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Lua Nova, São Paulo, 111: 275-304, 2020 275 ERRADICACIÓN VOLUNTARIA DE CULTIVOS ILEGALIZADOS EN COLOMBIA: DEL PLAN ALTERNO AL PROGRAMA NACIONAL DE SUSTITUCIÓN Elizabeth del Socorro Ruano-Ibarra a a Docente permanente do Programa de Pós-graduação em Ciências Sociais – Estudos Comparados sobre as Américas (PPG/ECsA/ELA/ICS/UnB) e da Corporación Universitaria Autónoma del Cauca. Popayán, Cauca, Colômbia. E-mail: [email protected]. Orcid: 0000-0003-0549-3951 Alexander Arciniegas Carreño b b Investigador Labmundo-Rio Iesp-Uerj, Professor investigador na Facultad de Ciencias Políticas y Gobierno, Universidad Pontificia Bolivariana. Bucaramanga, Colômbia. E-mail: [email protected]. Orcid: 0000-0002-1504-6867 http://dx.doi.org/10.1590/0102-275304/111 Introducción En este artículo se analizan las políticas de contención a la expansión de los cultivos ilegalizados en Colombia tomando como delimitación temática el Plan Alterno (PA) y del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS). Estas políticas subnacionales alternativas sur- gieron en procesos autonómicos de territorialización frente a la fumigación/aspersión aérea, principal estrategia nacio- nal de contención a la expansión de las hectáreas cultivadas con coca, marihuana y amapola. El análisis se direcciona mediante las siguientes indaga- ciones: (1) la injerencia de Estados Unidos sobre Colombia en términos de política antidrogas y (2) la hegemonía de la

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ERRADICACIÓN VOLUNTARIA DE CULTIVOS ILEGALIZADOS EN COLOMBIA: DEL PLAN ALTERNO AL PROGRAMA NACIONAL DE SUSTITUCIÓN

Elizabeth del Socorro Ruano-Ibarraa

aDocente permanente do Programa de Pós-graduação em Ciências Sociais – Estudos Comparados

sobre as Américas (PPG/ECsA/ELA/ICS/UnB) e da Corporación Universitaria Autónoma del Cauca.

Popayán, Cauca, Colômbia. E-mail: [email protected].

Orcid: 0000-0003-0549-3951

Alexander Arciniegas Carreñob

bInvestigador Labmundo-Rio Iesp-Uerj, Professor investigador na Facultad de Ciencias Políticas y

Gobierno, Universidad Pontificia Bolivariana. Bucaramanga, Colômbia.

E-mail: [email protected].

Orcid: 0000-0002-1504-6867

http://dx.doi.org/10.1590/0102-275304/111

IntroducciónEn este artículo se analizan las políticas de contención

a la expansión de los cultivos ilegalizados en Colombia tomando como delimitación temática el Plan Alterno (PA) y del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS). Estas políticas subnacionales alternativas sur-gieron en procesos autonómicos de territorialización frente a la fumigación/aspersión aérea, principal estrategia nacio-nal de contención a la expansión de las hectáreas cultivadas con coca, marihuana y amapola.

El análisis se direcciona mediante las siguientes indaga-ciones: (1) la injerencia de Estados Unidos sobre Colombia en términos de política antidrogas y (2) la hegemonía de la

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estrategia represiva ante el enfrentamiento integral de la vul-nerabilidad socioeconómica de los territorios productores de cultivos de coca. En términos metodológicos se priorizó la revi-sión bibliográfica y el análisis de documentos gubernamentales y de organismos especializados, así como contenidos periodís-ticos. El análisis enfocó la dimensión temporal, en perspectiva diacrónica, a fin de contrastar dos períodos históricos: de 1990 a 2010; y de 2016 a 2018. Así el periodo comprendido entre 1990 y 2018 fue la delimitación temporal tanto para la revisión bibliográfica como para el análisis documental.

A partir de la perspectiva teórico-metodológica del ins-titucionalismo histórico (Olano, 2014), se busca evidenciar la historicidad de la institucionalización de dichas decisio-nes políticas enfatizando continuidades y transformaciones. Al correlacionar las directrices colombianas con las estadou-nidenses se objetiva evidenciar la unidireccionalidad imposi-tiva de decisiones proyectadas desde Washington. De modo semejante, el entorno político y socioeconómico nacional se muestra mayoritariamente condescendiente al alineamiento ideológico de tales políticas.

Mediante los conceptos de hegemonía estadounidense y geografías estatales de la exclusión, se problematizan las ten-siones causadas por el descompás entre políticas globales y especificidades locales. El debate intelectual es relativamente consensual sobre que Estados Unidos ha perdido el carác-ter hegemónico absoluto típico del tiempo del Consenso de Washington (Santa Cruz, 2017). Esa retracción en Latinoamérica se explica, entre otros factores, por la creciente influencia de China. De otra parte, Claudia Briones (2007) comprende la exclusión social como históricamente situada y configurada medularmente a la articulación política estatal. Discursos y prácticas políticas de diferente tipo condensan el hacer sistemático de regulación y normalización estatal de lo social mediante un vasto conjunto de tecnologías, dispositivos e instituciones. De esta forma, la manutención de “un orden”

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inscribe territorios y lugares aptos o no para inversiones e ins-talaciones estratégicas tanto financieras como afectivo-identi-tarias. Como se analizará en las páginas que siguen, los terri-torios donde se expanden los cultivos ilegalizados han sido configurados como geografías de exclusión estatal.

El imaginario estadounidense frente a las drogas ilegali-zadas está marcado, antes de la declaratoria de “guerra” de Nixon en 1971, por la moral religiosa y el “excepcionalísimo”. Las políticas de securitización enmarcan al consumo como “depravación” moralmente condenable y localizan el origen del fenómeno fuera de los Estados Unidos, en los países pro-ductores dentro de territorios con presencia mayoritaria de minorías étnicas y/o raciales (Tickner y Cepeda, 2011).

A pesar del fracaso de las políticas de “mano dura”, sus costos materiales y sociopolíticos son impulsados por Estados Unidos y ejecutados por los países productores (Toro, 1992). Desde el punto de vista práctico y cortopla-cista, se insiste en ellas no solo por “inercia burocrática” (Tickner y Cepeda, 2011, p. 209), sino porque el acopio de cifras e indicadores de “resultados” resulta efectivo para los gobiernos (Toro, 1992), aunque estos no sean sostenibles en el tiempo.

