2010. tragedia Ática y democracia

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TRAGEDIA ÁTICA Y DEMOCRACIA Ernesto Castro Córdoba La tragedia ática tiene su esencia en la democracia, y viceversa: en ambos casos la encarnación mimética de la colectividad en el individuo sustrae su actividad a la realidad política subyacente. En sus acciones, Edipo suscita los sentimientos estéticos (el temor y la compasión), del mismo modo que Pericles es objeto de los sentimientos políticos en sus decisiones (respeto, fidelidad y admiración). El último representa la voluntad de la multitud que desea ser realizada, mientras que el primero surge de la proyección de los males endémicos de la democracia sobre el chivo expiatorio del pasado: el ya derrocado orden aristocrático que debe aparecer, ante los ojos de la nueva multitud constituyente de la democracia, como el paroxismo de un individualismo destructor e impío. A pesar de su aparente contraposición, tanto Pericles como Edipo son la imagen de una proyección que involucra un pacto de veracidad: la multitud deposita su poder en el dirigente político aguardando en sus actos fidelidad hacia los ideales democráticos, del mismo modo que en la representación teatral se establece un pacto tácito no explícito de verosimilitud por parte del espectáculo y credulidad por parte del espectador. Ahora bien, la tragedia cifra toda su dimensión pedagógica y metapolítica en evitar esta asociación entre el dirigente político y el protagonista escénico, esto es: en la veladura de sus fundamentos metafísicos. Es característico de la democracia carecer de otro fundamento que no sea el desideratum de la amplia mayoría, y de otra metafísica que no sea puramente retórica, esto es, que venga a suscitar la participación sentimental de las multitudes. En este sentido, es digno de destacar el hecho de que no tengamos noticias de tragedias acerca de la consagración histórica de la democracia. Podríamos afirmar, en consecuencia, que el teatro es el reflejo crítico e interrogante de la democracia que, al mismo tiempo que pone en tela de juicio el papel agente del ser humano, lejos de consagrar el reconocimiento de su fundamento metapolítico, proyecta ideológicamente sus males endémicos sobre tiempos más remotos de carácter mitológico. Tanto en el caso de la tragedia como en el

