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2 amanecer-vudu-relatos-1 — Document Transcript 1. 1AMANECER VUDU Relatos De Horror y Brujería AfroamericanaSELECCIÓN DE JESÚS PALACIOS VALDEMAR 1993 Para Pedro Duque, mi hermano en Regla Ocha, porque él sabe JESUS PALACIOS Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3. 2. 2 UN PRÓLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIA¡V u—dú! Dos simples sílabas que despiertan en nuestra imaginación el obsesivo sonido de los tambores, las cimbreantes figuras de bailarines poseídos por oscuros dioses, ídolos de barro atravesados por alfileres asesinos. Viejaspelículas en glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de los blues del pantano, losojos en blanco de zombis y muertos vivientes, el ritmo frenético de la rumba,sangrientos sacrificios al pie de altares desconocidos... Bueno, bueno. Antes de seguir,una justa advertencia, una necesaria aclaración: el Vudú, como su hermana caribeña laSantería, es mucho más que esa imagen típicamente de género que hemos evocadoarriba. Son, de hecho, religiones populares afroamericanas cuya verdadera naturalezaabarca complejos fenómenos sociales, culturales, religiosos e históricos. No en vano losantropólogos optan, a la hora de referirse al Vudú, por emplear la grafía francesa propiade Haití, escribiéndolo Vodoun, para diferenciarlo radicalmente del conceptopopularizado por el cine y la literatura fantástica, que lo han convertido prácticamenteen sinónimo de brujería y/o magia negra. Los interesados en la verdadera esencia de las religiones afroamericanas pueden, ydeben, husmear entre las páginas que Alfred Métraux, Roger Bastide o Wade Davis handedicado al Vodoun haitiano, las que Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran alVudú y el Hoodoo —que en justicia debería escribirse Judú— del Sur de los EstadosUnidos; las que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre otros escribieran sobre laSantería afrocubana, el diario de viaje del director de cine Henri Georges Clouzot através del Brasil, del Candomblé y de la Macumba, o las más recientes descripciones dela moderna Santería neoyorquina, escritas por la portorriqueña Migene GonzálezWippler. Porque lo que ahora tenéis entre las manos es un libro de relatos de horror. Todosestán, desde luego, relacionados con su lado más oscuro y siniestro, con las prácticasmágicas, los hechizos y las maldiciones, las crónicas negras y los asesinatos rituales.Sería absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre nosotros esa cara oscura delVudú. Ya la simple

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2 amanecer-vudu-relatos-1 — Document Transcript

1. 1AMANECER VUDU Relatos De Horror y Brujería

AfroamericanaSELECCIÓN DE JESÚS PALACIOS VALDEMAR 1993 Para

Pedro Duque, mi hermano en Regla Ocha, porque él sabe JESUS

PALACIOS Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.

2. 2 UN PRÓLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIA¡V u—dú! Dos simples

sílabas que despiertan en nuestra imaginación el obsesivo sonido de

los tambores, las cimbreantes figuras de bailarines poseídos por

oscuros dioses, ídolos de barro atravesados por alfileres asesinos.

Viejaspelículas en glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de

los blues del pantano, losojos en blanco de zombis y muertos vivientes,

el ritmo frenético de la rumba,sangrientos sacrificios al pie de altares

desconocidos... Bueno, bueno. Antes de seguir,una justa advertencia,

una necesaria aclaración: el Vudú, como su hermana caribeña

laSantería, es mucho más que esa imagen típicamente de género que

hemos evocadoarriba. Son, de hecho, religiones populares

afroamericanas cuya verdadera naturalezaabarca complejos

fenómenos sociales, culturales, religiosos e históricos. No en vano

losantropólogos optan, a la hora de referirse al Vudú, por emplear la

grafía francesa propiade Haití, escribiéndolo Vodoun, para diferenciarlo

radicalmente del conceptopopularizado por el cine y la literatura

fantástica, que lo han convertido prácticamenteen sinónimo de brujería

y/o magia negra. Los interesados en la verdadera esencia de las

religiones afroamericanas pueden, ydeben, husmear entre las páginas

que Alfred Métraux, Roger Bastide o Wade Davis handedicado al

Vodoun haitiano, las que Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran

alVudú y el Hoodoo —que en justicia debería escribirse Judú— del Sur

de los EstadosUnidos; las que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre

otros escribieran sobre laSantería afrocubana, el diario de viaje del

director de cine Henri Georges Clouzot através del Brasil, del

Candomblé y de la Macumba, o las más recientes descripciones dela

moderna Santería neoyorquina, escritas por la portorriqueña Migene

GonzálezWippler. Porque lo que ahora tenéis entre las manos es un

libro de relatos de horror. Todosestán, desde luego, relacionados con

su lado más oscuro y siniestro, con las prácticasmágicas, los hechizos y

las maldiciones, las crónicas negras y los asesinatos rituales.Sería

absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre nosotros esa cara

oscura delVudú. Ya la simple realidad de la existencia hoy día de

religiones basadas en elsacrificio y las prácticas mágicas, no sólo en

países tropicales y “atrasados”, como nosgustaría creer, sino en el

interior mismo de nuestras grandes ciudades, resultafrancamente

inquietante para el hombre presuntamente civilizado. Y es que quizá

lomás terrorífico del Vudú sea cómo lo real y lo fantástico se

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entremezclan en él, deforma difícilmente discernible. No estamos ante

fenómenos sobrenaturalesincomprobables, ante paganismos

ancestrales ya desaparecidos, ante criaturas más bienmíticas como

vampiros y hombres lobo. Cualquiera que lo desee puede consultar

lasincontestables pruebas reunidas en torno al caso de Narcille Clovis,

el fenómeno zombimás documentado de Haití. Y, sin llegar a extremos

melodramáticos, cualquier turistaavisado puede asistir a ceremonias y

fiestas rituales a lo largo de todo el Caribe y buenaparte de

Sudamérica, visitar el Museo del Vudú en Nueva Orleáns, o comprar

cualquieraccesorio que necesite para sus hechizos santeros en las

muchas “botánicas” del HarlemHispano de Nueva York o de la Pequeña

Cuba de Miami. Son estos aspectos únicos, la contemporaneidad de

una religión pagana procedentedel Africa oscura y su posible poder

real, los que han hecho del Vudú uno de los temaspredilectos de la

literatura fantástica y de terror. Desde los tiempos de “Weird Tales”,

enplena era dorada del pulp, el Vudú es presencia continua en el

cuento de horror y,aunque se eche quizá a faltar al arquetípico Hugh B.

Cave, autor que residió largas

3. 3temporadas en el propio Haití, de las páginas amarillentas de los

pulps hemosentresacado joyas como Madre de Serpientes de Robert

Bloch, Palomos del Infierno deltexano Robert E. Howard —que aporta

aquí el mito de la zuwenbi, verosímil invencióndel propio Howard—,

Papá Benjamín de William Irish —es decir, de CornellWoolrich—, y

Desde lugares sombríos de Richard Matheson. Junto a estos relatos de

terror clásicos, encontraremos historias que les fueronnarradas a

viajeros e investigadores como auténticas y libres de cualquier duda.

AttilioGatti, Vivian Meik, el célebre William Seabrook —que con su

clásico Magic Islanddejó bien establecidas las bases de la leyenda

negra del Vudú haitiano—, la periodistaInez Wallace, Lydia Cabrera,

Raymond J. Martínez y el Dr. Gordon Leigh Bromley,aportan sus

experiencias —a veces personales— de la realidad del fenómeno

zombi, dela existencia de sectas secretas africanas y siniestros rituales

necrofílicos, del poder delos antiguos dioses de Africa, de las

posesiones o “montas”, y de la terrible eficacia dehechizos y

maldiciones. Algunos de los relatos que incluimos son estrictamente

(!!!) verídicos, como ocurrecon los escritos por el investigador de lo

oculto Brad Steiger y su esposa, tanto Losespeluznantes secretos del

Rancho Santa Elena, que narra los famosos sucesos deMatamoros que

inspirarían también a Barry Gifford su novela Perdita Durango, comoLa

pócima de amor comprada con sangre. Y especial atención, por su

realismo de puroy duro informe policial, merece ¡Asesinado al pie de

un altar vudú!, la crónica deRichard Shrout que nos introduce en las

oscuras relaciones que unen la práctica de laSantería con el

narcotráfico y el hampa latina de Estados Unidos. Todo un episodio

de“Miami Vice”. La mítica conexión entre el Vudú y la música popular

queda ejemplificada tanto enel clásico Papá Benjamín, con su jazzístico

y maldito Canto Vudú, como en El Boogiedel Cementerio de Derek

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Rutherford, un terrorífico Rock’n Roll que haría estremecer demiedo al

mismísimo Screamin’ Jay Hawkins. Y la presencia del cine de terror

másclásico la encontraremos en Yo anduve con un zombi, que diera pie

—convenientementemezclada con Jane Eyre— a la legendaria

producción de Val Lewton, dirigida porJacques Torneur, además de,

nuevamente, en el relato de William Irish, llevado a lapequeña pantalla

por Ted Post en 1961, y víctima de toda una adaptación inconfesa enel

clásico de episodios Doctor Terror, producido por la británica Amicus

Films. Pero,cuidado, no en Zombi Blanco de Vivian Meik, sin relación

alguna con el film delmismo título. Por cierto, he de confesar aquí que

el título de esta antología lo hemostomado prestado de Voodoo Dawn,

la película —y novela— de John Russo, con la queel coautor de La

noche de los muertos vivientes quiso pagar su deuda con el Vudú. No

quiero dar paso ya a los misterios del Caribe y el Africa profunda sin

otraadvertencia: a pesar de nuestro criterio, digamos que geográfico,

los relatos no siemprese ajustan estrictamente a su área territorial, y

es que nuestra selección no pretende serni exhaustiva ni, mucho

menos, ortodoxa. Como veréis se mezclan en ella los relatos ylos

hechos reales, la crónica negra y los cuentos de fantasmas, el Vudú, la

Santería yhasta otros cultos más terribles y desconocidos. Se trata tan

solo de explorar —yexplotar— ese lado más siniestro, terrorífico y

brujeril del Vudú. Su leyenda negra —muchas veces falsa, otras no—,

su folklore más fantástico, su imagen más pop. Yo, pormi parte,

confieso que siento por el verdadero Vudú y la Santería el mayor de

losrespetos y una gran simpatía. Puede que vosotros, cuando hayáis

terminado de leer las páginas que siguen, tambiéndeseéis profundizar

más en las religiones afroamericanas. Ya se sabe, si no

puedesvencerles, únete a ellos.

4. 4 VOCABULARIO En todos los relatos seleccionados se han respetado

los términos propios del Vudú y la Santería tal y como los transcriben

sus autores; ello supone que, a veces, el mismo término aparezca

escrito de distinta forma, según el autor y hasta el relato. Para facilitar

la comprensión de algunos de los textos se incluye un pequeño

vocabulario de términos religiosos afroamericanos, que recoge

exclusivamente aquellos que se nombran en el libro. Este

VOCABULARIO ha sido confeccionado por Jesús Palacios y Pedro Duque.

Al lado de cada término, entre paréntesis, se dan otras variantes del

mismo.ABAKUÁ (Abakwá, Abacuá): Secta afrocubana, también

conocida por el nombre deÑañiguismo o ñáñigos, procedente de los

pueblos Efik y Ekoi de la Costa Calabar delOeste de África. El término

Abakuá se refiere al pueblo y la región de Akwa, dondefloreció esta

sociedad en el continente africano. Aunque actualmente se la da

pordesaparecida, desde mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el

XX, la SociedadAbakuá ejerció una enorme influencia secreta en la vida

política y social de Cuba, comopuede comprobarse en la novela que le

consagró Alejo Carpentier: Ecue—Yamba—O.AMARRE: Se llama así en

la Santería al acto ejecutado por un brujo o curandero con elfin de

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retener a la persona amada, manteniéndola bajo su voluntad. Se

trata,esencialmente, de un hechizo amoroso.BABALAWO (Babalao):

Sacerdote santero dedicado al culto adivinatorio de Fa o Ifá.Su nombre

significa “Padre y dueño del secreto” en lengua yoruba, de cuyo

Oráculo deIfé africano proviene este culto. Más generalmente,

sacerdote santero.BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las

ceremonias de iniciación de losnuevos santeros.BAJAR EL SANTO

(Coger el Santo, subir el Santo, tener el Santo, etc.): Frase quese usa

familiarmente en la Santería para denominar la posesión física de un

creyente poralguno de los santos u Orichas, llamada a su vez

“monta”.BARÓN SAMEDI: Loa o dios Vudú, señor y guardián de los

cementerios, algunasveces identificado con Guedé, que es

representado por una gran cruz colocada sobre latumba del primer

hombre enterrado en el lugar. Junto al Barón la Croix y el

BarónCimitière, forma la tríada de los Barones Vudú, todos con

herramientas de enterradores.CANDOMBLÉ (Candombé): Nombre que

designa en Bahía (Brasil) ciertos cultos —ysus prácticas—

afroamericanos, muy similares al Vudú y, sobre todo, a la

Santería.Aunque originalmente era africano y yoruba o nago, rindiendo

por tanto culto a losOrixás al igual que la Santería a sus Orichas,

posteriormente se han introducidovariantes como el Candomblé

Blanco, con divinidades indias autóctonas. Al igual que, a

5. 5veces, las palabras Vudú y Santería, Candomblé puede designar

tanto la religión comosus prácticas, las ceremonias y, al tiempo, el

recinto donde se celebran.DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios

Vudú de la lluvia, los ríos y los lagos.Su símbolo es la serpiente,

generalmente una boa constrictor rojiza, y al tratarse de unode los

Loas más poderosos, temidos y adorados, ha contribuido sobremanera

a extenderel error de que el Vudú es un simple culto a la

Serpiente.EBBÓ (Ebó): Palabra yoruba que designa en Santería la

ofrenda de frutas y dulces o elsacrificio de animales cuadrúpedos y de

aves que se ofrece a los Orichas para obtener sufavor.GANGÁNGÁME:

Sacerdote o brujo perteneciente a la secta Gangá de la

Santeríacubana, de origen congo o bantú, y fuertemente animista. En

ella se adora a los espíritusde los muertos, y está fundamentalmente

orientada hacia la magia y los ritos funerarios.GRIS GRIS: Hechizo

mágico Vudú que puede consistir tanto en un simple sacrificioanimal,

como en una bolsa llena de objetos mágicos, en un talismán o en un

fetiche.Puede usarse tanto para el bien como para el mal, y ejerce su

influencia sobre la suertede aquél a quien se le destina. A veces

designa un dibujo místico en el suelo, similar alos vevés haitianos. Es

un término propio del Sur de los Estados Unidos, pero procededel

africano Gri—Gri, de igual significado.GUEDÉ (Ghede): Loa Vudú de la

muerte y los cementerios. Designa tanto unadivinidad como a un

conjunto de dioses, relacionados siempre con los cementerios,

lamuerte, los ritos funerarios y el culto a los antepasados. Procede del

pueblo de losGhede—vi, casta africana de enterradores llevada como

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esclavos a Haití.Paradójicamente, Guedé posee también connotaciones

fálicas, siendo también Señor dela Vida, muy dado a las obscenidades

y a la bebida.IWORO: En lengua yoruba, dícese de los santeros y

creyentes que son hijos deObatalá.IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas

santeras, equivalentes femeninos delBabalocha o Babalao.LENGUA:

Nombre que se da en la Santería a los rezos y frases litúrgicas que se

recitanen lengua yoruba. Asimismo, la Sociedad Abakuá denomina

“lengua” al dialectoñáñigo, y en el Vudú se llama “langage” a la lengua

usada en los sagrados ritosafricanos.LUCUMÍ: Nombre que dieron

arbitrariamente los cubanos a todos los negrosprocedentes de Nigeria,

la mayoría de ellos yorubas, por lo cual ha quedado tambiéncomo

sinónimo de yoruba y de la propia Santería, de predominio

nigeriano.MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se designa a las

sacerdotisas Vudú,sobre todo en el Sur de los Estados Unidos, pero a

veces también en Haití.

6. 6OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del Caribe —Trinidad,

Martinica,Jamaica, etc.— la magia afroamericana, y que equivale hasta

cierto punto al Vudú y laSantería.OMÓ (Omó Oricha): En yoruba, hijo de

Santo. Es decir, aquél que ha sido iniciado porcompleto en la Santería y

elegido ya por su Oricha correspondiente.ORICHAS (Orischas): Nombre

genérico de las divinidades yorubas a las que se rindeculto en la

Santería, y también en el Candomblé brasileño con el nombre de

Orixás. Sonel equivalente de los Loas del Vudú, y al ser sincretizados

con el Santoral católico, lapalabra Oricha deviene a su vez sinónimo de

Santo.ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el lugar de

residencia de los Santos uOrichas.OUANGAS (Wangas): Maleficios

Vudú, actos de magia negra contra un enemigo oamuletos mágicos

que se emplean con fines egoístas o malignos. También mal de

ojo.PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta afrocubana de origen bantú,

inclinadaprofundamente hacia la magia y la brujería. Con el nombre de

Palo Cruzado sesubordina al sistema yoruba de la Santería, al que

complementa con prácticas y diosescongoleños, siempre con un

enfoque más práctico y utilitario. Tal es la forma de esteculto, que

Mayombé es a veces el nombre que se le da al espíritu del mal, y el

términomayombero sirve para designar a todos los brujos en

general.PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los sacerdotes

del Vudú.PATAKÍ (Patakín): Relato cuyo protagonismo puede correr a

cargo de los dioses, dereyes, animales y hasta objetos, de carácter

mitológico y moral. Encabeza, acompañadode un refrán o conseja,

cada signo (odu) del Diloggún o Tablero de Ifá, el sistemaadivinatorio

yoruba usado en Santería.PIEDRA (Otán): Piedra sagrada en la que se

supone reside el espíritu de un Santo uOricha; se guarda en una

“sopera” y se le hace el “ebbó” que corresponda a su Oricha.REGLA DE

OCHA (Regla Lucumí): Nombre que se le da también a la Santería.

Dosson las Reglas principales afrocubanas: la Regla de Ocha o

Santería, y la Regla de Paloo Palo Mayombe.SANTOS: Al llegar a Cuba,

los Orichas yorubas fueron asimilados por los esclavos alos Santos de

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sus amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo mismo

ocurrió enBrasil y en Haití, donde Orixás y Loas tienen sus Santos

correspondientes. De estefenómeno sincrético deriva el término

Santería, extendido después a toda Latinoaméricay Estados

Unidos.SANTISMO: Aunque a veces se le llama también Santería, no

debe confundirse con elculto afroamericano originado en Cuba. Se

trata de un sincretismo amerindio propio deMéxico y la frontera de

Estados Unidos, que utiliza prácticas tanto del catolicismo másferviente

como de viejos rituales aztecas, mayas e indígenas en general.

Estáestrechamente relacionado con los artistas imagineros mexicanos

y chicanos, muchos de

7. 7los cuales pertenecen a sectas santistas, y sus prácticas, miembros

y área de influenciase guardan en el máximo secreto.SOPERA:

Recipiente donde se guarda y protege el “otán” de un Oricha, así como

suscollares y otros objetos sagrados. Al contacto con el español se

debe que este recipiente,originalmente una vasija de madera o barro,

cobrara la forma y la decoración de unasopera barroca, pintada con los

colores de su Santo. Jesús Palacios & Pedro Duque 1993 Amanecer

Vudú. Valdemar Antologías 3 LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS

MUERTOS ATTILIO GATTI LOS MAYORES ASESINOSL os cocodrilos,

gorilas, búfalos, leones, leopardos, serpientes y elefantes se cobran

todos los días en Africa un tributo de vidas humanas que no es muy

inferior al que pagan los hombres en aquel continente a enfermedades

tropicales, como lafiebre de la selva y la fiebre amarilla, el sodoku y

kala—azar, la lepra y la enfermedaddel sueño, por nombrar sólo unas

pocas. Sin embargo, por lo que se refiere al Africa Central, tengo la

firme convicción deque, entre todas las fieras y todas las epidemias

juntas, no causan tantas víctimas enhombres, mujeres y niños de la

raza negra como las sociedades secretas con sus odiososcrímenes.

¡Que nadie se llame a engaño! Estas antiguas sectas, que tienen su

origen en unremoto pasado de crueldad, lujuria y barbarie, siguen

siendo hoy mismo, a pesar detodos los esfuerzos de lo que llamamos

civilización, unas asociaciones de los mayores ymás implacables

asesinos. Estas fuerzas malignas operan en todas partes y su poder se

acrecienta con suinvisibilidad. Se ocultan entre las multitudes negras

que hormiguean en los arrabales delas pequeñas ciudades y de las

explotaciones mineras que están en plena actividad; sefiltran en todas

las tribus desparramadas a lo largo de los ríos, a orillas de los lagos,

enlos bosques, llanuras y selvas; se recatan entre los mismos

indígenas que los blancostenemos a nuestro servicio o vemos pasar

desde el camión. Para demostrar esto que afirmo voy a relatar un

episodio espantoso que nadie, que yosepa, ha hecho público hasta

ahora. Se trata de la historia horrible, pero absolutamente auténtica y

exacta hasta en susmenores detalles, fuera de cambios deliberados de

nombres, del poblado de Mohoko.Sin embargo, el lector que quiera

explicarse bien cómo es posible que los espeluznantese implacables

asesinatos de las sectas secretas sigan realizándose hoy día en el

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Congoen una gran escala y con casi absoluta impunidad, debe

empezar por conocer lascondiciones generales de vida en aquel país.

Concretemos el caso a la región de los

8. 8Watza, en la que yo residí por espacio de varios meses durante una

de mis últimasexpediciones. El poblado del jefe Mohoko se hallaba

enclavado en ese territorio, tan extenso comoBélgica, y que es la única

población de importancia. Se compone de una docena dechozas, en las

que están instalados comerciantes griegos e indios, y de una docena

demalas casas de ladrillo en las que viven funcionarios belgas, entre

los que se cuentan unmédico, un veterinario, el empleado de correos,

el recaudador de impuestos y unoscuantos representantes más del

Gran Dios Balduque, ninguno de los cuales tiene nadaque ver con el

gobierno de los indígenas. Completan la población un hospital,

unapequeña casa misional, algunos edificios en los que está instalada

la Administración, elTribunal, la cárcel y una choza muy amplia para la

“guarnición”. Pero el Administrador y sus dos ayudantes tienen que

gobernar a una masa humanade 30.000 a 40.000 personas. No puedo

dar cifras exactas, pero éstas que cito son lasmismas que oí en boca

del Administrador Territorial, señor Van Veerte. Coincidiendocon mi

estancia en el país se estaba procediendo a la ocupación permanente

de grandesextensiones de territorio; y, como es natural, no disponía

aquel señor ni de tiempo ni demedios para llevar a cabo un censo

exacto de la población, que se mostraba muy pocodócil. Van Veerte, lo

mismo que sus antecesores, conocía de una manera superficial un

parde los diecisiete dialectos hablados entre las tribus que estaban

bajo su autoridad. Poreso tenía que entenderse siempre con los

indígenas por medio de su intérprete Sankuru,natural del país, que

llevaba muchos años de policía. Todo el mundo hablaba de la lealtad

de Sankuru. Siendo joven, combatió a lasórdenes de Stanley, cuando el

gran explorador norteamericano abrió la región delCongo al dominio

del rey Leopoldo II. Tanto el rey Alberto como el rey Leopoldo

IIItuvieron a gala, en sus visitas casuales a la colonia, el prender una

nueva medalla a lablusa azul de Sankuru; medallas que éste, a pesar

de su anciana edad, ostentaba condignidad propia de un monarca.

Sankuru lo sabe todo y conoce a todos. Y lo que no sabe de primera

mano loaverigua por medio de uno u otro de los veinticuatro policías

indígenas que eligió,entrenó y que están a sus órdenes. Téngase esto

en cuenta: los Administradores pasan,pero Sankuru sigue siempre en

su puesto. Por eso los Administradores hacen lo queSankuru susurra en

el oído blanco en el momento propicio. No niego que Van Veerte se

aconseja mucho y se informa a través de la Misióncatólica, que

funciona de muchos años atrás, y también del médico, aficionado a

laetnografía local. Pero lo que el padre José conoce, lo sabe a través de

Basiri, uncatequista con cabeza de gorila; y la fuente de información

del doctor Gablewitch esManuel, su ayudante; y, del mismo modo, la

enciclopedia viva de Van Veerte esSankuru, su intérprete, jefe de su

policía... y su gacetillero. Todo marcharía como la seda si entre

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Sankuru, Manuel y Basiri no existiese unavieja enemistad cuyos

orígenes nadie ha logrado averiguar, pero que sigue hoy tan vivacomo

el primer día. Los tres se odian profundamente, y cada cual susurra con

frecuenciaal oído de su propio amo el cuento de las pequeñas faltas de

que se han hecho culpablessus enemigos de toda la vida. Los tres

hombres blancos no fomentan abiertamente estas rivalidades, pero

seaprovechan en todo momento de las mismas. No los censuro, ni

quiero dar a entendercon esto que no son muy buenos amigos. Todo lo

contrario. En cuanto alguno de ellosse entera de algo referente al

servidor del otro, hace cuestión de honor el poner alcorriente al

interesado. El padre José se acaricia la roja barba, quejándose de la

falta decaridad cristiana de aquellos paganos, y excluyendo de esta

apreciación, como es

9. 9natural, a Basiri, cuyas palabras son casi el Evangelio. El doctor

Gablewitch, por suparte (el doctor es un polaco de muy buen corazón),

se ríe a carcajadas y asegura quetodos los indígenas son unos

soberanos embusteros; todos, menos su ayudante. Y el administrador

no se toma siquiera la molestia de decir a los otros que Sankurues

hombre que merece absoluta confianza, y se frota las manos de gusto,

si nomaterialmente, por lo menos con el pensamiento. Porque está

profundamenteconvencido de que aquella enemistad entre los tres

aliados negros de las autoridadesblancas es un hecho que ofrece

grandísimas ventajas. ..........Había yo llegado a desentrañar este

curioso estado de cosas, cuando organicé una cortaexpedición de caza

que debía tener lugar en Mohoko. Estando ya a punto de emprendermi

safari, se me acercó Manuel, el ayudante del doctor Gablewitch,

diciéndome que suamo le había mandado que fuese a Mohoko. ¿Había

inconveniente en que se sumase ami safari? Me aseguró que podía

serme útil, porque conocía muy bien el camino.Agregó que había

estado muchas veces en aquella región, aunque no en el

mismoMohoko. No me fijé de momento en la excesiva insistencia que

ponía al decirme esto último,pero andando el tiempo hube de

recordarlo. Estaba muy atareado arreglándolo todo parasalir cuanto

antes, y no tenía tiempo para perderlo en conversaciones. Me limité

adecirle que sí y nos pusimos en camino. Llegué a Mohoko y me

encontré con una pequeña comunidad de unos doscientosindígenas,

ariscos, primitivos, pero inofensivos. Aunque el trato que mantenía con

la tribu era muy superficial, me sorprendiódesagradablemente el

observar que había entre ellos un gran número de idiotas. Y nome

sorprendió menos el que la comunidad los alimentase y cuidase muy

bien, porqueestaba acostumbrado a ver que en Africa los enfermos

incurables quedan relegados a lacategoría de parias, de los que todo el

mundo se desentiende. Había hecho yo a Van Veerte el ofrecimiento de

que, mientras anduviese por allí,realizaría con mucho gusto un censo

preliminar y se lo enviaría. Me imaginé que seríajuego de niños, y lo

dejé para el último día. Pero cuando empecé la tarea vi que era

unacosa complicadísima. El jefe me recibió agriamente. Y me dijo,

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además, que estaban enfermos. Lasmujeres se mostraron mohínas, los

hombres se declararon casi abiertamente hostiles, ylos chicos

recelosos. Y aquellos idiotas, tan gordos y reacios a moverse, lo

complicabantodo llevándome la contraria, permaneciendo en su sitio

cuando yo les mandaba que seapartasen y metiendo la nariz cuando

menos los necesitaba. Sintiéndome incapaz de desenredar aquel

embrollo, acabé pidiendo ayuda a Manuel.Éste se prestó muy solícito y

reunió a toda la población, arengándoles con la mayorenergía en su

dialecto local. Yo no entendí una palabra, pero lo que Manuel les

dijosurtió mucho mayor efecto que mis coléricas charlas en kingwana,

que es el esperantode la región. El jefe pareció despertar, todos

formaron en línea, y, aunque estabaoscureciendo, obtuve en menos de

una hora resultados tangibles. Conservo los totales en mi diario:

Hombres, 42 casados, 19 solteros; mujeres, 78casadas, 35 solteras

núbiles; niños, 44 de uno y otro sexo. Saqué la impresión de que al

menos el cincuenta por ciento de las hembras y el diezpor ciento de los

varones eran imbéciles, o quizá que estaban atacados de

algunaenfermedad desconocida para mí, aunque se hallaban, siquiera

en apariencia, bienalimentados.

10. 10 Manuel, con la suficiencia de un médico, me dijo: —Es la

enfermedad del sueño. Agregó que por eso no los había evacuado,

porque temía que la vacuna fuese unobstáculo para las inyecciones

que el Bwana médico habría de ponerles más adelante.Aquello era un

puro disparate, porque no existía la mosca tsé—tsé en aquella parte

delpaís. Pero era inútil discutir sobre estas cosas con un indígena que

desempeñaba lasfunciones de algo así como enfermero. Me fijé de

pronto en la esposa más joven del jefe, que iba y venía tímidamente a

mialrededor. Tuve la impresión de que quería decirme alguna cosa

importante, pero quetitubeaba, sin atreverse a dirigir la palabra al

hombre blanco. Por fin lo hizo, pero notuvo tiempo de explicarse,

porque apenas habló dos palabras la cogió Manuel del brazo,gritándole

que volviese a su choza. Quise intervenir, pero ella se libró de las

manos deManuel y echó a correr, tan asustada y recelosa que no quiso

volver ni aun cuando leenvié a decir por éste último que viniese.

Regresamos a Watza, y al llegar a las primeras casas del poblado

presenciamos unaescena curiosa. Van Veerte, seguido a cierta

distancia por su jefe de policía, se dirigía hacia sudespacho. Se detuvo

para cambiar conmigo algunas palabras. De pronto, como si

seacordase de algo, se volvió buscando a Manuel, el cual se

encaminaba ya hacia la casadel doctor, dando un rodeo para no

encontrarse con Sankuru. —¿Dónde está ese hombre? —preguntó Van

Veerte. La cara de Manuel adquirió una expresión tan elocuente de

sorpresa que bastaba paraque el Administrador comprendiese que no

adivinaba el sentido de su pregunta. Inesperadamente se abalanzó

Sankuru hacia Manuel, chillando: —Yo te di la orden de que al volver

trajeses contigo al llamado Loko—Loko. Te dijeque el Bwana

Administrador quería que compareciese ante el tribunal. Manuel, tan

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cortés y bien mirado de ordinario, sufrió una

desconcertantetransformación. Fue tan extraordinario el cambio que

tanto el Administrador como yonos quedamos por un momento mudos

y atónitos escuchando el torrente de insultos ymaldiciones que salieron

de su boca, contorsionada por el furor. También Sankuru perdió el

dominio de sí mismo. Su actitud respetuosa y casimeliflua desapareció.

Lo único que comprendimos fue que los dos viejos rivales seacusaban

el uno al otro de ser los más cochinos embusteros, y no sé cuántas

cosas más,de todo el país. Un grito de Van Veerte impuso silencio y el

chasquido de su látigo obligó a los doshombres a salir corriendo en

direcciones opuestas. El Administrador se rascó la cabeza: —No me lo

explico. Ese individuo, Loko—Loko, tenía que comparecer ante

eltribunal para responder de una acusación sin importancia, pero no se

presentó. Al saberque Manuel iba a Mohoko, encargué a Sankuru que

le dijese que al volver trajeseconsigo a Loko—Loko. Suponiendo que

Sankuru olvidase mi orden, o, lo que es másprobable, que Manuel no

quisiese ejecutar el encargo, ¿a santo de qué ha venido estariña entre

ellos? Iban a ocurrir de allí en adelante muchas cosas que ni Van

Veerte ni nadie podíaexplicarse. Empezando por los juramentos que

hizo Manuel, afirmando que Loko—Loko no seencontraba en aquel

poblado. Y porque los dos policías que fueron enviados

inmediatamente para que procediesena la detención de aquel

individuo no regresaron, como debían, a los cuatro días.

11. 11 Pasados tres días más, destacó el Administrador al mismo

Sankuru con órdenesterminantes de traer a Loko—Loko, a los dos

policías y, para hacer un escarmiento, aljefe mismo de Mohoko.

Transcurrió una semana. Por fin regresó Sankuru. Venía cansado,

abatido... y con lasmanos vacías. Todos los que había ido a buscar

habían desaparecido. —Pero esto es un desatino —gritó enojado Van

Veerte—. ¿También el jefe hadesaparecido? ¿Se ha ausentado sin

permiso mío? ¡Verdemte! Sankuru tragó saliva, como si tuviese que

hacer un esfuerzo doloroso para continuarsu informe. Se quejó de que

en el poblado de Mohoko no le quisieron ni escuchar.Llegaron hasta

amenazarle con matarlo a palos si no se largaba de allí enseguida. Y

él,que había luchado a las órdenes de Stanley y había sido

condecorado por dos reyesblancos, tuvo que apelar a la fuga para

salvar la vida. Las palabras de aquel hombre, el tono patético de su

voz, la expresión de vergüenzaque se retrataba en su rostro arrugado,

habrían estremecido al hombre más duro. Pero,mientras hablaba, me

cruzó por la cabeza un recuerdo. El de la más joven de las esposasdel

jefe. ¿Qué sería lo que quería decirme? Creí que era mi deber informar

a Van Veerte, y en cuanto Sankuru dio fin a suinforme y se retiró, le

conté la extraña actitud del jefe y cómo su joven esposa

habíaintentado hablar conmigo. Cada palabra mía no hacía sino

aumentar la inquietud del Administrador. Cuandoacabé de hablar

gruñó: —Aquí ocurre algo grave, muy grave. No tardó en poner al

corriente de todo al doctor y al padre misionero. También éstosse

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manifestaron intranquilos. El misionero se acarició la barba y dijo: —

Con lo que he oído hasta ahora, me basta para que desee acompañarle

a usted, si esque decide ir a Mohoko. —También yo le acompañaré —

dijo el doctor. La “tropa” que el Administrador tenía a sus órdenes

ascendía a la cifra de unsargento y cinco soldados. Se los llevaría a

todos de escolta, dejando la cárcel de Watzasin otra guardia que

algunos policías. Quizá se viese en la necesidad de hacer frente auna

sublevación y de sofocarla con sólo aquellas fuerzas y los dos blancos

que leacompañarían con sus leales criados. La cara de Van Veerte era

de ordinario inexpresiva, pero yo adivinaba lo que ahoraestaba

pensando. Por eso no me sorprendió que aceptase la colaboración de

todos losque se ofrecieron a ir con él, e incluso la mía. A los dos días,

tomadas las medidas necesarias, salimos todos juntos. En la tarde

delsegundo acampamos a dos horas de distancia, más o menos, del

poblado de Mohoko. A la mañana siguiente avanzamos con toda clase

de precauciones. El sargento y lossoldados iban delante, por si nos

habían tendido alguna emboscada. Los policíasformaban la extrema

retaguardia de la columna, para impedir que, si nos atacaban

conflechas y lanzas envenenadas, los peones de transporte tirasen sus

cargas y saliesenhuyendo. A medida que avanzábamos se iba haciendo

más siniestro el silencio que nosrodeaba. No se veía aún el poblado,

aunque lo teníamos tan cerca que hubiéramosdebido oír voces y gritos.

Nos hallábamos en la última curva de un sendero bastante empinado,

cuando llegóhasta nosotros un grito. Era el sargento quien lo había

dado, y venía a todo correr hacianosotros.

12. 12 Echamos a correr también a su encuentro..., y vimos a los cinco

soldados queandaban de un lado para otro por el espacio abierto que

antes ocupaba el poblado.Parecían buscar algo; pero ¿cómo es que no

veíamos otra cosa que a los cinco soldados? El poblado había

desaparecido. EL CASO DEL PUEBLO DESAPARECIDOP arecerá

descabellado lo que cuento, pero era la pura verdad. Ya no estaba allí

el poblado. Mis ojos atónitos, que veinte días antes habían visto allí una

gran chozadestinada a las reuniones y el palabreo, unas ochenta

chozas grandes, decenas degraneros y gallineros, no descubrían ahora

más que un campo desolado en el que sedivisaban algunas ruinas

carbonizadas. De la población, anda; los 218 habitantes sehabían

esfumado. Hombres, mujeres y niños. Se habían largado todos.

"¿Adónde? ¿Por qué razón?", nos preguntábamos unos a otros.

Prescindiendo del por qué, no encontrábamos indicación alguna del

dónde. Después de una búsqueda de dos horas, regresaron Sankuru y

sus policías muyabatidos, asegurando que aunque ellos tenían más

experiencia que los soldados en estascosas, tampoco habían podido

hallar el rastro. Ni siquiera podían señalar la direcciónprobable, porque

la tribu había borrado y confundido con mucho cuidado sus huellas.

Van Veerte estaba en ascuas. No es posible reproducir en letra impresa

loscomentarios que hizo, aunque en esencia venían a resumirse en que

no era posible quedesaparecieran así como así 218 personas. Pero el

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hecho es que habían desaparecido, tan completa y definitivamente

queparecía que nadie sería ya capaz de aclarar semejante misterio, y

que sólo quedaríamemoria de él en algún archivo polvoriento y en el

epitafio oficial que marcaría el finde la carrera colonial del señor Van

Veerte. Por suerte para la majestad de la justicia y para la carrera del

Administrador, habíatenido yo un buen día el capricho de ir a cazar

cerca del poblado de Mohoko,brindándome al propio tiempo a hacer un

pequeño servicio al Administrador. Esto alterópor completo el curso de

las cosas, aunque no quiero atribuirme por ello ningún mérito. Algunas

preguntas que había hecho a los indígenas y algunos datos que

habíarecogido; la tentativa que hizo para hablarme la esposa joven del

jefe y su fuga; laescena entre Sankuru y Manuel; la extraña

desaparición de Loko—Loko y de los dospolicías enviados en su

busca... Con estos frágiles hilos iniciaron su fatigosainvestigación los

dos magistrados que destacó, al conocer lo ocurrido, la

Administraciónde la provincia. Muy poca cosa, en resumidas cuentas.

