yo.

—Así pensaba consignarlo en el informe. —Usted sabe que, puesto que todos los seres humanos

me producían asco, sólo había una persona de la cual pu­diera enamorarme.

—De ella. —Y usted sabe que ella murió, y que en esta habitación

no hay espejos.

-—Así quedó consignado. —Su misión es investigar, pero pretendía irse sin levantar

la manta que me cubre. Si la levantara, sabría que soy una mujer.

—Así constaba en la información que había recibido. —Y sabe más cosas. Usted sabe que yo gritaba con la

voz de ella, y que ni ella ni yo hemos muerto, puesto que ella soy yo.

—En efecto, lo sabía.

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—Su proceder es deshonesto. Quiere hacerme creer que ha venido a redactar un informe objetivo, y no redactará ningún informe. Se limitará a decirles que estoy aquí para que vuelvan a buscarme...

—No, no. Le aseguro que me han pedido un informe, y se estudiará su caso... para actuar en... consecuencia... Tenga en cuenta que es un hecho sin precedentes... un he­cho digno de ser tomado en consideración...

—Pero usted no se refiere a lo esencial, y a ninguno de ustedes les interesa la historia de amor. Sólo les preocupa la aventura física de cómo he podido escaparme de mi nicho y llegar hasta aquí, desde el cementerio Oeste de la ciudad.

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I N S T A L A C I Ó N

—Eva, ¿duermes? —¿Has traído el agua? —Me he caído y se ha derramado casi toda... Entré en la tienda de campaña a gatas, y me tumbé

al lado de Eva. Le di la cantimplora. — ¡Pero si está vacía! —Ya te lo dije, he tropezado. —¿No llevabas la linterna? —Sí, la llevaba. Pero alguien ha tenido la absurda idea

de tenderme una trampa. Eva rompió a reír. —¿Has metido el pie en el agujero? —me preguntó. —He tropezado con un hilo de nilón. — ¡Qué calor! —exclamó Eva. —Ponte el traje de baño, y acompáñame a la fuente

—propuse. —No tengo ganas de vestirme —replicó. Volvió a reír. — ¡Vamos! —decidió súbitamente. Alzó las piernas y se

puso una de las piezas del bañador, se incorporó y se puso la otra. Salimos arrastrándonos.

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—Cuidado, es aquí —le advertí. Se agachó y pulsó el hilo tenso. —Sí, es de nilón. Mira, sale de aquella tienda y entra

en aquella otra. —Alguna pareja de bromistas —comenté. En la fuente estaba míster Rip, borracho. —Hace calor, ¿eh? —le dijo Eva. —¿Vienen a beber conmigo al bar? —preguntó él. Fuimos. —¿No ha venido Luis? —preguntó Rip al chico del bar.

El chico le dijo que Luis no había venido. —No importa —nos dijo Rip—. ¿Hay algo más real que

una ausencia? Brindamos por Luis. —Estará durmiendo —dijo el chico del bar. Todo el

mundo en el camping duerme a estas horas, y ustedes también tendrán que irse a dormir porque voy a cerrar.

—Al salir de mi tienda —explicó Rip con dificultad—, he tropezado con... con... una cuerda...

—Hay que andar por el camino —advirtó el chico. — ¡Pero si venía por el camino! —objetó Rip. —Es curioso —dije—. A Eva y a mí nos ocurrió igual. —Bueno, el último trago —propuso Rip. —Era un hilo de nilón —dijo Eva. —¿Dónde? —Al otro lado. —Pues yo tropecé junto a la carretera. — ¡ Qué bromas! —Lo siento —dijo el chico—, pero debo cerrar. Salimos. —Si le dijeran que apretando un millón moría un botón

y le daban un chino, ¿aceptaba? —dijo Rip. —Si me dieran un millón por apretar un botón, lo apre-

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taría con una condición: saber cuál es el chino que ha de morir —dije.

—Es usted un hombre responsable —me dijo Rip. — ¡Cuidado! —exclamó Eva—. ¡Otro hilo! — ¡Maldita sea! Puede uno romperse la cabeza... —No... no es razonable... —asintió Rip. Y luego añadió: — ¡ Vamos a mi roulotte, tengo botellas! —¿Habéis visto? —preguntó Eva. —¿Qué? —Cuando tropecé en el hilo, dos personas asomaron la

cabeza. —¿Asomaron la cabeza? —Cada una de su tienda. Estoy segura de que las dos

sostenían el hilo. Es raro, ¿no? Llegamos a la roulotte. —En los campings, debían instalarse teléfonos —sugirió

Rip—, hablaríamos desde las tiendas. —-Tumbados panza arriba —dijo Eva, y guiñó un ojo. — ¡ Qué guapa estás! —le dijo Rip. —Algún día podremos comunicarnos sin hilos —dije en

un arrebato de lucidez. — ¡Otra vez los hilos! —exclamó Eva. Nos habíamos sentado en las sillas de lona, cuando Eva

pidió agua, y Rip dijo que sólo tenía whisky. — ¡Hemos estado en la fuente y no hemos llenado la

cantimplora! —se lamentó Eva. —Iré a buscar agua —propuse yo. Salí. Volví con la cantimplora llena y Eva me dijo: —Rip ha intentado besarme. —Es normal que lo intentara —dije yo—. La cuestión es

saber si lo consiguió. —No lo conseguí —dijo Rip.

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132 GONZALO SUAREZ

Le di la cantimplora a Eva, y bebió. —¿Si le dieran un botón por apretar un chino para que

muriera un millón? —Oiga, Rip. ¿No cree que ya ha bebido demasiado?

—Todo es relativo. Más bien creo que usted ha bebido poco.

—Beber poco —argumenté —tiene una utilidad, beber demasiado no tiene ninguna.

— ¡ Cochino cartesiano! —gritó—. Si tiene en cuenta que soy un hombre mediocre, rutinario y además feo, ¿cómo quiere que se me ocurran ideas sublimes sin ayuda del alcohol?

—Las ideas que se le ocurren con el alcohol —objeté— no me parecen en modo alguno sublimes.

Se echó a reír. —Ustedes no saben lo que he hecho —dijo. —Lo que me gustaría saber —dije yo— es quién se ha

dedicado a colocar hilos de nilón por todo el camping. ¡He tropezado diez veces!

— ¡Precisamente...! —y Rip soltó una nueva carcajada. — ¡No me vas a decir que has colocado tú esos hilos!

—dijo Eva. —Precisamente —confesó Rip. —Caramba, ¿y con qué objeto? —pregunté extrañado. —Teléfono... teléfono... teléfono en el camping... —ex­

plicó Rip entre risotadas. —¿Has instalado líneas telefónicas? —preguntó Eva,

riendo también. —Eso es lo que he hecho —dijo con orgullo. Todos reímos. — ¡Qué broma tan absurda! —comenté. —Lo más absurdo —dijo— es que no es una broma. Es

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un auténtico teléfono, como cuando éramos niños, con dos botes vacíos unidos por un hilo tenso.

—¿Dos botes? —O dos cabezas. Dos cajas de resonancia, en definitiva... —Pero los botes estaban vacíos —objetó Eva. —¿Qué significa estar vacíos? —replicó Rip—. Estar

vacío es estar lleno de algo que no vemos. Aire o ideas, por ejemplo.

Luego añadió solemnemente: —Mientras los eruditos y los teóricos siguen su labor de

hormiga... Era tan incoherente como gracioso, y así se lo dije. —El problema estaba en utilizar un solo hilo que pasara

por todas las tiendas y uniera todas las cabezas, con objeto de que existiera una comunicación colectiva —dijo.

—¿Se trata del mismo hilo? —pregunté asombrado. —Muchos metros de un mismo hilo, y todavía queda el

carrete, ya te lo enseñaré —me dijo. — ¡Qué loco! ¿Y dónde empieza y dónde acaba tu ten­

dido telefónico? —Empieza en Luis —precisó—. Luego se extiende por

las tiendas individuales, entrando por la puerta, quedando prendido a la cabeza del durmiente y saliendo bajo la lona.

—Es una obra maestra —admití. —He unido unas doce cabezas, en los lugares más dis­

pares del camping, y pienso acabar el tendido aquí, en mi roulotte y en mi cabeza. Será una comunicación ininterrum­pida...

—Hasta que al amaneer todos se despierten con un hilo en la cabeza —dijo Eva, y reímos de nuevo.

—Lo extraño —comenté— es que hayas podido instalar

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tu teléfono, de cabeza en cabeza, sin que nadie se desper­tara.

—Entraba en las tiendas con sigilo, y si alguien se des­pertaba, le pedía disculpas, como si estuviera borracho y me iba a otra tienda.