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TRAGEDIA ÁTICA Y DEMOCRACIA

Ernesto Castro Córdoba

La tragedia ática tiene su esencia en la democracia, y viceversa: en ambos casos la encarnación mimética de la colectividad en el individuo sustrae su actividad a la realidad política subyacente. En sus acciones, Edipo suscita los sentimientos estéticos (el temor y la compasión), del mismo modo que Pericles es objeto de los sentimientos políticos en sus decisiones (respeto, fidelidad y admiración). El último representa la voluntad de la multitud que desea ser realizada, mientras que el primero surge de la proyección de los males endémicos de la democracia sobre el chivo expiatorio del pasado: el ya derrocado orden aristocrático que debe aparecer, ante los ojos de la nueva multitud constituyente de la democracia, como el paroxismo de un individualismo destructor e impío. A pesar de su aparente contraposición, tanto Pericles como Edipo son la imagen de una proyección que involucra un pacto de veracidad: la multitud deposita su poder en el dirigente político aguardando en sus actos fidelidad hacia los ideales democráticos, del mismo modo que en la representación teatral se establece un pacto tácito no explícito de verosimilitud por parte del espectáculo y credulidad por parte del espectador. Ahora bien, la tragedia cifra toda su dimensión pedagógica y metapolítica en evitar esta asociación entre el dirigente político y el protagonista escénico, esto es: en la veladura de sus fundamentos metafísicos. Es característico de la democracia carecer de otro fundamento que no sea el desideratum de la amplia mayoría, y de otra metafísica que no sea puramente retórica, esto es, que venga a suscitar la participación sentimental de las multitudes. En este sentido, es digno de destacar el hecho de que no tengamos noticias de tragedias acerca de la consagración histórica de la democracia. Podríamos afirmar, en consecuencia, que el teatro es el reflejo crítico e interrogante de la democracia que, al mismo tiempo que pone en tela de juicio el papel agente del ser humano, lejos de consagrar el reconocimiento de su fundamento metapolítico, proyecta ideológicamente sus males endémicos sobre tiempos más remotos de carácter mitológico. Tanto en el caso de la tragedia como en el de la democracia, la representación debe ser más real que lo real mismo representado: el teatro de las operaciones no coincide con su fundamento. La representación es, en este sentido, un dispositivo de sustitución de lo real por medio de su imitación; toda una subrepción estético-política, donde la imagen pasa a ocupar el lugar de la realidad representada. En la tragedia “se presenta a una muchedumbre de espectadores que tienen en el coro su contraimagen o que tienen en él más bien su propia representación que se expresa”1 mientras la colectividad real permanece en el silencio del discípulo adoctrinado. El papel del coro cumple en la tragedia, lejos de suponer la participación activa de la multitud en los acontecimientos, la representa, esto es, la presupone como objeto de mimesis, pero no la lleva a cabo. La colectividad permanece durante el espectáculo en el silencio del discípulo adoctrinado siendo espectador de su propia constitución histórica. A la alienación sentimental de la colectividad le corresponde en la orquesta su “contraimagen”, de carácter profundamente ideológico, como consejera e inquisidora en la caída del poder aristocrático. Los diálogos entre la escena y el corifeo son toda una pugna agónica entre el gobierno del δήμος y el pasado aristocrático. Lo que la tragedia pone aquí en cuestión es la autonomía del sujeto constituyente de la aristocracia, mediante la muestra de su caída en la endogamia y la violencia doméstica, propiciada en buena medida por haber desoído los consejos del coro, esa multitud deudora de los hábitos y las costumbres, sobre los cuales debe apoyarse el derecho positivo de la nueva democracia, una colectividad que hace llamamientos a la prudencia (σωφροσύνη). Así, democracia y tragedia se coimplican, de tal modo que cada uno de ellos constituya el

1 G. W. F. Hegel: Fenomenología del espíritu, ed. FCE, México, 1982, pp. 426s.

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fundamento irrepresentable del otro. Tanto en la democracia como en la tragedia aquello que se muestra sobre la escena se refiere siempre a algo que bien está a la vista de todos (el espectador, representado en el coro) o que se vela (la muerte que siempre acontece entre bambalinas 2) y que corresponden a aquello que interroga y a la única respuesta que le queda al héroe. Es un hecho histórico el que a la paulatina desaparición de la primacía coral y festiva en el teatro le corresponde una mayor exhibición de los cadáveres gracias al desarrollo de la maquinaria. Este es el caso del ekkyklema, una plataforma giratoria ingeniada en el periodo helénico que permitía que los cadáveres de la tramoya salieran a plena vista de los espectadores.

Lo que el teatro vela, ante todo, es el trasfondo democrático del personaje de Edipo, hijo de sus propios actos, quien no respeta ninguna jerarquía patriarcal. La ascensión y posterior caída de este personaje hace honor a la meritocracia alabada por Pericles en el discurso fúnebre: “para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos.”3 Del mismo modo, el personaje de Sófocles encarna a la perfección la sinergia entre pensamiento y acción que el político ateniense considera como característico de Atenas. Los atenienses no consideran “las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso. Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da temeridad y la reflexión les implica demora.”4 En efecto: Edipo decreta un castigo para el causante de la peste sin temor no conocer quién será el designado por el oráculo como chivo expiatorio de los males colectivos, poniendo por un momento todo privilegio en suspensión. Se produce una homogeneización de la sociedad en el momento en que cualquiera podría ser el culpable. Del mismo modo que el desconocimiento acerca de las consecuencias de sus actos no supone una rémora para la acción, tampoco el conocimiento es otra cosa que un acicate a la hora de actuar. Se podría decir que en Edipo cada pensamiento es acompañado inmediatamente por el acto. Sólo cabe recordar el decisivo: tras conocer el cumplimiento de su destino actúa en consecuencia automutilándose catárticamente, obteniendo como contrapartida la ceguera propia del adivino. Edipo, hombre de acción y de conocimiento, a quien de hecho es el impulso por saber lo que le conduce definitivamente a la tragedia.