Pues bien: estos hechos insignificantes fueronla clave que condujo al

descubrimiento de uno de los más espeluznantes misterios delCongo,

según pudo verse al final. Tuve la suerte de seguir desde el principio

aquella investigación, que resultó hasta elúltimo momento llena de

emociones. Pronto llegamos todos nosotros a convencernos de que la

desaparición de Mohokoera obra de una sociedad secreta. Pero nadie

sabía de qué secta se trataba, aunque eraevidente que dominaba con

mano de hierro a las poblaciones de todos aquellosalrededores. Hasta

Sankuru y sus policías, Basiri y Manuel, fuentes habituales

deinformación que nunca fallaban, parecían ahora incapaces de dar

con una clave,sorprender una palabra indiscreta o proporcionar un

dato cualquiera. Nos hallábamosfrente a una conspiración de silencio

aterrorizado que ni las promesas ni las amenazaslograban romper.

13. 13 El doctor Gablewitch y el padre José empezaron a visitar, pueblo

por pueblo, todoslos de la región. Iban en apariencia para llevar a los

indígenas sus consuelos médicos yespirituales; pero, en realidad, para

llevar a cabo, como pudiesen, un censo de cada tribuy para tomar

rápida nota de cualquier señal o coincidencia sospechosa que

pudierallamar su atención. Nada de particular descubrieron en los seis

primeros poblados que visitaron. Pero en el séptimo, mientras el doctor

se hallaba entregado a sus tareas médicas,observó que un indígena

intentaba escabullirse de puntillas por detrás de la choza, conla

evidente intención de que no le viese. Despachó en el acto un policía

en supersecución, porque el indígena echó a correr al verse

descubierto. Aquél lo alcanzó yse lo trajo a rastras. El indígena gruñía y

jadeaba. El doctor Gablewitch se fijó en los tatuajes circulares que

llevaba en el torso;parecían del mismo estilo que los que yo le había

explicado que eran frecuentes enMohoko. El buen doctor, que gustaba

de las bromas pesadas, compuso un rostro terriblementeamenazador y

rugió: —Tú escapabas, y eso demuestra que eres culpable. En castigo,

te voy a poner ahorauna inyección que te mate con una agonía lenta y

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espantosa. El indígena dejó de forcejear y se quedó suspenso; pero en

cuanto vio que el médicocogió en sus manos una jeringa llena de

suero, dio un salto atrás, dando alaridos ypugnando a brazo partido por

desasirse de los policías. Viendo que no lo conseguía,gritó: —¡No,

Bwana, por favor! ¡Diré lo que sé! Estas fueron las últimas palabras

que pudo pronunciar. El doctor sintió el silbido dealgo que pasaba junto

a su oreja..., y una flecha se clavó en el corazón del preso. Elveneno en

que estaba impregnado causó un efecto instantáneo. Se produjo una

enorme confusión. Salió para aquel lugar un magistrado, pero tardó un

día entero en llegar. Los dosblancos, sus criados y los policías no

habían conseguido dar en aquellas veinticuatrohoras con una clave.

Peor aún: al pedir el magistrado al médico sus notas, éste no

lasencontró. Habían desaparecido las listas de nombres, familias,

inyecciones, tatuajes ytodas las demás observaciones que había

hecho. El magistrado dio orden a los soldados de que reuniesen a toda

la población. PeroGarao era un pueblo que nos reservaba sorpresas. El

número de los individuos queaparecían con vacunas recientes era

bastante superior a la cifra que el doctor recordabahaber vacunado. —

¡Tráiganme al jefe! —ordenó muy escamado el juez. Todos salieron

llamando al jefe, pero éste no apareció ni supo nadie decir

dóndeandaba. El magistrado gritó a Sankuru: —¡Tráeme volando al

jefe! Como no esté aquí dentro de diez minutos... Pero transcurrieron

diez minutos, y veinte, sin que apareciese. Y fue por último

elmagistrado mismo quien tuvo que ir a verlo... en un pequeño calvero

donde loencontraron Sankuru y sus policías, en medio de un charco de

sangre, con la gargantadestrozada por horribles zarpazos de un felino.

—Un akkha —murmuró Sankuru. Y al mismo tiempo señaló unas

huellas del feroz leopardo de las montañas de aquellaregión, que

estaban claramente marcadas aquí y allá en el fango, alrededor del

cadávertodavía caliente.

14. 14 —Un akkha lo ha matado —repitió con semblante lívido, y al

decirlo se restregó lasmanos una y otra vez en la blusa azul de su

uniforme. Basiri exclamó entonces: —¡Ese majadero ha tocado el

cadáver! El magistrado miró a Sankuru y vio las manchas de sangre.

Esto le produjo unarepentina turbación, y volvió la vista hacia otro

lado. Pudo así descubrir la causa delsúbito silencio que se había

producido a su alrededor. La bulliciosa multitud deindígenas que había

ido en pos de él hasta el lugar en que fue hallado el cadáver sehabía

esfumado. Había bastado que se pronunciase una sola palabra:

“¡Akkha!” para que sedesbandasen todos sin abrir la boca. A nadie

engañó aquella muerte del jefe de Garao. Los animales carnívoros

noatacaban jamás al hombre en pleno día y en los alrededores del

poblado. Aquello eracosa de los Hombres Akkha, los feroces asesinos

que acostumbraban a emboscarse enespera de sus víctimas para

clavarles en el cuello unas garras de hierro que se atan a lasmanos; los

akkhas, que se cubren la cabeza con una piel del auténtico leopardo

paradisfrazar así su personalidad; los akkhas, que una vez cometido el

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crimen dejanimpresas en el lugar unas huellas falsas de felino hechas

con un bastón tallado, borrandoantes con sumo cuidado las suyas

propias. Era un asesinato más. Desde aquel momento, los crímenes se

sucedieron rápidamente unos a otros.Conforme avanzaba la

investigación, se iban amontonando los cadáveres. ¡Hasta elnúmero de

cuarenta y siete! Y sin encontrar jamás un rastro, fuera de algunas

huellas deakkha, y esto sólo en algunos casos. Indicaciones que

pudiesen guiar las pesquisas,ninguna. A menos que... Sí, algo había.

Cuarenta y cinco de los cuarenta y siete asesinados tenían la marca

dehaber sido vacunados, y dieciocho de los hombres estaban tatuados

con círculos. Doshabía que no presentaban señal de haber sido

vacunados, pero al examinar sus cadáveresobservó el doctor un detalle

curioso. Ambos tenían el relieve de una cicatriz igual en el estómago,

un poco más arriba delombligo. Manuel, el ayudante del médico, brindó

una explicación posible de aquel hecho. Lavacuna asustaba en un

principio a los indígenas, pero luego se dieron a pensar que talvez

fuese una gran operación de magia de los blancos. Entonces, algunos

de los que nohabían sido vacunados querrían gozar de una protección

parecida a la que la vacunaproporcionaba, y se dirigían al hechicero, y

éste les haría una incisión abdominal,embutiendo en ella algunos de

sus sucios medicamentos. Pero, ¿y los tatuajes de los dieciocho

restantes? ¿Qué sentido tenían? ¿Y qué se podíadeducir del hecho de

que ninguna de las víctimas hubiese escapado de la vacunación

deManuel o a la del hechicero? ¿Se trataba de una simple coincidencia?

¿No nosencontraríamos, según insistían tercamente los magistrados,

con alguna pieza delrompecabezas de Mohoko a la que no veíamos aún

el sentido? Entretanto, el magistrado, Van Veerte, el padre y el médico

habían sometido ainterrogatorios, unas veces con halagos y otras de

una manera rigurosa, a un buen millarde indígenas; pero con todo ello

estaban en el mismo punto de partida. También habían encarcelado los

magistrados a unos cuantos centenares de indígenas,con la esperanza

de que alguno de ellos cediese y hablase. Tampoco este recurso

sirvióde nada. Poco a poco tuvieron que ponerlos en libertad a todos. A

todos, menos a ciertapersona que trajeron en automóvil desde un

poblado lejano de otra región, y que quedóencarcelada en la capital de

la provincia. Nadie sabía quién era.

15. 15 Los magistrados me habían pedido, mientras se llevaba

adelante la investigación, queles hiciese ampliaciones de todas las

fotografías que yo había hecho en Mohoko. Llevéa cabo este encargo,

que me costó mucho trabajo. Eran fotografías del jefe de Mohoko yde

sus mujeres; de hombres con los torsos tatuados; de un joven cazador

al que meencontré cierto día llevando atado a la muñeca un burdo

emblema fálico o erótico; delpueblo mismo, etc. Fue tal la satisfacción

de los magistrados al recibir aquellas fotografías que tuve laseguridad

de que habían identificado al preso misterioso como a uno de los

individuosque desaparecieron con todo el poblado de Mohoko. Y tantas

vueltas le di a este asuntoque adquirí la casi seguridad de que también

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yo lo había identificado. Una tarde, estando la mayor parte de los

encargados de la investigación en Watzapara tomarse un día de

descanso, que se habían ganado muy bien, cogí una de

misampliaciones y llamé a Bombo, mi chófer en muchas expediciones.

Se la enseñé y ledije: —Fíjate bien en lo que voy a decirte, porque hay

en ello una buena matabisha parati. Tú sabes quién es la persona de

este retrato, ¿verdad que sí? —No, Bwana —me contestó visiblemente

intrigado; pero luego se iluminó su rostrocon una expresión curiosa y

se corrigió—: Es posible que la conozca. —Muy bien. ¿Y sabes dónde se

encuentra ahora? Bajó la cabeza, pero no dijo nada. Se diese o no

cuenta, su actitud equivalía adecirme: “Lo sé perfectamente, pero es

mejor que no me meta en este asunto.” —Fíjate bien lo que te digo —

agregué—. Esta fotografía te la has encontrado túhaciendo la limpieza

del campamento y la has cogido sin decirme nada a mí. ¿Meentiendes

bien? Cuando estés reunido con alguno de tus amigos, sácala y házsela

ver.Diles que te ha parecido que es de la misma persona que se llevó

el magistrado en suautomóvil. Lo único que yo quiero que tú me digas

es si alguno de los circunstantes seinteresa especialmente por ella. Si

alguien te la pide, dásela. Y dime quién es. Con estohabrás ganado la

matabisha..., que será igual al salario de un mes, ¿estamos? Bombo

cogió la foto y se dio por enterado de mi promesa sin muestras de

muchoentusiasmo. —Lo que ordenes, Bwana —dijo sin levantar la

vista, y desapareció. Un rato después oí gran vocerío, estallidos de risa

y pasos de gente que se acercaba ami tienda. Apareció Sankuru, que

traía a rastras a Bombo, el cual pugnaba por desasirse.Venían detrás

dos policías y todos mis criados. Sankuru soltó al detenido, saludó con

la mayor gallardía cuadrándose, y dio riendasuelta a su indignación: —

Bwana —me dijo—: este criado al que quieres como a un hijo y en el

que hasdepositado tu confianza, es un ladrón y debes castigarlo con

severidad. Cogí la fotografía que él me presentaba indignado y le

contesté que no tenía ningúnvalor, que yo mismo la había tirado. Sin

embargo, lo felicité por su celo, le di unosgolpecitos en el hombro y le

obsequié con un paquete de cigarrillos. Y le pregunté desopetón quién

era la persona de la fotografía aquella. Sankuru se quedó

desconcertado un momento, pero se recobró en seguida. Pero yohabía

visto lo suficiente para saber que me contestaría con una mentira. Con

mucha precipitación, y como queriendo soslayar un asunto demasiado

peligroso,contestó: —No lo sé, Bwana —y para hacer más convincente

su mentira, agregó—: Soy viejoy tengo la vista cansada. No sé siquiera

quién puede ser esa mujer. —Si tan mal estás de la vista —le dije—,

¿cómo has podido ver que se trata de unamujer?

16. 16 —¡ Muy bien dicho, Bwana! —exclamó riéndose, como si mi

salida le pareciesegraciosísima. Los demás se echaron también a reír.

Viendo que no sacaría ni una palabra más deSankuru, los despedí a

todos. Ardía en deseos de saber si Bombo había enseñado la fotografía

a alguien más, peroantes quería estar seguro de que Sankuru se había

alejado. Me tumbé en mi cama decampaña. Pero era tal mi impaciencia

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que no pude resistir más, y a los cinco minutos me puseen pie.

¡Bendito sea Dios que tan a tiempo me envió aquel impulso! El crujir de

la cama se confundió casi con el ruido que hizo una tela al rasgarse. En

laalmohada en la que un segundo antes descansaba mi cabeza

temblaba todavía unaflecha, y la mancha que apareció en la funda me

decía sin lugar a dudas que la flechaestaba embadurnada de veneno.

Todo esto ocurrió en menos tiempo que el que cuesta contarlo. Y,

también en uninstante, apagué yo la luz, eché mano al rifle y a una

linterna eléctrica y espié por laparte posterior de mi tienda la negra

muralla de vegetación que rodeaba al claro delbosque en que estaba

instalado el campamento, y que por aquel lado no distaba más deseis

metros. Escuché con gran atención. No oí el menor ruido. Mi linterna

tenía dispositivo paraadaptarla al cañón del fusil en las cacerías

nocturnas. Las coloqué, las encendí y registrélos alrededores con el

foco de luz, adelantando el rifle. Hice bien en mantenerme detrásde la

tienda, porque pasó otra flecha silbando por encima de la luz de la

linterna y fue aclavarse en el suelo a dos pies de distancia de mí.

Apagué inmediatamente la luz yapunté hacia el sitio de donde había

venido el chasquido del arco. Disparé, no porquecreyese que iba a dar

al hombre, sino para asustarlo y ponerlo en fuga. Volví a encender la

linterna, pero esta vez la llevaba en la mano, porque oí el ruidoque

alguien hacía abriéndose paso por entre arbustos y ramas. Pero la

oscuridad no medejó ver nada. Mis criados acudieron corriendo. Les di

orden de que se quedasen vigilando y que nopermitiesen que nadie se

acercase. Entonces pregunté a Bombo cuántas personas habíanvisto la

fotografía antes de mostrársela a Sankuru, pero le advertí que no

pronunciasenombres, porque no quería poner en peligro su vida. Esto

pareció quitarle un peso deencima y me contestó: —Una solamente, y

me pareció que iba hacia aquella choza que hay por ese lado —yseñaló

en la misma dirección de donde habían venido las flechas. No quería

saber más por el momento. Me dirigí rápidamente hacia la casa de

VanVeerte y le insté a que cogiese su revólver y me acompañase.

Estaba seguro de lo que íbamos a ver..., si llegábamos a tiempo,

mientras nosencaminábamos a toda prisa hacia una choza situada a

espaldas de la estrecha faja deselva que había detrás de mi

campamento. Pero en el momento de ocultarnos detrás deun enorme

tronco de árbol, ya no estaba tan seguro, y pensaba: “Con tal de que

no estéequivocado ...!” Desde el interior de la choza solitaria se

filtraban tenues rayos de luz. —No se mueva —susurré al oído de Van

Veerte—. Pero fíjese bien en los que salen.Cuando los haya visto, lo

sabrá ya todo. Al cabo de un rato se apagó la luz; pero entonces se

había levantado la luna,iluminando el panorama con su pálida claridad.

Oímos abrirse la puerta. Fueron saliendo del interior hombres, de a

uno, con grandesintervalos, y se alejaron en silencio, pero nosotros

pudimos reconocerlos a todos, singénero alguno de duda.

17. 17 Al pasar por delante de nosotros el último, me pareció que Van

Veerte sufrió unescalofrío. Quizá el que se escalofrió no fue él, sino yo.

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Aquel hombre llevaba en lamano un arco que, puesto vertical, le

igualaba a él en altura. Era un arco que parecía elmás apropiado para

disparar flechas como la que se había clavado profundamente en

laalmohada de mi cama de campaña. LOS HOMBRES QUE BAILAN CON

LOS MUERTOS A quel día era domingo. Aunque debíamos salir todos al

siguiente por la mañana para llevar adelante nuestras investigaciones,

celebramos aquella noche un largo consejode guerra, durante el cual

adoptamos varias resoluciones. La primera de todas fue la de que nos

esforzaríamos en mantener una actitud que nohiciese sospechar que

sabíamos algo. Segundo, que tendríamos todos muy buen cuidado de

no permanecer nunca aislados. Tercero, que siempre que tuviésemos

que referirnos a los cuatro criminales que yacreíamos conocer, nos

referiríamos a ellos con las letras A, B, C y D, aun cuandohablásemos

en francés, inglés o flamenco. Cuarto, que el más joven de los

magistrados se retrasaría, fingiendo una pequeñaindisposición, y no se

pondría en camino hasta que nosotros llevásemos ya

bastanteadelantado nuestro viaje. Fingiría entonces una agravación de

su enfermedad y daríaorden a su chófer de que lo condujese al hospital

provincial, y allí ocuparía una cama demanera que se enterase la

gente. Más tarde, adoptando las mayores precauciones parano ser

visto por ningún indígena, sometería a un duro interrogatorio a la

mujer queestaba encerrada en la cárcel de la provincia, poniéndole

delante las “confesiones” quele habían hecho A y sus otros

compañeros. He dicho “la mujer” porque mi hipótesishabía resultado

exacta, y ya los magistrados no podían ocultar la personalidad de

lapresa. Todo salió a pedir de boca, por aquella vez al menos. Ahora

que creíamos conoceruna buena parte del juego, procurábamos alejar

sospechas, haciéndonos los tontoscuanto nos era posible. Regresamos

a Watza el sábado por la tarde, después de una semana de safari.

Elmagistrado “enfermo” estaba ya sano, nos esperaba y tenía urgente

necesidad de tomarel aire del campo. Como faltaban aún tres horas

para que oscureciese y para la hora dela cena, subimos todos a mi

automóvil. Hicimos alto en la cumbre de una colina pelada. Nadie

podría acercársenos enmuchos centenares de yardas a la redonda sin

que lo viésemos. Era el lugar másadecuado para charlar con toda

libertad. El magistrado joven nos confirmó lo que ya nos suponíamos al

verlo restablecido.Después de acosar a la mujer por espacio de varios

días, había por fin sucumbido yhecho una confesión completa. Aquella

conversación resultó la más espeluznante, pero también la de

mayoremoción e interés que he escuchado en mi vida. Parecía como si

entre los seisestuviésemos componiendo una novela de misterio, fuera

de que la aportación de cadauno de nosotros no era un simple fruto de

nuestra imaginación, sino un trozo más delrompecabezas infernal que

íbamos poniendo en el lugar que le correspondía. Cuando finalizamos

nuestra conversación el libro estaba completo y el misterioaclarado.

Faltaba sólo aportar las pruebas concluyentes y el desenlace final.

Teníamos laseguridad de que también eso lo tendríamos, si nos

acompañaba la suerte, el miércoles

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18. 18por la mañana a más tardar, porque ese día nos encontraríamos

todos de vuelta en elsitio donde había estado emplazado un día el

pueblo de Mohoko. Era evidente que nuestros criminales tenían su

cuartel general en este pueblo. Una delas claves de que disponíamos

para obtener esta conclusión era la insistencia con queManuel había

afirmado que jamás había estado allí antes del viaje que hizo en

micompañía. Sin duda le asustaba pensar que yo pudiera descubrir

casualmente algunacosa. Otro indicio era el haber venido conmigo, ya

que no se lo había ordenado elmédico, sino que fue él mismo quien se

lo sugirió al doctor. Lo confirmaba también el caso de Loko—Loko. Es

probable que no se mostrasecompletamente sumiso. Cuando fue

citado para que compareciese ante el tribunal conobjeto de responder

de una acusación leve, tuvieron buen cuidado los asesinos de queno se

pusiese fuera del control de su mano de hierro, temerosos de que

hablase. Los dospolicías que fueron en su busca, y que al ver que aquél

había desaparecido armaronbarullo y amenazaron, tuvieron el mismo

fin que Loko—Loko. Con estas tres muertes eltotal de los asesinatos

ascendía a cincuenta. Todo esto había sido confirmado por la mujer

que estaba presa en la cárcelprovincial. Era ésta, en efecto, la más

joven de las esposas del jefe de Mohoko, lamisma que quiso hablar

conmigo, pero no para advertirme de lo que ocurría, sinosimplemente

para pedirme la fotografía que me había visto hacerle. Pudimos

advertir que los miembros de la secta que caían en desgracia no

salíanmejor librados que los extraños. Bastaba infringir una regla para

que el infractor pagasesu falta con la muerte, aunque perteneciese a la

casta privilegiada cuyo emblema era, enopinión nuestra, el tatuaje de

círculos. Esto se demostraba con lo ocurrido al indígena en Garao, que,

cuando el doctor leamenazó en broma con una inyección mortal, dijo

que diría lo que sabía, y en el acto, Co B, que estaban al acecho, le

infligieron el castigo. Se demostraba también con el caso del jefe de

Garao. Se sabía que era hombre decarácter débil. Cuando el

magistrado manifestó su resolución de someterlo a un

durointerrogatorio, temieron también C o D que se fuese de la lengua.

Entonces un akkha,oportuno y eficaz, entró en acción unos minutos

antes de que Sankuru y sus policíasllegasen al lugar del crimen. Y el

ejemplo más concluyente era el del jefe de Mohoko, al que

designábamos con laletra B. Indudablemente que era el segundo de a

bordo, pero con todo eso, murió a lospocos días de marcharme yo del

pueblo, y la enfermedad que le aquejaba era ya obra delveneno. —

¡Murió asesinado! —eso fue lo que la joven esposa manifestó al

magistrado, y,según afirmó, lo había matado A, letra con la que

seguíamos designando al jefesupremo de la secta. Lo peor de todo era

el sistema que la sociedad secreta tenía de matar. —Es lo más

espeluznante que oí en mi vida —explicó el magistrado más antiguo

—.Pero me parece que es verdad. El nombre de la secta ya lo indica:

¡Los que bailan conlos muertos! Así se llaman ellos mismos. —Ya me lo

estaba imaginando —exclamó el médico sin poderse contener—.

¡Losmuy cochinos y bandidos...! Y entonces nos explicó ciertas

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anormalidades que observó en los cadáveres queaparecían con

incisiones abdominales. ..........

19. 19Al llegar a este punto me adelantaré al curso de los

acontecimientos, para completar esteprimer informe del doctor

Gablewitch con los muchos eslabones de la cadena que aúnfaltan y

que nos fueron proporcionados por los mismos criminales,

especialmente porA, que resultó ser, según habíamos supuesto

nosotros aún antes de que él y veintinuevede sus cómplices fuesen

declarados culpables y condenados a trabajos forzados aperpetuidad,

el jefe supremo de la secta, culpable, según propia confesión, de

varioscentenares de asesinatos. La secta seguía en todos los casos el

mismo demoníaco procedimiento. Cuatro ocinco de sus miembros,

enmascarados con pieles de leopardo, se introducían amedianoche en

la choza del que iba a ser su víctima. Sin necesidad de recurrir a

procedimientos de violencia física, caía aquélla “muerta”,es decir, sin

voluntad, ya se tratase de un niño, de una mujer o del hombre

másvigoroso. Los indígenas usaban este calificativo de “muerta”

porque no eran capaces decomprender el gran poder hipnótico que

desarrollaban los asesinos de la secta. Bajo la influencia de esta fuerza

hipnótica y obedeciendo al mando de sus verdugos,el “muerto” se

levantaba, salía de la choza y caminaba con el cuerpo rígido hacia

dondeellos lo llevaban. Y siempre la demoníaca procesión se dirigía al

mismo lugar, a un claro de bosqueque había detrás de la aldea de

Mohoko, un tétrico calvero del que nadie se atrevía ahablar en voz alta,

pero al que todos los habitantes de la región conocían por el nombrede

“Plaza del Baile con los Muertos”. Allí estaban reunidos los iniciados, y,

al llegar la nueva víctima, empezaba una danzabruja en la que el

“muerto” participaba, sin ofrecer resistencia a cuanto se le

ordenaba.Primero bailaban en grupo. Después, conforme los iba

llamando el jefe supremo,bailaban todos los miembros en pareja

macabra con el “muerto”. A continuación eran conducidas a la plaza

aquellas otras víctimas que ya llevaban“muertas” algún tiempo; eran

casi siempre mozas y mujeres jóvenes. Acto seguido, y ala luz

temblorosa de las antorchas, tenían lugar orgías indescriptibles, hacia

el final delas cuales entraban en juego los falos rígidos (como el que yo

había visto en la muñecade un joven). Con las primeras luces del día,

cuando el frenesí general había llegado a su puntomáximo, se obligaba

al nuevo “muerto” a tumbarse boca arriba en el centro de

laenloquecida muchedumbre, y entonces un hechicero le hacía una

profunda incisión en lapiel, por encima del ombligo, y la rellenaba de

dawa, es decir, de una medicina secreta. Según manifestaron los

acusados, los hechiceros de la secta habían llegado a laconclusión de

que la dawa no surtía los mismos efectos afrodisíacos en los

individuosque habían sido vacunados que en los que no habían recibido

la nueva endemoniadainvención del hombre blanco. Por eso tenían los

mismos adeptos a la secta tanto interésen vacunarse, como medio

defensivo contra la posibilidad de ser elegidos para“muertos”; y

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también, por la razón contraria, procuraban poner fuera del alcance de

lajeringuilla del hombre blanco a los que ya tenían elegidos para

víctimas suyas. Acabada la demoníaca ceremonia en la “Plaza del Baile

con los Muertos”, la últimavíctima, todavía bajo el influjo del sueño

hipnótico, y las demás “muertas” de reunionesanteriores, eran

distribuidas en varias chozas del poblado de Mohoko, en el que

losdesgraciados vegetaban hasta que llegaba la noche de la ceremonia

definitiva en la quehabía de cumplirse su destino. Durante todo este

tiempo los “muertos”, entre los que se contaban muchas másmujeres

que hombres, vivían lo que los de la secta llamaban “una segunda

vida”. Notenían que trabajar y se les alimentaba copiosamente, lo

mismo que si fuesen animales

20. 20cebados por encargo de un carnicero exigente. Su idiotez iba en

aumento y llegaban aperder el uso de sus facultades humanas, no

viviendo ya sino con el ansia de satisfacerlos accesos de lujuria que

desarrollaba en ellos la sustancia afrodisíaca contenida en ladawa. En

otros términos, se preparaba desde todo punto de vista a la víctima

para las orgíasasquerosas que se celebraban con frecuencia en la

siniestra plaza y que terminaban conel “Banquete del Akkha”. La

víctima cuyo sacrificio debía celebrarse quedaba en laplaza y era

sometida a un último tormento. Uno de los miembros de la

secta,enmascarado y revestido con pieles de akkha, salía al centro y

obligaba a la víctima abailar con él una parodia de la danza de los

cazadores, y cuando estaban en ella saltaba asu cuello, lo mataba y lo

hacía pedazos. Los restantes iniciados se unían entonces al presunto

akkha y compartían ávidamenteaquel banquete, que dejaba

empequeñecidas las más aterradoras fiestas canibalescas. Ytodo ello

bajo la mirada inexpresiva de los demás “muertos—vivos” que un día

iban asufrir la misma suerte. ··········Cuando se conocieron todos

aquellos horrores no fue cosa difícil encontrar la soluciónal problema

de la desaparición de los doscientos dieciocho habitantes de Mohoko.

Unamitad aproximadamente eran de otras localidades. No se trataba

de idiotas biencuidados, como yo había supuesto, ni de individuos

atacados de la enfermedad delsueño, como pretendía Manuel. Eran

pobres desgraciados, raptados por la secta en todala región, y que

vivían en Mohoko bajo los efectos de la diabólica droga para

satisfacerlos depravados apetitos de sus adeptos. Los demás

habitantes del poblado eran miembros o familiares de los miembros de

lasecta, y tanto mi visita como mis preguntas no pudieron menos que

despertar susrecelos. Antes de que empezásemos a investigar hicieron

desaparecer a todos aquelloscadáveres ambulantes, matándolos y

enterrándolos o, lo que es mucho más probable,devorándolos, en una

fanática sucesión de bestiales banquetes. Hecho esto, los demás

huyeron en todas direcciones, divididos en pequeños grupos,después

de prender fuego a todo lo que no pudieron llevarse. ..........Al día

siguiente de nuestra conferencia, es decir, el lunes, volvimos a recorrer

ladistancia que nos separaba de Mohoko. El martes por la noche

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acampamos a dos horas de marcha del descampado en queantes se

levantaba el poblado. El miércoles por la mañana nos pusimos en

marcha muytemprano. Cuando llegamos al descampado de Mohoko,

oímos de pronto un agudo silbido. Nosrodearon por todas partes

hombres con uniformes de color kaki. Un oficial belga seadelantó y nos

saludó. Llegaron hasta mis oídos algunas frases sueltas de

suconversación con los magistrados: “Ayer cavamos durante todo el

día... en el otrodescampado..., cráneos..., huesos humanos... por todas

partes..., docenas, centenares...”

21. 21 Terminada la conversación se volvió el oficial hacia su tropa de

soldados negros y,después de darles la voz de firmes, les gritó

enérgicamente: —Os recuerdo otra vez las órdenes rigurosas que os

tengo dadas. Si alguien, seablanco o negro, intenta cruzar vuestra

línea para escapar, lo tumbaréis de un tiro. Repito,sea quien sea.

Examiné los rostros de la gente que había ido con nosotros y vi que

estas palabrashabían producido una impresión tremenda. Van Veerte

no perdió tiempo con muchas palabras. Dirigiéndose a la caravana,

leshabló de este modo: —Quiero hacer excavaciones en este terreno.

El que quiera ganarse un sobrejornal dedos francos, que coja una

azada de ese montón. Todos los peones de carga se adelantaron en

tropel para echar mano a lasherramientas. Van Veerte agregó: —

Quiero que trabajen también los policías, y todos vosotros. Al oír esto,

Sankuru y sus hombres se adelantaron a coger cada cual una azada.

Congran sorpresa mía, también Manuel, Basiri y sus compinches

imitaron su ejemplo. Cuando se hizo un poco el silencio, habló otra vez

Van Veerte, y ahora de un modotajante: —Quitaos las blusas y las

camisas. Todos, sin excepción. Fue una cosa curiosa el ver que

individuos como Sankuru, Manuel y Basiri, a los quese había tratado

hasta entonces con toda clase de miramientos, se

sometíanhumildemente a tal indignidad. Pero algo había en la voz de

Van Veerte que no admitíaréplica. Los tres enemigos irreconciliables se

desvistieron rápidamente y se pusieron atrabajar en línea con los

demás. Van Veerte entabló conversación con nosotros y con el oficial,

desentendiéndose porcompleto de los indígenas, que se habían puesto

a trabajar con endemoniada energía,pero sin orden alguno, y divididos

en varios grupos. Al cabo de un rato, y como si hastaentonces no

hubiese advertido lo que estaban haciendo, se volvió hacia ellos y les

gritócon voz de trueno: —Hatajo de estúpidos, donde yo os he

mandado cavar es en la Plaza. No aquí. En elotro descampado...,¡en la

Plaza del Baile con los Muertos! Todos tiraron las azadas al suelo. Se

oyó un disparo, seguido de gritos airados. Searmó una espantosa

baraúnda de tiros, gemidos, voces de mando, golpes de las culatasde

los rifles contra los cuerpos desnudos, ¡un completo pandemónium!

Pero las cosas habían sido calculadas cuidadosamente. La compañía de

infanteríaindígena había llegado días antes secretamente desde la

capital de la provincia y lo teníatodo ensayado a la perfección. Pronto

pasó aquella tormenta y se restableció el orden.En el extremo más

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lejano del descampado habían detenido los soldados al grupo

depeones y policías que, al oír aquel temido nombre se desbandaron,

poseídos deindescriptible pánico. Aquella fuga no tenía mayor alcance.

Pero otro grupo de soldados traía a rastras a dos individuos, con

tatuajes en sustorsos, que forcejeaban y daban alaridos como animales

salvajes. Finalmente, un tercergrupo transportaba el cuerpo encogido y

sin vida de un anciano y lo dejó en la pequeñaelevación que hacía el

terreno donde nos encontrábamos. El más joven de losmagistrados

dirigió una mirada fría a aquel rostro lastimoso, acribillado a balazos,

yexclamó: —Aquí tenemos a nuestro D. —¡Sankuru! —musitó Bombo,

sin dar crédito a sus ojos. Otro de los magistrados hizo este

comentario:

22. 22 —¡Qué bien tramado estaba! Cada uno de ellos ocupaba un

cargo de confianza y deinfluencia decisiva, aparentando enemistad

mortal con los otros dos. Van Veerte dijo por centésima vez: —La

noche que los vi salir de la choza me pareció estar viendo visiones. Era

ya superfluo que siguiésemos designando a Manuel y a Basiri por las

letras A yC. Los dos estaban heridos, acometidos de un arrebato

histérico y echando espumarajospor la boca. Cuando vieron el cuerpo

inanimado de su compinche, se callaron de repente. Y también de

repente y simultáneamente recobraron la voz, para concentrar

susacusaciones contra Sankuru, esforzándose desesperadamente por

acumular todas lasresponsabilidades sobre el muerto. El doctor no

hacía más que gruñir: —¡Grandísimos cochinos, ratas inmundas...! Van

Veerte y los magistrados observaban cómo Manuel y Basiri eran

amordazados,esposados y ligados con cuerdas. El magistrado decano

dijo a los soldados: —Vosotros me respondéis de que lleguen a la

cárcel vivos y sanos. ¡Andando conellos! LOS HOMBRES QUE BAILAN

CON LOS MUERTOS Attilio Gatti, 1949 Trad. Armando Lázaro Ross

Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 Zombi Blanco Vivian MeikG

eoffrey Aylett, comisionado en funciones del distrito de Nswadzi,

estaba asustado. En sus veinte años en África nunca antes había

experimentado la sensación de encontrarse tan definitivamente

desconcertado. Sentía como sialgo estuviera apretándose contra él,

algo que no podía ver ni localizar, y, no obstante,algo que parecía

envolverle y que de una manera inexplicable amenazaba con

asfixiarlo.Últimamente había empezado a despertarse de repente

durante la noche, esforzándosepor respirar y casi abrumado por una

sensación de náusea. Una vez que éstadesaparecía, aún permanecía el

extraño rastro de un olor horrible e innominado, un olorque tenía

fuertes reminiscencias con las consecuencias de las primeras batallas

de lacampaña de Mesopotamia. Aquellos habían sido días de

espantosas enfermedades,cuando el cólera y la disentería, las

insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena habíancampado

incontroladas; donde cientos quedaron en el sitio en que cayeron;

cuando,presionados por los enemigos y olvidados por los amigos, los

supervivientes se vieronforzados a abandonar incluso el decoro

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elemental del entierro decente... Recordó lasmoscas y la

descomposición, la temperatura de cincuenta grados... Y ahora,

dieciocho años después, cuando despertaba por las noches parecía

flotar asu alrededor como una presencia maligna el mismo olor de la

corrupción fétida. Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre

racional, acostumbrado aenfrentarse a los hechos. Sus conocimientos

del misterio de África, de sus lugaresrecónditos y sus selvas, de su

espectral atmósfera, eran tan completos como el decualquier hombre

blanco —sonrió fantasiosamente al recalcarse a sí mismo lo

pequeñosque eran éstos— y buscaría alguna razón concreta que

explicara ese vacío de años

23. 23estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en conseguir

una solución satisfactoria,se vería obligado a concluir que ya era hora

de regresar a casa con un largo permiso. Con cautela, como era propio

de un hombre con su experiencia sobre los modos delos dioses

oscuros, indagó en la profundidad de su alma, pero no pudo encontrar

larespuesta que buscaba. En el distrito sólo había una conexión entre

él y la Mesopotamia de 1915 —un talJohn Sinclair, retirado del Ejército

de la India—, pero esa conexión ya era un eslabónroto bastante antes

de la primera aparición de esas asquerosas pesadillas. Sinclair había

sido un camarada oficial en los viejos días, y, siguiendo el consejo

deAylett, se había instalado en unos miles de acres de tierra virgen en

elcomparativamente desconocido distrito de Nswadzi apenas terminar

la guerra. Perohabía muerto hacía más de un año, y, lo que era más

importante, lo había hecho demanera natural. El mismo Aylett había

estado presente en la muerte de su amigo. Siendo al mismo tiempo un

místico como resultado de su conocimiento de África yun pragmático

como resultado de su educación occidental, Aylett consideró de

formametódica la verdad trivial de que hay más cosas en el cielo y en

la tierra que las quesueña nuestra filosofía, y repasó en detalle todo el

período de su asociación con Sinclair. Al acabar, se vio obligado a

reconocer el fracaso, y, en verdad, analizado lógica omísticamente, no

existía ninguna razón adecuada para relacionar a Sinclair con

susproblemas presentes. Sinclair había muerto en paz. Incluso recordó

el absoluto contentode su último aliento... como si le hubieran quitado

una gran carga de encima. Era verdad que antes de esto, Sinclair —y

también Aylett—, durante los dosprimeros años de la Guerra, había

pasado un infierno que sólo aquellos que lo habíanexperimentado

podían apreciar. También era verdad que, en una memorable

ocasión,Sinclair había salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la

suya propia, cuandoAylett, abandonado por muerto, había estado

tendido bajo el sol con graves heridas.Naturalmente, jamás lo había

olvidado, pero siendo el típico caballero inglés, habíahecho poco más

que estrechar la mano de su amigo y musitado algo al efecto de

queesperaba que algún día se presentara la oportunidad de pagárselo.

