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2º Domingo Cuaresma-B - 1 - 2º DOMINGO DE CUARESMA En el segundo domingo de Cuaresma la Palabra de Dios define el camino que el verdadero discípulo debe seguir para llegar a la vida nueva: es el camino de la escucha atenta de Dios y de sus proyectos, el camino de la obediencia total y radical a los planes del Padre. El Evangelio relata la transfiguración de Jesús. Recurriendo a elementos simbólicos del Antiguo Testamento, el autor nos presenta una catequesis sobre Jesús, el Hijo amado de Dios, que va a resumir su proyecto liberador en favor de los hombres a través de la donación de la vida. A los discípulos, desanimados y asustados, Jesús les dice: el camino de la entrega de la vida no lleva al fracaso, sino a la vida plena y definitiva. Seguidlo vosotros también. En la primera lectura se presenta la figura de Abraham como paradigma de una actitud ante Dios. Abraham es el hombre de fe, que vive en una constante escucha de Dios, que acepta las llamadas de Dios y que responde con una obediencia total (incluso cuando los planes de Dios parecen ir contra sus sueños y proyectos personales). En esta perspectiva, Abraham es el modelo de creyente que descubre el plan de Dios y lo sigue de todo corazón. La segunda lectura recuerda a los creyentes que Dios les ama con un amor inmenso y eterno. La mejor prueba de ese amor es Jesucristo, el Hijo amado de Dios que murió para enseñar al hombre el camino de la vida verdadera. Siendo así, el cristiano nada tiene que temer y debe afrontar la vida con serenidad y esperanza.

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2º DOMINGO DE CUARESMA

En el segundo domingo de Cuaresma la Palabra de Dios define el camino que el verdadero discípulo debe seguir para llegar a la vida nueva: es el camino de la escucha atenta de Dios y de sus proyectos, el camino de la obediencia total y radical a los planes del Padre.

El Evangelio relata la transfiguración de Jesús. Recurriendo a elementos simbólicos del Antiguo Testamento, el autor nos presenta una catequesis sobre Jesús, el Hijo amado de Dios, que va a resumir su proyecto liberador en favor de los hombres a través de la donación de la vida. A los discípulos, desanimados y asustados, Jesús les dice: el camino de la entrega de la vida no lleva al fracaso, sino a la vida plena y definitiva. Seguidlo vosotros también.

En la primera lectura se presenta la figura de Abraham como paradigma de una

actitud ante Dios. Abraham es el hombre de fe, que vive en una constante escucha de Dios, que acepta las llamadas de Dios y que responde con una obediencia total (incluso cuando los planes de Dios parecen ir contra sus sueños y proyectos personales). En esta perspectiva, Abraham es el modelo de creyente que descubre el plan de Dios y lo sigue de todo corazón.

La segunda lectura recuerda a los creyentes que Dios les ama con un amor inmenso y eterno. La mejor prueba de ese amor es Jesucristo, el Hijo amado de Dios que murió para enseñar al hombre el camino de la vida verdadera. Siendo así, el cristiano nada tiene que temer y debe afrontar la vida con serenidad y esperanza.

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PRIMERA LECTURA

Lectura del Libro del Génesis

22, 1-2.9a.15-18. En aquel tiempo Dios puso a prueba a Abrahán llamándole: — ¡Abrahán!

El respondió: — Aquí me tienes.

Dios le dijo: — Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac,

y vete al paísde Moría y ofrécemelo allí en sacrificio,

sobre uno de los montes que yo te indicaré.

Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios,

Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña,

luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña.

Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo;

pero el ángel del Señor gritó desde el cielo:

— ¡Abrahán, Abrahán !

El contestó: — Aquí me tienes.

Dios le ordenó:

— No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. ahora sé

que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.

Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza.

Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.

El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo:

— Juro por mi mismo— oráculo del Señor—: Por haber hecho eso,

por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré,

multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo

y como la arena de la playa.

Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas.

Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia,

porque me has obedecido.

Palabra de Dios.

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1.1. Ambientación

La primera lectura de hoy forma parte de un bloque de textos a los que se da el nombre literario de “tradiciones patriarcales” (cf. Gn 12-36). Se trata de un conjunto de relatos singulares, originariamente independientes unos de otros, sin gran unidad y sin carácter de documento histórico. En esos capítulos aparecen, de forma indiferenciada, “mitos de los orígenes” (describen la “toma de posesión” de un lugar por el patriarca del clan), “leyendas cultuales” (narraban cómo un dios se había aparecido en ese lugar al patriarca del clan), indicaciones más o menos concretas sobre la vida de los clanes nómadas que circulaban por Palestina durante el 2º milenio, y reflexiones teológicas posteriores destinadas a presentar a los creyentes israelitas modelos de vida y de fe.