—Una labor concienzuda. —Divertida —dijo Eva. —Y ahora debíamos volver a nuestra tienda —propu­

se yo. —Procuraremos no tropezar en tus cables —dijo Eva. —¿Y cómo conseguías fijar el hilo en las diferentes

cabezas? —pregunté antes de salir. Entonces nos enseñó sus instrumentos de trabajo, y Eva se desmayó al ver el martillo y los clavos.

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TRECE VECES TRECE

El profesor llamó a un investigador privado, y le propor­cionó una lista con trece nombres. Dijo que le interesaría localizar a alguna de aquellas trece personas. El investiga­dor preguntó al profesor si aquellas trece personas vivían en la ciudad, el profesor respondió que lo ignoraba. Mien­tras hablaban, un ratoncito correteó por la habitación. Como el profesor viera que el investigador había descu­bierto con asombro la presencia del pequeño roedor, le explicó:

—Viene a compartir la comida de los canarios. Tres de los trece nombres estaban incluidos en la guía

telefónica de la ciudad, según pudo comprobar el investi­gador. Y pensó que su tarea resultaría fácil. Empezó por visitar al señor Emilio Zanet, que vivía en una calle cén­trica. Descubrió no sin consternación que el señor Zanet había muerto hacía una semana, víctima de un accidente de tráfico. Pero su consternación se trocó en interés cuando la viuda del señor Enrique Viela, quinto nombre de la lista, le informó de que su marido había muerto hacía cuatro días... en un accidente de tráfico.

—¿Le atropello algún coche? —preguntó el investi­gador.

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—No. El automóvil que conducía cayó al mar. El tercer nombre de la guía telefónica correspondía tam­

bién a una persona muerta recientemente en accidente. Aunque esta vez se tratara de un obrero caído del andamio.

Entonces el investigador decidió cambiar de procedi­miento, y recurrió al archivo de sucesos. Después volvió a casa del profesor.

—He llevado a cabo la misión que me encomendó —dijo el investigador—, pero antes de comunicarle el resultado, permítame hacerle una pregunta ¿conocía usted a las trece personas de la lista?

—A ninguna de ellas —respondió el profesor. —Pues han sido localizadas. Tenían su lugar de residen­

cia en diferentes ciudades, pero todas poseen una caracte­rística común: han muerto.

El profesor acogió la noticia con visible impresión. —Muertas en accidente, recientemente —añadió el in­

vestigador. —Hay una película muy mal realizada, por cierto...

—divagó el profesor. —¿Cómo? ¿Qué dice? —Una película. De Huston. —Nunca voy al cine —dijo el investigador. El profesor abrió un cajón y sacó, una a una, trece car­

tas. Las depositó sobre la mesa. Las trece estaban escritas a máquina. Y en la misma máquina, a juzgar por las pecu­liaridades de la tipografía. Las trece contenían el mismo texto. Pero, al pie de cada uno de los trece textos, aparecía un nombre diferente. También 'mecanografiado.

—¿Cuándo recibió estas cartas? —preguntó el investi­gador.

—Hace tres días. Simultáneamente. El texto de las trece cartas era el siguiente:

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TRECE VECES TRECE 137

«Señor profesor, considero oportuno advertirle que corre usted tanto peligro como yo.»

—Ahora se trata de averiguar —dijo el profesor— qué tienen en común estas personas, además del hecho un tanto sintomático de haber muerto accidentalmente. También in­teresa saber la naturaleza de los accidentes.

Al cabo de trece días, el investigador había reunido todos los datos concernientes a las personas de la lista.

—Cecilia Borret. Veintitrés años. Institutriz. Estaba aso­mada al balcón con un niño en brazos. Tuvo un descuido fatal, y el niño cayó. Acto seguido, ella se tiró a la calle. Dos traseúntes fueron testigos y nada hace suponer que no se trate de un suicidio.

—Bien. Ricardo G. Rivas. —Las causas de su fallecimiento resultan más sospecho­

sas. Fue atropellada por un coche que se dio a la fuga, y no ha podido ser localizado.

—¿Profesión?

—Empleado de Banco. Su muerte es parecida a la del señor Zanet. Pero en este caso, el responsable se halla detenido. Un taxista. Otra muerte poco clara ha sido la de Margarita Haro: le cayó una teja y le abrió la cabeza. Enrique Viela no fue encontrado. El coche apareció com­pletamente destrozado, en el mar. Sonia Bardere tenía trece años. Víctima de emanaciones de gas. Alberto Prado se desplomó del andamio donde trabajaba, trece compa­ñeros le vieron caer. Se supone que sufrió un mareo.

— ¡Un momento! Sonia Bardere tenía trece años y Al­berto Prado cayó ante trece testigos. ¿No resulta una curio­sa coincidencia la obsesionante aparición del número trece? —dijo el profesor.

—¿Es usted supersticioso?

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—No, no. Al contrario, me gusta dormir en las habita­ciones número trece de los hoteles. Es más, mire...

El profesor abrió las puertas correderas, al fondo de la estancia, y el investigador pudo ver una enorme jaula colo­cada sobre una mesa de ping-pong.

—Tengo trece pájaros —dijo el profesor—. Y a cada uno le he dado un nombre y dos apellidos. ¿Ve aquel que tiene en las alas reflejos verdes? Se llama Ernesto. Ernes­to Pérez Lapa.

—Un nombre curioso, para un pájaro —comentó el investigador.

—Perdone la interrupción, y volvamos al trabajo —dijo el profesor, cerrando ruidosamente las puertas correderas.

—En fin, profesor. Aquí tiene usted mi informe. Para su tranquilidad, le diré que no he podido establecer ninguna relación entre las personas muertas, y desde luego garanti­zarle que en la mayoría de los casos estas personas han sido víctimas de auténticos accidentes. Por ejemplo, ahí tiene el caso de Jaime Gracia Rivas. Murió acribillado a ba­lazos por la policía, cuando intentaba huir. En esta ocasión nos vemos obligados a descartar la hipótesis de asesinato, al menos de... asesinato ilegal.

—¿Acribillado a balazos? ¿Cuántas balas? —¿Trece? ¡Qué imaginación tiene usted, profesor! He

reflexionado mucho sobre este caso, y he llegado a la con­clusión de que no parece tratarse de una amenaza seria, sino más bien de una broma. A todas luces es evidente que las cartas fueron escritas días después de que se produje­ran los accidentes, y que éstos no han sido provocados ni por una causa común ni por una sola persona...

—Pueden existir trece asesinos —sugirió el profesor, y sonrió.

—¿Una organización? Resultaría muy novelesco. Es más

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verosímil creer que alguien le ha gastado una broma de mal gusto. Alguien que tenía interés en proporcionarle que­braderos de cabeza. Alguien que se tomó el trabajo de re­coger en los periódicos los nombres aparecidos en la sec­ción de sucesos. Usted mejor que nadie, profesor, debe te­ner una idea de quién puede ser esa persona.

— ¡ La tengo! Sé que me odian. Son ellos. Y la amenaza es más seria y peligrosa de lo que usted pueda suponer —dijo el profesor.

—¿Ellos? —Sí, los trece. Acechan. Esperan el día de la liberación. —¿Se refiere a...? —balbuceó el investigador, abriendo

los ojos con incredulidad. —A ellos. No me cabe duda. ¿Quién si no? Hace tiempo

que observo el odio en sus ojos. Se agitan constantemente, provocan deliberadamente toda clase de ruidos, sólo para humillarme, para vengarse. Porque los tengo encerrados.

Abrió las puertas correderas. — ¡ Mírelos! El investigador se sintió desazonado. Comprobó que el

profesor miraba con auténtico odio a... sus trece pájaros. En seguida comprendió que el profesor, víctima de una absurda manía persecutoria, se había escrito las cartas a sí mismo. Comprendió que estaba trabajando para un en­fermo mental, y decidió acabar cuanto antes con aquella historia.

—Sólo hay una manera de evitar el peligro —dijo el profesor.

Hizo una pausa, y añadió: —Eliminarlos. Cerró las puertas correderas. —Uno a uno. Paseó por la habitación.

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—¿Qué opina usted? —preguntó al investigador. Este consideró que sería mejor seguirle la corriente, y además no le gustaban los pájaros.

—Elimínelos —dijo. Y, cuando se encontró en ]a calle, respiró aliviado. Sólo

entonces se dio cuenta hasta qué punto era sórdida la casa del profesor. Una casa apropiada para cosechar manías y obsesiones. Un manicomio hecho a la medida de su único internado.

No sabía cómo empezar, y optó por respetar el orden alfabético. Metió la mano en la jaula y sacó a Rodrigo Arro­yo Arroyo. Era amarillo. Los ojos, como cabezas de alfiler, le lanzaban un desafío. Cogió el frágil cuello, con el índice y el pulgar, y sacudió al pajarito, como si tratara de un termómetro.