La relación bilateral de lucha contra las drogas entre Estados Unidos y Colombia se intensificó a finales de 1980. El primero las considera un problema de Seguridad Nacional y ha influenciado la política colombiana. Ambos países internacionalizaron el problema, aunque tienen intereses distintos: Estados Unidos frenar la entrada de dro-gas y Colombia mitigar la violencia y las fuentes de finan-ciación de los actores armados al margen de la ley (Borda, 2010). Washington interviene en Colombia a partir de la asimetría de poder que le favorece a pesar del marco de restricciones de su contraparte y del propio sistema inter-nacional. Colombia ha buscado, sobre todo luego del 11 de septiembre, internacionalizar el conflicto interno

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como lo evidencian los cambios al Plan Colombia durante el gobierno de Uribe, senda retomada actualmente por Iván Duque. El Gráfico 1 sintetiza las políticas para combatir las drogas entre los dos países.

Plan Colombia vs. Plan Alterno: hegemonía de la represión militarizada

Las fuentes bibliográficas y documentales constatan que durante tres décadas (1990-2010) la militarización se tornó hegemónica en la política antidrogas implementada en Colombia, a pesar de ciertos énfasis. Esa hegemonía durante cuatro gobiernos colombianos –Samper, Pastrana, Uribe y Santos– fue consonante con las directrices diseñadas por tres gobiernos estadounidenses –Clinton, Bush y Obama–. Si bien el gobierno de Uribe se destacó por su alineamiento fiel a las determinaciones de Bush, los demás, con excep-ción de Samper, justificaron su política en la necesidad de garantizar la financiación estadounidense de la política con-tra el narcotráfico.

En la década de 1990 a pesar de la cooperación militar estadounidense (Tokatlian, 2001b), la política “Colombia Frente al Problema Mundial de las Drogas”, sus estrategias e instrumentos –represión, sometimiento y erradicación de cul-tivos–, no trajeron los resultados esperados por la comunidad internacional, liderada por Estados Unidos (Duro, 2002). En respuesta, en 1996 y 1997 se produjo la desertificación en la lucha contra el narcotráfico durante el gobierno Clinton, cons-tituyéndose en circunstancia relevante para agudizar la presión estadounidense en el contexto de la crisis política del gobierno Samper por los impactos del llamado “proceso 8.000”.

Para el presidente Andrés Pastrana (1998-2002), a mediados de 1998, los cultivos ilícitos constituían un pro-blema social que debía abordarse mediante una plataforma de gestión de la cooperación internacional para articular las demandas socioeconómicas de las regiones rurales más

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afectadas. Estados Unidos se dijo interesado en apoyar esa iniciativa de paz en Colombia, sin embargo, a mitad de 1999 exigió su reformulación enfatizando el componente militar. Tales requerimientos fueron reforzados mediante la visita de funcionarios de alto nivel del gobierno Clinton – Secretaria y Subsecretario de Estado y Zar Antidrogas– (Duro, 2002; Londoño, 2011).

Gráfico 1Políticas contra las drogas en los gobiernos

de Colombia y EE.UU.: 1994-2018Negociación e

implementacióndel Plan Colombia

(1999-2002)Andrés Pastrana

(1998-2002)

Agenda bilateralnarcotizada (1993- 1997).Ernesto Samper(1994-1998).

Guerra contra el terrorismo(2002-2007).

Álvaro Uribe (2002-2010) Inició debate sobreel fracaso del

prohibicionismo(2012)

Santos (2010-2018)

Suspensión de lasfumigaciones con

glifosato (2015)

Bill Clinton (1993 - 2001)

Bush (2001 - 2009)

Barack Obama (2009-2017)

Fuente: Elaboración propia.

Según Tokatlian (2001a), a partir de entonces se forta-leció el argumento sobre la relación entre el narcotráfico y el conflicto armado colombiano dado que las guerrillas y paramilitares se financiarían mediante el control de las zonas productoras de los cultivos de coca, amapola y mari-huana. En octubre de 1999, el gobierno Pastrana presentó al gobierno estadounidense el “Plan para la Paz, la Prosperidad y el Fortalecimiento del Estado” en el cual el narcotráfico se colocó como principal obstáculo para alcanzar la paz. Esa propuesta se tornó el Plan Colombia (PC).

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Pastrana inauguró el PC en diciembre de 1999 en el contexto de la exigencia estadounidense de reducción de la oferta de drogas ilegalizadas. En junio de 2000, luego de un intenso debate en Washington, el Senado estadounidense aprobó 860,3 millones de dólares para su financiamiento para el periodo de 2000 a 2001 (Tokatlian, 2001a). En el periodo inicial, Colombia se convirtió en uno de los cinco mayores receptores de ayuda estadounidense (Londoño, 2011). El PC evidenció injerencia e intervencionismo de Estados Unidos mediante la millonaria aportación a su financiación (Tokatlian, 2001b).

El PC previó costos aproximados de 7.500 millones de dólares, con Colombia financiando el 50% y la comunidad internacional el excedente. A finales de 2001, el país había gestionado créditos por 5.700 millones de dólares con el FMI, Banco Mundial y Banco Interamericano. Estados Unidos había destinado 416 millones para asistencia militar, 378 millones para interdicción, 115 millones para compra de armas, helicópteros y construcción de bases antinarcóti-cos en las fronteras (Duro, 2002; Mejía y Restrepo, 2008). Esa focalización financiera del 75% en el componente mili-tar (Ávila, 2013) conllevó a que la cooperación europea se constituyera en la alternativa hipotética para financiar el componente socioeconómico del PC.

A la mesa de donantes para el componente social del PC, realizada en Madrid en julio de 2000, asistieron 26 países euro-peos. La mayoría se opusieron a financiarlo por considerarlo militarista; Alemania, Bélgica y los países nórdicos criticaban radicalmente a la fumigación alegando que incrementaría el éxodo campesino y agudizaría la crisis humanitaria. Como resul-tado, España aportó 100 millones y Noruega 20 millones de dólares (Pérez, 2000). Posteriormente, Europa rechazó formal-mente la fumigación marcando su distanciamiento con el citado plan mediante la Resolución B5-0087 del 2001 (Shifter, 2010). De acuerdo con Tokatlian (2001a), Europa buscó compensar

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los costos de las políticas erradas inducidas por Washington al desconocer el peso externo ejercido por el consumo creciente de drogas en las naciones más industrializadas.

En el PC, el narcotráfico se colocó como la causa prin-cipal del conflicto armado colombiano para justificar la priorización del componente antinarcótico, que propuso reducir a la mitad el cultivo, procesamiento y distribución de drogas. Para alcanzar esa meta se adoptaron las estra-tegias de erradicación forzosa: fumigación aérea con glifo-sato, control del tráfico, vigilancia al lavado de dinero y a la comercialización de precursores químicos e intervención al consumo, y desarrollo alternativo – proyectos de sustitu-ción de cultivos. Para Estados Unidos había el riesgo de que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) utilizaran los 42.000 km de la llamada Zona de Distensión en el Caguán (Caquetá), exigida para los diálogos con el gobierno Pastrana, para la producción y tráfico de drogas.

