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1 24 de diciembre. Sábado. FERIA MAYOR. (Ciclo A) 4ª Semana del Salterio. SS. Santos Ascendientes de Jesús: Adán, Abrahán, Jacob, David…, Delfín ob Tarsila vg. Misa de la mañana del Día. 24 de Diciembre, hasta la hora nona. LITURGIA DE LA PALABRA. 2S 7,1-5. 8b-12.14a.16: El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor Salmo responsorial 88: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Lc 1, 67-69: Nos visitará el sol que nace de lo alto. La lectura del segundo libro de Samuel nos cuenta que, deseando David edificarle una casa Yavé en Jerusalén, Yavé dirigió la palabra al profeta Natán, para comunicarle que no sería David quien le edificaría una casa a Yavé, sino que Yavé le edificaría una casa a David. En aquellos tiempos «casa» se entendía de varias maneras, como Templo, como morada, o como descendencia. Esta profecía quiere decir es que Dios le dará una descendencia a David, es decir, la permanencia del linaje de David sobre el trono de Israel. Esta es la promesa que hace Yavé a David y que la tradición posterior interpretará en relación con el Mesías como hijo-descendiente de David. La primitiva Iglesia entendió estas palabras en relación con Jesús como el verdadero Mesías. Mateo y Lucas se esfuerzan en presentar en sus genealogías a Jesús como descendiente de David, y varias veces se le llama Hijo de David. Es claro, Jesús es el Mesías esperado, en él se cumplen las promesas de Dios. En los versículos que hemos leído del largo salmo 88 están dispuestos en la liturgia para mostrarnos la relación de Jesús con Dios. El salmo es un himno al Creador seguido de un oráculo mesiánico. En este oráculo el salmista pone en boca de Dios estas palabras: yo lo nombraré mi primogénito, altísimo entre los reyes de la tierra. Se refiere al Mesías, al salvador esperado, pero que nosotros como cristianos lo leemos claramente referido a Jesús. Él es el Hijo, la primicia por la que todos seremos salvados, el primogénito entre todos los hombres. Por su predicación, por su sencillez y servicio a los más pequeños, por su sí incondicional a Dios hasta la muerte, Dios lo resucitó haciéndolo altísimo entre los reyes de la tierra.

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Page 1: 24 de diciembre. Sábado. FERIA MAYOR. (Ciclo A) 4ª Semana del … · 2012-12-03 · casa al Señor (vv. 2-5), a continuación Dios promete a David una casa (v. 11), es decir, una

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   24 de diciembre. Sábado. FERIA MAYOR. (Ciclo A) 4ª Semana del Salterio. SS. Santos Ascendientes de Jesús: Adán, Abrahán, Jacob, David…, Delfín ob Tarsila vg. Misa de la mañana del Día. 24 de Diciembre, hasta la hora nona. LITURGIA DE LA PALABRA. 2S 7,1-5. 8b-12.14a.16: El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor Salmo responsorial 88: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Lc 1, 67-69: Nos visitará el sol que nace de lo alto. La lectura del segundo libro de Samuel nos cuenta que, deseando David edificarle una casa Yavé en Jerusalén, Yavé dirigió la palabra al profeta Natán, para comunicarle que no sería David quien le edificaría una casa a Yavé, sino que Yavé le edificaría una casa a David. En aquellos tiempos «casa» se entendía de varias maneras, como Templo, como morada, o como descendencia. Esta profecía quiere decir es que Dios le dará una descendencia a David, es decir, la permanencia del linaje de David sobre el trono de Israel. Esta es la promesa que hace Yavé a David y que la tradición posterior interpretará en relación con el Mesías como hijo-descendiente de David. La primitiva Iglesia entendió estas palabras en relación con Jesús como el verdadero Mesías. Mateo y Lucas se esfuerzan en presentar en sus genealogías a Jesús como descendiente de David, y varias veces se le llama Hijo de David. Es claro, Jesús es el Mesías esperado, en él se cumplen las promesas de Dios. En los versículos que hemos leído del largo salmo 88 están dispuestos en la liturgia para mostrarnos la relación de Jesús con Dios. El salmo es un himno al Creador seguido de un oráculo mesiánico. En este oráculo el salmista pone en boca de Dios estas palabras: yo lo nombraré mi primogénito, altísimo entre los reyes de la tierra. Se refiere al Mesías, al salvador esperado, pero que nosotros como cristianos lo leemos claramente referido a Jesús. Él es el Hijo, la primicia por la que todos seremos salvados, el primogénito entre todos los hombres. Por su predicación, por su sencillez y servicio a los más pequeños, por su sí incondicional a Dios hasta la muerte, Dios lo resucitó haciéndolo altísimo entre los reyes de la tierra.

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   La segunda lectura tomada de la carta de Pablo a los Romanos nos presenta una oración de alabanza a Dios (doxología) con la que concluye toda la carta. La oración está dirigida a Jesucristo, en el cual se revela el misterio que Dios había mantenido oculto por siglos, pero que ahora, gracias a la Escritura y la predicación del mismo Jesucristo fue dado a conocer a todos, pero especialmente a los gentiles para la obediencia de la fe. Finaliza con una bendición tomada de las costumbres judías. Reconocemos que el misterio oculto por los siglos, es Jesús mismo que ahora nos revela el rostro del Padre y que se convierte en salvación para de todos los hombres. En el evangelio leemos el anuncio del ángel a María del nacimiento de Jesús, que la convierte en la primera discípula y evangelizada: escucha la palabra de Dios, es capaz de reconocer que la acción de Dios pasa por los más pequeños y humildes. María era una mujer joven y pobre de un pueblo muy pequeño del norte del país. Ella recibe el anuncio del ángel, que la sorprende pero que sabe reconocer la acción de Dios en el anuncio. Le dice sí a Dios. A diferencia de Zacarías el signo que pide María no parte de la incredulidad, sino de la necesidad de poner por obra las palabras del ángel. El evangelista Lucas pone de manera consecutiva el anuncio a Zacarías y el anuncio a María para resaltar que la acción de Dios se manifiesta fuera del Templo, fuera del lugar sagrado, en medio de los pobres y abandonados, como lo es María triplemente excluida por ser mujer, por ser pobre y por ser joven. Y es en ese lugar de marginación y pobreza donde el proyecto de Dios para la humanidad va a fructificar, por medio del sí consciente de María y de todos los que se identifican con ella. El niño que nacerá de María será el Salvador, el Mesías, un «Hijo de Dios». Dios se hace ser humano en la persona de Jesús para que siendo como él, los seres humanos seamos semejantes a Dios. Pero no lo hace en contra de la voluntad de los hombres. María, con su «sí» al proyecto de Dios, introduce a Jesús en la historia, haciéndose hombre pobre y creyente. Adviento es tiempo de preparación, de espera de la fiesta de la Natividad, de la manifestación del Mesías. Participar de esta fiesta es asumir la misma dinámica de María que le dice sí a Dios, y la misma actitud de Dios que se hace pobre para nuestra salvación en la persona de Jesús de Nazaret.

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   PRIMERA LECTURA. 2Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16. El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor. Cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al profeta Natán: "Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda." Natán respondió al rey: "Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo." Pero aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor: "Ve y dile a mi siervo David: "Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre." Palabra de Dios. Salmo responsorial: 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. R/. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dije: "Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad." R. "Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: "Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades." R. Él me invocará: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora." Le

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   mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable. R. SANTO EVANGELIO. Lc 1. 67-79. Nos visitará el sol, que sale de lo alto. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo." Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le podrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin." Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?" El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible." María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." Y la dejó el ángel. Palabra del Señor.

Comentario de la Primera lectura: 2 Samuel 7,1 -5.8b- 12.1 4a. 16. : El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor. La presente página de 2 Sm 7 es como el “manifiesto” del mesianismo real, es decir, de la espera de un Mesías davídico para los tiempos de la salvación definitiva. Tenemos que indicar ante todo las múltiples veces que aparece el término «casa», que hace las funciones de hilo conductor. Primero es David que mora seguro y estable en su casa (v. 1), luego el mismo rey que desea edificar una casa al Señor (vv. 2-5), a continuación Dios promete a David una casa (v. 11), es decir, una descendencia y un reino estable. David, en la cumbre de su poder tras la aclamación como rey de Judá

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   e Israel, acogió en la parte más alta de la ciudad, donde vive, al Arca, signo de la presencia divina. Pero le queda por realizar el sueño de construir un templo grandioso como digna morada de Dios. La palabra del profeta parece estar de acuerdo en un primero momento, pero luego pone en tela de juicio su proyecto, porque en vez del sueño de David se realizará el “sueño” de Dios: «el Señor te hará a ti una casa» (v. 11 literal). Dios será quien dará a David descendencia y estabilidad. Dentro de una vida compleja, con mezcla de lances de generosidad y de profunda rivalidad, tensiones y aventuras de todo tipo, se inserta la Palabra de Dios invitándole a recordar que es él el único que puede dar estabilidad a cualquier casa. Será David quien entre en el proyecto de Dios y no al contrario. El autor bíblico recuerda que la fidelidad de Dios no se dirige sólo a David, sino que siempre mira al bien del pueblo, ese pueblo que, siempre oprimido, obtiene de Dios la promesa de salvación y la estabilidad definitiva: «Daré un puesto a Israel, mi pueblo, para que viva en su casa y los malhechores no lo opriman como antes» (v. 10). Comentario del Salmo 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. El libro de los salmos nos presenta un himno majestuoso que ensalza a Dios por su asombroso amor. Un amor que permanece vivo en toda su intensidad a través del tiempo y que, en este caso, tiene un destinatario concreto: Israel. «Cantaré eternamente la misericordia del Señor, anunciaré tu fidelidad de generación en generación. Pues yo dije: “Tu misericordia es un edificio eterno. Has afianzado tu fidelidad más que el cielo”». Señala el autor del salmo un punto culmen en el que el amor de Dios brilla y alcanza su máxima expresión; nos referimos a la alianza que ha hecho con David, alianza que se convierte en garantía de la supervivencia del pueblo elegido: «Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: “Voy a fundar tu descendencia por siempre, y de generación en generación construiré un trono para ti”. La alianza hecha con David estremece sus entrañas. De su corazón abierto por este amor tan especial, surge la invocación más profunda que puede expresar un ser humano: «Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él, y por mí nombre crecerá su poder... El me invocará: “¡Tú eres mi padre, mi Dios y mi roca salvadora!”...

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   Mantendré siempre mi amor por él, y mi alianza con él será firme». Sin embargo, a una cierta altura, vemos al autor sumido en una profunda crisis. Pone en duda las promesas de Dios, su amor incondicional e irreversible y, sobre todo, su fidelidad a la alianza que El mismo ha proclamado con sus labios: «Tú, en cambio, lo has rechazado y despreciado, te encolerizaste contra tu ungido. Has roto la alianza con tu siervo, has profanado hasta el suelo su corona... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia, que, por tu fidelidad, juraste a David?». ¿Qué ha podido pasar para que nuestro autor cambie el tono festivo y majestuoso de su canto y dé lugar a la queja y lamentación? Simplemente está evocando el destierro que el pueblo padece, y no comprende cómo se pueden compaginar las promesas y la alianza hechas por Dios con la derrota y humillación de Israel a causa de sus enemigos. Percibimos que no ve más allá del momento concreto que el pueblo elegido está atravesando, que, como hemos dicho, es su destierro. No es capaz de otear el horizonte para captar la trascendencia que tiene toda palabra que sale de la boca de Dios, palabra que siempre se cumple. En su desazón, le falta sabiduría para entender que todas las promesas de Yavé tienen su plena realización en el Mesías. El profeta Isaías nos arroja un poco de luz iluminando las dudas del salmista y haciéndonos ver que estas son infundadas. El profeta anuncia al Mesías como aquel en quien va a permanecer estable la promesa-alianza hecha por Dios, y que Israel ha roto con su desobediencia: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él... Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,1-6). El mismo Isaías reafirma su profecía en otro texto: «Así dice Yavé: En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas, para decir a los presos: salid, y a los que están en tinieblas: mostraos» (Is 49,8-9). Es este un anuncio glorioso que culmina con una fastuosa aclamación en la que se invita a toda la creación a alabar a Yavé porque, como anunciaba al principio el salmista, su amor permanece, Dios no ha

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   cambiado de parecer; más aún, se canta su amor, esta vez universal, a todas las gentes y los pueblos: «Mira: estos vienen de lejos, esos otros del norte y del oeste, y aquellos de la tierra de Siním. ¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues Yavé ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (Is 49,12-13). El Señor Jesús, preanunciado por el profeta, es la alianza indestructible, imperecedera. Es una alianza acrisolada al fuego y, por ello, resiste y se mantiene ante todos los pecados habidos y por haber, imaginables e inimaginables de toda la humanidad. Jesucristo, la alianza permanente de Dios con el hombre, es presentado así por Zacarías cuando ve en su hijo Juan el Bautista al precursor de Aquel que coima las expectativas de todos los israelitas, y también de todos los hombres que, con corazón sincero, buscan a Dios: “Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo... haciendo misericordia a nuestros padres, recordando su santa Alianza” Lc 1,68-72). Aclaremos que, en Israel, el verbo recordar no hace relación a la memoria, sino a un hacer presente. Dios recuerda su santa Alianza quiere decir, pues, que la hace presente, la actualiza. Comentario del Santo Evangelio: Lucas, 67-79. Nos visitará el sol de nace de lo alto. En el nacimiento de Juan Bautista, Zacarías, su padre, quedó lleno del Espíritu Santo y profetizó diciendo... Aquí tenemos a un padre feliz. Su alegría es desbordante: ¡Tiene un hijo inesperado! Pero, es también la afirmación profética del "sentido de la historia", enteramente dirigida por el amor de Dios. Sería suficiente dejar que resonase en nosotros ese maravilloso cántico parándonos en cada frase, para que nuestros corazones se desentumecieran de esa rutina que se une desgraciadamente a los textos demasiado conocidos y a las plegarias repetidas muy a menudo. Bendito sea el Señor, Dios de Israel... Habla bien del Señor. Es una fórmula tradicional de bendición que se encuentra a lo largo de toda la Escritura; Mi oración, ¿se acopla a menudo a ese molde? bendito seas, Señor, por esto... bendito seas,

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   Señor, por aquello...?" Porque ha visitado a su pueblo... Dios está en el centro de la vida. Él es quien ha tomado la iniciativa de toda esa aventura. Se ha acercado, ha visitado a la humanidad... Y la ha redimido, la ha liberado. Para salvar. Para salir de la desgracia y de toda esclavitud. Y nos ha suscitado un Poderoso salvador... ¡Oh, sí! ¡Haznos más fuertes, sálvanos! Para librarnos de nuestros adversarios y de las manos de nuestros enemigos. Mis adversarios. No principalmente de los hombres, de las fuerzas contrarias, sino de mis pecados, de mis malos hábitos. Líbranos, Señor del mal. Ejerciendo su misericordia con nuestros padres. El "amor misericordioso". Esto lo explica todo. Dios ama. Cualquier miseria le atrae.

Un día, cuando su plan estará terminado, ya no habrá "ni lágrimas, ni gritos, ni dolor ni sufrimiento (Ap 21, 4) Y teniendo presente su alianza santa Conforme al juramento a nuestro padre Abraham que seríamos liberados de las manos de nuestros enemigos. La fidelidad de Dios a sus promesas, a su Alianza. Incluso si nosotros, por nuestra parte no somos fieles. Gracias, Señor. Cuento con esta fidelidad tuya. Ayúdame a corresponderte con la mía. Y nos otorgaría servirle sin temor, con santidad y justicia ante su acatamiento, rindiéndole culto. Mi vida, un culto delante de Dios... en su presencia, bajo su mirada. Todo lo que hago... ofrecido. Todos los días de mi vida. Sin paros, sin negligencias. Y tú, niño, irás delante del Señor, a preparar sus caminos,

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   anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Ciertamente es esta la liberación esencial. Un corazón libre. Un corazón sin pecado.

Tal es la ternura de corazón de nuestro Dios... Un astro guiará nuestros pasos por el camino de la paz... ¿Cuál es mi alegría? ¿Exulta y canta mi alma?

La promesa a David de una dinastía eterna, y el cántico del Benedictus en labios de Zacarías, nos preparan a celebrar esta noche el nacimiento del Mesías, Cristo Jesús.

El rey David, una vez consolidada la situación militar y política del pueblo, lleno de buena intención religiosa, quiere construir un Templo para el Arca de la Alianza, o sea, una casa para Dios, dando por finalizada la etapa de la inestabilidad y de las peregrinaciones. Natán le anuncia de parte de Dios que no será él, David, quien regale una casa a Dios, sino Dios quien le asegura a David una casa y una descendencia duradera, que en primer término es su hijo Salomón, pero que se entendió siempre como un anuncio del rey mesiánico futuro. Dios, que le ha ayudado hasta ahora en sus empresas, le seguirá ayudando a él y a sus sucesores. La palabra «casa» juega así con su doble sentido de edificio material y de dinastía familiar. Son los planes de Dios, y no los nuestros, los que van conduciendo la marcha de la historia.

El salmo nos hace cantar nuestro agradecimiento a la fidelidad de Dios: «cantaré eternamente las misericordias del Señor». Y recuerda expresamente: «sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: te fundaré un linaje perpetuo. Le mantendré eternamente mi favor y mi alianza con él será estable».

Nosotros leemos estas expresiones con la convicción de que se han cumplido en Cristo a la perfección. Jesús es llamado muchas veces en el evangelio «hijo de David», o sea, que pertenece, incluso literalmente, a la casa de David, aunque política y socialmente muy venida a menos.

Ayer el cántico del Magnificat, en boca de María, resumía la historia de salvación conducida por Dios. Hoy es el cántico del Benedictus, que probablemente era también de la comunidad, pero que Lucas pone en labios de Zacarías, el que nos ayuda a comprender el sentido que tiene la venida del Mesías. Los nombres de la familia del Precursor son todo un programa: Isabel significa «Dios juró»,

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   Zacarías, «Dios se ha acordado», y Juan, «Dios hace misericordia». En el Benedictus cantamos que todo lo anunciado por los profetas se ha cumplido «en la casa de David, su siervo», con la llegada de Jesús. Que Dios, acordándose de sus promesas y su alianza, «ha visitado y redimido a su pueblo», nos libera de nuestros enemigos y de todo temor, y que por su entrañable misericordia «nos visitará el sol que nace de lo alto». En el nacimiento de Jesús es cuando definitivamente se ha mostrado la fidelidad y el amor de Dios. Es un hermoso cántico que la comunidad eclesial ha hecho suyo desde hace dos mil años, y lo canta con más motivos aún que Zacarías.

Cada día se reza en la oración matutina de Laudes, y ciertamente con coherencia, recordando «el sol que nace de lo alto», que para nosotros es Cristo Jesús, que quiere iluminar a todos los que caminamos en la tiniebla o en la penumbra, y comprometiéndonos a servirle «en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días», y «guiar nuestros pasos en el camino de la paz» a lo largo de la jornada.

Pero hoy, víspera de la Navidad, tras la preparación de las cuatro semanas de Adviento, este himno nos llena particularmente de alegría, pregustando ya la celebración del nacimiento del Señor esta próxima noche.

Como David, tenemos que recordar que no somos nosotros los que le hacemos un favor o un homenaje a Dios celebrando la Navidad, sino que es él quien nos envuelve en su amor, quien nos visita y nos redime, haciéndonos objeto de sus promesas y su fidelidad. Es Dios quien en primer lugar piensa en nosotros, y no nosotros en él. Todo lo que se nos anunciaba a lo largo del Adviento se cumple sacramentalmente en la Navidad que está a punto de iniciarse. Vale la pena que aprendamos de Zacarías a entonar cantos de alabanza a Dios, porque continuamente estamos recibiendo sus dones, y a vivir nuestros días, nuestros años, en su presencia, llenos de confianza y fidelidad también por nuestra parte.

En torno al año 2.000, cuando celebramos el Jubileo de los dos mil años del nacimiento de Jesús, todavía se hace más entrañable cada año la fiesta de la Navidad. Y nos debe llenar cada vez más de alegría

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   y de consciente optimismo. Hace dos mil años que el Hijo de Dios ha querido encarnarse en nuestra familia y en nuestra historia. Comentario del Santo Evangelio: Lc 1, 67-79, para nuestros Mayores, "Zacarías, lleno del Espíritu Santo, cantó el Benedictus" "Zacarías, lleno del Espíritu Santo, cantó el Benedictus" Lucas 1,67, como un padre viejo feliz con un hijo inesperado, cuando ya había muerto en él la esperanza. Es la afirmación profética del sentido de la historia dirigida por el amor y la misericordia de Dios. Profundizar esas frases hasta que pierdan el polvo de la monotonía y la rutina. "Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado a su pueblo". Pidamos al Señor que nos visite, que aumente sus visitas, que nos llene de su paz en ellas, para librarnos de toda desgracia, para concedernos que le sirvamos con santidad y justicia en su presencia. Que nos libre de nuestros adversarios, no los hombres, sino las fuerzas del mal y de nuestros pecados y de nuestros hábitos malos. Por la entrañable misericordia. Dios ama y es atraído por las miserias, es corazón de los miserables, que se inclina a los pecadores y a los más desgraciados, como el corazón de una madre que cifra su mayor entrega en el hijo subnormal y más discapacitado. Dios, que es fiel a sus promesas, nos librará de nuestros pecados e iluminará nuestros pasos como un sol que nace de lo alto, por el camino de la paz, según la ternura de nuestro Dios que nos debe llenar de alegría. Desde hace días me están legando a través del correo ordinario y, sobre todo, del correo electrónico muchas felicitaciones de Navidad. Ante ellas experimento un sentimiento doble: por una parte me encanta recibir mensajes de las personas queridas; por otra, me siento un poco agobiado porque no puedo responder a todos como me gustaría. En ocasiones me limito a enviar una frase tópica del “almacén navideño”: feliz navidad, que pases unos buenos días, etc. Pero estas frases son un sucedáneo. Lo que realmente quisiera es poder compartir toda la esperanza que se encierra en el “Benedictus”, ese precioso himno de Lucas que la liturgia nos ofrece todos los años en un día como hoy. También nosotros, en vísperas de la navidad, podemos decir: Bendito sea el Señor porque ha visitado y redimido a su pueblo. ¡Hay tantas historias de visitación de Dios! Hoy, sin ir más lejos, después de la eucaristía, ha venido a hablar conmigo una señora que había perdido a su hijo de 18 años en accidente de tráfico. Llevaba ya más de diez años “enfadada” con Dios. Pero sin saber por qué, Él se ha ido acercando a ella. Ahora ve las cosas de

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   otra manera. Se atreve a “entregar” su hijo a Quien puede cuidarlo para siempre. Me lo decía con lágrimas en los ojos. ¿No es ésta una Navidad más valiosa que todas las que nos meten por los ojos los que ganan dinero vendiéndonos felicidad? Por cierto, hablando de compras y ventas, caigo en la cuenta de que estos días son días de intercambios. Quién no recibe o hace algún regalo durante la Navidad? Os invito a entrar en una tienda muy especial en la que se encuentran regalos hermosos que no se exhiben en televisión y que, además, quieren ser expresión de un comercio justo. Permitidme que hoy transcriba entero el cántico del Benedictus. Podemos tomarnos un tiempo para leerlo con calma y convertirlo en oración. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abraham. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tiniebla y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz .

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    «Zacarías, su padre, se llenó de Espíritu Santo y profetizó» (1,67). Lucas había empezado el relato concerniente a Juan pre-sentando «cierto sacerdote», en representación de la casta sacerdotal judía, envejecido por su contacto con los ritos sin contenido que observaba en sus más mínimos detalles, sin dar crédito a la posibilidad de cambio y de ruptura. Ahora, una vez que Zacarías ha tomado conciencia de su condición de «padre» del niño, respetando que los planes de Dios sobre él no coincidían con los de su estirpe (“Se llamará Juan”), se llena de Espíritu Santo y se pone a profetizar sobre el futuro del niño. Este cambio tan radical ha sido posible gracias al hecho de no encontrarse ya en el templo, sino en su casa; de no actuar como sacerdote, sino como padre. El cántico de Zacarías, a la inversa del de María, empieza con la promesa de salvación predicha por los profetas y la alianza que Dios juró a Abrahán. En esta primera estrofa (1,68-75), cuyo horizonte -como en el cántico de María- queda limitado a Israel, aparece de nuevo como ya realizada (tres aoristos proféticos) la liberación del pueblo de Israel. A diferencia del cántico de María, sin embargo, en cuya estrofa central Dios se ponía de parte del pueblo humillado y hambriento, destronando a los poderosos y arrogantes, a los dirigentes del pueblo que se habían enriquecido a costa de los pobres, en el de Zacarías se habla de la salvación de Israel como un todo. Del hecho que Zacarías hable ahora proféticamente no se debe esperar que haya cambiado la perspectiva desde la cual considera la historia de la salvación. Por su condición de sacer-dote, por muy numerosa que fuese su casta, está suficientemente separado del pueblo como para no ver que la salvación de Israel deberá implicar una subversión del orden social establecido, y para Zacarías, como para cualquier israelita, la liberación del pueblo vendrá de la casa de David, cuando Dios suscite una «fuerza (lit. "cuerno", como signo de fuerza) salvadora en la casa de David», el Mesías davídico. Sin embargo, los enemigos son aquí los de fuera, los pueblos paganos «que nos odian, no los de dentro, como en el himno de María. Se habla, pues, de una salvación nacional en términos épicos. El efecto de esta salvación será el restablecimiento del culto verdadero: «santidad y rectitud». Zacarías sigue siendo sacerdote y buen observante de la Ley: en el fondo, no puede menos que

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   encuadrar la salvación de Israel, que proféticamente ve como ya realizada («ha visitado, rescatado, suscitado»), dentro de los estrechos moldes de su condición social y religiosa. Se trata de la realización de la promesa que Dios había hecho a los patriarcas de Israel sellando una alianza con Abrahán, promesa que ha ido recordando por medio de los profetas (los dos incisos parentéticos sirven para dar relieve a la promesa y a la alianza). Pero la salvación/liberación material que Dios ofrece a su pueblo tiene -según Zacarías- fines eminentemente religiosos: para que Israel sirva al Dios único con santidad y rectitud, sin temor a la persecución de los enemigos. «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos, para conceder a su pueblo una experiencia de salvación mediante el perdón de sus pecados» (1,76-77). El estilo del himno cambia en la estrofa central, cuando Zacarías, retomando palabras textuales del ángel (cf. 1,17) e inspirándose al mismo tiempo en los profetas (Is 40,3; Mal 3,1), se dirige directamente al niño anticipando que su misión como profeta y precursor tendrá como objetivo borrar las injusticias pasadas, a fin de que el pueblo experimente la salvación. Zacarías espera que Israel sea liberado de los enemigos exteriores; ve al pueblo entero como pecador y espera su conversión, pero no considera la injusticia social que existe en su interior. «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará un astro que nace de lo alto, para que brille ante los que viven en tinieblas y en sombra de muerte y guíe nuestros pasos por el camino de la paz» (1, 78-79). Comentario del Santo Evangelio: Lc 1, 67-69, de Joven para Joven. La anunciación del nacimiento de Jesús. Dios, el Espíritu y María. Habiendo llegado al final del largo itinerario de los salmos y de los cánticos de la liturgia de Laudes, queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.

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    Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1, 68-79). El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura "profética" de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre. El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases (cf. vv. 68-75; 76-79). Después de la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David (cf. vv. 68-71), la alianza con Abraham (cf. vv. 72-76), y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo (cf. vv. 76-79). En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia. El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: "Nos visitará el sol que nace de lo alto" (v. 78). La expresión, a primera vista paradójica porque une "lo alto" con el "nacer", es, en realidad, significativa. En efecto, en el original griego el "sol que nace" tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica ambas imágenes tienen un valor mesiánico. Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que "el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló" (Is 9, 1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el "renuevo que brotará del tronco de Jesé", es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios (cf. Is 11, 1-2). Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn

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   1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1, 4). La humanidad, que está envuelta "en tinieblas y sombras de muerte", es iluminada por este resplandor de revelación (cf. Lc 1, 79). Como había anunciado el profeta Malaquías, "a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos" (Ml 3, 20). Este sol "guiará nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1, 79). Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia. Ahora damos la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII-VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: "El Señor (...) nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (...) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido". Por último, citando otros textos bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones recibidos: "Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, amadísimos hermanos, (...) bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo (cf. Sal 33, 2), porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado

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   de las tinieblas a su luz admirable" (1 P 2, 9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección". A María le llegó el tiempo de dar a luz a su Hijo primogénito Esas son palabras, antífona, que hoy se cantan o rezan en el Oficio de Laudes para anunciarnos anticipadamente la gran noticia que acontecerá en la próxima noche. El tiempo está cumplido. La esperanza se hace realidad. El Mesías por quien clamábamos va a estar con nosotros. La mesa y la fiesta están servidas. María, doncella elegida, dará a luz al Salvador. ¿Cómo lo vamos a celebrar? Hagámoslo preparando con amor nuestro corazón, como se prepara el templo para el sacrificio, la mesa para el banquete, la boda para el amor, la cuna para el niño. Así nos lo sugiere la Liturgia en sus lecturas bíblicas de gratitud y acción de gracias, recordando a David y el Arca, y a Zacarías con su “Benedictus” Reflexión Espiritual para este día. La felicidad se basa en la verdad (...). Es imposible fabricar la verdad o someterla a los propios caprichos; se nos da y hay que inclinarse ante ella. El hombre no puede conquistarla; frente a la verdad es sólo un mendigo que debe servirla. Aunque María ha acogido el anuncio y ha pronunciado su sí, no ha hecho más que entrar en una verdad que se le comunicaba. No fue ella quien la descubre, ni se ha adueñado de la verdad. María entra en algo que le acontece. Con temor y confianza. No habla, escucha. Es toda oídos. Aunque tenga labios y lengua. Dios y el niño que va a llegar determinan totalmente su existencia. La vida es para ella espera y esperanza y ninguna actitud es tan respetuosa del tiempo como esta actitud de adviento, todo espera. En toda la narración de la anunciación se presta muy poca atención al corazón de María, a su yo, a su psicología. Aprendemos mucho más de lo que acontece en Dios que en María. Este amor a la verdad hunde sus raíces en una profunda humildad de creatura («Aquí está la esclava del Señor»). María tiene fe. Por eso da crédito ilimitado a lo que viene de Dios: «Hágase en mí según tu palabra».

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   El único camino hacia la felicidad consiste en ser hombre, mujer de adviento: uno que escucha más que habla, sobre todo uno que es consciente de que «nada es imposible para Dios». Si Dios nos da poco, significa que hemos esperado poco: y, de hecho, es imposible alimentar a alguien que no tenga hambre. Los rostros de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Acaz El Señor se dirigió otra vez a Acaz y le dijo: “Pide al Señor tu Dios una señal, aunque sea en las profundidades del abismo o en las alturas del cielo”. Acaz respondió: “No la pediré, no quiero tentar al Señor”. Isaías dijo: “Escuchad, pues, casa de David: ¿os parece poco cansar a los hombres, para que queráis también cansar a mi Dios? El Señor mismo os dará una señal. Mirad: la virgen encinta da a luz un hijo, a quien ella pondrá el nombre de Emanuel». Así dice (Is 7,10-14), una página celebérrima porque pone en escena el anuncio del nacimiento de una figura gloriosa y misteriosa que las tradiciones judía y cristiana interpretarán en clave mesiánica, el Emanuel, el «Dios con nosotros». En este breve pero intenso relato hay dos personajes frente a frente: por un lado, el profeta del anuncio, es decir, Isaías; por otro, el rey de Judá de aquella época de la historia, Acaz (literalmente «él ha cogido con fuerza», es decir, «el Señor ha cogido con fuerza para guiar, para proteger», abreviación del nombre Joacaz). Reinó en Jerusalén en la segunda mitad del siglo VIII a.C. y su nombre, en la forma La-u-ha-zi se cita en una lista de soberanos vasallos del poderoso rey asirio TeglatFalasar III. El fragmento de Isaías tiene como fondo un acontecimiento importante del gobierno de este rey hebreo: él, rehusando entrar en una coalición anti-asiria organizada por el soberano de Siria y por el de Samaría (el reino hebreo separatista, llamado «de Israel»), se había visto obligado —contra el parecer del profeta— a pedir ayuda precisamente a Asiria contra el eje Siria-Sainaría, que estaba marchando contra él para someterlo. Ciertamente que Acaz se salvará con esta alianza, pero su reino se convertirá en un protectorado del imperio asirio y esto le obligará a arruinarse económicamente para pagar el tributo impuesto como recompensa por la intervención militar de protección. Isaías, reaccionando a la elección del soberano, hará que brille la esperanza en otro rey liberador y salvador, el Emanuel. Muchos estudiosos

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   piensan que el profeta tenía puestas sus esperanzas, sobre todo, en el hijo y sucesor de Acaz, Ezequías, un personaje que entrará a formar parte de nuestra galería de rostros bíblicos. Sin embargo los capítulos 7, 9 y 11 del libro de Isaías pintan ya a este rey Emanuel con matices y rasgos tan elevados que permitirán a los lectores posteriores de esas páginas entrever la figura del Mesías. Acaz, por consiguiente, queda como imagen de una persona incrédula, que con el pretexto de “no tentar al señor” pidiéndole un signo (7,12), se confía a las maquinaciones de la política y a las intrigas de la diplomacia, perdiendo así la libertad civil y religiosa de su tierra, aun cuando conserve su poder personal. En relación con esto es significativo el relato que se lee en 2Re 16,10-18. Sometido ya al protectorado del emperador asirio Teglat-Fasar III, Acaz se vería obligado a autorizar el proyecto y edificación de un altar en el templo de Sión, modelado según el que había levantado el rey asirio en Damasco, la capital de Siria conquistada por él. Le corresponderá al sacerdote Urías consagrar este altar que el autor sagrado considera idolátrico. Por esto en la historia de Acaz la Biblia escribe una especie de epígrafe terriblemente negativo: «No hizo lo que es justo a los ojos del Señor, su Dios, como su padre David, sino que siguió el camino de los reyes de Israel, y hasta hizo pasar por el fuego a su hijo, según las prácticas horrorosas de las gentes que el Señor había echado de delante de los israelitas. Y ofreció sacrificios y quemó incienso en los altozanos, en las colinas y bajo cualquier árbol frondoso» (2Re 16,2-4). +

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   SÁBADO 24 DE DICIEMBRE DESPUES DE LA HORA NONA: COMIENZA EL TIEMPO DE NAVIDAD. SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR. MISA VESPERTINA DE LA VIGILIA LITURGIA DE LA PALABRA Is 62, 1-5. El Señor te prefiere a ti. Sal 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Hch 13, 16-17.22-25. Testimonio de Pablo sobre Cristo, hijo de David. Mt 1,1-25. Genealogía de Jesucristo, hijo de David. PRIMERA LECTURA Isaías 62, 1-5 El Señor te prefiere a ti Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.; Palabra de Dios. Salmo responsorial: 88, 4-5. 16-17. 27 y 29 R/.Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: "Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades." R. Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo. R. Él me invocará: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora." Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable. R.

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   SEGUNDA LECTURA. Hechos de los apóstoles 13, 16-17. 22-25 Testimonio de Pablo sobre Cristo, hijo de David Habiendo llegado a Antioquía de Pisidia, Pablo se puso en pie en la sinagoga y, haciendo seña de que se callaran, dijo: "Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto. Los sacó de allí con brazo poderoso. Después nombro rey a David, de quien hizo esta alabanza: "Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos." Según lo prometido, Dios sacó de su descendencia un salvador para Israel: Jesús. Antes de que llegara, Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: "Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias." Palabra de Dios. SANTO EVANGELIO. Mateo 1, 1-25 Genealogía de Jesucristo, hijo de David Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés a Esrón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David, el rey. David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el

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   destierro de Babilonia. Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías, catorce. El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: "José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvara a su pueblo de los pecados." Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: "Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa "Dios-con-nosotros"." Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús. Palabra del Señor.

COMENTARIOS DE LOS TEXTOS BÍBLICOS DE LA MISA DE LA VIGILIA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR Comentario de la Primera Lectura: Isaías, 62, 1-5. El Señor te prefiere a ti

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   Ciro acaba de extender (538) su edicto autorizando la reconstrucción del templo de Jerusalén. Sin duda ha salido ya de Babilonia una primera misión hacia Jerusalén. Las esperanzas de los desterrados se concretizan en torno a un templo, y un profeta, discípulo del Segundo Isaías, va a recoger la antorcha dejada por su maestro para cantar la esperanza de los judíos en el templo reconstruido. Los primeros exiliados que vuelven a Jerusalén no han encontrado, seguramente, más que una ciudad que ha recuperado una parte de su actividad de antaño, ya que era capital de una de las provincias del imperio de Ciro. Pero ¿qué podía significar esa actividad en torno a un templo en ruinas y en el seno de una población indiferente a Yavé? El profeta sostiene los ánimos de los exiliados poniendo ante sus ojos el futuro extraordinario de la ciudad. Recibirá un nombre nuevo (vv. 2 y 4), un cambio importante que sella un cambio de situación: la ciudad volverá a ser la esposa de Yavé; ya no será la abandonada, sino la esposa. Será como una joven desposada preparada para su esposo (v. 5), una imagen tanto más interesante cuanto que prepara, con un siglo largo de antelación, el Cantar de los Cantares. Lo esencial de la descripción de la ciudad futura está constituido por la presencia de Yahvé en el corazón de la ciudad. El profeta se imagina a Yavé sentado sobre el Sión y tomando en su mano el turbante o la corona con que va a ceñir sus sienes y que no son otra cosa que los muros mismos de la ciudad (v. 3). El tema de los esponsales de Yavé y de Jerusalén que inaugura el profeta tendrá un éxito tal en la Escritura y en el simbolismo cristiano que no es difícil sacar la lección cifrada de este pasaje. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales porque esa forma de amor es la que mejor expresa la coparticipación y el don mutuo. No habrá mejor coparticipación que la encarnación en la que Cristo intercambiará su divinidad con nuestra humanidad, y la Eucaristía, en la que se continúa la coparticipación animada por el amor incesantemente nuevo que la asamblea y Cristo no dejan de manifestarse. No tiene nada de extraño que la Biblia, como muchos mitos paganos, compare la ciudad con una mujer. Como esta, la ciudad está sacada de la sustancia del hombre o de Dios; es la proyección de todo lo que el hombre no es todavía, de todo lo que le subleva y le pone en actividad.

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    Lo mismo que el hombre se descubre por medio de la mujer, así sucede con la ciudad. Lo mismo que la mujer enseña el amor al hombre y le sacrifica la superación de sí misma, así sucede también con la ciudad. Para tratar concretamente de emprender una obra, el hombre (y Dios) tiene necesidad de un ser vivo a quien amar. La ciudad existe, ante todo, gracias a las mujeres. Un campo militar, un campo minero, que no conocen más que mercenarias y prostitutas, no serán jamás ciudades. Son las mujeres quienes dan a la ciudad su estilo y lo transmiten. Lo mismo que por la mujer, gracias a la ciudad el hombre entra en comunión y en convivencia de simpatía con los demás seres. Comentario del Salmo 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. El salterio nos ofrece hoy un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones: «Mi alma está llena de desgracias, y mi vida está al borde de la tumba. Me ven como a los que bajan a la fosa, me he quedado como un hombre in fuerzas, tengo mi cama entre los muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro, de las que ya no te acuerdas, porque fueron arrancadas de tu mano». Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémosle: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: “¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable!” (Job 10,1-6). Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte ele Dios que pueda iluminarles acerca del mal que ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma. Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de

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   yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán la» sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el reino de la muerte?». Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza..,? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16). Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte! Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de Él. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job. Efectivamente, al final del libro que lleva su nombre, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: « Si, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas, que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5). En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» -es decir desde las doce

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   hasta las tres de la tarde, hora de su muerte- (Lc 23,44). Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas. Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19). Comentario de la Segunda lectura: Hechos 13,16-17.22-25. Testimonio de Pablo sobre Cristo, hijo de David La forma en que se presenta la predicación de Pablo en la sinagoga se debe sin duda a la labor literaria de Lucas, como resulta de la comparación con la pieza correspondiente del sermón de Pedro en pentecostés y también con partes del discurso de Esteban ante el sanedrín (7,2-53). Sin embargo, conviene notar que cada relato lleva sus propios acentos, puestos eficazmente en consonancia con la situación respectiva. En una densa mirada retrospectiva a las obras salvíficas de Dios en favor del pueblo elegido por él y liberado de la esclavitud, se muestra la línea de la historia de la salvación que conduce al verdadero «Salvador», a Jesús. La historia precristiana aparece marcadamente en lo que tiene de transitorio y pasajero. Deliberadamente se pone ante los ojos de los oyentes judíos la promesa del Salvador en la figura de David. Pero sobre todo se muestra claramente cómo el Dios del pueblo de Israel es el que dirige el curso de la historia y, por encima de toda insuficiencia humana conduce a la plenitud de los tiempos, al salvador Jesús. Conscientemente se sitúa Pablo sobre el fondo de historia de la salvación, sobre el que se sabe ligado con sus oyentes judíos. Desde esta situación común quiere despertar la

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   atención hacia lo que va a proclamar tocante a este Salvador Jesús, verdadero cumplidor de la promesa. El carácter provisional y transitorio de lo precedente en comparación con la plena realidad salvífica aparece también claro en la figura del precursor Juan Bautista (cf. 1Z5; 1,22; 10,37; 18,25; 19,3s). Comentario del Santo Evangelio: Mateo 1,1-25. Genealogía de Jesús. Una simple lectura descubre al lector cosas extrañas en esta lista. Por de pronto, Mateo y Lucas hacen sus genealogías en direcciones opuestas. Mateo asciende desde Abrahán a Jesús. Lucas baja desde Jesús hasta Adán. Pero el asombro crece cuando vemos que las generaciones no coinciden. Mateo pone 42, Lucas 77. Y ambas listas coinciden entre Abrahán y David, pero discrepan entre David y Cristo. En la cadena de Mateo, en este periodo, hay 28 eslabones, en la de Lucas 42. Y para colmo -en este tramo entre David y Cristo sólo dos nombres de las dos listas coinciden. Una mirada aún más fina percibe más inexactitudes en ambas genealogías. Mateo coloca catorce generaciones entre Abrahán y David, otras catorce entre Abrahán y la transmigración a Babilonia y otras catorce desde entonces a Cristo. Ahora bien, la historia nos dice que el primer periodo duró 900 años (que no pueden llenar 14 generaciones) y los otros dos 500 y 500. Si seguimos analizando vemos que entre Joram y Osías, Mateo se «come» tres reyes; que entre Josías y Jeconías olvida a Joakin; que entre Fares y Naasón coloca tres generaciones cuando de hecho transcurrieron 300 años. Y, aun sin mucho análisis, no puede menos de llamarnos la atención el percibir que ambos evangelistas juegan con cifras evidentemente simbólicas o cabalísticas: Mateo presenta tres períodos con catorce generaciones justas cada uno; mientras que Lucas traza once series de siete generaciones. ¿Estamos ante una bella fábula? Esta sería -ha sido de hecho la respuesta de los racionalistas. Los apóstoles -dícense- habrían inventado unas listas de nombres ilustres para atribuir a Jesús una familia noble, tal y como hoy los beduinos se inventan los árboles genealógicos que convienen para sus negocios. Pero esta teoría difícilmente puede sostenerse en pie. En primer lugar porque, de haber inventado esas listas, Mateo y Lucas las habrían inventado mucho «mejor». Para no saltarse nombres en la lista de los

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   reyes les hubiera bastado con asomarse a los libros de los reyes o las Crónicas. Errores tan ingenuos sólo pueden cometerse a conciencia. Además, si hubieran tratado de endosarle a Cristo una hermosa ascendencia, ¿no hubieran ocultado los eslabones "sucios»: hijos incestuosos, ascendientes nacidos de adulterios y violencias. Por otro lado, basta con asomarse al antiguo testamento para percibir que las genealogías que allí se ofrecen incurren en inexactitudes idénticas a las de Mateo y Lucas: saltos de generación. afirmaciones de que el abuelo «engendró» a su nieto, olvidándose del padre intermedio. ¿No será mucho más sencillo aceptar que la genealogía de los orientales es un intermedio entre lo que nosotros llamamos fábula y la exactitud rigurosa del historiador científicamente puro? Tampoco parecen, por eso, muy exactas las interpretaciones de los exegetas que tratan de buscar «explicaciones» a esas diferencias entre la lista de Mateo y la de Lucas (los que atribuyen una genealogía a la familia de José y otra a la de María; los que encuentran que una lista podría ser la de los herederos legales y otra la de los herederos naturales, incluyendo legítimos e ilegítimos). Más seria parece la opinión de quienes, con un mejor conocimiento del estilo bíblico, afirman que los evangelistas parten de unas listas verdaderas e históricas, pero las elaboran libremente con intención catequística. Con ello la rigurosa exactitud de la lista sería mucho menos interesante que el contenido teológico que en ella se encierra. Luces y sombras en la lista de los antepasados ¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el antiguo testamento». Dentro de este enfoque, Mateo -que se dirige a los judíos en su evangelio- trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas -que escribe directamente para paganos y convertidos- bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán. A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes. Escribe Guardini: ¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos.

