2. coordenadas del universo mítico rulfiano 2.1...

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40 2. Coordenadas del universo mítico rulfiano 2.1. Temporalidad mítica en El Llano en llamas Gran parte de la crítica está de acuerdo en que la visión de mundo detrás de El Llano en llamas 29 es pesimista. Además de la permanente violencia y la relativa falta de conciencia por parte de los personajes, es la „cancelación del futuro‟ lo que, a juicio de estos críticos, 30 determina tal pesimismo. El hombre rulfiano es un hombre que no conocerá el porvenir porque la carga del pasado tiene demasiado peso; es un hombre confinado a la rememoración eterna de eventos, y por lo tanto la planeación y la proyección no tienen espacio en su mente; es, pues, un hombre que encarna la figura de Sísifo: toda su experiencia vital consiste en recorrer sus huellas periódicamente. Ahora bien, antes dijimos que la interpretación de un entorno mítico mediante herramientas racionales constituía un error. En este caso, me parece que los argumentos esgrimidos por la crítica son argumentos extraídos de una cosmovisión historicista y racional del mundo, que prima el progreso temporal. Sin embargo, no es difícil darse cuenta de que el universo de El Llano en llamas, al menos una porción importante de él, no se rige por estos parámetros. El viejo narrador de “La Cuesta de las Comadres” calendariza el año según la intensidad de la lluvia. El arriero de “En la madrugada”, por 29 Todas las referencias a El Llano en llamas serán a la 14ª ed, de Editorial Cátedra, Madrid 2003, editada y comentada por Carlos Blanco Aguinaga. En adelante sólo se dará el número de página entre paréntesis. 30 Dice, por ejemplo, González Boixo: “Los personajes de Rulfo parecen atrapados en un presente en el que se vive del recuerdo, sin que exista esperanza de futuro. Al no existir el futuro, el tiempo se convierte en pasado solamente y esto equivale a la negación del tiempo” (66). William Rowe sigue la misma línea: “Although there are identifiable human narrators in Rulfo‟s stories, their relationship to the events narrated is such that these latter belong to a past wich cannot be altered and which dominates the present, erasing any notion of future” (51); [“Aunque hay narradores humanos identificables en los cuentos de Rulfo, su relación con los eventos narrados es tal que estos últimos pertenecen a un pasado que no puede ser alterado y que domina el presente, borrando cualquier noción de futuro”; traducción mía].

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2. Coordenadas del universo mítico rulfiano

2.1. Temporalidad mítica en El Llano en llamas

Gran parte de la crítica está de acuerdo en que la visión de mundo detrás de El Llano en

llamas29

es pesimista. Además de la permanente violencia y la relativa falta de

conciencia por parte de los personajes, es la „cancelación del futuro‟ lo que, a juicio de

estos críticos,30

determina tal pesimismo. El hombre rulfiano es un hombre que no

conocerá el porvenir porque la carga del pasado tiene demasiado peso; es un hombre

confinado a la rememoración eterna de eventos, y por lo tanto la planeación y la

proyección no tienen espacio en su mente; es, pues, un hombre que encarna la figura de

Sísifo: toda su experiencia vital consiste en recorrer sus huellas periódicamente.

Ahora bien, antes dijimos que la interpretación de un entorno mítico mediante

herramientas racionales constituía un error. En este caso, me parece que los argumentos

esgrimidos por la crítica son argumentos extraídos de una cosmovisión historicista y

racional del mundo, que prima el progreso temporal. Sin embargo, no es difícil darse

cuenta de que el universo de El Llano en llamas, al menos una porción importante de él,

no se rige por estos parámetros. El viejo narrador de “La Cuesta de las Comadres”

calendariza el año según la intensidad de la lluvia. El arriero de “En la madrugada”, por

29

Todas las referencias a El Llano en llamas serán a la 14ª ed, de Editorial Cátedra, Madrid 2003, editada

y comentada por Carlos Blanco Aguinaga. En adelante sólo se dará el número de página entre paréntesis. 30

Dice, por ejemplo, González Boixo: “Los personajes de Rulfo parecen atrapados en un presente en el

que se vive del recuerdo, sin que exista esperanza de futuro. Al no existir el futuro, el tiempo se convierte

en pasado solamente y esto equivale a la negación del tiempo” (66). William Rowe sigue la misma línea:

“Although there are identifiable human narrators in Rulfo‟s stories, their relationship to the events

narrated is such that these latter belong to a past wich cannot be altered and which dominates the present,

erasing any notion of future” (51); [“Aunque hay narradores humanos identificables en los cuentos de

Rulfo, su relación con los eventos narrados es tal que estos últimos pertenecen a un pasado que no puede

ser alterado y que domina el presente, borrando cualquier noción de futuro”; traducción mía].

41

su parte, reconoce la hora del día gracias a la lectura del vuelo de una golondrina o a la

densidad de la niebla sobre los tejados. Los personajes rulfianos viven, como diría Paul

Ricoeur, el tiempo de los trabajos y los días; esto es, un tiempo cuya relación directa

con el hombre y sus actividades desarticula la objetividad y la homogeneidad del tiempo

rígido y calculable de la razón.

Con lo escrito en el párrafo anterior no se defiende la negación del tiempo, digamos,

histórico u objetivo por parte de los personajes, sino la priorización de una experiencia

vital basada en elementos concretos y singulares. En un breve análisis de la presencia de

la fauna en El Llano en llamas, María Elena Victoria comenta: “La fauna se relaciona

íntimamente con el tiempo […] El trascurrir humano se mide a partir del canto de los

gallos, el ladrar de los perros, la gritería de las ranas, el graznido de las lechuzas o el eco

de las pezuñas de los caballos en el camino. Su presencia y su ausencia marcan un

hecho, un inicio de ciclo o su conclusión” (33). Desde un encuadre racionalista, este

tipo de situaciones suelen calificarse de primitivas en el sentido más peyorativo del

término. No debemos olvidar, no obstante, que esta forma de convivir con la

temporalidad es paralela —y no anterior— a la experimentación racional del mundo. Es

el entorno lo que determina los criterios de medición temporal, y el mundo de los

cuentos posee unos criterios que sólo el pensamiento mítico podría asimilar: la

naturaleza, la memoria, los estados anímico y psíquico. Por eso, como bien señala

González Boixo, en El Llano en llamas “normalmente no se tienen referencias

cronológicas concretas y, a veces, cuando sí las hay, sirven para expresar algo

distinto31

” (65). Para el universo rulfiano, la contabilización cronométrica de los

31

Recordemos, por ejemplo, las alusiones en “Talpa” a febrero y marzo. Siguiendo la propuesta de

González Boixo, estas referencias concretas no buscan aportar objetividad cronológica sino que apuntan a

algo más de fondo: la Semana Santa. “Talpa”, entre otras cosas, pretende subvertir los valores de esta

42

acontecimientos no agrega más información32

de la conseguida a través de la percepción

de los sentidos.

Con lo anteriormente dicho tratamos de desarticular uno de los juicios aprioristas

más recurrentes del discurso racional: a saber, que las herramientas de indagación

míticas poseen un estatus prelógico. Ya se vio que no estamos situados en una línea de

evolución intelectual. Se habla, más bien, de dos formas distintas —irreductibles si se

quiere— de entender el fenómeno temporal. La experiencia inmediata y sensorial del

tiempo de los personajes rulfianos es consecuencia directa de que estamos en el interior

de unas vidas al margen del derrotero histórico:33

Cabe sin embargo pensar, aunque Rulfo apenas aluda a ello, que si estos hombres

y mujeres se ven reducidos a vivir por dentro, sin tiempo, es decir, como al

margen de la Historia o bajo ella, y que si cuando salen a la Historia (es decir, a la

acción que es vivir en el Tiempo), lo hacen siempre con violencia, ello se debe a

que, a su entender no analítico, cargado de ideología de siglos, la Historia es el

enemigo,34

lo que les ha obligado a encerrarse. (Blanco 116)

Me parece que en esta cita se encuentra una de las claves de la experiencia temporal

del universo rulfiano mencionadas anteriormente: la permanente revivificación del

pasado. Si los personajes de El Llano en llamas habitan los lugares a donde la Historia y

su filosofía del progreso no llegan, entonces buscarán el sentido de sus existencias en el

origen, alcanzado mediante la relación con la naturaleza, la memoria y la muerte.

festividad a la luz de la situación de muerte y lujuria presentes en la trama; desde esta perspectiva, las

referencias „febrero‟ y „marzo‟ adquieren un valor más connotativo que crono-descriptivo. 32

Para Ariel Dorfmann, Juan Rulfo “cree que el tiempo regular, el del reloj, el cronológico, el ordenado

acontecer lógico, es un tiempo falso, un tiempo en que no se tiene efectiva conciencia de la muerte” (cit.

en Coddou). 33

Tal parece que a lo largo de los diecisiete cuentos, los personajes de “La noche que lo dejaron solo” son

los únicos que tienen conciencia histórica de su existencia. 34

Resulta interesante notar cómo la expresión “la Historia es el enemigo” no está muy alejada de la

expresión de Mircea Eliade “El terror a la Historia”, mencionada en texto El tiempo del eterno retorno. Si

bien Carlos Blanco Aguinaga en ningún momento habla directamente de una conciencia mítica, la alusión

a una „ideología de siglos‟ hace referencia sin duda a un conocimiento tradicional del mundo, cuyo

fundamento es el discurso del mito.

43

La ignorancia del mecanismo del tiempo histórico orilla a los personajes de Rulfo a

experimentar la temporalidad en el seno de la individualidad. El tiempo se aloja en el

interior de cada ser, donde se subjetiviza y es expuesta a una organización no-racional, y

después es proyectada hacia el exterior. En este sentido, estoy de acuerdo con Blanco

Aguinaga cuando apunta que donde más evidente se muestra la visión subjetiva del

mundo es en el tratamiento temporal del discurso de los personajes (17). Sin embargo,

un dato importante es que no es solamente en el discurso de los personajes donde se

certifica la subjetivización del tiempo, sino también en la estructura de los cuentos.

Entonces, si los personajes de El Llano en llamas no conocen los procedimientos de

la Historia, la opción que le queda es interpretar la temporalidad según sus

circunstancias específicas y concretas. Se puede decir, pues, que la singularización de la

experiencia rompe las categorías del tiempo, concebido éste desde el discurso de la

razón. Esto es, en tanto que la conciencia histórica se basa en una rigurosa

diferenciación entre el antes y el después, así como en la observancia de un orden

rígidamente determinado y unívoco en la sucesión de cada uno de los elementos de la

línea de tiempo (Collingwood), la conciencia mítica cede paso a la tentación de borrar

las diferencias entre pasado y presente, hasta el punto de trocarlas en una misma

identidad. Y es que los estados anímicos y psíquicos del hombre tienden puentes entre

un tiempo y otro, y a veces son tan fuertes que el pasado ya no se recuerda sino que se

vuelve a experimentar una y otra vez.

Sin duda, el innegable vínculo que existe entre los habitantes de El Llano en llamas y

los elementos del entorno y las demás personas determina las estructuras temporales

que se proponen en varios de los relatos, estructuras que, a mi parecer, están muy

familiarizadas con la concepción del mundo del pensamiento mítico. Como trataré de

44

demostrar, la temporalidad mítica posee muchas alternativas para darse a conocer. Juan

Rulfo aprovecha esta flexibilidad del tiempo del mito para excavar más hondo en el

mundo complejo del hombre.

2.1.1. Aspectos teóricos sobre la temporalidad mítica

Me parece que para dilucidar satisfactoriamente la concepción mítica del tiempo hay

que oponerle la concepción histórica del fenómeno temporal. Esto, además de

evidenciar con mayor precisión la singularidad del pensamiento mítico, permite

entender cómo el hombre experimenta una realidad que, al menos en la conciencia, le es

ajena.

En una somera revisión del concepto de mito de Mircea Eliade, notamos enseguida

que su perspectiva está fundamentada sobre todo en parámetros temporales:

El mito es una historia sagrada que […] relata un acontecimiento que ha tenido

lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de

otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres

Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el

Cosmos, o solamente un fragmento. (12)

Dejando a un lado su cualidad sagrada, vemos que el mito es propuesto como

conductor de realidades en la medida en que legitima la experiencia, cualquiera que ésta

sea. Toda ceremonia ritual, desde el sacrificio hasta el matrimonio, pasando por las

festividades de corte secular o por las labores más prácticas como la pesca o la

agricultura, se lleva a cabo debido a que, en el tiempo de los orígenes —in illo tempore,

diría Eliade—, algún ser, cuya grandeza lo hace ejemplar, sacrificó, se matrimonió o

pescó por vez primera. A esto alude Mircea Eliade cuando dice que el pensamiento

45

mítico es un pensamiento paradigmático: repite acciones “inventadas” en un pasado

remoto.

Como consecuencia de lo anterior, el hombre mítico se concibe como un hombre

„ahistórico‟, pues la Historia implica progresión e irreversibilidad del tiempo y, por

ende, la novedad del suceso. Inspirado en estas reflexiones, Eliade acuña la expresión

„terror a la historia‟35

para explicar cuál es la postura del hombre mítico respecto del

carácter de contingencia inmanente a la linealidad del tiempo, tal como ésta es

entendida por el historicismo. Es decir, el ser del mito se niega a vivir tan sólo en lo que

en términos modernos se llama Historia; busca quedar fuera de ella y se esfuerza por

incorporarse a unas coordenadas temporales que aporten un sentido trascendente. Esto,

como dice Martín Sagrera, no debe entenderse como “un refugio cobarde contra el

afrontamiento viril de la realidad y de la propia responsabilidad” (57), sino como una

falta de fe en el suceso novedoso, desprovisto de paradigmas familiares.

¿Qué implica el rechazo de la Historia y de su filosofía de la progresión? De entrada,

una revaloración de los orígenes. Mientras que el hombre que se asume histórico pone

toda su atención en el porvenir, en las transformaciones del presente, el hombre mítico

gira la cabeza hacia atrás y confirma la autenticidad de sus actos que lo llevarán, tarde o

temprano, a recuperar la unidad de los orígenes: “si la fabulación [del mito] es una

respuesta al desamparo es porque el hombre del mito ya es conciencia desdichada; para

él, la unidad, la conciliación y la reconciliación deben decirse y obrarse, precisamente

porque no están dadas” (Ricoeur 317). Al articular un mito y al actuar un rito, el

35

Será el judeocristianismo el primer pensamiento mítico-religioso que incluirá los acontecimientos

históricos dentro de su esquema general de paradigmas: “Bajo la „presión de la historia‟ y sostenida por la

experiencia profética y mesiánica, una nueva interpretación de los acontecimientos históricos se abre paso

en el seno del pueblo de Israel. Sin renunciar definitivamente a la concepción tradicional de los arquetipos

y de las repeticiones, Israel intenta „salvar‟ los acontecimientos históricos considerándolos como

manifestaciones activas de Yahué” (Eliade, Mito 120).

46

hombre mítico pone todas sus ilusiones en el pasado, donde encontrará la perfección de

los inicios —el paraíso, la arcadia—, la que se perdió por un error humano y que la

Historia, en su carrera desbocada, se obstina en ocultar.