Sinclair habíadescartado el asunto con una risa, como algo sin

importancia... sólo una obra hecha enun día de trabajo. Allí había

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concluido el incidente y cada uno prosiguió su rectocamino. Como

colono, Sinclair había sido todo un éxito. Con el tiempo se había casado

conuna mujer muy capaz, quien, eso le pareció a Aylett siempre que se

había detenidodurante un viaje en su hogar, estaba muy preparada

para la dura existencia de la esposade un plantador. Al principio

Sinclair había dado la impresión de ser muy feliz, pero a medida

quepasaban los años Aylett ya no estuvo tan seguro. En más de una

ocasión había tenido laoportunidad de notar los cambios sutiles que

experimentaba, a peor, su amigo.Estancamiento, diagnosticó él, y le

recomendó unas vacaciones en Inglaterra. Lasplantaciones solitarias,

lejos de los tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sinembargo,

no siguieron su consejo, y los Sinclair prosiguieron con su vida. Dijeron

quehabían llegado a amar mucha aquel lugar, aunque él pensó que el

entusiasmo de Sinclairno era verdadero. En cualquier caso, no había

sido asunto suyo. Eso era todo lo que podía recordar, y se repitió que

todo había terminado hacía másde un año. Pero los viejos recuerdos

permanecen. Se encontró reviviendo otra vez aquelhorrible día

después de Ctesifonte, cuando Sinclair, literalmente, le había devuelto

a lavida. Comenzó a cuestionarlo... ociosa, fantásticamente. La tarde

se tornó en crepúsculo, lapuesta del sol dio paso a la magia de la

noche. Aylett todavía no hizo movimiento

24. 24alguno para dejar la silla del campamento situada bajo el toldo

de su tienda e irse a lacama. Después de un rato, el último de sus

“muchachos” vino a preguntarle si podíaretirarse. Aylett le contestó

con aire distraído, con los ojos clavados en los leños delfuego del

campamento. A medida que pasaban las horas pudo oír el sonido de

los tambores nocturnos conmás claridad. Desde todos los puntos

cardinales los sonidos venían y se iban, el tamborcontestando al

tambor... el telégrafo de los kilómetros sin senderos que el mundo

llamaÁfrica. Con indolencia se preguntó qué decían, y con qué

exactitud transmitían susnoticias. Extraño, pensó, que ningún hombre

blanco haya dominado jamás el secreto delos tambores.

Subconscientemente siguió su palpitante monotonía. Poco a poco se

percató de queel batir había cambiado. Ya no se estaban transmitiendo

opiniones o noticias sencillas.Hasta ahí podía entender. Había algo más

que se enviaba, algo de importancia. Derepente se dio cuenta de que

fuera lo que fuere ese algo, en apariencia se lo considerabade vital

urgencia, y que, por lo menos durante una hora, se había repetido el

mismoritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos palpitaban una y

otra vez. Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no había forma

de detenerlos. Decidióirse a dormir, pero había estado escuchando

demasiado tiempo, y el ritmo le siguió. Alfinal cayó en un sueño

inquieto, durante el cual el implacable y palpitante stacatto nodejó de

martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente. Dio la impresión

de que se despertó un momento después. Una niebla palúdica sehabía

levantado de los pantanos de abajo y había invadido el campamento.

Se encontrójadeando en busca de aliento. Intentó sentarse, pero la

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niebla parecía empujarle para quesiguiera echado. Ningún sonido salió

de sus labios cuando se afanó por llamar a sus“muchachos”. Sintió que

le sumergían cada vez más... abajo, abajo, abajo y todavíaabajo. Justo

antes de perder el sentido se dio cuenta de que estaba siendo

asfixiado, nopor la densa niebla, sino por una nauseabunda miasma

que hedía con todo el horror dela descomposición... Al abrir de nuevo

los ojos, Aylett miró a su alrededor azorado. Una cara amable ybarbuda

estaba sobre él, y oyó una voz que pareció provenir de una gran

distancia y quele animaba a beber algo. Le palpitaba la cabeza con

violencia y respiraba con profundosjadeos. Pero el agua fresca despejó

un poco el asqueroso olor que daba la impresión deaferrarse a su

cerebro. —Ah, mon ami, c’est bon. Creímos que estaba muerto cuando

los “muchachos” lotrajeron. —La cara barbuda exhibió una sonrisa—.

Pero ahora se pondrá bien,hein? Usted es —¿cómo lo dice?— duro,

hein? Aylett se rió a pesar de sí mismo. Vaya, por supuesto, éste era el

puesto de la misiónde los Padres Blancos, y su viejo amigo, el Padre

Vaneken, plácido y digno deconfianza, le estaba cuidando. Cerró los

ojos feliz. Ahora ya no había nada que temer,pronto todo estaría bien.

Entonces, tan súbitamente como había venido, ese terrible

ypersistente hedor de muerte y descomposición le abandonó... —Pero

padre —discutió su horrible experiencia después—, ¿qué podría

haberocurrido? Los dos somos hombres de cierta experiencia de

África... El misionero se encogió de hombros. —Mon ami, tal como

usted dice, esto es África... y no tengo muchas pruebas de quela

maldición de Cam, el hijo de Noé, se haya levantado alguna vez. Los

oscuros bosquesson la fortaleza de aquellos cuyos espíritus

inconscientes se han rebelado y aún no hanvenido para servir tal como

primero se ordenó.?Quién sabe? Nosotros... yo no indagodemasiado

aquí. Cuando llegué por primera vez, en mi joven idealismo

busquéconvertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar las curas

de las fiebres y heridas,

25. 25y espero que le bon Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas

partes donde está lamaldición de Noé. La civilización no cuenta. Piense

en Haití —pasé allí doce años—,Sierra Leona, el Congo, aquí. ¿Qué

puedo decir sobre el ataque que usted recibió porparte de la niebla?

Nada, hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar vivo,

puesaquí, mon ami... aquí se encuentra la cuna de África, la fortaleza

más antigua de loshijos de Cam... Aylett observó al misionero con

intensidad. —Padre —preguntó de modo deliberado—, ¿qué es lo que

intenta que comprenda? Los dos hombres, viejos en las maneras de la

jungla negra, se miraron con firmeza. —Mon ami —repuso con calma el

sacerdote—, usted es un viejo amigo. En cuestiónde formas de la

religión pensamos de maneras distintas, pero ésta no es la

Europaconvencional, gracias a Dios, y cada uno de nosotros ha hecho

lo mejor según suscreencias. El mismo Dios no puede hacer más. Así

que se lo contaré. He visto esa nieblaantes... por dos veces. Una en

Haití y la otra en este distrito. —¿Aquí? El padre asintió. —Estaba en el

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campamento asistiendo a la escuela catecúmena que hay junto a

lastierras de la señora Sinclair... —Prosiga —la voz de Aylett sonó baja.

—Como usted sabe, la señora Sinclair ha llevado la plantación desde la

muerte de sumarido. Se negó a regresar a casa. Al principio usted, yo

—toda la zona— pensamosque estaba loca por quedarse allí sola,

pero... —el misionero se encogió de hombros—qué voulez—vous? Una

mujer es una ley en sí misma. En cualquier caso, ha conseguidoque sea

el mayor éxito jamás alcanzado, y hemos de callar, hein? —¿Pero la

niebla? —Iba a eso. Me cogió por el cuello aquella noche. Yo vivía en la

casa, como lohacemos todos los que pasamos por allí... África Central

no es una catedral cerrada...pero, aparte de no saber nada acerca de

lo que pasó durante varias horas, no me sucediónada. —Tocó el

emblema de su fe en el rosario, que era parte de su atuendo—.

Laseñora Sinclair dijo que me vi agobiado por el calor, pero a mí esa

explicación no mebasta... —Sin embargo, eso no explica nada. —Quizá

no... ¡pero la señora Sinclair dijo que no había notado nada peculiar! —

¿Cómo puede ser? El sacerdote hizo un gesto ambiguo. —Yo no soy la

señora Sinclair —dijo con brusquedad, y Aylett supo que elmisionero no

pronunciaría otra palabra sobre ella. —Cuénteme lo de Haití, padre —

pidió. El cura contestó con voz tranquila. —Allí comprendimos que

estaba producida artificialmente por magia negra vudú,algo muy real,

mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa usted, y que

allíllaman “el aliento de los muertos”. ¿Por qué...? —volvió a alzarse de

hombros. Aylett giró el rostro y miró con fijeza hacia la distancia.

Durante un largo rato clavóla vista en la línea de las lejanas colinas,

sumido en sus pensamientos. Recordó unaimagen en las que esas

colinas aparecían como fondo: una fotografía tomada por unhombre

que casi había estado más allá del límite de demarcación para darle la

verdad almundo. Pero había fracasado. La fotografía mostraba un

grupo de figuras. Eso era todohasta que uno las estudiaba, y aun

entonces nadie creería que se trataba de unafotografía de hombres

muertos... a los que no se permitía morir.

26. 26 Durante horas los dos hombres permanecieron sentados en

silencio, cada unoocupado con sus propios pensamientos. La noche

cubrió el diminuto puesto de lamisión, y desde lejos el sonido de los

tambores les llegó transportado por la suave brisa.De repente, Aylett

se volvió hacia el misionero. —Padre —dijo en voz baja—, desde aquí la

casa de los Sinclair sólo está a treintakilómetros... El sacerdote asintió.

—Lo entiendo, mon ami —repuso. Luego, pasado un momento, añadió

—: ¿Loconsideraría una impertinencia si le pidiera que guardara esto

en su bolsillo... hasta quevuelva? Sacó un crucifijo pequeño. Aylett

alargó la mano. —Gracias —dijo con sencillez. El sol se había puesto

cuando la machila 1 de Aylett fue depositada en el mirador dela señora

Sinclair. Ella salió a recibirle. —Me preguntaba si volvería a verle —le

observó con calma—. No ha venido poraquí desde... hace más de un

año ya. —Entonces cambió el tono de su voz. Se rió—.¡Como un oficial

de distrito, ha descuidado vergonzosamente sus deberes! Aylett, con

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una sonrisa, se confesó culpable, excusándose en base a que todo

habíaido tan bien en esta sección que había titubeado en entrometerse

en la perfección. —¿Ha perdido ahora la perfección? —replicó ella. —En

absoluto. Esta visita es mera rutina. —Hum... Gracias —dijo ella con

sequedad—. De todas formas, pase y póngasecómodo, y mañana le

mostraré unas tierras perfectas. Aylett estudió a su anfitriona con

atención durante la cena. Se sintió incómodo por loque veía cada vez

que la cogía con la guardia baja. Apenas podía creer que esta fuera

lamisma mujer a la que él había dado la bienvenida como prometida

unos años atrás. Lavida ardua la había endurecido, pero contaba con

ello. Sin embargo, había algo más...una especie de dureza amarga, así

lo describió a falta de un término mejor. Después del recibimiento

formal, la señora Sinclair habló poco. Parecía preocupadapor los

asuntos de la plantación. —Mis propios territorios en África —dijo—. Oh,

cuánto amo el país, su magia y sumisterio y su vasta grandeza. Le

recordó cómo se había negado a regresar a casa. Pero mañana,

comentó, cuandoél viera su África —la plantación—, lo comprendería.

Aylett se retiró temprano, claramente desconcertado. La había visto

mirando lacuidada pulcritud de la plantación antes de darle las buenas

noches. De modoinconsciente ella había alargado las manos hacia la

extensión en una especie deadoradora súplica y, no obstante, bajo la

brillante luz de la luna en esa mensualadoración, él había vislumbrado

el contraste de las duras líneas de su cara y la amargurade su boca.

África... Extenuado como estaba, durmió bien. No sabía si la pequeña

cruz que le había dadoel padre tuvo algo que ver con ello, pero por la

mañana se había despertado másdescansado de lo que había estado

en semanas. Anheló recorrer la plantación. La señora Sinclair no había

exagerado cuando empleó la palabra perfección. Loscampos habían

sido limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba crecía

entrelas cosechas; los graneros se alzaban en apretadas hileras; los

leños estaban apiladosentre cuerdas; el huerto y el jardín de la cocina

eran exuberantes, y el pasto en el hogarde la granja era el más verde

que él había visto en los trópicos.1 Machila: parihuela, el medio

corriente de transporte en los “matorrales”.(N. del A.)

27. 27 —¿Para qué? —su mente subconsciente no dejaba de

martillearle—. ¿Por qué... y,por encima de todo, cómo? Aylett se había

dado cuenta de algo que sólo un experto habría visto. Había muypoca

mano de obra, aunque los trabajadores que andaban por ahí parecían

muyocupados. Como si adivinara sus pensamientos, la señora Sinclair

los contestó. —Mis “muchachos” trabajan —dijo con voz monocorde al

tiempo que agitó ellátigo de piel de hipopótamo que llevaba. Aylett

enarcó las cejas. —¿Métodos portugueses? —preguntó con calma,

mirando el látigo. La señora Sinclair se volvió hacia él. Por primera vez

notó el antagonismo deliberadode ella. —En absoluto; se debe al

conocimiento de cómo sacar lo mejor de un nativo, unafacultad que

veo que los funcionarios aún no han adquirido. El oficial del distrito

encajó la estocada sin inmutarse. —Touché —repuso, pero sabía que

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no se había equivocado en cuanto a la mano deobra. Es extraño,

pensó, malditamente extraño... la señora Sinclair no hizo gesto de

enterarse de la concesión del punto que le habíahecho. Tenía los labios

apretados con firmeza y, al continuar, habló con frialdad: —Es sólo una

cuestión de llegar al corazón de África, ese corazón palpitante que

haydebajo de todo esto... A África no le sirven aquellos que no se

entregan con sus propiasalmas. De repente, ella se dio cuenta de lo

que estaba diciendo, pero antes de que pudieracambiar de tema,

Aylett prosiguió con la cuestión. Su voz fue como la de ella. —Muy

interesante... —dijo—, pero nosotros no animamos a los europeos,

enespecial a las mujeres europeas, a volverse “nativas”. No obstante,

la última palabra la tuvo la mujer. —¡La perspicacia de los círculos

oficiales! —murmuró. Luego miró a Aylett denuevo a la cara—. ¿Sueno

como una nativa —preguntó con voz áspera— o parezco unanativa?

Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus ojos contradecían

sus palabras,pues si alguna vez vio una expresión tiránica, de maligna

perversión en una carahumana, fue entonces. Empezó a entender... Se

sintió agradecido cuando la inspección terminó, y aliviado de que ella

no leofreciera la invitación formal para que permaneciera más tiempo.

A ocho kilómetros de los lindes de su territorio tenía una tienda

montada detrás deunos matorrales y raciones para dos días bajo la

sombra. Envió a su safari a marchaligera rumbo al puesto de la misión,

y lo observó hasta que se perdió de vista. Luego sesentó a la espera de

la noche. —El corazón de África... —repitió para sí mismo, pero su voz

sonó lúgubre, y susojos centellearon con fría cólera. No fue hasta que

oyó los tambores cuando Aylett retrocedió por el sendero maldefinido

en dirección a la plantación. En el borde del terreno se fundió entre las

sombrasde la arboleda y avanzó lentamente junto a los eucaliptos. Se

arrastró sin hacer ruidohasta el mismo árbol que crecía en el jardín que

había delante de la casa. Al poco rato vio a la señora Sinclair salir al

mirador. Junto a ella había un nativogigante que parecía un diablo

obsceno, un médico brujo, siniestro y grotesco, que seencontraba

desnudo a excepción de un collar de huesos humanos que colgaban y

28. 28traqueteaban sobre su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca

y ocre rojizoembadurnaban su cara. Sólo cubierta en parte por una

magnífica piel de leopardo, la mujer blanca descendióal claro y restalló

el látigo que tenía en la mano. Sonó como un disparo de revólver.Como

si se tratara de una señal, Aylett oyó el batir de tambores cercanos.

Desde uno delos graneros se inició la procesión más grotesca que

hubiera visto jamás. Los tamborespalpitaron con malevolencia: el

breve stacatto que había precedido a la fétida niebla quecasi le había

asfixiado. Se tornaron más y más sonoros. El mensaje recorrió las

selvas,fue recibido y contestado. No cabía duda en cuanto a su

significado. Se agazapó más cuando los tambores se aproximaron, con

los ojos clavados en laescena macabra que tenía ante él. Siguiendo los

tambores, con la misma regularidad queuna columna en marcha,

avanzaban los hombres que trabajaban la perfecta plantación.Se

Page 29: 2 Amanecer VUDU

movían en filas de cuatro, con pies pesados y andar automático... pero

se movían. Devez en cuando el restallido de ese látigo terrible sonaba

como un disparo por encima delbatir de los tambores, y entonces

Aylett podía ver cómo ese cruel látigo cortaba la carnedesnuda, y

cómo una figura caía en silencio, para volver a levantarse y unirse a

lacolumna. En su marcha rodearon el jardín. Al acercarse, Aylett

contuvo la respiración. Tuvoque dominar cada nervio de su cuerpo

para evitar lanzar un grito. Casi como si estuvierahipnotizado, observó

las caras inexpresivas de los autómatas silenciosos, lentos... carasen

las que ni siquiera había desesperación. Sencillamente se movían a las

órdenes delimplacable látigo en dirección a sus tareas asignadas en el

campo. Encorvados yaplastados, pasaron a su lado sin emitir un

sonido. La tensión nerviosa casi quebró a Aylett. Entonces lo

comprendió... esosdesgraciados autómatas estaban muertos, y no se

les permitía morir... le vinieron a la mente las figuras de la increíble

fotografía; las palabras del padre; lamagia del vudú, reconocida como

hecho por la más grande Iglesia Cristiana de lahistoria. Los muertos... a

los que no se permitía morir... zombis, los llamaban losnativos en

susurros, allí adonde iba la maldición de Noé... y ella lo llamaba

conocerÁfrica. Un terror gélido invadió a Aylett. La larga columna

llegaba a su final. La señoraSinclair la recorría, el látigo restallando sin

piedad, la cara distorsionada por unalascivia pervertida, y el asqueroso

médico brujo asomándose maliciosamente porencima de su hombro

desnudo. Ella se detuvo junto al árbol detrás del que él

estabaagazapado. Una única figura encorvada seguía a la columna.

Con un jadeo de horrorAylett reconoció a Sinclair. Entonces el látigo se

abatió sobre esa cosa desgraciada queuna vez había muerto en sus

brazos. —¡Dios mío! —musitó Aylett con impotencia—. No es posible...

Pero supo que el vudú del médico brujo le había arrojado esa

imposibilidad a la cara.El látigo restalló de nuevo, lanzando al solitario

zombi blanco al suelo. Despacio, selevantó —sin un sonido, sin

expresión— y automáticamente siguió a la columna. Oyó,como en una

pesadilla, increíbles y espantosas obscenidades de los labios de la

mujer,burlas crueles... y el látigo restalló y mordió y desgarró, una y

otra vez. En lavanguardia de la columna los tambores seguían

palpitando. Por último, el horror pudo con él. Aylett se encontró

aferrando con desesperación ladiminuta cruz que el padre le había

dado. Con la otra mano empuñó el revólver y apuntócon fría

precisión... Disparó cuatro veces a un punto por encima de la piel de

leopardo ydos a la cara embadurnada del médico brujo... Luego se

plantó con la cruz levantadadelante del que antaño había muerto como

Sinclair.

29. 29 La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No hizo

señal alguna cuandoAylett se le acercó, pero cuando el crucifijo la tocó

un temblor recorrió su cuerpo. Lospárpados caídos se alzaron y los

labios se movieron. —Ya me lo ha pagado —susurraron con gratitud. El

cuerpo osciló y se desmoronó. —Polvo al polvo... —rezó Aylett. A los

Page 30: 2 Amanecer VUDU

pocos momentos lo único que quedaba era un escaso polvo grisáceo.

Habíapasado un año tropical, recordó Aylett con un escalofrío... Luego

dio media vuelta y,con el crucifijo en la mano, recorrió la columna...

WHITE ZOMBIE Vivian Meik Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú.

Valdemar Antologías 3 LA PALIDA ESPOSA DE TOUSSEL. W. B.

SEABROOKU n anciano y respetado caballero haitiano, cuya esposa era

de nacionalidad francesa, tenía una hermosa sobrina llamada Camille,

una joven mulata de piel clara a quien presentó y apadrinó en la

sociedad de Port—au—Prince, donde sehizo popular, y para quien

esperaba arreglar un matrimonio brillante. Sin embargo, su propia

familia era pobre; apenas se podía esperar que su tío, lo cualentendían,

le diera una dote —era un hombre próspero, pero no rico, y tenía una

familiapropia—, y el sistema francés de la dot es el que prevalece en

Haití, de modo que altiempo que los jóvenes apuestos de la élite se

apiñaban para llenar sus citas a los bailes,poco a poco se hizo evidente

que ninguno de ellos tenía intenciones serias. Al acercarse Camille a la

edad de veinte años, Matthieu Toussel, un rico cultivadorde café de

Morne Hôpital, se convirtió en su pretendiente, y después de un tiempo

lasolicitó en matrimonio. Era de piel oscura y la doblaba en edad, pero

rico, cosmopolitay bien educado. La casa principal de residencia de los

Toussel, en la falda de las colinasy que daba a Port—au—Prince, no

tenía techo de paja y paredes de barro, sino que eraun hermoso

bungalow de madera, con techo de tejas y amplias terrazas, entre un

jardínde vivas flores de fuego, palmeras y buganvillas. Allí Matthieu

Toussel habíaconstruido un camino, guardaba su coche grande y a

menudo se lo veía en los cafés yclubes de moda. Corría un antiguo

rumor de que estaba asociado de algún modo con el vudú o labrujería,

pero tales rumores son normales respecto a casi todos los haitianos

que hanadquirido poder en las montañas, y en el caso de los hombres

como Toussel rara vez setoman en serio. No pidió ninguna dote,

prometió ser generoso, tanto con ella como consu apremiada familia, y

ésta la convenció para que se casara. El plantador negro se llevó a su

pálida esposa con él de vuelta a la montaña, ydurante casi un año, eso

parece, ella no fue infeliz, o, por lo menos, no dio muestras deello. Aún

bajaban a Port—au—Prince, y asistían de manera esporádica a las

soirées delos clubes. Toussel le permitió visitar a su familia siempre

que lo deseó, le prestó dineroa su padre y arregló todo para enviar a su

hermano menor a un colegio en Francia. Pero poco a poco su familia, y

también sus amigos, comenzaron a sospechar que notodo marchaba

tan felizmente como parecía allá arriba. Empezaron a darse cuenta

deque ella se mostraba nerviosa en presencia de su marido, que daba

la impresión de quehabía adquirido un vago y creciente temor de él. Se

preguntaron si Toussel la estaba

30. 30maltratando o descuidándola. La madre intentó conseguir las

confidencias de su hija, yla muchacha gradualmente le abrió el

corazón. No, su marido jamás la había maltratado,jamás le había

dirigido una palabra brusca; siempre era amable y considerado,

Page 31: 2 Amanecer VUDU

perohabía noches en las que parecía extrañamente preocupado, y en

tales noches ensillaba sucaballo y cabalgaba rumbo a las colinas, a

veces sin regresar hasta después de quehubiera amanecido, momento

en el que se mostraba aún más extraño y más perdido ensus propios

pensamientos que la noche anterior. Y había algo en el modo en que a

vecesse sentaba y la miraba que la hacía sentir que ella estaba, de

algún modo, relacionadacon esos pensamientos secretos. Le tenía

miedo a los pensamientos y le temía a él. Demodo intuitivo sabía,

como lo saben las mujeres, que en sus excursiones nocturnas no

sehallaba involucrada ninguna otra mujer. No estaba celosa. Se

encontraba poseída por unmiedo irracional. Una mañana, cuando

pensaba que él se había pasado toda la noche enlas colinas, mirando

por casualidad por la ventana, así se lo contó a su madre, le habíavisto

salir por la puerta de una construcción baja que había en su gran

jardín, apartadade los otros bloques, y que él le había dicho que era su

despacho, donde guardaba lacontabilidad, los papeles de negocios, y

donde la puerta siempre estaba cerrada conllave. —Entonces —

comentó la madre, aliviada y tranquila—, ¿a qué se debe todo esto?

Con toda probabilidad, esos pensamientos secretos suyos se deben a

problemas denegocios... a alguna mezcla de café que está preparando

y que, quizá, no va muy bien,así que se queda despierto toda la noche

en su despacho meditando y calculando, o semarcha a caballo para ir a

reunirse y consultar con otros. Los hombres son así. El asuntose explica

por sí solo. Lo demás no es más que tu imaginación nerviosa. Y ésta

fue la última conversación racional que mantuvieron madre e hija. Lo

quesucedió posteriormente allá arriba en la noche fatal del primer

aniversario de bodas loentresacaron de los intervalos medio lúcidos de

una criatura aterrorizada, temerosa ehistérica, que finalmente se

volvió loca de remate. No obstante, los acontecimientos porlos que

tuvo que pasar se le quedaron grabados de forma indeleble en la

cabeza; hubotempranos períodos en los que parecía bastante cuerda, y

la secuencia de la tragedia sepudo deducir poco a poco. La noche de

su primer aniversario Toussel había partido a caballo, diciéndole que

nolo esperara, y ella había supuesto que en su preocupación se había

olvidado de la fecha,lo cual le dolió y la hizo guardar silencio. Se fue a

la cama pronto y, por último, sequedó dormida. Cerca de la

medianoche su marido la despertó; estaba de pie junto a la cama

ysostenía una lámpara. Debía de haber vuelto hacía cierto tiempo,

pues ahora se lo veíavestido de etiqueta. —Ponte el vestido que usaste

en la boda y arréglate —dijo—, vamos a ir a una fiesta.—Ella estaba

somnolienta y aturdida, pero inocentemente complacida, imaginando

queun tardío recuerdo de la fecha le había hecho prepararle una

sorpresa. Supuso que la ibaa llevar a cenar y a bailar al club, donde la

gente a menudo aparecía bastante después dela medianoche—.

Tómate tu tiempo —añadió él—, y ponte tan hermosa como

puedas...no hay prisa. Una hora más tarde, cuando se reunió con él en

la terraza, preguntó: —Pero, ¿dónde está el coche? —No, —repuso él—,

la fiesta se va a celebrar aquí. Y ella notó que había luz en la cabaña,

Page 32: 2 Amanecer VUDU

su “oficina”, en el otro extremo del jardín. Nole dio tiempo para

interrogarlo o protestar. La cogió del brazo, la condujo por el

oscurojardín y abrió la puerta. La oficina, si alguna vez había sido tal

cosa, se habíatransformado en un comedor, iluminado por una luz

difusa procedente de las velas altas.

31. 31Había una mesa antigua con un buffet, sobre la que colgaba un

espejo, y donde habíaplatos de carnes frías y ensaladas, botellas de

vino y frascas de ron. En el centro de la estancia estaba puesta una

elegante mesa con un mantel dedamasco, flores y reluciente plata.

Cuatro hombres, también con trajes de etiqueta, peroque les sentaban

mal, ya se hallaban sentados a la mesa. Había dos sillas vacías en

losextremos. Los hombres sentados no se levantaron cuando la joven

enfundada en suvestido de boda entró del brazo de su marido. Se

sentaban encorvados y ni siquieragiraron las cabezas para saludarla.

Delante tenían copas de vino llenas a medias, y pensóque ya estaban

borrachos. Mientras Camille se sentaba con movimiento mecánico en

la silla a la que la condujoToussel, ocupando él mismo la que estaba

enfrente, con los cuatro invitados situadosentre ellos, dos a cada lado,

de una forma antinaturalmente tensa, aumentando dichatensión a

medida que hablaba, dijo: —Te pido... que perdones la aparente

rudeza... de mis invitados. Ha pasado muchotiempo... desde... que...

probaran el vino... y se sentaran así a una mesa... con... unaanfitriona

tan hermosa... Pero, eh, ahora... beberán contigo, sí... alzarán... sus

brazos,como yo alzo el mío... brindarán contigo... más... se levantarán

y... bailarán contigo...más... harán... Cerca de ella, los dedos negros de

un silencioso invitado estaban cerrados con rigidezen torno al frágil pie

de una copa de vino, ladeada, derramándose. El horror acumuladoen

Camille se desbordó. Cogió una vela, la aproximó a la cara macilenta y

caída, y vioque el hombre estaba muerto. Se encontraba sentada a la

mesa de un banquete concuatro muertos apuntalados. Sin aliento

durante un instante, luego gritando, se puso en pie de un salto y

saliócorriendo. Toussel llegó a la puerta demasiado tarde para frenarla.

Era pesado y ladoblaba en edad. Ella corrió gritando aún a través del

jardín oscuro, un destello blancoentre los árboles, y atravesó el portón.

La juventud y el absoluto terror le prestaron alasa sus pies, y escapó...

Una procesión de mujeres madrugadoras del mercado, con sus cestos

llenos cargadosen burros, que bajaba por la falda de la montaña al

amanecer, la encontró allí abajo sinsentido. Su vaporoso vestido estaba

roto y desgarrado, sus pequeños zapatos de saténblanco

deshilachados y sucios, uno de los tacones arrancado allí donde

tropezó con unaraíz y cayó. Le mojaron la cara para revivirla, la

subieron a un burro y caminaron a su lado,sosteniéndola. Sólo estaba

medio consciente, incoherente, y las mujeres comenzaron adiscutir

entre sí, tal como lo hacen las campesinas. Algunas creyeron que se

trataba deuna dama francesa que había sido tirada o se había caído de

un coche; otras que setrataba de una Dominicaine, que había sido

sinónimo en el dialecto criollo desde losprimeros días coloniales de

Page 33: 2 Amanecer VUDU

“prostituta de lujo”. Ninguna la reconoció como MadameToussel; quizá

ninguna de ellas la había visto jamás. Estaban discutiendo si dejarla en

elhospital de las Hermanas Católicas en las afueras de la ciudad, en

cuya dirección iban, osi sería más seguro —para ellas— llevarla

directamente al cuartel de la policía y contarla historia. Su sonora

discusión pareció despertarla; dio la impresión de haberrecuperado en

parte los sentidos y comprender lo que hablaban. Les dijo cómo

sellamaba, el nombre de soltera, y les rogó que la llevaran a casa de su

padre. Una vez allí, habiéndola metido en la cama y llamado a los

médicos, la familia fuecapaz de conseguir por el farfulleo histérico de la

joven una comprensión parcial de loque había sucedido. Ese mismo día

subieron a ver a Toussel... a registrar la casa. PeroToussel se había ido,

y todos los sirvientes habían desaparecido salvo un anciano, quiendijo

que Toussel se hallaba en Santo Domingo. Entraron en la así llamada

oficina y

32. 32encontraron aún la mesa puesta para seis personas, el vino

sobre el mantel, una botellavolcada, las sillas tiradas, los platos de

comida todavía intactos sobre la mesilla, peroaparte de eso no

descubrieron nada. Toussel jamás regresó a Haití. Se dice que ahora

está viviendo en Cuba. Lainvestigación criminal era inútil. ¿Qué

esperanza razonable podían haber tenido decondenarlo basándose en

las pruebas que no se sustentaban solas de una esposa demente

desequilibrada? Y en ese punto, tal como me fue relatada, la historia se

acababa con un encogimientode hombros, quedando en un misterio

inconcluso. ¿Qué había estado planeando ese Toussel... qué siniestra,

quizá criminal necromanciaen la que su esposa iba a ser la víctima o el

instrumento? ¿Qué habría ocurrido si ella nohubiera escapado?

Formulé estas preguntas, pero no tuve ninguna explicación

convincente o incluso unateoría en respuesta. Hay historias de

abominaciones más bien horrendas, impublicables,practicadas por

algunos brujos que afirman levantar a los muertos, pero hasta donde

yosé, sólo se trata de historias. Y en cuanto a lo que de verdad sucedió

aquella noche, lacredibilidad depende de la prueba aportada por una

muchacha demente. Entonces, ¿qué queda? Lo que queda se puede

exponer con unas pocas palabras: Matthieu Toussel preparó una cena

de aniversario de boda para su esposa en la quese dispusieron seis

platos, y cuando ella miró las caras de los otros cuatro invitados,

sevolvió loca. LA PÁLIDA ESPOSA DE TOUSSEL W. B. Seabrook Trad.

Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 MADRE DE

SERPIENTES ROBERT BLOCHE l vuduísmo es algo muy raro. Hace

cuarenta años era un tema desconocido, salvo en ciertos círculos

esotéricos. En la actualidad existe una sorprendente cantidad de

información al respecto debido a la investigación... y una

sorprendentecantidad de información errónea. Recientes libros

populares sobre el tema son, en su mayor parte, fantasías

puramenterománticas, elaboradas con las incompletas teorizaciones de

los ignorantes. Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad

Page 34: 2 Amanecer VUDU

sobre el vudú es tal que aningún escritor le interesaría o se atrevería a

imprimirla. Parte de ella es peor que susmás descabelladas fantasías.

Yo mismo he visto algunas cosas de las que no quierodiscutir. Además,

sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y una vez

másquizá sea lo mejor. El conocimiento puede ser mil veces más

aterrador que laignorancia. No obstante, yo lo sé porque he vivido en

Haití, la isla oscura. He aprendido muchopor las leyendas, he tropezado

con muchas cosas por accidente, y casi todo miconocimiento proviene

de la única fuente de verdad auténtica: las declaraciones de losnegros.

Por lo general, esos viejos nativos del país de la colina negra no son

gente

33. 33habladora. Hizo falta paciencia y un trato prolongado con ellos

antes de que se abrierany me contaran sus secretos. Ésa es la razón

por la que muchos de los libros de viaje son tan palpablementefalsos...

ningún escritor que permanece en Haití durante seis meses o un año

podríaganarse la confianza de aquellos que conocen los hechos. Hay

tan pocos que en realidadlos conocen... tan pocos que no tienen miedo

de relatarlos. Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los

viejos días; los viejos tiemposen que Haití se levantó en un imperio

transportado en una ola de sangre.Fue hace muchos años, poco

después de que los esclavos se hubieran rebelado.Toussaint

l’Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus

amosfranceses, los liberaron después de sublevaciones y masacres y

establecieron un reinobasado en una crueldad más fantástica que el

despotismo que imperaba antes. Por entonces no había negros felices

en Haití. Habían conocido demasiado la torturay la muerte; la vida

despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era

porcompleto ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos.

Floreció una extrañacombinación de razas: salvajes hombres tribales

de Ashanti, Dambalalah y la costa deGuinea; caribeños hoscos;

vástagos morenos de franceses renegados; mezclas bastardasde

sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y

traicionerosgobernaban la costa, pero había moradores aún peores en

las colinas de allende. Había selvas en Haití, junglas impenetrables,

bosques rodeados de montañas einfestados de ciénagas llenas de

insectos venenosos y fiebres pestilentes. Los hombresblancos no se

atrevían a entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas

chupadorasde sangre, reptiles venenosos y orquídeas enfermas

atiborraban los bosques, queescondían horrores que África jamás había

conocido. Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero.

Se dice que allí vivíanhombres, descendientes de los esclavos fugados,

y facciones proscritas que habían sidoexpulsados de la isla. Rumores

furtivos hablaban de pueblos aislados que practicaban elcanibalismo,

mezclado con oscuros ritos religiosos más terribles y pervertidos

quecualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. La necrofilia, la

adoración fálica, laantropomancia y versiones distorsionadas de la Misa

Negra eran corrientes. La sombrade Obeah estaba por todas partes. El

Page 35: 2 Amanecer VUDU

sacrificio humano era común, las ofrendas degallos y cabras cosas

aceptadas. Había orgías alrededor de los altares vudú, y se

bebíasangre en honor de Barón Samedi y los otros dioses negros

traídos desde tierrasantiguas. Todo el mundo lo sabía. Cada noche los

tambores rada resonaban desde las colinas,y los fuegos centelleaban

por encima de los bosques. Muchos papalois y hechicerosconocidos

residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi

todoslos negros “civilizados” aún creían en los hechizos y los filtros;

incluso los que iban a laiglesia se entregaban a los talismanes y

encantamientos en tiempos de necesidad. Losasí llamados negros

“educados” de la sociedad de Port—au—Prince eran

abiertamenteemisarios de las tribus bárbaras del interior, y a pesar de

la muestra exterior decivilización, los sangrientos sacerdotes todavía

gobernaban detrás del trono. Desde luego había escándalos,

desapariciones misteriosas y protestas esporádicas delos ciudadanos

emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos que se

inclinabanante la Madre Negra, o provocar la ira de los terribles

ancianos que moraban a lasombra de la Serpiente. Ése era el rango de

la hechicería cuando Haití se convirtió en una república. La gentea

menudo se pregunta por qué existe aún la magia hoy en día; quizá sea

más secreta,

34. 34pero todavía sobrevive. Se pregunta por qué los espantosos

zombis no son destruidos, ypor qué el gobierno no ha intervenido para

erradicar los demoníacos cultos de sangreque aún acechan en la

penumbra de la jungla. Tal vez esta historia proporcione una

respuesta: este cuento secreto y antiguo de lanueva república. Los

funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen miedo a

interferirdemasiado, y las leyes que han sido promulgadas se hacen

cumplir con poca fuerza. Porque el Culto de la Serpiente de Obeah

jamás morirá en Haití... en Haití, esa islafantástica cuya sinuosa costa

se parece a las fauces abiertas de una monstruosaserpiente.Uno de los

primeros presidentes de Haití era un hombre culto. Aunque nacido en

la isla,fue educado en Francia, y cursó extensos estudios durante su

estancia en el extranjero.En su acceso al cargo más alto de la tierra se

le vio como un cosmopolita ilustrado ysofisticado del tipo moderno. Por

supuesto que aún le gustaba quitarse los zapatos en laintimidad de su

despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en capacidad

oficial.No me malinterpretéis, el hombre no era un Emperador Jones;

sencillamente, era uncaballero de ébano instruido cuya natural

barbarie en ocasiones atravesaba su lustre decivilización. De hecho,

era un hombre muy astuto, Tenía que serlo con el fin de llegar a

presidenteen aquellos tempranos días; sólo los hombres

extremadamente astutos alcanzaronalguna vez ese rango. Quizá os

ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos eltérmino “astuto”

era para un haitiano educado sinónimo de “deshonesto”. Por lo

tanto,resulta fácil darse cuenta del carácter que tenía el presidente

cuando se sabe que se loconsideraba uno de los políticos de más éxito

Page 36: 2 Amanecer VUDU

que jamás haya dado la república. En su corto reinado pocos enemigos

se le opusieron; y aquellos que trabajaban contraél por lo general

desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón, con

laconformación física de cráneo de un gorila albergaba un cerebro

notablemente capazbajo su frente prominente. Su habilidad era

fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le

beneficiómucho; es decir, le benefició tanto en su vida oficial como

personal. Siempre queconsideraba necesario subir los impuestos,

también incrementaba el ejército y loenviaba a escoltar a los

recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran

obrasmaestras de ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que

debía trabajar deprisa, yaque los presidentes tenían una manera

peculiar de morir en Haití. Parecíanparticularmente sensibles a la

enfermedad... “envenenamiento por plomo”, comopodrían decir

nuestros modernos amigos gángsters. Así que el presidente actuó

deprisaen verdad, y realizó un trabajo magistral. Realmente fue

notable, a la vista de su pasado humilde. Pues la suya fue una saga

deéxito al estilo del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su

madre era una bruja enlas colinas, y aunque bastante famosa, había

sido muy pobre. El presidente había nacidoen una cabaña de madera;

todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera.Sus

primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece años lo

adoptó unbenevolente ministro protestante. Durante un año vivió con

ese hombre amable,realizando las tareas de un criado en la casa. De

repente, el pobre ministro murió a causade un oscuro mal; fue de lo

más lamentable, pues había sido bastante rico y su dineroaliviaba gran

parte del sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier caso, ese

ricoministro murió, y el hijo de la pobre bruja partió a Francia para

recibir una educaciónuniversitaria.