El relato del sacrificio de Isaac (Gn 22) es una “leyenda cultual”. Nació, probablemente, en un santuario del sur del país, mucho antes de que los patriarcas bíblicos se hubieran instalado en la zona. La leyenda primitiva contaba cómo en un lugar sagrado (el texto sugiere que ese lugar se llamaría “El Yreêh”) el dios allí adorado había salvado a un niño destinado a ser ofrecido en sacrificio (en el mundo de los cananeos, los sacrificios humanos eran relativamente frecuentes). A partir de ahí, en ese lugar, los sacrificios de niños habrían sido sustituidos por sacrificios de animales. Fue esa la primera etapa de la tradición que hoy se nos presenta.

En una segunda fase, esta historia primitiva fue aplicada a la figura de Abraham, cuando el clan de Abraham se instaló en la zona. El padre cananeo de la primitiva historia, que llevaba al hijo para ser ofrecido en sacrificio, fue identificado con el patriarca Abraham. La tradición acabó por englobar en un solo clan el de Abraham y el clan de Isaac. Isaac se convirtió así en el hijo destinado al sacrificio del que hablaba la vieja leyenda pre-israelítica.

En una tercera fase, los teólogos elohístas (siglo VIIIº antes de Cristo) aceptaron la antigua leyenda cultual y la pusieron al servicio de su catequesis. En la reflexión de los catequistas de Israel, la antigua leyenda cultual de “El Yreêh” se convirtió en una catequesis sobre una “prueba” en la que el justo Abraham manifestó su obediencia radical y su confianza en Elohím.

Por último, un redactor pos-elohísta añadió al texto otros elementos de carácter teológico. Fue, ciertamente, el que unió la leyenda del sacrificio de Isaac con el monte santo de los sacrificios del Templo de Jerusalén; fue él, también, el que añadió a la historia la idea de que el comportamiento de Abraham para con Dios mereció una recompensa y que esa recompensa, en el futuro, se derramaría sobre los descendientes de Abraham. 1.2. Mensaje

En el inicio de la narración (v. 1) aparece un verbo que presidirá todo el relato y va a definir el sentido que los catequistas elohístas atribuían a esta historia: el verbo “poner a prueba” (en hebreo “nassah”).

En el Antiguo Testamento, este verbo concuerda, con frecuencia, con los significados de “examinar”, “experimentar”, “demostrar”, “testar”. Luego se define lo que está en juego: Dios va a “someter a Abraham a una prueba”.

La idea de que Dios somete a su Pueblo o a los individuos particulares a “pruebas” es relativamente frecuente en el Antiguo Testamento. Estas “pruebas” sirven, normalmente, para que Dios pueda conocer el corazón de su Pueblo y porbar su fidelidad (cf. Dt 8,2). Son una

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forma que Dios tiene para comprobar que tal comunidad o tal persona es digna y es capaz de vivir una relación de especial comunión e intimidad con él. Abraham, con todo, no sabe que está siendo “probado”.

La “prueba” a la que Abraham es sometido es especialmente dramática: Yahvé le pide

que tome a Isaac, su único hijo y lo ofrezca en holocausto sobre un monte (v. 2). Isaac no es, solamente, el hijo único y amado de Abraham, si sólo fuera eso ya sería suficiente para hacer esta “prueba” tremendamente dura; pero Isaac es, también, el heredero de la promesa que Dios, continuamente, renovó a Abraham.

Isaac es la garantía de un futuro, de una descendencia numerosa que tomará posesión de la tierra; es la garantía de esas promesas que darán sentido a la peregrinación de Abraham desde que Dios le mandó dejar su tierra, su familia y la casa de sus padres. Abraham se encuentra ante un Dios que parece volver a tomar lo que ya había dado y cuya palabra de hoy parece desmentir la de ayer.