El incesto edípico supone la disolución de las formas de organización aristocrática fundamentadas en la herencia directa de los privilegios y las propiedades en virtud del γένος. La generalización de las relaciones incestuosas pueden en cualquier momento conducir a una indiferenciación social, análoga a la homogeneización democrática de las relaciones de poder. En cierto modo la peste que asola Tebas es un signo de la democracia, suscitada por la violación del orden aristocrático en toda su intimidad familiar. Allí donde para la organización social es del todo indiferente el origen, bien puede darse una confusión acerca de la verdadera procedencia de los habitantes. Cualquiera, en definitiva, podría ser hijo de Edipo desde el momento en que la sociedad democrática impone que el sujeto sea ante todo y en primer lugar hijo de su polis, a la que debe su vida y esfuerzo por encima de cualquier interés o vínculo privado. De hecho, si Clitmenestra simboliza la madre patria, no puede caber la menor duda acerca de la velada identificación entre Pericles y Edipo como padres de la homogeneización social democrática. De nuevo, el problema de la tragedia edípica es el mismo que el de la 2 Una excepción a la regla es la tragedia Ayax, donde el protagonista, desesperado, se arroja sobre su propia espada tras un largo monólogo, a plena vista del público. No conocemos ninguna explicación a esta anomalía salvaje, ni tampoco nos podemos imaginar la brutalidad de su representación.3 Tucidides: Historia de la guerra del Peloponeso, II, 37.4 Tucidides: Historia de la guerra del Peloponeso, II, 40.

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democracia ateniense: la existencia de más de un pretendiente para el mismo puesto social en igualdad de condiciones y derechos. Allí donde no se establecen jerarquías de sangre cualquiera está en la posición de exigir su derecho al poder soberano. Ello conduce finalmente a la lucha fratricida por el poder y, en el caso de Edipo, al parricidio. En este personaje se produce toda una encarnación conceptual del doble vínculo (double bind) del psicoanálisis. Según el psicoanálisis, el padre establece con el hijo un vínculo contradictorio de imitación por medio de la enseñanza. La orden del padre es “sigue mi modelo” pero al mismo tiempo “no me sustituyas”. Esto es: la imitación del modelo debe ser imperfecta, para evitar una total identificación que iría en detrimento del padre en tanto individuo (aunque no en tanto detentor de ciertos valores y propiedades). La muestra más perfecta de la imitación del modelo del padre conduce a su sustitución por un hijo idéntico a él que ocupe sus funciones. No cabe la menor duda: el hijo obediente no puede ser menos que un parricida. Ahora es el momento de cuestionarnos acerca de la figura de Edipo como un hijo que cumple celosamente con el deber paterno y de la democracia, concebida como el gobierno de un solo hombre (Pericles), en su relación de sustitución con el gobierno de los γένοι como su continuación por otros medios.