El plan tuvo componentes precisos enfocados a “mejorar la capacidad de la policía en el combate contra las drogas: 2 helicópteros Blackhawk; 12 helicópteros UH-1H Huey; entrenamiento para labores de fumigación” y 68,5 millones de dólares para financiar el programa de desarrollo alter-nativo (Tokatlian, 2001a, p. 139). Jan Schakowsky, diputada demócrata por Illinois, criticó el uso de empresas privadas estadounidenses en la implementación del PC advirtiendo sobre el riesgo de una “guerra secreta” como la de Nicaragua en la década de 1980 (Shifter, 2010).

La aprobación de la financiación estadounidense al referido plan fue presionada por el lobby político y la influencia mediática. En el Congreso estadounidense, dicho lobby fue comandado por empresas como la United Technologies, Textron, Lockheed Martin, Sikorsky, Bell, DynCorp y Military Professional Resources, entre otras dedicadas a la comercialización de armas, fabricación de helicópteros, fumigación aérea, entrenamiento militar e inteligencia.

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Por su parte, The New York Times defendió menor injerencia estadunidense, The Washington Post se colocó cautelosamente a favor y Miami Herald se posicionó claramente favorable a la aprobación del financiamiento (Villa y Ostos, 2005).

Entre 2000 y 2015, Estados Unidos aportó aproximada-mente 10.000 millones de dólares para el Plan Colombia, y específicamente para debilitar económica y militarmente a las FARC en los departamentos del Caquetá y Putumayo (Arciniegas, 2010); lo mismo que para beneficiar los intere-ses de transnacionales petroleras y fabricantes de insumos y equipos bélicos, DynCorp, Lockheed Martin, Textron y Sikorsky (Villa y Ostos, 2005).

Durante la ejecución del PC, denuncias indicaron la ruptura de la promesa estatal de fumigar exclusivamente los cultivos superiores a las 4 hectáreas y el bajo impacto en la expansión de los cultivos. Como temían los especialistas, la fumigación aérea afectó gravemente otros sembríos y fuentes de agua, además de la salud humana. También se confirmó el alto precio en materia de derechos humanos dado el crecimiento de refugiados que huyeron a países veci-nos, sobre todo a Ecuador, alcanzando aproximadamente cuatro millones de desplazados internos (Shifter, 2010). De otro lado, ocho años de fumigaciones aéreas alcanzaron un total aproximado de 987.000 hectáreas fumigadas y tuvie-ron efecto nulo sobre los cultivos de coca, pues se multipli-caron (Tickner, 2009).

Cabe destacar las protestas frente a los efectos perversos derivados de la criminalización y la fumigación aérea con glifosato (Ruano y Valente, 2011). Para los líderes sociales, el PC estaba distante de la política necesaria para superar los efectos del narcotráfico. Floro Tunubalá dijo “Estamos en contra del componente militar del PC, nuestro PA es un plan integral que responde a las necesidades de educa-ción, salud y desarrollo alternativo […], necesitamos de la Comunidad Internacional garantice” la financiación (Duro,

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2002, p. 112). Los territorios en donde se expanden los cul-tivos ilegalizados históricamente han sido excluidos estatal-mente, marginados como inaptos para la inversión pública y desmerecedores de la afectividad-identitaria. Lo anterior explica el por qué ante esas protestas sociales las autoridades afirmaron que esas regiones “tienen tendencia a la crimina-lidad” (Semana, 1992).

El Plan Alterno (PA) promovido por Floro Tunubalá (Gráfico 2), primer indígena colombiano elegido demo-cráticamente para ese cargo de gobernador del Cauca (2001-2003), surgió en ese contexto de magros resulta-dos del plan y de agudización de los conflictos políticos, ambientales y socioeconómicos provocados por la fumiga-ción (Ruano, 2008). El PA fue autoría de los gobernadores de Cauca, Nariño y Tolima, elegidos por fuerzas políticas alternativas a las hegemónicas (Barreto, 2009). Al abordar el fenómeno de manera regional, evidente en la idea de “sur-colombianidad” adoptada, demarcaron en primer lugar la redistribución geográfica de la expansión de esos cultivos y, en segunda instancia, buscaron articular apoyo político para gestionar financiamiento internacional mediante visitas a diferentes países europeos.

Esa alianza política entre los gobernadores de los tres departamentos citados se consolidó como un frente de resis-tencia a los impactos negativos de la primera fase del PC, denominada “Ofensiva al sur de Colombia” o “Guerra del sur”. Entre ellos, los frecuentes enfrentamientos armados producidos por tres mil soldados entrenados por firmas de seguridad estadounidenses y tres nuevos batallones encar-gados de garantizar las fumigaciones aéreas (Duro, 2002).

Lo alterno del PA “se decantó en la historia y práctica concretas de la lucha social, de las movilizaciones socia-les en sus múltiples expresiones” (Gow y Jaramillo, 2013, p. 100) y se asocia con los procesos de resistencia en América Latina “al modelo neoliberal difundido desde Washington e

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implementado a rajatabla desde los años noventa” (Archila, 2016, p. 145). Al proponer específicamente la erradicación manual y voluntaria (Colombia, 2001) se autoreconocieron como sujetos y demandaron autonomía al tiempo en que confrontaron la filosofía represiva del PC, financiado por los Estados Unidos y ejecutado por Pastrana desde 1999. Según Tokatlian (2001a), el PA coincidía con el principio de la “mano tendida” acuñada por el presidente Virgilio Barco (1986-1990). Barco apuntó la importancia del contacto gubernamental con las comunidades locales para la lucha contra los cultivos ilícitos.

Gráfico 2Plan Colombia versus Plan Alterno

Negociación e implementacióndel Plan Colombia (1999-2002)Andrés Pastrana (1998-2002)

Guerra contra el terrorismo (2002 hasta 2007).

Álvaro Uribe (2002-2004)

Plan Alterno (2001-2003) Floro Tunubalá

(Gobernación del Cauca) Alianza de los gobernadores de

Cauca, Nariño, Putumayo y Tolima

Fuente: Elaboración propia.

El PA puede ser entendido, de un lado, como un docu-mento gubernamental específico elaborado con la finalidad de canalizar financiación de la Unión Europea, declarada-mente dispuesta al apoyo de salidas negociadas al conflicto armado colombiano. Pero, ante todo, un proceso de recons-trucción social, económica, ambiental e institucional den-tro de un contexto regional que abordaba integralmente la vida social y el mejoramiento de la calidad de vida (Gow y Jaramillo, 2013). Por otro lado, el plan es una utopía regio-nal de la “surcolombianidad” encarnada inicialmente por los gobernadores de Cauca, Nariño, Tolima y que luego agregó a Putumayo, Caquetá y Huila (Barreto, 2009).