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   Adán. penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé. rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido! Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhíbe su árbol genealógico trata de ocultarlo, por lo menos, de no sacar a primer plano las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegitimo y mucho más el matrimonio vergonzoso. No obran así los evangelistas. En la lista aparece -y casi subrayado- Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David. Los escritores bíblicos no ocultan -señala Cabodevilla- que Cristo desciende de bastardos. Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza. No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta. Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth. y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz. Y no se dice -hubiera sido tan sencillo- «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado. ¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? No es afán de magnificar la ascendencia de Cristo, como ingenuamente pensaban los racionalistas del siglo pasado; tampoco es simple ignorancia. Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están

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   poniendo el dedo en una tremenda verdad que algunos piadosos querrían ocultar pero que es exaltante para todo hombre de fe: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venía a salvar. Dios, que escribe con líneas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos que-¡ay!- son los de la humanidad. o bien Comentario del Santo Evangelio: Mt 1, 18-25, para nuestros Mayores. María dará a luz a un hijo, y tu le pondrás por nombre Jesús Cristo es el fin de los tiempos. Todas las revelaciones anteriores son trascendidas en la revelación de Cristo; todas aluden a Él; Él las resume y revela su sentido último, de forma que sólo desde él pueden ser plenamente entendidas. "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Hb 1.1-2). Las genealogías, citadas varias veces al comienzo de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, tienen el sentido de situar a Cristo como fin de la revelación de Dios a través de los siglos, de subrayar la continuidad entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Las figuras citadas salen en larga procesión al encuentro de Cristo, como los profetas en los pórticos de las Iglesias medievales. Del sentido de las genealogías, habla San Ireneo: "San Lucas muestra cómo las generaciones que van desde la generación del Señor hasta Adán comprenden setenta y dos series. Une así el fin con el principio, atestiguando que es el Señor el que reúne así, a todos los pueblos, desparramados sobre la faz de la tierra, en la variedad de lenguas y de estirpes, resumiéndolas a todas con Adán en sí (Adversus Haereses III, 22, 3). Cristo es el Esperado en todo el AT; allí se habla de Él como del que va a venir. El AT es la prehistoria de Cristo, en la que en cierta manera se traslucen los rasgos de su vida. La figura de Cristo proyecta su sombra en el AT en una rara inversión del ejemplo griego y del pensamiento natural, que conocen tan sólo las sombras de lo que realmente existe. Aquí la aurora es el reflejo del día: el Antiguo Testamento es la irradiación del Evangelio. (Hebr. 10, 1; Rom. 5, 14;

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   Gal. 3, 16; I Cor. 10, 6; Col. 2, 17). Según esto, todo el AT es un texto profético, cuyas palabras y signos se cumplen en Cristo.

"Libro de la genealogía...'' El comienzo de Mt 1,1 suena de esta forma: "Biblos ghenéseos lesou Christou... " ("Libro de la generación de Jesucristo"). Pues bien, observan algunos exegetas, el título Biblos ghenéseos es el mismo que aparece en Gén 2,4 a propósito de la creación del mundo: "Estos son los orígenes (É Biblos ghenéseos) de Adán" (los Setenta leen: "de los hombres"). De este visible paralelismo entre Mt 1,1 y Gén 2,4; 5,1, algunos deducen la siguiente conclusión: Mateo considera el génesis-nacimiento de Jesús como una segunda creación: Cristo es el nuevo Adán y el seno de María (cf. Mt 1,18.21) sería como la nueva tierra virgen de la que el Espíritu de Dios plasma al que es origen de la nueva humanidad. Pensar en la encarnación de Cristo como en una renovada creación es una propuesta convincente. Además de apelar a las observaciones literarias mencionadas anteriormente, podríamos apoyarla en el carácter de absoluta novedad que tiene esta página de Mateo. Por ejemplo, la realeza de David se destaca claramente en el v. 5 y (según algunos) también en el v. 6. Pero con el destierro la institución monárquico-davídica se ve apagada. En la tercera serie de nombres que sigue a la deportación de Babilonia (vv. 12-16) aparecen personas destituidas de toda insignia real. Cristo dará vida a un nuevo tipo de realeza, que es de un género muy distinto. Como Hijo de Dios (Mt 2,15), establece otra casa de David, un reino que trasciende las leyes de la carne y de la, sangre. La misma manera con que entra en nuestro mundo es un capítulo abierto hacia la naturaleza divina de su persona. Un día dijo Jesús a propósito de sí mismo: "Aquí hay algo mayor que el templo... ¡He aquí algo superior a Jonás!... ¡Aquí hay algo superior a Salomón!" (Mt 12,ó.41.42). Si sus antepasados fueron engendrados por el encuentro de un hombre y una mujer, la humanidad de Cristo es fruto del poder del Espíritu que actúa en el seno de María. Es un camino que desconcierta a la sabiduría de aquí abajo: "El nacimiento de Jesucristo fue así..." (v. Mt 18). Tales son los albores de la nueva creación, aquella en que el Hijo del hombre se sentará en el trono de su gloria (cf. Mt 19,28; 25,31). Cristo se hizo rey no por sucesión davídica, sino por concepción virginal y por resurrección; ambas son obra del Espíritu que renueva todas las cosas (cf. Sab 7,22.27).

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    Cuatro mujeres en la genealogía, ¿por qué? Mateo (a diferencia de Lc 3,23-28) pone cuatro mujeres en los eslabones de la cadena genealógica de Jesús: Tamar (v. 3), Rajab (v 5a), Rut (v. 5b) y "la mujer de Urías" (v. 6b), o sea Betsabé. En la finalidad esencial de la genealogía la mención de estas cuatro mujeres no era necesaria. En efecto, para la mentalidad bíblico-semítica (que es masculinista) el que engendra es el varón, mientras que la mujer le engendra al marido. Y Mateo lo sabe bien, hasta el punto que une los nombres de Tamar, Rajab, Rut y Betsabé a los de sus maridos respectivos (Judas, Salmón, Booz y David). Mateo, según se dice, no suele conceder gran importancia a la mujer. Pero aquí precisamente, como apertura de su evangelio, hace una excepción. ¿Por qué motivo? Porque son pecadoras, responden algunos siguiendo a san Jerónimo; Jesús, afirmará varias veces el evangelista, vino a salvar a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21, 9,2-6.10-13 18,11- 14...). Pero se objeta que no es éste el caso de Rut, que se nos presenta como una mujer virtuosa, a pesar de que procedía de una tierra pagana, la de Moab (Rut 1,1ss). En cuanto a Tamar, el mismo Judá reconoció: "Es más justa que yo" (Gén 38,26); además, como diremos, se sabe perfectamente que estuvo rodeada de una gran veneración en la antigua literatura judía. Rajab —ya a partir del texto bíblico de Jos 2,121 y 6,17.22-25— es celebrada como una heroína. Y sobre las peripecias de Betsabé hay que notar que el pecado se hizo recaer más bien sobre David, que la mandó raptar (2Sam 11,4; 12,1-14); además, el pensamiento rabínico se muestra muy indulgente con ella. Porque son extranjeras, responden otros. Tamar y Rajab eran naturales de Canaán; Rut es moabita; Betsabé, por el hecho de ser mujer de un hitita (Urías), puede que fuera también de origen extranjero. Por eso Mateo incluiría a cuatro mujeres no hebreas en la genealogía de Cristo, casi como un preludio para la salvación universal que había venido a traer (Mt 2,1-12; 8,11-12; 28, 18-19). Un tercer motivo subraya el hecho de que cada una de estas cuatro mujeres realizaron hechos muy beneméritos para el destino del pueblo de Israel. Tamar, fingiéndose prostituta, impidió que se extinguiera la raza de Judá (Gén 38), de la que tenía que surgir el mesías (Gén 49,10). Por tanto, se comprende la profunda admiración que se le tributó dentro del judaísmo. Rajab, al esconder a los espías de Josué y profesar su fe en Yavé, favoreció la entrada de los

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   israelitas en la tierra de Canaán (Jos 2) y fue considerada como un modelo de fe (Heb 11,31, IClem 12,1). Rut, a pesar de ser natural de Moab siguió a su suegra a Israel y para suscitar descendencia a su marido difunto, tal como prescribía la ley mosaica, se casó con Booz, su pariente próximo; así nacerá Obed, abuelo de David (Rut 1-4). Betsabé, con su intercesión ante David, obtuvo que Salomón (y no Adonías) se convirtiera en heredero del trono (IRe 1,11-40), según la profecía de Natán (2Sam 7,8-16; 12,24-25). El papel que representaron Tamar, Rajab, Rut y Betsabé es ciertamente de primera fila. Pero, se objeta, ¿por qué el evangelista silencia a las que fueron las "madres de Israel" por excelencia, como Sara, Rebeca, Raquel, Lia...? Es una dificultad que tiene su peso específico. Quizá la respuesta más en consonancia con las intenciones de Mateo es la de A. Paul La tradición judía —señala el exegeta francés— es muy consciente de que en la maternidad de Tamar, de Rajab, de Rut y de Betsabé había algo "no regular", aunque tampoco pecaminoso. El judaísmo próximo al NT consideraba realmente que era el Espíritu Santo el que guiaba a aquellas mujeres en sus peripecias, a fin de que fueran instrumentos providenciales para la venida del mesías y permaneciesen fieles a su tarea, a pesar de sus muchas dificultades; esto vale también para Rut, la cual (se decía en los ambientes judíos) era estéril y fue curada por obra del Espíritu del Señor. En cierto sentido, por consiguiente, en aquellas cuatro mujeres había tenido lugar una intervención del Espíritu Santo como anuncio de la maternidad de María y de la situación de José. Sin embargo, concluye acertadamente A. Paul, al lado de las afinidades descritas anteriormente, hay que tener en cuenta las marcadas diferencias que hay entre las mencionadas madres de Israel y la madre de Jesús: María tiene una misión absolutamente original y es eso precisamente lo que Mateo quiere destacar. El versículo 16b. El nombre de María aparece en el tercer grupo, en el v. 16b, con el tenor siguiente: "Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo". Una peculiaridad estilística del v. 16b. Es digno de interés el modo con que el evangelista introduce a María en el v. 16b. En los vv. 2-16a escribía con una frase estereotipada e inmutable: "Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob...", etc. Pero al llegar al v. 16, Mateo cambia de estilo y dice: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo". En vez de seguir escribiendo: "José engendró a Jesús", el evangelista recurre de

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   pronto a un giro en la frase. ¿Por qué? Este motivo es de extraordinaria importancia y se nos explica en los vv. 18-25. En efecto, los antepasados de Jesús, desde Abrahán (v. 2) hasta Jacob, padre de José (v. 16a), engendraron a sus hijos según la ley ordinaria de la naturaleza. Pero en el caso de Jesús el Cristo se da una excepción tan singular como inaudita: Jesús no tiene padre humano; su concepción en el seno de María no es fruto del semen de José, sino que se debe a una intervención directa del Espíritu Santo (1,18d.20d). De tal naturaleza fue el acontecimiento inefable que se realizó en María, antes de pasar al segundo momento de la práctica nupcial judía, es decir, ir a habitar en casa de su esposo (1,18b-c). Por tanto, en el origen humano de Cristo no está José, sino María, la cual "'se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo" (Mt 1,18). Dios es la causa trascendente de la novedad de Cristo salvador. Jesús tiene a Dios como padre (cf. Mt2,11, que cita a Os 11,1; luego 3,17; 4,3.6; 14,33; 17,5). El evangelista afirma que José es esposo de María (1,16) y que María es esposa de José (1,20.24), pero evita escribir que José sea padre de Jesús. Esta preocupación suya se manifiesta también en 2,13-23, donde nos narra la huida a Egipto y el regreso posterior a la tierra de Israel. Esa sección, como observan los comentadores, tiene algunas frases muy similares a Éx 4,19-20, en donde se narra el regreso de Moisés desde Madián a Egipto, después de haber muerto los que ponían asechanzas a su vida. Pero hay que prestar atención a la siguiente discrepancia. De Moisés se escribe que "tomó a su mujer y a sus hijos y se dirigió a Egipto" (Éx 4,20), mientras que de José se dice en cuatro ocasiones que tomó "al niño y a su madre" (vv. 13.14.20.21). Un par de variantes del v. 16b. La tradición textual conserva dos lecciones menores, claramente derivadas de la que acabamos de examinar, que goza del apoyo de los manuscritos de mayor importancia. Una de ellas cambia el texto de esta forma: "Jacob engendró a José, para quien su prometida esposa la virgen María engendró a Jesús" (códice de Koridethi, la familia de mss. Ferrar, la Vetus latina y la sirocuretoniana). El amanuense se vio quizá impresionado por la crudeza de la expresión "...José, esposo (griego: andra) de María". Estaba por medio la virginidad perpetua de la madre de Jesús. Y entonces se preocupó de atenuar el texto original, indicando

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   expresamente a María como virgen. Además, esta lección se compagina más claramente con la mentalidad semítica, según la cual una mujer engendra un hijo al marido (cf. Lc 1,13). José es el cabeza de familia legal, confirmado en esa función por Dios mismo (Mt 1,20-21). La segunda variante lee: "Jacob engendró a José, y José, con el que estaba desposada la virgen María, engendró a Jesús, llamado Cristo" (versión siro-sinaítica solamente). Con semejante alternativa el copista intentaba armonizar el v. 16b con los vv. 2-16a, en donde se recurre treinta y nueve veces a la fórmula fija: "Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob..." Sin embargo, también aquí se evita nombrar a José como esposo de María y se caracteriza a María con su cualidad de virgen. A juicio de algunos críticos racionalistas, las dos variantes servirían para indicar que para algunas corrientes de los primeros siglos José era considerado como padre natural, y no legal, de Jesús. Pero las observaciones apuntadas más arriba hacen sumamente improbable esta deducción. El v. 16b, con su doble lección alternativa, prepara al lector para el misterio que se realizó en María. Ese misterio confunde la sabiduría y los planes de este mundo. Estamos en el umbral de una segunda creación, todavía más maravillosa que la primera. Desde Abrahán hasta Cristo (Mt 1,1-16), el itinerario de la historia de la salvación no fue un viaje triunfal. Se diría más bien que en él se mezclan la gracia y el pecado, una alternativa de luces y de sombras. Junto al amor de Dios, que sigue siendo indefectible, está el elemento humano, capaz de subir e inclinado a caer. Entre sus antepasados Cristo tiene santos y pecadores; tanto a los unos como a los otros no se avergüenza de llamarlos hermanos (cf. Heb 2,11-12). Aquella larga peregrinación que se extiende desde Abrahán hasta Cristo alcanza por fin la meta. María es el penúltimo eslabón de esta cadena genealógica. También ella por la vocación especial que se le ha asignado, es testigo de la fidelidad de Dios a sus promesas de querer estar al lado de los hombres (cf. Gén 3,15). La Virgen surge del río de las generaciones humanas como alba que prepara el día de Cristo, salvación eterna: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo"( Mt 1,16).

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   Comentario del Santo Evangelio: Mt 1, 1-25, de joven para Joven. En Belén no quisieron recibir a Cristo. En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Ahora nosotros podemos ver con claridad que fue una providencia de Dios aquel decreto del emperador romano. Por esta razón María y José fueron a Belén y allí nació Jesús, según había sido profetizado muchos siglos antes. La Virgen sabía que estaba ya próximo el nacimiento de Jesús, y emprendió aquel viaje con el pensamiento puesto en el Hijo que le iba a nacer en el pueblo de David. Llegaron a Belén, con la alegría de estar ya en el lugar de sus antepasados, y también con el cansancio de un viaje por caminos en malas condiciones, durante cuatro o cinco jornadas. La Virgen, en su estado, debió llegar muy cansada. Y en Belén no encontraron dónde instalarse. No hubo para ellos lugar en la posada, dice San Lucas, con frase escueta. Quizá José juzgara que la posada repleta de gente no era sitio adecuado para Nuestra Señora, especialmente en aquellas circunstancias. San José debió de llamar a muchas puertas antes de llevar a María a un establo, en las afueras. Nos imaginamos bien la escena: José explicando una y otra vez, con angustia creciente, la misma historia, «que venían de...», y María a pocos metros, viendo a José y oyendo las negativas. No dejaron entrar a Cristo. Le cerraron las puertas. María siente pena por José, y por aquellas gentes. ¡Qué frío es el mundo para con su Dios! Quizá fue la Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo a las afueras del pueblo. Probablemente le animó, diciéndole que no se preocupara, que ya se arreglarían... José se sintió confortado por las palabras y la sonrisa de María. De modo que allí se aposentaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa que ella misma había preparado con la ilusión que solo saben poner las madres en su primer hijo… Y en aquel lugar sucedió el acontecimiento más grande de la humanidad, con la más absoluta sencillez: Y sucedió —nos dice San Lucas— que estando allí se le cumplió la hora del parto. María envolvió a Jesús con inmenso amor en unos pañales y lo recostó en el

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   pesebre. La Virgen tenía la fe más perfecta que cualquier otra persona antes o después de Ella. Y todos sus gestos eran expresión de su fe y de su ternura. Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría mucho tiempo quieta contemplándolo. Después, María puso al Niño en brazos de José, que sabe bien que es el Hijo del Altísimo, al que debe cuidar, proteger, enseñarle un oficio. Toda su vida está centrada en este Niño indefenso. Jesús, recién nacido, no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. Se ha dicho que el pesebre es una cátedra. Nosotros deberíamos hoy «entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres». Nace pobre, y nos enseña que la felicidad no se encuentra en la abundancia de bienes. Viene al mundo sin ostentación alguna, y nos anima a ser humildes y a no estar pendientes del aplauso de los hombres. «Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no solo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad». Hacemos un propósito de desprendimiento y de humildad. Miramos a María y la vemos llena de alegría. Ella sabe que ha comenzado para la humanidad una nueva era: la del Mesías, su Hijo. Le pedimos no perder jamás la alegría de estar junto a Jesús. Jesús, María y José estaban solos. Pero Dios buscó para acompañarles a gente sencilla, unos pastores, quizá porque, como eran humildes, no se asustarían al encontrar al Mesías en una cueva, envuelto en pañales. Son los pastores de aquellos contornos a quienes se refería el profeta Isaías: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. En esta primera noche solo en ellos se cumple la profecía. Ven una gran luz: la gloria del Señor los envolvió de claridad. No temáis, les dice un ángel, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo; hoy, en la ciudad de David, os ha nacido el

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   Salvador que es el Cristo, el Señor. Esa noche son los primeros y los únicos en saberlo. «En cambio, hoy lo saben millones de hombres en todo el mundo. La luz de la noche de Belén ha llegado a muchos corazones, y, sin embargo, al mismo tiempo, permanece la oscuridad. A veces, incluso parece que más intensa (...). Los que aquella noche lo acogieron, encontraron una gran alegría. La alegría que brota de la luz. La oscuridad del mundo superada por la luz del nacimiento de Dios (...). “No importa que, en esa primera noche, la noche del nacimiento de Dios, la alegría de este acontecimiento llegue solo a estos pocos corazones. No importa. Está destinada a todos los corazones humanos. ¡Es la alegría del género humano, alegría sobrehumana! ¿Acaso puede haber una alegría mayor que esta, puede haber una Nueva mejor que esta: el hombre ha sido aceptado por Dios para convertirse en hijo suyo en este Hijo de Dios, que se ha hecho hombre?». Dios quiso que estos pastores fueran también los primeros mensajeros; ellos irán contando lo que han visto y oído. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. Igualmente a nosotros se nos revela Jesús en medio de la normalidad de nuestros días; y también son necesarias las mismas disposiciones de sencillez y de humildad para llegar hasta Él. Es posible que a lo largo de nuestra vida nos dé señales que, vistas con ojos humanos, nada digan. Hemos de estar atentos para descubrir a Jesús en la sencillez de lo ordinario, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre, sin manifestaciones aparatosas. Y todo el que ve a Cristo se siente conmovido a darlo a conocer enseguida. No puede esperar. Naturalmente que los pastores no se pondrían en camino sin regalos para el recién nacido. En el mundo oriental de entonces era inconcebible que alguien se presentase a una persona elevada sin algún regalo. Llevarían lo que tenían a su alcance: algún cordero, queso, manteca, leche, requesón... Sin duda que no es demasiado desacierto figurarse la escena tal como la representan los innumerables «belenes» de estos días y la pregonan los «villancicos» cantados con sencillez por el pueblo cristiano y con los que muchos de nosotros, quizá, hemos hecho nuestra oración. María y José, sorprendidos y alegres, invitan a los tímidos pastores a