¿Por qué ese cambio de planes? ¿Cuáles son, en realidad, los designios de Dios? ¿Se puede confiar en un Dios que cambia de ideas de esta forma? ¿La apuesta de Abraham al dejarlo todo (cf. Gn 12) y aceptar el reto que Dios le hace, fue una buena opción? La verdadera “prueba” es esta. Es el absurdo de una exigencia que niega la propia historia de salvación; es el continuar esperando en un Dios que, en un instante, parece querer destruir los sueños que él mismo había generado; es continuar confiando en un Dios que se contradice y que parece, de repente, olvidar todo lo que había prometido; es el impás, la oscuridad, el sufrimiento en que Abraham de repente se halla; es el ser invitado a lanzarse a ciegas por un camino oscuro e incomprensible.

¿Cómo va a reaccionar Abraham ante esta tremenda “prueba”? De principio a fin, Abraham no abre la boca a no ser para decir “aquí estoy” (v. 1-11), expresión de disponibilidad total delante de Dios. Por lo demás, Abraham no discute, no argumenta, no intenta obtener respuestas para ese drama incomprensible que parece hipotecar todo lo que Dios le había prometido. Abraham procede, nada más. Se levanta de madrugada, prepara las cosas para el holocausto, se pone en camino. Ya en el “monte del sacrificio”, Abraham construye el altar, ata a la víctima y coge el cuchillo para matar al hijo. El silencio de Abraham, la inmediatez de la respuesta y la forma de actuar, muestran la entrega, la confianza absoluta en Dios, la obediencia llevada hasta las últimas consecuencias.

Recorrido el largo y angustioso camino de la “prueba”, llega finalmente el momento en el que Dios, a través de la voz de su mensajero, hace balance y constata el resultado. La “prueba” ha acabado: todo el comportamiento de Abraham a lo largo de esta “crisis” testimonia que “teme al Señor” (v. 12). La expresión, frecuente en el Antiguo Testamento, traduce, por un lado, la reverencia y el respeto y, por otro lado, la pronta obediencia a la voluntad divina, la confianza inamovible en Dios que no falla, la humilde renuncia a los propios criterios, la adhesión incondicional a la voluntad de Dios, la aceptación plena de las proposiciones y mandamientos de Dios.

Nuestra historia termina con una referencia a la “recompensa” ofrecida por Dios. La obediencia de Abraham generará plenitud de vida y de dones divinos (bendición), una descendencia numerosa “como las estrellas del cielo o como la arena de la playa” y la posesión de la tierra (v. 17). Lo más interesante es la indicación de que la obediencia del “justo” Abraham tendrá alcance universal y producirá bendición para “todas las naciones de la tierra”.

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En esta “catequesis” la intención fundamental del autor no es decirnos quién es Dios y cómo actúa (por eso, no preguntamos al texto si, en realidad, los métodos de Dios pasan por someter al hombre a pruebas inhumanas). La historia del sacrificio de Isaac está destinada, sobre todo, a proponernos la actitud que el creyente debe asumir ante Dios. Abraham es presentado como el prototipo de creyente ideal, que sabe escuchar a Dios y acoger sus proyectos con obediencia incondicional, con confianza total. Incluso aunque las propuestas de Dios resulten incomprensibles o que los retos de Dios interfieran con los proyectos del hombre, el creyente ideal debe acoger los planes de Dios y realizarlos con fidelidad. Fue para dejar esta enseñanza a sus con ciudadanos, lección que sirve, naturalmente, para los creyentes de todos los tiempo, para lo que los teólogos elohístas fueron a buscar esta vieja leyenda. 1.3. Actualización

El comportamiento que Abraham tiene en esta “crisis” revela, antes de nada, el lugar absolutamente central que Dios ocupa en su existencia. Dios es, para Abraham, el valor máximo, la prioridad fundamental; por eso, Abraham se muestra dispuesto a hacer a Dios un don total e irrevocable de sí mismo, de su familia, de su futuro, de sus sueños, de sus aspiraciones, de sus proyectos, de sus intereses. Para Abraham, nada cuenta tanto como los planes de Dios, cuando estos están en juego. En la vida del hombre de nuestro tiempo, no siempre Dios ocupa el lugar central que le es debido. Con frecuencia, el dinero, el poder, la carrera profesional, el reconocimiento social, ocupan el lugar de Dios y condicionan nuestras opciones, nuestros intereses, los valores que nos orientan. Abraham, el creyente para quien Dios es la coordenada fundamental alrededor de la cual toda la vida se construye, nos invita, en esta Cuaresma, a revisar nuestras prioridades y a dar a Dios el lugar que se merece.