35. 35 En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no dijo nada. Su

habilidad con lashierbas le había proporcionado a su hijo una

posibilidad en el mundo, y estabasatisfecha. Pasaron ocho años antes

de que el muchacho regresara. Había cambiado muchodesde su

partida; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel

clara dePort—au—Prince. Se sabe que también le prestaba poca

atención a su anciana madre.Su melindrez recién adquirida le hacía ser

dolorosamente consciente de la ignorantesimpleza de la mujer.

Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar su relacióncon

una bruja tan famosa. Porque ella era bastante famosa a su manera.

De dónde había venido y cuál era suhistoria original, nadie lo sabía.

Pero durante muchos años su cabaña en las montañashabía sido el

punto de encuentro de adoradores extraños e incluso de emisarios

extraños.Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su sombrío

altar de las colinas, y ungrupo furtivo de acólitos residía allí con ella.

Sus fuegos rituales siempre brillaban enlas noches sin luna, y se

entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil de

laMedianoche. Pues era una Sacerdotisa de la Serpiente. Ya sabéis, el

Page 37: 2 Amanecer VUDU

Dios—Serpiente es la deidad real de los cultos a Obeah. Los

negrosadoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos

inmemoriales. Veneran alos reptiles de forma peculiar, y existe cierto

vínculo oscuro entre la serpiente y la lunacreciente. ¿Curiosa, verdad,

esa superstición de la serpiente? El Jardín del Edén tuvo asu tentador,

ya sabéis, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes.

Losegipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios

cobra. Da laimpresión de estar generalizado por todo el mundo ese

odio y adoración por lasserpientes. Siempre parecen ser reverenciadas

como criaturas del mal. Los indiosamericanos creían en Yig, y los mitos

aztecas siguen el modelo. Y, por supuesto, lasdanzas ceremoniales de

los Hopi son del mismo orden. Pero las leyendas de la Serpiente

Africana son especialmente terribles, y lasadaptaciones haitianas de

los ritos sacrificales son peores.En la época de la que hablo se creía

que algunos de los grupos vudú criaban en realidadserpientes;

pasaban a los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para

usarlos ensus prácticas secretas. Había rumores de pitones de unos

seis metros que se tragabanbebés que les eran ofrecidos en los Altares

Negros, y de envíos de serpientes venenosasque mataban a los

enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido que

unpeculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido

furtivamente en el país a unossimios antropoides; por lo que las

leyendas de la serpiente podrían haber sidoigualmente verdad. Sea

como fuere, la madre del presidente era una sacerdotisa, y tan famosa,

a sumanera, como su distinguido hijo. Él, justo después de su regreso,

había ascendido pocoa poco al poder. Primero había sido recaudador

de impuestos, luego tesorero, y porúltimo presidente. Varios de sus

rivales murieron, y aquellos que se le opusieron notardaron en

descubrir que era oportuno eliminar su odio; pues aún era un salvaje

decorazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se

rumoreaba que habíaconstruido una cámara de torturas secreta bajo el

palacio, y que sus instrumentosestaban oxidados, aunque no por el

desuso. El abismo entre el joven estadista y su madre comenzó a

ensancharse justo antes desu subida al poder presidencial. La causa

inmediata fue su matrimonio con la hija de unrico plantador mulato de

piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio humilladaporque su hijo

contaminó la estirpe familiar (ella era negra pura, y descendiente de

un

36. 36rey—esclavo de Nigeria), sino que se mostró más indignada

debido a que no fueinvitada a la boda. Se celebró en Port—au—Prince.

Los cónsules extranjeros asistieron, y la crema de lasociedad haitiana

estuvo presente. La hermosa novia había sido educada en un

conventoy sus antecedentes se consideraban en la más alta estima.

Sabiamente, el novio no sedignó a profanar la celebración nupcial

incluyendo a su desagradable madre. Sin embargo, ella fue y observó

la celebración desde la puerta de la cocina. Y estuvobien que no

revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo,

Page 38: 2 Amanecer VUDU

sinotambién a unos cuantos más... dignatarios que a veces la

consultaban de manera nooficial. Lo que vio de su hijo y de su

prometida no fue agradable. El hombre era ahora undandy afectado, y

su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y ostentación

nola impresionó; detrás de sus máscaras festivas de educada

sofisticación, sabía que lamayoría de los presentes eran negros

supersticiosos que habrían ido corriendo a verla enbusca de

encantamientos o consejos oraculares en cuanto tuvieran problemas.

Noobstante, no hizo nada; sólo sonrió con amargura y volvió a casa

cojeando. Después detodo, todavía amaba a su hijo. Sin embargo, la

siguiente afrenta no pudo pasarla por alto. Fue en la toma del cargode

nuevo presidente. Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella

fue. Y en estaocasión no se quedó en las sombras. Después de que el

juramento de posesión fuerarecitado, marchó con decisión ante la

presencia del nuevo gobernante de Haití y loabordó delante de los

mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura grotesca: unavieja

pequeña y fea que apenas medía un metro y medio, negra, descalza y

vestida conharapos. Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja

marchita se pasó la lengua porsus encías desdentadas en terrible

silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó amaldecirlo... no en francés,

sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sussangrientos

dioses sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él como a

suesposa con venganza por su relamida ingratitud. Los invitados

quedaronconmocionados. También el nuevo presidente. No obstante,

no perdió la compostura. Con calmallamó con un gesto a los guardias,

quienes se llevaron a la ahora histérica bruja. Trataríacon ella después.

La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra a

razonar con sumadre, ella no estaba. Había desaparecido, le dijeron los

guardias, moviendo los ojosmisteriosamente. Hizo que fusilaran al

carcelero y regresó a sus aposentos oficiales. Estaba un poco

preocupado respecto a la maldición. Veréis, él sabía de lo que eracapaz

la mujer. Tampoco le gustaron las amenazas que profirió contra su

mujer. Al díasiguiente hizo que le fabricaran unas balas de plata, igual

que el Rey Henry en los viejosdías. También compró un encantamiento

ouanga de un hechicero que conocía. La magialucharía contra la

magia. Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una serpiente

de ojos verdes que lesusurró a la manera de los hombres y le siseó con

aguda y burlona risa cuando él lagolpeó en su sueño. Por la mañana

había un olor reptilesco en su dormitorio, y unlégamo nauseabundo

sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el presidente supoque

sólo su encantamiento le había salvado. Aquella tarde su esposa echó

en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidenteinterrogó a los

sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos hechos que no

seatrevió a contarle a su mujer, y a partir de ese momento dio la

impresión de estar muytriste. Ya había visto trabajar a su madre con

figuras de cera antes: pequeños maniquíes

Page 39: 2 Amanecer VUDU

37. 37que se parecían a hombres y mujeres, vestidos con partes de sus

prendas robadas. Aveces les clavaba agujas o los asaba sobre un fuego

bajo. Siempre las personas realesenfermaban y morían. Ese

conocimiento hizo al presidente bastante desdichado, yestuvo más

preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le dijeron que su

madrehabía desaparecido de su vieja cabaña en las colinas. Tres días

después su esposa murió de una herida dolorosa en el costado que

losmédicos no pudieron explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y

justo antes de morir serumoreó que su cuerpo se puso azul y se hinchó

hasta el doble de su tamaño normal.Sus rasgos estaban carcomidos

como con lepra, y sus extremidades dilatadas se parecíana las de una

víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles enfermedades

tropicales,pero ninguna mata en tres días... Después de eso, el

presidente enloqueció. Como Cotton—Matters antaño, inició una

cruzada de caza de brujas. Se envió a lossoldados y a la policía a

peinar todo el campo. Los espías fueron a los cobertizos de lascimas de

las montañas, y las patrullas armadas se agazaparon en campos

lejanos dondetrabajan los hombres—muertos vivientes, con sus

vidriosos ojos mirandoincesantemente a la luna. Se interrogó a las

mamalois sobre los fuegos, y se asó a losposeedores de libros

prohibidos sobre llamas alimentadas con esos mismos volúmenesque

guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los sacerdotes

murieron en losaltares donde solían realizar sacrificios. Sólo se había

dado una orden especial: la madredel presidente debía ser capturada

con vida y sin recibir daño alguno. Mientras tanto, él permaneció

sentado en palacio con las brasas de la lenta locura ensus ojos: brasas

que ardieron con llama demoníaca cuando los guardias trajeron a

labruja marchita, a quien habían capturado cerca de aquella terrible

arboleda de ídolos quehay en la ciénaga. La llevaron abajo, aunque se

debatió y arañó como un gato salvaje, y luego losguardias se fueron y

dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de torturas,con

una madre que le maldijo desde el potro. Solo, con un fuego frenético

en los ojos, yun gran cuchillo de plata en la mano... El presidente pasó

muchas horas en su cámara de torturas secreta durante lossiguientes

días. Rara vez se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron

órdenes deque no debía molestársele. Al cuarto día subió por la

escalera oculta por última vez, y latitilante locura de sus ojos se había

desvanecido. Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se sabrá

con certeza. Sin duda es lomejor. El presidente era un salvaje de

corazón, y para el bárbaro la prolongación deldolor siempre aporta

éxtasis... Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con

la Maldición de laSerpiente en su último aliento, y ésa es la maldición

más terrible de todas. Se puede obtener cierta idea de lo que pasó

conociendo la venganza del presidente,ya que tenía un sentido del

humor lúgubre y la noción de la retribución de un salvaje. Suesposa

había sido asesinada por su madre, quien creó una imagen de cera de

ella. Éldecidió hacer lo que sería exquisitamente apropiado. Cuando

subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que

Page 40: 2 Amanecer VUDU

llevabacon él una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como

nadie vio nunca más elcuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas

respecto a cómo había conseguido lagrasa de cadáver. Pero también la

mente del presidente se inclinaba hacia las bromasmacabras... El resto

de la historia es muy sencilla. El presidente fue directamente a su

despachoen el palacio, donde depositó la vela sobre su escritorio.

Había descuidado el trabajo enlos últimos días, y tenía muchos asuntos

oficiales que atender. Permaneció sentado en

38. 38silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y

satisfecha. Luego ordenó quele llevaran los documentos y anunció que

se ocuparía de ellos de inmediato. Trabajó toda la noche, con dos

guardias estacionados en el exterior junto a la puerta.Sentado a su

mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa vela hecha con

grasa decadáver. Era evidente que la maldición lanzada por su madre

al morir no le molestaba enabsoluto. Una vez satisfecho, su ansia de

sangre saciada descartó toda posibilidad devenganza. Ni siquiera era lo

suficientemente supersticioso como para creer que la brujapudiera

volver de la tumba. Permaneció bastante tranquilo allí sentado, todo

uncaballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el

cuarto en penumbra,pero él no lo notó... hasta que fue demasiado

tarde. Entonces, alzó la vista... para ver lavela de grasa de cadáver

retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa. La maldición de su

madre... ¡La vela —la vela hecha con grasa de cadáver— estaba viva!

Era una cosa sinuosa, yque se retorcía, moviéndose en su candelabro

con un propósito siniestro. El extremo de la llama pareció brillar con

intensidad y adquirir un súbito y terribleparecido. El presidente,

sorprendido, vio la cara ígnea de su madre; una cara diminuta

yarrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó

hacia el hombre conespantosa facilidad. La vela se estiraba como si

estuviera derritiéndose; se estiraba yextendía hacia él de un modo

terrible. El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La

resplandeciente llama delextremo se apagó, quebrando el hechizo

hipnótico que mantenía en trance al hombre. Yen ese momento la vela

saltó, mientras la habitación desaparecía en la temida oscuridad.Era

una oscuridad horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo

debatiéndose quese hizo cada vez más y más débil... Estaba inmóvil

cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo.Sabían

lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre—bruja.

Ésa es larazón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte del

presidente; los primerosen meterle una bala en la nuca y afirmar que

se había suicidado. Le contaron la historia al sucesor del presidente, y

éste dio órdenes de que seabandonara la cruzada contra el vudú. Era

mejor así, pues el nuevo gobernante nodeseaba morir. Los guardias le

explicaron por qué le habían disparado al presidente ydicho que había

sido suicidio, y su sucesor no quiso arriesgarse a caer en la Maldiciónde

la Serpiente. Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la

vela de grasa del cadáverde su madre... una vela de grasa de cadáver

Page 41: 2 Amanecer VUDU

que estaba enroscada alrededor de sucuello como una serpiente

gigantesca. MOTHER OF SERPENTS Robert Bloch, 1964 Trad. Elías

Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 YO ANDUVE CON UN

ZOMBI INEZ WALLACE

39. 39H aití, esa oscura y misteriosa isla, en la que han surgido figuras

tan increíbles como Christophe —el Napoleón negro—, de fama

mundial; donde los ritos del vudú unen al hombre con lo sobrenatural

de tal forma que escapa alentendimiento... Haití nos ofrece aún otro

fenómeno que confunde a los grandespensadores y científicos de

nuestros días. Cuando visité la isla por primera vez y escuché las

historias que voy a relatar, menegué a creerlas. No culparé a nadie por

dudar al término de este relato. Pero hoy en día, expresadofríamente

en los libros de leyes de la República, se reconoce oficialmente la

existenciade una práctica de magia metafísica, posiblemente la más

repugnante que se puedaimaginar. El artículo 249 del Código Penal de

Haití, establece lo siguiente: “Se calificará deintento de asesinato el

empleo de sustancias químicas contra cualquier persona a la que,sin

causarle la muerte, se le produzca un coma letárgico más o menos

profundo. Si,después de haberle administrado tales sustancias, la

persona fuera enterrada, el hechoserá considerado asesinato, sin

tenerse en cuenta el resultado que se derive de ello”. Sencillamente:

es asesinato enterrar a una persona como si estuviera muerta,

yposteriormente sacar su cuerpo para que viva otra vez (al margen de

cualquierresultado). Y se promulgó esta ley porque se ha comprobado

una y otra vez que las artesmisteriosas de la población negra de Haití

han conseguido que los muertos salgan de sustumbas y lleven una

existencia de esclavos sin alma, moviéndose como cuerpos

sininteligencia individual. Estos cadáveres vivientes son llamados

zombis. No son espíritus o fantasmas espectrales, sino cuerpos de

carne y hueso que hanmuerto, pero se mueven todavía, andan,

trabajan y, algunas veces, hasta hablan. El gobierno prefiere decir que

se trata de gente drogada, enterrada y desenterrada.Pero pasa el

tiempo y no queda más remedio que admitir la existencia de los

zombiscomo una realidad. Cuando oí hablar de ellos por primera vez,

cada palabra que escuchaba meprovocaba una sonrisa de incredulidad.

Después he llegado a considerar la misteriosaleyenda de los zombis

(los muertos sacados de sus tumbas y obligados a trabajar paralos

vivos) como algo más que una leyenda. Creo —porque lo he sabido a

través de fuentes incuestionables— que han ocurridoestas cosas y que

siguen ocurriendo hoy día, a no muchas millas de

nuestrossupercivilizados Estados Unidos, en la mágica y misteriosa isla

de Haití. He escuchadofantásticos relatos de hombres y mujeres

blancos, de cuya palabra no puedo dudar, y heleído aún más en cierto

libro sobre los zombis. ¿Qué poder psíquico hace posible que estos

cuerpos muertos se muevan, actúen,caminen y bailen como si

estuvieran vivos? Y, ¿qué superpoder puede hacer incluso quehablen

en algunas ocasiones? Desde la misteriosa isla de Haití llegan muchas

Page 42: 2 Amanecer VUDU

otras historias de lo oculto, místicosrelatos sobre vudú, magia negra,

hechizos, maldiciones y magnetismo animal. En los oscuros anales de

esta misteriosa isla aparecen extraños ritos vudú, y el cultoal negro

macho cabrío y a la blanca cabra florece hasta en las ciudades más

populosasde Haití. El vuduísmo está prohibido por la ley, pero incluso

los emperadores negros dela isla lo han practicado y temido. Pero el

fenómeno que los nativos temen en mayor grado (y no sólo los

ignorantesnativos corrientes, sino negros cultivados e incluso doctores

del vudú, que creen sertodopoderosos) es el terrorífico zombi.

40. 40 Porque el zombi y la magia sobrenatural que en él subyace,

están más allá aún delentendimiento de los doctores del vudú, con

todos sus negros ritos. Y este miedo supersticioso al zombi y todo

cuanto se relaciona con estas personasmuertas está plenamente

justificado. Los haitianos mantienen que actualmente hay zombis

trabajando en los campos decaña, alrededor de las solitarias

mansiones de la isla, y algunos dicen que estosmisteriosos

trabajadores muertos existen también en las ciudades más pobladas.

Unopuede reconocerlos porque, excepto en raras circunstancias, nunca

hablan y siempremiran al frente fijamente. Si no se está seguro,

podemos cerciorarnos ofreciendo alsospechoso algo de comida salada,

“porque el zombi no puede probar la sal”, einmediatamente sabrá que

está muerto, haciendo regresar su cuerpo viviente a la tumba,no

importa dónde esté ésta, ¡y nadie podrá detenerlo! No hace muchos

años, cerca del famoso Port—au—Prince, ocurrió un incidente

queinmediatamente me recordó a los zombis. Un hombre blanco, que

estaba pasando unamala racha y había llegado a Haití con el nombre

de George MacDonough, se enamoróde una joven nativa de color,

finalizando su amor por ella cuando una muchacha blancase enamoró

a su vez de él. Así fue como abandonó a Gramercie por Dorothy Wilson,

yse casó con ella. Pero no había terminado aún con Gramercie, cuyos

feroces y primitivos celosresultaron algo que era mejor evitar. No

llevaba aún un año de casado, cuando su jovenesposa cayó

misteriosamente enferma y murió. Dos noches después de su entierro

sedescubrió que su tumba había sido removida, pero no de una forma

tan evidente comopara justificar una investigación. Seis meses

después, una misteriosa historia comenzó a propagarse por Port—au—

Prince. Se decía que en las horripilantes y mágicas laderas de Morne—

au—Diable,próximas a la frontera dominicana, había un grupo de

esclavos formado por zombis. Elrumor corrió y corrió, y de pronto un

nuevo misterio se unió a aquella historia, cuandose supo que había una

mujer blanca trabajando en el campo de caña. GeorgeMacDonough oyó

la historia, al igual que otros muchos colonos americanos. Como sus

compañeros, se rió al principio. Pero luego empezó a pensar en la

tumbaprofanada de su esposa. En su momento aquel hecho no le había

sugerido nada, peroahora, ¿tendría alguna relación con estos rumores?

Se asustó, dominado por los nervios,al recordar que la vengativa

Gramercie era del mismo distrito del que procedía lafantástica historia.

Page 43: 2 Amanecer VUDU

Movido por un repentino impulso, se dirigió al interior, hacia Morne—au

—Diable,llevando con él un fiel guía negro y dos amigos. Partió por la

noche, en secreto, sin quese trasluciera nada de la expedición. Su

llegada al campo de caña de Gramercie resultóuna completa sorpresa

para su antigua novia morena. Pero la terrible escena que presenció en

aquellos campos introdujo la locura en sucorazón, y Gramercie huyó

aullando de terror hacia la selva, tratando de escapar a suvenganza.

“Porque en los campos, trabajando con los esclavos negros, ¡se hallaba

elcadáver de la esposa de George MacDonough!” Antes de su llegada,

Gramercie, ocultapor las altas cañas, había estado haciendo extraños

pases en el aire. Cuando se dirigió hacia su esposa, los azules ojos de

ésta le miraron sin comprender,sin reconocerle. Y al ver que sus

repetidos gritos no conseguían respuesta alguna deella, acabó por

entender. A la caída de la noche llevó consigo su cuerpo de muerto—

viviente a casa. Y de nuevo, al anochecer, al cementerio. Abrió su

tumba y le dio acomer sal, viendo cómo caía a sus pies, ahora ya

realmente muerta. Después, George MacDonough inició la búsqueda

de Gramercie, pero ya erademasiado tarde para poder vengarse él

mismo, porque los nativos temen a los zombis y

41. 41a quienes les obligan a trabajar más que al hombre blanco, y

enterados del crimen, antesde que MacDonough pudiera llegar a Morne

—au—Diable para matar a la bruja quehabía utilizado con su poder el

cuerpo de su esposa muerta, ellos mismos —su propiagente— la

habían asesinado brutalmente. ..........Un hombre de edad, al que

llamaré mayor Hemingway, me dijo que cualquier blancoque haya

vivido en Haití, relacionándose con la misteriosa vida de los nativos,

dudaríamucho antes de decidirse a negar la existencia de los zombis.

—¿Sabe? —me dijo—, una vez que se está fuera de Haití, todas estas

cosas vuelvena uno. Para quien nunca ha estado allí, todo resulta

demasiado increíble. La mayoría dela gente tiene un miedo ancestral al

vudú, porque ha sido practicado incluso aquí, en elSur de los Estados

Unidos. Aunque esto de los zombis parece más difícil de creer,

peroexisten, lo sé. Y me relató la siguiente historia: “Una vez, durante

una sublevación nativa, estaba yo instalado en el distrito deMorne—au

—Diable (un territorio montañoso donde los nativos son tan ignorantes

ysupersticiosos como sólo los negros pueden llegar a serlo, y donde

florece el vudú.) Unanoche, una bonita muchacha negra vino a pedirme

que la ayudara. Parece ser que dos semanas antes su hermano había

muerto y había sido enterrado,pero ahora ella pretendía haberlo visto

trabajando en la casa de un tal Ti Michel, unpequeño granjero que vivía

no muy lejos de donde yo me había instalado. Había oído hablar de los

hechizos y maleficios del vudú, habiendo llegado a creer enellos, pero

esto era algo nuevo para mí. Yo le dije: —¿Qué puedo hacer? Ella

sonrió misteriosamente y me alargó un paquete de azúcar cande (una

clase demezcla parecida al caramelo.) —Mañana —dijo—, vaya donde

Ti Michel. En los campos verá hombres trabajandola caña. Los hombres

estarán mirando fijamente al frente, con la mirada vacía, sinhablar.

Page 44: 2 Amanecer VUDU

Deles el azúcar cande. —¿Qué bien les puede hacer el cande? —Déselo

y verá. El cande encubre sal. Bueno, ya se había despertado mi

curiosidad lo suficiente para hacer lo que mepedía, y lo hice. Al día

siguiente di una vuelta por la hacienda del viejo Ti Michel ydescubrí

que éste me miraba con gran suspicacia. Miré un poco a mi alrededor

yfinalmente recorrí sus campos de caña. Durante todo el tiempo él me

observaba como lohace el gato con el ratón. Me acerqué a la fila de

hombres que cavaban, y él vino tras demí. Entonces, de repente, le

llamó su hijo desde otra parte del campo, porque teníaproblemas con

uno de los trabajadores, y yo me quedé a no más de tres metros de

doshombres y tres mujeres que estaban trabajando. Rápidamente me

dirigí a ellos, leshablé, les toqué. No me contestaron, pero se

enderezaron cuando les toqué. ¡Nunca olvidaré sus ojos! Era como si

mirasen el interior de un viejo pozo en mediode la noche, ¿entiende lo

que quiero decir? Bueno, les di el azúcar cande, lo tomaron y

empezaron a chuparlo. Entonces llegó TiMichel corriendo hacia mí;

había visto que estaba dando algo a sus trabajadores yempezó a

chillar: —¿Qué les ha dado? ¿Qué les ha dado?

42. 42 No tuve la oportunidad de responder. De repente, aquellos

trabajadores lanzaron ungrito horrible, arrojaron sus herramientas y se

volvieron rápidos hacia la pequeña ciudadcerca de la cual estaba yo

instalado, comenzando a marchar en fila de a uno fuera delcampo. Ti

Michel me miró sólo durante un instante; después empezó a correr

endirección contraria. Nunca se le volvió a ver, pero dos semanas más

tarde alguiencomentó que habían encontrado una camisa manchada

de sangre identificada comosuya. Estos nativos tienen su propia forma

de encargarse de la gente como Ti Michel. Bueno, yo estaba muy

interesado en los zombis, así que los seguí. Llegaron a laciudad; la

gente chillaba y corría por todas partes. Algunos corrieron en dirección

alcementerio, hacia el cual iban ahora los zombis tan rápidos como

podían. No los pude alcanzar; los perdí. Cuando llegué al cementerio, vi

un grupo de negrosmedio histéricos cavando frenéticamente en cinco

tumbas, y cerca de los túmulosdescubrí unos montones informes,

negros. (¡Ahora, afortunadamente, los zombis yaestaban muertos!). No

espero que lo crean, pero yo lo vi.” ..........La historia de los bailarines

zombis de Port—au—Prince es interesante desde el puntode vista de

que arroja alguna luz sobre los terribles ritos mágicos concernientes a

lavuelta desde la tumba de los muertos para trabajar en los campos de

caña. Una mujer negra llamada Bretéche llevaba un local donde se

daban exhibiciones debaile, a muy poca distancia de Port—au—Prince.

De educación bastante esmerada, eraconocida por haber estado

relacionada con los escenarios desde su infancia, y porquedurante

cierto tiempo la gente blanca había frecuentado su establecimiento.

Ahora ya sólo acudía el elemento negro, y ella se convirtió en noticia

por su audacia,pues no se le ocurrió otra cosa que revelar los ritos

secretos del vudú en el escenario. Depronto comenzó a circular un

rumor: “ ¡La Bretéche tiene zombis bailando para ella!” Una

Page 45: 2 Amanecer VUDU

investigación oficial reveló la existencia en su casa de siete figuras

misteriosasque bailaban a sus órdenes, siguiendo cada inflexión de su

voz, pero sin ningunarespuesta emocional, moviéndose sólo de manera

automática. Jamás se había oídohablar a alguno de los extraños

bailarines. La Bretéche fue llamada a declarar. A todas las preguntas

que se le hicieron respondió no haber cometido asesinato,puesto que

sus bailarines ya estaban muertos. Dijo que sus bailarines habían

sidoenterrados y que ella los había desenterrado para ayudarles, y

ahora ellos la ayudaban aella. —¿Qué hizo usted? —Primero hice una

figura de barro, así... —Y les mostró de forma rudimentariacómo la

había hecho. Una figura de barro parecida a un hombre—: así... —Y

levantó ysostuvo una imaginaria figura de barro, empezando a darle

aliento, susurrando a la vezuna curiosa especie de ritual. Luego miró

hacia arriba y dijo: —Después dije: baila, y ellos bailaron para mí. Los

blancos cultos admiten la existencia de los zombis, igual que lo hace el

gobierno.No obstante, éste teme implicarse en cualquier explicación de

origen psíquico. En otraspalabras, el gobierno de Haití dice: “¿Zombis?

Sí, existen; pero no podemos dar unaexplicación. Forman parte del

misterio de Haití.” Una respuesta oficial, en efecto. Pero no puede

convencerme de que no hayrealmente muertos vivientes trabajando en

los campos de caña de Haití.

43. 43 I WALKED WITH A ZOMBIE Inez Wallace Trad. Miguel Hernández

Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 VENGANZAS Y CASTIGOS DE

LOS ORISHAS LYDIA CABRERA2L os santos, airados, no solamente

envían las enfermedades sino todo género de calamidades. Del caso de

Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo pasado, se

acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la

incalificablecostumbre de enojarse y conducirse soezmente con su

Santo, de insultarle cuando notenía dinero. Conozco la historia por

varios conductos: sabido es que Obatalá, el diospuro por excelencia —

es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo quees

blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato

delicadísimo. Lapiedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias

de sol, de aire, de sereno. AObatalá es menester tenerle siempre

envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con ungénero de una blancura

impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá,lo liaba

en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al

retrete.Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que

dice “yo siempreperdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un

trato tan canallesco e injustificable.Un día que a Papá Colás le bajó el

Santo, este le dejó dicho que en penitencia por suirreverencia se diera

por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis díasjunto a

los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de

obedecer lavoluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se

marchó a la calle sin ponerseun distintivo de Obatalá, sin llevar

siquiera una cinta blanca de hiladillo. “Yo que conocí a sus hermanas,

doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempretenían el corazón

Page 46: 2 Amanecer VUDU

temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando

queel Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un

mogrolón (sic) y ellasdecían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue.

Dormía Papá Colás frente a la ventana desu habitación, que daba a la

calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura,el negro,

como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”,

castiga con lacabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la

puerta mató al carretonero. Asídiez y seis días de retiro se convirtieron

en diez y seis años de presidio para eldesobediente. Un

contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias

yrebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía

necesidad deconsultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos

cuenta que los jueces iban acondenarlo a pena de muerte (garrote);

que hubo junta de babalawos y que Orula,Oshún y Obatalá se negaban

a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían sugracia.

Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en

salvarle la vida“cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena

de orí (cabeza), y Obatalá, portratarse de la cabeza de un hijo suyo,

conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejadotantos recuerdos

entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez deun

cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el

escándalo que puedepresumirse.2 En los relatos de Lydia Cabrera

seleccionados, se observarán algunas irregularidades de

ordengramatical y tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)

44. 44 Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy

frecuente en la Reglalucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—

Changó, murieron castigados por unorisha tan varonil y mujeriego

como Changó, que repudia este vicio. Actualmente laproporción de

pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos,

enlas que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa)

parece ser tannumerosa que es motivo continuo de indignación para

los viejos santeros y devotos. “¡Acada paso se tropieza uno un partido

con su merengueteo!” “En esto de los Addodis hay misterio”, dice

Sandoval, “porque Yemayá tuvo que vercon uno... Se enamoró y vivió

con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos loshabitantes

eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá

losprotegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son

maricas!” (y deOshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó,

Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, yno digamos Obatalá, no ven con

buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años,Tiyo asistió a la

escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa

MaríaLuisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel

desgraciado le bajabaun Changó magnífico. Cuando para sacar a

cualquiera de un aprieto lo mandaba a quese jugase el dinero de la

comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nuncalo

engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah!

Pero Changó nolo quería amujerado, y ya había declarado en público

Page 47: 2 Amanecer VUDU

que su hijo lo tenía muyavergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de

la Regla, María Luisa estaba allí y todosnosotros bromeando con él,

ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estabasubiendo el

Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva

seala parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya

está bueno!Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua

y nos ordenó que todosescupiésemos dentro y que el que no escupiese

recibiría el mismo castigo que le iba adar a su hijo. María Luisa estaba

sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Unalástima! Cuando se llenó

de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otrodía, María

Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al

cementerio.Changó Terddún lo dejó como un higuito”. No menos

extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con

unmantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del

Cobre, Oshúnpanchággara, en persona. En Gervasio, en el solar de los

Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún.Era espléndida la

“plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de

frutas,que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha,

se reparten entre losdevotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se

daba allí era por canastas”, me cuentaun testigo, “las naranjas, los

cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanosmanzanos,

las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos,

ademásde los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel,

natillas, harina dulce conleche y mantequilla, pasas, almendras y

azúcar blanca espolvoreada con canela, yrositas de maíz... Ch. Había

gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena debote en bote.

A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice:

amí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al

cuarto, va a la canastade los bollos, y se pone a comer bollos con miel.

Viene Ch. con Oshún a saludarlo yéste le manda un galletazo. Lo

agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate alsuelo! ¡Pídele

perdón a Mamá! —¡Bah! ese es un maricón... —No es Ch. ¡Es nuestra

Mamá!

45. 45 Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que

le habían regalado aCh. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha

y apuntando para R. tocándose elpecho dijo: —Cinco irolé para mi hijo,

y cinco irolé para mi otro hijo. Y ahí mismo se fué. Ch. amaneció con

cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció

concuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días

después murieron a lamisma hora, el mismo día. No valió que los

ahijados trajeran un pavo real y cincuenta ycinco gallinas amarillas y

todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días

después,asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la

puerta del cementerio elentierro de R. Las tumbas están cerca. La

madre de Ch., que también era hija de Oshún,y veinticuatro personas

más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo sesubieron y

usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la

Page 48: 2 Amanecer VUDU

últimapaletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de

reir, pero no a carcajadascomo se ríe la Santa, sino con una risa fría y

burlona que helaba la sangre, en un silencioen que no se oía más que

la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”. Abundan también las

lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle,el

médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a

cuya fiestatradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al

decir de los viejos, todasacudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo,

Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndio Diánkune, como les llaman los

Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se dabancita en el barrio del

Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba unpez

de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los

fuegosartificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887,

“su capataza la Zumbáo”,que vivía en la misma loma. Armaba una

mesa en la calle y vendía las famosas tortillasde San Rafael. (Las del

negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muycélebres, y

aun las recuerdan algún viejo glotón). De la Zumbáo, santera de Inle,

me han hablado en efecto, varios viejos. Era costureracon buena

clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una

supuestasociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un

Santo tan casto yexigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y

devotos, como Yewá. Es tan pocomentado como ésta, como Abokú

(Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie searriesga a servir

a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del

siglopasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una

sesentona me cuenta queuna vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los

Santos le rindieron pleitesía y todas lasviejas y viejos de nación que

estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —“Desde

entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y

tampocorecuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque

que honró la bajada de SanRafael, pues tarde, cuando había terminado

la fiesta, se halló en el fondo de la casa, enuna habitación, atontada y

con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio elSanto”,

Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle

una jícarallena de agua para que beba y espurrée abundantemente a

los fieles, su traje húmedo ysu “sirímba”, (atontamiento) serían prueba

de haberla poseído el Orisha. A Inle se le tiene en Santa Clara por San

Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es eldía de Oggún, y no por San

Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; sele ofrecen

juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y

tres paraque pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas.

Amanece fresco el veinte ycinco. Era el Santo del famoso villareño Blas

Casanova, que en él se manifestaba muysereno y “leía el alma de

todos”.

46. 46 Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a

sus hijas todocomercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre

viejas, vírgenes o ya estériles, eInle, “tan severo”, tan poderoso y

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delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sussanteras, las cuales

se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres. No

menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el

de P.S.,hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas

habaneras, de O.O., quien enun momento de expansión, me lo refiere

como ejemplo de la inflexibilidad y delproceder de un dios agraviado.

“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de

afición. Sicogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor.

Cantaba que hacía bajar delcielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se

puso en falta con Changó y se perdió. En unafiesta le dijo así al mismo

Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es SantaBárbara y dice

que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida!

Aver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias.

Santa Bárbara no lecontestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y

abochornada del atrevimiento delmuchacho. Pasaron los años. El siguió

trabajando y divirtiéndose. En los toques que yodaba en mi casa, Santa

Bárbara recogía dinero y se lo daba 3 . Bueno, con eso P. creyóque a

Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue

la desonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él!

Ponga otras cositasque hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el

propio Santo y arresultó que al cabo deltiempo, y cuando menos se lo

pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrarentonces

todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para

vengarse, dancordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido

está el que tiró la piedra. PrimeroChangó me lo puso como bobo.

Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volviótinto en sangre.

Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que

contestabasiempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él,

que yo no he olvidado,aunque cuando me insultó me reía. Y yo su

madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo.Tiraba los caracoles para

hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yono podía

más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni

unalimpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como

madre. Al fin murió queno era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se

lo llevaron, lo que pesaba era la caja”. O.O. deja en silencio otro

pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Esuna llegada

suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y

“desdeentonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo

que hizo con su piedra deOshún. “O.O. tenía una piedra africana que

era de su madrina lucumisa; su madrina latrajo cuando vino a Cuba, y

se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme.Parecía por

la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía

unmetro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía

en una batea. En unamudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos

que la echó al río, pero no se sabe defijo adonde fué a parar la Caridad

del Cobre”. No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia.

Si en el caso de PapáColás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo

un correctivo más que merecido, enel de Luis S. el rigor de Changó

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parece tan excesivo como gratuito. Contra el caprichodespiadado de

los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal,

“porque sí”, no puede lucharse. Se ataja a tiempo el mal que

desencadena el mayombero judío, este tipo que aúninspira al pueblo

un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias

reminiscenciasafricanas: todo se estrella, en cambio contra la mala

voluntad irreductible del Santo que3 Los Santos posesionados de sus

hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a

lostamboreros, demostrándoles con esto que han tocado a su entera

satisfacción.

47. 47“emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su

perdón al hombreinfortunado, sin más pecado que el de haber

incurrido en su desagrado, “en caerlepesado”. Si bien es cierto que el

favor de los Orishas se compra, pues son estos muyinteresados,

glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se

hace elsordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y

conjurador, dueño de losmedios de que se vale —coco, diloggún,

okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar alhombre el misterio del

presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá enrogativas

que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican

seriossacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.

“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?”

Absolutamentenada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y

el gangángáme, no tiene remedio;ya no existe para este individuo la

posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, estaoperación mágica,

universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad deuna

persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor

parecido conel enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se

guardan de estar en contactodirecto y aún de visitar santeros e

iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambienvida”, pues el

espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil,

robarlela vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero

viejo, ya moribundo revive,y en cambio se muere el joven que está a

su lado”). Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una

yerba. No valenrogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos,

tan eficaces que estipulan deantemano los Santos, especificando su

naturaleza en cada caso, mediante los caracoles oel Ifá. Luis S., al

revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó

lepidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el

distraido. Es verdadque no creía mucho en los Santos; detalle de la

mayor importancia. Un domingo que ibade compras al mercado alguien

se le acercó y le habló en lengua. En aquel instanteperdió el

conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar.

Novolvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún

inconsciente en la cama, sumujer “cae” con Changó, éste la conduce a

casa de su madrina, y allí el Santo refiere loocurrido. —“Alafi (Changó)

¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No hehecho

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nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y

encogiéndose dehombros. La madrina le retiró el Santo a la mujer de

Luis. No se perdió tiempo; se hicieronrogaciones para desagraviar a

Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis lesacrificó un

hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso

quees”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía

dejarlo solo puesinmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba

atontado, privado de movimientopor mucho rato. Explicaba

torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lodejaba caer.

“Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis

S. alfin murió de un síncope. VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS

Extraido de EL MONTE Lydia Cabrera Amanecer Vudú. Valdemar

Antologías 3

48. 48 PATAKÍ DE OFÚN RECOGIDO POR LYDIA CABRERAU n pobre

hombre que vivía de su trabajo murió sin dejarle nada a su hijo. Éste,

que era un mozalbete, se debatía en la miseria, y su padre, desde el

otro mundo, penaba por él viéndolo sin amparo, siempre vagabundo,

comiendo unas veces,otras enfermo. Además, tampoco comía el

difunto. Al fin, el padre pudo enviarle un mensaje con un “Onché—oro”

—un correo delcielo, que iba a la tierra. —Dígale a mi hijo, le pidió, que

sufro mucho por él, que quiero ayudarlo y que memande dos cocos.

Onché—oro buscó al muchacho, le transmitió el recado de su padre y

éste,encogiéndose de hombros, le dijo: —Pregúntale a mi padre dónde

dejó los cocos para mandárselos. Cuando el difunto escuchó la

respuesta de su hijo, trató de disimular, y dijoquitándole importancia a

aquel desplante: —¡Cosas de muchacho! Pero al poco tiempo volvió a

encomendarle al Onché otro recado para su hijo. Estavez el difunto le

pedía un gallo. —¿Dónde dejó mi padre el gallinero para que yo le

mande el gallo que me pide? El correo le repitió al padre textualmente

las palabras del hijo. Pocos días después, Onché—oro volvió a

presentársele al joven. Su padre lesuplicaba esta vez que le mandase

un agután, un carnero. —¡Está bien!, dijo el muchacho sin ocultar su

cólera. Si no hay para cocos ni paragallo, ¿de dónde diablos cree mi

padre que voy a sacar el carnero? Nada me dejó, nadatengo, ¡nada...!

pero no se vaya, espere un momento. Entró en su covacha, cogió un

saco, se metió dentro, amarró como pudo la abertura,y le gritó: —

¡Venga y llévele a mi padre este bulto! El correo lo cargó y se lo llevó al

padre, que al vislumbrarlo desde lejos con su cargaa cuestas, dio

gracias a Dios. —¡Al fin mi hijo me envía algo de lo que he pedido! Los

Iworo y los Orichas que estaban allí reunidos en Oro esperando el

carnero,desamarraron el bulto para sacar al animal y proceder al

sacrificio, pero quedaronboquiabiertos al encontrar una persona en vez

del carnero que esperaban. —¡Estás perdido, hijo mío!, sollozó el

padre. Los Orichas le dijeron al muchacho indicándole una puerta

cerrada: —Abre esa puerta y mira. Y allí contempló cosas aún más

portentosas. —¡Todas eran para tí!, le explicó el padre. Para dártelas te

pedí el carnero. El joven arrepentido y muy apesadumbrado, le suplicó

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que lo perdonara y leprometió mandarle enseguida cuanto había

pedido. —¡Qué lástima!, le respondió el padre, ya no puedo darte

cuanto quería. Tú nopodías ver las cosas del otro mundo, pero

haciendo “ebó”, tus ojos hubieran obtenido lagracia de ver lo que no

ven los demás, y te hubiera dado lo que has visto. Ya es tarde,hijo, y lo

siento, ¡cuánto lo siento!

49. 49 Y así fue, cómo por ruin y por desoír a su muerto, aquel joven

perdió el bien que leesperaba y la vida. PATAKI DE OFUN Extraído de

YEMAYÁ Y OCHÚN. KARIOCHA, IYALORICHAS Y OLORICHAS Lydia

Cabrera Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 ¡ASESINADO AL PIE DE

UN ALTAR VUDÚ! RICHARD SHROUTNconocía. o es un secreto en el

vecindario de Miami Beach que Miguel Pérez vendía drogas. El grupo

de la SUI (Unidad de Investigaciones callejeras) de la Policía de Miami

Beach, que investiga los crímenes organizados y los narcóticos, ya le

Aun cuando saben que hay algo ilegal en marcha, no ocurre muy a

menudo que losciudadanos honrados quieran verse involucrados. De

modo que cuando Felipe Beltránllamó diciendo que quería ayudar a la

policía en una redada de drogas, la detective LauriWonder, que

hablaba español, fue a verle. —Felipe Beltrán llamó acerca de alguien

que traficaba en narcóticos en un edificiode apartamentos que él

regentaba —recordó la detective Wonder—. Dijo: “Mire, miapartamento

se encuentra justo enfrente del suyo. Si vigila a través de esta mirilla”

—¡me está diciendo cómo realizar una transacción de drogas!— “si su

hombre se queda enmi apartamento, pondremos cámaras y todo eso, y

él podrá realizar una compra directade Miguel Pérez”. ”—Le dejaré usar

mi apartamento —dijo Beltrán—, pero yo no quiero vermeinvolucrado,

ya sabe. Sólo quiero estar presente cuando sus polis secretos puedan

entraren acción y le arresten en cuanto usted reciba la señal. ”—Yo no

lo necesitaba —dijo la detective Lauri Wonder—. No lo necesitaba

paranada. Todo el mundo conoce a Miguel Pérez. Quiero decir, yo ando

por las calles. Sabesa quién le puedes comprar. Hace tiempo le compré

cocaína a Miguel Pérez. Ya ha sidoarrestado antes. ”—En comparación

con los pesos pesados, es un traficante insignificante de unosgramos.

Sin embargo, te podía proporcionar más si querías. Ésa era nuestra

intención.Tenía un apartamento separado de aquel en el que vivía,

donde vendía las drogas. Unamujer iba allí con un cochecito de bebés.

Supuestamente, ésa es la forma en la queentran las drogas. Llevar a

cabo una redada de drogas contra alguien tan insignificante como

MiguelPérez estaba casi en el nivel más bajo de las prioridades del

Departamento de Policía deMiami Beach. Felipe Beltrán se enfadó

mucho cuando no actuaron en el acto ante sugenerosa oferta. A las 23:

30 de la noche del 10 de junio de 1985, una mujer en el edificio

deapartamentos oyó gritos, seguidos de una serie de disparos y el

sonido de alguien quecorría. Llamó a la policía y se escondió bajo la

cama hasta que llegaron. El agente Héctor Trujillo estaba patrullando la

zona desde la calle 41 hastaGoverment Cut, un lugar de South Beach

desde donde los yates de lujo ponían rumbo alAtlántico. Llegó a la

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dirección de la Avenida Pennsylvania a las 23:34. Otras

unidadesllegaron al mismo tiempo.

50. 50 La puerta del apartamento de Miguel Pérez estaba entreabierta.

Los agentes entraroncon cautela empuñando los revólveres. Vieron el

cuerpo de un hombre acribillado abalazos en el suelo. Registraron las

otras habitaciones para cerciorarse de que no habíanadie más. Luego

se lo notificaron a la Unidad de Personas del departamento, que,

entreotros crímenes, se encarga de las investigaciones de homicidio en

Miami Beach. Varios sargentos llegaron con un equipo de

investigadores. El detective John Murphyfue nombrado jefe de la

investigación, con el detective Robert Hanlon como ayudante.Enviaron

a varios miembros del equipo para empezar a interrogar a los

inquilinos deledificio mientras ellos examinaban la escena del crimen.

En el dormitorio y en la cocina había mesas con jarrones de flores y

estatuillasreligiosas, que los detectives reconocieron como altares de

Santería. La Santería es unamezcla de deidades africanas y santos

católicos, una religión afín al vudú, que es muypopular en Cuba y las

islas del Caribe, igual que en la zona de Miami. No imponeninguna

restricción moral o ética a sus miembros, pero enseña un sistema de

rituales yofrendas para atraer la buena suerte y alejar la mala suerte.

No es inusual que loscriminales practiquen la Santería, con la

esperanza de prosperar en sus asuntos ilegalesy mantener a la policía

y a los enemigos lejos. Evidentemente, a Miguel Pérez no le había

reportado ningún bien aquella noche.Pero lo significativo era que

ninguna de las estatuillas de los santos había sido derribadao movida.

Debajo de una había algo de dinero doblado, colocado como una

ofrenda a ladeidad que representaba. No se había abierto ningún cajón

de las cómodas. No habíapruebas de que el lugar hubiera sido

registrado. Nada en el apartamento parecíacambiado de sitio. Salvo

por el cuerpo, que yacía en un charco de sangre, con un brazo

extendido quedejaba un rastro en el suelo, era una escena tranquila.

Sin embargo, los detectives Murphy y Hanlon vieron que en una mesa

había unabolsa marrón que contenía paquetes de marihuana y

paquetes de celofán con unasustancia blanca que sospecharon que era

cocaína, cuidadosamente cerrados y listospara la venta. Pero las

drogas seguían ahí, sin que nadie las hubiera tocado. Un gran fajo de

dinero —491 dólares para ser exactos— sobresalía del bolsillo de

lavíctima, para añadir aún más misterio. —En ese punto —recordó el

detective Murphy— tuvimos un pequeño problema.Nos era imposible

comprender de inmediato por qué la víctima había sido asesinada.Las

drogas estaban ahí, el hombre disponía de una gran cantidad de dinero

en su bolsilloizquierdo, que era absolutamente visible, más las joyas

que aún llevaba en su persona.El apartamento no había sido

desvalijado. —Pensamos que se trataba de una especie de venganza —

acordó Hanlon— debido alhecho de que el dinero seguía allí, las drogas

seguían allí, y no se habían llevado nadadel apartamento. No parecía

ser una cuestión de drogas, sino un asesinato, puro y simple. Llegaron

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lostécnicos de la escena del crimen del Departamento Metropolitano de

Policía delCondado de Dade e iniciaron un registro metódico del lugar y

de los papelesacumulados de la víctima, cosas como facturas y

recibos. El técnico Tommy Stoker resumió sus hallazgos: —Había una

nota escrita en español sujeta con una chincheta a la puerta de

entrada.Ponía: “vuelvo enseguida”. Había seis casquillos de balas de

nueve milímetros yalgunos proyectiles usados en el suelo. Había

agujeros de bala en una ventana, agujerosde bala en las puertas,

agujeros de bala en las paredes. ”Por lo que pude determinar, daba la

impresión de que quienquiera que realizara losdisparos,

probablemente estaba al pie de la entrada.

51. 51 ”Al día siguiente volvimos para examinar el exterior. En el

callejón descubrimossangre en el cajetín del circuito eléctrico en la

pared oeste del edificio. También habíaun paquete de cigarrillos con

sangre en el celofán. La doctora Valerie Rao, forense adjunta del

Condado de Dade, llegó a las 14:30 paraexaminar el cadáver antes de

trasladarlo para realizarle la autopsia. Anunció que había“poca rigidez

y un mínimo de lividez posterior”. Cuando se le preguntó qué

significabaeso, sonrió y contestó: “Quiere decir que lleva poco tiempo

muerto”. Era lo único para lo que no necesitaban una teoría que lo

explicara. Miguel Péreztenía agujeros de bala en el centro del pecho,

en la tetilla izquierda, en el antebrazoderecho por encima del codo, en

la parte inferior izquierda de la espalda, en la espalda ala altura del

hombro derecho, en la parte posterior de la rodilla derecha, y en la

partefrontal de la pierna, en la espinilla. Pero el examen superficial del

cuerpo reveló un misterio adicional: la víctima teníaun área con suturas

en el cuero cabelludo de un tratamiento médico muy reciente.También

tenía inexplicados moratones y abrasiones en las rodillas. Se trasladó

el cuerpo. Ya era la mañana del 11 de junio. Los detectives Murphy

yHanlon iniciaron la investigación de los antecedentes de Miguel Pérez.

—Nos pusimos en contacto con nuestras unidades de investigación y

también con laAgencia Contra la Droga, Inmigración y otras

autoridades Federales —recordóMurphy—, para ver si teníamos a un

traficante de drogas importante o sólo un tipo quese movía al nivel de

la calle. Averiguaron que Pérez tenía un arresto anterior. Su libertad

condicional habíaexpirado el 7 de marzo de 1984. Su vida había

expirado un año, tres meses y tres díasdespués. Por la División de

Licencias de Trabajo del Condado de Dade averiguaron quePérez tenía

una licencia como “vendedor ambulante”. No especificaba qué era lo

quevendía. Los interrogatorios a los inquilinos del edificio no habían

revelado nada. Muchossólo hablaban español, y todos estaban

asustados. Horas después del mismo día 11, undetective vio a un

hombre que daba vueltas nervioso por el callejón que había detrás

delos apartamentos. Dijo que se acababa de enterar del crimen y

pensó que le habíandisparado a un familiar. Se le pidió que fuera a la

comisaría, donde le podría interrogarun agente que hablaba español. El

pariente de la víctima, Phillip Ruiz, fue interrogado en español por el

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detectiveBob Davis. Contó que a Miguel Pérez le habían golpeado y

robado el 9 de junio, el díaanterior al asesinato. Dijo que creía que dos

hombres, que vivían a unas cuatro o cincocalles de distancia, eran los

responsables. Sus motivos eran que constantemente se losveía por la

zona, y que él los había visto por el edificio justo antes del incidente.

MiguelPérez incluso le había descrito a los atacantes. El detective

Charles Metscher le mostró a Phillip Ruiz más de 150 fotografías

dedelincuentes conocidos y sospechosos, con la débil esperanza de

que uno se pareciera ala descripción dada por la víctima de aquellos

que le habían atacado. Finalmente, PhillipRuiz identificó con vacilación

una foto. El nombre que figuraba al dorso decía que elhombre se

llamaba Jesús Fernández. Se trataba de una identificación de segunda

mano,basada en el informe verbal de la víctima, y aunque intentarían

comprobarla, los agentesde la ley no tenían mucha confianza en ella.

Una comprobación de los hospitales y clínicas cercanos reveló que

Miguel Pérezhabía sido tratado en el Hospital Monte Sinaí el 9 de junio

por una grave laceración enel cuero cabelludo. Por lo menos, eso

explicaba los puntos frescos que tenía en lacabeza y las abrasiones en

las rodillas. Con toda probabilidad, también explicaba la

52. 52sangre encontrada en el cajetín eléctrico y el envoltorio de

celofán del paquete decigarrillos en el callejón. Quizá no fuera tan

inusual que asaltaran a un traficante de drogas. La pregunta era:¿Los

golpes y el robo se relacionaban con el asesinato? De no ser así, poco

ganaríanencontrando a Jesús Fernández, el hombre cuya fotografía

había sido señalada entre lasmás de cien por alguien que con

anterioridad había visto al hombre, pero que no habíapresenciado el

ataque. Las relaciones de la víctima con otros que vivían en el edificio

aún no se habíandeterminado. A las 18:30 del 12 de junio, los

detectives Murphy y Hanlon localizaron alencargado del edificio donde

había tenido lugar el tiroteo. Éste les explicó que acababade empezar

en el trabajo y afirmó que no conocía muy bien a los inquilinos. Les

informó a los detectives que el encargado anterior, quien había vivido

en unapartamento de una planta de arriba del edificio, había

desaparecido varios días antesdel crimen. Dijo que corrían rumores de

que traficaba con drogas. Afirmó no conocer sunombre. El vecindario

se componía de hoteles que en el pasado habían sido decientes,

cuyasantiguas habitaciones hacía tiempo que habían sido convertidas

en apartamentospequeños y que se alquilaban por “temporada”, mes o

semana. Algunos de losinquilinos eran ancianos dependientes de la

Seguridad Social, familias que vivían de lacaridad y gente de paso que

una semana vivía en un lugar y la siguiente en otro. En las atestadas

zonas urbanas donde poca gente sabe algo de sus vecinos y, por

logeneral, se preocupan aún menos, siempre hay alguien que tiende a

ser curioso por puroaburrimiento, o, al menos normalmente, siente

curiosidad cuando sucede algo fuera delo corriente. La cuestión radica

en dar con esa persona. Los detectives decidieron hablar con los

residentes de los edificios adyacentes paraver si alguien podía

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proporcionarles información relevante. Tuvieron mucha suerte. Un

hombre cuyo apartamento daba al callejón del edificio de la escena del

crimenaún no había sido interrogado por los agentes, y tenía mucho

que contar. El detective Murphy resumió la información. —La noche del

homicidio miró por su ventana y vio un coche más o menos situadoen

el centro del callejón. Parecía que había alguien detrás del volante.

Salió deldormitorio y se dirigió al balcón, y cuando llegó allí, el coche

ya se encontraba próximoa la puerta trasera del edificio de

apartamentos de la víctima. ”Mientras miraba desde allí, oyó seis o

siete disparos. Observó que un individuo salíadel edificio, se metía en

el coche y, luego, que el coche emprendía la marcha hacia elnorte por

el callejón; el vehículo giró a la izquierda en la Calle Diez y prosiguió

hacia eloeste. ”La descripción que dio del coche era que se trataba de

un vehículo oscuro, parecidoa un Camaro o un Firebird. A él le dio la

impresión de que podía haber tenido unaespecie de emblema en la

capota. También describió las ropas que vestían. Le dijo aldetective lo

que llevaban puesto el conductor y el pasajero. ”Después de hablar

con él, regresamos a la escena y, usando nuestra unidad,colocamos

nuestro coche tal como el testigo creyó verlo y lo fotografiamos.

Hicieron que el testigo mirara las mismas fotografías policiales que

Phillip Ruizhabía inspeccionado antes. —Por último, identificó a alguien

que se parecía mucho a Jesús Fernández, pero nohubo ninguna

identificación positiva de nadie —dijo el detective Murphy. La doctora

Valerie Rao informó sobre los hallazgos de la autopsia. Dijo que a

Pérezle habían disparado cinco veces, esclareciendo la impresión inicial

causada por puntosde salida limpios de algunas heridas. Algunos de

esos puntos de salida estaban

53. 53“abiertos” en apariencia, lo que significaba que el cuerpo se

hallaba contra algo comouna pared o el suelo, lo cual dificultaba que

las balas salieran. Ninguna de las heridasera de corta distancia. La

víctima tenía un tatuaje de una cruz en el hombro, con cuatro puntos a

cada ladode la cruz. También había un tatuaje de Santa Bárbara, una

deidad de la Santería. El informe de toxicología reveló la presencia de

Benzoylecgonina, un metabolito dela cocaína, en su orina. Pero la

forense adjunta advirtió que los estudios demuestran quees posible

tener tales metabolitos en la orina hasta 19 horas después de haber

consumidococaína, de modo que eso no era particularmente

significativo. Llegaron otros informes de laboratorio. Muestras tomadas

de las manos de la víctimano mostraron que hubiera disparado un

arma recientemente. Eso eliminaría cualquierfutura alegación del

sospechoso de que lo mató en defensa propia. Las superficies de

laescena del crimen no habían conducido a ninguna huella dactilar, e

incluso las 18huellas dactilares latentes sacadas del exterior de la

puerta de entrada resultaron serinútiles en cuanto a propósitos de

comparación. En los días que siguieron, la división de homicidios

recibió numerosas llamadasfrenéticas de Phillip Ruiz, quien siempre

informaba que acababa de ver a lossospechosos en la zona, pero los

Page 57: 2 Amanecer VUDU

detectives jamás pudieron llegar a tiempo paraaprehenderlos. Gracias

a una investigación paciente, los oficiales de la ley descubrieron que

lavíctima le decía a la gente que era un vendedor de joyas, pero no

encontraron nada quelo verificara. El 17 de junio, los detectives

rastrearon recibos encontrados en los efectos de lavíctima hasta una

agencia de alquiler de coches. Indagaron que Miguel Pérez

alquilabacoches por semana, uno distinto cada mes, lo cual no era una

manera muy económica dealquilar vehículos. Estaba claro que no

mantenía su extraño estilo de vida vendiendojoyas inexistentes.

Gracias a la factura eléctrica y a una referencia de una oficina de

bonos de comidaencontradas en el apartamento del hombre muerto,

los detectives finalmente fueroncapaces de localizar el 1 de julio a la

esposa separada de la víctima. Por medio de untraductor, les contó

que ella y su marido tuvieron una pelea y que se emitió una orden

dearresto contra él por golpearla. Reconoció que había dos

apartamentos, uno registrado anombre de él y el otro al de ella. Afirmó

no conocer nada sobre el tráfico de drogas. Mencionó que su marido se

quedaba petrificado de miedo de alguien llamado Ocana,debido a una

animosidad reinante entre ellos desde Cuba. Dijo que había oído

queOcana se encontraba en Nueva York o New Jersey... no recordaba

cuál. La última vezque vio a Miguel Pérez fue una semana antes de su

muerte. El 9 de junio, los detectives decidieron interrogar a todo el

mundo de nuevo.Empezaron por Phillip Ruiz, el familiar de la víctima.

Parecía estar aterrado. Explicóque su relación con Miguel Pérez había

sido tensa, porque Pérez no aprobaba el estilode vida que él llevaba.

Entonces, Phillip Ruiz admitió ser homosexual. Eso no explicaba el

terror que experimentaba. Los oficiales de la ley sospecharonque temía

por su vida. Ruiz les contó que había localizado a una mujer y a su

amantepara que hablaran con ellos. Les instó a ponerse en contacto

con la pareja. Se pusieron a buscarlos, pero antes de que pudieran ser

localizados, el 13 de julio lamujer fue llevada ante ellos por el

Patrullero de Miami Beach, Armando Torres. En unaocasión el agente

había tramitado una denuncia puesta por ella sobre algún asunto, yella

le saludó en la calle. Le preguntó a Torres: “¿A quienes van a

encerrar... a la genteque lo mató o a la persona que les ordenó ir a

matarlo?

54. 54 Tenía información sobre el asesinato de Miguel Pérez, pero por

temor a represaliasquería estar segura de que todos los involucrados

iban a ser arrestados. Tan pronto como el agente descubrió que el

asunto pertenecía a homicidios, la llevóa la comisaría. Le dijo que si

había suficientes pruebas contra una persona, en verdadque sería

arrestada. Ella decidió arriesgarse. Los detectives Murphy y Hanlon

noestaban de servicio, pero llegaron a las 20:30 para interrogarla. —

Estaba muy nerviosa —recordó Murphy—, y había ciertas cosas que

queríamostocar para cerciorarnos de que ella sabía lo que había

pasado de verdad, pero sin hacerlepreguntas que sugirieran sus

respuestas. Salió bien. Los detectives de Miami Beach graban todos los

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interrogatorios. Su historia se centróen alguien apodado “El Chino”,

que era amante de una muchacha que ella conocía.Contó que unos

días antes del asesinato se encontraba en la casa de El Chino. Le

oyóquejarse de que no quería pagar una deuda que tenía con Miguel

Pérez. El Chinomencionó que le había dicho a un hombre llamado

Ocana y a otro apodado “Jabao” que“se encargaran de su problema

con Pérez”. Les dijo que podían repartirse a mediascualquier dinero o

drogas que encontraran. Aproximadamente a las 10:00 horas del día

del asesinato, relató ella, Ocana fue a suapartamento mientras Jabao

esperaba en el coche. “El problema de El Chino estáresuelto”, afirmó

Ocana. Le contó que había apaleado seriamente a Pérez, le

habíaquitado sus cadenas de oro y lo había abandonado dándole por

muerto. Luego Ocana semarchó. Aquella noche, a eso de las 23:15

horas, Ocana y Jabao regresaron a su apartamento.Ocana quería que

ella y su amigo los acompañaran a la casa de El Chino a buscar

unacadena y un revólver. Dijo que le habían contado que Miguel Pérez

seguía con vida yque ahora iba a matarlo porque prefería matar a que

lo mataran. Cuando salieron del apartamento, se subieron a un Camaro

negro de dos puertas.Ocana comentó que acababa de robarlo para el

asunto de esa noche, ya que su propiocoche era muy conocido en la

zona. En casa de El Chino, éste le dio a su amigo una cadena de oro

para que se laentregara a Ocana, quien estaba esperando en el coche.

Le dijo a los oficiales quereconoció que la cadena pertenecía a Miguel

Pérez. Volvieron junto a Ocana y Jabao asu apartamento. Antes de que

ella y su amigo bajaran del coche, Ocana le mostró unrevólver del

calibre 38 y Jabao exhibió una pistola negra semiautomática. Entonces

le contó a los detectives Murphy y Hanlon que a eso de las 2: 30 de

lamadrugada del siguiente día, 11 de junio, El Chino fue a su

apartamento. Le dijo queJabao y Ocana habían matado a Pérez y

solucionado su problema. —Ahora no tengo que pagarle el dinero —

comentó con placer maligno—. Esa gentese va a marchar. Pero no

puedo ser visto con ellos, así nadie pensará que yo soy quienlos envió

a matarlo. En otro interrogatorio con el amigo de la mujer, Murphy y

Hanlon fueron capaces deconseguir otra pieza de información. Les dijo

que el 10 de junio, a eso de las 23:15,mientras iban en el Camaro

negro que Ocana había robado, se pararon en unagasolinera. Ocana

bromeó que iba a llenar el depósito4 con gasolina y luego llenar

aMiguel Pérez con balas. De acuerdo, los detectives quisieron saber si

él conocía los nombres verdaderos de ElChino, Ocana y Jabao. Claro,

contestó la pareja, son Rolando Ocana y Jesús Fernández.Ella les

mostró la fotografía de El Chino y dijo que era Felipe Beltrán, el

antiguoencargado del edificio de apartamentos de la víctima.4 Juego

de palabras intraducible debido a que tank en inglés, entre sus

diversas acepciones, se puede usarpara tanque o carro de combate y

depósito de gasolina de un vehículo (N . del T.)

55. 55 De antiguos informes de arrestos por robo, los oficiales de la ley

consiguieronfotografías de Fernández y Ocana, que la pareja identificó

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en el acto. La mujer lesproporcionó el nombre y la dirección de la

amante de Fernández, que vivía en Hialeah.La pareja también les

proporcionó la nueva dirección de Beltrán, donde les dijeron quese

había mudado 72 horas antes del asesinato. Ya tarde, el 16 de julio, los

detectives localizaron a la amiga de Fernández. Les contóque Jesús

Fernández estaba en la cárcel, en New Jersey, por un delito de robo. El

17 dejulio los oficiales la llevaron a declarar al cuartel general. —Al

principio —recordó el detective Murphy—, nos soltaba fragmentos y

piezassueltas, pero no toda la verdad. Poco a poco nos reveló que

Ocana y Fernández fueron abuscarla a su apartamento en Hialeah y la

llevaron en coche un trayecto largo. ”Pararon a cenar en la carretera y

después la condujeron a alguna parte y la hicieronbajar del coche.

Fernández la apuntó con un arma y le dijo que había llenado

deagujeros a Miguel Pérez. Incluso dijo que le había disparado seis

veces y que lequedaban tres balas. ”Luego la dejaron en algún sitio de

la Nacional 27, después de desembarazarse dealgunas pistolas y una

escopeta recortada. Se marcharon y ella tuvo que hacer autoestoppara

regresar a casa. A las 4: 00 de la madrugada los detectives la llevaron

a la zona de Okeechobee Road,donde ella creía que habían tirado las

armas. Las buscaron, pero fueron incapaces deencontrarlas. El 18 de

julio llevaron los resultados de su investigación a la oficina del fiscal

delestado y obtuvieron órdenes de arresto para Felipe Beltrán, Jesús

Fernández y RolandoOcana con cargos de conspiración y asesinato en

primer grado. Le notificaron a lasautoridades de New Jersey acerca de

las órdenes para Fernández y Ocana. —Fuimos donde supuestamente

vivía el señor Beltrán —recordó el detectiveMurphy—. Le encontramos

a las 17: 30 en el callejón a una manzana de distancia. Murphy se

acercó desde un extremo y el detective Hanlon y John Quiros desde

laotra dirección y atraparon al asustado sospechoso entre ellos. —

¡Somos oficiales de policía! —gritó Quiros—. Tranquilícese. ¡Está bajo

arresto! Beltrán fue aprehendido sin ningún incidente. Aparentemente,

en su mundo era unalivio verse atrapado entre hombres que sólo eran

polis en vez de entre otros traficantesde drogas que buscaban

venganza. Los oficiales le presentaron un impreso que decía: “Este

documento es paracertificar, habiendo sido informado de mis derechos

constitucionales de que no seregistre la casa aquí mencionada sin una

orden de registro y de mis derechos a negarmea consentir dicho

registro, que desde este momento autorizo a los representantes

delDepartamento de Policía de Miami Beach, Condado de Dade,

Florida, a llevar a cabo unregistro completo de mi residencia”. Beltrán

negó todo, incluso que conociera a la víctima. Pero firmó el impreso

deautorización de registro de sus habitaciones. Encontraron una

pequeña cantidad dedrogas. —También encontramos —informó luego

el detective Murphy— un rollo de bolsasde plástico transparentes, una

balanza de plástico verde, una lupa, cucharas de plástico,unos alicates

pequeños, un cortaúñas, dos frascos de cristal, una bolsa de

plásticogrande, un estuche marrón de una pistola, un cargador negro,

algunas municiones del 38Especial, y un revólver Rossi del 38 de tres

Page 60: 2 Amanecer VUDU

pulgadas. Después Phillip Ruiz les contaría que creía que el revólver

pertenecía a MiguelPérez, la víctima.

56. 56 Beltrán se negó a hablar, negándolo todo. Cuando le mostraron

el arma, empezó areconocer cosas a regañadientes. Admitió reconocer

a la víctima, pero dijo que se habíamudado del edificio varias semanas

antes del asesinato. Los oficiales de la ley teníanpruebas de todo lo

contrario: se fue sólo tres días antes. Cuando se le preguntó acerca de

la parafernalia de drogas, Beltrán tenía unaexplicación. —Afirmó —

recordó el detective Robert Hanlon— que Pérez vendía drogas y

quequería quedarse algo para él, ya que la policía andaba tras su pista.

Dijo que Pérez leacusó de informarle a la policía sobre él. Lo negó, por

supuesto ”Dijo que eran drogas que Pérez le había dado, que todo se

trataba de un error, queno le debía ningún dinero, y que había oído en

la calle que Pérez había establecido uncontrato de 10.000 dólares para

que le mataran. A veces la historia cambiaba. —Le preguntamos por

esa parafernalia de drogas, que indicaba que él estabatraficando —

añadió Murphy—. Dijo que la detective Wonder se las dio para

queactuara como mensajero para coger a Miguel Pérez. Eso no nos

pareció en absolutofactible. Cuando se lo preguntaron a la detective

Wonder, ella lo confirmó: —No tenía permiso de mí o de mi unidad para

tener droga alguna cuando notrabajara como informante confidencial.

Y aun cuando lo hiciera, no estaría en posesiónde ninguna droga a

menos que tuviera que entregársela a alguien. ”Jamás trabajó para

nosotros como confidente —recalcó ella—. Sería estúpido pormi parte

darle drogas de nuestra taquilla de narcóticos y decir que procedían de

MiguelPérez. Entonces me podrían meter a mí en la cárcel. Ni pensó lo

que decía. Se vioatrapado en su propia mentira. Beltrán fue encerrado.

Los otros dos sospechosos seguían sueltos. En Newark, New Jersey,

había tenido lugar el robo a un bar de la Avenida Prospecten 26 de

junio pasado. Se describió a los atracadores como dos varones de

aspectohispano. Poco después del robo un sospechoso fue arrestado

en la Avenida Bloomfield.Dijo llamarse Jesús Santiago. Un poco más

tarde, un hombre fue a la comisaría de Belleville, New Jersey, einformó

que un tiroteo acababa de tener lugar a una manzana de distancia, en

la CalleWilliam y la Avenida Washington. En la escena del suceso, los

agentes encontraron aun hombre joven en una furgoneta. Sangraba

ligeramente de una herida en la cabeza. Laventanilla de atrás había

sido destrozada por una bala, y se podía ver el proyectil alojadoen la

puerta. La reducida multitud que se había agrupado allí informó que el

agresor, un varónhispano sin afeitar —de un metro setenta y cinco

centímetros de altura, complexióndelgada, pelo castaño revuelto,

vestido con pantalones oscuros, una camisa azul yblanca, una

cazadora de cuero y una gorra de béisbol— se había dado a la fuga

endirección a la Calle William. Los coches patrulla en el acto

establecieron un perímetro. Dos oficiales de la policíade Belleville,

Charles Hood y Gregory MacDonald, iniciaron la búsqueda a pie desde

ellímite de Newark de regreso hacia Belleville. —Había unos garajes

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con las puertas abiertas —recordó el oficial Hood—, y yo entréen

algunos. Entonces vi a un hombre agazapado detrás de una piscina

cubierta con unaloneta en un patio trasero. Había otro hombre en el

patio con una linterna. Le grité:“¿Quien es ese individuo?” Me dijo que

no lo sabía.

57. 57 ”Mientras me acercaba al sospechoso, éste intentó escapar

corriendo y salir del patio,al tiempo que gritaba y me insultaba. Le

derribé al suelo y luchamos. Otros agentesoyeron el estrépito y

vinieron en mi ayuda y esposamos al sospechoso. El oficial MacDonald

realizó una barrida circular de la zona. Vio la loneta que cubríala

piscina donde se había visto por primera vez al sospechoso. La levantó

y encontróuna pistola de nueve milímetros. —Cuando volvimos a la

escena del crimen —recordó Hood—, había una multitud enla esquina.

Todo el mundo estaba diciendo: “Ése es el tipo que le disparó a

nuestroamigo”. Fue unánime. El sospechoso dijo llamarse Jesús

Jiménez. A diferencia de la población de Miami,en la que una de cada

tres personas habla español, nadie de la policía de Belleville lohablaba.

Tuvieron un grave problema de comunicación con el sospechoso. Pero

el detective José Sánchez del departamento de robos de la policía de

Newark,New Jersey, nació en Puerto Rico y había vivido allí hasta la

edad de 18 años. Hablabaun español fluído. —El detective de Miami

Beach, John Murphy, me llamó el 18 de julio —recordóSánchez—, y por

la información recibida, creía que las personas a las que yoinvestigaba

por robo estaban involucradas en un caso de homicidio en Florida.

Meproporcionó la información en cuanto a sus nombres verdaderos.

Mencionó a RolandoOcana y a Jesús Fernández. Me dijo que iba a

enviarme las huellas dactilares y lasfotografías en el último vuelo con

destino Newark. Sánchez fue a la Cárcel del Condado de Essex a

interrogar a “Jesús Jiménez”, queahora sabía que era Jesús Fernández,

y a “Jesús Santiago”, quien en realidad eraRolando Ocana. —Me

identifiqué a Fernández —dijo el detective Sánchez— y le dije que

estaba allípara interrogarle sobre un robo en Newark y otras cosas de

las que creía que teníamosque hablar, tales como quién era y cómo

había llegado a Newark, y todo lo demás. ”Me contó que había

conocido a su compañero, Rolando Ocana, en Miami. Lo veíadesde

hacía un par de meses, y algo sucedió allí y tuvieron que irse. ”Le pedí

que fuera específico sobre lo que sucedió. Me contó que estaba en

MiamiBeach y que Rolando Ocana fue a verlo y dijo: “Vayamos a una

casa en la playa. Tengoque hacer algo, y luego habré terminado”. Así

que subió a un coche, que era un Camarooscuro. Fernández le dijo al

detective Sánchez que vino a los Estados Unidos en 1980 y

quehabitualmente trabajaba en restaurantes en Las Vegas. En ciertos

momentos de laconversación habló a gran velocidad y pareció agitado.

—En algunos momentos de la charla —recordó Sánchez—, a menudo

se quedaba ensilencio. Tuve que repetirle las preguntas varias veces.

Me contestaba “Ya es suficiente,no quiero hablar más”. Entonces, yo

me acomodaba en la silla y aguardaba hasta querecobraba la

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compostura y empezaba a hablar de nuevo. ”Me contó wur estaba con

Rolando Ocana, quien conducía un Camaro oscuro endirección a la

playa. Ocana le pidió que esperara en el coche. Dijo: “estaba

esperando y,de repente, oí disparos. No recuerdo cuántos fueron, pero

inmediatamente después vi aRolando corriendo de regreso al coche,

muy nervioso. Subió y nos largamos. Fernández afirmó que no podía

identificar una fotografía de Felipe Beltrán. Cuando Sánchez intentó

hablar con Ocana, recibió una comunicación distinta. —En aquella

época —dijo Sánchez— no hablaba con nadie. Me echó de la celda,

meinsultó y se negó a decirme nada. Quería saber dónde estaba su

abogado, y qué hacía yoallí. Resultó que tampoco quiso hablar con su

abogado de New Jersey.

58. 58 El detective Robert Hanlon de Miami Beach voló a New Jersey.

Hizo que lasautoridades examinaran la pistola que Fernández había

escondido debajo de la lonetajusto antes de ser detenido. Se llevó los

proyectiles de vuelta a Miami, donde expertosen armas de fuego

determinaron que eran del arma que había matado a Miguel Pérez. Los

sospechosos fueron trasladados al Condado de Dade, Florida, para ser

juzgados.La amiga de Fernández declaró que él le había dicho que le

disparó a Miguel Pérez seisveces y que le quedaban tres balas en la

pistola. La acusación fiscal señaló que la pistolaque tenía en el

momento de su arresto en New Jersey disparaba nueve balas.