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   que entren y vean al Niño, y lo besen y le canten, y le dejen cerca del pesebre sus presentes. Nosotros tampoco podemos ir a la gruta de Belén sin nuestro regalo. Quizá lo que nos agradecería la Virgen es un alma más entregada, más limpia, más alegre porque es consciente de su filiación divina, mejor dispuesta a través de una Confesión más contrita, para que el Señor habite con más plenitud en nosotros. Esa Confesión que tal vez Dios lleva esperando hace tiempo... María y José nos están invitando a entrar. Y, una vez dentro, le decimos a Jesús con la Iglesia: Rey del universo a quien los pastores encontraron envuelto en pañales, ayúdanos a imitar siempre tu pobreza y tu sencillez. Alegrémonos todos en el Señor porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el Cielo, ha descendido la paz sobre nosotros. «Acabamos de oír un mensaje rebosante de alegría y digno de todo aprecio: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá. El anuncio me estremece, mi espíritu se enciende en mi interior y se apresura, como siempre, a comunicaros esta alegría y este júbilo», anuncia San Bernardo. Y todos nos ponemos en camino para contemplar y adorar a Jesús, pues todos tenemos necesidad de Él; es de Él de lo único que tenemos verdadera necesidad. No hay tal andar como buscar a Cristo. / No hay tal andar como a Cristo buscar. / Que no hay tal andar canta un villancico popular, diciéndonos que ningún camino que emprendamos vale la pena si no termina en el Niño Dios. «Hoy ha nacido nuestro Salvador. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida. “Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común el motivo para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido a liberarnos a todos. Que se alegre el santo, puesto que se acerca a la victoria. Alégrese el gentil, ya que se le llama a la vida”. Pues el Hijo, al cumplirse la plenitud de los tiempos (...) asumió la naturaleza del género humano para conciliarla con su Creador». De

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   aquí nace para todos, como un río incontenible, la alegría de estas fiestas. Cantamos con júbilo en estos días de Navidad porque el amor está entre nosotros hasta el fin de los tiempos. La presencia del Niño es el amor en medio de los hombres; y el mundo no es ya un lugar oscuro: quienes buscan amor saben en donde encontrarlo. Y es de amor de lo que esencialmente anda necesitado cada hombre; también aquellos que pretenden estar satisfechos de todo. Cuando en el día de hoy nos acerquemos a besar al Niño o contemplemos un Nacimiento, o Meditemos en este gran misterio, que agradezcamos a Dios su deseo de abajarse hasta nosotros para hacerse entender y querer, y que nos decidamos a hacernos también como niños, para poder así entrar un día en el reino de los cielos. Terminamos nuestra oración diciéndole a Dios Nuestro Padre: concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros. o bien Comentario del Santo Evangelio: Mt 1 18-25, para nuestros Mayores. José y María están íntimamente unidos. No sólo en el evangelio, sino también entre los cultivadores de la mariología, José y María están íntimamente unidos. Comenzando ya por el fundador del tratado sistemático sobre María, F. Suárez, los mariólogos dedican al menos un capitulo a su esposo; a veces incluso el mismo autor escribe sucesivamente un tratado sobre María y otro sobre José. Así lo vemos en Giovan Crisóstomo Trombelli, el cual, después de haber publicado en 1761-1765 seis volúmenes con el título Mariae ss. vita ac gesta, cultusque illi adhibitus per dissertationes descripta, añade intencionadamente, esta vez en italiano, el volumen Bita e culto di s. Giuseppe sposo di Maria vergine e padre putativo di Gesu Cristo salvator nostro (Bolonia 1767). Similarmente, a comienzos de nuestro siglo, el futuro card. Alexis M. Lépicier da a la estampa en 1901 el Tractatus de beatissima Virgine Maria Matre Dei y en 1908 el Tractatus de sancto Joseph sponso beatissimae Mariae virginis, como complemento del primero. En realidad, la unión profunda entre María y José transforma a este

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   último en una entidad noética respecto a su esposa: "No se puede alcanzar un pleno conocimiento de María —observa Lépicier—, ni del Verbo encarnado, sin conocer al que fue divinamente elegido para la misión de esposo de María y padre de Cristo". Más aún —llega a decir Trombelli—, la referencia a la esposa se convierte como en un primer principio en la vida de José: "Pero conviene abordar por fin lo que fue el origen y, por así llamarla, la fuente de los méritos de José y de los dones que el cielo tan largamente le otorgó, a saber: el matrimonio que contrajo con María santísima". Sin duda este motivo de continuidad histórica sería ya suficiente para justificar la presencia de la voz José en el Diccionario de mariología. No obstante, preferimos partir de la nueva visión de María ofrecida por el Vat II, que ha insertado a María en el misterio de Cristo y de la iglesia, evitando todo tipo de enfoque aislacionista. "No queremos mirar y presentar a María —diremos con A. Bossard— como si ella estuviese sola en el mundo, sino por el contrario verla en la trama misma del plan de Dios, con todas las relaciones que eso conlleva para ella. Justamente en este tejido de relaciones podemos descubrirla realmente y hacer que adquiera pleno significado su presencia en nuestra vida. Desde este punto de vista resulta indispensable una mirada a José". Nuestro itinerario se desarrollará partiendo de la biblia y de la tradición eclesial; reflexionaremos luego sobre el culto y la doctrina relativa a san José descubriendo sus relaciones con la mariología; finalmente, nos proponemos presentar ciertas orientaciones para una renovación de la figura y del culto de san José para nuestro tiempo. El testimonio de la iglesia primitiva José es honrado en el evangelio de Mateo con el título singular de "esposo (vir o aner) de María", designación que le es oficialmente reconocida en la genealogía de Jesús (1,16) e, inmediatamente después, en el relato de la concepción virginal (v. 19). También la madre de Jesús, María, es presentada con más frecuencia, sin ambigüedad, como "desposada (mnesteutheises) con José" (v. 18); "desposada con un hombre (emnesteuménes andri)" (Lc 1,27; 2,5); ella es la "mujer (egynaíka)", de la cual quiere, aunque no lo hará, separarse (Mt 1,20.24). Si los evangelistas insisten contextualmente también en la circunstancia de que María es virgen (Lc 1, 27.34; Mt 1,23.25) y de que Jesús ha sido concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18; Lc

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   1,35), ello significa que la aparente conflictividad de las situaciones es del todo intencional; la concepción y el nacimiento de Jesús de una virgen debían ocurrir en el contexto del matrimonio. Así pues, el matrimonio de María y de José no es un simple expediente "reducido para resolver algunos problemas prácticos; se lo toma en toda su verdad como directamente preestablecido por la voluntad de Dios. José es el esposo de María; María es la esposa de José; su matrimonio es verdadero; Jesús ha sido concebido de la esposa de José; María ha concebido por obra del Espíritu Santo. Todas estas afirmaciones encuentran su fundamento en el evangelio; su realidad está ordenada a la encarnación del Verbo. El concilio de Calcedonia y los concilios de Constantinopla formularán ese misterio en la terminología habitual, pero son los evangelistas los que subrayan en sus relatos los elementos esenciales. El origen divino de Jesús, Verbo de Dios, es afirmado expresamente con la referencia explícita al Espíritu Santo: "María se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo" (Mt 1,18.20); "el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35), e insistiendo en la virginidad de María (Mt 1,18.23.25, Lc 1,27.34). Pero al mismo tiempo se tienen también debidamente en cuenta las exigencias predispuestas por Dios mismo a través de las promesas hechas a David (cf 2Sam 7,16; Is 7,14) y oportunamente recordadas por los evangelistas (Mt 1; Lc 2,32). No es, pues, casualidad, que José sea enumerado entre los descendientes de David (Mt 1,16) y señalado repetidamente como "hijo de David" (v. 20), de la "casa de David" (Lc 1,27), de la "casa y familia de David" (2,4). Si los evangelistas no se han preocupado de reivindicar esta designación para María, no hay por qué forzar el texto, sino reconocer simplemente que la condición mesiánica de Jesús pasa a través de José. Jesús es hijo de David porque lo es de José.

La genealogía (Mt 1,1-17) no hay que separarla absolutamente del relato de los orígenes de Jesús (vv. 18-25). La genealogía legaliza el carácter davídico de Jesús; la serie de los "engendró" se detiene en él (v. 16), con un respeto absoluto a la acción del Espíritu Santo, reivindicada para la concepción de Jesús (v. 18); el puente entre José, "hijo de David" (v. 20), y Jesús lo constituye el matrimonio de José, al que se designa expresamente como "esposo de María", de la cual nace justamente Jesús. Las traducciones y los comentarios del v. 18 introducen

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   unánimemente la distinción entre desposorio y matrimonio; y luego se detienen en el estado del desposorio y en sus modalidades, preocupados por resolver problemas que, sin embargo, son ciertamente ajenos a Mateo, y cuya solución termina incluso en una contradicción, en efecto si se quiere defender mejor la virginidad de María considerándola sólo desposada en el momento de la concepción de Jesús, hay que considerar luego el desposorio como equivalente del matrimonio para salvar el honor de la madre y, añadamos, la legitimidad del hijo. La filología no exige en el texto griego tales distinciones; y el contexto las rechaza, ya porque Mateo pretende excluir del modo más categórico toda relación sexual a propósito de la concepción de Jesús, dejando con ello sin valor cualquier distinción de tiempo, ya porque la legitimidad de la descendencia davídica de Jesús depende únicamente del verdadero matrimonio de José con María. De ahí la exigencia de que José conserve el vinculo conyugal (vv. 20.24) e imponga el nombre a Jesús (v. 25), reconociendo jurídicamente como propio al hijo de su legitima esposa. Mateo define a José como "justo" (Mt 1-19). De la historia de la exégesis se puede deducir fácilmente que esa denominación ha sido siempre el centro de interés de toda interpretación, tanto como punto de partida (el tipo de justicia atribuido a José ha determinado el significado de los otros elementos del relato) como punto de llegada (el significado atribuido a los diferentes elementos del relato ha influido en el tipo de justicia que se ha de reconocer a José). Tenemos, pues, un nexo de mutua interdependencia entre el término justo (¿en sentido jurídico o religioso?), la decisión tomada por José respecto a María (¿denunciarla o dejarla, sospecha o temor?) y el conocimiento del misterio (¿es el mensaje angélico una confirmación o una revelación?). Comenzamos por el tercer elemento, que es el primero en la perícopa de Mt 1,18-25. Las hipótesis de la sospecha y del temor. ¿Cuándo tuvo José conocimiento del misterio de la concepción virginal? ¿Antes del anuncio del ángel o solamente entonces? La pregunta no es ociosa, porque de su respuesta, positiva o negativa, nacen dos interpretaciones completamente diversas, denominadas justamente, según veremos, hipótesis de la sospecha e hipótesis del sagrado temor. El punto de partida es Mt 1,18: "Se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo". La frase, que tomada tal como se presenta expresa manifiestamente el misterio de la maternidad divina, es justamente el

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   punto de partida de todo el relato sucesivo. La perplejidad de José, ¿habría tenido origen en este conocimiento, o se trataría de una anticipación del misterio que se desvelaría después? Algunos piensan que se trata justamente de una anticipación hecha por el evangelista a fin de prevenir sospechas en el lector eventual; éstos, lógicamente, tienen que considerar luego como objeto central del mensaje angélico la revelación del misterio mismo. Nunca han faltado ni faltan los que, por el contrario, sostienen que en las palabras del v. 18 no se indica sólo que José habría notado la maternidad de María, sino que también habría conocido la causa divina de tal maternidad, al menos de modo oscuro. R. Bulbeck añade como confirmación que "es digno de notarse que todos los padres griegos entienden la frase en el sentido de que fueron conocidas tanto la maternidad como su causa". La informadora de José sobre aquel acontecimiento habría sido santa Ana o bien María misma. Los que, en cambio, defienden el silencio de María aducen motivos diversos: María temía que José no la creyera, o que se enojara; María no podía esperar que José la entendiera; se puso completamente en manos de Dios, dejando que él completara la obra iniciada; María se mantuvo en silencio por humildad y modestia. Ante todo hay que examinar la decisión de José para ascender luego a la causa. Que se trata de una verdadera decisión se prueba por el aoristo del v. 20, que no ha de traducirse "mientras estaba pensando" sino "habiendo decidido". Igualmente, "no temas" (v. 20) se refiere a la acción futura, es decir, al acto de tomar consigo a María, y no al temor reverencial debido a la aparición del ángel. Por tanto, una decisión seguida de una orden que la anula. ¿Cuál es el contenido de esta decisión? Como se desprende del mandato del ángel, que le impone a José mantener consigo a María, la decisión de José habría sido la de separarse de ella o divorciarse (v. 19). La causa de esta decisión se busca e indica en dos direcciones opuestas: la sospecha o el temor reverencial. De ahí justamente la denominación de hipótesis de la sospecha e hipótesis del temor. Según la hipótesis de la sospecha, que tiene como supuesto la ignorancia del misterio, José sospecha que María es adúltera. Es la sentencia mantenida por san Agustín, san Justino, Eutimio, etc. Según la hipótesis del temor reverencial, que supone en cambio el conocimiento del misterio, José decide obrar impulsado por un sentimiento de genuina humildad, que le hace aparecer a sus propios

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   ojos como indigno de llamarse padre del niño divino o de tener a aquella mujer, objeto de particular atención divina. Una vía media la constituye otra hipótesis, según la cual José, aunque no conocía el misterio, sentiría tal estima por la virtud de María que se negó a juzgarla. Así san Jerónimo y san Pedro Crisólogo. La decisión de José ha sido y puede ser diversamente considerada. La única cosa segura es que José intentaba separarse. Las dificultades y los desacuerdos versan sobre la modalidad de tal separación. Resulta difícil precisar qué implicaba la solución, que José descartó instintivamente. Podría de suyo tratarse de la "ley relativa a los celos" (cf. Núm 5,11-28), la cual preveía una prueba especial para la mujer sospechosa, caso que refleja materialmente el de José. Según la Misná, el marido era libre de proceder de ese modo contra su esposa y podía repudiarla. El repudio o divorcio era admitido entre los judíos como privilegio del hombre. Una vez recibida el acta de repudio, la mujer quedaba libre. En el texto de Mateo, el adverbio secretamente ha creado una nueva dificultad para la precisión de despedir (si se entiende tal verbo en el sentido de divorcio). Y es que no se ve cómo armonizar con secretamente un acto jurídico, y por tanto público por su misma índole. Una posibilidad podrían ofrecerla ciertos textos y fragmentos de los documentos descubiertos en las grutas del wadi Murabba'at, por los cuales se ve que la finalidad del acta escrita de repudio era sólo testimoniar la voluntad de divorciarse, sin tener necesariamente que indicar la causa. En cambio, tendremos una solución radical si dejamos de referir secretamente a despedir, para unirlo al verbo decidió, que le precede.

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   DOMINGO 25 de diciembre. Sábado a medianoche: SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR. (Santa Misa de Medianoche). Hoy celebramos la fiesta del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Es celebración de júbilo y alegría para los cristianos, los que reconocemos en Jesús al iniciador de un camino religioso universal ofrecido por Dios a toda la Humanidad. Inauguramos hoy el tiempo de Navidad, tiempo en el cual cantamos alegres la presencia de Jesús en medio de nuestras comunidades. La lectura del libro de Isaías es un canto de alabanza de la próxima liberación de Jerusalén. Dos imágenes enmarcan la lectura, por una parte la de los mensajeros que sobre los montes de Judá traen la noticia de la próxima liberación, y gritan: ¡Yavé reina! La segunda imagen es la de los centinelas que prorrumpen en júbilo porque ven el retorno de Yavé a Sión y exclaman alborozados como el Señor ha consolado a su pueblo y ha rescatado a Jerusalén. Y es que en el contexto en que se escribe el libro de Isaías, la mayoría del pueblo de Israel se encuentra exiliado en Babilonia, son esclavos de los Asirios. Sin embargo, ven como muy positivo que Darío asuma el poder, pues ponen sus esperanzas en que él será el rescatador, que les permitirá retornar a su tierra. Esta realidad es inminente por lo que el escritor canta la alegría del retorno a la tierra. Para nosotros hoy, esos pies del mensajero anuncian el nacimiento del Señor y nosotros, como los centinelas, proclamamos alegres la presencia del salvador que se hace vida en medio de nosotros. El Salmo responsorial corresponde a un himno de alabanza dirigido a Yahvé porque ha obrado maravillas y porque ha revelado la justicia a las naciones acordándose de la lealtad de Dios a Israel. El salmista invita a toda la creación (mar, ríos y montes) a aclamara Yahvé que llega a juzgar el mundo con justicia y los pueblos con equidad. Esa felicidad la compartimos nosotros con el salmista cuando recibimos a Jesús que llega, que nace. Él es Dios mismo que se convierte en Buena Noticia, anuncio de salvación para todos los pueblos, que asume nuestra condición humana y por ello estamos alegres y cantamos llenos de júbilo y esperanza. La carta a los Hebreos refuerza aún más la alegría de esta celebración de la Natividad del Señor Jesús. Expresa que muchas veces y de múltiples maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por

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   medio de los profetas, pero en estos últimos tiempos nos habló por medio de su Hijo a quien instituyó heredero de todo. Hermanos, estamos en los últimos tiempos pues la revelación a llegado a su plenitud en Jesucristo. Él es imagen de Dios invisible, quien le ve a él ve al Padre; pues al asumir la condición humana y al nacer en un establo, como un hombre pobre; Dios se ha manifestado como solidario con todos los hombres de la tierra y por medio de Jesús a mostrado el camino de la salvación. La liturgia de hoy, además, nos propone el prologo del evangelio de Juan para la reflexión. Este himno al Verbo-Palabra de Dios, a la Verdad, a la Luz, que es Jesús mismo; posee una dinámica descendente. En el principio la Palabra se encuentra al lado de Dios y por ella son hechas todas las cosas. Es la Palabra preexistente, junto a Dios y antes de todos lo tiempos. Esta Palabra, que es Jesús puso su Morada entre nosotros, se hace carne, asume la condición humana, se hace uno de nosotros y porque él nos ha comunicado al Padre hemos visto a Dios. Juan vino a dar testimonio de Jesús, le preparó el camino, vino antes para anunciar la venida del Salvador. Vino la Luz que es Jesús y los suyos, que el evangelio de Juan llama judíos no lo recibieron, pero a los que le acogieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios en el Hijo (hermanos). Como se ve es un texto teológico muy profundo, en él se expresa el misterio de la encarnación. Dios se hace hombre, asume la temporalidad y limitación de los hombres, para hacer infinito e ilimitado al hombre. Dios se hace hombre, para hacer del hombre imagen de Dios. Esta es la misma dinámica que estamos invitados a asumir en nuestra vida como cristianos, encarnarnos, asumir los valores y realidades de los lugares donde vivimos; mirar hacia abajo, a los que son vistos por la sociedad como poca cosa, y reconocer que en ellos la revelación de Dios acontece a los ojos del creyente. Buscamos las seguridades en nuestras vidas, pero la novedad de la encarnación de Jesús es el riesgo de abandonar la seguridad del Padre para asumir la inseguridad de la condición humana y de la condición humana pobre, por eso es que creer en Jesús implica el riesgo de dejarlo todo para seguirle. LITURGIA DE LA PALABRA. Isaías 9,1-3.5-6. Un hijo se nos ha dado. Salmo 95. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Tito 2,11-14. Ha aparecido la gracia de Dios a todos los

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   hombres. Lucas 2,1-14. Hoy nos ha nacido u Salvador PRIMERA LECTURA. Isaías 9,1-3.5-6 Un hijo se nos ha dado El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebraste como el día de Madián. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz." Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del Señor de los ejércitos lo realizará. Palabra de Dios. Salmo responsorial: 95 R/.Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. R. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones. R. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. R. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra: regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad. R. SEGUNDA LECTURA. Tito 2,11-14 Ha aparecido la gracia de Dios a todos los hombres

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    Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras. Palabra de Dios. SANTO EVANGELIO. Lucas 2,1-14 Hoy nos ha nacido un Salvador En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Éste fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: "No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre." De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor." Palabra del Señor

COMENTARIOS DE LAS LECTURAS DE LA SANTA MISA DE MEDIANOCHE. Comentario de la Primera lectura: Isaías 9,1-3.5-6. Un hijo se nos ha dado.

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    Todas las lecturas bíblicas de las misas de Navidad, si bien con perspectivas diversas, intentan responder a una pregunta: ¿cuál es el sentido de la Navidad? Iniciamos el recorrido desde los antiguos profetas. El oráculo de Isaías presupone una situación dramática para el país de Israel, porque el estrépito de las armas resuena por doquier. La invasión asiria (siglo VIII a.C.) comenzada en Galilea amenaza ya la misma Judea y Jerusalén, y el pueblo, bajo el terror enemigo, camina en la oscuridad y no sabe adónde dirigirse. A esta gente sin esperanza anuncia el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Luego, dirigiéndose a Dios, exclama: “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo” (v. 2). ¿Qué es lo que permite a los hombres pasar de las tinieblas a la luz, de la tristeza a la alegría? La alusión de Isaías se refiere a la huida de los asirios, pero el profeta de Dios habla también de fuga de todo enemigo. Anuncia la alegría por el que será: «Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz» (v. 5), el que, verdadero héroe de Israel, cumplirá todo esto. Pero ¿cómo será posible todo esto? Isaías responde: «El amor ardiente del Señor todopoderoso lo realizará» (v. 6). He aquí, pues, el sentido y el mensaje más antiguo de la Navidad: el fin del miedo, la liberación de la dominación enemiga y todo ello gracias a que: «un niño nos ha nacido» (v. 5: cf. Is 7,14; Miq 5,1- 3; 2 Sm 7,12-16), un descendiente de David que dará vida a una sociedad en la que habrá justicia, paz, alegría y que dará a todos el coraje de vivir. Comentario del Salmo 95. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión « ¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza. Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza

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   universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salino se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida... La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): « ¡El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos. En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino corno expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad. Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del

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   conflicto se describe de este modo: “¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses!” Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo». El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso. El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios, Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia). El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12). Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).