Eso hizo el primer día, y se sintió más satisfecho. Al segundo día, llamó por teléfono al investigador y le dijo.

—Todavía no he empezado. En realidad, no sé qué pro­cedimiento utilizar. Me falta valor. Después de todo, los veo tan... indefensos.

El investigador estaba de mal humor, porque eran las seis de la mañana y había tenido que saltar de la cama para coger el teléfono.

— ¡Malditos pájaros! ¡Estrangúlelos! —Eso es precisamente lo que he hecho ayer con Rodri­

go Arroyo Arroyo. Me alegra que hayamos coincidido en este punto. Siempre había pensado que resultaría eficaz. Tenga en cuenta que son trece.

Por toda respuesta, el investigador colgó. Y volvió a la cama.

— ¡Está loco! ¡Completamente loco! —murmuró.

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Aquel día le tocaba el turno a Rafael Bardón Piragua. El profesor lo acarició antes de liquidarlo. Era un pájaro muy dócil.

Llamó al investigador. —Rafael Bardón Piragua ha muerto —anunció con or­

gullo. —Le ruego que no me vuelva a llamar hasta que no haya

acabado con todos —replicó con acritud el investigador. El profesor se mostró de acuerdo. Y al tercer día estran­

guló a Anacleto Fernando Ríos. Fue fácil, porque aquel era el pájaro más antipático y alborotador.

El cuarto día murió Luis García Fuente. El quinto, Ma­nuel García Cascada. El sexto, Felipe Hernández Remoli­no. El séptimo, José Huete Remo.

El profesor volvió a llamar al investigador privado: —A veces pienso —dijo— si serán culpables. —Seguro que lo son —respondió el investigador, abro­

chándose la chaqueta del pijama. —Me alegra que esté usted de acuerdo conmigo —dijo

eufórico el profesor—. No tenía ninguna duda al respecto pero deseaba pulsar su opinión. Sé que son culpables. Lo he visto en sus oios.

El otro había colgado. El número ocho, José Huete Remo, revoloteó, antes de

morir, por la habitación. El número nueve, José López Sal­pica, no ofreció resistencia. El número diez, Heriberto Mar­tínez Manantial, murió de muerte accidental: el profesor se sentó encima de él.

—¿Y tú, Pascual? ¿Tienes alguna esperanza? Pascual Osuna Corriente, número once, pasó a mejor

vida. Aquel día, como de costumbre, el profesor acudió pun­

tual al colegio. Al entrar en el aula, trató en vano de im-

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poner silencio. Los alumnos estaban muy excitados, e iban pupitre en pupitre alborotando.

—¿Qué ocurre? —preguntó el profesor. Rafael Bardón Piragua le informó: —En el tintero de Ernesto Pérez Lapa ha aparecido un

pájaro muerto. —Habrá entrado por la ventana —dijo el profesor. Todos querían tocar al pájaro, y el profesor lo cogió y lo

colocó en su mesa. —¿Habéis visto la pelíula de Hitchcock? —preguntó el

profesor. —No es apta para menores —dijo Manuel García Cas­

cada. —Imaginaos que unos pájaros se reúnen para mataros,

¿qué haríais? —Defendernos —dijo José Huete Remo. —Pero, ¿cómo os defenderíais? —Pues cogeríamos cada uno un fusil de perdigones y

mataríamos a los pájaros —sugirió Anacleto Fernando Ríos.

—¿Y si fueran trece? —preguntó el profesor, y escrutaba los rostros de sus trece alumnos.

—Mataríamos a los trece —contestaron al unísono. El profesor se puso en pie, se volvió hacia la pizarra

y dijo: —Imaginaos que vosotros sois los pájaros, y que vais a

atacar a... al... por ejemplo... al... señor Hitchcock... Los alumnos se rieron. —Imaginaos —siguió diciendo el profesor— que el señor

Hitchcock advierte vuestras intenciones y se apresta a defenderse. ¿Qué haría el señor Hitchcock para defen­derse?

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—Matarnos, desde luego —contestó Manuel García Cas­cada.

—¿Y qué haríais vosotros para defenderos del señor Hitchcock? —siguió preguntando el profesor.

— ¡Matarle antes a él! —respondieron con júbilo. — ¡Magnífico! —exclamó el profesor—. Haréis una re­

dacción sobre cómo mataría cada uno de vosotros al señor Hitchcock, si fuerais pájaros en lugar de niños. Ahora bien, debéis traer el ejercicio el próximo día. Y os las arreglaréis para que cada redacción no tenga más de cuatro líneas escritas a máquina.

Al día siguiente, el profesor estranguló al pájaro doce: Juan Palacios Lubina.

Los alumnos le entregaron los ejercicios. Antes de guar­darlos en su cartera, el profesor los contó.

—Falta uno —dijo. Volvió a contarlos. —Sólo hay doce. Veamos, ¿quién no ha hecho el ejer­

cicio? Ernesto Pérez Lapa se puso de pie. —Yo, señor profesor. —¿Y por qué? —Porque no soy un pájaro, y aunque lo fuera tampoco

mataría al señor Hitchcock. No quiero que nadie muera por mi culpa.

Y el chico se echó a llorar. —Ernesto Pérez Lapa —dijo el profesor— es un buen

ejemplo para la humanidad y habría que premiar sus exce­lentes sentimientos, pero no es un buen ejemplo para la clase, porque no ha cumplido con su deber. Por tanto, señor Pérez Lapa, se quedará usted conmigo hasta que haya hecho el ejercicio.

Y cuando estuvieron solos, el profesor dijo.

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—Veo Ernesto que flaqueas, y aunque comprendo tu es­tado de ánimo, me permito aconsejarte, una vez más, que hagas un esfuerzo para sobreponerte. Ya te advertí que no debías contar a nadie nada sobre la amistad que nos une. Estas son cosas de hombres, que las mujeres, por ejemplo, no aciertan a comprender. Y tampoco comprenderán tus compañeros. Por el contrario, cualquier cosa que digas, te acarreará nuevas desgracias.

—Las desgracias —dijo Ernesto Pérez Lapa— ya no pue­den ser mayores.

—Eso te parece a ti —replicó el profesor—, porque la querías, y lo comprendo. Yo nunca me opuse a que la quisieras, recuérdalo. Lo único que quise evitar es que ha­blaras, porque temía las consecuencias. Y no por mí, como pudieras creer, sino por ti, como has comprobado. Y ahora, dime, si fueras un pájaro...

•—No puedo dormir, no puedo comer, no puedo ni un solo momento dejar de pensar en ella.

—Dices las mismas tonterías que un adulto, Ernesto. Vamos, vamos. Siéntate, y trata de concentrar tu atención en el ejercicio que debes escribir.

—La veo muerta —siguió hablando Ernesto—. Muerta por mi culpa. Yo la maté.

El profesor le cogió por los hombros y dijo en un arre­bato:

— ¡Lo importante es que nadie conoce la causa del sui­cidio! Incluso creen que se trata de un accidente. Me cons­ta, porque he hecho investigar. Creen que Sonia tuvo un descuido, y dejó el gas abierto. ¿Comprendes? No hay ninguna carta, ningún testimonio. A nadie dijo lo que tú le habías dicho. Nadie ahora, salvo tú y yo, sabe nada. Y es preciso que nadie lo sepa jamás.

Y después añadió con más tranquilidad:

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—Tú has perdido algo que querías, pero en cambio sólo tienes trece años y puedes volverlo a encontrar. Yo en cambio, ¿sabes lo que he hecho? Mis pájaros. Como te lo prometí. Hoy has tenido la prueba. Ya nunca podré criar trece canarios como aquellos.

—No era necesario que los matara —dijo Ernesto. —Lo era. Debía solidarizarme con tu dolor. Y el amor

que les tenía me ayudó a matarlos, uno a uno, con odio. Esta noche mataré el último, y la jaula quedará vacía.

—Como yo —dijo Ernesto. A las seis de la mañana, el profesor llamó por teléfono al

investigador. —Le telefoneo, como usted me pidió. Hoy he estrangu­

lado al número trece, a Ernesto Pérez Lapa. — ¡Enhorabuena! —dijo al investigador—. ¡Imagino

que ahora podré al fin dormir tranquilo! —Sólo deseaba hacerle una última consulta. He encon­

trado al autor de los trece anónimos. Se trata de un alumno mío, un muchacho de trece años. Pedí que los trece chicos de la clase hicieran un ejercicio de redacción escrito a máquina, con objeto de confrontar la tipografía. Y no me cabe duda. He descubierto al muchacho que me amenazó.

—Ya le dije que se trataba de una broma —habló el investigador—:. No podía tener otra explicación.