Lossospechosos fueron juzgados por separado y cada uno fue

encontrado culpable. Jesús Fernández y Rolando Ocana recibieron

sentencias a cadena perpetua. FelipeBeltrán fue sentenciado a 10 años

de prisión. El 24 de junio, Phillip Ruiz había regresado al cuartel general

de la Policía de MiamiBeach con información que afirmó había temido

dar antes. Dijo que Miguel Pérez lehabía contado el día que lo

apalearon que Beltrán lo iba a matar. También dijo que élhabía visto a

Beltrán llevando el medallón de Miguel el 4 de julio. Declaró que

Beltrán incluso lo había ido a ver después del asesinato,

diciéndole:“Escucha, el problema no es contigo, era con Miguel”. Por

último, a regañadientes,reconoció que su pariente, la víctima, sí había

sido un traficante de drogas. —Entonces Phillip Ruiz se echó a llorar —

recordó el detective Murphy—. El motivoque nos dio fue que tuvo

miedo de contarnos antes que Miguel Pérez traficaba condrogas debido

a que temía que no trabajaríamos en el caso con tanto ahinco si

sabíamosque era un traficante. ”Le dijimos que el trabajo que le

dedicábamos a cada caso era el que éste requería.Todos reciben el

mismo tratamiento. [NOTA DEL EDITOR AMERICANO: Phillip Ruiz no es

el nombre verdadero de la persona así llamada en la historia. Se ha

usado un nombre ficticioporque no hay razón para el interés público en

la identidad de esta persona.] MURDERED AT THE FOOT OF A VOODOO

ALTAR Extraído de la revista Oficial Detective, 1988 Richard Shrout

Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3. LOS

ESPELUZNANTES SECRETOS DEL RANCHO SANTA ELENA BRAD

STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGERE n abril de 1989, varios oficiales

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de la policía mexicana siguieron a un miembro de un culto satánico,

enloquecido por la droga, que les condujo hasta un gran caldero negro

en cuyo interior encontrarían un cerebro humano, una concha

detortuga, una herradura, una columna vertebral humana, y varios

huesos humanospuestos a hervir en sangre. Durante el primer día de

excavaciones en los terrenos del Rancho Santa Elena, en lasafueras de

Matamoros, México, saldrían a la superficie una docena de cuerpos

humanos

59. 59mutilados. Algunas de las víctimas habían sido acuchilladas,

golpeadas, tiroteadas,colgadas o hervidas vivas. Algunas habían

sufrido mutilaciones rituales. Los monstruos humanos responsables de

estos horripilantes actos fueron Adolfo deJesús Constanzo, un

traficante de drogas y Alto Sacerdote, y Sara María Aldrete, unajoven y

atractiva mujer que llevaba una increíble doble vida como Alta

Sacerdotisa delhorror y como estudiante honoraria del Texas

Southmost College, en Brownsville. Laesencia de este culto el “mal por

amor al mal” de Adolfo y Sara, era el sacrificiohumano. Si bien, por una

parte es ciertamente evidente que estas ejecuciones rituales

eranempleadas como una herramienta disciplinaria por Constanzo, el

señor de la droga, nose deben dejar a un lado estos asesinatos como

simples y espeluznantes leccionesmotivadas por el propósito de

reforzar la obediencia absoluta de los miembros del gang.Como en

todos los casos de sacrificios satánicos rituales, Constanzo prometía a

susseguidores que así obtendrían el poder de absorber la esencia

espiritual de sus víctimas.Los crueles y horribles asesinatos se

realizaban al tiempo que se oraba para conseguirfuerza, riqueza y

protección contra el daño físico y contra la policía. SANTERIA: UN

CULTO DE SACRIFICIO CON CIEN MILLONES DE SEGUIDORESLa madre

de Adolfo Constanzo era practicante de “Santería”, una amalgama

religiosaque ha evolucionado a partir de la mezcla de los espíritus

adorados por los esclavosafricanos con la jerarquía de santos

intercesores de sus amos Católicos Romanos. Lejosde ser un oscuro

culto, la “Santería” tiene como mínimo unos cien millones

deseguidores, la mayoría de ellos en el Caribe y Sudamérica. Aunque

los ritosde “Santería” suelen incluir el sacrificio de aves y animales

pequeños, se trata de unareligión esencialmente benigna. Fue a finales

del verano de 1989 cuando Constanzo decidió crear su

propiosincretismo religioso. Comenzando con las creencias de

“Santería” de su madre,introdujo en ellas algunos elementos del vudú.

Después, prosiguió añadiendo lasviolentas prácticas del “Palo

Mayombe”, un maligno culto Afrocaribeño, combinándoloademás con

“santismo”, un particularmente sangriento ritual azteca. Pero, fuera

como fuera que Constanzo realizara la mezcla de ingredientes de

suterrible expresión religiosa, el ensangrentado altar sacrificial acabó

convirtiéndose en elcentro de su cruel cosmología. EL DICTADOR

MANUEL NORIEGA Y SU BRUJA VUDÚPoco después de que el dictador

Manuel Noriega cayera del poder, fuentes de laInteligencia de los

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Estados Unidos revelaron que el verdadero gobernante de

Panamáhabía sido un practicante del vudú, una mujer llamada María

da Silva Oliveira, unaanciana sacerdotisa de sesenta años, procedente

del Brasil, que practicaba el“Candomblé” y el “Palo Mayombe”. Varios

testigos han establecido que Noriega creía ciegamente en su collar

vudú, ensu bolsa de hierbas, y en cierto encantamiento escrito sobre

un trozo de papel paraprotegerle. El periodista John South, escribiendo

desde la Ciudad de Panamá, capital dePanamá, cuenta que todos

aquellos próximos al dictador eran conscientes de que éste nohacía ni

un simple movimiento sin consultar primero a María. Cuando los

soldados americanos encontraron la casa que Noriega había regalado a

subruja vudú, hallaron evidencias de hechizos que atentaban contra la

vida del ex—Presidente Ronald Reagan y contra la del Presidente Bush.

María había escrito cantos

60. 60rituales especiales para que Noriega los repitiera sobre las

fotografías de sus enemigos,mientras quemaba velas vudú y polvos

mágicos. De acuerdo con la Inteligencia de los Estados Unidos, la

propia red de espionaje deNoriega le había informado de que las

fuerzas estadounidenses planeaban invadirPanamá el 20 de diciembre

de 1989. El dictador ordenó a María que llevara a caboinmediatamente

un sacrificio que determinara la validez de estos informes

deInteligencia. Durante una ceremonia ritual, María degolló y abrió los

estómagos de varias ranas,de forma que pudiera estudiar sus

entrañas. Su interpretación de las entrañas la llevó apredecir la

invasión estadounidense para el 21 de diciembre. Poniendo más

confianza en su sacerdotisa vudú que en su red de Inteligencia,Noriega

creyó a María. Consecuentemente, no había puesto a sus tropas en

movimientocuando las fuerzas de los Estados Unidos atacaron el 20 de

diciembre, un día antes de loque había profetizado el sacrificio. Y así,

Noriega perdió también la oportunidad deescapar, huyendo por delante

del ejército invasor. THE GRISLY SECRETS OF RANCHO SANTA ELENA

Extraído de Demon Deaths, 1991 Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger

Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 PALOMOS

DEL INFIERNO ROBERT E. HOWARDI—EL SILBADOR EN LA OSCURIDADG

riswell despertó repentinamente con todos los nervios vibrando por

una premonición de inminente peligro. Miró a su alrededor con aire

aturdido, incapaz al principio de recordar dónde estaba o qué hacía allí.

La luz de la lunase filtraba a través de las polvorientas ventanas, y la

enorme estancia vacía con sualtísimo techo y el negro boquete de su

hogar resultaba espectral y desconocida. Luego,a medida que emergía

de las telarañas de su reciente sueño, recordó dónde seencontraba y

qué estaba haciendo allí. Volvió la cabeza y miró a su compañero,

quedormía en el suelo, cerca de él. John Branner no era más que una

alargada forma en laoscuridad que la luna apenas teñía de gris.

Griswell trató de recordar lo que le había despertado. En la casa no se

oía ningúnsonido; fuera, todo estaba igualmente silencioso: el siseo de

la lechuza llegaba de muylejos, del bosque de pinos. Finalmente,

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Griswell capturó el huidizo recuerdo. Lo que lehabía asustado hasta el

punto de despertarle era una pesadilla espantosa. El recuerdofluyó

ahora a raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la abominable

visión. Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo sido, desde

luego, pero se habíamezclado tan extrañamente con recientes

acontecimientos reales que resultaba difícilsaber dónde terminaba la

realidad y dónde empezaba la fantasía. En sueños, le había parecido

revivir sus últimas horas de vigilia con todo detalle. Elsueño había

empezado, bruscamente, cuando John Branner y él llegaban a la vista

de lacasa donde ahora se encontraban. Habían llegado por un camino

vecinal lleno de baches

61. 61que discurría entre los numerosos pinares —John Branner y él—,

procedentes de NuevaInglaterra, en viaje de vacaciones. Habían

divisado la antigua casa con sus galeríascubiertas alzándose en medio

de una jungla de arbustos y malas hierbas en el momentoen que el sol

se ocultaba detrás de ella. Estaban agotados, mareados por el

traqueteo del automóvil sobre aquellos infamescaminos. La antigua

casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de

pasadoesplendor y definitiva ruina. Dejaron el automóvil junto al

camino, y mientrasavanzaban a través de una maraña de maleza unos

cuantos palomos se alzaron de lasbalaustradas de la casa y se alejaron

con un leve batir de alas. La puerta de madera de encima estaba

abierta. Una espesa capa de polvo cubría elsuelo del amplio vestíbulo y

los peldaños de la escalera que conducía al piso superior.Cruzaron otra

puerta que se abría al vestíbulo y penetraron en una habitación

vacía,grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del hogar

estaban cubiertas de polvo. Discutieron la conveniencia de salir a

buscar un poco de leña y encender fuego, perodecidieron no hacerlo. A

medida que el sol se hundía en el horizonte, la oscuridadllegaba

rápidamente, la oscuridad negra, absoluta, de los terrenos poblados de

pinos.Los dos amigos sabían que en los bosques meridionales

abundaban las culebras y lasserpientes de cascabel, y no les sedujo la

idea de salir a buscar leña a oscuras. Abrieronunas latas de conservas,

cenaron frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas delantedel

vacío hogar e inmediatamente se quedaron dormidos. Esto, en parte,

era lo que Griswell había soñado. Vio de nuevo la maltrecha

casairguiéndose contra los arreboles de la puesta de sol; vio la

bandada de palomos queemprendían el vuelo mientras Branner y él se

acercaban a la casa. Vio la sombríahabitación donde ahora se

encontraban, y vio las dos formas que eran su compañero y élmismo,

envueltos en sus mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de

estepunto su sueño se modificó sutilmente, pasando de lo real a lo

fantástico. Griswellestaba asomado a una estancia sombría, iluminada

por la grisácea luz de la luna quepenetraba por algún lugar ignorado,

ya que en aquella estancia no había ningunaventana. Pero a la

grisácea claridad Griswell vio tres formas silenciosas que

colgabansuspendidas en hilera, y su inmovilidad despertó un helado

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terror en su alma. No se oíaningún sonido, ninguna palabra, pero

Griswell intuía una presencia terrible agazapadaen un oscuro rincón...

Bruscamente volvió a encontrarse en la estancia polvorienta, detecho

alto, delante del gran hogar. Estaba tendido en el suelo, envuelto en

sus mantas, mirando fijamente a través delsombrío vestíbulo, hacia un

lugar bañado por un rayo de luna, en la escalera queascendía al piso

superior. Allí había algo, una forma inclinada, completamente

inmóvilbajo el rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta que

podría haber sido unrostro estaba vuelta hacia él, como si alguien

agachado en la escalera les estuvieracontemplando. Un escalofrío

recorrió todo su cuerpo, y en aquel momento sedespertó..., si es que

en realidad había estado durmiendo. Parpadeó varias veces. El rayo de

luna caía sobre la escalera, en el lugar exactodonde había soñado que

lo hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante. Sinembargo, su

cuerpo seguía temblando a causa del miedo que le había inspirado el

sueñoo la visión que acababa de tener; sus piernas estaban heladas,

como si las hubierasumergido en agua fría. Griswell hizo un

movimiento involuntario para despertar a su compañero, cuando

unrepentino sonido le dejó paralizado. Era un silbido procedente del

piso superior. Suave y fantasmal, iba subiendo de tono,sin desgranar

ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una casa

supuestamentedesierta, resultaba bastante alarmante; pero lo que

heló la sangre en las venas de

62. 62Griswell fue algo más que el simple miedo a un invasor físico. No

habría podidodefinirse a sí mismo el terror que se apoderó de él. Pero

las mantas de Branner semovieron, y Griswell vio que su compañero

estaba sentado. La forma de su cuerpo sedibujaba vagamente en la

oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la escalera, como siescuchara

con mucha atención. El misterioso silbido aumentó todavía más

enintensidad. —¡John! —susurró Griswell, con la boca seca. Habría

querido gritar..., decirle a Branner que arriba había alguien, alguien

cuyapresencia podía resultar peligrosa para ellos; que tenían que

marcharse inmediatamentede la casa. Pero la voz murió en su

garganta. Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron en el

vestíbulo mientras locruzaba en dirección a la escalera. Empezó a subir

los peldaños, una sombra más entrelas sombras que le rodeaban.

Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en medio de un

verdadero torbellinomental. ¿Quién estaba silbando arriba? Vio a

Branner pasar por el lugar iluminado porel rayo de luna, vio su cabeza

extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo queGriswell no

podía ver, encima y más allá de la escalera. Pero su rostro era

taninexpresivo como el de un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y

desapareció de lavista de Griswell, a pesar de que este último trató de

gritarle que regresara. Pero de su garganta sólo salió un ahogado

susurro. El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo. Griswell

oyó crujir los peldañosbajo las botas de Branner. Ahora había

alcanzado el rellano superior, ya que Griswelloyó resonar sus pasos por

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encima de su cabeza. Repentinamente, los pasos sedetuvieron, y la

noche entera pareció contener la respiración. Luego, un espantoso

gritorompió el silencio, y Griswell se incorporó, gritando a su vez. La

extraña parálisis que le impidió moverse había desaparecido. Dio un

paso hacia laescalera, y luego se detuvo. Volvían a resonar los pasos.

Branner estaba de regreso. Nocorría. Andaba incluso con más lentitud

que antes. Los peldaños de la escaleravolvieron a crujir. Una mano,

que se movía a lo largo de la barandilla, quedó iluminadapor el rayo de

luna; luego la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de

Griswellal ver que esta segunda mano empuñaba un hacha..., un hacha

de la cual goteaba unlíquido oscuro. ¿Era Branner el que estaba

descendiendo la escalera? ¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de

luna, y Griswell la reconoció. Luegovio el rostro de Branner, y una

ahogada exclamación brotó de sus labios. El rostro deBranner estaba

pálido, cadavérico; unas gotas de sangre se desprendían de él; sus

ojos,vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre manaba

también de la heridaclaramente visible en su cabeza. Griswell no

recordó nunca exactamente cómo consiguió salir de aquella

malditacasa. Más tarde conservó un recuerdo confuso de haber saltado

a través de unapolvorienta ventana llena de telarañas, de haber

corrido ciegamente a través de lamaleza, aullando de terror. Vio la

negra barrera de los pinos, y la luna flotando en unaneblina roja como

la sangre. Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró parte

de su cordura. En unmundo que había enloquecido de repente, aquél

era un objeto que reflejaba una prosaicarealidad; pero en el momento

en que se disponía a abrir la portezuela, un espantosochirrido resonó

en sus oídos, y una forma ondulante avanzó la cabeza hacia él desde

elasiento del conductor, mostrando una lengua ahorquillada a la luz de

la luna. Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia el camino,

como corre unhombre en una pesadilla. Corría a ciegas. Su aturdido

cerebro era incapaz de ningún

63. 63pensamiento consciente, Se limitaba a obedecer al instinto

primario que le impulsaba acorrer..., correr..., correr hasta caer

exhausto. Las negras paredes de los pinos surgían interminablemente

a su lado, hasta el puntode que Griswell tenía la sensación de no

moverse de sitio. Pero súbitamente un sonidopenetró la niebla de su

terror: el inexorable rumor de unos pasos que le seguían.Volviendo la

cabeza, vio a alguien que avanzaba detrás de él..., lobo o perro, no

habríapodido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de fuego verde.

Griswell aumentó lavelocidad de su carrera, dio la vuelta a una curva

del camino y oyó relinchar a uncaballo; vio la grupa del animal y oyó

maldecir al jinete que lo montaba; vio un brilloazulado en la mano

levantada del hombre. Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al

estribo del jinete para no caer al suelo. —¡Por el amor de Dios,

ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Ha asesinado a Branner..., yme está

persiguiendo! ¡Mire! Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la

revuelta del camino. El jinetevolvió a maldecir y disparó tres veces

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consecutivas. Las bolas de fuego sedesvanecieron y el jinete, librando

su estribo del agarrón de Griswell, hizo avanzar sucaballo hacia la

revuelta. Griswell dio unos pasos vacilantes, temblando como

unazogado. El jinete desapareció unos instantes de su vista; luego

regresó al galope. —Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un

lobo, aunque nunca oí quepersiguieran a un hombre. ¿Sabe usted lo

que era? Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza. El jinete,

recortándose contra la luz de la luna, le miraba desde lo alto,

empuñandoaún en su mano derecha el humeante revólver. Era un

hombre robusto, de medianaestatura, y su ancho sombrero y sus botas

le señalaban como un nativo de la región tanclaramente como el

atuendo de Griswell revelaba en él al forastero. —¿Qué es lo que ha

sucedido? —preguntó el jinete. —No lo sé —respondió Griswell—. Me

llamo Griswell. John Branner, el amigo queviajaba conmigo, y yo nos

detuvimos en la casa abandonada que hay al otro lado delcamino para

pasar allí la noche. Algo... —el recuerdo le hizo estremecerse de horror

—.¡Dios mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se asomó por

encima de labarandilla de la escalera..., alguien que tenía el rostro

amarillento. Creí que estabasoñando, pero tiene que haber sido real.

Luego, alguien silbó en el piso de arriba, yBranner se levantó y subió la

escalera como un sonámbulo, o un hombre hipnotizado.Oí un grito;

luego, Branner volvió a bajar con un hacha ensangrentada en la mano,

y...¡Dios mío! ¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi sus sesos

a través de laherida, y la sangre que manaba por ella, y su rostro era el

de un cadáver. ¡Pero bajó laescalera! Pongo a Dios por testigo de que

John Branner fue asesinado en aquel oscurorellano, y de que su

cadáver descendió luego la escalera con un hacha en la mano...¡para

asesinarme! El jinete no hizo ningún comentario; permaneció sentado

sobre su caballo como unaestatua, recortándose contra las estrellas, y

Griswell no pudo leer en su expresión, yaque su rostro estaba

ensombrecido por el ala de su sombrero. —Piensa usted que estoy loco

—murmuró Griswell—. Tal vez lo esté. —No se que pensar —respondió

el jinete—. Si no se tratara de la antigua casa de losBlassenville...

Bueno, veremos. Me llamo Buckner. Soy el sheriff de este

condado.Vengo de llevar a un negro al condado vecino y se me ha

hecho un poco tarde. Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a

Griswell, más bajo que él pero muchomás fornido. De su persona se

desprendía un aire de decisión y de seguridad en símismo, y no

resultaba difícil imaginar que sería un hombre peligroso en cualquier

clasede lucha.

64. 64 —¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó. Griswell se

estremeció, pero sacudió la cabeza: revivía en él la obstinada

tenacidadde sus antepasados puritanos. —La idea de enfrentarme de

nuevo con aquél horror me pone enfermo —murmuró—. Pero, el pobre

Branner... Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios mío! —

exclamó,desalentado por el abismal horror de la cosa—. ¿Qué es lo que

encontraremos? Si unhombre muerto anda... —Veremos. El sheriff ató

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las riendas alrededor de su brazo izquierdo y empezó a llenar

loscilindros de su enorme revólver mientras andaban. Cuando llegaron

a la revuelta del camino, la sangre de Griswell estaba helada ante

elpensamiento de lo que podían encontrar en el camino, pero sólo

vieron la casairguiéndose espectralmente entre los pinos. —¡Dios mío!

—susurró Griswell—. Parece mucho más siniestra ahora que

cuandollegamos a ella y vimos aquellos palomos que volaban del

porche... —¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una rápida

mirada—. ¿Vio usted a lospalomos? —Desde luego. Una bandada, que

salió volando del porche. Caminaron unos instantes en silencio, hasta

que Buckner dijo con cierta brusquedad: —He vivido en esta región

desde que nací. He pasado por delante de la antigua casade los

Blassenville centenares de veces, a todas las horas del día y de la

noche. Peronunca he visto un solo palomo, ni en la casa ni en los

bosques de los alrededores. —Había una verdadera bandada —repitió

Griswell, sorprendido. —He conocido a hombres que juraron haber visto

una bandada de palomos posadosen el porche de la casa, a la puesta

del sol —dijo Buckner lentamente—. Todos erannegros, excepto uno.

Un trampero. Estaba encendiendo una fogata en el patio, dispuestoa

pasar allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los palomos.

A la mañanasiguiente volví a la casa. Las cenizas de su fogata estaban

allí, y su vaso de estaño, y lasartén en la cual frió su tocino, y sus

mantas, extendidas como si hubiera dormido enellas. Nadie volvió a

verle. Eso ocurrió hace doce años. Los negros dicen que ellospueden

ver a los palomos, pero ningún negro se atreve a pasar por este

camino despuésde la puesta del sol. Dicen que los palomos son las

almas de los Blassenville, que salendel infierno cuando se pone el sol.

Los negros dicen que el resplandor rojizo que se vehacia el oeste es la

claridad del infierno, porque a aquella hora las puertas del

infiernoestán abiertas para dar paso a los Blassenville. —¿Quiénes eran

los Blassenville? —preguntó Griswell, estremeciéndose. —Eran los

propietarios de todas estas tierras. Una familia franco—inglesa.

Llegaronprocedentes de las Indias Occidentales, antes de la

evacuación de Louisiana. La GuerraCivil les arruinó, como a otros

tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos enla guerra; la

mayoría de los otros murieron fuera de aquí. Nadie vivió en la

casasolariega a partir de 1890, cuando miss Elisabeth Blassenville, la

última del linaje,desapareció una noche de la casa y nunca regresó...

¿Es ése su automóvil? Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell

contempló morbosamente la antiguamansión. Sus polvorientos

ventanales estaban vacíos y oscuros; pero Griswellexperimentaba la

desagradable sensación de que unos ojos le acechaban con

expresiónhambrienta a través de los cristales. Buckner repitió su

pregunta. —Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una

serpiente en el asiento..., opor lo menos estaba allí.

65. 65 —Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su caballo y

sacando una linternade las alforjas—. Bueno, vamos a echar un vistazo.

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Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad que si se

dirigieran a efectuaruna visita de cumplido a unos amigos. Griswell le

siguió, pegado a sus talones,respirando agitadamente. La leve brisa

llevaba hasta ellos un hedor a corrupción y avegetación podrida, y

Griswell experimentó una intensa sensación de náusea, en la cualse

mezclaban el malestar físico y la angustia mental que provocaban

aquellas antiguasmansiones que ocultaban olvidados secretos de

esclavitud, de orgullo de raza, y demisteriosas intrigas. Se había

imaginado el Sur como una tierra lánguida y soleada,acariciada por

suaves brisas que transportaban cálidos aromas a flores y a

especias,donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los cantos

que los negros entonaban enlos campos de algodón bañados por el sol.

Pero ahora acababa de descubrir otro aspecto,completamente

inesperado: un aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y

eldescubrimiento le resultaba repulsivo. Cruzaron la pesada puerta de

madera de encima. La negrura del interior quedabaintensificada ahora

por el haz luminoso proyectado por la linterna de Buckner. Aquelhaz se

deslizó a través de la oscuridad del vestíbulo y trepó por la escalera, y

Griswellcontuvo la respiración, apretando los puños. Pero ninguna

forma demencial se revelóallí. Buckner avanzó con la ligereza de un

gato, la linterna en una mano, el revólver enla otra. Mientras

proyectaba la luz de su linterna en la habitación que se abría al pie de

laescalera, Griswell lanzó un grito..., y volvió a gritar, a punto de

desmayarse con elespectáculo que se ofrecía a sus ojos. Un rastro de

gotas de sangre cruzaba lahabitación, pasando por encima de las

mantas que Branner había ocupado, las cualesestaban extendidas

entre la puerta y las del propio Griswell. Y las mantas de Griswelltenían

un terrible ocupante. John Branner estaba tendido en ellas, boca abajo,

con unahorrible herida en la parte posterior de la cabeza. Su mano

extendida seguía empuñandoel mango de un hacha, y la hoja estaba

profundamente clavada en la manta y en el sueloque se extendía

debajo, en el lugar exacto donde había reposado la cabeza de

Griswellcuando dormía allí. Griswell no se dio cuenta de que se

tambaleaba ni de que Buckner le cogía,impidiendo que cayera al suelo.

Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolíaterriblemente y todo

parecía dar vueltas alrededor. Buckner proyectó el haz luminoso de su

linterna sobre su rostro, haciéndoleparpadear. La voz del sheriff llegó

desde más allá de la brillante claridad: —Griswell, me ha contado usted

una historia muy difícil de creer. Vi algo que leperseguía a usted, pero

aquello era un lobo, o un perro salvaje. ”Si está ocultando algo, será

mejor que lo escupa ahora. Lo que me ha contado a míes insostenible

ante cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la acusación de

haberasesinado a su compañero. Tengo que detenerle. Si es usted

sincero conmigo, las cosasserán mucho más fáciles. Ahora dígame,

¿mató usted a este hombre, Griswell? ”Supongo que ocurriría algo

parecido a esto: discutieron ustedes por algo, ladiscusión se agrió,

Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted consiguiódesarmarle,

le abrió la cabeza de un hachazo y volvió a dejar el arma en sus

Page 71: 2 Amanecer VUDU

manos...¿Me equivoco? Griswell ocultó la cara entre sus manos,

sacudiendo la cabeza. —¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a

hacer una cosa así? John y yoéramos amigos de la infancia. Le he dicho

a usted la verdad. No puedo reprocharle austed que no me crea. Pero

juro por Dios que es la verdad. La luz volvió a iluminar la abierta

cabeza de Branner, y Griswell cerró los ojos.

66. 66 Oyó que Buckner gruñía: —Creo que le mataron con el hacha

que tiene en la mano. Hay sangre y sesospegados a la hoja, y unos

cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso empeoralas cosas

para usted, Griswell. —¿Por qué? —gimió Griswell con voz temblorosa.

—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia. Branner no pudo

atacarle conese hacha después de que usted le abrió la cabeza con

ella. La herida es mortal denecesidad. Debió usted arrancar el hacha

de su cabeza, clavarla en el suelo y colocar susdedos alrededor del

mango para que pareciera que él le atacaba. Una maniobra

muyhábil..., si hubiera utilizado usted otra hacha. —Pero yo no le maté

—gimió Griswell—. No tengo la menor intención de alegardefensa

propia. —Eso es lo que me intriga —admitió Buckner francamente—.

¿Qué asesino sería tanestúpido para contar una historia tan

descabellada como la que usted me ha contado parademostrar su

inocencia? Cualquier asesino habría inventado una historia que

fueralógica, al menos. ¡Hum! El rastro de sangre procede de la puerta.

El cadáver fuearrastrado..., no, no pudo ser arrastrado. El suelo está

lleno de polvo y se verían lashuellas. Tuvo usted que transportarle

hasta aquí, después de haberle matado en otrolugar. Pero, en ese

caso, ¿por qué no hay sangre en sus ropas? Desde luego, puede

ustedhaberse cambiado la ropa. Pero ese individuo no lleva muerto

mucho tiempo. —Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró

Griswell—. Venía a matarme.Supe que venía a matarme cuando le vi

acechando por encima de la barandilla.Descargó el golpe donde yo

habría estado, de no haberme despertado. Mire aquellaventana... Está

rota: salté a través de ella. —Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por

qué no anda ahora? —¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para

pensar cuerdamente. Temí que selevantara del suelo y saliera en mi

persecución. Cuando oí aquel lobo corriendo detrásde mí, creí que era

John que me perseguía... ¡John, corriendo a través de la noche con

suhacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza! Sus dientes

castañetearon mientras revivía aquel espantoso horror. Buckner paseó

por el suelo el haz luminoso de su linterna. —Las gotas de sangre

proceden del vestíbulo. Vamos. Las seguiremos. Griswell se

estremeció. —Proceden del piso superior —murmuró. Buckner le

miraba fijamente. —¿Teme usted subir al piso, conmigo? El rostro de

Griswell estaba gris. —Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La

cosa que mató al pobre John puedeestar todavía oculta allí. —Suba

detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo salta sobre nosotros, yo

meocuparé de ello. Pero, por su propio bien, le advierto que disparo

con más rapidez de laque emplea un gato en saltar, y que rara vez

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fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea deatacarme por detrás,

olvídela. —¡No sea estúpido! —exclamó Griswell. El furor había barrido

momentáneamente sus temores, y aquella enojada

exclamaciónpareció tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus

protestas de inocencia. —Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y

condenarle sin pruebas. Si esverdad la mitad solamente de lo que me

ha contado, ha vivido usted un verdaderoinfierno y no quiero ser

demasiado duro. Pero debe comprender lo difícil que me resultacreerle.

67. 67 Griswell no respondió, limitándose a indicarle con un gesto que

estaba dispuesto aacompañarle arriba. Cruzaron el vestíbulo y se

detuvieron al pie de la escalera. Unrastro de gotas de sangre,

claramente visibles en los polvorientos peldaños, señalaba elcamino. —

Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó Buckner—. Hay que subir

despacio.Tenemos que fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir

borraremos estas huellas.Hay un rastro de pisadas que suben y otras

que bajan. Del mismo hombre. Y no son deusted. Branner era un

hombre mucho más alto que usted. Hay gotas de sangre en todo

elcamino..., sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera posado

en ella su manoensangrentada..., una mancha de algo que

parecen...,sesos. Me pregunto... —Bajaba la escalera, y estaba muerto

—se estremeció Griswell—. Agarrándose conuna mano a la barandilla,

y empuñando con la otra el hacha que le mató. —Pudieron

transportarle —murmuró el sheriff—. Pero, si alguien le transportó,

¿dónde están sus huellas? Llegaron al rellano superior, un amplio y

vacío espacio de polvo y sombras donde lasennegrecidas ventanas

rechazaban la claridad de la luna y el haz luminoso de la linternade

Buckner parecía inadecuado. Griswell temblaba como una hoja. Aquí,

en laoscuridad y el horror, había muerto John Branner. —Alguien

silbaba aquí arriba —murmuró—. Igual que las de la escalera; unas van

yotras vienen. Las mismas huellas... ¡Judas! Detrás de él, Griswell

ahogó un grito, ya que acababa de ver lo que había provocadola

exclamación de Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño,

las huellas delas pisadas de Branner se detenían bruscamente y luego

daban la vuelta, casi pisando lashuellas anteriores. Y en el lugar donde

se había detenido había una gran mancha desangre en el polvoriento

suelo..., y otras huellas que llegaban hasta allí, huellas de

piesdescalzos, pequeños pero de pulgares muy anchos. También

aquellas huellas retrocedíana partir de aquel punto. Buckner se inclinó

sobre ellas, gruñendo. —¡ Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar

donde se encuentran hay sangre y sesosen el suelo! Aquí mataron a

Branner, descargándole un hachazo. Unos pies descalzosprocedentes

de la oscuridad se encuentran con unos pies calzados; luego, ambos

dan lavuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los descalzos

retroceden por el rellano. Proyectó la luz de su linterna a lo largo del

rellano; las pisadas se desvanecían en laoscuridad, más allá del

alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas puertas deotras

tantas estancias eran secretos portales de misterio. —Supongamos que

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su descabellada historia fuera cierta —murmuró Buckner, mediopara sí

mismo—. Esas huellas no son de usted. Parecen las de una mujer.

Supongamosque alguien silbó, y Branner subió aquí a investigar.

Supongamos que alguien le atacóaquí, en la oscuridad, abriéndole la

cabeza. En tal caso, las huellas hubieran sido talcomo son, en realidad.

Pero, suponiendo que fuera eso lo que hubiera ocurrido, ¿por quéno se

quedó Branner tendido aquí, donde encontró la muerte? ¿Pudo haber

vivido eltiempo suficiente para arrancar el hacha de manos del que le

asesinó, y bajar la escaleracon ella? —¡No, no! —exclamó Griswell—.

Yo le vi en la escalera. Estaba muerto. Ningúnhombre podría vivir un

minuto después de recibir tal herida. —Lo creo —murmuró Buckner—.

Pero es una locura. O un plan diabólicamentehábil... Sin embargo,

ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan tandescabellado

pata escapar al castigo de su crimen, cuando un simple alegato de

defensapropia sería mucho más eficaz. Ningún tribunal aceptaría esa

historia. Bueno, vamos aseguir esas otras huellas. Avanzan por el

rellano... ¡Un momento! ¿Qué es esto?

68. 68 Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que la luz de la

linterna empezaba aamortiguarse. —Esta batería es nueva —murmuró

Buckner, y por primera vez Griswell captó unanota de temor en su voz

—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente! La luz se

había amortiguado hasta quedar reducida a un débil brillo rojizo.

Laoscuridad parecía acercarse a ellos, deslizándose con el paso

silencioso de un gato.Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a

Griswell pegado a sus talones. En lacreciente oscuridad, Griswell oyó

un sonido como el de una puerta que se abríalentamente, y al mismo

tiempo las negruras que les rodeaban vibraron con una

ocultaamenaza. Griswell supo que Buckner experimentaba la misma

sensación que le habíainvadido a él, ya que el cuerpo del sheriff se

tensó como el de una pantera dispuesta asaltar. Pero continuó

retrocediendo, sin prisas, luchando contra el pánico que le impulsaba

agritar y a emprender una loca huida. Una terrible idea hizo brotar un

sudor helado de sufrente. ¿Y si el muerto se estaba deslizando detrás

de ellos en la oscuridad, empuñandoel hacha ensangrentada presto a

descargarla sobre ellos? Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto

de que apenas se dio cuenta de que suspies alcanzaban el vestíbulo

inferior, y sólo entonces descendían, hasta recobrar toda sufuerza.

Pero cuando Buckner proyectó el haz luminoso hacia la parte superior

de laescalera, no consiguió iluminar más que oscuridad que colgaba

como una tangibleniebla sobre el rellano superior. —Esta maldita

linterna estaba embrujada —murmuró Buckner—. La cosa no tieneotra

explicación. No puede atribuirse a causas naturales. —Ilumine la

habitación —suplicó Griswell—. Vea si John..., si John está... No

consiguió traducir en palabras su horrible idea, pero Buckner

comprendió. Griswell no habría sospechado nunca que la vista del

espantoso cadáver de unhombre asesinado pudiera inspirarle tal

sensación de alivio. —Todavía está ahí —gruñó Buckner—. Si anduvo

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después de ser asesinado, no havuelto a hacerlo desde entonces. Pero,

aquella cosa... Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte

superior de la escalera,mordiéndose el labio y rezongando en voz baja.

Por tres veces había levantado surevólver. Griswell leyó en su

pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a subiraquella

escalera, de medir sus fuerzas con lo desconocido. Pero el sentido

común leretenía. —A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —

murmuró—. Y, si subo, la luz volveráa apagarse. Se volvió hacia

Griswell. —Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo diabólico, y

creo que puedoadivinar lo que es. No creo que asesinara usted a

Branner. Lo que le asesinó está ahíarriba..., ahora. En su historia hay

muchos puntos que resultan descabellados; pero,¿acaso no es

descabellado que una linterna se apague sin más ni más? No creo que

loque haya allá arriba sea humano. Hasta ahora, nunca me había

asustado la oscuridad,pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga

de día. No tardará en amanecer.Esperaremos fuera, en aquella galería.

Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron al amplio porche.

Buckner sesentó en la barandilla, de cara a la puerta de la casa,

empuñando su revólver. Griswelltomó asiento junto a él y se reclinó

contra los restos de una columna. Cerró los ojos,acogiendo con placer

la leve brisa que parecía refrescar su enfebrecido

cerebro.Experimentaba una extraña sensación de irrealidad. Era un

forastero en una regióndesconocida, una región que parecía haberse

llenado repentinamente de negro horror.

69. 69La sombra del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella

sombría mansión yacía JohnBranner, con la cabeza destrozada... Como

las ficciones de un sueño, aquellos hechosgiraban en su cerebro hasta

que se fundieron en un crepúsculo gris mientras el sueño seapoderaba

compasivamente de su alma. Despertó a un frío amanecer y al

recuerdo de los horrores de la noche. La niebla searrastraba en jirones

por las copas de los pinos. Buckner le estaba sacudiendo. —¡Despierte!

Ya es de día. Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su rostro

aparecía viejo y gris. —Estoy dispuesto. Vamos arriba. —¡Ya he estado

allí! —dijo Buckner, con ojos llameantes—. No quise despertarle.Subí

en cuanto amaneció. No encontré nada. —Pero, las huellas de los pies

descalzos... —Han desaparecido. —¿Desaparecido? —Sí, desaparecido.

El polvo del rellano ha sido removido, desde el punto dondeterminaban

las huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia los

rincones.Ahora no existe ninguna posibilidad de seguir las huellas de

nadie. Alguien barrió elpolvo mientras estábamos aquí sentados, y no

oí ningún sonido. He recorrido toda lacasa. No he visto absolutamente

nada. Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo durmiendo solo

en el porchemientras Buckner llevaba a cabo su exploración. —¿Qué

haremos ahora? Aquellas huellas eran mi única posibilidad de

demostrar laveracidad de mi historia. —Llevaremos el cadáver de

Branner al Ayuntamiento del condado —respondióBuckner—. Yo

explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de la versión

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queusted puede darles, insistirán en acusarle de asesinato. Yo no creo

que usted matara aBranner..., pero ningún fiscal de distrito, ningún

juez ni ningún jurado creería lo queusted me ha contado, ni lo que nos

sucedió anoche. Déjeme manejar este asunto a mimodo. No pienso

detenerle a usted hasta que haya agotado todas las

demásposibilidades. ”Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo

que ha ocurrido aquí. Yo melimitaré a informar al fiscal del distrito que

John Branner fue asesinado por una personao personas desconocidas, y

que estoy trabajando en el caso. ”¿Está usted dispuesto a regresar

conmigo a esta casa y a pasar la noche aquí, en lahabitación en la que

usted y Branner durmieron anoche? Griswell palideció, pero respondió

con la misma obstinación con que susantepasados habían expresado

su decisión de plantar sus cabañas en las tierras de lospequots: —

Estoy dispuesto. —Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el cadáver

de Branner a su automóvil. Griswell se estremeció a la vista del

ensangrentado rostro de su amigo a la luzgrisácea del amanecer. La

niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de sus piesmientras

transportaban su macabra carga a través de la maleza.II—EL

HERMANO DE LA SERPIENTEDe nuevo las sombras se alargaban sobre

los pinares, y de nuevo dos hombres llegaronpor el antiguo camino en

un automóvil con matrícula de Nueva Inglaterra. Buckner conducía. Los

nervios de Griswell estaban demasiado alterados parapermitirle

empuñar el volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su

aspecto

70. 70revelaba un gran cansancio. La tensión del día pasado en la

capital del condado habíavenido a añadirse al horror que planeaba

sobre su alma como la sombra de un buitre dealas negras. No había

dormido, apenas había comido. —Prometí hablarle de los Blassenville

—dijo Buckner—. Era una gente orgullosa,altiva, y sin el menor

escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad. No teníanpara

sus negros las consideraciones que en mayor o menor escala les

guardaban losotros plantadores; supongo que seguían aferrados a las

costumbres de las IndiasOccidentales. Había una vena de crueldad en

todos ellos..., y especialmente en missCelia, la última de la familia que

llegó a esta región. Vino mucho después de que losesclavos fueran

declarados hombres libres, pero miss Celia seguía azotando con

sulátigo a su doncella mulata, lo mismo que cuando era una esclava,

según dicen losviejos del lugar... Los negros decían que cuando moría

un Blassenville, el diablo leestaba esperando siempre en los pinares

que rodean la casa. ”Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville

fueron desapareciendo conbastante rapidez. Vivían pobremente de su

plantación, que cada día rendía menos.Finalmente, sólo quedaron

cuatro muchachas, hermanas, que habitaban en la antiguamansión. La

plantación era cultivada por unos cuantos negros que seguían viviendo

ensus chozas y trabajaban en calidad de aparceros. Las muchachas,

muy orgullosas, seavergonzaban de su pobreza y no se relacionaban

con nadie. A veces pasaban mesesenteros sin salir de casa. Cuando

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necesitaban provisiones, enviaban a un negro acomprarlas. ”Pero la

gente empezó a hablar de los Blassenville cuando miss Celia vino a

vivircon ellas. Procedía de algún lugar de las Indias Occidentales, de

donde era originaria lafamilia. Dicen que era una mujer elegante, bella,

de poco más de treinta años. Tampocoella se relacionó con la gente.