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En ese sentido, no encontramos fuentes de informa-ción que permitan describir estrategias y una hipotética destinación geográfica de los recursos previstos en el PA. De todos modos, la seguridad alimentaria, la erradicación manual y el fortalecimiento autónomo de las organizacio-nes campesinas e indígenas fueron clave en los proyectos presentados a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en Bélgica, España, Holanda, en Alemania por medio de la Agencia de Cooperación Alemana (GTZ), a la cooperación estadouni-dense mediante la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Chemonics, Associates in Rural Development, entre otros.

Sin embargo, el Laboratorio de Paz creado en el 2004 y financiado por la Unión Europea puede constituir un ejem-plo singular de los resultados del PA. La Unión Europea en Bruselas había prometido a Floro Tunubalá, Parmenio Cuéllar y Guillermo Alfonso Jaramillo su involucramiento en la financiación del referido plan. En 2003 estableció financiación de un Laboratorio de Paz para beneficiar a los municipios del sur del Cauca y norte de Nariño “ejes estra-tégicos para el desarrollo del conflicto armado” y receptores de cultivos ilícitos desplazados por las fumigaciones aéreas en Putumayo (Barreto, 2009, p. 554).

Para los gobernadores de la “surcolombianidad”, el PC desvalorizaba los problemas estructurales que, en algunos casos, son fruto de la marginalización histórica ejercida por el Estado colombiano. En ese sentido, denunciaban que el alineamiento con el enfoque estadounidense perpetuaría las causas del fenómeno. Floro Tunubalá dijo: “En 1982 empe-zaron a aparecer muchos cultivos de amapola en los resguar-dos indígenas. No conocíamos sus alcances […] intentamos erradicar manualmente, pero generó graves conflictos. […] Esa expansión es consecuencia de la pobreza de nuestra gente” (Ruano, 2008, p. 120).

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Según Tunubalá (2009, p. 27), el narcotráfico se aprovecha de la vulnerabilidad territorial producida por la desigualdad social. “[…] No somos narcotraficantes, somos pueblos que demandamos derechos para superar el hambre y la miseria”. En este sentido, las autoridades del sur occidente colombiano solicitaron financiación internacio-nal para enfrentar las causas estructurales de la expansión de esos cultivos. Los gobernadores afirmaron: “exigimos educación y salud de calidad, apoyo a la producción agro-pecuaria y a la ampliación del territorio para nuestra repro-ducción biológica y cultural […] que las generaciones de hoy y del mañana tengan más oportunidades de realizarse como personas y comunidad (Tunubalá, 2009, p. 27).

El PA defendía el pionerismo y efectividad de la erra-dicación manual adelantada por los indígenas en 1992. Al surgir de los propios territorios afectados por los cultivos prohibidos, constituyó un lugar de partida diferenciado que la legitimó. Sobre la coordinación de las autoridades indí-genas Misak, los cultivadores de amapola de pequeña escala firmaron un acuerdo con el presidente Ernesto Samper, durante su visita al municipio de Silvia Cauca (Ruano, 2008). Ese ofrecimiento causó desconfianza, según un recono-cido medio de comunicación colombiano (Semana, 1992): “era difícil de creer, que indígenas del sur del Cauca […] le ofrecieran al Gobierno acabar manualmente con los plan-tíos de la ‘flor maldita’ (amapola)”. Los Misak erradicaron manualmente la totalidad de esos cultivos del Resguardo de Guambia, cuya extensión aproximada es de 664 km2, a cambio de la garantía gubernamental de excluir ese terri-torio del plan nacional de fumigaciones.

Este plan enfatizó las especificidades culturales, defen-dió la idea de “vida digna” y la refundación de la relación entre los humanos y la naturaleza (Gow y Jaramillo, 2013). Archila (2016) destacó la proximidad de esa visión con el concepto de buen vivir incorporado posteriormente en las

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reformas constitucionales de Ecuador y Bolivia. Para tanto, la planeación participativa de la inversión estatal, la amplia-ción de infraestructura socioeconómica, la prospección y preservación ambiental serían los principios guía de ese plan, en el corto, medio y largo plazos (Ruano, 2008; Gow y Jaramillo, 2013).

El PA diagnosticó que el 4,3% de la superficie agrícola de Cauca, aproximadamente 7.000 hectáreas, poseía culti-vos prohibidos que involucraba la fuerza de 10.000 familias empobrecidas. Para enfrentar el problema, requería 370 millones de dólares. Sin embargo, la falta de financiación y de apoyo político partidario se tornaron aspectos insupera-bles para la implementación del plan.

Tunubalá enfrentó limitaciones presupuestales, puesto que el fisco departamental estaba totalmente quebrado (Archila, 2016) y no tuvo posibilidades políticas de nego-ciar la deuda con las autoridades en Bogotá. A pesar de los intentos por articular alianzas partidarias en favor de financia-miento para el PA, los gobiernos respectivos, Pastrana y Uribe, priorizaron las estrategias del PC. La no implementación del PA puede ser comprendido en el marco de esas disputas que no se restringieron al contexto del Cauca. De este modo, la política promovida por los Estados Unidos se legitimó como la principal, sino única, opción en la lucha contra las drogas.

La ejecución del PC puso en entredicho la autonomía colombiana para diseñar e implementar políticas públicas contra las drogas y confirmó su subordinación a las directri-ces hegemónicas de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de haber logrado erradicar 250.000 hectáreas, los cultivos se multiplicaron y se expandieron a nuevas regiones. La pers-pectiva de “garrote y zanahoria”, mezcla de criminalización y promesas de inversión pública para los municipios “lim-pios”, es “arbitraria y excluyente” (Vargas, 1999, p. 41).

El PC durante los gobiernos de Bush y de Álvaro Uribe estuvo enmarcado en el viraje en la política exterior de

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Estados Unidos a partir del 11 de septiembre de 2001. A par-tir de ese momento, la alianza entre Bogotá y Washington se concentró en la derrota de las FARC, actor previamente encuadrado como terrorista, argumentando que su financia-ción provenía del narcotráfico. Uribe hizo coincidir su agenda política (2002-2006; 2006-2010) con la de Bush (2001-2005; 2005-2009), constituyéndose en un caso único en la región. La ruptura del proceso de paz en Colombia en febrero de 2002 desencadenó la autorización legislativa estadounidense para que la asistencia militar del PC pudiera ser destinada a la “lucha contra el terrorismo” (Londoño, 2011).

El gobierno Uribe plagió la filosofía de erradicación manual y omitió los procesos de concertación comunita-ria al implementar a los Grupos Móviles de Erradicación Manual (GME), formados por pequeños productores e inte-grantes desmovilizados de grupos guerrilleros con vigilancia de las fuerzas militares. De esa forma, frente a la reducción de la financiación estadounidense Uribe buscó mantener la fumigación a menor costo (Ruano, 2008). La imitación de esa estrategia dejó de lado el factor más relevante, en el PA el carácter voluntario es el elemento que garantiza su éxito.