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   Comentario de la Segunda lectura: Tito 2,11-14. Ha aparecido la gracia de Dios a todos los hombres. Pablo escribe a Tito, su discípulo convertido del paganismo y ahora obispo de Creta, explicándole el sentido de la venida de Jesús a nosotros con palabras llenas de esperanza: «Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (v. 11). La universalidad de la salvación es una dimensión esencial de la Navidad, y su verdadero mensaje es el anuncio de salvación y de vida nueva para toda la humanidad sin distinciones de razas ni colores, de clases sociales, ni de dotes intelectuales ni ninguna otra cosa. El Salvador que nos ha sido dado no es sólo un niño que ha elegido nacer en un pobre establo, entre incomodidades y queridos silencios, es sobre todo la sonrisa de Dios que se ha hecho visible, porque no ha perdido su esperanza en los hombres. Ha venido para enseñarnos el camino del bien, de la sobriedad y de la justicia, el desprecio de los atractivos malos e ilusorios del mundo, a la espera del retorno glorioso del Señor (v. 13). Libremente, dirá Pablo, «se entregó a sí mismo por nosotros» (v. 14), primero hablándonos del Padre y llamándonos amigos, y después, al final, muriendo en la cruz por amor, nos ha liberado de toda esclavitud para reconducir al Padre, de una vez para siempre, a la humanidad reconciliada con él. Sólo la fe ayuda a descubrir el poder de Dios en la vivencia de un pobre. Desde que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, quiere ser acogido y reconocido como hombre: aquí es posible la búsqueda de Dios, porque él se ha quedado entre nosotros. Comentario del Santo Evangelio: Lucas 2,1-14. Hoy nos ha nacido un Salvador. Sobre el fondo de los anuncios proféticos (cf. Miq 5,1-4; 1 Sm 16,1-3), Lucas en el evangelio nos habla del nacimiento histórico de Jesús. El relato es simple, pero sugestivo, lleno de matices teológicos y construido sobre el modelo del anuncio misionero, que comprende tres momentos. Primero la narración del acontecimiento: el edicto de César Augusto en tiempos de Quirino, gobernador de Siria, y el nacimiento de Jesús en Belén, en la pobreza, en un país sometido a una potencia extranjera (vv 1-7); después el anuncio hecho por los ángeles a los pastores, primeros testigos del evento de la salvación (vv. 8-14); y, por último, la acogida del anuncio, con los pastores que van a la gruta, encuentran a Jesús, y sucesivamente el relato de su experiencia a otros (vv. 15-20).

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    El punto central del relato, sin embargo, son las palabras de los ángeles a los pastores, que consideran con respeto el sentido gozoso del acontecimiento y la fe en Jesús Salvador en la figura de un niño pobre, «envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (v. 12). Dos motivos, pues, se iluminan uno a otro en el texto: la visible pobreza en la vivencia humana de Jesús y la gloria de Dios escondida en su presencia entre los hombres. Sólo unos cuantos pastores, representantes de gente pobre y humilde, reconocen al Mesías esperado: éste es el signo divino extraordinario del inicio de una época nueva en la historia de los hombres. Para contemplar el misterio de Navidad necesitamos, sobre todo, simplicidad para asombrarnos ante su mensaje. Capacidad de asombro y mirada de niño son los medios necesarios para gustar el anuncio lleno de alegría de esta noche santa. Y esta alegría tiene una motivación clara: el nacimiento de un niño, Salvador universal, que trae motivos de esperanza para todos, que son paz, justicia y salvación. Y ¿qué signos cualifican a este niño? La debilidad, la pobreza, la impotencia y la humildad, cosas que el mundo ha rechazado siempre y que, por el contrario, ha hecho propias el Hijo de Dios. Con la venida de Jesús las falsas seguridades de los hombres han zozobrado, porque Dios ha elegido no a los fuertes ni a los sabios, ni a los poderosos de este mundo, sino a los débiles, a los pequeños, a los necios, a los últimos: ha elegido «un niño acostado en un pesebre» (Lc 2,7.12.16; cf. 1 Cor 1,27; Mt 11,26), pobre, marginado y desestimado. Precisamente sobre esta pobreza se despliega el esplendor del mundo del Espíritu, mientras nosotros estamos complicados en dramas de conciencia, porque nos tienta seguir principios de fuerza, de poder, de violencia. El niño de Belén nos dice que el milagro de la paz de la Navidad es posible para aquellos que acogen sus dones. A esta luz el acontecimiento de esta noche no es sólo una fecha para conmemorar, sino evento capaz, también hoy, de contagio y de transformación. Cuatro son las noches históricas de la humanidad, según una antigua tradición rabínica: la noche de la creación (Gn 1,3), la de Abraham (Gn 15,1-6), la del Éxodo (Ex 12,1-13) y la de Belén, es decir, esta noche, que es la más importante, porque el Hijo de Dios ha traído su paz, distinta de la pax augusta, y es el fundamento de la «civilización del amor». ¿Somos capaces de vivir el

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   misterio? Comentario del Santo Evangelio: Lc 2, 1-14, para nuestros Mayores. «Buena nueva la salvación» El evangelio, en su sentido original de «buena nueva la salvación», se condensa en la certeza de que Dios se ha hecho presente a través de la pascua de Jesús, ofreciéndonos por ella la posibilidad de una nueva existencia. Por eso, los autores más antiguos del nuevo Testamento (Marcos, Pablo) no han creído necesario referirse al nacimiento humano de Jesús; les basta con saber que actúa por medio de su vida y de su pascua. Lo que llamaríamos el mensaje de la navidad no es para ellos el Dios de Belén, la adoración de los pastores o la meditación piadosa de la pequeñez de Dios que se hace niño; Navidad es el misterio impresionante de un Dios que se hace humano a lo largo del misterio de Jesús crucificado. Tal es el fundamento del mismo evangelio de san Juan. Sin negar esa postura (Marcos, Juan o Pablo) el evangelio de Lucas ha querido centrar sobre la cuna de Jesús el misterio salvador de los cristianos. No ha inventado de esta forma una verdad, distinta; se limita a presentar de un modo nuevo el centro del mensaje de la Iglesia: por medio de Jesús Dios se ha hecho presente entre hombres. Esto significa que estudiando nuestro texto debemos fijarnos en la letra de una historia marginal, o en la hondura permanente del mensaje. Para hablar del nacimiento, Lucas nos conduce hacia Belén, ciudad de las promesas de Israel. Como miembro de un estado profano de este mundo, el niño nace bajo el mando de César Augusto. Como descendiente de David y expresión de la esperanza y las promesas del antiguo testamento viene al mundo en Belén. La historia política de Roma (mandato del empadronamiento) contribuye al cumplimiento de las viejas esperanzas. Sin embargo, el niño nace abandonado y solo, separado de los grandes caminos de la historia de la tierra, en un pesebre. La verdad más profunda del nacimiento de Jesús no ha podido desvelarse partiendo de ninguna palabra de la tierra. Por eso el ángel de la fuerza y la presencia de Dios entre los hombres rompe el amplio silencio de los cielos y proclama en su mensaje el auténtico evangelio (la verdad de un mundo nuevo): «Os ha nacido un Salvador» (2, 11). Es un mensaje dirigido expresamente «a vosotros», los pastores más perdidos de la tierra, los que viven alejados y no tienen un cobijo en las ciudades de los hombres, los que no se ocupan de las cosas de la

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   ley (ceremonial) judía y son, por tanto, unos manchados. A ellos y a todos los pequeños de la tierra se dirige la verdad salvadora de un mensaje cuyo mismo signo ha roto los esquemas de grandeza de los hombres: “Le encontraréis acostado en un pesebre”. (1, 12). Las palabras del mensaje celestial (“Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador el Mesías, el Señor”) están calcadas sobre el anuncio gozoso del nacimiento de los emperadores, nacimiento que se interpretaba como manifestación (epifanía) de Dios entre los hombres. La Iglesia ha confesado que toda la verdad, la fuerza y el poder de lo divino se ha venido a hacer presente a través de la persona (de la vida humana) de Jesús. Por eso, Lucas ha podido anunciar su nacimiento como la venida o manifestación de Dios entre los hombres. En el fondo, estas palabras del ángel (1, 10-11) constituyen el único evangelio del nacimiento de Jesús del nuevo testamento. Son las únicas que anuncian ese nacimiento como la revelación del “Soter” (salvador) que en términos de experiencia israelita se llama el Mesías y dentro del culto eclesial de las comunidades de cultura griega se conoce como el Kyrios (el Señor). La realidad de Jesús —obra y misterio— se formula así a partir de la experiencia del nacimiento del salvador divino en medio de los hombres. Culmina el antiguo testamento, porque nace el Mesías en la ciudad de David y el contenido de la obra de Jesús se expresa como un «hoy» de salvación para los hombres. Por eso, el coro de los ángeles que forman el plano de alabanza eterna del ser de lo divino puede entonar el canto definitivo de la gloria en que se unen los cielos y la tierra: «Gloria a Dios...» (2, 14). Comentario del Santo Evangelio: Lc 2, 1-14, de Joven para Joven. La Navidad: fiesta divino-humana, el recuerdo de Dios que se hace hombre. La Navidad ¿es una fiesta religiosa o civil, humana? ¿Es una fiesta de la familia o una fiesta de Dios? La respuesta es fácil: es la fiesta divino-humana, el recuerdo de Dios que se hace hombre. De este hecho único se derivan grandes consecuencias sea sobre la idea de Dios como sobre la idea del hombre. Ambas se nos relevan con una grandeza insólita. No son sólo los cristianos los que creen en Dios. Es un término común en todas las religiones y también en la filosofía, Todas estas realidades tienen en común el creer en la existencia de

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   Dios que mora en el cielo o, al menos, en ciertos lugares inaccesibles. El no tendría interés en acercarse a los hombres. Al contrario, los hombres devotos tratan de alcanzarlo en las dificultades de la vida y esperan encontrar, después de la muerte, una habitación en su morada eterna, lejos de la tierra. La filosofía acentuó todavía más el abismo entre Dios y los hombres. Para los grandes filósofos antiguos Platón y Aristóteles, Dios no puede ocuparse de la tierra, porque dejaría de ser el espíritu puro y el ideal puro al cual tratamos de elevarnos. Los antiguos estoicos, materialistas, buscaban, al contrario, trasladar a Dios del cielo a la tierra. Sin embargo, en aquel momento él se convierte la ley natural y deja de ser Dios. El cristianismo trae un mensaje esencialmente diverso. Cree en Dios Padre que habita en los cielos, en una luz inaccesible. Sin embargo, el mismo Dios inalcanzable ha decidido bajar libremente a la tierra y se ha hecho hombre. El fundador del marxismo ruso, Belinskij, llegó a creer esta verdad partiendo de la propia experiencia. Al inicio, dejó de creer en Dios y aceptó la opinión de los marxistas sosteniendo que el pensamiento de Dios distrae a la humanidad del interés por el mundo concreto en el cual vivimos. Entonces, la religión no sólo se vuelve inútil, sino también perjudicial. Sin embargo, ¿qué consecuencias se derivan después si el hombre dirige toda su atención hacia la tierra? No puede ser tan ciego que no vea cuánto mal encontramos en la tierra a pesar de las bellas teorías sobre un orden mejor en la sociedad. Y aun cuando se alcance algún progreso social, vendrá la muerte como un vencedor inexorable. Es perjudicial pensar en la muerte, pero es igualmente penoso, dicen los marxistas, pensar en la vida eterna junto a Dios. ¿Cómo resolver esta contradicción? Belinskij llegó a profesar la fe cristiana. El pensamiento sobre el Dios absoluto que reside en los cielos no puede consolar a la gente que en la tierra sufre y muere, Tratar de alcanzarlo significa no amar la vida presente y despreciar la larga historia de la humanidad, plena de una gran variedad. Para salvar nuestro mundo, era necesario que Dios descendiese, que naciese como hombre, padeciese la muerte y resucitase. Escribe: «Para renovar a la humanidad era necesario que el caos de la muerte y de la perdición sintiese el anuncio dado con las palabras del Hijo del hombre, palabras llenas de gracia: “Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré” (Mt 11,28)». Sin embargo, este anuncio nos presenta un doble problema: ¿En Dios que desciende al mundo, permanecerá el verdadero Dios? Y contemporáneamente: ¿el hombre que es Dios es también un verdadero hombre?

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    Filosóficamente, el problema no se podrá resolver jamás. Sin embargo, cuando aceptamos la fe del evangelio, ella nos revelará a Dios y al hombre en su verdadera grandeza. Reflexionando con la fuerza natural de nuestra razón, llegaremos fácilmente a convencernos de que Dios representa el ideal al que todos aspiramos. Con la lógica de la razón no podremos concluir que Dios es amor. Así se ha revelado en su encarnación. En los Ejercicios de san Ignacio se indica un modo por el cual podemos meditar este misterio. Tenemos que imaginamos a las tres personas divinas dialogando en el cielo. El teólogo Sergej Bulgakov observa que no puede existir contradicción entre lo que Dios hace en tierra y su voluntad en el cielo. ¿Cuál es el tema del diálogo celeste entre las tres Personas divinas? San Ignacio lo propone en este sentido, recordando cómo «las Tres personas divinas miran toda la superficie y redondez del mundo entero lleno de hombres; y cómo, viendo que todos iban al infierno, deciden en su eternidad, que la segunda Persona se haga hombre para salvar al género humano». Es interesante que en modo semejante también Pavel Evdokimov interprete el famosísimo icono de la Santísima Trinidad de Rublëv. Escribe: «Las tres Personas dialogan y el tema de este diálogo puede ser el texto de san Juan (3,16): “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Entonces, aquí Dios se revela en su verdadera grandeza, es decir, como caridad». Sin embargo, en la encarnación se revela también la verdadera grandeza del hombre. Estamos acostumbrados a considerar como héroes a aquellos que han hecho algo grande, sea en sentido físico como moral: un gran edificio, una obra de arte, una obra para el pueblo, para toda la humanidad. No es aconsejable buscar qué es más o menos noble. A pesar de eso, conocemos un hecho al que no se puede no atribuir una grandeza superior. Una simple muchacha de Nazaret aceptó lo que el ángel le propuso, concibió por obra del Espíritu Santo, es la Madre de Dios y dio a luz en Belén al Dios- Hombre. Existe un antiguo himno compuesto por san Juan Damasceno, que apostrofa a María con las palabras: «En ti se alegra toda la creación». Los iconos lo ilustran de este modo. Representan el jardín paradisíaco, un templo bonito y una fila de santos y santas. En todo esto se revela la grandeza de la obra divina en el mundo: en la naturaleza, en la Iglesia, en los santos y en las santas. En el centro, sobre un trono, está sentada la Madre de Dios. ¿Puede la naturaleza

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   humana realizar un acto más grande que el de traer a del cielo a este mundo? Sin embargo, el gran privilegio de la Virgen María no es un hecho aislado. En cierta medida todos participamos de él. Toda buena es, en efecto, contemporáneamente obra común de la gracia Dios y del hombre. Por medio de las buenas obras, Dios entra el mundo y el hombre que actúa bien participa de la función de la Deípara (Madre de Dios). En él se revela, por lo tanto, la noble grandeza humana. Hoy se habla a menudo de los derechos humanos y se escuchan dichos lamentos porque no se observan. Esto no debe sorprender. Allí donde se pierde el sentido de la dignidad de Dios, no se reconoce tampoco la dignidad humana. La Navidad cristiana es la en la que ambas realidades se deben conmemorar y vivir. Elevación Espiritual en esta medianoche. Pero ¿quién soy yo? ¿Podré decir algo digno de lo que se ve? Me faltan las palabras: la lengua y la boca no son capaces de describir las maravillas de esta solemnidad divina. Por eso yo con los coros angélicos grito y gritaré siempre: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!”. Dios está en la tierra; ¿quién no será celeste? Dios viene a nosotros, nacido de una Virgen; ¿quién no se hará divino hoy y anhelará la santidad de la Virgen, y no buscará con celo la sabiduría, para hacerse más cercano a Dios? Dios está envuelto en pobres pañales; ¿quién no se hará rico de la divinidad de Dios si acoge algo humilde? Exulto como los pastores y me sobresalto escuchando estas voces divinas: ansío ir al pesebre que acoge a Dios y deseo llegar a la celestial gruta: anhelo ver el misterio manifestado en ella y allí, en presencia del Engendrado, levantar la voz cantando: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!” Reflexión Espiritual para la medianoche. En aquella noche de Navidad una multitud del ejército celeste se apareció en Belén a los pastores, diciendo: «i Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!»; en este mismo momento nosotros celebremos juntos el nacimiento de nuestro Señor y su pasión y muerte. Según el mundo, este modo de

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   comportarse es extraño. Porque ¿quién en el mundo puede llorar y alegrarse al mismo tiempo y por el mismo motivo? En efecto, o la alegría será dominada por la aflicción, o la aflicción será aniquilada por la alegría; solamente en nuestros misterios cristianos podernos alegrarnos y llorar al mismo tiempo y por la misma razón. Pero pensad un poco en el significado de la palabra «paz». ¿No os parece extraño que los ángeles hayan anunciado la paz mientras el mundo está incesantemente azotado por la guerra o por el miedo de la guerra? ¿No os parece que las voces angélicas se hayan equivocado y que la promesa fue una desilusión y un engaño? Reflexionad ahora sobre cómo habló de la paz nuestro Señor mismo. Dijo a sus discípulos: «Mi paz os dejo, mi paz os doy». ¿Entendía Él la paz como nosotros la entendemos: el reino de Inglaterra está en paz con sus vecinos, los barones están en paz con el rey, el jefe de Familia que cuenta sus pacíficas ganancias, la casa bien limpia, su mejor vino sobre la mesa para el amigo, su mujer que canta a sus hijos? Aquellos hombres que eran sus discípulos no conocían nada de esto: ellos salieron a hacer un largo viaje, a sufrir por tierra y por mar, a encontrar la tortura, la desilusión, a sufrir la muerte con el martirio. ¿Qué cosa quería, pues, decir Él? Si queréis saberlo, recordad, que dijo también: «No os la doy como la da el mundo». Así pues, El dio la paz a sus discípulos, pero no como la da el mundo. Los rostros de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Salvas al recién nacido príncipe. Nos encontramos en uno de esos casos en que la Liturgia no ha sido afortunada en la división de las perícopas leccionales. Los pasajes que tenemos ante nosotros forman una tal unidad temática, literaria e histórica, que es imposible comentarlos separadamente sin ser iterativos o quedar faltos de comprensión totalitaria. El oráculo, marcadamente litúrgico, nos trae a la mente una de aquellas celebraciones de entronización o de otra cualquier efemérides real en que los deseos del pueblo volaban esperanzadamente muy por encima de las realidades concretas que se celebraban. Hasta los profetas dejaban desbordar su espíritu en oráculos y promesas salvíficas, claramente contrastadas con el resto de su actividad carismática. Sus discípulos, al coleccionar la obra del maestro, no dudaron en intercalar estos oráculos entre los conminatorios como fogonazos que mantuvieran la fe y esperanza del pueblo.

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    El v. 23b «No habrá más tinieblas» es el vínculo que señala el paso de los oráculos condenatorios anteriores a éste lleno de esperanza mesiánica. A continuación se describe la futura felicidad con las imágenes propias de una victoriosa liberación. Lo más llamativo es contemplar esta alegría salvífica comenzando por la tierra de Zabulón y Neftalí, la Galilea de los gentiles, la región semipagana odiada por los judíos desde su devastación en el año 734 llevada a cabo por Teglatpilesar III. Cuando encontramos a Jesús comenzando su vida pública a orillas del lago de Genesaret y a los sacerdotes despreciando a los discípulos de Jesús por ser galileos, nuestro pensamiento retornará forzosamente este momento de lucidez profética. Galilea se encontraba bajo los efectos de la devastación y la guerra, en estado de miseria y desventura, bajo «sombras de muerte». En hermoso contraste, ellos serán los primeros en ser iluminados por una luz deslumbrante, la liberación ansiada. El prólogo de san Juan parece hacerse eco de este contrapunto de luz y tinieblas. El profeta sigue multiplicando sus imágenes con el recuerdo de los que vuelven gozosos de recoger sus gavillas, de repartir el botín de la batalla. A su memoria viene el recuerdo de las grandes victorias, entre las que se encuentra la de Gedeón sobre los madianitas convertida por el pueblo en relato epopéyico. A los oyentes les resultaba familiar aquel lenguaje. Por un momento se abrían ante ellos nuevas y brillantes perspectivas. El fantasma de la guerra parecía alejarse. Llegaría esa época de paz donde las botas del guerrero y su manto teñido en sangre, vestigios del atuendo bélico, podrían quemarse, hacerles desaparecer para siempre. La paz fue siempre la mayor ilusión del pueblo judío envuelto en guerras, hasta el extremo de convertirse en la más característica de los tiempos mesiánicos. ¿Cuál era la razón de todo esto? Isaías en uno de esos vuelos semejantes a los del evangelista Juan ve el porqué todo ello en el nacimiento de un niño misterioso, sin luda descendiente real, unido proféticamente al Emmanuel y cuyas dotes excepcionales sólo se harán realidad plena en Cristo. Estos dones están presentados como la cumbre de la perfección gubernativa, la síntesis del futuro reino mesiánico. Entre todos ellos

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   hay uno desconcertante para quienes se acercan a la Biblia con prejuicios nacionalistas o pietistas. Es la aplicación a este príncipe el título «Dios fuerte», exclusivo de Yavé en todo el Antiguo Testamento. Los judíos salvarán la dificultad ando dicho calificativo a Yavé y al Mesías tan sólo de Príncipe de la paz. La crítica liberal se ve forzada a reconocer que el título se aplica al mismo personaje. Aclarará no obstante, que se trata sencillamente de un elogio simbólico. Los más crédulos no dudan en ver aquí la elación de la segunda persona de la Santísima Trinidad su naturaleza divina, del mismo modo que ven en la profecía del Emmanuel su naturaleza humana. Sería herético para Isaías hacer del Mesías un Dios. Su perspectiva terminaba en hacer del príncipe ideal todo lo que implicaba en Yavé ser «Dios fuerte». La revelación posterior nos alumbrará con toda nitidez la figura del Mesías realizando sobreabundantemente cuanto de él había sido predicho en las sombras del Antiguo Testamento. De forma que tanto la tradición unánime patrística como la Iglesia de todos los tiempos y los exegetas de nuestros días no dudan en reconocer a este vaticinio de san Ignacio una perspectiva mesiánica insospechada en tiempos del profeta y claramente iluminada en Cristo. El principio de este reinado mesiánico previsto por Isaías bajo las imágenes ya expuestas no implica la realización fáctica de las mismas. Eran eso, imágenes, por muy naturales que nos parezcan, bajo las cuales se presentía, eso sí, un reinado espiritual basado en la paz de las conciencias, que es como decir en la armonía de los hombres.