—Pero es el caso —siguió diciendo el profesor— que temo haberme comportado con excesiva dureza.

— ¡ No se preocupe! ¡ Matar pájaros no es ningún crimen! —No le hablo de los pájaros, sino del muchacho. Me

han telefoneado del colegio para decirme que el chico no ha vuelto a casa. Todos están muy alarmados. Y lo peor es que, al sentirse descubierto, habló de suicidarse. ¡Ya sabe usted cómo son los chicos! Y este era un alumno muy

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impresionable. Desde luego, como todos, me odiaba. Pero era muy impresionable.

—Imagino que habrán dado parte a la policía —dijo el investigador.

—Sí, desde luego. Ya comprendo que usted no puede hacer nada por encontrarle. Pero, compréndame, me siento un poco responsable, me horrorizaría que sucediera algo irreparable. A fin de cuentas, era, como usted muy bien había supuesto, una broma. Pero, no obstante, me gustaría que usted mismo echara un vistazo a los ejercicios y com­probara si estoy en lo cierto.

—¿Cómo? ¿Quiere que vaya a esta hora? —Se lo ruego. He matado a trece pájaros inocentes —dijo

el profesor, conteniendo la risa—, pero ahora se trata de un muchacho, y un muchacho no es un pájaro, creo yo...

Y dicho esto, abrió la ventana y dejó que Ernesto Pérez Lapa, el pájaro número trece, que tenía aprisionado en la mano, volara en libertad.

El investigador llegó a casa del profesor cuando la luz del nuevo día todavía conservaba la palidez lunar.

— ¡Veamos los ejercicios! —dijo nada más entrar. El profesor abrió la cartera, y colocó trece hojas sobre

la mesa. —Las he mezclado todas, para no influenciarle. Así

podrá elegir la que usted crea que ha sido escrita con la misma máquina que utilizaron para los anónimos.

El investigador se mostró indignado. — ¡Me está usted tomando el pelo! —exclamó.

—Olvidaba advertirle —dijo el profesor— sobre la na­turaleza pintoresca de los ejercicios.

—¿Ejercicios? Estas hojas han sido escritas todas con la misma máquina y repiten un idéntico texto...

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— ¡No es posible! —dijo el profesor—. Debe existir un error de interpretación, ¡no es posible!

Y leyó: «Si alguno de nosotros trece ha sobrevivido, sólo tendrá

que volver a cantar desde su jaula para acabar con usted.» Apenas había leído aquel texto, tras las puertas correde­

ras, un canario empezó a cantar. —No es posible —musitó el profesor. Y, a pesar suyo,

avanzó y abrió las puertas. El investigador se quedó paralizado. —Mi mejor pájaro ha vuelto —dijo el profesor. El cadáver desnudo de Ernesto Pérez Lapa, alumno

número trece, estaba encogido dentro de su jaula.

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PLAN JAC CERO TRES

A la puerta, había un hombre vestido de blanco. Le pregunté dónde estaba el timbre, y me contestó que el timbre era él. Imaginé que me hablaba en sentido figurado, y le rogué que anunciara al Gran Ruperto Solís Escafandra mi visita. Me dijo que él se limitaba a desempeñar las funciones de su incumbencia, y me sugirió que le pellizcara la nariz. En un principio me negué.

—¿Qué le pasa a mi nariz? ¿Acaso no está limpia o no es suficientemente grande y resistente? —me preguntó, con evidente temor a perder su empleo. Respondí que no adver­tía ninguna deficiencia.

—En ese caso, señor, le ruego que me utilice. Le pellizqué, no sin aprensión, el apéndice nasal y emi­

tió un bonito sonido, potente y musical al mismo tiempo. A la llamada acudió un criado vestido de negro. Me pre­guntó si tenía concertada alguna cita con el Gran Ruperto Solís Escafandra, y asentí. Me hizo pasar.

En la habitación no había un solo mueble. —Siéntese —me dijo el criado, y me indicó la presencia

de una señorita que se acercaba a gatas. No me atreví a declinar la invitación, y me senté sobre la señorita. Lo hice con precaución, y el criado frunció el ceño:

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— ¿No le resulta cómodo el asiento? Dije que sí, y me arrellané sin prejuicios. —¿Desea escuchar un poco de música? Temí que se molestara si le decía que no, y dije que sí.

Entonces retorció brutalmente la oreja a un señor vestido de blanco que permanecía inmóvil en un rincón, y el señor, tras producir una serie de silbidos y gorjeos, empezó a interpretar una composición de Mozart, que sólo interrum­pió para darme la hora exacta y la guía comercial.

El Gran Ruperto Solís Escafandra me explicó: —He tratado de eludir el intrusionismo mecánico de los

artefactos que rigen nuestro universo particular, y humani­zarlos.

—Sin embargo —objeté—, los vestigios de esclavitud tienden a desaparecer y la dignidad...

—¿Esclavitud? —pareció muy divertido—. ¿Dignidad? Las personas a mi servicio desempeñan tareas útiles, sim­ples y fabulosamente retribuidas. Por ejemplo, yo nunca suelo recibir más de cinco visitas diarias. Pues bien, el hombre-timbre gana un millón cuatrocientas mil pesetas al año, por dejarse pellizcar cinco veces al día la nariz. ¿Co­noce usted algún funcionario u obrero especializado que gane un sue'do similar?

—No —dije—, y tampoco podía imaginar que existiese una fortuna tan inmensa como la suya, señor Gran Ruperto Solís Escafandra.

—No sólo es cuestión de dinero —replicó—, sino sobre todo el genio creador y realizador. Y ahora, ¿quiere decir cuál es el motivo de su visita?

—Al pronto le parecerá a usted un trivial asunto sen­timental, pero en realidad se trata de una productiva ma­niobra financiera.

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—Tanto mejor, porque me veo obligado a advertirle que mis honorarios son desorbitados. Compréndalo.

—Lo supongo, lo supongo. Dado su tren de vida. No obstante, confío en llegar a un acuerdo. Verá, he localizado a una joven viuda norteamericana, y es una mujer muy atractiva.

—¿Hasta qué punto? —Hasta setecientos millones de pesetas. —¿Y qué clase de crimen ha p'aneado? —El matrimonio. —El más peligroso —murmuró el Gran Ruperto—. ¿An­

tecedentes? —Un vulgar idilio en Chicago. Y algo de corresponden­

cia. Precisamente hoy recibí el telegrama que me confirma su llegada en el avión de mañana. Viene a Europa en busca de sensaciones. La esperaré en el aeropuerto, pero mucho me temo que tenga otros amigos...

—Competencia. —Ante todo, me gustaría... impresionarla. —Desde luego. —Y si es posible, hacerme indispensable. —Bien, bien —me dijo el Gran Ruperto—. Puedo hacer

algo por usted. Puedo conseguir, por ejemplo, que esa mujer quede deslumbrada ante su hombría, y tenga la sensación inmediata de que es incapaz ya de dar un paso en la vida sin su protección y compañía. Pero lo demás sólo de usted depende. Con ello quiero dejar bien sentado que, una vez realizado el trabajo, mis honorarios deben ser satisfechos. Tanto si usted ha sabido aprovechar las favo­rables circunstancias provocadas, como en el supuesto de que... fracasase.

Antes de comprometerme, quise naturalmente conocer los detalles de su plan.

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—En cuanto esa mujer descienda del avión, usted debe abordarla. La cogerá por el brazo y hará que le siga sin rechistar. Puede usted decir: «No se preocupe, no corre un gran peligro, confíe en mí. Luego le explicaré». Haga que un mozo se ocupe de llevar los equipajes al hotel, y diga que juzga conveniente dar un paseo por el campo. Debe hablar siempre a media voz, y mirar a un lado y a otro mientras habla, como si temiera que les estuvieran es­piando. Llegado el momento, susurrará: «He dejado mi coche entre unos matorrales».

—Pero, ¡yo no tengo coche! —interrumpí. —No importa. Yo me encargaré de que haya uno espe­

rando, fuera de la carretera, antes de llegar a la autopista. —El caso es que... no sé conducir. —Le dirá que conduzca ella, y llevándose la mano a la

sobaquera añadirá: «Necesito tener las manos libres». ¿Comprende? Pero antes ya habrá ocurrido algo...

—¿Algo? ¿Qué? —Cuando lleguen al lugar donde esté el coche, dispara­

rán sobre ustedes. Pero no se preocupe. El tirador será uno de mis hombres, y hará diferentes disparos... sin balas. Usted correrá en zig-zag hasta darle alcance: saltará sobre él, y puede propinarle una buena paliza, le pago bien.

—Oh, no, no... sólo simularé darle algún puñetazo... —No tenga escrúpulos y sea realista. Es importante.