Es fácil reconocer las respectivas figuras que trazan las concepciones temporales de

los pensamientos histórico y mítico. El primero marca una línea cuyo punto final,

suceda lo que suceda, tiene que situarse en la más desconocida lejanía; las repeticiones

aparentes de los acontecimientos históricos siempre se diferencian por haber adquirido

algún matiz nuevo, lo cual convierte la línea en una espiral (Collingwood). El

historicismo se niega a volver la cabeza hacia el pasado. Así lo plantea Duch:

Se impone cada vez con más fuerza el convencimiento de que no hay modelos en

el pasado, sino que, en el presente, en cada presente, se ha de instituir de nuevo,

de forma arriesgada, la respuesta adecuada a la situación; situación que, quizás de

manera abusiva, se cree que se halla desconectada de cualquier flujo espacio-

temporal, es decir, que es autónoma, puntual, sin precedentes. (194)

Y cuando el pensamiento histórico gira la cabeza hacia atrás no es sino para recordar

por qué en la actualidad, en los días del presente, el hombre es como es:

Soy tal como soy hoy día porque un cierto número de acontecimientos me han

sucedido, pero estos acontecimientos no han sido posibles más que porque la

agricultura fue descubierta hace ocho o nueve mil años y porque las civilizaciones

urbanas se desarrollaron en el Oriente Próximo antiguo, porque Alejandro Magno

conquistó Asia y Augusto fundó el Imperio romano, porque Galileo y Newton

revolucionaron la concepción del Universo, abriendo el camino para los

descubrimientos científicos y preparando el florecimiento de la civilización

industrial, porque tuvo lugar la Revolución francesa y porque las ideas de libertad,

democracia y justicia social trastocaron el mundo occidental después de las

guerras napoleónicas, y así sucesivamente. (Eliade, Mito 19)

En cambio, el hombre mítico, en virtud de su pensamiento paradigmático,

proclamaría: “soy tal como soy porque me dedico a repetir los actos primordiales de mis

antepasados”. Podemos decir, entonces, que el ser histórico tiene esperanza, mientras

47

que el mítico siente nostalgia: “El hombre, buscando liberarse de las servidumbres que

le impone el tiempo presente, y frecuentemente en reacción contra la brusca revelación

que en las sociedades desarrolladas se le hace de su próximo fin, la muerte, se interroga

angustiosamente sobre sus principios, para buscar ahí una solución al problema de su

existencia” (Sagrera 55).

A partir de las reflexiones hechas hasta el momento, es posible llegar a una primera

conclusión acerca de la temporalidad mítica: la repetición consciente de actos o eventos

no entraña alguna clase de inmadurez o estatismo antiprogresionista. La reiteración, por

el contrario, conlleva una necesidad de mejoramiento. La concepción de esta filosofía

—la del pensamiento paradigmático, la del tiempo cíclico—, no es, según Gilbert

Durand, una construcción puramente cultural. Para él, tiene mucho de esencial pues su

génesis atiende a una fobia psicogenética. Desde una postura antropológica más

moderna, Durand asegura que el primer aspecto que el hombre aprehende del entorno es

el movimiento: el de los animales, el de las sombras, el del sol y la luna, el de las gotas

que caen del cielo. El dinamismo encarna el primer señalamiento del transcurso

angustiante del tiempo y, tarde o temprano, el arribo de la muerte. Este movimiento

supone el cambio impredecible: todo se muda de su lugar para no regresar a él —

empezamos aquí a intuir los prolegómenos de una filosofía historicista—. Contra esta

zozobra actuará el ser cuando más adelante construya la noción de tiempo cíclico. Una

vez superada esta fobia, el hombre mítico ha registrado ya los eventos que, por lo

mismo, jamás se revelarán inusitados. No existe, pues, contingencia en el esquema

temporal del hombre mítico; incluso el más azaroso de los sucesos, como las catástrofes

naturales o la muerte, entran en una zona de legitimación gracias a los paradigmas. De

48

esta manera, podemos decir que, a la par del uso del fuego, la cacería o la agricultura, la

“domesticación” del tiempo ha sido una necesidad primaria del hombre.

De cualquier modo, no queremos con todo lo anterior decir que el esquema temporal

del hombre mítico niegue o repruebe la progresión del tiempo. En Los trabajos y los

días, Hesíodo describe una línea de progresión muy clara: la edad de oro, la de plata, la

de bronce, la heroica y, finalmente, la edad de hierro. No obstante, estas diferentes

etapas de la historia mitológica del pensamiento heleno, aun a pesar de que su valor

ejemplar va decreciendo —desde la divina perfección hasta la imperfección humana—,

cada una significa un paradigma repetible;36

ahí reside la gran diferencia: en ambos

tipos de pensar, el mítico y el histórico, la progresión es un hecho, pero en el primero

nada es irreversible. De esta certidumbre se desprende la forma opuesta en que cada

pensamiento se relaciona con el pasado: si para el hombre mítico, el pasado es accesible

de manera directa, experiencial digamos, a través de variados procesos rituales, para el

hombre histórico, en cambio, “el único conocimiento posible del pasado es mediato o

inferencial o indirecto, nunca empírico” (Collingwood 271). Desde esta perspectiva, una

mirada al pasado equivale a un mero recuerdo que, si bien interviene en la explicación

del presente y tal vez del futuro, siempre pertenecerá a la esfera de lo no experimentado.

En el fondo, la diferencia entre ambas apreciaciones del fenómeno temporal obedece

al rigor con que cada pensamiento se relaciona con la objetividad. El hombre mítico

parece huir de una objetividad que haría de él un componente de una cuadrícula donde

todos los seres son iguales o, peor aún, donde el tiempo, uniforme, “utiliza” al hombre y

no al revés. Al contrario de lo que plantea el historicismo, el hombre mítico conoce

36

“El proceso cíclico es, pues, en definitiva, necesario; incluso la misma historia en lugar de ser, como

vimos, «maestra de la vida», sería un lastre inútil si no se volvieran a dar situaciones similares. Y, en el

fondo, sin cierta repetición no hay conocimiento alguno posible” (Sagrera 58).

49

“varios «estratos» de duración, varias «regiones» de un mismo tiempo37

” (Durand,

Ciencia 51); esto es, la experiencia temporal se individualiza y no sólo se comienza a

experimentar desde el interior del sujeto, sino que además la figura del tiempo comienza

a transformarse en virtud de esta subjetivización: se torna un círculo, o bien un punto

paralizado. Ernst Cassirer ofrece una definición de temporalidad mítica muy completa:

“la intuición mitológica del tiempo […] es enteramente cualitativa y concreta, no

cuantitativa y abstracta. Para el mito no hay tiempo ni duración uniforme, iteración o

sucesión regular «en sí», sino que solamente hay configuraciones materiales que a su

vez revelan determinadas «formas temporales»” (145). Cassirer señala un punto capital:

la negación de la duración uniforme del tiempo. La concepción abstracta de la

temporalidad opera bajo una categoría de uniformidad que tiene como propósito

confirmar la objetividad con que el tiempo transcurre, objetividad que, sin embargo, es

desajustada cuando el sujeto —lleno de matices, de estados de ánimos, de intenciones—

entra en el plano de la experimentación. El sujeto carga de valor significativo a objetos

que, estrictamente, no tienen nada que ver con la operatividad del tiempo. No obstante,

como veíamos, el hombre mítico no es estricto en la separación del yo y las cosas y

termina “contaminando” la temporalidad con fuerzas que le son ajenas pero que la

afectan. A este respecto, comenta Gilbert Durand: “Y es que el tiempo cualitativo y

simbólico se adhiere simpáticamente a los lugares y a las cosas” (52). Es precisamente

esa cualidad de adhesión la que desarticula la objetividad y uniformidad de la medición

racional del tiempo.

37

El pensamiento historicista más moderno acepta esta pluralidad de tiempos: “Los periodos históricos no

son entidades unificadas. No hay una única «historia», tan sólo «historias» discontinuas y contradictorias.

No había una única visión isabelina del mundo. La idea de una cultura uniforme y armoniosa es un mito

impuesto por la historia y propagado por las clases dominantes en sus propios intereses” (Selden 228); sin

embargo, esta pluralidad de historias de la que habla el nuevo historicismo sigue entrañando una noción

de agrupación y no tanto, como en el caso de la temporalidad mítica, de individualización.

50

Entonces, tenemos que el tiempo “absoluto”, irreversible y progresivo que concibe el

historicismo se rige por una dinámica que funciona en términos causales y busca la

contabilización exacta y objetiva de la experiencia humana. El tiempo mítico, en

cambio, tiende a la sincronicidad, que representa un principio de coherencia no causal, y

busca registrar la experiencia íntima del hombre. Esta coherencia, denominada «a-

causal» por Gilbert Durand, sirve como base de un tiempo llamado «homológico», el

cual hace alusión a la contemporaneidad alcanzada entre dos sucesos sin que medie

entre ellos una lógica contigüidad temporal:

Dos acontecimientos separados en el tiempo por mil años pueden presentarse

como contemporáneos, por cuanto que cada uno en su momento se manifiesta en

la misma situación (relativa) y tiene un sentido exactamente correspondiente. La

concepción lineal de la historia deja así paso a una concepción cíclica o repetitiva

en la que el tiempo no es ya forma a priori de la sensibilidad junto al espacio, sino

precisamente una antinomia del espacio. (Garagalza 139)

Con esta noción de homología volvemos a las reflexiones situadas al inicio de este

apartado. Según Mircea Eliade, el hombre mítico era capaz de volverse contemporáneo

de sus antepasados gracias al ritual, esto es, gracias a un acto que emula el de un ser

ejemplar. Se trata, pues, de un acto que homologa los tiempos, que rompe los límites

lógicos de la temporalidad. Gracias a esta abolición del linde racional, al hombre del

mito se le permite emprender, como diría Alejo Carpentier, el viaje a la semilla.

2.1.2. “¡Diles que no me maten!”: el tiempo de la muerte

“¡Diles que no me maten!” es, entre muchas otras cosas, un cuento sobre la espera.

Desde que asesina a su compadre Lupe Terreros hasta el instante en que le suplica al

hijo de éste que no lo mate, Juvencio Nava padece un largo y penoso proceso de huidas

51

y sustos durante el cual la vida adquiere una importancia suprema. En la línea del

tiempo más natural que se puede concebir, la que principia con el nacimiento y culmina

con la muerte, Juvencio está por dar los últimos pasos, pero él pretende extender esta

línea natural hasta los territorios de la eternidad. Es cuando entra en colisión con el

coronel Terreros, quien, a raíz de la muerte de su padre, ha de experimentar una

temporalidad que no transcurre.

En su deseo de vivir, Juvencio Nava no sólo pierde todos sus bienes materiales,

además su mujer acaba yéndose con alguien más. Por otro lado, pierde espiritualmente a

su hijo en el sentido de que la lejanía termina por convertir a padre e hijo en dos

completos extraños; el diálogo que abre el relato y las últimas palabras de Justino, en el

cierre, son claros ejemplos de ello. Nava pasa más de treinta y cinco años en la fuga, un

lapso que, según sus propias palabras, debió haber saldado la deuda que contrajo cuando

le clavó la pica a su compadre. Pero no fue así: “Quién le iba a decir que volvería aquel

asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de

cuando tuvo que matar a don Lupe” (105). A Juvencio el tiempo le sabe a castigo

porque lo vivió en la miseria y en la soledad. Esos treinta y cinco años se llevaron

consigo a su familia, sus bienes y, sobre todo, su fuerza vital.

La polémica respecto del acto de justicia no radica, me parece, en los

derramamientos de sangre.38

Juvencio Nava aniquila a don Lupe porque éste antes había

matado un novillo de Juvencio. La estructura de la venganza se asimila con rapidez: ojo

por ojo y diente por diente. Dice William Rowe: “Each murder reflects the other

38

Para Gustavo Fares, “El asesinato en este relato se relaciona directamente con dos transgresiones: la del

derecho de propiedad privada de un terreno, Puerta de Piedra, que no ha sido respetado por Nava; y de la

consuetudo, que establece un vínculo social, el compadrazgo, que no ha sido acatado por el terrateniente,

don Guadalupe Terreros” (20).

52

because the law of revenge demands symmetry39

” (54). Desde el punto de vista de

Juvencio Nava, la injusticia reside en la incapacidad del coronel Terreros para entender

que el asesino de su padre ya ha pagado su crimen con todos los años de huida:40

“Ya he

pagado coronel […] Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,

siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así”

(110). En un marco de muerte, la extensión del tiempo cronológico se torna vital para

Juvencio Nava, pues encarna no sólo la sucesividad de los acontecimientos claves de su

existencia, sino además una forma de expiación. En la espera, durante una vida de

animal, escondido en el monte, apestado, sus esperanzas le dicen que, después de todo,

el olvido de su deuda algún día arribará. De acuerdo al esquema temporal de Juvencio,

para cuando el coronel lo encuentra, aquél ya no era culpable de nada: “Así que la cosa

va para viejo, y según eso debería estar olvidada” (106). Pero como lo capturan y le

dicen que no, que la deuda sigue siendo la misma, el sentido de su esquema temporal

cronológico es desarticulado:

Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de

su vida, después de tanto pelear para liberarse de la muerte; de haberse pasado su

mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando

su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos

días en que tuvo que andar escondiéndose de todos. (107)

La mera apariencia de la piel, hecha „un puro pellejo correoso‟, constituye un

elemento de contradicción respecto de la inflexible determinación del coronel Terreros

de fusilarlo. Por tal motivo, desde el punto de vista de Juvencio Nava, la sucesividad del

tiempo —y sus acontecimientos más relevantes— debió entenderse como un acto

39

“Cada asesinato refleja al otro porque la ley de la venganza demanda simetría” [Traducción mía]. 40

“la muerte interior triunfa antes de la muerte física, aunque el coronel no entiende eso” (Brower 232).

53

punitivo en sí. Por tanto, al tener la certeza de que será ajusticiado, Juvencio Nava

concibe su muerte como algo ilógico.

¿A qué se debe la inmutabilidad del coronel Terreros? ¿Su forma de abordar la

muerte obedece, como dice Gary Brower (233), a un carácter de deshumanización?

Algunos críticos (William Rowe, Donald Gordon, Evodio Escalante, el mismo Gary

Brower, etcétera) han visto en los asesinatos de los personajes rulfianos el reflejo de una

amoralidad más o menos edénica, o incluso de un estatus animalesco. No creo que éste

sea el caso del coronel Terreros. Detrás de su mano letal se esconde una visión de

mundo en la que tiene sentido el asesinato de Juvencio y que, al menos

tangencialmente, se ilustra en una parte de la configuración temporal del relato. Y es en

este aspecto donde radica la calidad mítica de “¡Diles que no me maten!”,41

en la

colisión de dos formas de entender la temporalidad a raíz de un fenómeno que perturba

el ánimo: la muerte.

La forma de experimentar la temporalidad del coronel Terreros es completamente

distinta de la de Juvencio. El coronel es apenas un niño cuando su padre es asesinado.