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   DOMINGO 25 de diciembre. Aurora del Sábado: SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR. (Santa Misa de la Aurora). LITURGIA DE LA PALABRA. Isaías 62,11-12. Mira a tu Salvador que llega. Salmo responsorial: 96. Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Tito 3,4-7. Según su propia misericordia nos ha salvado. Lucas 2,15-20. Los pastores encontraron a María y a José y al niño. PRIMERA LECTURA. Isaías 62,11-12. Mira a tu Salvador que llega. El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra: "Decid a la hija de Sión: Mira a tu Salvador que llega, el premio de su victoria lo acompaña, la recompensa lo precede; los llamarán "Pueblo santo", "Redimidos del Señor" y a ti te llamarán "Buscada", "Ciudad no abandonada"." Palabra de Dios. Salmo responsorial: 96 R/Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria. R. Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre. R. SEGUNDA LECTURA. Tito 3,4-7. Según su propia misericordia nos ha salvado. Cuando ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo

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   derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de vida eterna. Palabra de Dios SANTO EVANGELIO. Lucas 2,15-20. Los pastores encontraron a María y a José, y al niño. Cuando los ángeles los dejaron y subieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: "Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor." Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Palabra del Señor.

COMENTARIOS DE LAS LECTURAS DE LA SANTA MISA DE LA AURORA. Comentario de la Primera lectura: Isaías 62,11-12. Mira a tu Salvador que llega. Isaías pronunció estas alentadoras palabras a los ancianos de Israel reunidos en Jerusalén a la espera del retorno a la patria de sus hermanos israelitas, “el resto de Israel” deportado en Babilonia. El texto profético se compone de dos versículos: el primero contiene un anuncio dirigido a Jerusalén, «la hija de Sión» y, por tanto, a toda la nación, de la inminente liberación de los exiliados por parte de Dios, que vendrá como «Salvador» del pueblo, trayendo consigo el don precioso y tantas veces invocado de la libertad (v. 11); el segundo versículo, por su parte, contiene los nuevos títulos de gloria de estos hermanos, que serán llamados «pueblo santo», y también de los otros pueblos «rescatados del Señor», así como de Jerusalén, que, como joven esposa, será llamada «Buscada» y «Ciudad no abandonada» (v. 12). Es siempre el Señor el primero que toma la iniciativa, busca a su

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   pueblo, lo rescata y lo liga a Sí con su amor renovado y fiel. El texto de Isaías es utilizado por la liturgia navideña porque es leído como profecía de otro gran encuentro, el que el Señor realiza, a través de su Hijo unigénito, con la humanidad en Belén junto a la cuna de Jesús-niño, verdadero salvador y libertador de los hombres. Por El también nosotros somos llamados «pueblo santo» de Dios y por los pueblos «rescatados del Señor»: a nosotros nos ha manifestado su ternura. Comentario del Salmo 96. Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Himno de alabanza que canta la omnipotencia de Dios. Toda la creación es movida a expresar con clamor jubiloso la soberanía de Yavé: « ¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra, se alegran las islas numerosas! Tinieblas y Nubes lo rodean, Justicia y Derecho sostienen su trono». La alegría a la que son invitados todos los habitantes de la tierra respira un trasfondo catequético muy profundo. Apunta al júbilo incontenible del hombre que experimenta la fuerza de Dios que actúa como salvación ante los más destructores y sanguinarios opresores de los hombres: los ídolos. «Los montes se derriten como cera ante el Señor de toda la tierra. El cielo anuncia su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria». Detengámonos ante esta aclamación: «Los montes se derriten como cera ante el Señor de toda la tierra». Los montes en la Escritura significan los ídolos. Todos los pueblos levantan sus altares y celebran sus cultos en lo alto de los montes. También Israel, imitando los cultos de los pueblos vecinos, levantará sobre los montes sus altares a divinidades paganas. Este culto idólatra fue uno de los caballos de batalla de los profetas en sus denuncias al pueblo elegido. En el trasfondo de estos cultos paganos subyace una terrible constatación: el culto a los ídolos genera más confianza y seguridad que el culto a Yavé. Escuchemos a los profetas: «Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado en pos de sus pensamientos; pueblo que me irrita en mi propia cara de continuo y sacrifican en los jardines y queman incienso sobre ladrillos... Que quemaron incienso en los montes y en las colinas me afrentaron» (Is 65,2-7).

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    Jeremías señala a los pastores de Israel como incitadores que extravían al pueblo haciendo vagar sus ovejas de monte en monte, de ídolo en ídolo. Proclama también que este servilismo a la idolatría, en definitiva a la mentira en la peor de sus acepciones, ha sido la causa de la ruina de Israel: «Ovejas perdidas era mi pueblo. Sus pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes. De monte en collado andaban, olvidaron su aprisco. Cualquiera que las topaba las devoraba, y sus contrarios decían: no cometemos ningún delito puesto que ellos pecaron contra Yavé» (Jer 50,6-7). Parecida denuncia a los pastores la encontramos en Ezequiel: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida... Mi rebaño anda errante por todos los montes y altos collados...» (Ez 34,4-6). Sin embargo, el profeta nos abre a la esperanza al proclamar la promesa de que Dios mismo se va a encargar de pastorear a su rebaño, Lo pastoreará, velará por él y lo reunirá de entre todos los montes por donde se ha dispersado: «Porque así dice el Señor Yavé: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas» (Ez 34,11-12). Dios, al encarnarse en Jesús de Nazaret, cumple la profecía que acabamos de leer. El Señor Jesús ha dado su vida para que nosotros la tengamos en abundancia: la abundancia de Dios. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 10-11). He aquí la promesa de Dios cumplida. Sin embargo, somos débiles de corazón, y los montes de los ídolos siguen estando frente a nosotros; más aún, junto a nosotros, nos codeamos con ellos todos los días, y no hay duda de que son atrayentes y nos llaman: el dinero, la fama, la mentira... y, sobre todo, la más sutil de las idolatrías: «las componendas» entre los ídolos y el Dios vivo. Ante esta realidad de tantos montes que se nos imponen, el discípulo del Señor Jesús no se mira a sí mismo, pues nada tiene para oponerse a tanta seducción. Sus ojos se dirigen al Señor Jesús y

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   considera dignas de crédito, es decir, fiables, las palabras que salieron de su boca; entre ellas el hecho de que esos montes pueden ser desplazados, que son tan inconsistentes como la cera. El creyente, que está en comunión con el Señor Jesús por considerar fiable el Evangelio —esto es la fe—, es revestido de la fuerza de Dios para desplazar cualquier idolatría que se interponga en su seguimiento hacia Dios. Fuerza que nos ha sido prometida y garantizada por el mismo Señor Jesús: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20). Comentario de la Segunda lectura: Tito 3,4-7. Según su propia misericordia nos ha salvado. También esta lectura de la Palabra de Dios, como la de Isaías, es más simple y breve de lo acostumbrado, justo para decirnos que el misterio que contemplamos en este día es tan grande que no podemos encerrarlo en palabras humanas. Todo cuanto el Señor ha hecho por la humanidad entera es exclusivamente obra de su providente bondad. El apóstol Pablo, en efecto, dirigiéndose a su discípulo Tito afirma, con palabras fruto de su personal experiencia pastoral, que somos salvados no por las buenas acciones que hayamos realizado (v. 5a; cf. Rom 9,30-32; 10,3.5; Flp 3,9), sino porque el Espíritu de Dios ha sido rico en dones en nuestro favor; (v. 5b; Rom 3,24; Jn 3,16-18). Especialmente, cuando ha venido a nosotros el Salvador por libre iniciativa de su amor misericordioso, El de enemigos nos ha hecho amigos, haciéndonos sus hijos mediante el sacramento del bautismo (cf. 1 Pe 1,3). Si en Navidad Dios nos ha hecho el don de su Hijo, podemos decir que en el bautismo nos trae el don de su Espíritu, que nos da, además, la certeza de que hemos sido hechos herederos de algo que no se corrompe y no tendrá fin: la «vida eterna» (v. 7), esto es, la experiencia del conocimiento personal de Dios. Tantos y tan grandes dones del Señor abren nuestro corazón a la admiración por cuanto ha hecho por nosotros y a la gratitud filial por tanta generosidad gratuita. Comentario del Santo Evangelio: Lucas 2,15-20. Los pastores encontraron a María y a José, y al niño. Este evangelio de la “misa de la aurora” es la continuación del de la

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   noche, que Lucas nos ha presentado con los tres momentos del esquema del anuncio misionero: narración del hecho, anuncio a los pastores y acogida del acontecimiento. El evangelista, en efecto, se detiene sobre este último momento en que los pastores se dirigen inmediatamente a Belén y encuentran en la gruta, como les había sido anunciado por los ángeles, al niño Jesús con María y José. Estamos ante un verdadero itinerario de fe con sus etapas, en las que aparece claro que la decisión interior se traduce inmediatamente en gestos concretos de vida: primero la búsqueda ( fueron deprisa»: v. 16a), después el hallazgo y la experiencia humana y espiritual (encontraron al Niño»: v. 1 6b), por último el testimonio de vida (contaron lo que del Niño se les había dicho»: v. 17). Del testimonio nace, pues, la reacción de asombro y de fe en los que habían escuchado el relato (ese quedaban admirados de lo que decían los pastores»: v. 18), y así la fe comienza a propagarse. El texto termina con una preciosa referencia a María: (“ella conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón»: v. 19), lo que significa que la Virgen permanece pensativa en la contemplación de los hechos narrados y de las palabras de los pastores sobre el pequeño Jesús. Ya la historia del Hijo, que va del vientre materno al vientre-tumba de la resurrección, forma un todo con la historia de María, porque, desde el Fiat de la anunciación, ella ha aceptado en la fe servir dócilmente los caminos de Dios. Toda la Palabra de Dios de este día de Navidad es una invitación a no detenerse en las explicaciones, sino a abandonarse a la contemplación de las palabras: «Hoy ha nacido para nosotros el Señor» (antífona de entrada) y del misterio de un Dios hecho hombre. Jesús ha traído a la humanidad el don más precioso, como dice san Ireneo: «Ha traído todo lo nuevo al traerse a Sí mismo». ¿Cómo robustecer nuestra fe ante este Niño silencioso? Tomando la decisión de “ir a Belén” también nosotros, como los pastores, porque esta tierra es el icono de la simplicidad y de la transparencia, de la alegría y de la vida, del silencio y de la contemplación. Necesitamos volvernos niños de corazón para descubrir las raíces de nuestra fe; necesitamos la alegría festiva que nos haga creer que la vida es un gran don de Dios que no debe ser malgastado; tenemos necesidad de silencio contemplativo. Cuando queremos expresar nuestro amor a los otros, ¿qué otra cosa podemos dar, en efecto, sino nuestro silencio? «El silencio ilumina nuestras almas, susurra en

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   nuestros corazones y los une. El silencio nos separa de nosotros mismos, nos hace volar por el firmamento del Espíritu y nos acerca al cielo». Esta experiencia nos permitirá volver a nuestras casas y a nuestro trabajo alabando a Dios por la Palabra contemplada, como María, seguros de conservarla en el corazón para anunciar a los demás lo que significa para nosotros. Comentario del Santo Evangelio: (Lc 2,15-20), para nuestros Mayores. La alabanza de los pastores por el niño. El punto de partida del relato se encuentra en el anuncio que el ángel del Señor ha dirigido a los pastores (2, 10-11): sus palabras testimonian un auténtico evangelio («Os ha nacido el Salvador» 2, 10) y ofrecen a la vez un signo (“un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” 2, 11). Esa revelación exige una respuesta doble: compulsar la señal que Dios ofrece y aceptar la voz su evangelio. ¿Quiénes son estos pastores a los que el ángel del Señor ha dirigido su mensaje? Siguiendo una tradición antigua se les identifica con los pobres de la tierra, los que viven alejados de los pueblos y no pueden cumplir reglamentos de la ley ceremonial de los judíos. Todas estas notas parecen ser auténticas. Sin embargo, no podemos olvidar que nos hallamos en Belén, ciudad del rey David, el fue pastor, llamado por Dios de entre el rebaño; tampoco olvidemos a Abraham y los patriarcas, que, siendo pastores escucharon la llamada de Dios y recibieron su visita. En los otros pueblos del oriente antiguo se han contado historias más o menos semejantes. Por todo eso pensamos que los pastores del relato no son simplemente pobres y alejados, sino también aquéllos que están prontos a escuchar la voz de Dios y a fundar su nuevo pueblo entre los hombres. Sea cual fuere su sentido definitivo, lo cierto es que los pastores aceptan la palabra del ángel, se dirigen a observar el signo y encuentran al niño acostado en el pesebre. Hasta aquí todo parece más o menos lógico. Lo verdaderamente extraño es que el signo les convenza, que hagan suyo el evangelio —creyendo que ha nacido el Salvador— y alaben a Dios por todo ello. Nosotros, lo mismo que los pastores, nos movemos aquí en el plano de la paradoja fundamental del cristianismo: vemos por un lado a un niño, envuelto en los pañales, indefenso, sencillamente un hombre; o vemos si se quiere a un pretendido profeta del Señor que muere

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   ajusticiado. Tal ha sido el signo, el de Belén o el del Calvario. Pues bien, sobre ese signo se descorre la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: Os ha nacido (ahí lo tenéis) el salvador, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el cosmos. Ante esa paradoja, los pastores han respondido como creyentes; en ellos, que eran quizá los más pequeños de la tierra, ha comenzado a brillar como en Abraham, la nueva luz de la verdad de Dios para los hombres. Ante esa paradoja se nos pide también a nosotros el valor de una respuesta. Como detalle debemos añadir que en realidad no existe adoración de los pastores (en contra de la adoración de los magos de Mt 2, 11). Su gesto se refleja en estos rasgos: a) encuentran al niño y le aceptan como signo de Dios; b) confían en la palabra del ángel, creyendo en su evangelio (nacimiento de un salvador); c) glorifican a Dios. La historia ha comenzado en Dios, que les ha puesto en camino hacia el’ niño del pesebre; desde el niño, aceptando el evangelio, todo vuelve a conducirles hacia Dios, a quien alaban por su obra salvadora. Ante el relato de los pastores, el texto de Lucas nos ofrece dos respuestas. Están a un lado los curiosos, que se admiran por lo extraño del suceso. Está en el otro la figura de María, que conserva todas estas cosas, las medita en su interior y reconoce (va reconociendo) la presencia de Dios en el enigma de su hijo envuelto entre pañales, recostado en un pesebre. También nosotros nos hemos situado ante el relato: ¿Cómo los pastores y María? ¿Simplemente como curiosos? Comentario del Santo Evangelio: Lc 2,15-20, de Joven para Joven. El Salvador comienza su camino. El nacimiento de Jesús es un inicio. Con él comienza su propio camino, pero comienza también el anuncio del Evangelio y su acogida. En este pasaje Lucas nos da a conocer lo sucedido inmediatamente después del nacimiento de Jesús (2,16-20) y lo que pasó a los ocho días del mismo (2,21). Los pastores van al pesebre y refieren cuanto habían oído de aquel niño. Su palabra es acogida en modos diversos. A los ocho días, el niño es circuncidado y recibe el nombre. La venida de Jesús está muy lejos de ser un acontecimiento privado, de interés sólo para él y para sus más allegados. Atañe, por el contrario, al pueblo de Israel en su conjunto y a toda la humanidad.

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   Tras haber nacido en condiciones de pobreza, no son los jefes del pueblo sino algunos pastores, pertenecientes a las clases más pobres y sencillas de este pueblo, los que llegan a saber quién es el que ha venido al mundo: «Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (2,10b-11). La situación del recién nacido no deja entrever el modo en que llevará a cabo esa misión. Se desvelará sólo a través de toda su obra futura. Los pastores comienzan por conocer que él es el Salvador y que lo pueden encontrar en un lugar determinado. Se dan prisa en buscarlo. Lo encuentran en una situación de extrema pobreza, pero también solícitamente protegido, rodeado de atenciones por parte de María y de José. Después de ellos, muchísimas personas se pondrán en camino hacia Los pastores son los primeros que se le acercan. Son también los primeros que se convierten en “evangelista” es decir, en transmisores de la Buena Noticia que han recibido. Lo que los pastores refieren sobre la posición e importancia del recién nacido es acogido de diversas maneras. Lo primero que se dice en el texto es que todos quedaban admirados (cf 1,21.63; 4,22). Para todos es un acontecimiento sorprendente, algo que no habían previsto. Pero esta admiración puede ser rápidamente olvidada. Se trata una primera impresión y no dice todavía nada de una a de postura. Muy distinto es el comportamiento de María. Ella conserva todo aquello en su corazón y lo va meditando (2,19; ,51). Se trata de todo lo que María ha escuchado y vivido desde que recibió del ángel el mensaje de su vocación, (1,26-38). Ese todo comprende las circunstancias externas aquel nacimiento —sometido a las obligaciones civiles y las leyes de la naturaleza, en la pobreza de un establo— y visita de los pastores. Pero comprende también el hecho de que a ella se le ha anunciado aquel niño como el Hijo del Altísimo, destinado desde la eternidad al trono de David (1,32-33), y el hecho de haber sido anunciado a los pastores como el Salvador, el Mesías, el Señor. La experiencia directa y la palabra de Dios se encuentran, suscitando la pregunta sobre el modo en que una y otra se armonizan. María acoge todas aquellas cosas en su corazón y deja que vayan al corazón todas ellas, tal y como son, sin excluir ni añadir nada. Tampoco ella percibe de inmediato cómo se relacionan entre sí, por qué son así y cuál es su significado. En actitud abierta y paciente, María reflexiona sobre todo aquello e intenta comprenderlo. Ni reduce el valor de la palabra de Dios ni rechaza las circunstancias externas.

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   Todo es respetado en su plena realidad. Lejos de pretender imponer su propia percepción del momento, María se esfuerza y permanece abierta para recibir, como don de Dios, la inteligencia adecuada. Su apertura viva y su reflexión sosegada y paciente son actitudes ejemplares para relacionarse con aquello que no es objeto de experiencia directa y con aquello que conocemos a través de la palabra de Dios. En los pastores está en primer plano la alabanza a Dios, impregnada de agradecimiento y de gozo. Lo que ellos han oído y visto les remite a Dios, a quien alaban por lo que ha realizado. Así es también como el pueblo, más tarde, acogerá la obra poderosa y salvífica de Jesús (cf 5,26; 7,16). A Dios se le debe el honor y la alabanza por todo lo que él da en la persona de Jesús y a través de Jesús. La sosegada reflexión de María y la alabanza a Dios por parte de los pastores no se excluyen entre sí, Lo que ya ha acaecido ofrece un motivo evidente para alabar y dar gracias a Dios con gozo. Pero esto es también motivo para una reflexión profunda, que, en cada esfuerzo, sólo puede conducir a un gozo más intenso y a un mayor agradecimiento. En la alabanza solícita se hace manifiesta la generosa acogida de la fe; en la reflexión, el deseo de comprender cada vez mejor lo que ya se ha creído. Ocho días después del nacimiento tiene lugar la circuncisión del niño, en conformidad con el precepto que Dios había dado a Abrahán: «A los ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón» (Gén 17,12a). El significado de la circuncisión lo expresa Dios mismo en estos términos: Esta será la señal de la alianza entre yo y vosotros» (Gén 17,11b). Así pues, Jesús entra a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo con el que Dios estableció una alianza. En la circuncisión Jesús recibe también el nombre, determinado igualmente por Dios y comunicado a través de su ángel (1,31). El nombre «Jesús» (en hebreo: Jehoshua o Jeshua) significa «Dios salva». Es un nombre en el que se refleja la importancia de la venida de Jesús para la alianza Dios con Israel. Dios envía a Jesús para salvar a su pueblo (cf Mt 1,21). Así es como Jesús ha sido anunciado también a los pastores: como el Salvador (2,11). Esta salvación, como señalará más tarde el Resucitado, está destinado a todos los hombres: «Y se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén» (Lc 24,47). Después Pentecostés, Pedro explicará ante el Sanedrín: «No hay el cielo otro nombre dado a los hombres por el que otros

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   debamos salvarnos» (He 4,12). Este nombre es el distingue desde el principio a la persona de Jesús. Pero vez se hará más claro, a través de la vida, la obra y el camino de Jesús hasta su resurrección, ascensión y efusión Espíritu Santo, lo que su nombre significa y el modo él lleva a cabo esa salvación. Con la circuncisión, Jesús queda inserto en el pueblo de la alianza. Con la imposición del nombre, pasa a ser a quien uno se puede dirigir y cuya misión viene definida. A partir de este momento pertenece a Israel aquel que salva a su pueblo y a toda la humanidad por encargo y con la fuerza de Dios. Reflexión Espiritual en este día. Cristo nace: ¡glorificado! Cristo baja de los cielos: ¡salid a su encuentro! Cristo está en la tierra: ¡levantaos! Cristo se ha encarnado: ¡exultad! De nuevo las tinieblas se disuelven, nuevamente se alza la luz. Esta es nuestra fiesta, esto celebramos hoy: la venida de Dios a los hombres, para que, a nuestra vez, nosotros vayamos a Dios; para que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos el nuevo. Salta de gozo; honra a la pequeña Belén, que te ha hecho remontar al paraíso; adora el pesebre, por medio del cual tú eres alimentado por el Verbo. Conoce, T como el buey, al que es tu Señor; conoce, como el asno, el pesebre de tu Amo. Corre, junto a la estrella, lleva dones junto con los Magos, oro, incienso y mirra, al que es el Rey y Dios y ha muerto por ti. Glorifícalo con los pastores, cántalo con los ángeles, haz coro con los arcángeles. Sea común la fiesta en el cielo y en la tierra. Estoy convencido, en efecto, de que también las potencias celestiales exultarán y celebrarán hoy la fiesta con nosotros, porque aman a Dios, pero aman también a los hombres. Los rostros, personajes, pasajes y narraciones, de la Sagrada Biblia: Anuncio de salvación. El profeta sigue rompiendo los diques de las circunstancias concretas para desbordarse en perspectivas mesiánicas, en bendiciones y promesas de salvación. Son como gritos en el desierto, como perlas preciosas entresacadas de la marea de intereses creados para ofrecérnoslas todas seguidas ensartadas en valioso y único collar de artesanía.