Cuando el desconocido se haya desplomado, aparecerá otro individuo detrás de los matorra'es y se abalanzará sobre la mujer. Entonces usted gritará algo así: «¡Maldito! ¡Te daré tu merecido!», y correrá a salvarla. Puede resul­tar emocionante.

—¿No cree que tengo que correr demasiado? —El ejercicio le vendrá bien. No se preocupe, llegará a

tiempo de desembarazarla del segundo asaltante. A éste

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puede dejarle sin sentido al primer golpe. Inmediatamente hará que la mujer suba al coche, y entonces sucederá algo muy importante. ¿Cómo se llama usted?

—Jacinto. —Imposible. —Le aseguro que me llamo Jacinto. —De todas formas, no es posible. Hay que arreglar este

detalle. —Pero ella sabe que me llamo Jacinto... —añadí. —No importa. La gente del hampa le conoce por otro

nombre. Otro nombre. Déjame pensarlo... ¡Ya está! ¿Por dónde íbamos?

—Ella había subido al coche, y yo me llamo Jacinto. Entonces, al parecer, sucedía algo importante.

—¡Importantísimo! Encargaré a un especialista del gé­nero, a un auténtico profesional. Le aseguro que ella que­dará impresionada.

—¿No teme que estemos exagerando? —sugerí pruden­temente.

—Nada, nada. Hay que hacer las cosas bien hechas o no hacerlas. Precisamente será este el golpe maestro. Mi hombre se acercará a usted empuñando una pistola, y usted le esperará con las manos en alto.

—¿Otro? —Este no es otro. Este no se parece a ninguno. Es el

más impresionante que tengo. Cuando se haya acercado lo suficiente y sin que usted haya hecho un solo ademán, mi hombre quedará demudado, palidecerá, y dejará caer el arma, al tiempo que exclamará: «¡ Si eres Jac Cero Tres!» Entonces usted reirá con sorna y dirá: «Así es, mocoso. Yo soy Jac Cero Tres». El otro caerá de rodillas, y dirá: «Perdóname, Jac Cero Tres». Y usted dirá: «Jac Cero Tres te perdona, pero dime, ¿quién os paga?» Y él

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dirá: «No puedo decirlo, Jac Cero Tres». Y usted dirá: «Le conozco. Y puedes decirle de mi parte que Jac Cero Tres le envía saludos y le aconseja que deje en paz a esta mujer». ¿Qué le parece?

—Tendremos que ensayar. —Naturalmente. Lo demás es fácil: algunos muchachos.

se acercarán a pedirle autógrafos al bajar del coche, y un falso fotófrafo de prensa tirará algunas placas, mientras usted protesta y repite: «No tengo nada que declarar». ¿De acuerdo?

—Me parece una idea excelente. —La idea lo es, no cabe duda. Y de la actuación de mis

hombres respondo yo. Sólo puede fallarnos una cosa: usted.

—No soy ningún tonto. —Eso espero, porque de lo contrario va a verse negro

para pagar la suma de un millón cuatrocientas mil pesetas. Esa es la cifra a que ascienden mis honorarios. Me parece una cifra muy razonable, si tenemos en cuenta que voy a hacerle ganar setecientos millones.

Oprimió el ombligo de una joven medio desnuda, y pidió el contrato. Se lo trajeron y firmé.

—Ahora —me dijo— sólo nos resta preparar los últimos detalles: vestuario y psicología. ¿Ha leído a Dashiell Hammett? El mentón. Su barbilla es más bien huidiza. Podremos evitarlo si usted avanza la hilera de sus dientes hasta anteponerlos a los de la hilera superior. Así, muy bien.

—Pero no puedo hablar con normalidad —objeté. —Se acostumbrará.

Me acerqué a ella, y le dije: —No te preocupes, no corres ningún peligro grave, con­

fía en mí. Luego te explicaré.

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TRECE VECES TRECE 155

Y la arrastré hacia la salida. — ¿Y las maletas? —preguntó. —Ya he dado orden de que las lleven al hotel. Estaba bastante perpleja, y añadí: —Es preciso que me sigas. Será conveniente que demos

un paseo por el campo, para despistarlos. —¿Despistar? ¿A quién? —He dejado mi coche entre unos matorrales. Vamos. Salimos del aeropuerto. Yo miraba, simulando inquietud,

a un lado y a otro. —¿Buscas a algún amigo? —preguntó ella. —Es probable que sean algunos amigos los que estén

buscándonos a nosotros —contesté con énfasis. Creo que mi aire misterioso le resultó bastante con­

vincente. —Has cambiado mucho desde que no nos vemos —dijo.

A juzgar por el dolor que me producía la mandíbula en tensión, supuse que sí.

Llevábamos diez minutos andando, cuando preguntó: —¿Dónde has dejado el coche? —Allí —le dije. Y señalé los matorrales. Entones sonó

el primer disparo. Enseguida eché a correr, en zig-zag y pegando saltos, mientras el encargado de los tiros, que había abandonado su escondite, seguía disparando. Casi iba a echarme sobre él, cuando cayó fulminado. Me desconcertó, porque aquello no era lo previsto en los ensayos. Me paré sin saber qué hacer, y decidí volverme para defender a la mujer del segundo comparsa. Entonces la vi: con la pistola humeante en la mano.

—Pero ¿qué has hecho? —pregunté horrorizado. —Ese hombre quería matarnos —dijo escuetamente. — ¡Guarda la pistola —le ordené, mientras corría deses­

peradamente hacia ella.

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Llegué tarde. El segundo hombre del Gran Ruperto hizo su aparición y... cayó de espaldas, con un balazo en la frente. Salté sobre la mujer, y la hice entrar en el coche.

— ¡Rápido! ¡Tenemos que huir! —balbuceé. — ¡Qué emocionante! —dijo ella. Y en aquel momento

llegó el «enviado especial». Avanzaba apuntándonos con una pistola, y tenía realmente un aspecto impresionante. Yo levanté las manos, y me coloqué delante de la porte­zuela del automóvil, para cubrirle con mi cuerpo.

— ¡Apártate! —me susurró ella. —Espera, espera —le dije, volviendo la cabeza. Y, como

viera que mi compañera había sacado de nuevo la pistola del bolso, grité al hombre que se acercaba:

— ¡Corra! ¡Corra, desgraciado! ¡Que está armada! Entonces el tipo se puso lívido, como en el ensayo ge­

neral, y dejó caer el arma. — ¡Si eres Jac Cero Tres! —dijo. —No, no. No soy Jac Cero Tres —repliqué, tratando de

darle a entender con muecas y guiños que el plan había fallado.

— ¡Claro que eres Jac Cero Tres! —insistió un poco irritado.

—No, no soy Jac Cero Tres —volví a decir sin disimular mi angustia.

—Tú eres Jac Cero Tres! —me gritó con auténtica rabia.

Entonces ella asomó la cabeza por la ventanilla y pre­guntó :

—¿Qué pasa? Yo traté de sonreír, y le dije: —Nada. Este hombre es un campesino del lugar, y me

confunde con alguno de sus compañeros. El otro hizo un esfuerzo y volvió a entrar en situación:

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TRECE VECES TRECE 157

— ¡Sí, eres Jac Cero Tres —volvió a decir, dando pie a la réplica convenida. Sólo consiguió que interviniera la mujer:

—¿Qué desea usted, buen hombre? Eso le desconcertó bastante, pero luchó por no salirse

de situación: — ¡Es Jac Cero Tres! —dijo. Comprendí que se impo­

nía hacer algo, y decidí acabar cuanto antes. Para que se quedara satisfecho, le dije:

—Así es. Soy Jac Cero Tres. Y ahora vete. Pero en vez de irse, cayó de rodillas. — ¡Perdóname, Jac Cero Tres! —me suplicó. Ella salió del coche, y me preguntó: —Pero, ¿eres Jac Cero Tres o no eres Jac Cero Tres? El contestó: —Sí, señora. Este es Jac Cero Tres. Me volví hacia ella y le dije, guiñando un ojo: —No soy Jac Cero Tres, pero conviene seguirle la co­

rriente. —Pues si no eres Jac Cero Tres —concluyó ella— va­

monos de una vez. Y me arrastró hacia el coche. El otro, cumplidor de su

deber, y al comprobar que me iba a marchar sin decir la parte que me correspondía, imaginó que había olvidado el papel e improvisó un monólogo:

—Perdónanos, Jac Cero Tres, perdónanos. Y has de sa­ber que no puedo decirte quién nos paga para matar a la señorita.

Apenas pronuncio aquellas palabras, cuando mi compa­ñera echó mano a la pistola que guardaba en su bolso.

—¿Lo has oído? —me dijo muy excitada—. ¡Es uno de ellos!