Treinta y cinco años después, con la investidura de la justicia institucionalizada, busca y

encuentra a Juvencio Nava y lo manda fusilar. Para él, el transcurso del tiempo

cronológico no significa gran cosa. El acontecimiento más importante de su vida se ha

atascado en su alma, lo cual evita que pierda su contemporaneidad; de ahí su insistencia:

“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es

llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la

41

Para Anita Arenas Saavedra la calidad mítica en “¡Diles que no me maten!” se encuentra en otro lado:

“Aquí está el valor mítico del relato. El hijo-padre no perdona, a pesar de que ya ha sufrido en vida, que

siga viviendo y que haya estado escondido aquel que le usurpó por un momento, aunque sea toda la vida

de Juvencio, el poder de ser él quien diera y dominase la vida. Dios no perdona a Adán y Eva su pecado,

tendrán que vagar por la tierra y ganarse el pan con el sudor de su frente. Así vemos cómo transcurre la

vida de Juvencio desde que se quiere convertir en padre” (64).

54

ilusión de la vida eterna” (110). El coronel Terreros pretende someter su pena a

linealidad del tiempo, pero esto resulta inútil porque la memoria tiende un puente entre

el presente y el pasado que imposibilita el olvido.42

Un dolor añejo se hace presente a

través de la voz: “Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me

dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de la que podemos

agarrarnos para enraizar está muerta” (110).

Así, en “¡Diles que no me maten!” el sentimiento de orfandad del coronel Terreros es

el que determina la correspondencia emocional entre un instante —su niñez, por

expresarlo de algún modo— y otro —el momento presente, cuando busca y encuentra al

asesino de su padre—. Esta correspondencia emocional hila dos sucesos que, desde un

encuadre de la temporalidad de la razón, deberían estar separados. Precisamente es un

encuadre racionalista el que adopta Amaryl Chanady cuando dice que en este relato “la

venganza es deconstruida por la relativa falta de justificación del acto, pues ya han

transcurrido treinta y cinco años desde del asesinato43

” (261). Sin embargo, desde una

concepción mítica del tiempo, el acto de venganza no está injustificado puesto que,

como se dijo antes, entre el asesinato de Guadalupe Terreros y el fusilamiento de

Juvencio Nava se establece un vínculo homológico (Garagalza) que los hace

contemporáneos y que, por ende, legitima la venganza. Por su lado, la lectura que hace

Lyon Thomas tampoco considera el carácter mítico del tiempo de este cuento: “El

sufrimiento de un viejo a lo largo de cuarenta años poco vale ante la venganza de un

42

Esta certeza podría muy bien extenderse a otros cuentos de El Llano en llamas, como por ejemplo

“Luvina” y “Talpa”. En el primero, el relato acerca de la vida San Juan Luvina es tan vívido que parece

que quien narra no ha abandonado el lugar infernal; es tal la perturbación de haber estado ahí que durante

la enunciación se acortan las distancias temporales. En “Talpa”, el recuerdo de haber empujado a la

muerte a Tanilo no les permite al narrador y a Natalia estar juntos. 43

Gary Brower parece compartir su opinión: “¿Y la justicia? Pues no tiene nada que ver con el Juvencio

Nava que es fusilado; tiene que ver con otro Juvencio Nava, con otra época, con otra realidad. No se trata

de Nava que es hombre de acción y violencia sino del Nava que es abúlico y suplicante” (233). No

obstante, Brower no está considerando la percepción temporal de la venganza que adopta el coronel

Terreros.

55

sargento (símbolo del poder, del Gobierno insensible)” (310). Al margen de la evidente

interpretación política que se infiere de esta cita, no está de más repetir que desde una

postura del pensamiento mítico, estos cuarenta años a los que alude Thomas sólo tienen

valor para la temporalidad de Juvencio, que busca la vida, y no para el coronel Terreros,

que busca la muerte.

Como hemos visto, Juvencio Nava y el coronel Terreros experimentan, cada quien

por su lado, el fenómeno temporal de modos distintos. Para el primero, en su constante

huida y la inminencia de la muerte, el transcurso del tiempo cronológicamente

constituye un castigo en sí. Para el coronel, en cambio, el sentimiento de orfandad

permite que se compacte el tiempo, lo que, a pesar de lo que diga Amaryl Chanady,

legitima su acto de venganza. Frente a la situación de muerte, el tiempo se acondiciona

a la moralidad de los dos sujetos; esto es, deja de ser un solo y uniforme tiempo para

fraccionarse en dos tiempos particulares. A propósito de esto, dice Gilbert Durand: “Se

puede decir realmente que, para el pensamiento simbólico,44

hay un «tiempo local»”

(Ciencia 51). El tiempo local de Juvencio entra en colisión con el tiempo local del

coronel Terreros; de ahí la súplica que da título al texto. Para Gary Brower, la escena en

que uno y otro dialogan a través de un tercer sujeto metaforiza el antagonismo de sus

percepciones temporales: “hay una pared entre Nava y el Coronel, una pared de años, de

vida y de muerte. El Coronel busca al Juvencio Nava de ayer para vengarse de un

crimen pasado, en la realidad actual” (233). La presencia antagónica de dos sujetos, por

un lado, y la situación de muerte, por otro, subjetivizan la experiencia temporal e

incluso coloca en un estado de polémica aspectos que, al menos en la superficie, se

presumirían fijos, como lo que es justicia y lo que no.

44

Gilbert Durand utiliza indistintamente las expresiones «pensamiento simbólico» y «pensamiento

mítico»; lo mismo sucede con los términos «hombre tradicional» y «hombre mítico».

56

En un artículo titulado “La creación literaria. Los fundamentos de la creación”,

Gilbert Durand reflexiona sobre el alcance mítico que posee toda obra literaria;

específicamente habla sobre la particular temporalidad que expone la escritura artística:

“todo acto literario trasmuta todo chronos en kairos, es decir en instantes y en

secuencias de instantes restauradores de un sentido. La escritura, que permite la lectura

y la relectura, coloca al creador y a su obra en una temporalidad que ya no es la de los

relojes” (36). En efecto, con “¡Diles que no me maten” Juan Rulfo desarticula la lógica

del tiempo racional y propone en su lugar una organización sustentada en un “principio

de coherencia a-casual” (Garagalza 138), por decirlo de algún modo. Sin embargo, el

autor jalisciense hace esto no sólo en el nivel semántico del relato —algo relativamente

simple—, sino que va más allá: traspone los conceptos de los tiempos mítico y

cronológico en el proceso de lectura a los conceptos narratológicos de los tiempos de la

historia y del discurso.

En una primera lectura, podemos darnos cuenta de que la disposición de las partes

del relato no tiene un orden lógico. Desde el punto de vista del tiempo del discurso, el

cuento inicia con el diálogo entre Juvencio y su hijo Justino. La secuencia que, desde

esta misma lógica, habría de sucederle, el fusilamiento, se aplaza durante toda la

narración. Sabemos que desde el asesinato de Guadalupe Terreros hasta la captura y

aniquilamiento de Juvencio transcurren más de treinta y cinco años. Sin embargo, en

virtud del orden de los acontecimientos en el tiempo del discurso, se crea una segunda

imagen de la temporalidad del texto, en la que el tiempo simplemente no transcurre.

Como vemos, el tiempo del discurso se decanta por representar estructuralmente el

puente que, gracias a la memoria y a la situación de muerte, existe entre el presente y el

pasado.

57

Valorando lo dicho en el párrafo anterior, podemos decir que “¡Diles que no me

maten!” plantea una estructura discordante entre el tiempo de la historia y el tiempo del

discurso. A este respecto, comenta Luz Aurora Pimentel: “Las relaciones de

discordancia […] muestran rupturas perceptibles que señalan el ser de artificio de todo

relato, creando así figuras temporales con significación narrativa y con funciones

específicas” (43). Me parece que la figura temporal más importante del cuento es la

yuxtaposición de eventos por emotividad. Juvencio Nava huye de la misma manera y en

el mismo estado emocional desde que asesinó a su compadre hasta que es aprehendido.

Por su lado, el coronel Terreros padece, al margen del transcurso del tiempo, un único e

inamovible sentimiento de venganza, lo que motiva que la estructura del relato ubique

su acto vengativo inmediatamente después del asesinato de don Lupe. Vista así la

temporalidad, los eventos narrados en el cuento se relacionan más entre sí por el peso

moral que representan para los personajes que por el tiempo cronológico que los separa.

Otro aspecto que evidencia la singular configuración del tiempo en “¡Diles que no

me maten!” lo constituye eso que la narratología ha denominado «tempo narrativo»: “el

tempo narrativo define una relación proporcional entre la duración de los

acontecimientos en el tiempo de la historia y el espacio que se les destina en el texto

narrativo” (Pimentel 48). González Arena hace una aguda observación cuando señala

que existe un contraste en algunas de las extensiones de las secuencias del cuento: “a la

primera (que abarca apenas unos minutos de diálogo) y a la narración del personaje (en

la que el tiempo de lo enunciado son treintaicinco años) se les concede prácticamente la

misma extensión textual; incluso a la narración un poco menos” (50). Volvemos al

mismo punto: el tiempo de la muerte excluye la densidad de los treinta y cinco años.

Partiendo de una lectura del tiempo en términos míticos —coherente, por lo demás, con

58

aspectos narratológicos—, no es de sorprender que toda una vida se resuma en una

línea: “Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos” (106),

puesto que, desde el punto de vista de Juvencio Nava, la vida de su hijo no aporta

ningún evento que perturbe o alivie su temporalidad local.

Así quedarían los respectivos tiempos locales de Juvencio y el coronel:

En resumen, “¡Diles que no me maten!”, con una propuesta que implica dos tipos de

discordancia temporal, la de la estructura y la del tempo narrativo, rompe con el

concepto racional de tiempo. Por un lado, instaura un orden que opera bajo los

principios de la coherencia a-causal, y por otro, divide el tiempo absoluto en dos

temporalidades locales, acorde a dos moralidades antagónicas. La importancia de estas

certidumbres es que los mencionados fenómenos temporales trascienden la parte

estructural del texto —lo que poco o nada aportaría a la indagación de la ontología

rulfiana—. Como hemos visto, la necesidad de vivir, o bien el miedo a morir, es capaz

de modificar en la conciencia la percepción de la temporalidad. Pero no hablamos de

una simple relativización del tiempo, sino de una transformación de los parámetros para

59

medir la experiencia vital del hombre. Así, desde la perspectiva del pensar mítico, los

grandes términos (sobre justicia, la vida, la muerte, etc.) no sólo pierden su

unilateralidad y oficialidad, además quedan a expensas de la coyuntura de cada ser. El

concepto de justicia en “¡Diles que no me maten!”, por ejemplo, queda escindido en

virtud de su exposición a dos formas de entender el tiempo. Para Juvencio, su muerte no

tendría sentido en la medida en que su crimen fue hace mucho tiempo; lo que para otros

es justicia para él es simple y llana crueldad. Para el coronel Terreros, en cambio, la

eliminación de Juvencio está justificada por la lógica de su esquema temporal; lo que

para otros es una crueldad para él es un acto de justicia. Juvencio tiene esperanza de

vivir; el coronel Terreros, de matar y por fin alcanzar la paz interna. De esta manera, el

pensamiento mítico rebasa los límites de un código basado en situaciones

sociohistóricas muy específicas, en este cuento el código posrrevolucionario, por

nombrarlo de algún modo, y se planta en la zona más elemental y compleja y, por eso

mismo, difícil de contener mediante el discurso normativo: el de la pugna entre vida y

muerte. Poco importa cuestionarnos qué tan justo es el coronel Terreros cuando mata a

Juvencio Nava; la verdadera pregunta debería apuntar hacia otro lado: ¿la muerte de

Juvencio sanó el alma del coronel?

2.1.3. “El hombre”: el tiempo de la venganza

La complejidad de la factura técnica de “El hombre” es inversamente proporcional a la

complejidad de su argumento. Se trata de la historia de dos venganzas. Un hombre

llamado José Alcancía aniquila a una familia completa porque uno de sus miembros, el

padre, antes había asesinado al hermano del primero. Después, el padre, que en el

60

momento del acto sangriento se hallaba fuera de su casa, se dispone a buscar a José

Alcancía. Le sigue la pista durante la madrugada y parte del día hasta arrinconarlo en un

cajón. Finalmente lo encuentra y lo mata.

Ahora bien, Juan Rulfo transforma un tema tan manido como el de la venganza en

una pieza muy original debido, sobre todo, al tratamiento formal que le concede al

cuento. En primera instancia, “El hombre” presenta dos partes diferenciadas físicamente

por un blanco en la edición. Tal espacio, además de significar un cambio de narrador,

plantea una conclusión cerrada de la obra. En la primera parte, quien articula el cuento

es un narrador heterodiegético que constantemente, sin perder el control de la narración,

está cediendo la voz tanto a José Alcancía como a Urquidi. Esto provoca que entren en

juego diversos modos de enunciación (monólogo interior, monodiálogo, narración en

tercera persona). Por el contrario, en la segunda parte del relato sólo una voz —la del

borreguero— se hace escuchar, lo cual da por resultado una narración de corte más bien

tradicional.

Como veremos en las conclusiones de este apartado, la diferencia entre las dos partes

de “El hombre” tiene implicaciones más complejas de lo que, a simple vista, podría

presumirse. Por el momento, nos ocuparemos de la primera parte.

Aparentemente sin ninguna clase de orden, Juan Rulfo desarticula la lógica

secuencial mediante una diversidad de técnicas que van desde el contrapunto hasta la

yuxtaposición de distintos planos lo mismo espaciales que temporales. De tal manera

que un lector despistado puede caer en la trampa de pensar que la organización de las

escenas en “El hombre” obedece al mero caos.45

Veamos unas cuantas líneas del texto

45

Este aparente caos —implícito o explícito— se repite en varios cuentos de El Llano en llamas: “¡Diles

que no me maten!”, “Macario”, “En la madrugada”. En “Macario”, resulta interesante ver la relación que

se establece entre el orden de los acontecimientos, ajeno a toda lógica secuencial, y la forma de ver el

mundo del narrador del mismo nombre. En el caso de “En la madrugada”, es muy evidente que la

61

para ejemplificar la complejidad a la que estamos aludiendo: “El hombre recorrió un

largo tramo río arriba. En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre: «Creí que el

primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa».

«Discúlpenme la apuración», les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual

al ronquido de la gente dormida” (62). Desde una postura del orden secuencial, la

primera oración se sitúa en un instante y en un espacio diferenciado del momento y el

lugar de las demás oraciones. Ahora bien, en la cita hay dos locuciones —una entre

comillas francesas y en cursivas; la otra, un monodiálogo, sólo entrecomillada— que

pertenecen a un mismo personaje, José Alcancía, pero emitidas en distintas

temporalidades. Como puede verificarse, en un párrafo de tan sólo cuatro líneas, el

relato aglutina técnicas narrativas que, en un ejercicio intencionadamente malicioso,

oscurecen el poco orden conseguido durante el proceso de lectura.