Entre tanto, la demanda mundial de cocaína se man-tenía estable mientras avanzaban los daños ocasionados al patrimonio ecológico y a la salud de los habitantes de los territorios fumigados. A finales del 2002, el gobierno colombiano levantó la restricción a la fumigación aérea, incrementó exponencialmente el área fumigada y aumentó la concentración del glifosato utilizado. En marzo de 2003 se reportó la reducción del 15% en las hectáreas de coca cultivadas durante 2002. El porcentaje creció nuevamente en 2004 y en 2006 alcanzó la cantidad reportada en 2001, aproximadamente 170.000 hectáreas (Tickner, 2009). A principios de 2007, el gobierno colombiano presentó la considerada segunda fase del PC para el periodo de 2007 a 2013 aunque no se hubiera “colombianizado”, puesto que

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seguía teniendo un grado inusitado e indeseable de intro-misión estadounidense (Rojas, 2013).

Para la Comisión Global de Políticas de Drogas, la polí-tica estadounidense ha hecho que el problema empeore (Gaviria et al., 2009). Evidencias fidedignas confirman la dinámica de expansión de los cultivos a los países de la región andina y la propagación del tráfico mediante el forta-lecimiento de rutas alternativas en México, África y América del Sur. Los estudiosos del tema recomiendan priorizar la problemática de salud y el estudio de modelos de despena-lización gradual, ya que no todas las actividades vinculadas al narcotráfico presentan igual grado de peligrosidad o impacto (Londoño, 2011).

Barack Obama ofreció en 2011 casi 600 millones de dólares, lo que implicó una reducción de alrededor de 10 por cien en relación con 2010. Esa ayuda se inclinó mayormente al apoyo social e institucional (Shifter, 2010). Sin embargo, Juan Manuel Santos enfrentó una negociación difícil por cuenta de las realidades políticas y económicas de Washington. Desde 2006, cuando los demócratas estadouni-denses obtuvieron la mayoría parlamentaria, se cuestionó la asignación de recursos al PC. Sin embargo, no hubo revisión significativa (Londoño, 2011).

Aunque en ese periodo la injerencia de Estados Unidos sobre Colombia se mantuvo, se observó cierto des-plazamiento en la hegemonía de la estrategia represiva. La apuesta de Obama radicó en focalizar/condicionar la inversión estadunidense a los ámbitos social e institucional como estrategia vertebral. Se infiere que tal entendimiento otorgó centralidad a la vulnerabilidad socioeconómica de los territorios productores, principalmente al atribuir inver-sión estadunidense para el componente de desarrollo rural.

Para el período 2010-2013, se presentó un descenso en el número de hectáreas cultivadas con coca, pasando de 140.000 hectáreas en 2001 a 100.000 en 2007, a 62.000 en 2010 y a

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48.000 en 2012. Esa disminución fue atribuida a la política sostenida de erradicación, la redistribución geográfica de los cultivos que mostraban aumento en Perú y al declive del mer-cado de la cocaína dado el ascenso de las drogas sintéticas a nivel global. Tal contexto sugirió oportunidades para replan-tear la política antidrogas, reconocedora de los resultados decepcionantes y enfocada en una mayor incidencia en el desarrollo institucional no solo de Colombia, sino también de los países vecinos (Gaviria et al., 2009).

El gobierno Santos (2010-2018) enfatizó la interlocu-ción en espacios multilaterales, junto con México planteó el fracaso de la guerra contra las drogas. En 2015, tras el informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre los efectos cancerígenos del glifosato, suspendió las fumigaciones aéreas argumentando el carácter preventivo de la decisión. A pesar del evidente contraste con la polí-tica de su antecesor, Rojas (2013) la cataloga como caute-losa y enfocada en mantener la alianza con Washington em materia comercial y de seguridad. Sin embargo, las variaciones en la política contra las drogas no deben ser entendidas como un viraje del gobierno Santos (Crespo, 2012; Rosen, 2015).

El retorno del prohibicionismo: 2016-2018En febrero de 2016 el presidente Santos visitó

Washington. Posteriormente Obama ratificó la promesa de inversión de 450 millones de dólares. Esa financia-ción se enfocaría en desarrollo rural, participación polí-tica, desarme y reincorporación de víctimas en marco del proceso de Paz con las FARC. Durante los ocho años de gobierno, Obama mostró receptividad al debate formulado por Colombia, México y Guatemala sobre los altos costos de más de cuatro décadas de la guerra contra las drogas. Estos países propusieron transformar el régimen internacional y

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su énfasis prohibicionista para frenar la producción y el con-sumo de drogas ilegalizadas.

Recuperando los antecedentes, en clave del institucio-nalismo histórico, se destaca el carácter subnacional de la política alternativa al prohibicionismo. Como se subrayó en la sección anterior, el Plan Alterno fue una política subna-cional pionera que evidenció los límites y contradicciones del Plan Colombia. La crítica contundente a la fumigación y la militarización pilares del PC abrió paso a alternativas como la erradicación manual concertada, el fortalecimiento socioeconómico y la seguridad alimentaria de los territorios productores. Por tanto, la política Obama centrada en el paradigma del desarrollo rural se mostró innovadora al con-trastarla con sus antecesoras, pero tímida al compararla con la filosofía del PA que priorizó el enfrentamiento integral a la pobreza y la desigualdad territorial.

En la VI Cumbre de las Américas, realizada en Cartagena (Colombia), en 2012, se formuló un mandato para que la Organización de Estados Americanos (OEA) evaluara nuevos enfoques al margen del prohibicionismo. En esa oportuni-dad, Obama señaló que el costo del narcotráfico socava la capacidad de los países de América Latina y el Caribe. Santos defendió la revisión a fondo de la estrategia global contra las drogas con base en evidencias científicas sobre sus resultados, acuñando la analogía entre esa política y la bicicleta estática. Propuso el enfoque en salud pública y derechos humanos, la despenalización de los pequeños cultivadores y consumido-res y la persecución a narcotraficantes, proveedores de insu-mos químicos y agentes del lavado de activos.

Producto de la convergencia entre los líderes de países productores y consumidores la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (Ungass-ONU) se anticipó para abril de 2016, originalmente prevista para 2019. El encuentro ratificó las convenciones internacionales de 1961 que fundamentan el prohibicionismo y marginan

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el lucrativo mercado criminal a escala planetaria. En la declaración final se subrayó la necesidad de armonizar las políticas antidrogas con el respeto a los derechos humanos e incluyó la flexibilidad y proporcionalidad como criterios argumentando que la interpretación se daría a la luz de las prioridades de cada país (Yepes, 2016).

Sin embargo, tanto la flexibilidad como la proporciona-lidad en la hermenéutica de la guerra contra las drogas se armonizaron con los estándares internacionales. En Colombia aproximadamente 64.000 familias cultivan y/o transportan hoja de coca; y el 73% del total de la producción se localiza en los departamentos de Nariño, Cauca y Putumayo ubicados al suroccidente del país. Por eso, en el acuerdo de paz, las FARC exigían tratamiento diferencial a los pequeños productores de hoja de coca a cambio de la substitución gradual en un plazo de dos años (Colombia, 2017).

