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DE “SUJETO SOMETIDO” A “SUJETO DE DERECHO”. EDUCACIÓN SOCIAL Y POLÍTICAS PÚBLICAS Psic. Víctor Giorgi “Siempre habrá distancia entre la sociedad instituyente y lo que está en cada momento instituido, y esta distancia no es un negativo ni un déficit es expresión de la creatividad de la historia, lo que impide cuajar para siempre en la “forma finalmente encontrada” de las relaciones sociales y de las actividades humanas, lo cual hace que una sociedad contenga siempre mas de lo que presenta” C. Castoriadis “Autonomía y Alienación”, 1983 (p. 195) Introducción. El tema y su contexto Los fenómenos de la pobreza y la exclusión han estado siempre presentes en América Latina. En la última década la aplicación de ciertos modelos socio – económicos llevo a que en la mayoría de los países el nivel de pobreza relativa se incrementara afectando especialmente a la población infantil, la desigualdad se amplió y sus mecanismos de reproducción tienden a consolidarse (CEPAL 2005) En Uruguay (1993 – 2003) el número de personas pobres se duplicó y el de indigentes tendió a triplicarse (2,6 veces mayor). Más del 50 % de los niños uruguayos viven en condiciones de pobreza (INE Encuesta Continua de Hogares 2003).

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Page 1: 5 Victor Giorgi

DE “SUJETO SOMETIDO” A “SUJETO DE DERECHO”.

EDUCACIÓN SOCIAL Y POLÍTICAS PÚBLICAS

Psic. Víctor Giorgi

“Siempre habrá distancia entre la sociedad instituyente

y lo que está en cada momento instituido, y esta

distancia no es un negativo ni un déficit es expresión

de la creatividad de la historia, lo que impide cuajar para

siempre en la “forma finalmente encontrada” de las

relaciones sociales y de las actividades humanas, lo cual hace

que una sociedad contenga siempre mas de lo que presenta”

C. Castoriadis “Autonomía y Alienación”, 1983 (p. 195)

Introducción. El tema y su contexto

Los fenómenos de la pobreza y la exclusión han estado siempre

presentes en América Latina. En la última década la aplicación de

ciertos modelos socio – económicos llevo a que en la mayoría de los

países el nivel de pobreza relativa se incrementara afectando

especialmente a la población infantil, la desigualdad se amplió y sus

mecanismos de reproducción tienden a consolidarse (CEPAL 2005)

En Uruguay (1993 – 2003) el número de personas pobres se duplicó y

el de indigentes tendió a triplicarse (2,6 veces mayor). Más del 50 %

de los niños uruguayos viven en condiciones de pobreza (INE

Encuesta Continua de Hogares 2003).

En el 2003 el desempleo alcanzo un promedio anual del 17 %. Si bien

esta cifra se ha reducido el cruzamiento con otros indicadores

confirma que los nuevos puestos de trabajo pertenecen al sector

informal caracterizado por su precariedad e inestabilidad ( PIT – CNT

2004).

La sociedad uruguaya sufrió un proceso de infantilización y

endurecimiento de la pobreza comprometiendo aspectos básicos

como la nutrición y alcanzando importantes niveles de exclusión.

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Se observa una creciente polarización social con segregación

territorial y disminución del relacionamiento entre personas de

diferente condición con la consiguiente inequidad en el acceso al

capital simbólico cultural del que dispone el conjunto social.

Dichos procesos se potencializan con la claudicación del Estado como

garante de los DDHH, la imposibilidad del tejido social de sostener un

creciente número de personas en situación de vulnerabilidad y

carencia desencadenando lo que hemos caracterizado como “proceso

de construcción social del desamparo” (Giorgi 2004).

Estas múltiples pobrezas asociadas al proceso de exclusión deterioran

el ejercicio de ciudadanía.

Como señala R, Castel (1995) “cuando sobre las personas recae la

adjudicación de cierta “inutilidad social” quedan también

descalificados en el plano cívico y político, la ausencia de proyecto

“hace difícil hablar en nombre propio aunque sea para decir no”.