Así mismo, por medio de este regreso incestuoso a la escena primordial, Edipo trastoca la estructura épica del relato. La declaración fundamental que ha de realizar el héroe homérico no es otra que la declamación de su ascendencia, tanto en el momento de la llamada al combate singular en la Iliada, como en el momento en que el extranjero revela su identidad en medio del banquete hospitalario en la Odisea. Esta declamación Edipo la torna problemática, cuando no imposible, desde el momento en que un sujeto es al mismo tiempo hijo y asesino de su padre, hermano y padre de sus hijos. Complementariamente, la tragedia genera nuevos cauces estilísticos para la narración de carácter nuevamente democrático. Sobre la escena de la tragedia se expresan, sin mediación, personajes de todo extracto social y condición (pensemos en el mensajero o en el corifeo), que toman la palabra en virtud del derecho del δήμος a participar en la toma de decisiones. Hegel ya apuntaba esta característica fundamental de la tragedia que consiste en la simultaneidad de la acción y la narración en la figura del protagonista que va relatando su tragedia a medida que sucede en un mismo gesto de apropiación del destino trágico. “Es el mismo héroe -escribe el filósofo- quien habla y la representación muestra al auditor, que es al mismo tiempo espectador, hombres autoconscientes que conocen y saben decir su derecho y su fin, la fuerza y la voluntad de su determinación.”5 En el teatro el protagonista se apropia de su propio destino en un nivel metaliterario, en el momento en que posee plena autoridad, no sólo en la realización de los actos, sino de la reflexión que suscitan y que él mismo desgrana con una anterioridad tan sólo en ocasiones disputada con el coro, la otra gran figura de la tragedia, que representa ideológicamente la participación de la multitud en el ámbito de lo social. El diálogo trágico se articula como un conflicto agonal de preguntas y respuestas donde no se respeta más turno de palabra que el determinado por la urgencia del mensaje y la violencia de la expresión. Se trata de un modo de comunicación que no respeta el ritualizado y jerárquico orden del discurso estipulado por el círculo de los combatientes en la Iliada, donde para tomar la palabra se requería estar en posesión del cetro y hablar siempre en el centro del círculo, allí donde se colocaba el botín, esto es, adoptando la perspectiva del colectivo. En el poema homérico sólo los héroes se encuentran en posición de expresarse, mientras que el personaje anónimo está condenado bien, a ser referido como una formación masiva de combate, bien a aparecer en el momento de su muerte de manera fría y objetiva, como un nombre más dentro de una larga lista de víctimas alcanzadas por la furia guerrera del héroe. Sea como fuere, la totalidad del discurso se encuentra supeditado a una conciencia

5 G. W. F. Hegel: Fenomenología del espíritu, ed. FCE, Mexico, 1982, p. 425.

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colectiva proferida por boca del aedo en quien la Musa ha inspirado la memoria de los hechos singulares acontecidos. La forma característica de la épica es la advocación con la que invoca el poeta a su musa, del mismo modo que los guerreros se llaman al combate singular o el héroe suplica a los dioses por un hado propicio. Por contra, la forma característica de la tragedia no es otra que la inquietante pregunta formulada desde la orquesta por el corifeo. La relación entre la advocación y la pregunta es análoga a la existente entre la mitología y la tragedia, su contraimagen verdadera. La mitología es una respuesta sin que se haya producido la pregunta, una cosmovisión que tiene como función evitar la zozobra social por medio de una completa taxonomía de lo real avant la lettre. Por su parte la tragedia es una pregunta explícitamente formulada para la que no hay otra respuesta que el sacrificio del héroe. Sea como fuere, en ambos casos la memoria colectiva se sacia con la muerte del personaje singular.

A pesar de todo, el trasfondo democrático de Edipo va más allá de lo apuntado hasta ahora. La radicalidad del gesto edípico señalado por Freud no responde a la realización de un impulso subyacente de alcance universal, sino que posee en primer lugar una velada significación política todavía por investigar. Regresar al útero materno es un gesto de autoproducción a través del cual el héroe se hace, simbólicamente, hijo de sus propios actos y por tanto, detentor de su libertad, al mismo tiempo que, literalmente, se transforma en el padre de su destino que él mismo ha llevado, inconsciente pero libremente, hasta su consecución. Aristóteles ya apuntó que el sufrimiento de un personaje inocente puede suscitar un gran patetismo, pero nunca esa mezcla de terror y compasión característica de la tragedia. Lo fundamental aquí, de nuevo apuntado por Hegel, es que aunque las terribles consecuencias de sus actos no han sido intencionadas ni previstas por el héroe, éste no deja de ser del todo culpable: “Esto precisamente es la fuerza de los grandes caracteres, que no escogen, sino que desde sus mismos orígenes son ya profundamente lo que son y lo que hace… Al contrario: lo que realmente creen haber hecho es aquello que les da fama. De semejante héroe no se podría decir cosa peor que el que hubiera actuado inocentemente. Es el honor de los grandes caracteres ser culpable.”6