Con la elección de Trump, la guerra contra las drogas retomó la estrategia represiva y de corto plazo constituyén-dose el eje de la relación con América Latina y, particular-mente, con Colombia. Este cambio en la relación bilateral coincidió con el aumento de las hectáreas de cultivos de coca en Colombia que, según un informe del Departamento de Estado, divulgado en marzo de 2017, habían pasado de 78.000 hectáreas en 2012 a 209.000 en 2017. Según el sis-tema de monitoreo de cultivos ilícitos (Simci ONU) para este mismo año, esos cultivos habían crecido de 146.000 a 171.000 hectáreas, mayor cifra desde que se tienen registros.

En adelante, los pronunciamientos del Secretario de Estado y del Secretario Adjunto para Narcóticos y Asuntos de Seguridad de Estados Unidos generaron tensiones en las negociaciones del Acuerdo de Paz y en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS). Trump amenazó reiteradamente con descertificar, como a mediados de los años noventa. En febrero de 2018, en clara alusión a Colombia afirmó: “Estos países no son nuestros

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amigos […], creemos que son nuestros amigos y les envia-mos ayuda masiva. […] Miro estos países, miro los montos que les enviamos, […] y están inyectando drogas en nuestro país y se están riendo de nosotros. […] Quiero detener la ayuda” (Isacson, 2018).

Esas presiones estadounidenses alimentaron el discurso de actores políticos domésticos, Uribe y el Fiscal General, que atribuyeron el nuevo boom cocalero al proceso de negociación del Acuerdo de paz y plantearon el fracaso de las estrategias de erradicación manual concertada. Exigieron retomar el glifosato y criminalizar a los cocaleros. En el primer trimestre de 2017, se registró un incremento de 56% de la erradicación forzosa en relación con las cifras de 2016 (FIP, 2019).

En este contexto internacional, Santos intentó simultá-neamente responder a Washington, mantener los acuerdos de sustitución voluntaria evitando revivir los costos huma-nos y medioambientales de 20 años de fumigaciones aéreas con glifosato (Ramírez, 2016). Iván Duque, elegido presi-dente en junio de 2018, complementó el giro bilateral de regreso a la lógica moralista y punitiva del Plan Colombia. Similarmente al contexto de finales de los 1990 y comien-zos de la década de 2000, señaló al aumento de las hectá-reas sembradas como causa de la problemática política y económica del país. En su primer discurso ante Naciones Unidas dijo:

Es cierto que debemos hacer más en materia de prevención y atención a los adictos desde un enfoque de salud pública […] Pero no es menos cierto que el narcotráfico en Colombia es un depredador del medioambiente, un destructor de instituciones, un corruptor social. Luchar contra este fenómeno y al mismo tiempo promover una sociedad que rechace las drogas por sus efectos devastadores en la salud y la sociedad, es nuestro deber moral. (Portafolio, 2018)

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Así Duque se mostró afecto a la erradicación forzada y a las fumigaciones conforme solicitud de Trump. Ese golpe de timón sería posible incumpliendo la estrategia de erradicación concertada del Acuerdo de paz y asumiendo los US$ 200 millones anuales que cuestan las aspersio-nes, en un contexto de reducción de ayuda económica y militar estadounidense.

El Decreto 1488 de 2018 reincorporó la criminalización del consumo y reprimió la dosis personal. Se posicionó en contravía de la jurisprudencia de la Corte Constitucional que, desde 1994, autorizó tal prerrogativa basada en el principio del libre desarrollo de la personalidad. Contrastó también con el Decreto 631 de 2018, sancionado por el gobierno Santos, que reguló la producción, comercializa-ción y exportación de cannabis para fines medicinales y otorgó licencias para la posesión de semillas y cultivo con fines médicos y científicos (Semana, 2018).

Así la agenda bilateral de los Estados Unidos reinscribió la guerra contra las drogas socavando la implementación del Acuerdo de Paz de Colombia. La narrativa se sustenta en la conexión simplista entre las muertes de estadouniden-ses por sobredosis y el aumento de las hectáreas de coca, argumentando que el 90% de la cocaína incautada por la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) proviene de Colombia. Este argumento, maniobrado también en la década de 1990, margina la multiplicidad de factores del fenómeno como: (1) el traspaso fronterizo y la dis-tribución agenciada por los carteles mexicanos; (2) el aumento del tráfico y consumo de opiáceos legales como las anfetami-nas e ilegales como la heroína, cuyas muertes por sobredosis han aumentado dramáticamente desde 2000; (3) los índices sobre emergencias hospitalarias por uso de cocaína presentan tendencia negativa; (4) el aumento del precio de la cocaína; y (5) la significativa disminución de la pureza de la cocaína producida en Colombia (Vargas, 2018).

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Ese enfoque represivo, presente también en migración, prostitución e inseguridad, encubre las causas estructura-les de naturaleza socioeconómica. El retorno de la guerra contra las drogas de Trump y aceptado entusiastamente por Duque no solo impacta a Colombia, sino a Latinoamérica, pues las agendas de seguridad y control de fronteras son constitutivas de la geopolítica estadounidense en la región.

El Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos: de sus problemas congénitos a su marchitamiento

La encuesta de la Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (ONUDC, 2018) –realizada en 29 muni-cipios y 12 departamentos, sobre las zonas de intervención del PNIS entre las cuales destacan los departamentos tra-dicionalmente cocaleros como Meta, Norte de Santander, Nariño y Putumayo– evidencia la raíz socioeconómica de la proliferación de los cultivos ilegalizados en Colombia. Según este informe, las familias involucradas en este cultivo están conformadas principalmente por jóvenes menores de 19 años (41%) y mujeres (46,9%) que viven en condiciones de pobreza multidimensional o carencia en vivienda, educa-ción, salud y servicios para infancia y adolescencia (Onudc, 2018). Esta precariedad se refleja también en indicadores como el 36% de analfabetismo, el 86% de rezago educativo entre niños y adolescentes; el 97,5% de informalidad laboral; dependencia económica del 57,9% y hacinamiento del 25%.

La anterior evidencia empírica refuta la creencia sobre la rentabilidad de participar en la economía de los culti-vos ilícitos, pues estas familias tienen niveles de desarrollo y calidad de vida inferiores, incluso, al resto de la ruralidad colombiana. Además, el cultivo de coca al ser una actividad situada en el primer eslabón de la cadena del narcotráfico es mucho menos lucrativa comparada con el transporte o la venta y distribución. Sin embargo, en contextos castigados por altos costos de transporte fluvial y terrestre, ausencia

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de centros de acopio, de acceso a crédito y a cadenas de comercialización, la coca es el único ingreso constante con que cuenta la población campesina por encima de activida-des productivas legales como la ganadería, los jornales y el cultivo de plátano, respectivamente (Onudc, 2018).