Un atento análisis del relato revela que la disposición de las secuencias del relato sí

obedece a una lógica concreta y no al caos puro. Para encontrar los fundamentos de

dicha disposición, tenemos que remitirnos al esquema de justicia que está planteando

“El hombre”. En un escenario de conflictos interpersonales, ante la sangre derramada, la

única venganza satisfactoria consiste en derramar a su vez la sangre del primero. Como

sea, en este proceso de derrames de sangre, no hay una clara diferencia entre el acto

castigado por la venganza y el propio acto vengativo. Éste se presenta como represalia,

y toda represalia provoca nuevas represalias y así sucesivamente. De manera que el

crimen que la venganza castiga casi nunca se concibe a sí mismo como el crimen

inicial: se presenta ya como venganza de una falta más antigua (Girard). Así pues, la

venganza constituye un proceso que difumina la violencia inicial y que, por su ley de

estructura de la disposición de la información intenta emular la confusión del viejo Esteban acerca de si

mató o no mató a Justo Brambila.

62

operación („sangre por sangre‟), no tiene conclusión —a menos que interfiera el agente

de otro sistema judicial,46

como sucede en la cadena de violencias que encarna la

familia de los Átridas, en la mitología griega—. Cada acto de venganza es un nuevo

círculo en el que el vengador tiene legítimo derecho de matar; cada nuevo círculo es un

pequeño proceso que al finalizar vuelve a empezar con el único ajuste de que el rol de

los implicados queda subvertido. El sistema judicial de la venganza, entonces, es un

proceso infinito, de eterna duración. En una cadena de represalias, todas las nuevas

sangres derramadas recuerdan y emulan la primera sangre derramada. El acto vengativo,

por lo tanto, no conoce la linealidad del tiempo.

Con “El hombre”, Juan Rulfo plantea precisamente los códigos del esquema de la

venganza y, en especial, las consecuencias de no acatarlos. Sin embargo, el autor no

sólo se preocupa por abordar el tema a través de los personajes o la voz del narrador,

sino que además traspone la complejidad interna de esta modalidad de justicia a la

forma del cuento (en su primera parte) para ofrecer una interpretación cabal del

fenómeno de la venganza. Rulfo no proporciona dato alguno acerca del crimen que da

origen a la cadena de represalias. Sabemos que Urquidi asesinó al hermano de José

Alcancía, pero las características de este homicidio —lo patea hasta desfigurarlo y, no

contento con eso, lo revuelca en el lodo como un evidente ademán de humillación—

hacen pensar que no es el crimen primigenio sino un acto punitivo en sí. Por otro lado,

cuando Urquidi, luego de que su familia ha sido aniquilada, asesina a José Alcancía,

sabemos que los hijos de este último permanecen vivos; existe la posibilidad, por tanto,

46

“El sistema judicial aleja la amenaza de la venganza. No la suprime: la limita efectivamente a una

represalia única, cuyo ejercicio queda confiado a una autoridad soberana y especializada en esta materia.

Las decisiones de la autoridad judicial siempre se afirman como la última palabra de la venganza”

(Girard 23).

63

de que, como el coronel Terreros en “¡Diles que no me maten!”, crezcan y continúen la

escalada de violencias.

Como bien puede observarse, aunque el cuento tiene un final cerrado, los indicios

que siembra conforme avanza la trama invitan a pensar en un marco más amplio de

posibilidades: “La conclusión de „El hombre‟ está bien y claramente definida en la

historia (la sumaria ejecución de José Alcancía), pero el discurso está tentadoramente

abierto hacia una protofábula que le precede, hacia algunas elipsis internas y hacia un

sinnúmero de elipsis continuativas” (Flores 446). Tenemos, pues, que el relato cumple

con el primer aspecto del esquema de venganza: los orígenes y la conclusión de la

violencia están difuminados o se encuentran en proceso de estarlo.

Según dijimos, el desvanecimiento de los polos de la secuencia vengativa se debe a

la reiteración del mismo acto que emula una y otra vez al anterior derramamiento de

sangre. En la primera parte del cuento, veremos que esto también se cumple.

Empezaremos por el final. El último párrafo de la primera parte del cuento es, en

términos del tiempo de la historia, el evento precedente que da inicio al texto: “Y

después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso

se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche

nublada” (Rulfo 62). Entonces, si el primer párrafo y el último se vinculan de acuerdo al

orden de los eventos, tenemos que, de entrada, la primera parte de “El hombre” plantea

una estructura circular:47

el final del relato desemboca en el comienzo. De mayor

importancia, empero, resulta percatarse que dentro de esta circularidad existe una serie

de eventos que se repiten, lo cual provoca, a su vez, una especie de estancamiento

47

Me parece difícil sostener las afirmaciones de Marcelo Coddou respecto del orden de las secuencias:

“El narrador relata con estricta linealidad desde el momento en que nos enfrenta a los personajes por vez

primera” (781).

64

temporal. Esta reincidencia en los eventos, como ya planteamos antes, supone la

representación —a nivel formal, sintáctico si se quiere— de la estructura de la cadena

de represalias de la venganza.

Sirvámonos de un ejemplo para ilustrar esta hipótesis. A continuación transcribo tres

fragmentos del cuento. Si bien cada uno de ellos está singularizado en virtud de sus

minucias descriptivas, no dejan de aludir a un mismo suceso:

1) Los pies del hombre […] treparon sobre las piedras, engarruñándose al

sentir la inclinación de la subida, luego caminaron hacia arriba, buscando

el horizonte. (57)

2) La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malasmujeres […]

Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. (57)

3) Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un

horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. (58)

Con algunas variaciones, los tres extractos refieren una misma acción: un hombre de

identidad desconocida escala un cerro. La lectura global del cuento, que enmarca a estas

tres fracciones, nos da la razón. Primero, sabemos que el narrador, para aludir al

perseguido, José Alcancía, se focaliza en sus pies; en las dos primeras citas está presente

este detalle. Por otro lado, el cuento nos sugiere que el perseguido no conocía la

geografía por donde trataba de escapar; la tercera cita encarna esta ignorancia. Ahora

bien, en los tres ejemplos se habla de subir un cerro (“la inclinación de la subida”, “La

vereda subía”, “el cerro por donde subía”). El narrador, pues, nos relata tres veces el

mismo acontecer. Lo interesante es que ninguna de las tres citas incluye datos que

determinen su temporalidad en relación una con otra, de modo que, en un ejercicio

consciente de ambigüedades, Juan Rulfo desarticula la lógica lineal y lo sustituye por un

orden que prima la repetición. Comenzamos a vislumbrar la relación que se establece

65

entre la estructura de “El hombre” y la estructura del esquema de venganza („la sangre

que derramo es la misma sangre que derramaste‟, y así sucesivamente) en el que

perseguido y perseguidor están inmersos.

Tanto Urquidi como José Alcancía asimilan su rol de vengadores. Ambos personajes

asumen ciertos códigos de comportamiento que, al margen de su conflicto, los

emparenta. Existe un entendimiento: “the alternating viewpoints produce a kind of

dialogue between the two men, a form of hidden comunication in which the crossing of

distance and time heightens the dramatic effect48

” (Rowe 32). Urquidi sabe que después

de haber asesinado al hermano de Alcancía éste vendrá a buscarlo: “Desde entonces

supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes, despierto de día y de

noche” (60). Es precisamente esta conciencia de los personajes, que dominan la ética de

la venganza, la que se proyecta en la estructura de la primera parte del cuento, una

estructura, como dijimos, basada en la reiteración de eventos con variantes de tipo

descriptivo.

Incluso las referencias más secundarias, las de ambientación, entran en este esquema

de repetición. Veamos los siguientes fragmentos: “Vio venir las chachalacas. La tarde

anterior se había ido siguiendo el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol

estaba por salir y ellas regresaban de nuevo” (59); y más adelante: “Pasaron parvadas de

chachalacas, graznando con gritos que ensordecían” (60). Lo mismo que la escena

triplemente escrita en la que el hombre sube el cerro, el vuelo de las chachalacas se

repite sin ofrecer información temporal que permita trazar, en caso de haberla, una línea

48

“La alternancia de puntos de vista produce una clase de diálogo entre los dos hombres, una forma de

comunicación oculta en la cual la intersección de la distancia y el tiempo destacan el efecto dramático”

[Traducción mía].

66

cronológica.49

La sensación que deja es la misma: como la cadena de represalias, los

eventos del cuento ocurren una y otra vez.

Inmiscuidos como están en el proceso de los actos de venganza, no es de extrañar

que los personajes terminen por adueñarse del tiempo. En su metaforización del

esquema de represalias, la estructura del cuento borra las diferencias entre presente y

pasado y sitúa al futuro en un marco de conocimiento. En este sentido, se entiende por

qué Urquidi tiene certidumbres sobre el porvenir: “Terminaré de subir por donde subió,

después bajaré por donde bajó” (58). Apropiado de la dinámica circular de la

experiencia temporal, Urquidi domina incluso los azares de la muerte: “Mañana estarás

muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo” (61). Y

en efecto, aunque el relato no ofrece información precisa respecto del lapso transcurrido

hasta que sucede, sabemos que, tal como Urquidi lo “profetiza”, José Alcancía termina

muerto a manos suyas.

Cabe señalar que, además de la forma de “El hombre”, el entramado simbólico del

texto respalda nuestra lectura. En primer lugar, tenemos las repetidas alusiones a la

figura de la serpiente.50

A pesar de que el cuento sugiere una comparación entre este

reptil y el comportamiento de José Alcancía,51

no podemos eludir esa otra acepción que,

en su representación visual, posee la serpiente: el infinito. La escalada de venganzas

sería una eficaz analogía de la serpiente mordiéndose la cola. Por otro lado,

encontramos las referencias al río, del cual Salvatore Poeta hace una lectura

psicoanalítica: “El río […] asume un valor explícitamente fálico en la narrativa rulfiana”

49

Para William Rowe, la repetición de eventos señala el estancamiento temporal: “in the „El hombre‟, the

repeated references to the flight of the chachalacas produce the feeling that for Alcancía no time is

passing” (55). [“En „El hombre‟, las repetidas referencias al vuelo de las chachalacas produce una

sensación de que para Alcancía el tiempo no transcurre”; traducción mía]. 50

El artículo de Flores (consignado en la bibliografía) sobre “El hombre” es un estudio exhaustivo sobre

las distintas significaciones que posee la figura de la serpiente en el cuento. 51

Dice Donald Gordon: “Por una compleja asociación simbolística, la imagen de una serpiente aparece

relacionada con el hombre” (164).

67

(162). Al margen de esto, me parece que Rulfo conforma con el elemento del río otro

símbolo, al igual que la serpiente, de la infinitud: “Muy abajo el río corre mullendo sus

aguas entre sabinas floreadas; meciéndose su espesa corriente en silencio. Camina y da

vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra

verde” (59, las cursivas son mías). Las imágenes rescatadas de esta cita no nada más

proponen una figura del infinito —“Camina y da vueltas sobre sí mismo”—, además se

equipara al río con una serpiente, comparación que une este símbolo con el anterior.52

Así pues, parte del entramado simbólico de “El hombre” se adhiere a la propuesta que,

primero en el nivel semántico (el tema de la venganza) y luego en el sintáctico (la

estructura del relato), “El hombre” ofrece respecto de la experiencia temporal como

repetición de eventos.

Al inicio de este apartado dijimos que la diferencia entre las dos partes del cuento

tenía implicaciones más allá de las narrativas. Es hora de retomar el punto. En la

segunda parte, un borreguero relata la manera en que conoció a José Alcancía y cómo,

tiempo después, lo encontró sin vida en la orilla del río. Gracias a algunas marcas,

sabemos que esta narración está dirigida a un interlocutor, específicamente un

licenciado que anda en busca de José Alcancía. Además, en la últimas líneas se nos

revela que fue el mismo borreguero el que acudió a las autoridades a reportar la muerte

de aquél: “Yo sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada” (65). No

obstante, la articulación del relato por parte del borreguero no es un simple reporte sino

un despliegue de detalles que tiene la intención de desatenderse de una culpa que la ley

52

Gustavo Fares lleva más lejos la lectura simbólica del río y la serpiente: “El caminar y dar vueltas sobre

sí mismo describe dos cosas: una, dentro del relato que es la huída y la persecución; la segunda, el cuento

en sí, que va y viene sobre sí mismo, sobre las voces de los personajes y sobre los diferentes tiempos de

los acontecimientos. Río y texto son uno solo: la imagen referida es también la que la refiere y, en este

sentido, es autorreferencial. El símil del río para representar al texto se enriquece con una segunda imagen

presente a lo largo del relato: la de la serpiente que se enrosca sobre sí misma y se arrastra, imagen que

refiere tanto al animal en sí como al texto mismo” (64).

68

judicial trata de imponerle: “¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo

encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese

individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa” (65). La segunda parte del

cuento es, pues, el espacio de una justicia institucional fallida.

Ahora bien, así como la primera parte del cuento refleja en su estructura la

temporalidad que encarna el esquema de venganzas, la segunda proyecta en su

narración tradicional la linealidad de la razón. Ya comenzamos a ver el sentido de la

división del cuento: el sistema de venganza vs el sistema institucional.

Esta oposición, sin embargo, puede ser llevada hasta sus últimas consecuencias: la

venganza se afilia a una concepción mítica del mundo, donde el tiempo cronológico

queda a los pies de la repetición de eventos, y el sistema institucional de justicia se

ajusta a un encuadre racional, histórico, en el que la linealidad prevalece. Harry Rosser

intuye esta dualidad: “el recurso del desorden [en “El hombre”] aparente revela la

pérdida del ser individual en mundos impersonales y dramatiza la negación del concepto

69

de progreso. El efecto de todo esto es que el enfoque del texto cambia y se proyecta la

narrativa desde una base histórica hacia lo mítico” (414). La división del cuento ilustra

la diferencia entre estos dos mundos que son, dicho sea de paso, irreductibles: para el

universo de José Alcancía y Urquidi, la justicia es derramar la sangre; para el del

licenciado, su palabra.

2.1.4. “No oyes ladrar los perros”: el tiempo de la esperanza

La crítica no ha sido unánime respecto del eje alrededor del cual están escritos y

ordenados los cuentos de Juan Rulfo. De la variedad de propuestas, quisiera destacar

aquella que hace del tema del camino y los caminantes la columna vertebral de El Llano

en llamas.53

Es muy evidente en “Talpa”, para cuyos protagonistas el camino

representa, como señala Yvette Jiménez de Báez, un viacrucis que no redime; o en “Nos

han dado la tierra”, relato en el que la caminata, como en la condena olímpica impuesta

a Sísifo, constituye un movimiento vano y monótono. En los textos rulfianos, el camino

es una forma de vida (“En la madrugada”, “La Cuesta de las Comadres”) o una forma

de muerte (“La noche que lo dejaron solo”, “El hombre”). En el caso de “No oyes ladrar

los perros”, la figura del camino alcanza ricas significaciones gracias a los elementos

simbólicos esparcidos durante toda la trama.

El relato narra la historia de un padre que encuentra a su hijo, llamado Ignacio,

herido de muerte, de quien, tiempo atrás, había renegado por haberse metido al mundo

de la delincuencia (asesinó a su propio padrino, Tranquilino). Más por el cariño y

respeto aún profesado a su difunta esposa que por amor paternal, el padre decide ayudar

53

Para una revisión exhaustiva de este tópico, véase Onrubia García.