Aquello que convierte a Edipo en el paradigma de la tragedia es justamente el hecho de que la antinomia entre libertad y necesidad, el verdadero motor de la acción dramática, ya desde el principio habrá de resolverse por medio de la identificación de los dos polos de tensión. Libertad y necesidad son uno y lo mismo: el ejercicio de apropiación de su destino consiste en hacerse hijo de sus propios actos a través del incesto. Ahora bien: si el destino del héroe es la libertad, la ignorancia de su posesión es su condena. Es en el momento en que el héroe se considera derrotado por el destino, justo en el momento en que la tragedia parece poner en cuestión la autonomía del sujeto constituyente, cuando la emancipación del héroe se consuma mediante la catarsis que consiste en un modo de saber sobrellevar el destino a través de su sublimación. He aquí el núcleo de la tragedia: no sólo la disonancia entre acciones y consecuencias, fruto de la ignorancia respecto de las circunstancias concretas en las que podrá la realizarse la emancipación de un héroe que desea, en un primer momento, escapar a su destino, sino que, en términos generales, la acción que habrá de liberar al héroe de su destino es justamente la que conduce a su cumplimiento. En un determinado momento no se puede distinguir entre las acciones libremente llevadas a cabo y las determinadas por el hado. Del horror, que simplemente acontece, nadie en la escena deja de ser del todo culpable. Desde el corifeo, que inquiere constantemente con sus preguntas, hasta el mensajero, que trae de entre

6 G. W. F. Hegel: Filosofía del arte o Estética, ed. Abada, Madrid, 2006, p. 535.

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bambalinas la noticia de la muerte como única respuesta, todo el mundo ha participado en la tragedia.

Una vez el círculo se ha cerrado caemos en la cuenta de que la auténtica libertad que le queda al héroe no es un escapismo ante el destino, una huida que permita su elusión, sino un enfrentamiento cara a cara, una forma especial de apropiación que consiste en sobrellevar catárticamente el mismo. La emancipación es, ante todo, un modo de enfrentarse al destino de la libertad como responsabilidad ante las tomas de decisión acometidas. Esta es una de las enseñanzas fundamentales de la tragedia en el ámbito de una sociedad democrática: la ineluctabilidad del momento de decisión y la responsabilidad que de ello se deriva consiguientemente. El sujeto es llamado a la toma de decisiones y a hacerse responsable de sus consecuencias, llamada a la que no puede sustraerse el habitante de la polis democrática, a pesar de que todo ya esté determinado de antemano por la por fuerzas que escapan al control individual y que por momentos pueden se asemejan a la voluntad ciega de un Otro generalizado que, en el plano político, denominamos la mayoría.

Cabría establecer una distinción fundamental: libertad y autonomía en Atenas pertenecen a diferentes categorías de acuerdo con los usos y costumbres de la Grecia clásica. Como bien señaló Condocet y recogió Benjamin Constant en su discurso “Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, la libertad es comprendida como un derecho colectivo a participar en las actividades de la polis que emana de la independencia respecto de otros Estados.7 Por contra, la autonomía era comprendida como un deber, una exigencia de autocontrol de las pasiones o ενκρατεια, de acuerdo con el término medio sancionado por el νόμος, muy fundamentalmente en el ámbito privado, cuyos hábitos y ritos se encontraban perfectamente legislados. Aquello que representa la tragedia es la decadencia del modelo de organización social aristocrático en virtud de no saber conjugar los respectos de la libertad y la ενκρατεια. El desorden del héroe trágico se cifra fundamentalmente en la inconmensurabilidad de sus pasiones, que son perfectamente capaces de desestabilizar el orden familiar, piedra angular de la legislación clásica, y la tragedia no muestra sino escenas de violencia doméstica (cotidiana diríamos) elevadas al paroxismo del incesto o el parricidio. El héroe no participa, sino que se postula como fundador del orden social y su libertad se comprende en un primero momento como emancipación respecto de su destino, emancipación que finalmente termina realizándose coincidiendo con el momento de mayor frenesí, donde se desatan las pasiones. La libertad del héroe finalmente se concreta, no como la posibilidad de eludir el destino, sino de sobrellevarlo; se trata de una libertad catártica. La catarsis de Edipo se realiza por medio de la automutilación que conduce desde la ignorancia a la ceguera por el horror, mientras que Medea se libera en el momento en que da rienda suelta al frenesí destructor que terminará con la vida de sus dos hijos.