Este juego de asignación y asunción de roles y lugares sociales

configura la producción de sujetos caracterizados por formas de

sentir, pensar y actuar desde las cuales se naturaliza su condición de

excluidos. Cuando desde el Estado se procura reasumir la

responsabilidad como garante de derechos diseñando políticas

inclusivas y ofreciendo espacios de participación a quienes viven en

condiciones de exclusión, se hace ineludible la interrogante acerca de

la dimensión subjetiva de estos cambios ¿Qué actores ocuparan esos

espacios abiertos a la participación ciudadana? O si se prefiere ¿Cómo

se transita ese proceso desde el lugar de “sujeto excluido” a “sujeto

de derecho”?

En este trabajo intentaré una cierta aproximación a este problema.

Para eso expondré el proceso de producción social de “sujetos

excluidos” las políticas sociales como políticas y subjetividad y la

restitución del “derecho a tener derechos” como proceso dialógico en

sus dimensiones política, metodológica – instrumental y ética.

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Construcción Social del “Sujeto Excluido”

Pensamos la exclusión como un proceso interactivo de carácter

acumulativo en el cual –a través de mecanismos de adjudicación y

asunción- se ubica a personas o grupos en lugares cargados de

significados negativos que el conjunto social rechaza y no reconoce

como propios.

Esto lleva a una gradual disminución de los vínculos e intercambios

con el resto de la sociedad restringiendo o negando el acceso a

espacios socialmente valorados.

Dicho proceso alcanza un punto de ruptura en el cual las

interacciones quedan limitadas a aquellos que comparten su

condición. De este modo el universo de significados, valores, bienes

culturales y modelos así como las experiencias de vida de que los

sujetos disponen para la construcción de su subjetividad se ven

empobrecidos y tienden a fijarlo en su condición de excluido.

Esto nos lleva a afirmar que si bien la pobreza no es siempre

exclusión, la exclusión siempre conlleva pobrezas en tanto

inaccesibilidad al capital social, cultural, socio- histórico y psico-

simbólico de que dispone la sociedad de referencia.

El proceso de exclusión compromete la globalidad de la persona y su

entorno. En el convergen la desafiliación de redes sociales, la

marginación del mundo del trabajo, la no asignación dentro de su

cultura de origen y la negación de una identidad como sujeto

colectivo desde la cual ejercer su plena ciudadanía.

Los cambios en el mundo del trabajo juegan un papel primordial en

este proceso. No solo por las altas tasas de desocupación abierta sino

por el efecto que sobre el trabajador tienen la desregulación y la

precarización.

La imagen del trabajo asalariado, socialmente regulado, estable,

sindicalizado y que operaba como matriz y soporte en la construcción

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de identidades sociales y subjetividad tiende a desaparecer de

nuestra cultura.

En su lugar emerge la tendencia al trabajo informal, desregulado, sin

permanencia a través del tiempo que estimula actitudes

individualistas entre los trabajadores. Estas modalidades de trabajo

no tienen la consistencia necesaria para sostener procesos

identitarios ni operar como apoyatura de proyectos personales.

Estimulan una actitud presentista, permite “vivir al día”, ayudan a

resolver lo inmediato pero no habilitan la futurización.

Se desvanece así la imagen del trabajador como sujeto de derecho y

actor colectivo pasando a constituirse en un individuo aislado que

actúa desde su necesidad perdiendo capacidad de negociación y

autoestima.

Este proceso también se refleja a nivel comunitario. Los barrios

populares han sufrido un proceso de “desproletarización”. Las

fábricas y concentraciones de trabajadores son recuerdos del pasado.

Sus locales se ven “taperizados” devolviendo en su imagen la

desvitalización y el deterioro con los cuales las comunidades suelen

identificarse. A su vez se genera en torno a ellas toda la mitología y la

imaginería que rodea a “la tapera” (fantasmas, ausencias, traiciones,

retornos, etc.)

Esto genera en los jóvenes la ausencia de lugar social y de proyecto

colectivo sobre el cual apoyar el propio.

Asignarse y ser asignado es ocupar un lugar en el conjunto de sus

semejantes (Käes 1979).

La ausencia de lugar podría caracterizarse como un sentimiento de

“afanisis”: ansiedad de no ser, no existir, no ser nadie para otros. Esto

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lleva a la acción compulsiva como forma de expresar que “está ahí”

que “existe”.