70

a su hijo. Se lo sube a los hombros y se encamina hacia Tonaya, un pueblo cercano

donde, según le dijeron, hallará quién lo sane. Como en otros tantos textos de El Llano

en llamas, “No oyes ladrar los perros” aborda el eterno conflicto entre la figura paterna

y el hijo.54

Mientras que, en cuanto a la temporalidad, “¡Diles que no me maten!” y “El hombre”

se caracterizan, respectivamente, por el fraccionamiento del tiempo absoluto en tiempos

locales y por la repetición de eventos, “No oyes ladrar los perros”, en cambio, apuesta

por un entramado completamente lineal. No existe a nivel de estructura discordancia

alguna entre el tiempo del discurso y el tiempo de la historia. El único corte del cuento

—a los que Juan Rulfo recurre durante todo el cuentario y que después se convertirá en

la piedra angular de Pedro Páramo—, situado casi al final del texto, no tiene como

intención desajustar las coordenadas temporales cronológicas.

Atendiendo a las consideraciones del párrafo anterior, podríamos pensar que someter

“No oyes ladrar los perros” a un análisis de su temporalidad es un ejercicio estéril. Sin

embargo, si hacemos una lectura cuidadosa del texto, nos daremos cuenta de que posee

una composición que, sin hacer el despliegue de ostentosas técnicas narrativas de, por

ejemplo, “¡Diles que no me maten!” y de “El hombre”, revela sentidos complejos acerca

de la temporalidad.

El cuento está articulado predominantemente a partir de dos voces: la del narrador

heterodiegético y la del padre. La participación de Ignacio se reduce a unas cuantas

líneas dialogadas. Ahora bien, cada una de estas dos voces construye una figura

temporal distinta. La primera, que denominaremos «tiempo de la acción», es la que

54

Para Jiménez de Báez, el texto “gira en torno a una imagen dominante: la figura dual formada por el

padre y el hijo. Es decir, claramente la escritura destaca el binomio padre-hijo que constituye el núcleo

generador de una sociedad patriarcal. Al morir el hijo (como la muerte de Miguel Páramo en la novela)

imposibilita esa estructura, y se cancela su futuro” (91).

71

principia con la primera línea del cuento (“Tú que vas arriba, Ignacio, dime si no oyes

alguna señal de algo o si vez alguna luz en alguna parte”) y que termina con el arribo de

ambos personajes a Tonaya. Lo denomino «tiempo de la acción» porque refleja la

sucesión de acciones de los personajes en una línea de tiempo concreta: padre e hijo

dialogan, caminan, descansan, vuelven a caminar y llegan al pueblo anhelado. La

segunda figura temporal, que llamo «tiempo del recuerdo» está contenida en las

analepsis que surgen, por un lado, de breves alusiones del narrador y, por otro, de las

rememoraciones del padre de Ignacio. Aunque casi cualquier narración detenta esta

doble configuración del tiempo, la originalidad de “No oyes ladrar los perros” estriba en

que ambas figuras temporales no sólo clarifican los mecanismos de subjetivización de la

temporalidad, sino que además arroja luz sobre los lineamientos de una cosmovisión

que se perfila como mítica.

Veamos la primera figura temporal, la que llamamos «tiempo de la acción». Al igual

que el de la mayoría de los textos recogidos en El Llano en llamas, el narrador de “No

oyes ladrar los perros” es bastante lacónico. Sus intervenciones, además de ser escasas,

nunca buscan la explicación o la descripción. Apenas se utilizan los adjetivos. Casi

todas las apariciones del narrador heterodiegético están orientadas a las acciones de los

personajes. De ahí que no exista una ambientación plena. Son pocos los elementos

descriptivos que favorecen a la construcción de una imagen acabada del entorno.

Intuimos que el espacio es un camino pedregoso y sabemos, gracias a la reiterada

mención de la luna, que los acontecimientos suceden durante la noche. Como

consecuencia de tal economía verbal, no existen —con alguna excepción— marcas

temporales explícitas que permitan hacer un registro más o menos claro del tiempo

transcurrido desde que inicia el cuento hasta que Ignacio y su padre arriban a Tonaya.

72

Por lo tanto, es necesario tomar prestado un elemento de la brevísima descripción del

paisaje para trazar, aunque sea con parámetros subjetivos, el tiempo de la acción: la

luna.55

Hay cuatro referencias a la luna durante la trama del cuento: “La luna venía saliendo

de la tierra, como una llamarada redonda” (137); “Allí estaba la luna. Enfrente de ellos.

Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía

más su sombra sobre la tierra” (138); “La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo

oscuro” (139); “[El padre] vio brillar los tejados bajo la luz de la luna” (140). Estas

cuatro alusiones tienen dos características que propician la relación que se busca

establecer entre la luna y la temporalidad: el movimiento y el cambio de color:

Sale con la luz redonda cuando el viejo siente que deben estar acercándose a

Tonaya que, según se les había dicho, quedaba sólo un poco más allá detrás de la

montaña, y ya habían pasado la montaña desde hacía tiempo. En las primeras

etapas del viaje el hijo había rogado a su padre que lo bajase, instándole a que

fuese solo, y prometiendo alcanzarlo cuando se sintiera mejor. Ya no dice ni

siquiera tanto; la luna ahora es grande y rojiza. Cuando Ignacio con una voz

inaudible ruega nuevamente que lo baje para que pueda acostarse un rato, la luna,

subiendo en un cielo claro, es casi azul. El padre sigue penosamente en la noche

que se le adelanta hasta que por fin ve los tejados debajo de la luna en toda su

plenitud, pero para entonces ya es tarde. (Gordon 127)

Como puede constatarse, la luna traza una dinámica que, independientemente de no

operar bajo parámetros temporales objetivos —los del discurso racionalista—, proyecta

una clara línea temporal del momento de la acción. El movimiento de un punto A a un

punto B de los personajes es paralelo al arco que dibuja la luna. Roland Forgues ha

55

La figura de la luna aparece en cuatro relatos de El Llano en llamas. En todos ellos, además de

constituir un elemento ambiental, la luna fomenta una lectura simbólica debido a su inserción en

momentos coyunturales de la narración. En el caso de “No oyes ladrar los perros”, se ha dicho, entre otras

cosas, que la luna representa a la madre ausente como intermediaria del conflicto padre-hijo. Arenas

Saavedra dice: “En este cuento, estudia Rulfo lo interior de los personajes y para ello se vale del ciclo

lunar como simbolismo de la vida humana, dando en un instante misterioso toda la tragedia de esta vida”

(63). Luisa María Ortega le otorga un valor más bien hierofánico: “la luna […] como testigo y ratificación

de que, por sobre todas las limitaciones y contingencias humanas, la naturaleza se convierte en

posibilidad de trascendencia” (57).

73

señalado que, como consecuencia de la economía verbal respecto de la descripción del

entorno, la temporalidad de “No oyes ladrar los perros” queda anulada, por lo que se

crea una especie de atemporalidad (130). Me parece, por el contrario, que las cuatro

referencias a la luna, en virtud de sus características de dinamismo, descartan tal

estancamiento.

Dijimos que la segunda figura temporal, «el tiempo del recuerdo», se derivaba de las

anacronías generadas a partir de breves digresiones del narrador y de los recuerdos del

padre de Ignacio. En primera instancia, hemos de decir que las alusiones a esta figura

temporal opera en un nivel muy distinto a la del «tiempo de la acción». Ésta es la

primera mención: “no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás,

horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda” (137, las cursivas son mías).

Esta referencia corresponde a un tiempo que se ubica momentos antes de que arranque

la narración. La siguiente referencia, a su vez, se acomoda temporalmente atrás del

instante de la cita anterior: “Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,

donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy

haciéndolo” (139). La tercera alusión se posiciona ya no en una precedencia inmediata,

sino que se da un salto considerable hacia atrás en la línea del tiempo: “lo dije desde que

supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando

gente…Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que le dio su

nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted” (139).

Finalmente, la última referencia equivale a un retroceso extremo, esto es, mediante las

rememoraciones del padre de Ignacio, se llega hasta el instante del nacimiento de éste:

“Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para

74

volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella.

No tenías llenadero. Y eras muy rabioso” (140).

Según se observa, por vía de las anacronías del narrador y del padre de Ignacio, se

teje una línea temporal cuya dirección —hacia atrás, hacia el pasado, hacia el origen—

es independiente de la dirección del «tiempo de la acción», que lleva un orden lógico,

hacia delante. Esta doble configuración del tiempo adquiere mayor relevancia cuando

advertirnos el número de página de las citas: el recorrido hacia el pasado mediante la

segunda figura temporal se va trazando conforme avanza hacia delante la primera figura

temporal. Con el fin de evitar confusiones, veamos la doble configuración en una

gráfica:

Es verdad que ninguna de las dos líneas temporales por separado ofrece mayor

complejidad o sentidos ocultos. No obstante, en una lectura global, esto es, una lectura

que reúna ambas líneas, el cuento logra articular una concepción del tiempo muy

interesante. Vayamos por partes: en la gráfica vemos que la primera figura temporal

traza un trayecto que va del encuentro del Ignacio herido con su padre hasta el arribo a

Tonaya. Aunque la ambigüedad se mantiene en todo momento, las descripciones

75

sugieren que Ignacio muere al llegar al pueblo: “Al sentir el primer tejaván se recostó

sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su

cuello” (141). De modo que, en términos simbólicos, la caminata de los dos hombres

representa el recorrido hacia la muerte. Por otro lado, señalábamos que la temporalidad

de la segunda figura temporal, «el tiempo del recuerdo», traza una línea que va del

momento presente hacia el pasado más lejano, es decir hasta el nacimiento de Ignacio.

Así pues, las anacronías marcan una línea que encarna el viaje hacia el origen.56

Ahora bien, según lo explica la gráfica, la progresión de la segunda figura temporal

va adquiriendo realidad conforme avanza la primera, de modo que al final del relato, los

polos de cada línea se fusionan. Dicho en otras palabras: muerte y origen quedan

ubicados en un mismo punto. Así quedaría la gráfica con los últimos datos adheridos:

El pensamiento mítico busca en el origen, paradigma de la inocencia y el orden, la

armonía descompuesta. Para el padre de Ignacio, la trayectoria vital de su hijo no tiene

espacio para la redención: “Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,

56

“No debemos olvidar que para llegar al origen, una de las formas, es la del retorno progresivo como

una rememoración minuciosa y exhaustiva de los acontecimientos personales e históricos” (Arenas 67).

76

volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal de que se vaya lejos, donde

yo no vuelva a saber de usted” (139). Es aquí donde encontramos el contorno mítico de

“No oyes ladrar los perros”. Con una doble configuración temporal —dos líneas

temporales que no obstante ser opuestas no se excluyen sino que se integran—, Juan

Rulfo hace que muerte y origen confluyan en un mismo punto. Desde una perspectiva

mítica, esta auténtica contradicción se resuelve de la siguiente manera: el arribo de la

muerte es el preludio del renacimiento, o bien, el acto de nacer prepara el advenimiento

de la muerte.57

Una lectura como la que proponemos presupone que Ignacio es un ser maldito (“He

maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he

maldecido”) y que sólo la muerte le consagra una oportunidad. A este respecto, dice

María Luisa Ortega: “la estructura circular de la mayoría de los cuentos y la presencia

de los símbolos moldean una dimensión temporal que […] perfila un rescoldo de

esperanza” (63). En efecto, la circularidad, digamos, interna de “No oyes ladrar los

perros” debe de entenderse como un atenuante —que no un supresor— del fatalismo tan

citado cuando se habla de El Llano en llamas.

2.2. Espacialidad mítica en El Llano en llamas

Quizás en un silencioso acto de rebeldía, muchos de los personajes de El Llano en

llamas, por no decir todos, viven continuamente ensimismados. El hombre rulfiano

57

“Aunque dentro de los parámetros racionales, vida y muerte se contraponen, desde el horizonte mítico

los contrarios se ligan y la muerte se enlaza con el retorno a la unidad primordial, a la pura apertura del

ser” (Ortega, Mito 58-59). La lectura anterior es secundada por Roland Forgues: “Es que la vida vista por

Rulfo como una continuidad que la muerte viene modificando sólo cuantitativamente. Esto remite, por

supuesto, a la cosmovisión indígena y a la concepción cíclica del tiempo y de la historia que tenían las

poblaciones precolombinas” (32).

77

absorbe trozos de realidad, los procesa en su interior y luego los externaliza a través de

la palabra; de ahí que sean pocas las narraciones que no estén ejecutadas en forma de

monólogo o, en menor medida, a modo de soliloquio. Tal procesamiento de la realidad

implica sin duda un reordenamiento muy personal, muy subjetivo.58

Así, desde el

interior, a través de la mirada y de los demás sentidos, los personajes de Rulfo

modifican esa realidad que, acaso por mera fatalidad —o en ciertas ocasiones por

circunstancias históricas muy concretas—, les ha tocado.

A veces las disposiciones psíquica y emocional del personaje inspiran una

modificación negativa del entorno, y entonces el animismo de la naturaleza, como la

respiración y la voracidad del río que no puede cruzar José Alcancía en “El hombre”,

alcanza dimensiones hostiles y destructoras; a veces, en cambio, se transforma la

realidad para bien y la tierra, como en “Nos han dado la tierra”, se vuelve una extensión

de la carne del cuerpo y los ladridos de los perros adquieren el estatuto de símbolo de la

vitalidad. El animismo adverso, en el primer ejemplo, y la simbolización, en el segundo,

son relaciones muy específicas con el exterior que los personajes de los cuentos

establecen por necesidad; son formas de comunicación y discernimiento y a la vez

tablas de salvación, al menos de salvación espiritual. Estas formas, además, generan un

discurso que explica el mundo «de otro modo»: “El hombre se reconoce y expresa en el

lenguaje de sus símbolos y de sus mitos mucho más profundamente que cuando lo hace

sólo con el lenguaje de la causalidad y de la razón” (Jiménez de Báez, “Destrucción…”

584). Tal lenguaje simbólico permite darle significado, aunque sea uno negativo, a la

variada contingencia. Jiménez de Báez habla de causalidad y de razón, y yo agregaría a

58

“Se diría en verdad que el mundo exterior fuese algo así como una emanación de los personajes o,

dicho de otro modo, que la poderosa carga de realidad interior que éstos tienen hiciera posible una visión

del mundo exterior en que se mueven” (José de la Colina).

78

la historia como ese otro discurso que, en el universo rulfiano, no concede herramientas

para la obtención de sentido.

Todo lo anteriormente señalado, me parece, es consecuencia directa del modo en que

los seres rulfianos han sido situados en el mundo. Lejos del urbanismo, de las

instituciones más elementales que ofrecen orden y simetría a un grupo, los personajes

que desfilan por El Llano en llamas quedan expuestos a la intemperie con el símbolo

como único lenguaje intermediario; esto es, no hay aparatos propiamente conceptuales

entre el campesino rulfiano y su realidad. Hablamos casi de una inmediatez concreta,

que se torna el fundamento principal en la vinculación del ser con el entorno. Por lo

tanto, toda experimentación es de carácter primario, mas no por eso es sencillo; la

complejidad de la percepción simbólica del mundo no es menor que la complejidad del

mundo percibido desde la más austera racionalidad, pues el sinfín de categorías lógicas

para aprehender el entorno se corresponde con la pluralidad de posibilidades que

concede la exploración sensorial. Más allá de su aparente irreductibilidad, ambas formas

de apreciación, en todo caso, son complementarias, juntas favorecen el conocimiento

integral del universo.