La realidad sociodemográfica de la población coca-lera indica que en promedio se dedica media hectárea al cultivo de coca, la cual alcanza una rentabilidad mensual de 60 dólares equivalente a un cuarto de salario mínimo colombiano. El 13% de ese segmento demográfico son campesinos o pequeños productores que arrendan tierra para cultivar, el 59% se dice propietarios y apenas el 20% posee título de propiedad (Onudc, 2018). Hay que desta-car que el punto 4 del Acuerdo de Paz de 2016 consideró que el “problema de drogas” exige impulsar una reforma rural integral.

Esos indicadores son fundamentales para las políticas que buscan incidir y transformar esas condiciones socioeco-nómicas. Ellas han concebido como condición necesaria la articulación entre gobierno nacional, autoridades locales, sector privado y comunidades (Onudc, 2018). Sin embargo, dada la vulnerabilidad de esa población, la erradicación voluntaria debe ser el fundamento del proceso de sustitu-ción de cultivos.

El PNIS fue creado mediante el Decreto 896 de 2017 y prometió asistencia técnica a productores rurales de 5 hectá-reas en promedio. También subsidios a razón de $ 1.800.000 (US$ 556) para ser invertidos en la creación de huertas case-ras, además de la inversión pública para proyectos producti-vos de mediano y largo plazos (Olmos, 2018). Para los produc-tores de coca, “raspachines” o recolectores de hoja de coca se ofreció un único desembolso mensual (Colombia, 2017). El PNIS fue responsabilidad de la Dirección para Sustitución de Cultivos Ilícitos de la Presidencia de la Republica con apoyo de la alta Consejería para el Posconflicto.

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Tras aproximadamente tres años de su implementación el PNIS enfrenta los siguientes problemas: incapacidad de respuesta rápida; contradicciones entre la agenda de anti-narcóticos y la de transformación del territorio; énfasis cor-toplacista; incertidumbre presupuestal y limitadas capaci-dades institucionales; expansión de las hectáreas plantadas originada ante las expectativas creadas por la política de subsidios e incremento de la violencia armada (FIP, 2019).

Estas dificultades se tradujeron en un avance lento y diferenciado territorialmente con relación a la meta de reducir 50.000 hectáreas de cultivos ilegalizados (Portafolio, 2018). De hecho, a finales de 2018, solo el 14% de los reco-lectores recibía el subsidio mensual. Los buenos resultados de corto plazo del PNIS con un 91% en términos de erra-dicación, según la verificación de ONUDC, convivieron con retrasos en los pagos que dejaban a las familias bene-ficiarias sin la principal alternativa económica disponible. Así mismo, apenas el 33% de los 87.431 beneficiarios reci-bían asistencia técnica (Olmos, 2018).

Esto motivó numerosas protestas en las regiones del Caquetá, Cauca y Norte de Santander (Olmos, 2018). Un ejemplo de estas movilizaciones tuvo lugar en octubre de 2018 cuando campesinos de Norte de Santander y de Caquetá, departamentos que encabezan los reportes sobre presencia de cultivos ilícitos en el país, protestaron por la erradicación forzosa y los reducidos alcances del PNIS y solicitaron la inclusión de nuevas familias como beneficia-rias (Vélez, 2019b). Lo propio ocurriría meses después de Cajibío Cauca cuando la comunidad expulsó de su territorio a unidades del Ejército que realizaban labores de erradica-ción forzosa (Rueda, 2019).

La intensificación de la protesta social constituye un indicador del agravo de los problemas congénitos del PNIS durante el gobierno Duque. No en vano y como ya se anotó, tanto el Presidente como su partido representan férrea

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oposición a la política de paz y a los intentos de políticas contra las drogas fuera del prohibicionismo del gobierno Santos, defienden la erradicación forzada y el glifosato y des-acreditan la sustitución concertada y voluntaria consignada en el Acuerdo de paz. Para imponer este criterio, el gobierno ha argumentado desde la falta de presupuesto hasta la nece-sidad de eliminar el contraproducente “discurso de justifi-cación” del gobierno Santos al que responsabiliza del boom cocalero actual. Así el gobierno Duque proyecta erradicar forzosamente 280.000 hectáreas entre 2016-2020 y sustituir 50.000 hectáreas, meta muy inferior a lo que proponía el antecesor (Rueda, 2019).

Este viraje que deja la columna vertebral de la estrategia de desarrollo rural y la solución del problema de drogas “a la deriva” se consolidó con cambios institucionales como la modificación al Decreto presidencial 672 de 2017, suprimiendo la Dirección de Drogas de la Alta Consejería Presidencial para el Posconflicto encargada del PNIS, que perdió importancia al pasar a la órbita de la Agencia de Renovación del Territorio. Así mismo, la antigua Alta Consejería Presidencial para el Posconflicto, bautizada como Alta Consejería para la Estabilización, perdió la fun-ción de asesorar al Presidente en las políticas para inversión social, desminado humanitario y cultivos ilícitos para imple-mentar el acuerdo (La Silla Vacía, 2019).

La Política de Seguridad del gobierno Duque señala que los programas de sustitución deberán ser enteramente administrados por el Estado. Esa directriz gubernamental modifica el Acuerdo de Paz de 2016 que previó el fortale-cimiento de las organizaciones sociales en los territorios afectados por el conflicto armado interno. Dicho pacto tuvo por objeto u horizonte la construcción de políticas de “abajo hacia arriba”. Se entendía que el fortalecimiento de las dinámicas locales contribuye fortaleciendo la legitimidad estatal (La Silla Vacía, 2019).

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ConclusionesEste artículo presentó el panorama de las políticas

colombianas de lucha contra las drogas en el periodo de 1990 a 2018, priorizando la reducción de la expansión de los cultivos ilegalizados. Se recurrió a una minuciosa investigación bibliográfica y documental de modo a con-textualizar esas políticas en las relaciones bilaterales con Estados Unidos y los impactos sociopolíticos domésticos en la geopolítica continental. El análisis sobre las estrategias del Plan Colombia permitió demostrar que la injerencia esta-dunidense fue determinante para: (1) el abandono precoz de iniciativas de carácter subnacional; (2) la persistencia en estrategias semejantes que alcanzaron eficacia relativa en el pasado reciente; y (3) la distorsión de las directrices de la política antidrogas prevista en el Acuerdo de paz de 2016. Este último aspecto en virtud del triunfo de Donald Trump en 2016 y de Duque y el uribismo en 2018.