Por su parte el lenguaje –que nunca es neutro sino que condensa

significados- opera como vehículo de las depositaciones y asigna

lugares en el Universo simbólico de la cultura de referencia.

Términos como excluido, marginado, vulnerable, infractor, “de riesgo”

constituyen verdaderas “operaciones discursivas” a través de las

cuales se imponen posturas acerca de la problemática social básica,

incidiendo en la dinámica de asunción – adjudicación de roles y

lugares sociales.

Estas expresiones se contraponen a otras: trabajador, ciudadano,

sujeto de derecho, entablándose una auténtica “disputa de

significados” que da cuenta del conflicto y las diversas posiciones de

los operadores en relación a él.

La introyección de la desvalorización, la ausencia de experiencias que

aporten matrices organizativas, la fragilidad identitaria, la ausencia

de proyecto “hacen difícil” –como dice R. Castel – “hablar en nombre

propio”.

Por tanto el proceso de exclusión incluye entre sus diversas formas de

desconexión del tejido social una pérdida (expropiación) de la cuota

de poder que ha caracterizado históricamente al trabajador y otras

clases subalternas.

Esto se asocia en el plano subjetivo a la baja autoestima como

producto de la introyección de la imagen desvalorizada que la

sociedad le devuelve.

En una cultura donde se predica que el éxito depende de las

condiciones y aptitudes personales el fracaso también queda

planteado como responsabilidad personal. Esto genera vergüenza y

puede pensarse como “privatización de la culpa” en relación a la

propia pobreza.

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Los procesos sociales y políticos son percibidos como algo ajeno a su

mundo, consideran que sus vidas no van a cambiar en función de

dichos procesos.

El concepto de “locus de control externo” (Baró M.; Seligman;

Montero M.) es básico para comprender la actitud de pasividad y

resignación que caracteriza al “sujeto excluido”. Se trata de la

convicción íntima de que su vida no esta en función de factores que el

pueda controlar o sobre los que pueda incidir, sino de procesos que

se dan en un lugar (locus) externo a su esfera de acción. Esta suerte

de resignación favorece el sometimiento y la renuncia al

protagonismo social y político.

El “sujeto excluido” se nos presenta así como resistente al cambio y

refugiado en su rutina aun cuando ésta esté impregnada de

frustración y carencia.

Políticas sociales participativas: el desafío de la subjetividad

Las políticas sociales son cursos de acción que la sociedad desarrolla

sobre si misma con la finalidad de garantizar los derechos y mejorar

la calidad de vida de sus miembros.

En toda Política Social podemos reconocer:

Una intencionalidad histórico – política

Una concepción del Estado y su papel ante la sociedad civil

Un lugar asignado a los sujetos definidos como “población

objetivo”

Una interpretación y jerarquización de las necesidades,

derechos y obligaciones de dichos sujetos.

Históricamente las Políticas Sociales en América Latina aparecen

fuertemente asociadas al control social y a la manipulación políticas

de los sectores excluidos. Su intencionalidad ha apuntado mas a

atenuar conflictos sin modificar el mapa de distribución y circulación

del poder.

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La idea de que los auténticos proyectos de promoción humana pasan

por la participación entendida como ejercicio del poder de decisión de

los colectivos ha sido una postura característica de los sectores más

avanzados en lo académico y en lo político. Esta postura ha llevado a

revisar las posturas pasivo - dependientes procurando una mayor

simetría con el Estado, con crecientes niveles de involucramiento y

control sobre los proyectos institucionales.

Las llamadas “políticas participativas” asignan a los sujetos un rol

activo como “sujetos de derecho” favoreciendo la construcción de

ciudadanía y el logro de autonomía.

Las necesidades humanas son consideradas globalmente como

necesidades esenciales (no básicas) cuyo grado de satisfacción

determina la calidad de vida. Su correlato jurídico – político son los

DDHH. Las políticas sociales así entendidas operan como procesos de

restitución de Derechos y conllevan obligaciones como forma de

inclusión de los sujetos en el espacio social.

Estas políticas se proponen abrir espacios a la participación

ciudadana. Dicha participación requiere sujetos que la asuman.