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   Las circunstancias concretas del presente oráculo son las mismas que las del anterior, la fiesta de los Tabernáculos. Los peregrinos acudían fervientes y esperanzados a Jerusalén Con «antorchas encendidas en sus manos, cantando canciones y alabanzas» (Mishnah, 51a). Todavía puede contemplárseles en nuestros días llevando procesionalmente y bajo palio la Torah. El espectáculo era, sin duda, grandioso. Sobre todo para ellos, que nunca habían podido celebrar el culto a su Dios en el destierro. Llegados a las puertas de la ciudad y ante sus muros, según nos lo expresa el versículo anterior a esta lectura, debió salirles al paso el profeta dándoles esta buena nueva: “He aquí lo que Yavé proclama a todos los confines de la tierra...” Y se les habla de salvación, de la tan anhelada salvación que no termina de llegar y que tanto contrasta con la casi mísera situación en que se encontraban. Vedla venir ya cual reina cortejada por la recompensa y precedida de la retribución. Esa recompensa y retribución que tan merecida se tienen. Antes les había prometido un sacerdocio ministerial frente a todas las naciones. Ahora, como si eso fuera todavía poco, les llamará pueblo santo, separado de todos los demás para vivir de un modo especial su vinculación con Yavé. Algo semejante a lo que realizaban en aquellas celebraciones litúrgicas. El pueblo que podía comparar la magnificencia de las celebraciones babilónicas con la sencillez de las suyas necesitaba de estos estímulos que mantuvieran sus esperanzas e ilusiones. Ellos nunca las verían realizadas, pero era necesario que sirvieran de eslabón para las generaciones futuras hasta que llegara el día en que, de verdad, los habitantes de la Jerusalén celestial fueran el Pueblo santo y sacerdotal.

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   DOMINGO 25 (durante el día) SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR. MISA DEL DÍA. Comienza la octava de Navidad LITURGIA DE LA PALABRA. Is 52,7-10: “Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios” Sal 97: Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Heb 1,1-6: “Dios nos ha hablado por su Hijo” Jn 1,1-18: La Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros Este evangelio de Navidad nos presenta dos elementos importantes para la vida del cristiano: la Palabra y la Luz. La Palabra que nos viene de Dios se encarnó en Jesús hace más de dos mil años y vino a traernos un mensaje esperanzador. Sus palabras de vida eterna, como las describió Pedro, promueven vida digna para todos los seres humanos. Esa Palabra que existía desde la eternidad se manifestó humanamente en la persona de Jesús, quien habitó entre nosotros y vive hoy presente en medio de la humanidad sufriente y necesitada. Por medio de la Palabra somos iluminados y enviados a anunciar el Evangelio a todos los pueblos del planeta. Jesús es esa Luz verdadera que ilumina a toda persona. El vino al mundo, pero fue rechazado por los suyos y sigue siendo rechazado hoy por los que no comparten su proyecto de vida. Nuestra misión como seguidores de Cristo es la de ser testigos de esa Palabra y luz del mundo. Por eso, acoger la Navidad que hoy celebramos con gozo y esperanza requiere acoger de verdad el mensaje que vino a traernos el Redentor: “ámense unos a otros como los he amado Yo”. Celebramos el misterio de la encarnación. Dios asume la condición humana en Jesús de Nazaret. Los evangelios enfatizan la condición humilde de su nacimiento y señalan como condición para ese nacimiento la aceptación profunda y consciente por parte de José y de María, la lógica del actuar de Dios sucediendo en un pueblo pobre y sencillo. Hermanos y hermanas, ser seguidor de Jesús es asumir su mismo camino, el camino de la encarnación en los retos y desafíos de una cultura y de una época; una obediencia incondicional a Dios hasta la muerte. Por eso celebrar la Navidad no es solo un recuerdo, es luchar dentro de nuestros pueblos y nuestras circunstancias para que la

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   dignidad de hombres y mujeres sea respetada, para que tengamos condiciones dignas de vida, y por hacer de nuestros países lugares más acordes al sueño de Dios, el Reino. En este espíritu, esencia del cristianismo, ¡Feliz Navidad para todos! PRIMERA LECTURA. Isaías 52,7-10 Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: "Tu Dios es rey"! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Palabra de Dios. Salmo responsorial: 97 R/: Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. R. El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. R. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad. R. Tañed la cítara para el Señor suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas, aclamad al Rey y Señor. R. SEGUNDA LECTURA. Hebreos 1,1-6 Dios nos ha hablado por el Hijo En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios

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   antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado que los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: "Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado", o: "Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo"? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: "Adórenlo todos los ángeles de Dios." Palabra de Dios. SANTO EVANGELIO. Juan 1,1-18 La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros En principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.] La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. (Juan da testimonio de él y grita diciendo: "Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."" Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.)

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    Palabra del Señor.

COMENTARIOS DE LAS LECTURAS DE LA SANTA MISA DURANTE EL DÍA. Comentario de la Primera lectura: Isaías 52,7-10. Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Las lecturas de la tercera misa dejan el relato del evento natalicio con el anuncio de Jesús-luz, salvación y gozo y nos presentan el mensaje más profundo de la solemnidad a través de una meditación riquísima del acontecimiento.

El profeta Isaías expone el contenido salvífico del mensaje comenzando con la presentación de los centinelas de la ciudad santa, que divisan a Dios volviendo a Jerusalén para salvarla. Estos centinelas anuncian «alegres noticias» de paz y salvación al pueblo, diciendo que el Señor ha vuelto y ha retomado su puesto sobre la colina de Sión, estableciendo su morada definitiva entre los suyos (v 7-8; cf. Rom 10,15; Ez 43,1-5). Pero el Señor no sólo vive con el pueblo; también, como un esposo atento y solícito obra y actúa por su esposa. De hecho, Isaías expone la actividad salvífica de Dios utilizando tres verbos significativos: « Consuela, rescata, manifiesta su poder» (vv. 9-10). Estos tres verbos iluminan la acción amorosa, providente y vigilante en defensa del pueblo, especialmente contra los enemigos que lo hostigan. El anuncio profético concluye con la constatación de que todos los pueblos de la tierra han podido ver que el Señor no abandona a su pueblo, sino que está siempre dispuesto para salvarlo (v. 10; Mt 28,28). La Iglesia, utilizando este texto estalla de alegría porque ve que el Señor ha cumplido la espera del nacimiento del Mesías, anunciada en los siglos precedentes. Comentario del Salmo 97. Los cofines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Las expresiones «el Señor rey» (6b) y «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo...» (9) caracterizan este texto como un salmo de la realeza del Señor. Tiene dos partes (1b-3 y 4-9), en cada una de las cuales podernos hacer

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   dos divisiones: la primera presenta una invitación y la segunda, introducida por la conjunción «porque...», la exposición de los motivos de estas invitaciones. La primera invitación, ciertamente dirigida al pueblo de Dios, es: «Cantad al Señor un cántico nuevo» (1b). ¿Por qué hay que cantar y por qué ha de ser nuevo el cántico? Los motivos comienzan con el primero de los «porque...». Se enumeran cinco razones: porque el Señor ha hecho maravillas, porque ha obtenido la victoria con su diestra y con su santo brazo (1b), porque ha dado a conocer su victoria, ha revelado a las naciones su justicia (2) y se ha acordado de su amor fiel para con su pueblo (3). El término «victoria» aparece en tres ocasiones; se trata de la victoria del Señor sobre las naciones, en favor de Israel. Si la primera invitación es muy breve, la segunda, en cambio, es más bien larga (4-9a) y se dirige a toda la creación: a la tierra (4), al pueblo congregado para celebrar (5-6), al mar, al mundo y sus habitantes (7), a los ríos y a los montes (8). Se invita al pueblo a celebrar acompañándose de instrumentos: el arpa, la trompeta y la corneta (5-6). A todo esto vienen a sumarse el estruendo del mar, el aplauso de los ríos y los gritos de alegría de los montes. Cada elemento de la creación da gracias y alaba a su manera. ¿Por qué? La razón es una sola: porque el Señor «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo con justicia y los pueblos con rectitud» (9b). Si antes se decía que el Señor es rey (6b), ahora se celebra de manera festiva el comienzo de su gobierno sobre la tierra, el mundo y las naciones (tres elementos). Su gobierno está caracterizado por la justicia y la rectitud. Se observa una evolución de la primera parte a la segunda o bien, si se quiere, podemos decir que la segunda es consecuencia de la primera. De hecho, la victoria del Señor sobre las naciones a causa de su amor y fidelidad para con Israel tiene como consecuencia su gobierno sobre todo el universo (la tierra, el mundo y las naciones). El reino de Dios va implantándose por medio de la justicia y la rectitud. Este himno celebra la superación de un conflicto entre el Señor e Israel, por un lado, y las naciones, por el otro. El amor de Dios por su pueblo y la fidelidad que le profesa le han llevado a hacerle justicia, derrotando a las naciones (2-3a), de manera que se ha conocido esta victoria hasta los confines de la tierra (3b). El salmo clasifica este hecho entre las «maravillas» del Señor (1b). ¿De qué se trata? El término «maravilla» es muy importante en todo el Antiguo Testamento, hasta el punto de convertirse en algo característico y exclusivo de Dios, Sólo él hace

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   maravillas, que consisten nada más y nada menos que en sus grandes gestos de liberación en favor de Israel. Por eso Israel (y, en este salmo, toda la creación) puede cantar un cántico nuevo, La novedad reside en el hecho extraordinario que ha llevado a cabo la diestra victoriosa de Dios, su santo brazo (1b). La liberación de Egipto fue una de esas maravillas. Pero nuestro salmo no se está refiriendo a esta gesta. Se trata, probablemente, de un himno que celebra la segunda gran liberación de Israel, a saber, el regreso de Babilonia tras el exilio. El Señor venció a las naciones, acordándose de su amor y su fidelidad en favor de la casa de Israel (3a). La «maravilla», sin embargo, no se limita a la vuelta de los exiliados a Judá. También se trata de una victoria del Señor sobre las naciones y sus ídolos, convirtiéndose en el único Dios capaz de gobernar el mundo con justicia y los pueblos con rectitud. La salida de Babilonia tras el exilio llevó a los judíos a este convencimiento: sólo existe un Dios, y sólo él está comprometido con la justicia y la rectitud para todos. De este modo, se justifica su victoria sobre las naciones (2), hecho que le confiere un título único, el título de Rey universal: sólo él es capaz de gobernar con justicia y con rectitud. Por tanto, merece este título y también el reconocimiento de todas las cosas creadas y de todos los pueblos. El no los domina ni los oprime. Por el contrario, los gobierna con justicia y con rectitud. El rostro con que aparece Dios en este salmo es muy parecido al rostro de Dios que nos presentan los salmos 96 y 97. Principalmente, destacan siete acciones del Señor: ha hecho maravillas, su diestra y su santo brazo le han dado la victoria, ha dado a conocer su victoria, ha revelado su justicia, se acordó de su amor y su fidelidad, viene para gobernar y gobernará. Las cinco primeras nos hablan de acciones del pasado, la sexta anuncia una acción presente y la última señala hacia el futuro. La primera de estas acciones («ha hecho maravillas») es la puerta de entrada: estamos ante el Señor, Dios liberador, el mismo que liberó en los tiempos pasados (cf. el éxodo). La expresión «amor y fidelidad» (3a) recuerda que este Dios es aquel con el que Israel ha sellado la Alianza. Pero también es el aliado de todos los pueblos y de todo el universo en lo que respecta a la justicia y la rectitud. Es un Dios ligado a la historia y comprometido con la justicia. Su gobierno hará que se instaure el Reino. En el Nuevo Testamento, Jesús se presenta anunciando la proximidad del Reino (Mc 1,15; Mt 4,17). Para Mateo, el Reino se irá construyendo en la medida en que se implante una nueva justicia, superior a la de los fariseos y los doctores de la Ley (Mt 1,15; 5,20; 6,33).

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    A los cuatro evangelios les gusta presentar a Jesús como Mesías, el Ungido del Padre para la implantación del Reino, que dará lugar a una nueva sociedad y una nueva historia. No obstante, conviene recordar que Jesús decepcionó a todos en cuanto a las expectativas que se tenía acerca de este Reino. La justicia y la rectitud fueron sus principales características. Según los evangelistas, el trono del Rey Jesús es la cruz. Y en su resurrección, Dios manifestó su justicia a las naciones, haciendo maravillas, de modo que los confines de la tierra pudieran celebrar la victoria de nuestro Dios. (Véase, también, lo que se ha dicho a propósito de los salmos 96 y 97). Conviene rezar este salmo cuando queremos celebrar la justicia del Señor y las victorias del pueblo de Dios en su lucha por la justicia; cuando queremos que toda la creación sea expresión de alabanza a Dios por sus maravillas; cuando queremos reflexionar sobre el reino de Dios, sobre la fraternidad universal y sobre la conciencia y condición de ciudadanos, cuya puerta de entrada se llama «justicia»; también cuando celebramos la resurrección de Jesús. Comentario de la Segunda lectura: Hebreos 1,1-6. Dios nos ha hablado por su Hijo. El prólogo de la Carta a los Hebreos, que contiene todos los temas que el autor piensa desarrollar seguidamente para reforzar la fe de los cristianos procedentes del hebraísmo, es una invitación a la comunidad cristiana a fijar su mirada sobre el misterio de Cristo desde su nacimiento, punto culminante de la revelación de Dios (cf. Jn 1,18; Gal 4,4). Jesús, el Hijo, es, en efecto, la plena y completa revelación del Padre (y. 2). El, como el Padre, es Dios y creador, es «irradiación de su gloria e impronta de su ser» (y. 3) y por esto es superior a todas las instituciones religiosas antiguas, a los profetas y a los ángeles (v 4-13; cf. Fil 2,9) y heredero de todas las cosas (cf. Rom 8,17; Mt 21,38). Por la misión que ha recibido del Padre y ha realizado entre los hombres con el anuncio de la Palabra de verdad (cf. Jn 14,6), ha cancelado el pecado del mundo, ha restablecido la comunión entre Dios y la humanidad, y con su muerte y resurrección ha sido ensalzado sobre todas las cosas, «se ha sentado a la derecha de Dios en el alto de los cielos» (y: 3; cf. Rom 3,24-25; Col 1,13-14; Flp 2,9-11) y ha sido reconocido por el Padre como Hijo unigénito. Este es el misterio de Jesús que ha sido revelado, que está presente y vivo en la Iglesia y que cada creyente debe imitar para ser manifestación de Dios entre los hombres

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   y tener parte en la intimidad de Dios. Comentario del Santo Evangelio: Juan 1,1-18. «Y la Palabra se hizo carne» El prólogo de Juan es una síntesis meditativa de todo el misterio de Navidad, porque el Niño de Belén es todo el misterio de Navidad, porque el Niño de Belén es la revelación de Dios, la verdad de Dios y del hombre, y reflexionando sobre este evento nos ponemos en tesitura de comprender quién es el que ha nacido y quienes somos nosotros. El núcleo del prólogo está en él v. 14: «Y la Palabra se hizo carne», que contiene el hecho de la encarnación y, por tanto, de Navidad: el Hijo de Dios se ha hecho hombre con la fragilidad e impotencia de toda criatura. Para comprenderlo Juan se remonta al misterio trinitario y luego vuelve a descender hasta el hombre. El inicio, pues, es la afirmación que nos sitúa fuera del tiempo en el misterio de Dios: «En el principio era la Palabra» (v. la) y nos habla de una existencia sin comienzo ni devenir. Después en la frase: «La Palabra estaba junto al Padre» (v. ib), el evangelista precisa la situación del Logos (= la Palabra), que existe desde siempre, en parangón con Dios: el Verbo, en su ser más profundo, está en actitud de escucha y obediencia, completamente vuelto hacia el Padre. Jesús, la Palabra encarnada, hace a Dios visible y cercano al hombre, siendo su reflejo. Así pues, toda la historia y la realidad humana tienen vida por la Palabra: «En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (v. 4), porque en Jesús todo encuentra consistencia, significado, fin y especialmente la salvación de todo hombre. Todas estas afirmaciones de Juan son importantes para comprender el papel de Jesús como revelador y testigo veraz de Dios. Por esto «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia» (v. 16), es decir, de su vida filial todos podemos recibir abundantemente. La lectura de la Palabra de Dios en el misterio adorable de la Navidad converge sobre la memoria de que el Hijo de Dios ha venido a nosotros, un Dios con nosotros y para nosotros. Dios trascendente e invisible ha dejado su lejanía e invisibilidad y ha tomado un rostro humano haciéndose visible, concreto y asequible: «Se ha hecho lo que somos, para hacernos partícipes de lo que Él es» (Cirilo de Alejandría). Esta fe nuestra se funda sobre una explicación que el evangelista Juan encuentra colocando la raíz de la existencia de Jesús en el seno del Padre (Jn 1,1-3). La reflexión bíblica, sin embargo, va más lejos y nos impulsa a contemplar quién es Jesús para

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   nosotros: es Dios de salvación para todo hombre. Pero la Navidad es también la memoria de la modalidad histórica en la que se ha realizado la encarnación. Ha elegido la vida del pobre y del derrotado para que nosotros pudiésemos vislumbrar el poder de Dios en su elección de la pobreza y de la kenosis (despojo). Porque El quiere ser buscado, reconocido y acogido: como un pobre necesitado y sufriente, porque no sólo se ha hecho hombre, sino que se ha quedado entre los hombres. Con su nacimiento, además, nos ha hecho también el don de ser hijos: «A cuantos la recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). La Navidad de Jesús es también nuestra Navidad, la de nuestro renacer a una vida nueva. En Él también nosotros hemos sido «destinados a ser hijos adoptivos» del Padre celestial (Ef. 1,5); cf. 1 Jn 3,1). Si Dios mismo nos dice: « ¡Tú eres mi hijo!», a nosotros no nos queda sino agradecerle y alegrarnos por nuestra participación en la vida divina. Comentario del Santo Evangelio: (Jn 1,1-13), para nuestros Mayores. La palabra de Dios. Cada uno de los cuatro Evangelios tiene su propio modo de comenzar. Mateo enlaza con la historia de la salvación al presentar de inmediato a Jesucristo como hijo de David e hijo de Abrahán. Ofreciendo el árbol genealógico de Jesús, pone de relieve su pertenencia al pueblo de Israel y muestra que la historia de Dios con su pueblo tiene en él su cumplimiento y su meta (cf. Mt 1,1-17). Marcos hace referencia a la predicación de la Buena Nueva en su tiempo, que tiene como contenido: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con su obra, Marcos quiere mostrar el principio, es decir, el origen, el fundamento de tal predicación (cf. Mc 1,1-15). Lucas inicia su obra con un prólogo, al modo de los historiadores antiguos. Quiere referir todo con orden (1,3); por eso comienza con el anuncio del nacimiento del Bautista (1,5-25). El protagonista de su Evangelio se convierte en figura central poco a poco, después de haber mencionado en 1,31 por primera vez su nombre y después de haber precisado en 2,11 su posición. El evangelio de Juan, antes de llamar a Jesucristo por su nombre en 1,17, define ya en 1,1-13 sus rasgos esenciales y describe en 1,14-18 la forma, el contenido y el presupuesto de su venida a la tierra. Para Juan, Jesucristo es la palabra de Dios. Con esta definición quiere expresar la más íntima realidad de Jesús, su procedencia de Dios y su importancia para nosotros, los hombres. El pueblo de Israel conoce a su Dios como aquel que habla: no como el Dios que se cierra, recluyéndose en

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   el silencio, el Dios desconocido, lejano y que infunde temor, sino como el Dios que se dirige al hombre y le da a conocer sus intenciones y su voluntad. Habló a Abrahán, le llamó y le hizo la promesa de la gran bendición (Gén 12,1-3). Por medio de Moisés, liberó al pueblo de la esclavitud y le notificó su voluntad en las «Diez palabras» o diez mandamientos (decálogo). Por medio de los profetas, intervino en las diversas vicisitudes de la historia de su pueblo. Dirigió a ellos su palabra para que la transmitieran como palabra de disposición, de exhortación y de advertencia, como palabra de promesa y de ánimo. La palabra de Dios está al inicio de toda la historia. Con su poderosa palabra creadora, Dios ha llamado a todo a la existencia. Todo deriva de esta palabra. Por medio de ella se dirige Dios a sus criaturas, se revela a ellas, las hace partícipes de todos sus planes y de lo que él quiere de ellas. La palabra de Dios ha dado el ser y la vida. Ella se dirige a nosotros pidiendo nuestra respuesta. Es petición y promesa. Viene de Dios y fundamenta y determina la relación entre Dios y los hombres. Jesucristo no ha transmitido sólo, como un profeta, la palabra de Dios. Él mismo es esta palabra, la primera y última palabra de Dios. En él se revela Dios de modo definitivo y pleno, nos habla y nos hace partícipes de su propia intimidad. En el hecho de dirigirse a nosotros hay siempre también una interpelación, un pedir cuentas. Las características de esta palabra de Dios, la profundidad de la que viene, la relación que mantiene con toda la creación, las implicaciones que para nosotros entraña nuestra relación con ella, todo esto es descrito por Juan en 1,1-13. La palabra que en Jesucristo se nos ha transmitido a los hombres no resuena para extinguirse después, sino que es eterna y perenne como el mismo Dios: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios» (1,1-2). La relación de la persona que es la palabra de Dios con el mismo Dios viene definida aquí con tres afirmaciones: La Palabra es eterna e increada como Dios; vive en perenne unidad con Dios; es Dios del mismo modo que Dios es Dios. Estas tres afirmaciones son resumidas en el segundo versículo del Evangelio, repetidas y fijadas como inmutables. Ellas definen la más profunda sustancia, la cualidad esencial y el género de esta persona que es la palabra de Dios, de la que el Evangelio nos refiere su camino sobre la tierra, sus palabras y sus acciones. En todo cuanto Jesús hace se verifica esto: él no es portador de palabras de Dios, sino que es la palabra misma de Dios, sólida y digna de crédito, como Dios en su profundidad divina y en su excelsitud divina.