En definitiva, la expresión directa del héroe transforma el en si del designio divino en el para si del relato dramático. En líneas generales el teatro supone la apropiación de la memoria colectiva por un quién desde el que se proyecta un discurso que nunca más supone la interiorización del pathos divino a través la inspiración épica del aedo, sino todo lo contrario: la espiración de un íntimo gemido, proferido por el sujeto democrático momentos antes de la

7 Muy fundamentalmente participar en la defensa de esa libertad obtenida ante el enemigo en el combate. Pericles declara acerca de los difuntos de la Guerra del Peloponeso que “su libertad es su felicidad y su valor su libertad.” (Tucidides: Historia de la guerra del Peloponeso, II, 43.)

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expiración. A través de la tragedia, que pone en cuestión el papel agente del ser humano en el curso de los acontecimientos, la sociedad democrática se vuelve autoconsciente de sus limitaciones y, como diría Hegel, está por tanto dispuesta a sacrificarse. Sin embargo, habremos de decir que en este caso el sacrificio acometido por este espectáculo es meramente simbólico: al chivo expiatorio del orden aristocrático le corresponde en el plano subjetivo y sentimental la catástrofe de un personaje singular que conduce a la expurgación de las contradicciones psicológicas de un espectador que se debate entre el temor y la compasión, a medio camino entre la distancia del horror que no desea ser contemplado y la cercanía emocional de la piedad: esa identificación prerreflexiva con el ser sintiente que sufre, en términos rousseaunianos. Esta catarsis permite al espectador sustraerse de todo compromiso político con la realidad representada. Hablamos claro está, desde una perspectiva contemporanea, en la era en que, ante la tragedia, el espectador se tapa la cara pero deja una rendija entre los dedos. He aquí su máscara: las manos que aseguran la contemplación anónima, sin comprometer ninguna responsabilización con lo que acontece en escena. Su alienación consiste, paradójicamente, en no percibir la extrañeza del horror como algo inusual y ajeno, que la representación habría de mostrar en su gratuituidad y contingencia histórica, sino justamente en asumirlo complacientemente como un destino de naturaleza aparentemente romántica y pseudo-heroica. La función política de la tragedia consiste entonces en volver usual lo inhóspito, enseñando a aceptar lo contingente como necesario, transformando en usual lo extraordinario, neutralizando la potencia transformadora que supondría una la colectividad indignada ante el sufrimiento de los demás, mediante la sobreexplotación sentimental que conduce del sobresalto a la contemplación y de la contemplación a la indiferencia. La tragedia, en tanto justificación de violencia doméstica y la miseria cotidiana, elevada al paroxismo de las relaciones incestuosas y el parricidio, cifra toda su efectividad política en ser contemplada exclusivamente desde una perspectiva estética. He aquí la radicalidad del gesto revolucionario de Diógenes de Sinope, quien acudía al teatro de Atenas una vez que había terminado la obra para interponerse en el camino, y así impedir el escapismo de los asistentes, forzándoles a permanecer en el espacio de la purificación una vez el acontecimiento ha sucedido: se trata –barruntamos- de una voluntad de desenmascarar al actor, contemplar la tramoya y dirigir la mirada inquisitiva al hasta ahora paciente espectador.