— ¡Es un campesino! —repliqué yo.

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158 GONZALO SUAREZ

— ¡Es Jac Cero Tres! —dijo el otro con una testarudez digna de mejor causa.

Entonces creo que le dije: —Jac Cero Tres te perdona, y ahora vete. Y ella me dijo: —¿Cómo? ¿Le perdonas? ¡Pero si han intentado ma­

tarme! ¡Han intentado matarme, y tú le perdonas! — ¡ ¡ Sí! ! ¡ ¡ Le perdono! ! —grité, fuera de mí—. ¡ ¡ Le

perdono! ! ¡ ¡ Le perdono!! ¡ ¡ Vete en paz! ! ! ¡ ¡ Te per­dono ! ! ¡ ¡ Que Dios te proteja! ! ¡ ¡ Yo te perdono! !

Y antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, me encontré en el coche, sorteando árboles, hasta irrum­pir, sin saber cómo, en la carretera general. Para ser la primera vez que conducía, lo hice bastante bien: apenas tardé un cuarto de hora en ocupar la habitación número trece en uno de los hospitales de la ciudad. A mi llegada, según lo previsto había chiquillos e incluso varios fotógra­fos de verdad. Un mes después obtuve automáticamente una plaza de hombre-timbre en la puerta principal de la casa del Gran Ruperto Solís Escafandra. Las condiciones de mi contrato son excelentes. Al final, habré ganado un millón cuatrocientas mil pesetas, que es exactamente la can­tidad que debo al Gran Ruperto. Entonces tendré que bus­carme una nueva ocupación. La verdad sea dicha, salvo la natural molestia de permanecer de pie día y noche, el ofi­cio no es desagradable ni denigrante. Todos los que estamos al servicio del Gran Ruperto opinamos igual, y también sa­bemos que ningún otro trabajo decente nos permitiría llegar a disolver la deuda que con él hemos contraído.

El mayor inconveniente ]o constituyen las visitas, cada vez más frecuentes, de mi amiga la millonaria americana al Gran Ruperto Solís Escafandra. Últimamente viene cada día, y llama varias veces antes de entrar.

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I N C U R S I Ó N

—Entra. Lá puerta está abierta. Como ves, todo está en desorden. Puedes retirar los periódicos y sentarte en el sofá. No te esperaba tan pronto, pero me alegro de que hayas venido. ¡Me encuentro tan sola sin ti! María salió temprano, tenía que coger el autobús de las cuatro. Se fue sin pedirme permiso. Cuando vuelva, la regañaré. ¿Quieres que juguemos a las cartas? La baraja está en la estante­ría. Creo que falta un as, pero no importa.

Silencio. —¿Dónde estás, Ignacio? ¿No me oyes? ¿Eres tú, Igna­

cio! ¿Me oyes? —Sí, soy yo —dice Humberto desde el umbral. —Pasa, pasa y siéntate. Por un momento creí que ha­

bía sido el viento, pero me alegro de que hayas vuelto. ¡ Te esperaba! Pasa, pasa. Y cierra la puerta. Tengo frío. Ya ves, ¡qué triste primavera! Y María se fue sin encender la chimenea.

Humberto avanza dos pasos y el viento cierra de golpe la puerta. Un periódico se agita, como un ave moribunda, sobre la alfombra.

—No podremos jugar a las cartas porque falta un as. Seguramente lo perdió María haciendo solitarios. Pero

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160 GONZALO SUAREZ

puedes poner la televisión, pasaremos un buen rato. ¿Tie­nes hambre? Abre una lata de guisantes...

—No tengo hambre —dice Humberto. —Bien, no te quedes ahí parado. Haz algo. Pon la te­

levisión. ¡Vamos a divertirnos! El timbre del teléfono suena. La mujer, desde su sillón

de ruedas, coge el auricular. —¿Eres tú, Isabel? ¡Qué alegría! ¡Qué ganas tenía de

«verte»! ¿Cuándo? ¿Ahora? ¡Magnífico! ¡Vamos a di­vertirnos de verdad! ¿Sabes quién está aquí? ¡Ignacio! ¡Ha vuelto! ¡Estoy tan contenta! Dile al general que él también puede venir y traerse a su amiguita. ¿Botellas? ¡Excelente idea! ¿Te he dicho que ha vuelto Ignacio? Sí, está aquí, conmigo. ¿Quieres hablar con él? ¿No? Bien, os espero. ¡Nos divertiremos de verdad!

Humberto lanza una rápida mirada a la puerta de salida. —Oiga —dice de pronto a la mujer—. Escuche. ¿Oye

lo que yo oigo? —Ahora, al anochecer, el viento es más fuerte. Y yo

me pregunto por qué. ¿Qué tiene que ver el viento con la oscuridad? Pon la televisión. Vendrán Isabel y sus amigos. Gente muy simpática. Estoy segura de que te agradarán.

—Pero... ¿no oye a los perros? —No. Es el viento que entra por la chimenea. -—¿Y los perros? ¿No oye a los perros? —No tenemos perros. Y la puerta siempre está abierta... La mujer se revuelve inquieta en la silla de ruedas. —Abierta para ti —añade. —¿Quién es usted? —pregunta alguien desde lo alto de

la escalera que conduce a la segunda planta. Humberto ve a una joven que le mira con miedo. — ¡María! ¡Este es Ignacio! ¡Ha vuelto! Ignacio, esta

es María. María ¿no habías cogido el autobús de las cua-

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TRECE VECES TRECE 161

tro? ¿La ves, Ignacio? Es morena y guapa como yo cuan­do tenía su edad. Además tiene carácter. María, ¿quieres poner la televisión?

—Sí, señora. La joven haja la escalera. —Oiga, María —dice Humberto—. Dígame. ¿No oye la­

drar a los perros? María escucha atentamente. —No, señor.

—Pon la televisión, María. Y quédate con nosotros. ¿Verdad, Ignacio, que María es muy guapa?

—Sí, lo es —responde Humberto. En la pantalla del televisor aparecen imágenes desorde­

nadas, grises. «...padece angustia, insomnio...» —¿Se llama usted Ignacio? —pregunta María en voz

baja. —No. «...son las veintidós horas y dos minutos en un reloj

Colina...» Humberto se pone en pie sobresaltado. Fuera, un coche

acaba de detenerse y se oyen voces y risas. Llaman a la puerta. —Son ellos —anuncia María. Y es como si dijese: «No

se asuste usted. Solamente son ellos.» En efecto, son ellos. — ¡Elvira! ¡Elvira! —exclama nada más entrar el ge­

neral. Y se abalanza, como al frente de sus tropas, sobre la mujer del sillón de ruedas.

— ¡Ya estamos aquí, Elvira! —dice estúpidamente Isa­bel. Y su primo, Ricardito, repite:

— ¡Ya estamos aquí!

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La amiguita del general es la última en entrar y trata de poner en orden sus cabellos, despeinados por el viento.

—¿Ha venido tu amiguita, bribón? —pregunta Elvira al general.

—¿Quién? ¿Niní? ¡Aquí está Niní! —Buenas noches, Elvira —dice Niní. Y una oleada de

empalagoso perfume acompaña sus palabras. —Permítame que les advierta —dice Isabel— que, si

jugamos a las cartas, no seré yo quien se quite el sostén. —Pero, ¿cómo? —habla Elvira—. ¿No os lo he dicho?

¡Ha vuelto Ignacio! Humberto contiene la respiración. — ¡Ignacio! —exclama Isabel—. ¡Qué ganas teníamos

de conocerte! — ¡Caramba, eres muy guapo! Pero no te conviene en­

gordar más. —Hola, Ignacio —dice el general. —Hola —dice Niní. Y Ricardito, el primo de Isabel, estrecha la mano de

Humberto con afectada energía. —Hola, amigo —dice. —Es serio —dice Isabel—. ¿Habla? —Además, habla —dice Elvira. —Pero poco —precisa Ricardito. — ¡ Como los hombres! —exclama el general. Y Niní deja

escapar una risita nerviosa. Descorchan una botella. — ¡Vasos, María! —reclama Elvira. —Gracias, no bebo —dice Humberto. —¿No bebe? ¿Por qué? ¿El hígado? —pregunta Isabel. —Soy nervioso —responde Humberto. — ¡ Como los hombres! —exclama el general. —Yo sí bebo —dice Ricardito.