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    La Sagrada Escritura se abre con la afirmación: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1). El evangelio de Juan, sin embargo, no comienza diciendo: «En el principio creó Dios la Palabra»; lo que afirma es: «En el principio existía la Palabra». Como Dios, la Palabra no es creada; existe desde siempre, vive desde antes de la creación, es sin principio y sin fin, eterna e insuperable. Esta Palabra eterna está eternamente junto a Dios. Es un interlocutor viviente de Dios y está unido a él con una unión eterna y sin mediación. Esta unión tiene lugar en el mismo plano divino; los interlocutores son iguales entre sí. No se trata, por tanto, de la relación entre Creador y criatura. La Palabra es de sustancia divina y de cualidad divina; tiene el mismo grado de ser que Dios; es Dios, como Dios es Dios. Sólo a partir de su relación con Dios se pueden comprender su importancia y valor, su poder y plenitud. De la creación habla Juan sólo en segundo lugar. Eternamente e infinitamente antes que la relación Creador- criatura está la relación Dios-Palabra de Dios. La relación de la Palabra con la creación es definida así: «Todo se hizo por medio de ella». También esta afirmación es repetida, subrayando que «sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (1,3). Todo lo creado se debe a la Palabra divina (cf. 1Cor 8,6; Col 1,16; Heb 1,2), depende de ella en su existir. La Palabra que vive en eterna unión con Dios está unida a la creación desde el origen de esta; es, en su esencia, palabra de Dios. Y cuando viene al mundo, no instaura una nueva relación con la creación, no entra en un país extraño, sino que viene a su propiedad (1,9-11). Ya desde sus relaciones básicas, ella tiende a comunicar y a unir; es la palabra de Dios dirigida a su creación. La relación especial de la Palabra con los hombres queda caracterizada como vida y como luz. En el Antiguo Testamento se afirma: «Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mi camino» (Sal 119,105) y « ¡Estoy profundamente afligido, Señor; dame vida con tu palabra!» (Sal 119,107). La propiedad fundamental de la Palabra es ciertamente la vida, la infinita plenitud de vida, en la que no hay sombra alguna de muerte y limitación. La Palabra se caracteriza por la vida, así como Dios es el Dios vivo (cf. Jn 5,26). Mediante esta plenitud inagotable de vida, ella se convierte para los hombres en luz que ilumina, que irradia claridad, que hace posible vivir y orientarse. A través de esta vida suya, todo queda iluminado y se transforma en ámbito de vida; la muerte, sus tinieblas y todas sus sombras desaparecen. Por medio de la Palabra, de su radiante resplandor, de la orientación y meta que hace percibir, los hombres, destinados a la muerte,

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   pueden ver lo que es vida verdadera y plenitud de vida. Pero aquí se declara también, por primera vez, que la obra de la Palabra debe prevalecer contra toda fuerza hostil. De tinieblas están rodeados todos los poderes que quieren privar a los hombres de la luz y obstaculizar su influjo iluminador. Todo el Evangelio habla de conflicto entre la luz y las tinieblas. Pero la luz vence y prevalece; la mención de una gran amenaza termina con el gozoso y triunfante anuncio de la victoria, que anticipa el resultado de la lucha: «Las tinieblas no vencieron a la luz» (1,5). La luz viva y vivificadora continúa iluminando a los hombres. Después de una primera mirada sobre Juan como testigo (1,6-8), se explica a continuación la venida de la Palabra al mundo (1,9-13). Viene como la luz verdadera, como luz que lo es realmente y en plenitud, resplandeciendo para cada hombre. Sobre cada uno despliega ella su naturaleza de luz, su poder iluminador. Pero encuentra una acogida desigual. El evangelista afirma dos veces seguidas que la palabra de Dios fue rechazada. Estaba en el mundo, pero el mundo, que le debe a ella su propia existencia, no comprendió quién era el que tenía ante sí; la criatura es ciega y quiere seguir siendo ciega ante su Creador. Con «su gente» (Jn 1,11) se hace referencia todavía al mundo humano en cuanto propiedad de su Creador, o bien a Israel en cuanto pueblo de Dios (cf. Sal 135,4). Los suyos la han dejado fuera, a la puerta; no han querido tenerla entre ellos. Todo el evangelio de Juan, desde aquí hasta la crucifixión de Jesús, irá mencionando este rechazo. Aquí se pone de manifiesto la relación que se da entre aquellos que rechazan y el que es rechazado: las criaturas no quieren saber nada de su Creador, que no sólo las ha creado, sino que ha descendido incluso a su mundo para buscarlas. Pero la palabra de Dios ha sido también acogida. Su acogida tiene lugar por medio de la fe y comporta llegar a ser hijos de Dios. Creer en alguien significa darle plena adhesión y confianza, fundamentar todo en él, abandonarse completamente a él. Esta fe es una decisión personal del hombre, una disposición de su voluntad. Por la fe el hombre dispone de sí mismo, se compromete plenamente y se fía del otro para el presente y para el futuro. Para Juan, la fe (creer en él) es la disposición fundamental que el hombre debe tener en relación con Jesús. El evangelista habla 33 veces de ella y, con una excepción en 14,1 (fe en Dios), el punto de referencia es siempre Jesús. La expresión «creer en su nombre» es más rara (1,12; 2,23; 3,18; 1Jn 5,13), pero siempre hace referencia también a Jesús. Significa fiarse plenamente de alguien en cuanto que es aquel que designa su

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   nombre. El que decide abandonarse a una persona está guiado por el reconocimiento y por la clara conciencia de quién es aquel al que uno se abandona. Como se desprende de 3,18 (cf. 1Jn 5,13), el nombre de la Palabra es «Hijo unigénito de Dios» (cf. 1,14.18). Nosotros, pues, acogemos a la Palabra cuando la reconocemos como Hijo unigénito de Dios y le damos toda nuestra confianza. A todos aquellos que creen en la palabra de Dios se les da el derecho a ser hijos de Dios. La relación de un padre con sus hijos se caracteriza por el hecho de que él les transmite la vida, originándose unos lazos familiares de carácter personal. Hijos de Dios son aquellos que han recibido de Dios la vida y pueden vivir en unión con él. Pero esta vida de hijos de Dios es radicalmente diversa de la terrena, tal como lo corrobora el hecho de no darse en ella en absoluto toda una serie de factores que caracterizan el origen de la vida terrena natural (1,13). Naciendo de nuevo de Dios (cf. 3,3), nosotros pasamos a ser sus hijos, obtenemos la vida eterna, la participación en su misma vida. Este nuevo nacimiento depende de la fe en el Hijo unigénito de Dios. El campo de referencias que Juan establece en el prólogo de su evangelio es amplio. Llama a Jesús «la Palabra», conexionándolo así con todas las formas de solicitud de Dios por los hombres y considerándolo como la culminación y el cumplimiento de todas ellas. Determina las relaciones esenciales de esta Palabra con Dios, con todo lo creado y con los hombres, precisando sobre esta base las respuestas a su venida: rechazo y acogida. Se hace así comprensible también el significado de su venida: la Palabra, que proviene de la unión eterna con Dios y es igual a él, debe hacernos partícipes, por medio de la fe, de la vida eterna de Dios. Este es el horizonte desde el que se despliega toda la historia de Jesús. Comentario del Santo Evangelio: Juan 1,1-48, de Joven para Joven. El Señor ha consolado a su pueblo. La liturgia no nos cuenta en la Misa del día de Navidad —algo que sí hace en la Misa de la noche— el nacimiento de Jesús en Belén, sino que ahora nos hace ahondar en el misterio con tres lecturas muy bellas: la primera está tomada del libro del profeta Isaías, la segunda de la Carta a los Hebreos, la tercera del evangelio de Juan. El profeta Isaías aclama la venida del Señor a Sión: «Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo».

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    La fiesta de la Navidad representa verdaderamente un gran consuelo, una alegría para todos nosotros: el Señor se muestra cercano a nosotros; más aún, se hace presente en medio de nosotros en un niño. Se hace presente y suscita ternura, porque manifiesta su propia bondad con el nacimiento de su Hijo en Belén. «El Señor ha consolado a su pueblo.» Aquí se revela el profundo amor del Señor. El está lleno de compasión por su pueblo, aun cuando lo haya castigado por sus culpas. « ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz...!» Isaías nos hace admirar al mensajero que anuncia alegrías, al mensajero evangélico que anuncia la paz, el bien, la salvación. Los ángeles anunciaron la paz en Belén: «Paz en la tierra a los hombres que él ama», y la salvación: «Ha nacido un salvador, que es Cristo el Señor». El mensajero dice a Sión en el fragmento de Isaías: «Ya reina tu Dios». El reino de Dios comienza con el nacimiento de Jesús. Podemos señalar así que este reino se manifiesta de una manera sorprendente: este niño, que nace en unas condiciones tan incómodas, no parece en absoluto un rey. Sin embargo, el reino de Dios comienza realmente así. La transformación de la condición humana, la transformación del mundo, comienza con el nacimiento de Jesús, que nos hace cambiar nuestras perspectivas por completo para introducirnos en las perspectivas del reino de Dios, que es un reino de justicia, de paz y de amor. «Todos los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios.» Esta predicción de Isaías se cumple hoy. «Todos los confines de la tierra» son todos los países en que se celebra el Nacimiento de Jesús. Este acontecimiento, que permanecía escondido en un pequeño país, se celebra hoy en todo el mundo. La Carta a los Hebreos nos hace comprender la grandeza de este niño: es el Hijo de Dios. Dios ha decidido no hablar más por medio de sus siervos, los profetas, como había hecho en los tiempos antiguos de muchas maneras, y hacerlo por medio de su Hijo.

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   El niño de Belén no habla aún con palabras que se puedan oír, pero nos habla con su presencia. Nos habla de una manera muy elocuente del amor de Dios, del proyecto de salvación que Dios va a realizar ahora. Este Hijo es «reflejo de la gloria de Dios, impronta de su ser». Tiene una relación única con Dios porque es verdaderamente Hijo de Dios en el sentido más fuerte de la expresión: es el Hijo unigénito. No es posible que haya otro, porque, por así decirlo, asume toda la sustancia del Padre, al que es igual en gloria y poder. «Por quien creó —dice el autor de la Carta a los Hebreos— el universo.» Este Hijo sostiene el mundo con el poder de su palabra. ¡Qué sorprendente! Este niño inerme, que ni siquiera tiene la capacidad de hablar, es, en realidad, la persona que sostiene todo el mundo con el poder de su palabra. El autor de la Carta a los Hebreos resume, a continuación, todo el proyecto de Dios, que se realizará por medio del Hijo: él llevará a cabo la purificación de los pecados e irá a sentarse a la diestra de la majestad en lo más alto de los cielos. El autor insiste en la dignidad del Hijo, que es superior a la de los ángeles. Jesús es un humilde hijo de la humanidad, pero, en realidad, es el Hijo de Dios superior a los ángeles. Dios no dijo nunca a ningún ángel: «Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado», pero sí se lo dice a este niño. Y afirma también “Yo seré para él un padre, él será para mí un hijo”, y «Que todos los ángeles de Dios lo adoren». Y todos los ángeles están invitados a adorar a este niño, que está acostado, de una manera tan humilde, en un pesebre. El fragmento del Evangelio, muy rico en contenidos, recupera y desarrolla algunas afirmaciones de la Carta a los Hebreos, y completa la perspectiva con el tema fundamental de la acogida de este niño. Juan afirma que este niño es, en realidad, el Verbo de Dios, la Palabra de Dios, que estaba junto a Dios al principio, o sea, desde la eternidad. La Palabra es la expresión perfecta de Dios, por lo que también es Dios. Y nosotros proclamamos en el Credo: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero...».

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    El evangelista afirma que «todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe». La gloria de Jesús es una gloria plenamente divina: es creador, junto a Dios creador. Juan dice después: «En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres». La Palabra de Dios es la luz para nuestra vida. Si no la acogemos, permanecemos en la oscuridad, en las tinieblas, y no podemos seguir el camino adecuado. En este punto nace el problema de la acogida. Dios manifiesta su luz, quiere comunicar su vida; el Verbo se hace carne, asume una existencia humana, pero ¿qué acogida le hemos dispensado? Éste es el punto decisivo. Dios ha hecho todo el camino para venir a nosotros; pero nosotros debemos dar también algún paso para ir hacia él. «La luz brilló en las tinieblas —dice el evangelista—, y las tinieblas no la recibieron»; «vino a los suyos (= el pueblo elegido), y los suyos no la acogieron»; «el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció». ¡Qué tristeza ver que el amor de Dios, manifestado de una manera tan generosa, no encuentra una respuesta adecuada! Cada uno de nosotros debe plantearse esta pregunta: ¿Acojo de verdad en mi vida a este niño nacido en Belén, o bien vivo sin tener una relación real, auténtica, con él? Debemos acoger a este niño con fe, con esperanza y con amor; debemos dejarnos iluminar por él en nuestra vida y hacernos indicar el camino; debemos seguir este camino y no buscar nuestra felicidad en otra parte. «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios.» El Hijo de Dios se hace hombre para que nosotros podamos convertirnos en hijos de Dios. Nosotros ya lo somos por medio del bautismo, con el que hemos recibido una participación en la vida divina de Cristo nuestro Señor. «A los que creen en su nombre, los que no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne ni del deseo del varón, sino de Dios.» Aquí se refiere a una existencia espiritual. El que cree en el nombre de Jesús ha nacido de Dios. No se trata ya de una vida física, de una vida según la naturaleza humana, sino de una vida divina.

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   «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.» En esto consiste el misterio de la Encarnación. El evangelista alude, a continuación, al ministerio de Juan el Bautista, que se convierte en testigo de Jesús, para que todos crean por medio de él. Afirma: «El Bautista da testimonio gritando: “Este es aquél del que yo decía: El que viene detrás de mí existía antes que yo, porque está antes que yo”». Y a propósito de Jesús dice: «De su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia». Poniéndonos ante el niño de Belén, todos debemos reconocer que hemos recibido de su plenitud gracia tras gracia, y recibir continuamente multitud de gracias por medio de él. Nuestra vida queda iluminada, confortada y animada por la presencia del niño de Belén. Un niño que cambia todas nuestras perspectivas, nos abre a una esperanza verdadera, nos impulsa a una vida de amor generoso y nos revela a Dios, que es amor. El evangelista concluye: «Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo ha dado a conocer». El Hijo nos revela al Padre con un amor generosísimo, con un amor que le impulsa a dar hasta su propia vida por la salvación de los hombres. En este día de Navidad, junto con la acción de gracias, renovemos nuestra adhesión a Jesús, Hijo de Dios. Acojamos realmente a este niño en nuestra vida. Acojámoslo con decisiones que estén inspiradas por él y que vayan todas ellas en el sentido de la paz, de la concordia, del perdón, de la justicia y de la caridad. Elevación Espiritual para este día. Alégrese la esposa amada por Dios. He aquí al esposo mismo, que avanza hacia nosotros. A nosotros, creyentes, el Esposo se nos presenta siempre bello. Bello es Dios, Verbo junto a Dios; bello en el seno de la Virgen, donde no pierde la divinidad y asume la humanidad; bello es el Verbo nacido niño, porque mientras era bebé, mientras mamaba la leche, mientras era llevado en brazos los cielos han hablado, los ángeles han cantado alabanzas, la

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   estrella ha señalado el camino a los Magos, ha sido adorado en el pesebre, alimento para los mansos. Es bello, pues, en el cielo, bello en la tierra; bello en el seno, bello entre los brazos de sus padres; bello en los milagros, bello en el suplicio; bello en el invitar a la vida, bello en el no preocuparse de la muerte; bello en el abandonar la vida y bello en el recuperarla, bello en la cruz, bello en el sepulcro, bello en el cielo. Escuchad, pues, el cántico sin apartar jamás vuestros ojos del esplendor de su belleza. Reflexión Espiritual para el día. El sentido de la fiesta navideña es la Palabra, de la que el himno de Juan (cf. Jn 1) dice que al principio estaba junto a Dios. De esta Palabra se dice también que se hizo carne y habitó entre nosotros. Este es el acontecimiento que celebramos cada año en Navidad: Dios ha venido a nosotros. El nos quita la falta e sentido y las monótonas repeticiones de nuestra vida cotidiana. El mismo es el sentido que da contenido a nuestra vida. Estamos acostumbrados a traducir así la primera frase del evangelio de Juan: «En el principio ya existía la Palabra». Pero el término griego logos que se encuentra en nuestro texto, es mucho más amplio. Logos no connota tanto a la pura palabra sino más bien el sentido que viene expresado mediante la palabra. En logos, sentido y palabra son inseparables: el sentido, pues, que captamos en cualquier acontecimiento, supera siempre el episodio concreto que puede ser expresado solamente con palabras. Si uno dice: «Te deseo muchas felicidades» o «Feliz Navidad», no se dirige cordialmente a otro solamente en este momento, sino que con estas palabras expresa algo que trasciende el momento. Así cada sentido supera el momento y el concreto evento en que se produce el encuentro. Cuando en Navidad oímos decir: «Nos ha nacido un niño», pensamos en el Niño del pesebre y en todos los demás niños, si bien diferenciándolo de todos, porque él no ha nacido sólo para sus padres, sino también para todos nosotros. También así el sentido del acontecimiento supera siempre el episodio particular, a través del cual ha entrado en nuestra vida. Quien ve sólo lo que tiene ante los ojos no capta el sentido, ni el de la Navidad ni el de la vida en general. El sentido, es decir, la profundidad de la realidad que constituye su contenido. Y porque el sentido de cada acontecimiento trasciende lo que está ante los ojos, para captarlo tenemos necesidad de la palabra.

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    Si ahora decimos que: «En el principio era el Sentido», queremos expresar que en el principio era lo que da contenido y significado a toda vida. Esta es la profundidad de la realidad, de la que se habla cuando se usa la Palabra de Dios. Este sentido último, que confiere contenido y significado a cualquier otro evento, ha sido participado al mundo en el acontecimiento de Navidad. El rostro de los personajes, pasajes Y narraciones de la Sagrada Biblia: Quirino. «Por aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo el mundo. Este es el primer censo que se hizo siendo Quirino gobernador de Siria» (Lc 2,1-2). Así se abre el Evangelio de la misa de la noche de Navidad. Pieter Brueghel el Viejo, en un cuadro pintado en 1.566, que se guarda en el Museo de Bellas Artes de Bruselas, ha representado la afluencia a Belén, inmersa en la nieve, de una apretada muchedumbre de comerciantes, campesinos, andrajosos, para registrarse según un censo que tenía en cuenta las raíces de la persona, es decir, los núcleos de origen de las familias, una práctica certificada en el Egipto romano, aunque predominaba el censo residencial. Quien ordenaba esta operación censal sería el gobernador de Siria, Publio Sulpicio Quirino que, según el historiador romano Tácito (en sus Anales), nació en Lanuvio, una de las fortalezas romanas. Otro documento, el Monumentum Ancyranum, el testamento político que el emperador Augusto había hecho tallar en el templo dedicado a él en Ancyra (la actual Ankara), refiere que en 12 a.C. Quirino llegó a ser cónsul. Ahora bien, en cuanto al censo, que nos permitiría situar el nacimiento de Cristo en una fecha determinada, hay una dificultad grave. El único censo documentado de Quirino en Palestina se llevó a cabo en 6-7 d.C., cuando Jesús debía de tener por lo menos doce años. Sabemos que los Evangelios afirman que Jesús nació bajo Herodes el Grande, que murió en el 4 a.C. Por consiguiente se considera que la fecha del nacimiento de Cristo haya que fijarla alrededor del 6 a.C. ¿Y el censo de Quirino? Se proponen dos soluciones. Para algunos, Lucas, que otras veces se había revelado atento a la historia, o bien confundió las fechas o quiso recordar el nacimiento de Cristo en aquel acontecimiento censal importante, para poner en relación a Jesús con el Imperio romano afirmando el relieve universal de aquel nacimiento. Por lo tanto se trataría

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   de una relectura teológica, ajena a rígidas y rigurosas preocupaciones historiográficas. Hay otra propuesta, sin embargo, que han apoyado algunos estudiosos atentos a resaltar esa observación particular de Lucas: era el «primer censo» de Quirino, Augusto habría proyectado un plan global censal destinado a incluir a todo el imperio. En el 7-6 a.C. le habría correspondido también al reino de Herodes. Sería un censo de tipo administrativo más que fiscal (siendo Herodes «rex socius et amicus» de Augusto), relacionado con un juramento de fidelidad al emperador y conducido según el método de tribus y no residencial por razones de respeto a las tradiciones locales. Quien lo ejecutaría sería precisamente Quirino, que en aquel momento administraba con un cargo especial la legación de Siria, siendo el gobernador de entonces Sancio Saturnino, comprometido en una dura guerra contra los armenios. Cuando llegue a ser responsable legítimamente de Siria, de la que dependía Palestina, Quirino ordenará un segundo censo, el más conocido y documentado del 6-7 d.C. Lo cierto es que, por encima de las cuestiones históricas, Lucas ve en el nacimiento de Jesús un acontecimiento de ecos universales e incidencia en la historia de la humanidad.+