En su relación con Dios, el creyente Abraham manifiesta una amplia gama de “cualidades”, reverencia, respeto, humildad, disponibilidad, obediencia, confianza, amor, fe, que le definen como el creyente “ideal”, el modelo para los creyentes de todos los tiempos. En este tiempo de preparación para la Pascua, son estas las “cualidades” que se nos proponen. Es necesario que realicemos un camino de conversión que nos haga estar más atentos y disponibles para acoger y para vivir en fidelidad los planes de Dios.

El creyente Abraham nos enseña, también, a confiar en Dios, incluso cuando todo parece caerse a nuestro alrededor y cuando los caminos de Dios se revelan extraños e incomprensibles. Cuando nuestros proyectos se desmoronan, cuando las nubes negras de la guerra, de la violencia, de la opresión se levantan en el horizonte de nuestra existencia, cuando el sufrimiento nos lleva a la desesperación, es preciso continuar caminando con serenidad, confiando en ese Dios que es nuestra esperanza y que tiene un proyecto de vida plena para nosotros y para el mundo.

La idea de que la obediencia de Abraham es fuente de vida para él, para su familia y para “todas la naciones de la tierra”, debe ser una especie de “sello de garantía” que atestigua la validez de este camino. Hacer de Dios el centro de la propia existencia es renunciar a los propios criterios e intereses para cumplir los planes de Dios; no es una esclavitud, sino un camino que nos garantiza (a nosotros y a nuestros hermanos) el acceso a la vida plena y verdadera.

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Salmo responsorial

Salmo 115, 10.15-19

V/. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.

R/. Caminaré en presencia del Señor,

en el país de la vida. V/. Tenía fe, aun cuando dije:

«Qué desgraciado soy.»

Mucho le cuesta al Señor

la muerte de sus fieles. R/. Caminaré en presencia del Señor,

en el país de la vida. V/. Señor, yo soy tu siervo,

siervo tuyo, hijo de tu esclava:

rompiste mis cadenas.

—Te ofreceré un sacrificio de alabanza,

invocando tu nombre, Señor. R/. Caminaré en presencia del Señor,

en el país de la vida. V/. Cumpliré al Señor mis votos,

en presencia de todo el pueblo;

en el atrio de la casa del Señor,

en medio de ti, Jerusalén.

R/. Caminaré en presencia del Señor,

en el país de la vida.

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SEGUNDA LECTURA

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos

8, 31b-34.

Hermanos:

Si Dios está con nosotros,

¿quién estará contra nosotros ?

El que no perdonó a su propio Hijo,

sino que lo entregó a la muerte por nosotros,

¿cómo no nos dará todo con Él?

¿Quién acusará a los elegidos de Dios?

Dios es el que justifica.

¿Quién condenará ?

¿Será acaso Cristo que murió,

más aún, resucitó y está a la derecha de Dios,

y que intercede por nosotros?

Palabra de Dios.

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2.1. Ambientación

Cuando Pablo escribe a los Romanos, está terminando su tercer viaje misionero y se prepara para ir a Jerusalén. Había terminado su misión en oriente (cf. Rom 15,19-20) y quería llevar el Evangelio al occidente. Dirigiéndose por carta a los Romanos, Pablo aprovecha para contactar con la comunidad cristiana de Roma y para presentar a sus miembros los principales problemas que le preocupaban (entre los cuales sobresalía la cuestión de la unidad, un problema muy presente en la comunidad cristiana de Roma, afectada por algunos problemas de relación entre judeo-cristianos y pagano-cristianos). Estamos en el año 57 ó 58.

En la primera parte de la Carta a los Romanos (cf. Rom 1,18-11,36), Pablo va a llamar la atención a los cristianos divididos para que vean que el Evangelio es la fuerza que congrega y que salva a todo creyente, sin distinción de judío, griego o romano. Aunque, el pecado sea una realidad universal, que afecta a todos los hombres (cf. Rom 1,1-3,20), la “justicia de Dios” da vida a todos, sin distinción (cf. Rom3,1-5,11); y es en Jesucristo donde esa vida se comunica y transforma al hombre (cf. Rom 5,12-8,39). Los creyentes deben, por tanto, hacer la experiencia del amor de Dios que les une y alegrarse por ese plan de salvación que Dios quiere ofrecer a todos. Acoger la salvación que Dios ofrece, identificarse con Jesús y recorrer con él el camino del amor a Dios y de la entrega a los hermanos (vida “según el Espíritu”) no es, sin embargo, un camino fácil, de triunfos y de éxitos humanos; sino que es un camino que es preciso recorrer, muchas veces, en el dolor, en el sufrimiento y en la renuncia, enfrentándose a las fuerzas de la muerte, de la opresión, del egoísmo y de la injusticia.