De esta nueva forma de «leer» el mundo, me interesa resaltar aquello que concierne a

las construcciones discursivas de los espacios. A propósito de la espacialidad dominante

en los relatos de Juan Rulfo, apunta Jaime Concha: “Pocas veces, que yo sepa, hay

indicación de izquierda o derecha, pues eso supondría una marca cultural demasiado

„evolucionada‟; y, salvo corrección ulterior, en todo El Llano en llamas no he

encontrado sino una referencia al „sur‟, al comienzo de „Luvina‟” (206). Y aun ese „sur‟

que aparece en “Luvina” pierde su estatus como categoría abstracta de orientación

puesto que el lector nunca logra localizar dicho punto cardinal en un sistema completo;

79

de manera que el sur de “Luvina”, más que valor locativo, tiene implicaciones

puramente descriptivas.59

Poco importan las razones por las que los personajes de Rulfo

no manejen los sistemas conceptuales básicos de la espacialidad (izquierdo, derecha;

norte, sur, este, oeste, etcétera); la verdadera relevancia radica en esa necesidad de

apelar a formas primarias de orientación, las cuales tienen que ver más con la

sensibilidad simbólica que con la apreciación racional.

En este modo alterno de concebir y entender los espacios, no extraña la proliferación

de deícticos diseminados por todo El Llano en llamas. Si bien, como puntualiza Jaime

Concha, la detección y análisis de estos deícticos han sido acciones dirigidas al estudio

de las formas de la oralidad —aspecto que, por otro lado, representa un campo fértil—,

no cabe duda de que tal abundancia, además, tiene un nexo importante con el proceso de

subjetivización a que es sometida la espacialidad construida predominantemente desde

los sentidos. Los deícticos «aquí», «allá», «acá», entre otros, y las construcciones

reiteradas del tipo «cerca de mí», «lejos de mí» tienen como fundamento la ubicación

central del sujeto que aprehende, lo cual lo convierte en el eje a partir del cual se

movilizan las coordenadas que, por lo mismo, nunca son fijas.60

Si al desplazamiento fertilizante del sujeto creador le agregamos la percepción

predispuesta por los estados psíquico y emocional de la que hablamos anteriormente,

tendremos como resultado una forma múltiple de experimentar un mismo espacio. Éste,

59

Basándose más que nada en un criterio biografista, Yvette Jiménez de Báez no duda en ubicar San Juan

Luvina, el pueblo al que alude el cuento, en un punto determinado de la cordillera de Oaxaca. En una

lectura así, el „sur‟ del relato sí tendría un valor geográfico muy específico. Yo he decidido seguir la

postura de Blanco Aguinaga: “„Cerros altos del Sur‟: con esta primera frase —engañosa geografía

inconcreta que dominará todo el cuento— nos lanza Rulfo hacia lo indefinido de una realidad interior”

(91). 60

Todo lo contrario a lo que sucede, según Fares, con el espacio de la razón: “la configuración espacial

no se fija alrededor del cuerpo de quien ve, o conforme a las características de un punto de vista central,

sino que se encuentra plagada de objetos y formas, cuya propiedad fundamental es la de existir sin que lo

hagan para un observador individualizado, algo así como si las cosas fuesen visibles sin que su visibilidad

sea el resultado de la acción de un observador, y llevaran en sí una calidad especular” (Imaginar 40).

80

entonces, deviene identidad en la medida en que, como en “El hombre” o en “La Cuesta

de las Comadres” adquiere valor simpático o antagónico, en tanto que se enfrenta al ser

humano, al que intenta ayudar o aplacar, regresarlo al paraíso o bien reducirlo a las

cenizas. Según Gustavo Fares, y estoy de acuerdo con él, a la mitificación del espacio

en El Llano en llamas le precede una voluntad regresionista, en el sentido positivo del

término: “La esperanza de realización de un espacio mejor, o al menos diferente, en

donde el ser pueda manifestarse plenamente y que restituya a la experiencia su densidad

original” (Imaginar 49).

Así pues, la concepción de los espacios por parte de los hombres rulfianos obedece a

una nostalgia similar a la que promueve la concepción de la temporalidad: el retorno a

los orígenes. Como veremos más adelante en los análisis de dos cuentos, a esta

búsqueda del origen le es inmanente la negación de los espacios de la Historia, siempre

ausente. La gran mayoría de los cuentos de la colección están articulados a partir de un

narrador en primera persona o de varias voces que, por su extensión, adquieren estatus

de narrador. Este patrón no sólo concierne a los acercamientos estilísticos, ya que

revelan esa apetencia del hombre mítico de, lo mismo que con la temporalidad, ser el

creador o al menos el que reconfigure el entorno. Se trata, al final de cuentas, de la

necesidad mítica de singularizar los espacios, de diferenciarlos, de romper con la

homogeneidad estéril que tratan de imponer los lineamientos de un pensamiento

racional en pugna.

2.2.1. Aspectos teóricos sobre la espacialidad mítica

81

Es un hecho que son pocos los estudiosos del mito que han puesto especial atención en

la naturaleza de la espacialidad concebida desde el pensamiento mítico. Claude Levi-

Strauss, más interesado en el nivel sintáctico de los relatos míticos, apenas escribe

algunas líneas sobre la filosofía detrás del mito, y como consecuencia, sus aportaciones

acerca de los espacios son muy escasas. Por su lado, Gilbert Durand, a pesar de que su

obra es realmente voluminosa y comprende no nada más aspectos míticos sino también

simbólicos, rituales e incluso aspectos sociológicos, no desarrolla con profundidad el

tema61

de la espacialidad en virtud de un mayor enfoque en otras cuestiones. Ni siquiera

Lluís Duch, cuyo trabajo fundamental, titulado Mito, interpretación y cultura, es de

corte recopilatorio y tiene la intención de ser totalizante, exhaustiva, le dedica algún

apartado al tema de la espacialidad mítica.

Desde la antigüedad, existen más que nada reflexiones sobre espacios específicos

alusivos a mitologías concretas. No faltan los ensayos acerca de la arcadia helena, o

acerca de los espacios judeocristianos como el infierno, el purgatorio y el paraíso. No

obstante, poca información hay sobre las bases comunes que soportan las

construcciones de estos espacios. Y es que ante lo imponente que resulta el estudio de la

temporalidad en relación al discurso mítico, parece ser que la discusión sobre la

naturaleza de los espacios se vuelve ancilar del primero, sobre todo si se piensa —como

lo pensaría, desde luego, el discurso racionalista— que las consideraciones en torno al

tiempo se pueden, sin mayor problema, extender a las del espacio. Sin embargo, como

trataremos de ver en este apartado, para el discurso mítico el topos no funciona en

61

En “La creación literaria. Los fundamentos de la creación”, Durand aborde el tema del espacio literario

como generador de espacios míticos. Para él, la capacidad del lenguaje creativo desborda los límites de la

literatura y los espacios literarios se proyectan en la conciencia del lector, lo cual implica una

reconfiguración de los espacios extratextuales. Aunque tal propuesta es por demás interesante, no la

integro a esta investigación porque sigue otros lineamientos ajenos a los aquí planteados.

82

coordinación con el cronos ni tienen la misma línea de comportamiento, de manera que

el primero ofrece particularidades ajenas al fenómeno temporal.

De entre todos los estudiosos del mito, son Ernst Cassirer y Mircea Eliade los que,

desde posturas muy distintas, ofrecen la reflexión más completa de la problemática

autónoma que representa la noción de espacio concebida por el pensamiento mítico.

Con las aportaciones de ambos autores, intentaremos llegar al concepto de espacialidad

que tenía el hombre del mito.

Resulta interesante observar que existe una revolución en la visión de Cassirer

respecto de la complejidad del pensar del hombre mítico. En su obra más temprana,

Antropología filosófica, a pesar de que se señalan muchos de los aspectos más

importantes de la mentalidad mítica, es evidente un marcado acento evolucionista; esto

se puede verificar más que nada en la idea de progreso que maneja. En esta obra,

Cassirer dice que el hombre, “no de una manera inmediata sino mediante un proceso

mental verdaderamente complejo y difícil, llega a la idea de espacio abstracto, y esta

idea es la que abre paso no sólo para un nuevo campo del conocimiento sino para una

dirección enteramente nueva de su vida cultural” (73). Como bien puede constatarse, en

esta cita se huele todavía la idea occidental por antonomasia de que el paso de lo

concreto a lo abstracto —el «milagro heleno», expresa Lluís Duch con humor— no es

un mero acontecimiento histórico sino el curso natural del desarrollo del intelecto. Por

tanto, en Antropología filosófica aún se utilizan los conceptos de «hombre primitivo» y

«hombre moderno» al igual que si fueran los polos de una única línea ascendente, y no

tanto variantes epistemológicas como, tiempo más tarde, otros estudiosos del mito —

Mircea Eliade, Jung, Gilbert Durand, Kolakowski, Carlos García Gual, Hans Georg

Gadamer, etcétera— lo considerarán.

83

Para cuando escribe su Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer ya ha planteado

otro esquema respecto a las distinciones que existen entre los pensamientos primitivo y

moderno. Entonces ya concibe al hombre como un animal que tiene la capacidad de leer

—leer e interpretar— la realidad a través de una red de símbolos, conformada por las

narraciones míticas, la religión, el arte, la lengua y la ciencia. Aunque Cassirer sigue

sosteniendo que hay diferencias importantes entre un tipo de pensar y otro, éstas ya no

se representan como diferencias cualitativas sino de naturaleza. Por lo tanto, la

abstracción de la espacialidad deja de ser considerada la punta de una línea que avanza

diagonalmente hacia arriba, en cuya base se hallan los espacios del pensamiento mítico.

Al contrario, en un hecho paradójico si no perdemos de vista la propuesta de Cassirer en

Antropología filosófica, la capacidad mítica de captar un espacio está colocada en un

estatus superior en la medida en que, independientemente de su grado de objetividad,

dicen más de la experiencia del ser en virtud de la participación de todos los sentidos.

Para el hombre mítico, el «aquí» y el «ahora» no son un mero aquí y ahora, es decir,

términos de una relación universal —y por ende impersonal— que puede ser la misma

para los distintos contenidos, sino que cada punto, cada elemento posee un «aquí», una

tonalidad singular y concreta (Cassirer). Esta concreción y singularidad son dinámicas,

de modo que nunca podrá hablarse de una homogeneización del entorno; todo lo

contrario a la concepción racional del espacio, que está sustentada en los tres rasgos

fundamentales de continuidad, infinitud y uniformidad. El dato neurálgico es que para

la realización plena de este trío de características es necesaria la ausencia del sujeto,

pues la naturaleza de éste es heterogénea y finita, cualidades que se oponen a esa

uniformidad a la que apela la espacialidad de la razón. El hombre mítico, en cambio,

84

experimenta su espacio, no lo intelectualiza; por tal motivo Gilbert Durand dice que el

espacio «pensado» es sustituido por un espacio «vivido»62

(Ciencia 50).

Visualizado así el espacio, cada desplazamiento del hombre genera nuevas zonas

singulares y concretas. Existe, además, una transformación continua de las coordenadas;

los valores, por tanto, son cambiantes: cuando un hombre, luego de una larga y

extenuante caminata, arriba al esperado «allá», este punto se convierte —sin importarle

las coordenadas universales— en un «aquí» totalmente distinto del que se concebía

desde la lejanía y que, tal vez, generaba sentimientos ya sea de esperanza o pesimismo.

Esta clase de sentimientos, precisamente, son los que están ausentes en las coordenadas

del espacio racional. Y es que, dentro de la dimensión del mito, la disposición anímica

no hará otra cosa que alargar o extender las distancias, aunque, racionalmente, hablemos

de una longitud fija y objetiva. La espacialidad mítica, pues, nunca es estable en el

sentido de que, como señala Durand, “ningún desplazamiento deja indiferente a la

extensión de cualquier espacio” (Ciencia 50). Estas características de la percepción

mítica de los espacios rompen con las supuestas homogeneidad y continuidad del

racionalismo.

En resumen, con Cassirer tenemos que la concepción de la espacialidad del mito

permite poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el

racionalismo, lo mismo que con el tiempo, elimina para obtener la ansiada objetividad.

Es sobre todo la presencia del sujeto, su actuación como punto céntrico, el detonante de

estas particularidades: a través de su sus sentidos, los valores que se presumen rígidos,

como las coordenadas, las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan flexibles en el

nivel de la conciencia.

62

“El espacio geográfico, su hábitat, es lo único que existe para el hombre mítico y existe porque le es

necesario como marco para sus actividades. La idea de un espacio absoluto, formal y vacío no la

encontraremos en ninguna manifestación del discurso mítico” (Pabello 14).

85

A diferencia de Ernst Cassirer, Mircea Eliade enfoca su atención en espacialidades

mitológicas más precisas. Una de ellas es el Centro, un espacio de carácter simbólico de

suma importancia para la mentalidad mítica. Antes vimos que, según la definición de

mito de Eliade, el pensar del hombre mítico era un pensar paradigmático en la medida

en que su desenvolvimiento en el mundo constituía la repetición de ciertos actos. Pues

bien, la concepción de espacialidad también es de corte paradigmática. De manera que

para el hombre del mito, el Centro represente el principio fundamental pues “lo que es

fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma

se efectuó a partir de un centro” (Eliade, El mito 31). Como consecuencia, las zonas

periféricas, al estar alejadas del centro fundacional, ordenador y civilizado, deviene caos

y barbarie. Una vez ubicado este centro, la arquitectura, lo mismo secular que sagrada,

viene a reafirmar este esquema: según Eliade, la función de los templos o edificios

políticamente importantes en el interior de una ciudad es simbolizar ese Centro que

sostiene al mundo puesto en orden.

Podemos inferir que, detrás de su propuesta, Mircea Eliade está sugiriendo la

heterogeneidad del espacio en virtud de ciertas intenciones; así como existen un tiempo

profano y uno sagrado —durante el cual el hombre mítico se torna contemporáneo de

sus antepasados ejemplares—, existen un espacio vacío, uniforme y continuo, y uno

lleno de significaciones dependiendo de su ubicación, de su cercanía con el Centro

ordenador o con la periferia del caos. El espacio es experimentado no como un aspecto

autónomo, ajeno a la conciencia mitológica de las cosas, sino como un territorio lleno

de signos que el hombre del mito sabrá descifrar. A propósito de esto, dice Pabello

Olmos: “el hombre mítico es el que le confiere un sentido al paisaje; a su vez, el paisaje

es el que le asegura completa realidad a la existencia del hombre. La realidad humana es

86

vivida directamente como presencia, adherencia, a un modo localizado con mucha

exactitud” (13). En este sentido, la espacialidad —lo mismo que en Cassirer— adquiere

una dimensión subjetiva y, como consecuencia inmediata, se distancia del espacio

racional, en el que las matemáticas tiranizan las coordenadas, siempre idénticas, siempre

vacías de significado más allá del geométrico. Lo interesante es que, según el

planteamiento de Eliade, el hombre mítico concibe un espacio que por sus

características puede empatarse con el racional; pero al lado de éste, concibe otro, el

consagrado, el que posee sentido trascendente porque vincula al ser con otras regiones.