Se había traído a una doncella mulata, y la trataba de unmodo que

hacía honor a la tradicional crueldad de los Blassenville. Conocí a un

viejonegro, hace unos años, que juraba haber visto a miss Celia atar a

la doncella a un árbol,completamente desnuda, y azotarla con un

látigo. Cuando la mulata desapareció, elhecho no constituyó una

sorpresa para nadie. Todo el mundo imaginó que se habíafugado,

desde luego. ”Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la más

joven de las muchachas, sepresentó en el pueblo por primera vez en

un año, quizás. Iba en busca de provisiones.Dijo que todos los negros

habían abandonado la plantación. Añadió que miss Celia sehabía

marchado también sin decir nada. Sus hermanas creían que había

regresado a lasIndias Occidentales, pero ella estaba convencida de que

su tía estaba aún en la casa. Noaclaró el sentido de estas palabras. Se

limitó a coger sus provisiones y regresar a la casa. ”Al cabo de un mes

se presentó un negro en el pueblo y dijo que miss Elisabeth

vivíacompletamente sola en la antigua mansión. Dijo que sus tres

hermanas ya no estabanallí, que se habían marchado una detrás de

otra sin dar ninguna explicación. MissElisabeth ignoraba adónde se

habían marchado, y tenía miedo de vivir sola en la casa,pero no sabía

adónde ir. No tenía parientes ni amigos. Pero estaba mortalmente

asustadade algo. El negro dijo que permanecía encerrada

continuamente en su habitación, conunas velas encendidas toda la

noche... ”Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó en el

pueblo montando el únicocaballo que poseía, medio muerta de miedo.

Al llegar a la plaza se cayó del caballo;cuando pudo hablar, dijo que

había descubierto una habitación secreta en la casa,olvidada durante

un centenar de años. Y dijo que en aquella habitación se

encontrabansus tres hermanas, muertas, colgadas del techo por el

cuello. Añadió que alguien lapersiguió con un hacha, y ella huyó de la

casa montando en el único caballo que poseía.

71. 71Pero estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la había

perseguido. Dijo queparecía una mujer con un rostro amarillento.

”Inmediatamente, medio centenar de hombres se presentaron aquí y

registraron lacasa de arriba abajo. Pero no encontraron ninguna

habitación secreta, ni los cadáveresde las tres hermanas. Lo que sí

encontraron fue un hacha en el rellano superior, conalgunos cabellos

de miss Elisabeth pegados al filo, lo cual confirmaba lo que

missElisabeth había contado. Pero ella se negó a regresar a la casa y

mostrarles dónde seencontraba la habitación secreta; casi enloqueció

cuando se lo sugirieron. ”Cuando estuvo en condiciones de viajar, la

gente del pueblo reunió algún dinero yse lo prestaron —era demasiado

orgullosa para aceptar limosnas—. Se marchó aCalifornia. No regresó

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nunca, pero más tarde se supo —cuando envió el dinero que

leprestaron— que se había casado. ”Nadie quiso comprar la casa.

Quedó tal como miss Elisabeth la había dejado, y conel paso de los

años la gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo. —¿Qué

opinó la gente de la historia que contó miss Elisabeth? —preguntó

Griswell. —La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la había

desquiciado. Pero algunoscreyeron que la doncella mulata, Joan, no

había huido, como se dijo. Opinaban queestaba oculta en el bosque, y

saciaba su odio hacia los Blassenville asesinando a losmiembros de la

familia. Dieron una batida por todos los pinares con varios perros,

perono encontraron ni rastro de la mulata. Si había una habitación

secreta en la casa, teníaque estar oculta allí..., suponiendo que la

teoría fuese cierta. —No puede haber estado oculta en la casa todos

estos años —murmuró Griswell—.Y, de todos modos, lo que ahora hay

en la casa no es humano. Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la

carretera y adentrarse en un caminovertical que discurría entre los

pinos. —¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell. —Hay un viejo

negro que vive al final de este camino, a unas cuantas millas de

aquí.Quiero hablar con él. Nos enfrentamos con algo que requiere algo

más que el sentidocomún de un blanco. Los negros saben más que

nosotros acerca de algunas cosas. Elviejo al que vamos a visitar tiene

casi cien años, si es que no los ha cumplido ya. Sudueño le proporcionó

cierta educación cuando era un muchacho, y al convertirse en

unhombre libre viajó más de lo que suelen viajar la mayoría de

blancos. Dicen que es unhombre voodoo, un brujo. Griswell se

estremeció, contemplando con inquietud los verdes árboles que

lesrodeaban por todas partes. La fragancia de los pinos llegaba a su

olfato mezclada con elperfume de plantas desconocidas. Pero,

dominándolo todo, se percibía un indefiniblehedor de materia en

descomposición. Una desagradable sensación puso un nudo en laboca

de su estómago. —¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de

eso... Nunca se me habíaocurrido relacionar la magia negra con el Sur.

Para mí, la brujería siempre estuvoasociada con antiguas y tortuosas

calles de ciudades portuarias, que ya eran antiguascuando en Salem

colgaban a las brujas...Para mí, la brujería se relacionó siempre con

lasantiguas ciudades de Nueva Inglaterra..., pero todo esto es más

terrible que cualquierleyenda acerca de Nueva Inglaterra. Esos pinos

sombríos, esas antiguas mansionesabandonadas, las plantaciones

perdidas, los misteriosos negros, las viejas leyendas delocura y

horror... ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos hay en este

continenteque los estúpidos llaman “Nuevo”! —Ahí está la choza del

viejo Jacob —anunció Buckner, deteniendo el automóvil. Griswell vio un

claro y una pequeña cabaña agazapada a la sombra de los

enormesárboles. Allí, los pinos daban paso a las encinas y los cipreses,

llenos de un musgo

72. 72grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía una ciénaga

poblada de una lujurientavegetación. De la chimenea de barro de la

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cabaña surgía una leve espiral de humoazulado. Griswell siguió a

Buckner hasta la diminuta vivienda. El sheriff empujó la puerta

ypenetró en la cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del

interior, Griswellparpadeó. Una sola ventana, muy pequeña, daba paso

a la luz del día. Un viejo negroestaba agazapado junto al hogar de

tierra, contemplando una olla que hervía al fuego.Miró hacia ellos

cuando entraron, pero no se levantó. Parecía increíblemente viejo.

Surostro era una masa de arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se

velaban de cuando encuando como si su mente vacilara. Buckner hizo

un gesto a Griswell para indicarle que se sentara en la única silla

quehabía en la cabaña, mientras él se instalaba junto al fuego en una

banqueta toscamentelabrada, enfrente del anciano. —Jacob —dijo

bruscamente—, ha llegado el momento de que hables. Sé queconoces

el secreto de Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de ello,

porque noera de mi competencia. Pero anoche fue asesinado un

hombre allí, y pueden colgar alhombre que me acompaña por el

asesinato, a menos que me digas qué es lo que albergala antigua casa

de los Blassenville. Los ojos del anciano brillaron para volver a

apagarse inmediatamente, como si losachaques de la edad le

impidieran concentrarse durante mucho tiempo en una idea. —Los

Blassenville —murmuró, y su voz era suave y cultivada. Se expresaba

en uninglés perfecto, que no recordaba en nada las formas dialectales

de los de su raza—.Eran una gente orgullosa, caballeros..., orgullosa y

cruel. Algunos murieron en laguerra..., otros resultaron muertos en

duelos... Algunos murieron en la antigua casa... Sus palabras se

convirtieron en una serie de ininteligibles murmullos. —¿Qué ocurrió en

la casa? —preguntó Buckner pacientemente. —Miss Celia era la más

orgullosa de todos —murmuró el anciano—. La másorgullosa y la más

cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan. Joan llevabasangre

blanca en sus venas, y también era orgullosa. Miss Celia la azotaba

como a unaesclava. —¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —

insistió Buckner. La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos

ojos tan oscuros como pozosiluminados por la luna. —¿Qué secreto,

caballero? No comprendo. —Sí, me comprendes perfectamente.

Durante años y años, la casa se ha erguido allí,solitaria, con su

misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo. El anciano removió el

contenido de la olla. Ahora parecía en posesión de todas susfacultades

mentales. —Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo negro.

¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras el secreto? Pero

el anciano estaba murmurando de nuevo, con los ojos cerrados. —

Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano. Los dioses negros de

laciénaga. Mi secreto permanece inviolado, guardado por la Gran

Serpiente, el dios queestá por encima de todos los dioses. Enviaría a un

pequeño hermano para que me besaracon sus fríos labios..., un

pequeño hermano con un cuarto creciente en la cabeza. Levendí mi

alma a la Gran Serpiente, cuando me convirtió en creador de

zuvembies... Buckner se puso rígido. —He oído esa palabra antes de

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ahora —dijo suavemente— de labios de un negromoribundo, cuando yo

era un niño. ¿Qué significa? El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.

73. 73 —¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada. —Zuvembies

—le apremió Buckner. —Zuvembies —repitió maquinalmente el

anciano, con los ojos inexpresivos—. Unazuvembie es una mujer..., en

la Costa de los Esclavos las conocían. Los tambores quesusurran por la

noche en las colinas de Haití hablan de ellas. Los creadores

dezuvembies son honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a

un hombre blancosignifica la muerte..., es uno de los secretos

prohibidos del dios Serpiente. —Estabas hablando de las zuvembies —

dijo Buckner suavemente. —No debía hablar de ellas —murmuró el

anciano, y Griswell se dio cuenta de queestaba pensando en voz alta—.

Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé en laCeremonia Negra

del voodoo, y fui convertido en creador de zombies y zuvembies.

LaGran Serpiente castiga con la muerte a las lenguas que hablan

demasiado. —¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió Buckner. —

Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía que yo era un

creador dezuvembies... Se presentó en mi choza y me pidió el horrible

brebaje..., el brebajecompuesto con huesos de serpientes, y sangre de

murciélago, y garras de esparavel, yotros elementos que no pueden

ser nombrados. Ella había danzado en la CeremoniaNegra..., estaba

madura para convertirse en una zuvembie..., lo único que necesitaba

erael Brebaje Negro..., era muy hermosa..., no podía negárselo. —¿A

quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero el anciano hundió la

cabeza ensu pecho y no respondió. Parecía dormitar. Buckner le

sacudió—. Le diste un brebaje auna mujer para convertirla en una

zuvembie... ¿Qué es una zuvembie? El anciano murmuró, con voz

soñolienta: —Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni a

parientes ni a amigos. Es unmiembro más del Mundo Negro. Tiene a su

mando los demonios naturales:lechuzas,murciélagos, serpientes y

hombres—lobo, y puede manejar la oscuridad de modo queapague una

pequeña luz. Puede ser asesinada por medio del plomo o del acero,

pero amenos que muera así, vive eternamente, y no come el alimento

que comen los humanos.Mora como un murciélago en una caverna o

en una casa antigua. El tiempo no significanada para la zuvembie; una

hora, un día, un año, todo es lo mismo. No puede hablarpalabras

humanas, ni pensar como piensa un humano, pero puede hipnotizar a

un serviviente con el sonido de su voz, y cuando mata a un hombre,

puede dar órdenes a sucuerpo sin vida hasta que la carne está fría.

Mientras fluye la sangre, el cadáver esesclavo suyo. Su mayor placer

consiste en asesinar seres humanos. —¿Y por qué quería ella

convertirse en una zuvembie? —preguntó Bucknersuavemente. —Odio

—susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza! —¿Se llamaba Joan? —

murmuró Buckner. El nombre pareció desvanecer las nieblas de

senilidad que envolvían la mente delvoodoo. Sus ojos se aclararon una

vez más, convirtiéndose en dos círculos duros ybrillantes como

húmedo mármol negro. —¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese

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nombre por espacio de unageneración. Al parecer me he quedado

dormido, caballeros; no recuerdo nada..., lesruego que me perdonen.

Los hombres viejos se quedan dormidos ante el fuego, comolos perros

viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor? Caballeros, si les

dijera porqué no puedo contestar a su pregunta, atribuirían mi actitud

a simple superstición. Sinembargo, pongo al Dios del hombre blanco

por testigo de que... Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un

montón de leña que había junto alhogar, con la intención de añadir un

tronco al fuego. Pero inmediatamente contrajo elbrazo, profiriendo un

horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó el brazo del

74. 74voodoo, los dos hombres blancos vieron que tenía enrollada una

pequeña serpiente, quedejaba caer su puntiaguda cabeza sobre la

carne negra, una y otra vez, con silenciosofuror. El anciano se

desplomó, gritando, al tiempo que Buckner entraba en

acción.Poniéndose de pie de un salto, cogió un tronco y aplastó con él

la cabeza del reptil. Elviejo Jacob, entretanto, había cesado de gritar y

estaba tendido en el suelo, boca arriba,completamente inmóvil. —¿Está

muerto? —susurró Griswell. —Tan muerto como Judas Iscariote —

respondió secamente Buckner contemplandoal reptil, que continuaba

retorciéndose en el suelo—. Esa infernal serpiente le inyectó enlas

venas el veneno suficiente para matar a una docena de hombres de su

edad. Perocreo que lo que en realidad le mató fue la impresión. —¿Qué

haremos ahora? —preguntó Griswell, estremeciéndose. —Dejaremos el

cadáver en aquel catre. Nadie entrará aquí, si tenemos la precauciónde

cerrar la puerta de modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni

ningún gato.Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta noche tenemos

trabajo. Manos a la obra. A Griswell le repugnaba la idea de tener que

tocar el cadáver, pero ayudó a Bucknera instalarlo en el catre y luego

salió apresuradamente de la choza. El sol estabahundiéndose en el

horizonte, y las llamas rojas del crepúsculo encendían las negrascopas

de los árboles. Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el

mismo camino que habíanseguido al venir. —El viejo dijo que la Gran

Serpiente enviaría a uno de sus hermanos —murmuróGriswell. —

¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y

esta regiónpantanosa está infestada de ellas. La que mordió al viejo

estaba oculta entre la leña, alcalor del fuego. El viejo Jacob la

importunó, y el animal se defendió. No hay nada desobrenatural en

esto. Permaneció unos instantes en silencio y luego añadió, en tono

distinto: —Ha sido la primera vez que veo una serpiente que ataca sin

silbar; y la primera vezque veo a una serpiente con una cresta blanca

en forma de cuarto creciente. Al cabo de un rato, Griswell preguntó: —

¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido oculta en la casa

durante todosestos años? —Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —

respondió Buckner—. El tiempo no significanada para una zuvembie.

Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se mordió el labio

superior parareprimir un estremecimiento. Volvió a sentirse poseído

por una indescriptible sensaciónde horror. —¡Mire! —susurró, en el

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preciso instante en que Buckner detenía el automóvil.Buckner gruñó.

Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube de palomos que

emprendieronun rápido vuelo, recortándose contra la roja claridad del

crepúsculo.III—LA LLAMADA DE ZUVEMBIECuando los palomos

hubieron desaparecido, los dos hombres permanecieron unosinstantes

en sus asientos, en silencio. —Bueno, por fin los he visto —murmuró

finalmente Buckner.

75. 75 —Tal vez los únicos que pueden verlos son los hombres

marcados —susurróGriswell—. Aquel trampero los vio... —Bueno,

veremos —replicó el sheriff tranquilamente, mientras se apeaba

delautomóvil, pero Griswell se dio cuenta de que la mano que

empuñaba el revólvertemblaba un poco. Al entrar en el amplio

vestíbulo, Griswell vio la hilera de huellas que se extendíanpor el suelo,

señalando el paso de un hombre muerto. Buckner había traído unas

mantas. Las extendió delante del lugar. —Yo me acostaré junto a la

puerta —dijo—. Y usted lo hará donde lo hizo anoche. —¿Vamos a

encender una fogata? —preguntó Griswell, temblando ante la idea de

laoscuridad que lo invadiría todo cuando se apagara el breve

crepúsculo. —No. Tiene usted una linterna, igual que yo. Nos

acostaremos a oscuras, y veremoslo que sucede. ¿Puede usted utilizar

el revólver que le he dado? —Supongo que sí. Nunca he disparado un

revólver, pero conozco su funcionamiento. —Bueno, a ser posible deje

los disparos de mi cuenta. El sheriff se sentó con las piernas cruzadas

sobre sus mantas y vació el cilindro de su“Colt”, revisando

minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de volver

acolocarlos. Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo, lamentando

la lenta desaparición de laluz como un avaro lamenta la desaparición

de su oro. Se apoyó con una mano en larepisa del hogar, mirando

fijamente las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que

habíaproducido aquellas cenizas fue encendido por Elisabeth

Blassenville, hacía más decuarenta años. La idea resultaba

deprimente. Griswell removió las polvorientas cenizascon el pie. Algo

se hizo visible entre los carbonizados restos: un trozo de

papel,manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó de las

cenizas. Era un cuadernode notas, con tapas de cartón. —¿Qué ha

encontrado usted? —Preguntó Buckner, inclinando el reluciente cañón

desu revólver. —Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario. Las

páginas están cubiertas deescritura, pero la tinta se ha borrado y no

puede leerse nada. ¿Cómo supone que fue aparar al fuego, sin que

ardiera? —Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —sugirió

Buckner—.Probablemente lo tiró alguien que entró en la casa con el

propósito de robar muebles.Alguien que no sabía leer, probablemente.

Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para distinguir algo a la

escasa luz.Súbitamente, su cuerpo se puso rígido. —¡Aquí hay una

anotación que resulta legible! ¡Escuche! Leyó: “Sé que en la casa hay

alguien, además de mí misma. Puedo oír a alguien quemerodea por la

noche cuando el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad.

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Amenudo, durante la noche, oigo que alguien araña la puerta de mi

habitación. ¿Quiénes? ¿Una de mis hermanas? ¿Tía Celia? Si es una de

ellas, ¿Por qué merodea de esemodo por la casa? ¿Por qué araña la

puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo?¡No, no! ¡No me

atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? No me atrevo

apermanecer aquí..., pero, ¿Adónde voy a ir?” —¡Santo cielo! —

exclamó Buckner—. ¡Ese debe de ser el diario de ElisabethBlassenville!

¡Continúe! —Las páginas que siguen no son legibles —respondió

Griswell—. Pero unas páginasmás adelante puedo leer algunas líneas.

Leyó:

76. 76 “¿Por qué huyeron todos los negros cuando desapareció tía

Celia? Mis hermanasestán muertas. Sé que están muertas. Y tengo la

impresión de que murieronhorriblemente, en medio de una espantosa

agonía. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguienasesinó a tía Celia, ¿por

qué tenía que asesinar a mis pobres hermanas? Ellas fueronsiempre

amables con los negros. Joan...” Griswell interrumpió la lectura. —Un

trozo de página está arrancado. Aquí hay otra anotación con otra

fecha...Bueno, supongo que es una fecha, aunque no puedo

asegurarlo. “...La cosa terrible que la vieja sugirió? Citó a Jacob Blount,

y a Joan, pero no seatrevió a hablar claramente; quizá temía...” —Aquí

también falta un trozo de página —explicó Griswell. Luego prosiguió

lalectura: “¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta..., o muy lejos de

aquí. Sin embargo, nacióy se crió en las Indias Occidentales, y por

algunas alusiones que dejó caer, supe quehabía sido iniciada en los

misterios del voodoo. Creo que incluso bailó en una de sushorribles

ceremonias... ¿Cómo pudo haber descendido a tal grado de

bestialidad? Yeste..., este horror. ¡Dios mío! ¿Pueden ser sensibles

tales cosas? No sé que pensar. Si esella la que merodea por la casa, la

que araña la puerta de mi habitación, la que silba tanespantosa y

dulcemente... ¡No! Me estoy volviendo loca. Si continúo aquí sola,

morirétan horriblemente como debieron morir mis hermanas. Estoy

completamente segura deeso.” La incoherente crónica terminaba tan

bruscamente como había empezado. Griswellestaba tan absorto en su

tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella escritura que

nisiquiera se había dado cuenta de que había anochecido, y Buckner

sostenía en alto sulinterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de

su abstracción, dirigió una rápidamirada al oscuro rellano. —¿Qué

conclusión ha sacado usted? —preguntó Griswell. —Lo que había

sospechado desde el primer momento —respondió Buckner—.Aquella

doncella mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse de miss

Celia.Probablemente odiaba a toda la familia tanto como a su dueña.

Había tomado parte enlas ceremonias del voodoo en su tierra natal, y

estaba “madura”, como dijo el viejoJacob. Lo único que necesitaba era

el Brebaje Negro..., y el viejo Jacob se loproporcionó. Asesinó a miss

Celia y a las otras tres muchachas, y no asesinó a Elisabethpor pura

casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa durante todos estos

años, comouna serpiente en unas ruinas. —Pero, ¿por qué tenía que

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asesinar a un desconocido? —Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —

le recordó Buckner—. Una zuvembiesiente un gran placer al asesinar a

un ser humano. Llamó a Branner desde lo alto de laescalera, le abrió la

cabeza, colocó el hacha en su mano y le ordenó que bajara aasesinarle

a usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos presentar su

cadáver,será una prueba más que suficiente para demostrar que es

usted inocente. Aceptarán mipalabra de que ella asesinó a Branner.

Jacob dijo que una zuvembie puede serasesinada... Desde luego, al

informar de este caso no tendré que mostrarme demasiadoexacto en

los detalles. —Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de la

escalera —murmuróGriswell—. Pero, ¿por qué no encontramos sus

huellas en la escalera? —Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie

puede proyectar su espíritu... ¡Diablo!¿Por qué tratar de razonar acerca

de algo que se encuentra más allá de las fronteras de larazón? Vamos

a empezar nuestra vela.

77. 77 —¡No apague la luz! —exclamó Griswell involuntariamente.

Luego añadió—:Desde luego. Apáguela. Tenemos que estar a oscuras,

como —vaciló—, comoestábamos Branner y yo. Pero, en cuanto la

estancia quedó sumida en la oscuridad, el miedo se apoderó de élcon

fuerza insostenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando, tratando

de contener lostumultuosos latidos de su corazón. —Las Indias

Occidentales deben de ser el lugar más horrible del mundo —

murmuróBuckner, una mancha borrosa sobre sus mantas—. Había oído

hablar de los zombies,pero ignoraba lo que era una zuvembie.

Evidentemente, alguna droga preparada por losvoodoos para provocar

la locura en las mujeres. Aunque esto no explica las otras cosas:los

poderes hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de controlar

cadáveres...No, una zuvembie no puede ser una simple loca. Es un

monstruo, algo que está porencima y por debajo de un ser humano,

creado por la magia que brota en los pantanos ylas selvas negras...

Bueno, veremos. Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió,

Griswell oyó los latidos de supropio corazón. En el exterior, en los

negros bosques, un lobo aulló y las lechuzassisearon. Luego, el silencio

volvió a caer como una niebla negra. Griswell se obligó a sí mismo a

permanecer inmóvil sobre sus mantas. El tiempoparecía haberse

detenido. Y la espera se estaba haciendo insoportable. El esfuerzo

quehacía para dominar sus alterados nervios bañaba en sudor todos

sus miembros. Apretólos dientes hasta que le dolieron las mandíbulas,

y clavó las uñas en las palmas de susmanos. No sabía lo que estaba

esperando. El espantoso ser volvería a atacar. Pero,¿cómo? ¿Sería un

horrible y melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose por

loscrujientes peldaños, o un repentino hachazo en la oscuridad? ¿Le

escogería a él, o aBuckner? Tal vez Buckner estaba muerto ya... En la

oscuridad que le rodeaba no podíaver nada, pero oía la respiración

regular del hombre. El meridional tenía unos nervios deacero. ¿Era que

Buckner respiraba junto a él, separado por una angosta franja

deoscuridad? ¿O acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y

Page 84: 2 Amanecer VUDU

ocupado el lugar delsheriff? Así de descabelladas eran las ideas que

cruzaban rápidamente por el cerebro deGriswell. Experimentaba la

sensación de que iba a volverse loco si no se ponía en pie de unsalto,

gritando, y huía frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el

temor a lahorca podía retenerle tendido allí en la oscuridad por más

tiempo. De repente, el ritmode la respiración de Buckner se rompió, y

Griswell se sintió como si acabaran de echarleun cubo de agua helada.

Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a oírse unmelodioso

silbido... Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su cerebro se

hundía en una oscuridadmás profunda que la negrura física que le

rodeaba. Siguió un período de absolutaconfusión mental, pasado el

cual su primera sensación fue la de movimiento. Estabacorriendo por

un camino increíblemente escabroso. A su alrededor todo era

oscuridad, ycorría ciegamente. Se dijo a sí mismo que debió de huir de

la casa y haber corrido variasmillas, quizás, antes de que su agotado

cerebro empezara a funcionar. No le importaba;morir en la horca por

un asesinato que no había cometido no le aterrorizaba ni la mitadque

la idea de regresar a aquella mansión de horror. Estaba dominado por

el ansia decorrer..., correr..., correr como estaba haciendo ahora,

ciegamente, hasta agotar susfuerzas. La niebla no se había disipado

del todo de su cerebro, pero tenía conciencia deque no podía ver las

estrellas a través de las negras ramas de los árboles. Deseóvagamente

saber hacia dónde se dirigía. Supuso que estaba trepando por una

colina, y el

78. 78hecho le extrañó, ya que sabía que no había ninguna colina en

un radio de varias millasalrededor de la casa de los Blassenville. Luego,

encima y delante de él, notó un leveresplandor. Avanzó hacia aquel

resplandor como si le empujara una fuerza irresistible. Luego

seestremeció al darse cuenta de que un extraño sonido chocaba contra

sus oídos: unsilbido melodioso y burlón al mismo tiempo. El silbido

borró todas las nieblas. ¿Quésignificaba aquello? ¿Dónde estaba? El

despertar llegó como el golpe aturdidor de unamaza de matarife. No

estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando por unacolina;

estaba subiendo una escalera. ¡Se encontraba aún en Blassenville

Manor! ¡Yestaba subiendo la escalera! Un grito inhumano brotó de sus

labios. Y, dominando aquel grito, el fantasmalsilbido adquirió un tono

de diabólico triunfo. Griswell intentó detenerse..., retroceder...,incluso

arrojarse por encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad

estaba reducidaa jirones. No existía ya. Griswell no tenía voluntad.

Había dejado caer su linterna, yhabía olvidado el revólver en su

bolsillo. No podía dominar a su propio cuerpo. Suspiernas, moviéndose

rígidamente, funcionaban como piezas de un mecanismoindependiente

de su cerebro, obedeciendo a una voluntad exterior.

Subiendometódicamente, le transportaban al rellano superior, hacia el

resplandor que ardíaencima de él. —¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Por

el amor de Dios! Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al

último peldaño. Empezó aavanzar por el rellano. El silbido había

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cesado, pero su impulso seguía conduciéndolehacia adelante. No podía

ver la fuente de la que procedía el resplandor. No parecíaemanar de

ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga figura que avanzaba

hacia él.Parecía una mujer, pero ninguna mujer humana era capaz de

andar con aquel pasoingrávido, ninguna mujer humana había tenido

nunca aquel rostro de horror, aquellaborrosa expresión demencial...

Griswell intentó gritar a la vista de aquél rostro, al brillodel acero que

esgrimía la mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada.

Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse silenciosamente detrás de

él; lassombras fueron hendidas por una lengua de fuego que iluminó

una espantosa figura quecaía hacia atrás. Al mismo tiempo resonó un

aullido inhumano. En medio de la oscuridad que siguió al inesperado

fogonazo, Griswell cayó derodillas y se cubrió el rostro con las manos.

No oyó la voz de Buckner. La mano delmeridional sobre su hombro le

despertó de su estupor. Una luz proyectada directamente sobre sus

ojos le cegó. Parpadeó, sombreó sus ojoscon una mano y alzó la

mirada hacia el rostro de Buckner, que se encontraba en elmismo

borde del círculo de luz. El sheriff estaba pálido. —¿Está usted herido?

—preguntó ansiosamente Buckner—. ¿Está usted herido? Enel suelo

hay un cuchillo de matarife... —No estoy herido —murmuró Griswell—.

Ha disparado usted en el momentopreciso... ¡El monstruo! ¿Dónde

está? ¿Adónde ha ido? —¡Escuche! En alguna parte de la casa

resonaba un horrible aleteo, como de alguien que searrastrara y

luchara en medio de las convulsiones de la muerte. —Jacob estaba en

lo cierto —dijo Buckner en tono sombrío—. El plomo puedematarlas. La

acerté de lleno, desde luego. No me atreví a encender la linterna,

perohabía suficiente claridad. Cuando empezó aquel fantasmal silbido,

casi tropezó ustedconmigo. Andaba usted como si estuviera

hipnotizado. Le seguí por la escalera. Ibadetrás de usted, aunque muy

agachado para que ella no pudiera verme y huir. Estuve a

79. 79punto de disparar demasiado tarde, pero confieso que el verla

me dejó casi paralizado...¡Mire! Proyectó el haz luminoso de su linterna

a lo largo del rellano, hasta detenerlo en unaabertura visible en la

pared, en un lugar donde antes no había ninguna puerta. —¡La entrada

secreta que descubrió miss Elisabeth! —exclamó Buckner—. ¡Vamos!

Echo a correr a través del rellano y Griswell le siguió con aire aturdido.

Los sonidosque acababan de oír procedían de algún lugar situado más

allá de aquella misteriosapuerta, y ahora habían cesado. La luz reveló

un angosto pasadizo en forma de túnel que evidentemente conducía

através de una de las recias paredes de la casa. Buckner penetró en el

pasadizo sin lamenor vacilación. —Tal vez no fuera capaz de pensar

como un ser humano —murmuró, iluminando elcamino delante de él—,

pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus huellas, a fin deque no

pudiéramos seguirlas y descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay

unahabitación... ¡La estancia secreta de los Blassenville! Y Griswell

exclamó: —¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que anoche vi en

mi sueño, con los trescadáveres colgados del techo! La luz que

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Buckner paseaba por la estancia de forma circular se

inmovilizórepentinamente. Dentro del amplio anillo luminoso

aparecieron tres figuras, tres formasresecas, encogidas, momificadas,

ataviadas con unos vestidos muy antiguos. Sus pies notocaban el

suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas cadenas suspendidas

en eltecho. —¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró Buckner—.

Miss Elisabeth no estabaloca, después de todo. —¡Mire! —susurró

Griswell con voz apenas audible—. ¡Allí, en aquel rincón! La luz se

movió, volvió a detenerse. —¿Fue aquello una mujer en otros tiempos?

—inquirió Griswell, como si seinterrogara a sí mismo—. ¡Dios mío! Mire

ese rostro, incluso en la muerte. Mire esasmanos en forma de garras,

con las uñas renegridas como las de una fiera. Sí, erahumana... Lleva

aún los harapos de un antiguo vestido de baile, muy lujoso. ¿Por

quéllevaría una doncella mulata un vestido como ése? —Éste ha sido

su cubil durante más de cuarenta años —murmuró Buckner,

sinresponder a la pregunta, inclinándose sobre el horrible cadáver

tendido en el rincón dela estancia—. Bueno, Griswell, esto le exonera a

usted: una mujer loca con un hacha...Es lo único que las autoridades

necesitan saber. ¡Dios mío! ¡Qué venganza! ¡Quéhorrible venganza!

Aunque, pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza bestial.

Loprueba el hecho de que se iniciara en los misterios del voodoo

cuando no era más queuna jovencita... —¿Se refiere usted a la mulata?

—susurró Griswell. Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera

un horror que superaba a todos loshorrores que había experimentado

hasta entonces. —Interpretamos equivocadamente las palabras del

viejo Jacob y lo que missElisabeth escribió en su diario —dijo—. Ella

debía de estar enterada, pero el orgullofamiliar selló sus labios. Ahora

veo claro, Griswell; la mulata se vengó, aunque no delmodo que

suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo Jacob le

habíapreparado. Lo quería para suministrárselo subrepticiamente a

otra persona, mezclándoloen su comida o en su café. Luego, Joan huyó

de esta casa, dejando sembrada en ella lasemilla del infierno. —¿Ese

cadáver no... no es el de la mulata? —susurró Griswell.

80. 80 —Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no era

mulata. Y aquellos rasgoscontraídos seguían reflejando un parecido

familiar. He visto su retrato y no puedoequivocarme. Ese cadáver es el

del ser que en otros tiempos fue Celia Blassenville. PIGEONS FROM

HELL Robert E. Howard Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 EL

BOOGIE DEL CEMENTERIO DEREK RUTHERFORDT enéis que entenderlo:

todos pensamos que el tipo estaba loco. Ahí estábamos, seis músicos

que luchaban, es decir, que luchaban por seguir vivos. No luchábamos

con la música... la teníamos lista, una espléndida mezcla de Shuffle

yCajun de Nueva Orleans, con un toque de blues por encima. ¡Comida

para el alma, tío!Pero no podíamos comer la música, y la música jamás

metía gasolina en la furgoneta oreemplazaba los amplificadores rotos,

así que nos pasábamos los días y las nochesyendo por la carretera de

una actuación barata a otra, de cerveza y comida gratis en ellocal si

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teníamos suerte y los dioses tenían puestos sus sombreros de boogie.

Hasta que,un día, ahí apareció él. Se nos acercó con polvo en el abrigo

y en las botas, el pelo plateado y escaso, losojos oscuros y hundidos, y

la piel consumida y tirante sobre los huesos. Tenía los dedoslargos y

deformes y encallecidos. Parecía contar unos cien años, pero se movía

como situviera sólo setenta. Un hombre viejo. Sin embargo, podía

cantar como un pájaro quevolara por primera vez. Estábamos tocando

en un barco, una de esas viejas barcas delTámesis rehabilitadas como

restaurante. Había quizá unas cincuenta o sesenta personasallí

metiéndose chile en la boca y moviendo los pies al ritmo de la música.

Era el 4 dejulio, y a pesar de que había todo un océano entre nosotros

y los Estados Unidos deAmérica, la mayoría se lo pasaba en grande y lo

celebraba como si hubieran sido losBrits los que hubieran ganado esa

guerra. Había unos escalones que bajaban hasta el barco —estábamos

tocando por debajo dela línea de flotación—, viejos escalones de

madera que eran un poco peligrosos para unjoven, más aún para un

tipo viejo con las suelas de los zapatos mojadas y apoyado en

unbastón. Se detuvo a mitad de camino y nos miró, con los ojos

profundamenteescondidos en sus cuencas, haciendo que nos fuera

imposible aguantarle la mirada. ¡Quégrima! Bajé la vista a las cuerdas

e inicié torpemente unos acordes. Al acabar el primerpase nos

habíamos olvidado por completo de él. Estábamos sentados

preparando elorden de las canciones que tocaríamos en el segundo

pase cuando de repente apareciójusto detrás de mí y preguntó con voz

suave y cálida (habría apostado pelas que esa vozno podía salir de

nadie que no fuera él) si nos gustaría conseguir una actuación.—

Olvídalo, abuelo —dijo Mark, aunque se rió al hablar para no irritar al

viejo. —Lo digo en serio —afirmó el anciano polvoriento, y nosotros nos

reímos yvolvimos a dedicarnos al orden de las canciones—. ¿Cuánto

vais a cobrar por estanoche? Nadie contestó, y como sentí compasión

por él me di la vuelta. De cerca, su piel eracomo la corteza de un árbol.

Sus dientes del color del maíz.

81. 81 —No mucho —repuse—. Pero nos dan de comer, ¿entiendes lo

que quiero decir? Asintió y supe que lo entendía. Él también había

pasado por ello. —Entonces, ¿qué os parecen quinientas libras? —

preguntó. Sonreí, porque escuchas ese tipo de cosas cada noche: “Yo

mismo estoy metido en elnegocio y tengo algunos contactos, ¿qué os

parecería una actuación?” “Mi hermanoconoce al guitarrista de tal o

cual grupo, quizá os pueda conseguir una actuación” “Mellamo Elvis

Presley, ¿quizá queráis una actuación?” Las habíamos oído todas.

Escuchasa esos tipos porque quieres que vayan a tu siguiente

actuación... En nuestro nicho delmundo del rock’n’roll quieres que

cualquier tía tatuada y su hermano colgado asistan atu siguiente

actuación. Más cuerpos, más cerveza. Más cerveza, más dinero. Así

quesonreí y él supo lo que yo estaba pensando, porque, como he

dicho, él mismo ya habíapasado por ello. Pero aún no se rindió. —Lo

único que tenéis que hacer es tocar una de mis canciones —me dijo—.

Page 88: 2 Amanecer VUDU

Sólouna. Las demás las elegís vosotros. Quinientas libras. Mark levantó

la vista de la lista. —¿Qué ha dicho? —Quiere darnos quinientas libras

por cantar una de sus canciones. Mark escrutó al viejo y enarcó las

cejas como para preguntar si era verdad o si el tipoestaba loco. El viejo

asintió. —¿Cuándo sería esa actuación? El viejo se encogió de hombros.