A pesar de las barreras que es necesario vencer, de las nubes amenazadoras y de los mil desafíos que, día a día, le asaltan al creyente que sigue los caminos de Jesús, el cristiano puede y debe confiar en el éxito final. ¿Por qué?

En este himno de triunfo, apasionado y optimista, que exalta el amor de Dios (cf.

Rom 8,31-39), Pablo dice a los cristianos por qué deben tener confianza en el triunfo final. 2.2. Mensaje

La razón para la esperanza de los cristianos está en la certeza de que Dios ama a todos sus hijos con un amor inmenso y eterno. Él envía al mundo a Jesucristo, el Hijo único de Dios, que nos enseñó el camino de la vida plena y de la felicidad sin fin, que luchó hasta la muerte contra todo lo que oprimía y esclavizaba al hombre, es la “prueba” del inmenso amor de Dios por nosotros (v. 32).

Ahora, si Dios nos ama de esa forma tan intensa y tan total, nada ni nadie nos puede acusar, condenar, destruir o hacer mal. Es Dios “quien nos justifica” (v. 33), quiere decir, es Dios quien, en su inmensa bondad pronuncia sobre nosotros un veredicto de gracia y de perdón, a pesar de nuestras faltas e infidelidades. Nadie nos

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condena pues el propio Dios (el único que podría hacerlo) escogió salvarnos, aunque no lo mereciéramos.

Siendo esto así, el cristiano debe enfrentarse a la vida con serenidad y esperanza, confiando totalmente en el amor de Dios. 2.3. Actualización

Para Pablo, hay una constatación increíble, que no cesa de admirarle: Dios nos ama con un amor profundo, total, radical, que nada ni nadie consigue apagar o eliminar. Ese amor vino a nuestro encuentro en Jesucristo, asumió nuestra existencia y la transformó, capacitándonos para caminar al encuentro de la vida eterna. Ahora, antes de nada, es este descubrimiento el que Pablo nos invita a hacer. En los momentos de crisis, de desilusión, de persecución, de orfandad, cuando parece que todo el mundo está contra nosotros y que no entiende nuestra lucha y nuestro propósito, la Palabra de Dios grita: “no tengáis miedo; Dios os ama”.

Descubrir ese amor, nos da el coraje necesario para enfrentarnos a la vida con serenidad, con tranquilidad y con el corazón lleno de paz. El creyente es aquel hombre o mujer que no tiene miedo de nada porque está consciente de que Dios le ama y que le ofrece, acontezca lo que acontezca, la vida en plenitud. Puede, por tanto, entregar su vida como donación, correr riesgos en la lucha por la paz y por la justicia, enfrentarse a los poderes de la opresión y de la muerte, porque confía en Dios que le ama y que le salva.

Versículo antes del Evangelio

Mc

En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre:

Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle.

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EVANGELIO

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9, 1-9.

En aquel tiempo

Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan,

subió con ellos solos a una montaña alta,

y se transfiguró delante de ellos.

Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador,

como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús.

Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:

— Maestro. ¡Qué bien se está aquí!

Vamos a hacer tres chozas,

una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Estaban asustados y no sabía lo que decía.

Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube:

— Este es mi Hijo amado; escuchadlo.

De pronto, al mirar alrededor,

no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña,

Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto

hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Esto se les quedó grabado

y discutían qué querría decir aquello

de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor.

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3.1. Ambientación

La segunda parte del Evangelio de Marcos comienza con un anuncio de la Pasión, puesto en boca de Jesús (cf. Mc 8,31-32). A estas alturas, los discípulos ya habían percibido que Jesús era el Mesías libertador que Israel esperaba (cf. Mc 8,29); más aún, crían que la misión mesiánica de Jesús se debía concretar en un triunfo militar sobre los opresores romanos. Marcos va a explicar a los creyentes, a quien el Evangelio se destina, que el proyecto mesiánico de Jesús no se va a concretar en triunfos humanos, sino en la cruz, esto es, en el amor y en la donación de la vida.