Las políticas sociales participativas si no incluyen procesos educativos

tendientes a transformar esa subjetividad característica de los

sectores excluidos corren el riesgo de montar un escenario sin

actores -o lo que tal vez sea más peligroso- que esos espacios sean

ocupados por otros sectores sociales en nombre de una supuesta

representación de los verdaderos destinatarios generando nuevas

formas de “tutelaje” e intermediación arrebatando nuevamente a los

excluidos su posibilidad de ser sujetos de enunciación y productores

de ciudadanía.

Restitución del Derecho a tener Derechos

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La implementación de políticas sociales participativas requiere

estrategias de intervención que pasen por el fortalecimiento de los

sujetos y sus comunidades para romper el circuito de pobrezas,

revertir la exclusión e iniciar un proceso de “restitución de derechos”.

Dicha estrategia implica articular la habilitación con la deconstrucción

de las imágenes sociales funcionales a la exclusión que operan tanto

desde el conjunto social como desde el propio sujeto excluido y su

entorno.

Esto nos lleva a introducirnos en el análisis de una aparente paradoja

que atraviesa el diseño de las políticas participativas. El desarrollo

autónomo requiere apoyo y protección. Por el contrario la

desprotección y el desamparo favorecen el inmediatismo, la

dependencia y la búsqueda de “pseudo – proteccionismo” en

referentes autoritarios.

La auténtica protección es aquella que habilita el crecimiento y el

desarrollo de las potencialidades.

La autonomía, la equidad, el posicionamiento del otro como sujeto de

derecho son acontecimientos sociales que implican redistribución de

poder; y el poder no se redistribuye en forma espontánea sino que

requiere de acciones claras y firmes de parte del Estado.

El proceso de restitución del Derecho a tener Derechos incluye varias

dimensiones que se articulan y entrecruzan entre sí: una dimensión

metodológico – instrumental, una dimensión ética y una dimensión

política, todas ellas atravesadas por relaciones vinculares donde los

operadores sociales, sean personas, colectivos o instituciones

trabajan desde la implicación.

Entendemos por implicación el manojo de vínculos conscientes e

inconscientes que atan al operador con la situación y las personas

con que trabaja. Incluye intereses, valores, necesidades, deseos, que

de no ser incluidos como material de análisis operan como “punto

ciego” favoreciendo alianzas contrarias al cambio y “contratos

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narcisistas” donde el éxito de la intervención pasa por el

acercamiento de los sujetos a nuestras posturas y puntos de vista

atentando contra su búsqueda de auténtica autonomía.

La noción de vínculo introducida por E. Pichon Riviere hace referencia

a una modalidad de interacción que incluye a los actores singulares

junto con las mutuas representaciones sociales, imágenes,

experiencias, deseos, temores, de modo que en la singularidad del

encuentro se presentifican las historias personales y colectivas con su

correspondiente acumulación de existentes socio – históricos y psico –

simbólicos. (Giorgi 1988)

¿Que representan ellos para nosotros?

¿Qué representamos nosotros para ellos?

Son interrogantes ineludibles al momento de analizar los logros y

dificultades de estos procesos.

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En lo metodológico se trata de un proceso integral que incluye

diferentes dimensiones:

Subjetiva: trabajando la autoestima, reestructurando la

autopercepción, revalorizando sus recursos para transformar

situaciones concretas de su vida.

Relacional: procurar el reconocimiento hacia el otro y desde el

otro. Hacer circular la autoestima a nivel del grupo humano,

respetar las diferencias y ensayar formas de resolución de

conflictos con respeto recíproco.

Identidad social: desarrollo de sentimiento de pertenencia.

Reconocer intereses, necesidades y derechos compartidos,

ensayar experiencias de accionar colectivo y matrices

organizativas acordes a su realidad.

Pública – política: incursionar en el espacio público con

posturas críticas, autónomas que permitan desarrollar

capacidades de enunciación ante el estado y sus instituciones.

Este proceso no es lineal. En los distintos momentos se jerarquizan

diferentes aspectos reconociendo su interdependencia y cuidando

la integralidad.