Lo mismo que se dijo para la temporalidad mítica ha de decirse respecto de la

espacialidad: no se trata de enfrentar los conceptos de espacio que, respectivamente, los

discursos del mito y de la razón construyen y proclamar un vencedor. Se trata, más bien,

de integrar las dos voces —tan legítimas una como la otra— con el fin de conseguir una

comprensión más completa de las complejas relaciones entre el hombre y el lugar por

donde camina.

2.2.2. “Luvina”: los espacios discontinuos

Cuando hacemos una revisión de la crítica sobre “Luvina”, enseguida nos percatamos

de que se subrayan con insistencia dos aspectos: 1) se trata de un cuento que antepone el

desarrollo del ambiente a la acción de los personajes;63

2) es el texto que funge como

enlace entre El Llano en llamas y Pedro Páramo.64

Pues bien, este par de certidumbres,

63

“«Luvina» es descriptivo, con poca, o casi ninguna acción” (Gordon 159); “«Luvina» es uno de los

típicos cuentos de ambiente de El Llano en llamas” (Fares, Ensayos 32). “«Luvina» es un cuento acerca

de un lugar” (Echavarren 155). 64

Véase, por ejemplo, el artículo de Francoise Perus, “Del cuento a la novela, o de cómo ir de Luvina a

Comala y no morir en el intento”, en Pedro Páramo. Diálogos en contrapunto (1955-2005), 93-107.

87

bien argumentadas por los críticos y a las que en términos generales me afilio sin

reticencia alguna, giran, me parece, alrededor de un mismo elemento: la singularidad

del espacio. Aunque muchas de las características espaciales presentes en este relato

están esparcidas en los demás cuentos del conjunto, es precisamente en “Luvina” donde

se detona una espacialización que, como trataremos de comprobar, se perfila como

mítica.

Primero tenemos que la configuración de San Juan Luvina, nombre completo del

lugar al que se refiere el relato, la hace un personaje de quien sólo sabemos que fue

maestro y que estuvo en tal poblado durante más de quince años. Se trata, pues, de un

ejercicio de memoria y de una narración que soporta los embates de la distancia

temporal. Lo mismo que en otros cuentos (especialmente “La Cuesta de las Comadres”,

“Nos han dado la tierra”, “Talpa” y “Macario”), en “Luvina” es de verdadera

importancia el hecho de que sea el personaje central del conflicto el que construya

mediante el discurso el espacio de acción. Y es que es tal la vitalidad de las palabras con

que el narrador evoca el espacio, que éste, como decíamos en las reflexiones teóricas,

cobra una identidad propia respecto de otros espacios vecinos y desarticula la

homogeneidad del topos lógico. En este sentido, Luvina es, como bien señala Alicia

Llarena, una imagen que no parte de la realidad física sino del recuerdo, de la

interioridad:

Luvina no como espejo concreto de cierta porción de la realidad mexicana, ni

como geografía física, tangible, sino como una imagen creándose, en proceso, a sí

misma, a través de una actitud conciliadora entre ficción y realidad, centrada

justamente en aquel que nos aporta información, el hombre que la cuenta y de este

modo la procesa. (247)

88

Este proceso de creación trae como consecuencia un efecto de discontinuidad entre

el espacio evocado, San Juan Luvina, y el espacio desde donde se evoca, la cantina. La

palabra del narrador nos sabe a las palabras de quien ha visitado otro plano, uno que se

rige bajo sus propias leyes. A propósito de esto, apunta Carlos Huaman: “El cuento nos

muestra dos mundos, insertados el uno dentro del otro” (58); sin embargo, creo que la

particularidad de la configuración de los dos espacios de “Luvina” reside, más bien, en

la ajenidad que un lugar tiene respecto al otro; por tanto, no podemos hablar

estrictamente de la existencia de un mundo dentro del otro, sino de dos mundos distintos

en calidad aunque yuxtapuestos.

La crítica ha sido unánime acerca de las características opuestas de los dos espacios

que presenta el relato. San Juan Luvina está configurado como un pueblo fantasma,

donde no hay nada para comer y lo único que existe para matar la sed es un mezcal no

muy bueno. Es un lugar en el que sus habitantes parecen estar muertos y en donde,

paradójicamente, los elementos del ambiente se han humanizado. El animismo de la

naturaleza acentúa aún más la inmovilidad de los habitantes, una inmovilidad que, a su

vez, redobla la atmósfera fúnebre. Es este halo mortuorio el eje que unifica todas las

descripciones: “aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el

más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto” (113).

Y al anquilosamiento y a lo fúnebre se le aúna un perpetuo sentimiento de tristeza cuyo

origen se desconoce: “Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se

conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara” (114). De este

modo, la descripción en sus distintos niveles arroja una serie de calificativos que, en su

conjunto, configura una isotopía del «no ser»: la imposibilidad de la vida, la infertilidad

de las tierras, la negación de la felicidad.

89

Del lado contrario, el espacio de la cantina se funda sobre todo en el vitalismo de sus

elementos, caracterizado por el constante sonido y el dinamismo: “Hasta ellos llegaban

el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines; el rumor

del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños

jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la entrada” (113). Más

adelante se repite la descripción en términos casi idénticos: “Allá afuera seguía

oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando” (115). Y casi al final

del texto, en caso de que al lector se le haya olvidado, el narrador dice por tercera vez:

“Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los

troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo

de la puerta se asomaban las estrellas” (121). Lo mismo que en la reiteración de

elementos fúnebres en San Juan Luvina, en el espacio de la cantina se redunda en

ciertos elementos descriptivos que unifica tonalmente65

(Pimentel) la espacialidad.

No hay duda al respecto: son dos espacios, el de la vida y la muerte. Detrás de sus

respectivas ambientaciones, sin embargo, resulta de mayor relevancia encontrar sus

correspondientes cosmovisiones. En San Juan Luvina existe una percepción “distinta,

simbólica, lírica, poética de la realidad. Una aceptación subjetiva del medio […]. Y

además, no se define sólo esa percepción entre las gentes, sino también en el mismo

narrador, que oscila ahora en un viaje contrario, trasladándonos de nuevo de los

simbólico a lo netamente real” (Llarena 245), mientras que la cantina “es el lugar donde

se habla y se razona, donde se trata de entender y de convencer, donde prima la lógica”;

“es el epítome de la civilización tal como se presenta en una estructura de pensamiento

65

Todos aquellos adjetivos, adverbios y frases que caracterizan de cierto modo un espacio son operadores

tonales. En el caso específico de “Luvina”, expresiones como “el rumor del aire”, “el sonido del río”, “los

gritos de los niños”, conforman un campo semántico cuyo eje es el sonido como síntoma de vida. De este

modo, el espacio de la cantina tiene unidad tonal: la vitalidad.

90

identificada con la lógica aristotélica y con la producción de objetos en el mundo”

(Fares, Ensayos 35, 32). Así pues, Luvina y la cantina son dos espacios que, en teoría,

son complementarios porque unificados brindan una imagen cabal de la experiencia del

hombre, que piensa y que intuye, que nace y luego muere, que cultiva la razón al tiempo

que celebra el mito.66

¿Cuál es, entonces, el motivo de la fragmentación? Roberto Echavarren ve la clave

en la naturaleza contextual de los dos lugares; en tanto que el espacio de la cantina,

argumenta, se sustenta en lo social, San Juan Luvina lo hace en la irrealidad:

En el lugar se desconstruye lo que en el contexto social se construye: Luvina es el

sitio del no-trabajo, de la catástrofe y de la carencia, mientras que la tienda de

bebidas es el lugar de las transacciones, del orden, de la planificación. Luvina es

el sitio de los sucesos incomprensibles, desagradables, angustiantes […] la tienda

de bebidas es la oportunidad de alivio, de recreo. (160)

Por otro lado, Friedhelm Schmidt señala que con “Luvina” Rulfo busca hacer una

inversión de los valores que, desde una perspectiva sobre todo política, poseen las

direcciones «arriba» y «abajo»; la configuración de los dos espacios, dice, obedece a la

búsqueda de una resemantización de estas direcciones que tienen una carga muy

evidente. Gustavo Fares apuesta por una lectura histórico-cultural. Para él, la

predominancia de un orden mágico, onírico en San Juan Luvina obedece a las

reminiscencias del pensamiento indígena en determinadas zonas de México. El bar, en

este sentido, representaría el sector citadino, que no logra asimilar un orden que no sea

el de la lógica.

Aunque concuerdo en algunos puntos con los críticos anteriores —sobre todo en

aquellos señalamientos de que el espacio de la cantina está construido con los

66

En un artículo titulado “Discurso narrativo de „Luvina‟”, Benito Varela Jácome elabora un par de

esquemas binarios que logran organizar todos los modelos descriptivos (ambientales, topográficos,

anímicos, etcétera) de una manera bastante clara.

91

parámetros de la razón—, me parece que el motivo de la diferenciación de los espacios

habrá que encontrarlo en dos lugares: 1) en el trayecto del personaje que a la postre será

el narrador y 2) en las circunstancias históricas que el cuento expone.

Antes dijimos que la configuración de San Juan Luvina era un ejercicio de memoria.

Ahora bien, este ejercicio de memoria está mediado por un sentimiento de decepción

producto de la falta de compromiso de un gobierno que, según dicen los pobladores, no

tiene madre: “En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas. Usted sabe

que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla

en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo” (120).

El agente externo nada más viene por carroña: “El señor [i.e., el gobierno] ese sólo se

acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo.

Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe”

(119). El narrador, pues, ha trazado un trayecto desde un lugar al que no ingresa la

Historia (de ahí la inmovilidad de San Juan Luvina) a uno donde aquélla motiva el

dinamismo y las imágenes llenas de vitalidad. En el instante de la narración, la voz del

maestro registra ya dos espacios cualitativamente distantes aunque próximos en el

ámbito geográfico.

El discurso del narrador hilvana con tanta pericia el material de la realidad fáctica

con su «región metafórica», como la llama Alicia Llarena, que al final del relato no nos

cabe duda alguna de que entre San Juan Luvina y la zona de la cantina hay una

discontinuidad propia de los espacios míticos. Tal discontinuidad está presente en

distintos niveles. A un nivel, digamos, topográfico, se concretiza en la medida en que

“Luvina se ubica en el «más alto» de los cerros del sur, mientras que la tienda de

bebidas se encuentra sin duda en un valle fértil por donde pasa un río” (Echavarren

92

168). Se trata, como mera introducción, de una discontinuidad física, entre una posición

de verticalidad con otra de horizontalidad. Conforme avanzamos en la lectura de

“Luvina”, sin embargo, nos iremos dando cuenta de que esta oposición puramente

topográfica genera una ruptura más de fondo, lo cual crea una escisión que arroja como

resultado el nacimiento de otra calidad locativa: “La confrontación del maestro con la

extrema pobreza en Luvina y con la vida desesperante de sus habitantes que solamente

esperan el momento de morir, produce en él un sentimiento de perturbación. El

contraste entre sus ideales y la vida real en Luvina es tal, que se siente como si estuviera

en otro país” (Schmidt 237). En efecto, ya no se trata de dos regiones de un mismo

mundo sino de dos mundos distintos, con códigos propios.

La crítica (Varela Jácome, José Alfonzo, entre otros) ha visto en la cantina un

umbral, una puerta de acceso a ese otro mundo que es San Juan Luvina. Esta

interpretación secunda nuestra lectura sobre la discontinuidad puesto que todo acto

ritual supone el traspaso de un umbral, lo cual implica una transformación, sea o no

momentánea, de las categorías tanto espaciales como temporales. Pongamos como

ejemplo el descenso a los infiernos en la Odisea. Antes de bajar, Ulises tiene que llevar

a cabo una serie de actos de carácter ritual; se prepara para un cambio de espacio, uno

en el que el tiempo o el binomio vida/muerte no existe. Para Ulises, Eneas, Teseo,

Heracles, Orfeo, la línea entre la superficie y las profundidades infernales supone un

trastrocamiento de la lógica. En “Luvina”, la narración del antiguo maestro funge como

el ritual de preparación; el nuevo maestro está a punto de cruzar una línea definitiva, de

penetrar en un mundo ajeno.

Hasta el momento, las desemejanzas apuntadas entre los dos espacios del relato

pueden, sin mayor problema, ser explicadas a partir de esquemas racionalistas; no

93

obstante, Juan Rulfo lleva el fenómeno de la discontinuidad al extremo cuando crea para

los lugares dos temporalidades distintas, lo cual rompe con todo vínculo lógico. El

narrador describe la atmósfera de la cantina y sus alrededores de la siguiente manera:

“Y afuera seguía avanzando la noche”; más adelante agrega: “seguía oyéndose el

batallar del río”; ambos fragmentos del texto proyectan una fluidez temporal propia de

un mundo que conoce el dinamismo, el progreso en la acepción historicista de la

palabra. En el nivel semántico, este progreso se simboliza en el movimiento continuo de

la corriente del río. Por el contrario, en San Juan Luvina “es muy largo” el tiempo, o

bien se vive “sin tiempo, como si vivieran siempre en la eternidad” (118). De esta

manera, Rulfo “establece una dimensión temporal para Luvina con vida propia,

independiente de la del plano temporal del hombre que relata” (Cannon 209). Esta doble

temporalidad implica dos modos distintos de consumir las energías de la vitalidad.

Cuando el arriero llevó en su carreta al maestro hasta la entrada de San Juan Luvina,

aquél quiso alejarse del lugar de inmediato porque “aquí se fregarían más [los

animales]” (115). Más adelante dice el narrador: “Allá viví. Allá dejé la vida…Fui a ese

lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado” (115). Es decir, aunque en

Luvina el trascurso del tiempo queda estancado, el consumo de la vida parece

vertiginoso.

En las mitologías podemos observar una serie de espacios discontinuos. Los más

conocidos son los que corresponden al pensamiento judeocristiano: la tierra, el cielo y el

infierno. Al pasar de la tierra al infierno, no sólo se produce un cambio de temporalidad

(las llamas del averno son eternas, la estancia terrenal finita), sino también de las formas

de asumir la existencia. Lo mismo podríamos decir, sin olvidar los matices

diferenciadores, de los espacios de la mitología grecolatina: la tierra, los campos Elíseos

94

y el Tártaro. Y así en toda mitología registrada. Son espacios discontinuos porque

operan bajo la condición de romper con la homogeneidad de la espacialidad concebida

desde el pensamiento racionalista. El narrador del relato en cuestión es muy claro al dar

a entender que San Juan Luvina ha sido abandonado por la Historia. Es un espacio

cerrado, una burbuja en la punta de un cerro, ignorante de los acontecimientos de allá

afuera, del exterior que le tiene sin cuidado. En “La Cuesta de las Comadres”, la

ausencia de la historia también implica un reordenamiento de la realidad; en este relato,

sin embargo, no se metaforiza el espacio al grado de crear, como en “Luvina”, un

mundo autónomo, ajeno a los parámetros racionales:

Luvina y Comala —el paraíso que se ha convertido en un infierno terrenal—

escapan a cualquier tiempo y espacio convirtiéndose en „topos‟ literarios de

amplia tradición, con tonalidades bíblicas, míticas, medievales y góticas, para

constituirse en unos lugares donde el hastío, la soledad y lo fúnebre adquieren una

traza romántica de sinuosidades laberínticas y de imposible salida. (De la Fuente

97-98)

Así, en vez de caer en la denuncia social directa, en la queja realista por antonomasia,

Juan Rulfo opta por configurar un mundo que traduce la decepción del periodo

revolucionario y los años posteriores en una imagen más comprensible al hombre de

todos los tiempos y todos los espacios.