El relato de la transfiguración de Jesús es precedido del primer anuncio de la pasión (cf. Mc 8,31-33) y de una instrucción sobre las actitudes propias del discípulo (invitado a renunciar a sí mismo, a tomar su cruz y a seguir a Jesús en su camino de amor y de entrega de la vida, (cf. Mc 8,34-38). Después de haber oído hablar del “camino de la cruz” y de haber constatado aquello que Jesús pide a los que le quieren seguir, los discípulos están desanimados y frustrados, pues la aventura por la que apostaron parece encaminarse hacia un rotundo fracaso; ven esfumarse, en esa cruz que será plantada en una colina de Jerusalén, sus sueños de gloria, de honras, de triunfos y se preguntan si vale la pena seguir a un maestro que nada más puede ofrecer la muerte en cruz.

En este contexto Marcos sitúa el episodio de la transfiguración. La escena constituye una palabra de ánimo para los discípulos (y para los creyentes, en general), pues en ella se manifiesta la gloria de Jesús y se atestigua que él es, a pesar de la cruz que se acerca, el Hijo amado de Dios. Los discípulos reciben, así, la garantía de que el proyecto que Jesús presenta es un proyecto que viene de Dios; y, a pesar de sus propias dudas, reciben un complemento de esperanza que les permite “embarcarse” y apostar por ese proyecto.

Literariamente, la narración de la transfiguración es una teofanía, o sea, una manifestación de Dios. Por tanto, el autor del relato va a poner en escena todos los ingredientes que, en el imaginario judío, acompañan las manifestaciones de Dios (y que encontramos casi siempre presentes en los relatos teofánicos del Antiguo Testamento): el monte, la voz del cielo, las apariciones, los vestidos relucientes, la nube, el mismo miedo y la perturbación de aquellos que presencian el encuentro con lo divino.

Esto quiere decir lo siguiente: no estamos ante un relato fotográfico de acontecimientos, sino ante una catequesis (construida de acuerdo con el imaginario judío) destinada a enseñar que Jesús es el Hijo amado de Dios, que trae a los hombres un proyecto que viene de Dios. 3.2. Mensaje

Esta página de catequesis, destinada a enseñar que Jesús es el Hijo de Dios y que el proyecto que él propone viene de Dios, está construida sobre elementos simbólicos sacados del Antiguo Testamento.

¿Que elementos son esos? El monte, nos sitúa en un contexto de revelación: es siempre en un monte donde Dios se

revela; y, en especial, es en la cima de un monte en la que hace una alianza con su Pueblo.

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La mudanza del rostro y los vestidos relucientes, muy blancos, recuerdan el resplandor de Moisés, al descender del Sinaí (cf. Ex 34,29), después de encontrarse con Dios y de recibir las tablas de la Ley.

La nube, por su parte, indica la presencia de Dios: era en la nube donde Dios manifestaba su presencia, cuando conducía a su Pueblo a través del desierto (cf. Ex 40,35; Nm 9,18.22; 10,34).

Moisés y Elías representan la Ley y los Profetas (que anuncian a Jesús y que permiten entenderle); además de eso, son personajes que, de acuerdo con la catequesis judía, debían aparecer el “día del Señor”, cuando se manifestase la salvación definitiva (cf. Dt 18,15-18; Mal 3,22-23).

El temor y la perturbación de los discípulos es la reacción lógica de cualquier hombre o mujer, ante la manifestación de grandeza, de omnipotencia y de majestad de Dios (cf. Ex 19,16; 20,18-21).

Las tiendas parecen aludir a la “fiesta de las tiendas”, en que se celebraba el tiempo del éxodo, cuando el Pueblo de Dios habitó en “tiendas”, en el desierto.

El mensaje fundamental, amasado con todos estos elementos, pretende decir quien es Jesús.

Recorriendo la simbología del Antiguo Testamento, el autor deja claro que Jesús es el Hijo amado de Dios, en quien se manifiesta la gloria del Padre. Él es, también, ese Mesías libertador y salvador esperado por Israel, anunciado por la Ley (Moisés) y por los Profetas (Elías). Más aún: él es un nuevo Moisés, esto es, aquel a través de quien el propio Dios da a su Pueblo la nueva ley y a través de quien Dios propone a los hombres una nueva Alianza.

De la acción liberadora de Jesús, el nuevo Moisés, nacerá un nuevo Pueblo de Dios. Con ese nuevo Pueblo, Dios va a hacer una nueva Alianza; y va a recorrer con él los caminos de la historia, conduciéndolo a través del “desierto” que conduce de la esclavitud a la libertad.