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TRECE VECES TRECE 163

El general sonríe a María. —«...rejuvenezca, florezca, reviva...» — ¡Maldita sea! —protesta Ricardito—. Ya vuelve a do-

lerme la muela. —¿Tienes aspirinas, Elvira? —¿Hay aspirinas, María? —Brindemos por nuestro hombre, ¡por Ignacio! —pro­

pone Isabel. — ¡Por Ignacio! —repiten todos. Y beben. —Para que se quede siempre en casa —murmura Elvira. De pronto llaman a la puerta. Humberto se estremece. —Es Cecilio Gallego —dice Isabel. — ¡Silencio! •—ordena el general—. No decid ni una pa­

labra. Enmudeced. Permaneced inmóviles, en vuestros pues­tos, como si no hubiera nadie en la casa, como si Elvira hubiera ido, por primera vez en diez años, a la ciudad, como si esto estuviera más deshabitado que un panteón, como si...

—Abre María —dice Elvira. Humberto se interpone. —No, no abra -—y desconecta la televisión, precisamente

cuando un locutor iba a dar la fórmula ideal para no mo­rir joven.

Vuelven a llamar a la puerta. —Es Cecilio Gallego, no hay duda —asegura Isabel. —Si le dejamos entrar —profetiza el general— nos ago­

biará con sus aburridas historias de exportaciones e im­portaciones. ..

—Y si viene con Matilde —dice Ricardito—, ¡tendré que bailar con ella!

— ¡ Una negra maldición habrá caído sobre la casa! —si­gue hablando el general.

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María abre la puerta. Entran Cecilio Gallego y Matilde, su esposa.

—Hola Elvira. ¿Qué hay, muchachos? Hemos visto el coche de Ricardito y he dicho a Matilde: «¡ Vamos a di­vertirnos esta noche con Elvira y sus amigos!»

— ¡Qué buena idea tuviste, Cecilio! —dice Isabel. — ¡Estupendo! ¡Estupendo! —exclama el general. —Ha vuelto Ignacio —dice Elvira. —¿Qué tal está usted, Ignacio? —saluda cortésmente

Cecilio Gallego. —Muy bien. ¿Y usted? —responde Humberto. Y des­

pués besa la mano a Matilde. —La luna tiene cerco. Mañana lloverá —dice Matilde. —¿Tiene cerco la luna? —pregunta Elvira. Cecilio Gallego, con la botella en la mano, se acerca a

Humberto. —No bebe —advierte Isabel—. Es nervioso. —Hoy en día, todos llevamos una vida muy agitada.

Mira —Cecilio Gallego saca un frasquito del bolsillo. Yo tomo estas pildoras y son excelentes. No atontan ni tam­poco excitan. Además favorecen la digestión.

—¿Le gustan los gatos, Niní? —pregunta Matilde. — ¡Los gatos! ¡Qué «horror»! ¡Me encantan! Elvira da unas palmadas. — ¡Propongo que empiece el juego! ¡Vamos a divertir­

nos! María, trae la baraja. —Y otra botella —dice Ricardito. Cecilio Gallego explica a Humberto los pormenores del

negocio que tiene entre manos. Humberto lo interrumpe: —Oiga, dígame. Cuando ustedes venían, ¿vieron algo? - ¿ A l g o ? —Algo... sospechoso. Algo... anormal.

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TRECE VECES TRECE 165

—¿Algo? ¿Algo? Nada, nada. No vimos nada —dice Cecilio Gallego, sorprendido.

—¿Y tampoco oyeron nada? —Verá, yo... —¿Viven ustedes cerca de aquí? —Así es. Muy cerca. —¿Y no vieron u oyeron algo fuera de lo corriente, algo

extraño, algo que les llamara la atención? —Hace una hermosa noche —dice Matilde—. Una noche

deliciosa. —Pero sopla viento —replica Elvira. —Es un viento caliente, excitante —precisa Isabel. Y

mira a Humberto. —Es un viento frío —replica Elvira. —Vinimos cogidos del brazo, como una pareja de ena­

morados —sigue diciendo Matilde. — ¡Bah! ¡Tonterías! —exclama púdicamente Cecilio

Gallego. —Entonces... ¿no oyeron ni vieron nada anormal? —in­

siste Humberto. — ¡Oh, sí! ¡Ya recuerdo! ¡Nada importante! Un zum­

bido. — ¡Mosquitos! —dice Ricardito. —No —dice Humberto—. Era el zumbido de los cables

eléctricos. —Sí, eso era —confirma Matilde. —¿Y no oyeron ni vieron nada más? —Un ruido que hacía cri, cri y otro ruido que hacía croa,

croa —dice Ricardito. —¿Ningún perro? —Puede que ladrara algún perro. Matilde no está muy segura. María abre la puerta y es­

cucha.

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—No se oye nada, señor. —Cierra la puerta, María —dice Elvira. —Y ven a sentarte a mi lado, pequeña —añade el ge­

neral. —¿Ha perdido usted a su perro? —pregunta Cecilio

Gallego. —Voy a contarles la historia de un animalito que se

fue nadando mar adentro y no volvió jamás —dice el ge­neral.

— ¡Calla, general! —ordena Elvira. ¡Vamos a diver­tirnos ! ¡ Guarda tus historias para luego!

Niní ríe. Ricardito la coge por la cintura. —¿Me querrás, Niní? — ¡Sube, Ignacio, sube! —llama Isabel desde lo alto de

la escalera. — ¡Suba, Ignacio! Isabel le llama —dice Matilde. —María, ¡la baraja! ¡Empieza la partida! Ricardito palmotea: — ¡Empieza la partida! — ¡Sube, Ignacio! —vuelve a llamar Isabel. Humberto sube la escalera. Abajo todos quedan hablan­

do. Cecilio Gallego tose. —Falta un as —dice Elvira. —El as de espadas —dice María. — ¡Cielo santo! —exclama Ricardito. ¡El sable del

general! Isabel y Humberto entran en un dormitorio del segundo

piso. Se sientan en la cama. —Verás, Ignacio —dice Isabel. Yo... —No soy Ignacio —dice Humberto. —Ya lo sé —dice Isabel. Todos lo sabemos. Ignacio

murió... Silencio.

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TRECE VECES TRECE 167

—La bomba acabó con todo. Hasta con ella... Silencio. —Ella no es un ser humano. ¿Has visto su rostro?

¿Has visto sus ojos? — ¡Ignacio! ¡Isabel! —llama Elvira. — ¡La partida va a comenzar! —anuncia Ricardito. Isabel acaricia a Humberto. —Ignacio! ¡Isabel! —llaman abajo.

—Vamos —dice Humberto. —Espera —Isabel trata de retenerle. — ¡Vamos! ¡Vamos! —¿Tienes miedo? ¿Quién eres? ¿De qué huyes? ¿Por

qué me miras de este modo? Si quisieras podría ser tuya. Porque te quiero. No me preguntes si mañana o pasado te seguiré queriendo. Pero ahora te quiero. Nada hay que me impida quererte y te quiero, Ignacio.

Humberto abre la ventana, como si necesitara respirar aire fresco. Después se vuelve hacia la mujer. Ha aflorado a sus labios una sonrisa triunfal.

— ¡No se oye a los perros! —dice—. ¡No se oye nada! — ¡Venid! ¡A jugar! ¡Tatitíii! —grita Ricardito. Niní, que se había sentado en la alfombra, se levanta

y se despereza como un felino. —Niní no juega —dice Ricardito. — ¡Es un juego tan complicado! —dice Niní. —Baila, entonces —dice el general. —¿Le pongo este disco? —pregunta María. —Sí, el de siempre —responde Niní. —Tengo escalofríos —dice Elvira. — ¡Baila, Niní! ¡Baila! Elvira reparte las cartas sin que nadie le preste atención.

Niní se contonea, siguiendo el ritmo, y su cuerpo se revela, como un pez todavía prendido al anzuelo, bajo el vestido.

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Mientras baila, Niní mira a Humberto. Este se levanta, se acerca a ella y la abraza.

— ¡Suéltala! —grita Ricardito divertido. —• ¡ No! ¡ No la suelte, joven! —dice el general — ¡Aprieta fuerte, fuerte! —dice Isabel. — ¡Que se te escapa! —dice Ricardito. — ¡Se te escapó! —dice Isabel. Humberto persigue a Niní por la estancia. — ¡Corre, Niní! ¡Que te cogen! — ¡Quítate los zapatos y corre! Niní se quita los zapatos. Humberto la alcanza y la vuel­

ve a abrazar. — ¡No la dejes escapar esta vez! —dice Isabel. — ¡Pórtese como un hombre, joven! —bromea solemne­

mente el general. — ¡Se escapó! ¡Se escapó! —exclama Ricardito. — ¡No la dejes escapar, Ignacio! ¡Ya es tuya! Pero Humberto tropieza en la alfombra y cae. — ¡Quítate el vestido, Niní! Niní se quita el vestido. —Lo importante —dice Cecilio Gallego a Elvira— es

estar al tanto. Para ello no hay nada mejor que tener ami­gos bien situados. Y aprovechar las oportunidades...