Esta relación sinérgica entre distintos aspectos (condiciones

materiales, subjetividad, organización, criticidad, accionar

colectivo) nos llevó a plantear la noción de “punto crítico o de

apalancamiento”. Esta noción –tomada de la física- se refiere a

aquellos momentos del proceso en que la acumulación en una

dimensión habilita el pasaje a otra (Giorgi, V. 2000)

Esto nos ha permitido superar ciertas dicotomías que atentan

contra la integralidad de los procesos.

La atención de necesidades materiales habilita niveles de

simbolización que posibilitan trabajar sobre la autoestima. Esta a

su vez facilita actitudes activas al interior de los colectivos

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fortaleciendo capacidades organizativas y desplegando habilidades

para afrontar distintas situaciones.

De este modo la exclusión -entendida como situación que

compromete integralmente a las personas- se desestructura

gradualmente a través de un proceso también integral que

desatrapa al sujeto restituyéndole sus derechos así como su

autopercepción el reconocimiento social como sujeto de derecho y

las capacidades críticas y organizativas como para operar en el

espacio público desde su nuevo lugar.

Las distintas denominaciones que pueden darse a este proceso:

producción de ciudadanía, fortalecimiento, inclusión,

emancipación, restitución de derechos, encierran una “disputa de

significados” mas allá de lo cual todas estas expresiones

condensan significados relativos a la redistribución de poder.

Cada época, cultura, lugar, se caracteriza por un determinado

“diagrama” que da cuenta de las desigualdades en la distribución

de recursos materiales y simbólicos asociados a ciertas diferencias

de clase, etnia, género, edad o condición social.

Modificar dicho diagrama es siempre un acto político, entendiendo

la política como debate en torno al poder. No como administración

del “statu quo” ni como gestión eficiente de lo que hay, sino como

proyecto de transformación social.

Como dice C. Castoriadis “Solo la educación de los ciudadanos

como tales puede dar un verdadero contenido al espacio público.

Pero /.../ no es una cuestión de libros ni de fondos para las

escuelas. Significa en primer lugar y ante todo cobrar conciencia

del hecho de que la polis somos también nosotros y de que su

destino depende también de nuestra reflexión, de nuestro

comportamiento y de nuestras decisiones, en otras palabras, es

participación en la vida política” (Castoriadis, C. 1998)

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Esta forma de concebir al sujeto destinatario de las políticas

sociales requiere a su vez un nuevo posicionamiento ético. Entra

en contradicción con la ética de la beneficencia “en lo que los

operadores –representantes del Estado y la cultura hegemónica-

son portadores de valores desde los cuales se interpreta el bien y

el mal, se interpretan y jerarquizan necesidades marcando el

rumbo de los procesos y sus referentes para medir éxitos y

fracasos.

Ante un otro “sujeto de derecho” debemos sostener una “ética de

la autonomía” ética procesual con énfasis en el carácter dialógico

de los procesos. Respetar al otro como portador de su cultura y

sus valores que aún en conflicto con los nuestros deben ser

respetados.

Esto obliga a los operadores a mantener un equilibrio dinámico

entre la contemplación acrítica de valores funcionales al

sometimiento y la imposición autoritaria de nuestros propios

valores.

En el vínculo se introducen experiencias previas “encargos

sociales”, percepciones anticipadas del otro marcadas por su

condición social, elementos siempre presentes en el lente a través

del cual percibimos al diferente y que llevan a contradicciones

entre el discurso teórico y las lógicas prácticas.

La “ética de la autonomía” (Giorgi 2003) exige el permanente

análisis de las resonancias afectivas en los operadores como

anclaje cuando nos proponemos transformar los “tutelajes” y

trabajar hacia una auténtica restitución de derechos. De este

modo lo ético se entrelaza con lo metodológico y con lo político.

Para finalizar volveré a las palabras de C. Castoriadis con que

iniciamos este trabajo: siempre habrá distancia entre la sociedad

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instituida –la que hay- y la instituyente –la que soñamos. No se

trata de quejarse ni bajar los brazos cada vez que constatamos esa

distancia. Se trata de hacer de ese espacio un campo de trabajo

para hacer que los sueños sean realidad, sólida tangible,

compartible.

Page 14: 5 Victor Giorgi

BIBLIOGRAFÍA

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