Esta presentación tiene como destinatarios a los discípulos de Jesús (ese grupo

desanimado y frustrado porque en el horizonte próximo de su líder está la cruz y porque el maestro exige de los discípulos que acepten recorrer un camino semejante). Apunta hacia la resurrección, aquí anunciada por la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús, por los “vestidos relucientes, muy blancos” (que recuerdan la túnica blanca del “joven” sentado junto al sepulcro de Jesús y que anuncia a las mujeres la resurrección (cf. Mc 16,5), y por la recomendación final de Jesús (“No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”, Mc 9,9): les dice que la cruz no tendrá la última palabra, pues al final del camino de Jesús (y, consecuentemente, de los discípulos que siguen a Jesús) está la resurrección, la vida plena, la victoria sobre la muerte.

Una palabra final para el deseo, manifestado por Pedro, de construir tres tiendas en la cima del monte, como si pretendiese quedarse en aquél lugar.

El detalle puede significar que los discípulos querían quedarse en ese momento de revelación gloriosa, ignorando el destino del sufrimiento de Jesús. Jesús no responde a la propuesta: él sabe que el proyecto de Dios, ese proyecto de construir un nuevo Pueblo de Dios y lo conduce de la esclavitud a la libertad, tienen que pasar por el camino de la donación de la vida, de entrega total, del amor hasta las últimas consecuencias.

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3.3. Actualización

La reflexión puede hacerse partiendo de las siguientes cuestiones:

La cuestión fundamental expresada en el episodio de la transfiguración, está en la revelación de Jesús como el Hijo amado de Dios, que va a hacer realidad el proyecto salvador y liberador del Padre en favor de los hombres a través de la donación de la vida, de la entrega total de sí mismo por amor. Por la transfiguración de Jesús, Dios demuestra a los creyentes de todas las épocas y lugares que una existencia hecha don, no es un fracaso, aunque termine en la cruz. La vida plena y definitiva espera, en el final del camino, a todos aquellos que, como Jesús, sean capaces de poner su vida al servicio de los hermanos.

En verdad, los hombres de nuestro tiempo tienen alguna dificultad para percibir esta lógica. Para muchos de nuestros hermanos, la vida plena no está en el amor llevado hasta las últimas consecuencias (hasta la donación total de la vida), sino en la preocupación egoísta por sus intereses personales, por su pequeño mundo privado; no está en el servicio sencillo y humilde en favor de los hermanos (sobre todo de los más débiles, de los más marginados, de los más infelices), más en asegurar para sí una dosis generosa de poder, de influencia, de autoridad, de dominio, de la sensación de pertenecerá a la categoría de los vencedores; no está en una vida vivida como don, con humildad y sencillez, sino en una vida hecha un juego complicado de conquista de honras, de glorias, de éxitos. ¿De verdad, dónde está la realización plena del hombre? ¿Quién tiene razón: Dios o los esquemas humanos que hoy dominan en el mundo y que nos imponen una lógica diferente de la del Evangelio?

A veces somos tentados por el desánimo, porque no percibimos el alcance de los planes de Dios; nos parece que siguiendo la lógica de Dios, seremos siempre perdedores y fracasados, que nunca integraremos la élite de los señores del mundo y que nunca llegaremos a conquistar el reconocimiento de aquellos que caminan a nuestro lado. La transfiguración de Jesús nos grita, desde lo alto de aquel monte: no os desaniméis, pues la lógica de Dios no conduce al fracaso, sino a la resurrección, a la vida definitiva, a la felicidad sin fin.

Los tres discípulos, testigos de la transfiguración, parecen no tener mucha voluntad de “descender a tierra” y enfrentarse al mundo y a los problemas de los hombres. Representan a todos aquellos que viven con los ojos puestos en el cielo, alejados de la realidad concreta del mundo, sin voluntad de intervenir para renovarlo y transformarlo. Sin embargo, ser seguidor de Jesús obliga a “bajar al mundo” para testimoniar a los hombres, incluso contracorriente, que la realización auténtica está en la donación de la vida; obliga a mezclarnos con el mundo, con sus problemas y dramas, a fin de aportar nuestra contribución para el surgimiento de un mundo más justo y más feliz. La religión no es un opio que nos adormece, sino un compromiso con Dios, que se hace compromiso de amor con el mundo y con los hombres.

2º Domingo Cuaresma-B - 13 -