Humberto corre hacia la puerta de saüda. — ¡No se vaya usted, señor! —suplica María—. No nos

deje solos... Isabel se acerca a Humberto y le besa en la mejilla. —¿Jugamos? ¿Nos divertimos? ¡Vamos, empieza la

partida? —dice Elvira. —¿Por qué no se lo dijeron? ¿Por qué —pregunta Ma­

ría. —¿Qué querías que le dijéramos? —pregunta Isabel. — ¡Todo es tan divertido! —dice Ricardito.

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—Te diviertes, ¿verdad? —dice complacida Elvira. —Sí, ya lo ves. Niní es un hombre. —dice Isabel a Hum­

berto. Y el general rompe a reír. Elvira descuelga el teléfono y, sin marcar ningún núme­

ro, se lleva el auricular al oído. —¿Padre Santiago? —dice. Quiero confesarme. Para

no morir en pecado mortal. —Para salvar mi alma pecadora —dice Ricardito. —Aunque los demás nos vayamos al infierno —dice

Isabel. —En cada siglo la gente moría por algo, en nuestro

tiempo la gente muere gratis —dice el general. —Pero se pueden hacer buenas inversiones —dice Ceci­

lio Gallego. —Padre Santiago, ¿me oye? ¿Me oye, Padre Santiago? Isabel se vuelve hacia Humberto y le dice: — ¡Qué desgraciados y miserables somos! ¿Por qué nos

ha sido negada la felicidad? Silencio. Humberto, de pie ante la chimenea, dice: —Cumplimos con nuestro deber... — ¡Muy bien! —aprueba el general. — ¡Tatatíii! —grita Ricardito. —¿Pero, por qué? —Nuestro deber... — ¡ Tatatíii! —Cumplimos con nuestro deber de adhesión... Humberto se mordisquea los nudillos. —Cumplimos con nuestro deber de adhesión al prójimo

—dice. Y, de pronto, se transfigura: —¿Tú? ¿Yo? ¿Por qué? ¿Aquél? ¿Por qué aquél?

¿Y por qué íbamos a ser felices nosotros, vosotros, ellos? —¿Qué dice? —pregunta el general.

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—Está dando un discurso —dice sorprendido Cecilio Gallego.

— ¡Habla de la felicidad! —dice María maravillada. — ¡Tatatíii! —grita Ricardito. —Cumplimos con nuestro deber —repite el general! —¿Felices? —a Humberto le brillan los ojos. ¿Felices,

tú y yo? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Felices? — ¡Padre Santiago! —exclama Elvira. —¿Y por qué ibais a ser felices? ¿Y por qué ibais a sal­

varos? No sois felices, no eres feliz, no soy feliz... —Padre Santiago —murmura Elvira. —No hay derecho a que yo me salve, no hay derecho

a que tú te salves, no, no podemos, no debemos salvarnos. Es nuestro deber.

—Nuestro deber —asiente el general. —Penoso deber —repite Cecilio Gallego. —Lo sé. Lo he sabido antes de condenarme. Antes de

hundirme y hundirme, renegar y renegar, caer y caer, hasta quedar tan sin esperanza como tantos, porque yo no tenía derecho, no tenía derecho a escapar, no podía escapar, no puedo escapar, no debo huir, no tengo derecho a huir, no puedo escapar, no puedo escapar...

Humberto ha ido dejándose ganar por el pánico. Pare­ce estar acorralado.

—Ya habéis caído y no os podréis levantar, ya ha ter­minado la danza, ya he caído y no me quiero levantar. Que las luces vengan a mí hasta cegarme, porque no escaparé, no escaparé aunque desee hacerlo, aunque tenga esperan­zas de lograrlo, aunque lo logre. No tengo derecho y no escaparé...

— ¡Señor! ¡Señor! —le interrumpe María—. ¡Oigo a los perros! ¡Los perros! ¡Vienen los perros!

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TRECE VECES TRECE 171

—Verdaderamente, resulta curioso. Se oye a los perros —dice Cecilio Gallego.

—No son los perros —dice Humberto—, son los hilos metálicos, es el viento y el mar, es el croa croa de las ranas y el cri cri de los grillos, es el resplandor de la luna, son las llamaradas del incendio, el ruido expansivo de la bomba, los sables del general, las exportaciones e importa­ciones, los lamentos, los estornudos, el rocío de la noche...

—No, señor. ¡Son los perros! ¡Huya, por Dios! — ¡Vete, Ignacio! — ¡ Suba la escalera y salte por la ventana! — ¡Escóndete entre los árboles hasta que se hayan mar­

chado ! — ¡Date prisa! ¡Están aquí! —Soy un hombre sin prisa, sin razón, sin calma, sin ago­

bio, sin fortuna, sin amor. ¿A dónde podría ir sin tantas cosas? ¡Además, no tengo zapatos!

— ¡No tiene zapatos! — ¡Señor, los perros! —Huye, Ignacio. De pronto Humberto, lívido, sube corriendo las escale­

ras. Han llamado a la puerta. Niní abre. —Ha subido la escalera —dice. —Aquí no hay nadie, señores —dice María. —Ha subido la escalera —dice Matilde. —Es el viento —musita Elvira. Entran diez hombres con escafandras y guantes metálicos.

Arriba, Humberto lanza alaridos. Al cabo de un rato, los hombres reaparecen. Traen a Humberto embutido en una camisa de fuerza y con los labios sellados por una cinta adhesida que -reduce los gritos a ahogados mugidos. Se lo llevan.

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— ¡Adiós, Ignacio! —dice Niní con su más encantadora sonrisa.

— ¡Adiós, Ignacio! —dice Ricardito. —Buena suerte, joven —dice el general. —Curiosos muy curioso —dice Cecilio Gallego. —¿Y si fuera inocente? —pregunta Matilde. E Isabel grita: — ¡Te quiero, Ignacio! ¡Te quiero! — ¡Vamos! ¡Vamos! —dice Elvira—. ¡Empieza la par­

tida! Cierra la puerta, María. Antes de cerrar la puerta, María dice: — ¡Otra vez están fumigando la zona!

Personajes del drama

Elvira.—Paralítica y ciega, con el rostro y el cuerpo abra­sados, permanece en su sillón de ruedas.

María.—Es joven y bella. Sólo tiene un defecto visible: el muñón descarnado con el que ha empujado la puer­ta para cerrarla.

El General.—El uniforme almidonado le mantiene rígido. La nariz ha desaparecido, y el labio superior, tam­bién corroído, deja al descubierto una dentadura sin encías.

Niní.—Tiene el aspecto de una joven atractiva, pero a tra­vés de la piel de su vientre, azulada y transparente, se ven las visceras.

Ricardito.—Los brazos flácidos se bambolean caprichosa­mente a ambos lados del cuerpo. Del cuello de su camisa surge una ridicula cabeza viperina y bigo­tuda. Siempre sonríe.

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TRECE VECES TRECE 173

Cecilio Gallego.—La ausencia de cuero cabelludo descubre el hueso de la caja craneana. Los ojos, sin cejas ni pestañas, las fosas nasa'es y la ranura bucal for­man un diminuto rostro contraído sobre la barbilla huidiza.

v Matilde.—Es igual que su marido, pero usa vestidos de

mujer. Isabel.—Tiene la epidermis cubierta de escamas, y toda

ella huele a pescado. Humberto, también llamado Ignacio.—Es normal. Aunque

con toda probabilidad su organismo no ha resistido a la contaminación. No ha sido posible conocer con exactitud las causas que le impulsaron a realizar esta incursión en las zonas reservadas a los damni­ficados de la última bomba.

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TRECE VECES TRECE

se acabó de imprimir en Gráficas Arabí, de Torrejón de Ardoz (Madrid)

el día 1 de junio de 1972

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por un reducido sector intelec­tual, permanece virtualmente desconocida del gran público y silenciada por la crítica en general, aunque ha sido valo­rada al máximo por los pocos que la han leído y reiterada­mente citada, entonces, como caso ejemplar: es, de hecho, una obra para iniciados, para adeptos que se pasan de unos a otros los pocos ejemplares a mano, algo mágico y mara­villante. Confiamos en que es­te nuevo intento de desvelarla se verá coronado por el éxito y la luz, que no hay motivos para la oscuridad y la cata-cumba.

Trece veces trece se publi­có por primera vez en 1963. Es una colección de lo que su autor llama «mentiras de ver­dad», historias de muertos, de­mentes y aparecidos —o todo lo contrario—, de terror, an­gustia o humor negro. Del ab­surdo mundo en derredor. Una colección alucinada y aluci­nante.

Próximamente:

D. Cardona y R. F. Berasarte, Lingüística de la publicidad.

William Burroughs, Nova Express.

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