Se evidenció el alineamiento de los gobiernos de Colombia con la agenda ideológica estadounidense de gue-rra contra las drogas en Latinoamérica, en la que predomina el prohibicionismo. Los gobiernos Pastrana (1999-2002), Uribe (2002-2010) y Duque (2019-actual), en subordinación a Bush (2001-2009) y Trump (2017-actual), respectivamente, la apropiaron como asunto de seguridad nacional. Durante los gobiernos de Samper (1994-1998) y Santos (2010-2018) en cooperación a Clinton (1993-2001) y Obama (2009-2017) hubo una relativa distensión de tal enfoque. Pese a los altos costos humanos, medioambientales y económicos de esa agenda bilateral que ya dura tres décadas, aun no se conso-lidó una estrategia alternativa al problema.

El Plan Alterno surgió en 2001 a partir de la articulación política de los gobernadores de Cauca, Nariño y Tolima y se fortaleció con la movilización social de Putumayo, Caquetá y Huila, territorios que sufrían los efectos “Push into Southern” del Plan Colombia. En clara oposición a las fumigaciones

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y al enfoque militar, el plan priorizó el enfrentamiento de la pobreza y la desigualdad, problemas estructurales de la ruralidad regional, la erradicación manual concertada, el fortalecimiento social y la seguridad alimentaria. La inicia-tiva sucumbió en una coyuntura de crisis económica de los gobiernos locales, de presión fiscal del gobierno nacional y de ausencia de la cooperación internacional entre Unión Europea y Estados Unidos.

El PNIS se debilitó tras la victoria de Trump, quien pre-sionó y lo criticó al asociarlo al boom cocalero. El discurso de mano dura y la retomada de las fumigaciones contribuyeron al éxito electoral de Duque que estancó la ejecución de ese plan. Al desangrar su financiación y promover cambios insti-tucionales, alteró su esencia en favor de la erradicación for-zada y el glifosato. El Plan Alterno y el PNIS se depararon con las siguientes barreras institucionales que limitaron su alcance como políticas alternativas al prohibicionismo: 1) coyuntura financiera desfavorable; 2) frágil apoyo político nacional; y 3) hegemonía estadounidense. Así tanto la dinámica política interna como externa se combinaron impidiendo el abordaje de los factores estructurales en los que se sostiene la expan-sión de dichos cultivos. El análisis histórico-institucional de esas iniciativas en el contexto de aproximadamente tres déca-das de existencia de la política contra las drogas nos enseña los límites y posibilidades del poder gubernamental como de los agentes sociales involucrados en el fenómeno.

Para enriquecer el debate en futuras investigaciones sugerimos retomar las siguientes indagaciones: ¿Cómo se construyen las políticas locales de resistencia a las estrategias de muerte como la fumigación con glifosato? ¿el Laboratorio de Paz creado en 2014 representa cierta continuidad de la agenda propuesta por el Plan Alterno? ¿En qué términos la Cooperación Internacional Europea y la estadounidense se utilizan de la expansión de los cultivos en cuestión para actua-lizar sus estrategias neocoloniales sobre Latinoamérica?

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Elizabeth Del Socorro Ruano-IbarraDoutora em Ciências Sociais. Pós-doutoranda do Programa de Pós-graduação em Linguística (PPGL) da Universidade de Brasília (UnB). Docente Permanente do Programa de Pós-graduação em Ciências Sociais – Estudos Comparados sobre as Américas (PPG/ECsA/ELA/ICS/UnB) e da Corporación Universitaria Autónoma del Cauca (Colômbia).

Alexander Arciniegas CarreñoPhD em Ciência Política pela Universidade Federal de Rio Grande do Sul (UFRGS), Brasil. Investigador Labmundo-Rio IESP-UERJ. Profesor investigador da Facultad de Ciencias Políticas y Gobierno, Universidad Pontificia Bolivariana.

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Resumos | Abstracts

Lua Nova, São Paulo, 111, 2020

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ERRADICACIÓN VOLUNTARIA DE CULTIVOS ILEGALIZADOS EN COLOMBIA: DEL PLAN ALTERNO AL PROGRAMA NACIONAL DE SUSTITUCIÓN

ELIZABETH DEL SOCORRO RUANO-IBARRA

ALEXANDER ARCINIEGAS CARREÑOResumen: Este artículo analiza las políticas de mitigación de la expansión de los cultivos ilegalizados en Colombia en el periodo comprendido entre 1990 y 2018, a partir de la revisión bibliográfica y el análisis documental. Se contrasta la perspectiva hegemónica militarista y prohibicionista con alternativas locales que buscan el enfrentamiento integral de problemas estructurales de la ruralidad colombiana. La historicidad del Plan Alterno, impulsado por los gober-nadores de los territorios productores, y del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos, deri-vado del Acuerdo de Paz de 2016, revela la hegemonía del prohibicionismo estadounidense. Esa preponderancia impacta no solo a Colombia, sino a Latinoamérica, puesto que las agendas de drogas, seguridad y control de fronteras son constitutivas de la geopolítica estadounidense.

Palabras clave: Erradicación Concertada; Fumigación; Geopolítica Estadounidense.

ERRADICAÇÃO VOLUNTÁRIA DE CULTIVOS ILÍCITOS NA COLÔMBIA: DO PLANO ALTERNATIVO AO PROGRAMA NACIONAL DE SUBSTITUIÇÃOResumo: Este artigo analisa as políticas de redução de cultivos ilí-citos na Colômbia no período de 1990 a 2018, a partir de uma revisão bibliográfica e análise documental. A perspectiva hegemô-nica militarista e proibicionista é comparada com alternativas locais que buscam enfrentar, de maneira abrangente, os problemas estru-turais do campo na Colômbia. A trajetória do Plano Alternativo,

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promovido pelos governadores dos territórios produtores, e do Programa Nacional Abrangente para a Substituição de Culturas Ilícitas, resultante do Acordo de Paz de 2016, revela a hegemonia do proibicionismo estadunidense. Isso traz impactos não apenas para a Colômbia, mas para a América Latina, já que os temas drogas, segurança e controle de fronteiras formam parte da agenda geopolí-tica dos Estados Unidos.

Palavras-chave: Erradicação Combinada; Fumigação; Geopolítica Estadunidense.

VOLUNTARY ERADICATION OF CROPS DECLARED ILLEGAL IN COLOMBIA: OF THE ALTERNATE PLAN TO REPLACE THE NATIONAL PROGRAM.Abstract: This paper analyzes the mitigation policies of illegal cropping expansion in Colombia in the period 1990 to 2018 from the literature review and document analysis. It contrasted the hegemonic militarist and prohibitionist perspective with local alternatives that aim an integral confrontation of the structural problems of Colombian rurality. The historicity of the Alternate Plan, driven by governors of producing territories, and the National Comprehensive Program for the Substitution of Illicit Crops, derived from the 2016 peace agreement, reveals the hegemony of the United States prohibitionism. This preponderance affects Colombia as well as Latin America because of drug agendas, security and border control constitute the US geopolitics.

Keywords: Concerted Eradication; Fumigations; U.S. Geopolitics.

Recebido: 02/08/2020 Aprovado: 23/10/2020