2.2.3. “Nos han dado la tierra”: las transformaciones del espacio

A diferencia de la gran mayoría de los relatos de El Llano en llamas, “Nos han dado la

tierra”, junto con otros tantos (“El Llano en llamas”, “La noche que lo dejaron solo”,

“La herencia de Matilde Arcángel”, “El día del derrumbe”), ilustra un periodo

específico de la historia de México. Este aspecto ha motivado lecturas que ven en el

95

problema político (la repartición de las tierras) el punto principal del cuento: un

delegado que, detrás de su escritorio, se niega a entablar comunicación con el

campesino ignorante; un campesino que no entiende de trámites ni papeleos y que sólo

sabe que la tierra que le han dado no sirve para la siembra. En el apartado anterior

pudimos observar que el asunto histórico sutilmente esbozado en “Luvina” (las

campañas de alfabetización de la época posrrevolucionaria) era utilizado como base

para un planteamiento más complejo y de alcances más abstractos: la espacialización

mítica como resultado de vivir al margen de la Historia. A continuación constataremos

que en “Nos han dado la tierra” ocurre algo similar: el suceso histórico (la reforma

agraria) constituye sólo un elemento que, agrupado con otros (el estatus epistemológico

de los personajes, el conocimiento de la naturaleza, etcétera), potencia una lectura de

mayor envergadura: la percepción subjetiva del espacio como característica del hombre

mítico.

Cuatro hombres, entre ellos el narrador, caminan sobre un enorme trozo de tierra

árida, estéril, resquebrajada, con dirección a un pueblo. Se trata de un relato sobre el

retorno a casa. Los caminantes regresan a sus hogares después de haber tenido una

entrevista con un delegado del Estado que les ha entregado una extensión de tierra

infértil, “un comal acalorado”. El representante del gobierno no está dispuesto a entrar

en detalles y le tienen sin cuidado las posibles inconformidades. De existir quejas, habrá

que ponerlas por escrito. Los hombres, sin embargo, no saben nada de letras y en

cambio tienen la firme certeza de que en el Llano Grande, la tierra que les ha sido

otorgada, no crecerá “cosa que sirva”. Así pues, podríamos decir que la caminata de los

cuatro campesinos es la caminata de una derrota.

96

La entrada al Llano Grande, el espacio que nos ocupa, está precedida por una

disposición anímica que bien podría calificarse de desesperanza. Su primera

configuración, por tanto, ya es ajena a los parámetros racionales de espacialización.

Javier González Alonso ha señalado con acierto este punto: “el paisaje o contorno físico

se halla interiorizado ab initio en la situación existencial que mueve a los protagonistas

a través de „El Llano Grande‟” (54). No obstante, el sentimiento de desesperanza se irá

modificando de manera gradual conforme avanza la caminata, hasta adquirir diferentes

matices, entre ellos el pesimismo y la ironía; esta última actitud es la única vía de

escape de una realidad impuesta por un sujeto que, en términos culturales, no habla el

mismo idioma que ellos.

El cuento da inicio in medias res, de modo que ya en las primeras líneas está

introducida la desesperanza por boca del narrador: “ni una sombra de árbol, ni una

semilla de árbol, ni una raíz de nada” (38). Si estamos de acuerdo con Luz Aurora

Pimentel en cuanto que describir es “adoptar una actitud frente al mundo” (16), tenemos

en la cita anterior que la proyección del sentimiento del campesino nulifica cualquier

resquicio fértil del campo. Además de la dimensión semántica (“no hay sombra”, “no

hay semilla de árbol”, “no hay raíz de nada”), en el nivel lexical la reiterada utilización

del „ni‟ marca discursivamente la desesperanza de la que hablamos. De entrada, pues,

observamos que la disposición anímica del narrador lleva a cabo un ejercicio de

invasión hacia el resto de los componentes de la narración. Así, no sólo en los niveles

descriptivo y lexicográfico se manifiesta la desesperanza, sino que ésta y sus posteriores

transformaciones (pesimismo, ironía) permearán en el modo en que se concibe el

espacio.

97

Ya tuvimos la oportunidad de decir que, de acuerdo a las características del

pensamiento mítico, la ubicación del sujeto dentro de un espacio determina sus

coordenadas. Esto se hace patente desde los primeros párrafos de “Nos han dado la

tierra”, pues la voz del campesino hace uso de formas locativas muy subjetivas, siempre

en concordancia con su posición central de narrador. Veamos algunos ejemplos: “en

medio de este camino sin orillas”, “pensamos que nada habría después (en el sentido

geográfico, no temporal)”, “al otro lado”, “al final de esta llanura”. Todos estos indicios

de espacialización —“primarios, primitivos casi”, según señala Concha (206)—

evidencian un alto grado de concretización, esto es, no hay categorías que nos puedan

llevar a algún tipo de sistema abstracto de direcciones. Esto es sumamente relevante

porque si no existe tal conceptualización de las coordenadas, y por tanto homogeneidad

en el espacio, el campesino que narra se convierte en el único promotor de los indicios

locativos, de las distancias, de las cercanías y las lejanías, siempre él fungiendo como el

centro creador.

La desesperanza del narrador de “Nos han dado la tierra”, que pronto se convierte en

resignación, ilustrada en el silencio adoptado por él y los otros campesinos, da pie a una

transformación del espacio en el cual la progresión de las distancias queda anulada.

Dice el narrador: “Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No

llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo

que llevamos andado” (37, las cursivas son mías). La reiterada mención del verbo

„caminar‟ crea una especie de estancamiento de la trayectoria. Carlos Blanco Aguinaga

señala, respecto de los personajes rulfianos, que “para no salir de sí mismos, para evitar

cualquier progreso temporal, tienen la costumbre de recoger, cada cierto número de

frases, la frase inicial de cualquier momento de su meditación, de modo que parece que

98

todas sus palabras quedan suspensas en un mismo momento sin tiempo” (21). Sin

mayores problemas, este sugerente apunte de Blanco Aguinaga puede ser extendido a

motivos espaciales. En la cita anterior del cuento vemos que la movilidad que implica el

verbo “caminar” queda eliminada en virtud de una repetición que paraliza. De este

modo, el estado psíquico del personaje que narra favorece una espacialización que

comienza a perder las distancias uniformes: después de caminar tanto, se está en el

mismo lugar.67

Como vemos, la ironía que Juan Rulfo introduce desde el título del cuento se

continúa en la configuración del espacio. Observemos un extracto del cuento para

reforzar esta lectura:

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando

una plasta como la de un salivazo. Cae sola […] Ahora si se mira el cielo se ve a

la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del

pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la

gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed (38, las

cursivas son mías).

Resulta irónico que, como indican las expresiones marcadas, sean los elementos que

estrictamente no poseen vida, lo originalmente inanimado, los que tengan más

movilidad en el panorama, llegando incluso a la humanización. Todo lo contrario ocurre

con los campesinos, quienes, a pesar de su naturaleza viva, pensante, pierden incluso el

habla debido a las condiciones de la tierra que les ha sido otorgada.

67

A propósito de la repetición en el sentido de estancamiento, en su artículo titulado “Sísifo campesino:

„Nos han dado la tierra‟”, Javier González Alonso hace una comparación entre la empresa de los

campesinos (la entrevista con el delegado y posteriormente la caminata) y el castigo impuesto a Sísifo en

la mitología griega. Cabe aclarar que González Alonso nunca pretende tender un vínculo intertextual

entre el relato de Rulfo y el mito; su intención, más bien, es hacer una comparación que ilustre la

situación existencial de los campesinos de “Nos han dado la tierra”. Según Schmidt, en “Talpa” sucede

algo similar: “Tanto en el nivel de la experiencia real como en el simbólico, el viaje presenta un regreso al

punto de partida. La fragilidad de los protagonistas no permite experimentar el viaje como algo que

cambia la vida del que se pone en marcha” (230).

99

Las líneas finales del relato constituyen tal vez la ironía más evidente. A lo largo del

texto, el narrador va acumulando una serie de adjetivos, frases y oraciones que, en

conjunto y en la línea de la significación metafórica, conforman un nuevo espacio: el

infierno. Luz Aurora Pimentel denomina a estos espacios «seudodiegéticos» ya que “no

son propiamente los de la ficción principal, sino que son productos únicos de una

narración metafórica y que afecta al espacio diegético constituido” (100). De esta

manera, a través de ciertos tropos, como la metáfora y la comparación, o descripciones

que remiten con claridad a las características bien definidas del horizonte cultural del

lector occidental, la voz del campesino transforma el Llano Grande en otro espacio, en

el infierno específicamente. Pues bien, la ironía que anunciaba en la primera línea de

este párrafo se concretiza cuando, al final del cuento, los arrieros bajan por un

derrumbadero. Conforme descienden, las descripciones del espacio van perdiendo su

perfil infernal, y una vez abajo, el narrador comenta: “La tierra que nos han dado está

allá arriba” (42). Con sutileza, el relato plantea una inversión de los valores

culturalmente atribuidos al «arriba» y al «abajo»: el infierno queda posicionado arriba y

la tierra buscada, el paraíso, abajo.

Recapitulemos: son tres las ironías que tienen un vínculo con la configuración de los

espacios: 1) la caminata, según se advierte en el discurso del narrador, no acorta las

distancias; 2) lo vivo se cosifica y lo originalmente inanimado cobra movimiento; 3)

luego de cotejar un espacio cultural extratextual con las características del espacio de

“Nos han dado la tierra”, quedan ironizados los valores por antonomasia del «arriba» y

el «abajo». Estas tres ironías en la configuración del espacio del Llano Grande sin duda

argumentan a favor de una de las características fundamentales de la espacialidad

100

mítica: a saber, la continua transformación del espacio según la movilidad y el estado

psíquico del sujeto.

Antes de concluir, es pertinente hacer un apunte que, aunque nada tiene que ver con

la ironía, refuerza nuestra lectura mítica de la conformación del espacio en “Nos han

dado la tierra”. Hemos notado ya que existe una dependencia entre la situación anímica

de la voz y sus descripciones locativas. Pues bien, esta dependencia llega hasta sus

últimas consecuencias cuando la espacialidad queda totalmente desprovista de

direcciones, ya sean éstas abstractas o concretas. En un principio, el narrador y los otros

campesinos logran una orientación gracias al uso de los sentidos: “Pero el pueblo está

todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca” (37); “Se oye que ladran los perros y se

siente en el aire el olor del humo” (37). Al margen de la ausencia de datos objetivos

sobre distancia o extensión, el sentido del tacto y el olfato funcionan como operadores

orientativos muy concretos y confiables para los personajes que se mueven en un

mundo de concreciones. No obstante, en la medida en que transcurre la narración, la

recrudecida esterilidad del territorio entorpece los sentidos y el sujeto pierde la

dirección; el espacio entonces se configura como algo interminable, sin medidas,68

como un “camino sin orillas” (37). En el punto álgido de la relación entre el narrador y

el espacio, aquél ya no sabe si viene o si va: “este blanco terreno endurecido, donde

nada se mueve y por donde uno camina como reculando” (40). Para el delegado del

estado, que parte de la racionalización de los espacios, los límites del territorio cedido

son fijos; para los campesinos, sin embargo, las medidas del Llano Grande las traza el

mismo Llano y, en complicidad con la subjetividad inherente al sujeto, fluctúan

constantemente.

68

“De tal suerte que, en este caminar por un camino yermo y „sin orillas‟, no son sólo las identidades las

que parecieran haberse desdibujado, sino también las coordenadas espaciales” (Perus 579).

101

Ernst Cassirer ha dicho que el espacio mítico es un espacio de acción, acción que se

halla centrada en torno a intereses y necesidades prácticas inmediatas (Antropología

75). En el relato “Nos han dado la tierra”, la acción la constituye la caminata por un

comal que, según dice el narrador, nada más puede ser tolerable para las lagartijas que

viven debajo de las piedras. Nos volvemos a encontrar con un cuento que concibe un

mundo en el que la Historia no logra penetrar sino sólo asomarse. Lo mismo que San

Juan Luvina, el Llano Grande se sostiene sobre sus propias leyes. La Historia

permanece más allá de sus fronteras, del otro lado: en la oficina del delegado, en sus

papeles, en el discurso demagógico. De lado de acá, en el Llano en particular, en el

universo de El Llano en llamas en general, aún está el mito y su poder de

transformación.

2.3. Conclusiones preliminares

La crítica ha señalado en reiteradas ocasiones el trasfondo histórico en que se sustentan

muchos de los cuentos de El Llano en llamas. No podemos negar este dato, y sin

embargo la gran mayoría de los personajes parecen no tener acceso a los procesos de la

Historia. No tienen intención de entenderla porque es ajena a la problemática inmediata

a la que se están enfrentando día con día: pobreza extrema, cadena de muertes, soledad,

odio generacional, etcétera. Ni siquiera el Pichón, narrador del relato “El Llano en

llamas”, conoce la verdadera envergadura de su rol en una revolución que no le

pertenece y de la que sólo rescata el placer de la violencia. Como consecuencia de esta

vida al margen de la Historia, los personajes rulfianos viven un tiempo que se

descompone en varias porciones temporales; esto es, ya no se vive un tiempo

102

homogéneo, total (temporalidad racional), si uno heterogéneo, local (temporalidad

mítica).

En los tres cuentos analizados se puede notar, de alguna u otra manera, la presencia

de la muerte. La cercanía de ésta desarrolla en la conciencia de los personajes una

subjetivización que se proyecta hacia los aspectos que integran la experiencia vital del

ser, entre los cuales se encuentra la temporalidad. Tal subjetivización deriva en una

distorsión de la supuesta uniformidad del tiempo: se desarticula todo orden casual, toda

linealidad, toda objetividad. Se adopta, pues, una postura totalmente mítica de asumir

los segundos, las horas, los años.

Por otro lado, la concepción de un espacio a partir del pensamiento mítico permite

poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el racionalismo

elimina en virtud de su tan buscada objetividad. Es sobre todo la presencia capital del

sujeto el detonante de estas particularidades: a través de sus sentidos, los valores del

espacio supuestamente rígidos, como las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan

flexibles en el nivel de la conciencia y ésta proyecta una nueva espacialidad. Esto abre

muchas oportunidades al lenguaje literario a la hora de la descripción y configuración

de los espacios.

Como se puede constatar, la espaciotemporalidad que el personaje rulfiano concibe

está atravesada por los mecanismos del pensamiento mítico. Se entiende perfectamente:

asumir el espacio y el tiempo con los parámetros de la razón significaría un golpe

fatídico que, aunado a su precaria existencia, llevaría a los personajes a la

autodestrucción. Por otro lado, la espaciotemporalidad mítica, además de poseer este

valor terapéutico, establece las bases para la dilucidación de ciertos comportamientos

que veremos en el siguiente capítulo.