—Aceptad, y ya arreglaré algo. Miré a Mark. Él también se alzó de

hombros. Miré de nuevo al viejo. —La tocaremos —dije. Quinientas

libras. Era un montón de dinero por entonces. Como he dicho,

pensamosque el viejo estaba loco.Se quedó hasta el final de la

actuación, y cuando todos los felices comensales sehubieron marchado

y las sillas empezaban a colocarse del revés sobre las mesas,

nosmostró su canción. Tío, cualquiera sabía de dónde había salido ese

cabrón, pero el hijode puta tenía un clásico en la manga. Rock del

pantano que palpitaba al ritmo delcorazón, acordes sencillos que

atravesaban unos ritmos sentidos, más que oídos.Palabras de vudú.

Algo salido del profundo Sur. Un latido que se acoplaba al flujo de

lasangre que corría por nuestras venas. Un coro que crecía de ninguna

parte y subía ysubía cada vez más hasta que sólo la luna era más

brillante. Sí, cantaba como un pájaro en vuelo. Tocó esa canción una y

otra vez, y en cadaocasión era exactamente igual. Pero nunca se hacía

pesada, jamás aburrida. Cada vezdespertaba un nervio. Quizá la había

tocado mil veces (y después empecé a preguntarmesi se la había

tocado a todos los grupos que hubiera visto nunca y si nosotros éramos

losprimeros que alguna vez habían sido capaces de tocársela a él) y la

había trabajado hastadejarla en su forma perfecta. Nunca olvidaré la

expresión de sus ojos cuandoempezamos a cuajar su canción. Por

supuesto, a él se la tocamos de manera distinta.Nosotros teníamos

guitarra y piano, bajo y batería. Él usaba sólo una guitarra.

Perocaptamos el espíritu y el alma y la esencia. Se le iluminaron los

ojos, el color fluyó a susmejillas. Sonrió, y no daba la impresión de ser

la clase de tipo que lo hacía muy amenudo. Y luego, lo mejor de todo,

sacó un fajo de billetes de esas viejas ropas decarretera que parecían

haberse caído de una caravana y haber sido arrastradas por latierra, y

desenrolló una cantidad equivalente a doscientas cincuenta libras. —El

cincuenta por ciento ahora. El cincuenta por ciento la noche de la

actuación.

82. 82 Entonces se fue y nos dejó ensayando su canción, y maldita sea

si no era la mejorque había tocado en mi vida. La actuación reforzó la

idea que teníamos de lo loco que estaba el viejo. Nosconsiguió una

desvencijada sala de pueblo en mitad de ninguna parte y no se lo dijo

anadie hasta la noche anterior. Nosotros se lo dijimos a unos amigos,

pero a las nueve enpunto, cuando Mark dio la entrada a la primera

canción, ni siquiera había la suficientegente como para formar un

equipo de rugby. Humillante. Pero por doscientas cincuentalibras nos

aguantamos la vergüenza. Guardamos su canción para el final. Todos

habíamos acordado que no teníamos nadamejor que meter detrás.

Llegó el descanso, y le pregunté al viejo cómo se llamaba. Se mostró

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suspicaz. —¿Cuándo vais a tocar mi canción? —preguntó. —Es la última

de la noche —le dije. —Si no la tocáis no cobráis. —Tranquilo —

comenté—. Es la canción condenadamente mejor que he oído enmucho

tiempo. No sólo queremos tocarla esta noche, queremos tocarla todas

las noches. Se relajó y volvió a sonreír. —Os gusta mi canción, ¿eh? —

Es el motivo por el que necesito tu nombre —indiqué—. Algún día...

nunca sesabe, algún día quizá podamos grabarla. La sonrisa estalló en

una carcajada. —Algún día pueden pasar muchas cosas. —Hablo en

serio —dije—. Tenemos planes. —Sois bastante buenos —reconoció—.

Pero a veces eso no basta. Mirándole, supe cuán cierto era. Una

canción, lo único que habíamos oído de él, ypodría haber sido otro

Hank Williams, otro Jimmie Rogers. Una leyenda. Sin embargo,era un

vagabundo. Un tipo sin hogar, un alma perdida. Un errabundo. De

costa a costa,de ciudad en ciudad. El genio dentro. El frío fuera. —

Bueno, ¿cómo te llamas? —pregunté de nuevo. —Olvídalo. —No. Quiero

saberlo. —Robert —contestó por último. —¿Robert qué? —Sólo Robert.

—Vamos. Sacudió la cabeza. —Si ganáis dinero con mi canción,

quedáoslo. —¿Qué sucede, estás huyendo o algo parecido? —Puedes

ponerlo así. Lo dejé correr. El tipo estaba loco.Unas pocas personas

más entraron cuando ya había empezado el segundo

pase.Probablemente, clientes habituales, atraídos por los sonidos como

una polilla a la luz.Para cuando llegamos a la canción del viejo, la

multitud era casi respetable. Se tratabade la clase de actuación que

había hecho gratis cuando tenía catorce años, y luego,catorce años

después, un viejo estaba pagando cientos de libras por escuchar su

canciónen vivo. Mark dio la entrada. La habíamos llamado El Boogie del

Cementerio, porque el viejono tenía título para ella. La batería y la

guitarra introdujeron el ritmo. El bajo y el pianoincorporaron los

acordes. Se estableció la onda y Mark empezó a cantar. Las cabezas se

83. 83volvieron. Las conversaciones se detuvieron. Todo el mundo

supo que esta canción eraun número uno. Empezamos funky.

Gruñendo con esos registros bajos. Aullando en los altos.Melodías de

contrapunto, armonías, y todo el tiempo el latido que se acoplaba con

elflujo de nuestra sangre, la batería con los latidos de nuestros

corazones. Una marchafúnebre de Nueva Orleans, con un ritmo alto y

toques de jazz. Una danza de guerraafricana, oscura y peligrosa. Un

blues de Chicago gritando por ayuda. La guitarra deHendrix buscando

allá arriba vida entre las estrellas. Y todo el tiempo, el latido.Vislumbré

al hombre en la parte de atrás de la sala. Estaba sonriendo y moviendo

el pie.Deseé haber puesto una grabadora. Había algo en el aire esa

noche. Llegamos a la mitadcomo si fuera una canción que hubiéramos

practicado toda nuestra vida. Vi a Pete y aMarty, nuestra sección

rítmica, sonriéndose. Y qué importaba que casi no hubiera nadie.Éste

era el Paraíso. Con una canción como ésa podíamos llegar. Otro verso.

El coro.Baja, crea un poco de tensión, una vez que has rodeado las

casas ahí abajo, grave yfunky, y luego vuelve a subir. Más y más alto,

la guitarra sacando los acordes unmicrosegundo antes para dar la

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impresión de acelerar sin cambiar el ritmo. Una cosamuy profesional.

Otro coro. Un falso final y luego el de verdad. El Boogie delCementerio,

chicos. Sufrid. Aplaudieron como si en el escenario estuvieran los

Beatles. Nos miramos. Esacanción era de otro mundo. Hicimos un bis,

una versión caliente de Let’s Twist Again, porque no había nada

másque una canción acelerada que se pudiera acercar a la atmósfera

de El Boogie delCementerio. Al terminar, miré al viejo. Tenía compañía.

Un tío joven. Atractivo, alto y delgado. Vestido con un traje deejecutivo.

Pelo oscuro. Buena piel. Pómulos que las cámaras amarían. Apuesto a

que lasmujeres se morían por ese tipo. Mientras observaba, Robert le

dio un fajo de dinero. Con la cabeza señaló en nuestradirección como si

le dijera “¿Puedes dárselo al grupo?”, y luego dio media vuelta y

sedirigió hacia la puerta, caminando tan rápidamente como nunca

antes había visto. En lapuerta, juro que se detuvo y nos lanzó una

última mirada, una mirada de tristeza. Unamirada de disculpa. Luego,

desapareció. El otro tipo no perdió tiempo. Vino directamente hacia el

escenario, con el dinero enla mano. Incluso era más atractivo de cerca:

le brillaban los dientes, la piel tenía un tonosaludable, los ojos le

centelleaban. —Buena actuación, chicos —dijo. —Gracias. —Escuchad,

Robert tuvo que marcharse. Me pidió que os diera esto —alargó

eldinero y yo lo cogí sin pensarlo. Además, ¿qué se suponía que tenía

que pensar? Pero enel instante en que lo tuve en la mano, un frío

gélido estrujó mi corazón. Temblé. Algomás que dinero había pasado

entre nosotros—. Me encantó El Boogie del cementerio —añadió. No

estaba seguro, pero, ¿el viejo no había estado solo cuando tocamos la

canción?Quizá el tipo se encontraba en otra parte de la sala. Aunque

en realidad no habíamuchos asistentes como para haber ocultado a

alguien, y seguro que no noté lapresencia de este tío. —Es una de las

canciones del viejo —comenté. El tipo atractivo sonrió. —¿Eso es lo que

os contó? —¿Qué quieres decir? Sacudió la cabeza, descartando el

tema.

84. 84 —Seguid tocando, chicos. Ya os volveré a ver. Y se fue. ¿Qué

pasaba con nosotros? Atraíamos a todos los tocados. ..........Uno:

repartí el dinero con los muchachos, y cada vez que les pasaba un

billete juro quetemblaban. ..........Dos: volviendo a casa recordé de

repente que Mark había presentado la canción delviejo como “una

canción que nos mostró la noche pasada un extraño”. Jamás

mencionóel título que le habíamos dado.No puedo decir que las cosas

fueran cuesta abajo a partir de ese momento. Tampocopuedo decir que

mejoraran, aunque cada vez que tocábamos El Boogie del

Cementeriohasta el público más muerto cobraba vida. Seguimos en la

carretera y los promotoresagarrados nos siguieron robando. Con el

tiempo, el grupo se separó. Eso fue hacemucho tiempo y no puedo

recordar las causas. No creo que volviéramos a sentirnos agusto entre

nosotros. Y alguien nos estaba siguiendo. Nunca vimos a nadie. De

hecho, nunca mencionamos en voz alta la idea, pero todoslo sabíamos.

Muchas veces capté a uno de los chicos mirando por encima del

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hombrocomo si alguien le hubiera llamado o le hubiera pasado un dedo

por la columnavertebral. A mí también me pasó. Al conducir la

furgoneta, mirando por el espejoretrovisor en busca de algo que no

estaba ahí. Ruidos de pasos en salas de ensayovacías. Sombras donde

no debía haber sombras. Puede haber sido la imaginación. Pero,¿en

todos nosotros? Empezó a atacarnos los nervios. Y, así, al final el grupo

se separó.Después de aquello toqué la guitarra para millones de

grupos, una semana aquí, un mesallí. Siempre tratando de mantener el

cuerpo y el alma juntos y, poco a poco,fracasando. Nunca volví a

conseguir esa sensación que experimentamos con El Boogiedel

Cementerio. A lo largo de los años se lo toqué a varios grupos, pero

ninguno parecióencenderse como lo habíamos hecho nosotros. En una

ocasión, en la parte norte deLondres, un grupo de tíos jóvenes casi lo

consiguió. Yo sentí que mi alma se animaba,que mis pulsaciones se

hacían ligeras, pero no pudieron mantener el tiempo. Empezó ahacerse

una obsesión... encontrar una banda que fuera capaz de tocar El

Boogie. Fuiabandonando mis propias actuaciones y me pasé los días

vagando por bares y clubes enbusca de los tipos que pudieran

aguantarlo. No había nada complicado con la canción,ningún acorde

difícil o notas inusuales, sólo el latido de la sangre a través de las

venasque debía ser el correcto. Y sin embargo nadie podía tocarla. Me

encontraba a unos setecientos kilómetros del lugar al que una vez

había llamadohogar, cuando conocí a Crazy Montgomery Jones y sus

Alabama Playboys. Estabantocando en la parte de atrás de un pub

apagado ante menos de cuarenta personas.Canciones de blues y soul

conocidas que ya habían sido viejas en mi época y que ahoraeran

veinte años más viejas. Me quedé de pie en el fondo bebiendo una

pinta de cerveza

85. 85negra que se iba recalentando cada vez más, y en el descanso

les pregunté qué estabanganando. —No mucho. Pero la cerveza es

gratis —me contó el batería. Sonreí. Yo ya había pasado por ello antes.

Sólo que entonces había sido yo el que ibaa ser seducido por una

canción. —¿Queréis una actuación por quinientas libras? —pregunté.

Se rió. Tuve la impresión de que pensaba que estaba loco. ..........El

tiempo es algo raro. No creo que la tocaran tan bien como solíamos

hacerlo nosotros.Le dieron un tratamiento moderno. Compases

estridentes y distorsión sónica. Másnotas. Pero consiguieron el latido.

Temblé, y durante un momento pensé que fuera loque fuere lo que me

había estado siguiendo todos estos años, se había acercado y

sehallaba a mi lado. Miré a mi izquierda. Nadie. A mi derecha. Nadie. A

Montgomery Jones, o como se llamara de verdad, le encantó la

canción. Me dijoque era lo mejor que habían oído jamás. Yo habría

dicho lo mismo por quinientas libras,pero creo que lo sentían. Contraté

la noche de un viernes en un centro de la comunidad local. Recordé

aquellaactuación que hicimos tantos años atrás, a la que, debido a la

inexistente publicidad, noasistió nadie. Me tomé la libertad de

gastarme veinte libras en un anuncio en la prensalocal. Qué demonios,

Page 92: 2 Amanecer VUDU

además no era mi dinero. Le debía a un tipo del sur un montón

depelas. Con los intereses, ahora más. Apuesto que si alguna vez daba

conmigo el pagopodría involucrar un par de piernas rotas. Pero

necesitaba el dinero para una ocasióncomo ésta, y las probabilidades

de que el prestamista se topara con un tipo de carreteracomo yo eran

muy reducidas. En cualquier caso, dos piernas rotas parecían una

visiónjodidamente mejor que tener a lo que fuera que iba detrás de mí

siguiéndome el resto demi vida. Tocaron bien. Si no espléndida, la

multitud era respetable, y al final de la noche,cuando los Alabama

Playboys se lanzaron a El Boogie del Cementerio, la mayoría selevantó

y se puso a bailar. La canción seguía siendo un número uno. Entonces

algo me pasó a mí. No puedo decir qué. No fue nada específico. Quizá

un aligeramiento de laspreocupaciones. Una relajación del alma. Hacia

la mitad de la canción empecé asentirme bien. Como si hubiera

pensado en algo agradable y luego olvidara porcompleto qué era,

sabiendo únicamente que vendrían cosas placenteras. Cuando

elguitarrista tocó el solo, me descubrí sonriendo. Empecé a mover el

pie. Tenían el ritmo,el latido. Los ocho del grupo. Ahora tenían todo el

latido. Vudú. Algo me hizo pensaren el vudú. Metí la mano en el bolsillo

del abrigo, era viejo, del ejército austríaco de los años 50,grueso y

cálido, y barato. Me protegía bien en las noches frías. Un dinero bien

gastadoen la tienda de excedentes del ejército. No me había sentido

tan bien en años. —¿Quieres que le entregue el dinero al grupo? Miré a

la izquierda. No había cambiado nada. Seguía siendo alto y de pelo

oscuro yatractivo, tal como lo recordaba. Nos había dicho que volvería

a vernos. Asentí. El hijo de puta ni siquiera había envejecido. Cogió el

dinero de mi mano.Intenté mirarle a los ojos, pero no pude. Se rió, y,

me avergüenza decirlo, yo meescabullí como un gato asustado, casi

derribando a varias personas en mi camino hacia

86. 86la puerta. Con alguna distancia entre nosotros, me paré y le eché

un último vistazo a labanda. El guitarrista me miraba de forma rara.

¿Qué podía hacer? Esbocé una sonrisadébil, me encogí de hombros en

una especie de disculpa y me fui. Era la primera vezque había estado

solo en muchos años. Fuera, me vi reflejado en la ventanilla de un

coche. Ahora tenía una barba salpicadade gris. Llevaba el pelo largo y

revuelto. El abrigo estaba polvoriento. Las botasgastadas. Un

verdadero hombre de la carretera. Un verdadero hombre viejo. Pero

por lomenos era libre. Me encaminé hacia el oeste. Por primera vez en

mucho tiempo me puse a pensar enel grupo. Me pregunté si algún otro

había encontrado a alguien que pudiera tocar ElBoogie del Cementerio

igual que nosotros. Sabía una cosa, que si no lo habíanencontrado,

nunca dejarían de buscarlo. Y nunca dejarían tampoco de mirar por

encima del hombro. THE GRAVEYARD BOOGIE Derek Rutherford Trad.

Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 PAPÁ BENJAMÍN

WILLIAM IRISHA las cuatro de la mañana una piltrafa de hombre entró

tambaleándose en el Departamento Central de Policía de Nueva

Orleans. Detrás de él, en una esquina, un reluciente Bugatti

Page 93: 2 Amanecer VUDU

ronroneaba como un gato amodorrado. Era elmejor auto que jamás se

había detenido allí. Atravesó vacilante la sala de espera,desierta a

aquella hora temprana, y traspuso la puerta abierta al fondo. Un

soñolientosargento de guardia abrió los ojos; un desocupado detective

que hojeaba la edición deldía anterior del Times Picayune, sentado en

una silla apoyada en las dos patas traseras ycon el respaldo contra la

pared, levantó la cabeza. Cuando el cono de luz de la lámparaque

pendía del cielo raso cayó sobre el recién llegado, las bocas de ambos

se abrieron ysus ojos parpadearon. Las dos patas delanteras de la silla

del detective se apoyaronruidosamente en el suelo. El sargento colocó

las palmas de ambas manos sobre elescritorio y levantó los codos en

actitud de cordial recibimiento. Un policía llegó de lahabitación trasera

secándose una gota de los labios. También se quedó

boquiabiertocuando vio quién estaba allí. Se acercó al detective y dijo,

haciendo pantalla con lamano: —Éste es Eddie Bloch, ¿no? El detective

no se tomó la molestia de contestar. Aquello equivalía a decirle cómo

sellamaba él mismo. Los tres se quedaron mirando fijamente a la figura

iluminada por elhaz de luz, con un interés respetuoso, casi admirativo.

No había nada de profesional ensu escrutinio, no eran los policías

estudiando a un sospechoso; eran tipos del montónmirando a una

celebridad. Observaron el ajado esmoquin, el tallo de gardenia que

habíaperdido sus pétalos y la deshecha corbata. Su abrigo, que

colgaba antes de su brazo, searrastraba ahora tras él por el polvoriento

piso del Departamento de Policía. Dio untoque a su sombrero, que cayó

y rodó tras él. El policía lo cogió y lo limpió. Nuncahabía sido adulador,

pero ¡aquel hombre era Eddie Bloch! Era su rostro, más que su

personalidad o su indumentaria, lo que atraía las miradas entodas

partes. Era el rostro de un muerto..., el rostro de un muerto en un

cuerpo viviente.

87. 87La macabra forma de su calavera parecía asomar a través de su

piel transparente; sepodían ver sus huesos como en una placa

radiográfica. Los ojos eran los de un obseso,un perseguido, colocados

en enormes cuentas que dividían la cara como una máscara.Ni el

alcohol ni la vida licenciosa podían haber hecho tales estragos. Sólo

una largaenfermedad y el conocimiento anticipado de la muerte podían

causarlos. Cuando sevisita un hospital se ven caras así, con ojos en los

que ya está muerta toda esperanza...,que ven ya la fosa abierta. No

obstante, por extraño que parezca, reconocieron al hombre. El

reconocimientofue lo primero; la observación de su deplorable aspecto

vino después, más lentamente.Quizá se debía a que los tres policías

habían sido llamados alguna vez para identificarcadáveres depositados

en la Morgue. Su mente estaba adiestrada en ese sentido, y lacara de

aquel hombre era familiar a miles de personas. No porque hubiese

violado elmás leve precepto legal, sino porque había expandido la

felicidad en torno a él,poniendo en movimiento, con su música,

millones de pies. La expresión del sargento de guardia cambió. El

policía susurró al oído del detective: —Parece como si acabara de ser

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atropellado por el tren. —A mí más bien me da la impresión de una

formidable borrachera —contestó eldetective. Pero aquellos hombres

sencillos, avezados en su profesión, sólo podían explicar elaspecto del

hombre por causas vulgares. El sargento de guardia dijo: —El señor

Eddie Bloch, ¿no? Este alargó la mano por encima del escritorio para

saludarlo. A duras penas podíatenerse en pie. Movió la cabeza, pero no

retiró la mano. —¿Le ha ocurrido algo, señor Bloch? ¿En qué podemos

servirle? —el detective y elpolicía se acercaron más—. ¡Corra a buscar

un vaso de agua, Latour! —dijo el sargentoansiosamente—. ¿Ha sufrido

un accidente, señor Bloch? ¿Ha sido asaltado? El hombre se irguió

apoyándose en el borde del escritorio. El detective extendió subrazo

por detrás de él por si se caía hacia atrás. Bloch continuaba hurgando

en susbolsillos. El esmoquin le bailaba a cada movimiento. Los policías

notaron que su pesono debía pasar ahora de cincuenta kilos. Extrajo un

revólver, que a duras penas pudolevantar. Lo empujó, haciendo que se

deslizase por el escritorio. Luego dio media vueltay, señalándose a sí

mismo, dijo: —He matado a un hombre, ahora mismo, hace un

momento. A las tres y media. Los policías se quedaron mudos de

asombro. Casi no sabían cómo hacer frente a lasituación. Estaban en

permanente contacto con asesinos, pero éstos tenían que serbuscados

y arrastrados allí a viva fuerza, y, cuando la fama y la fortuna se

mezclabancon un crimen, como ocurre rara vez, diestros abogados y

barreras protectoras surgíanpor doquier para proteger al asesino. Este

hombre era uno de los diez ídolos deAmérica, o lo había sido hasta

hacía muy poco. Hombres como él no mataban a nadie.No aparecían

así, inopinadamente, a las cuatro de la mañana, para plantarse delante

deun simple sargento de guardia y un anónimo detective y mostrar al

desnudo su almadesgarrada en una figura hecha jirones. Durante un

minuto el silencio reinó en la sala, un silencio que podía cortarse con

uncuchillo. Después, Bloch habló de nuevo con acento agónico: —¡Le

digo que he matado a un hombre! No se quede mirándome de ese

modo! ¡Hematado a un hombre! El sargento le contestó amablemente,

con simpatía: —¿Qué le ocurre, señor Bloch? ¿Ha estado usted

trabajando demasiado? —selevantó de su asiento y se acercó a él—.

Venga adentro con nosotros. ¡Usted, Latour,quédese ahí, por si suena

el teléfono!

88. 88 Cuando lo tuvieron dentro de la habitación trasera, el sargento

ordenó: —¡Tráigame una silla, Humphries! Ahora, beba un trago de

agua, señor Bloch. Bien,cuéntenos todo —el sargento había llevado el

revólver con él. Lo pasó por delante de sunariz y luego abrió la cámara,

mirando de reojo al detective—. Sí, ha sido disparado. —¿Un accidente,

señor Bloch? —sugirió respetuosamente el detective. El hombre de la

silla movió la cabeza. Comenzó a temblar, aunque la noche era tibiay

agradable. —¿A quién fue? ¿Quién era? —agregó el sargento. —No sé

su nombre —murmuró Bloch—, nunca lo supe. Le llaman Papá

Benjamín. Sus dos interlocutores cambiaron una mirada de sorpresa. —

Parece como... —el detective no terminó la frase, se volvió hacia Bloch

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y lepreguntó con tono indiferente—: Era un blanco, ¿no? —No, era

negro —fue la inesperada respuesta. El asunto iba tornándose cada vez

más disparatado, más inexplicable. ¿Cómo unhombre como Eddie

Bloch, uno de los más famosos directores de orquesta del país,

quecobraba más de mil dólares semanales por tocar en el Maxim’s,

había matado a unignorado negro y se trastornaba por ello hasta aquel

punto? Los dos policías jamáshabían visto cosa parecida; habían

sometido a sospechosos a interrogatorios de cuarentay ocho horas, de

los cuales aquellos habían salido frescos como lechugas

comparadoscon este hombre. Había dicho que no fue un accidente ni

un asalto. Continuaron interrogándole, nopara confundirle, sino para

ayudarle a recobrarse. —¿Qué hizo el hombre? ¿Olvidó las debidas

distancias? ¿Le respondió? ¿Se pusoinsolente? No hay que olvidar que

estamos en Nueva Orleans. La cabeza de Bloch oscilaba como un

péndulo. —¿Perdió usted momentáneamente los estribos? Fue eso,

¿no? Otro movimiento negativo de cabeza. La condición del hombre

sugirió al detectiveuna explicación. Miró hacia atrás para asegurarse

de que el agente no estabaescuchando. Luego, muy discretamente: —

¿Es usted aficionado a las drogas? ¿Era él quien se las proporcionaba?

El hombre los miró. —Jamás he probado nada nocivo. Un médico podrá

atestiguarlo. —¿Tenía él algo contra usted? ¿Le causaba molestias?

Bloch tornó a hurgar en sus ropas; éstas seguían bailándose sobre el

esqueléticoarmazón. De pronto, extrajo un gran fajo de billetes, tan

alto como largo, más dinero delque habían visto junto en su vida los

dos policías. —Aquí tengo tres mil dólares —dijo simplemente,

arrojándolos como había hechocon el revólver—. Los llevé esta noche y

traté de dárselos. Le habría dado el doble, eltriple, si hubiese

pronunciado la palabra, si me hubiera dejado libre. No quiso.

Entoncestuve que matarlo. Era lo único que podía hacer. —¿Qué es lo

que le hacía? —dijeron los dos policías al mismo tiempo. —Me estaba

matando —levantó el brazo y recogió el puño de la camisa. La

muñecaera casi del grosor del pulgar del sargento. El valioso reloj de

pulsera de platino que larodeaba tenía la correa prendida en el último

agujero que era posible hacer, y aún lequedaba floja como un

brazalete—. Ya he bajado a cuarenta y cinco kilos. Cuando mequito la

camisa el corazón está tan a flor de piel que se puede ver cada latido.

Los policías dieron un paso hacia atrás, deseando casi que el hombre

no hubieseentrado allí, que se hubiera dirigido a cualquier otra

Comisaría. Desde el comienzo

89. 89mismo habían presentido en el caso algo que superaba su

entendimiento, algo que nopuede hallarse en los reglamentos, pero

tendrían que afrontarlo. —¿Cómo? —preguntó Humphries—. ¿Cómo lo

estaba matando? Un destello de tormento asomó a los ojos de Bloch.

—¿No cree usted que ya se lo habría dicho si pudiera? ¿No cree usted

que habríavenido aquí hace meses para pedir protección, para que me

salvaran, si yo hubiesepodido decírselo y si ustedes pudiesen creerme?

—Nosotros le creeremos, señor Bloch —dijo el sargento

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tranquilizadoramente—. Lecreeremos todo. Díganos lo que sepa. Pero

Bloch, en cambio, por primera vez espetó una pregunta: —

¡Contéstenme! ¿Creen ustedes en algo que no pueden ver, que no

pueden oír, queno pueden tocar? —Radio —sugirió el sargento

tímidamente, pero la respuesta de Humphries fue másfranca: —No. El

hombre volvió a hundirse en su asiento y se encogió apáticamente. —

Si no creen, ¿cómo puedo esperar que lo entiendan? He acudido a los

mejoresmédicos, a los más grandes hombres de ciencia de todo el

mundo, y no quisieroncreerme. ¿Cómo puedo esperar que ustedes lo

hagan? Dirán sencillamente que estoytrastornado y se contentarán con

eso. Yo no quiero pasar el resto de mi vida en unmanicomio... —se

interrumpió y suspiró—. Y, sin embargo, ¡es cierto, es cierto! Se habían

metido en tal embrollo que Humphries decidió salir del paso

comopudiera. Hizo una pregunta sencilla, que hacía tiempo debía

haber formulado paraterminar con aquel maleficio. —¿Está usted

seguro de que lo mató? Bloch estaba físicamente acabado y casi al

borde del colapso. Todo el caso podía serpura alucinación. —Yo sé lo

que hice, estoy seguro —contestó el hombre con calma—. Ya estoy

unpoco mejor. Lo sentí en el momento mismo de liquidarlo. Si era así,

no lo parecía. El sargento echó una mirada a Humphries y se tocó la

frentecon gesto significativo. —¿Qué le parece si nos lleva al lugar del

hecho? —sugirió Humphries—. ¿Puedehacerlo? ¿Fue en el Maxim’s? —

Ya les he dicho que era un negro —respondió Bloch con reproche—. El

Maxim’sno es un lugar cualquiera. Fue en el Vieux Carré. Puedo

mostrarles dónde fue, pero nopodré conducir el coche. A duras penas

pude venir hasta aquí. —Haré que conduzca Desjardins —dijo el

sargento, y llamó al policía—. Telefoneea Dij y dígale que espere a

Humphries en la esquina de Canal y Royal, en seguida —sevolvió y

miró a la informe figura de la silla—. Hágale beber un trago en el

camino. Nome parece que resista hasta allá. Bloch enrojeció

levemente: no tenía sangre para más. —Ya no puedo probar el alcohol.

Estoy al cabo de mis fuerzas. Me consumo —dejócaer la cabeza y luego

la levantó—. Pero voy a recobrarme poco a poco ahora que él... El

sargento se llevó aparte a Humphries. —Si resulta como él dice y no es

un sueño, llámeme en seguida. Yo telefonearédespués al jefe. —¿A

esta hora? El sargento hizo una indicación en dirección a la silla. —Es

Eddie Bloch, ¿no?

90. 90 Humphries cogió a éste del brazo y lo hizo levantar con cortés

energía. Ahora que lascosas tomaban un rumbo normal sabía dónde

pisaba. Sería siempre considerado, peroahora como funcionario, pues

eso entraba ya en su rutina. —Vamos, señor Bloch. —No haremos

informe alguno hasta estar seguros de lo que se trata —dijo elsargento

a Humphries—. No quiero echarme encima a toda la ciudad mañana

por lamañana. Humphries casi tuvo que sostener a Bloch para salir del

Departamento y entrar en elautomóvil. —¿Es éste? —dijo—. ¡Caray! —

lo tocó con un dedo y partieron suavemente—.¿Cómo pudo usted

entrar con este coche en el Vieux Carré sin dar contra las paredes? Dos

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levísimos fulgores en la calavera que se reclinaba en el respaldo del

asiento eranlos únicos signos de vida que se manifestaban en el

hombre que iba a su lado. —Solía dejarlo a algunas manzanas de

distancia e iba hasta allí a pie. —¡Oh! ¿Fue usted más de una vez? —

¿No lo habría hecho usted tratándose de su vida? Volvía aquel

disparatado asunto, pensó Humphries con disgusto. ¿Por qué un

hombrecomo Eddie Bloch, astro del micrófono y de los salones de

baile, tenía que acudir a unnegro de los bajos fondos rogándole por su

vida? Llegaron rápidamente a Royal Street. Dieron la vuelta a la

esquina, Humphries abrióla portezuela y vio a Desjardins poner un pie

en el estribo. Luego se dirigió nuevamentehacia el centro de la calzada

sin detenerse. Desjardins se sentó al otro lado de Bloch,terminando de

anudarse la corbata y abotonarse el chaleco. —¿De dónde sacó el

Aquitania? —preguntó, y luego, mirando a su lado—: ¡SantoKreisler,

Eddie Bloch! Solíamos escucharlo todas las noches en casa, con

Emerson... —¿Qué te pasa? —lo atajó Humphries—. ¿Comiste guiso de

lengua? —¡Vire! —se oyó una voz sofocada entre ellos, y en seguida

dos ruedas llevaron alBugatti por la North Rampart Street—. Tenemos

que dejarlo aquí —agregó pocodespués. Los hombres salieron del

coche—. Congo Square, el antiguo lugar de reuniónde los esclavos. —

¡Ayúdalo! —dijo Humphries a su compañero perentoriamente, y lo

tomaron cadauno de un brazo. Tambaleándose entre ellos, con el

inseguro paso de un ebrio, rápido a veces, lentootras, Bloch les

enseñaba el camino; de pronto se encontraban frente a un pasaje que

nohabían advertido hasta aquel momento. Era como una rendija

abierta entre dos casas, ytan fétida como una alcantarilla. Tuvieron

que colocarse en fila india para pasar. PeroBloch no podía caerse; las

paredes casi le raspaban los hombros. Uno de los policías ibadelante

de él y el otro detrás. —¿Llevas revólver? —preguntó Humphries por

encima de la cabeza de Bloch aDesjardins, que iba delante. —¡Me

resfriaría sin él! —se oyó la voz del otro en la oscuridad. Un rayo de luz

rojiza surgió de improviso por el marco de una ventana, y un codocolor

café tocó al pasar las costillas de los tres. —Entra, querido —murmuró

una voz aguardentosa. —Ve a lavarte la boca con jabón —aconsejó el

nada romántico Humphries porencima del hombro, sin volverse

siquiera. El rayo de luz se cortó con la misma rapidez que apareciera.

El pasaje se ensanchaba al llegar al fondo de un grupo de casas que

databan deltiempo de la dominación francesa o española, y en cierto

trecho pasaba por debajo de

91. 91una arcada, formando como un túnel. Desjardins se dio de

cabeza contra algo y lanzó unjuramento. —¿Estamos lejos aún? —

preguntó secamente Humphries. —Aquí es —jadeó débilmente Bloch,

deteniéndose frente a una sombra negra de lapared. Humphries la

recorrió con su linterna y aparecieron unos escalones

carcomidos.Luego indicó a Bloch que entrara, y éste se echó atrás

refugiándose en la paredopuesta—. ¡Déjeme a mí aquí! No me haga

entrar allí otra vez —rogó—. ¡No podríaresistirlo, tengo miedo! —¡Oh,

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no! —dijo Humphries con determinación—. Usted nos mostrará el

camino —y lo apartó de la pared. Como antes, no se mostró rudo, sino

simplemente profesional. Dij abrió la marchailuminando el camino con

su linterna. Humphries llevaba la suya apuntando a loszapatos de

cuarenta dólares del director de orquesta, que caminaba dominado por

eltemor. Los escalones de piedra se convirtieron en otros de madera

astillada por el uso.Tuvieron que pasar por encima de un negro

borracho, hecho un ovillo, con una botelladebajo de un brazo. —¡No

vaya a encender una cerilla! —aconsejó Dij, tocándole la nariz—.

Puedeestallar. —¡No seas chiquillo! —le soltó Humphries. Dij era un

buen detective, pero ¿se daba cuenta del tormento que sufría el

hombreque iba entre ellos? Aquel no era momento para... —Fue aquí.

Al salir cerré la puerta. La cadavérica faz de Bloch apareció perlada de

gotas de sudor cuando uno de lospolicías la iluminó con su linterna.

Humphries abrió la carcomida puerta de caoba que había sido colocada

cuando unode los Luises era aún rey de Francia y señor de aquella

ciudad. La luz de una lámparabrillaba débilmente en el fondo de la

habitación, sacudida su llama por una corriente deaire. Los policías

entraron y miraron. En una vieja y derruida cama cubierta de andrajos

vieron una figura inanimada, conla cabeza colgando hacia el suelo. Dij

puso la mano debajo de ésta y la levantó. Lacabeza subió como una

pelota de basket—ball. Luego, al soltarla, cayó y hasta pareciórebotar

una o dos veces. Era un viejo, viejísimo negro, de ochenta años o más.

Habíauna mancha oscura, más oscura que la arrugada piel, debajo de

uno de sus legañososojos, y otra en la fina orla de blanco algodón que

rodeaba su nuca. Humphries no esperó a ver más. Se volvió y salió

rápidamente en busca del teléfonomás próximo para informar al

Departamento Central que, después de todo, aquello eraverdad y que

podían despertar al jefe. —No le dejes ir, Dij —se oyó su voz desde el

oscuro hueco de la escalera—, pero nole molestes. Frena la lengua

hasta que recibamos órdenes. El espantajo que estaba con ellos trató

de salir tras Humphries, mascullandoininteligiblemente: —¡No me deje

aquí! ¡No me obligue a quedarme aquí! —No le voy a molestar, señor

Bloch —dijo el policía, tratando de calmarlo ysentándose

despreocupadamente en el borde de la cama, al lado del cadáver, para

atarseel cordón de los zapatos—. Nunca olvidaré que fue su Love in

Bloom ejecutada porradio una noche, hace dos años, lo que me animó

a declararme a la que hoy es miesposa... Pero el comisario lo haría dos

horas más tarde en su oficina, aunque sin granentusiasmo. Trataron de

ayudar a Bloch lo más posible dentro de las reglas. Era inútil.El viejo

negro no le había atacado, robado, molestado ni secuestrado. El

revólver no se

92. 92había disparado accidentalmente, ni tampoco lo había disparado

en el calor delmomento o en un acceso de furor. El comisario, en su

desesperación, casi dio con sucabeza contra el escritorio al reiterar una

y otra vez: —Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Y por enésima vez

obtuvo la misma increíble respuesta: —Porque me estaba matando. —

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Entonces, usted admite que él, en efecto, le atacó. La primera vez que

el comisario le hizo esta pregunta fue con una chispa deesperanza.

Pero ahora, a la décima o duodécima vez, la chispa ya se había

apagado. —Jamás se me acercó. Yo era quien le buscaba para

suplicarle. Comisario Oliver,esta noche me arrodillé ante ese viejo y me

arrastré por el suelo de aquella suciahabitación como un gato,

rogando, clamando abyectamente, ofreciéndole tres mil, diezmil,

cualquier suma, ofreciéndole, por último, mi propio revólver y

pidiéndole que mematara con él para terminar de una vez, para que

cesara mi tormento. No, ni siquiera eserasgo de misericordia. Entonces

disparé..., y ahora me voy a sentir mejor. Ahora voy avivir... Estaba

demasiado débil para llorar; el llanto exige fuerzas. El pelo del

comisarioestaba a punto de erizarse. —¡Termine con eso, señor Bloch!

—gritó. Se acercó a él y le tomó por los hombroscomo para refrenar

sus propios nervios. Sintió los afilados huesos en sus manos y lasretiró

inmediatamente—. Voy a hacer que le examine un alienista. El montón

de huesos dio un respingo. —¡No, no haga eso! Mándeme a mi hotel...

— tengo un baúl lleno de informesmédicos. He visitado a los más

grandes especialistas de Europa. ¿Puede ustedencontrarme a alguien

más autorizado que Buckholt, de Viena, o Reynolds, de Londres?Ellos

me tuvieron en observación durante meses. Yo no estoy ni siquiera al

borde de lalocura y no soy un genio ni de lejos. No escribo la música

que ejecuto, soy un mediocre,falto de inspiración..., en otras palabras,

soy un ser normal. Estoy más sano que ustedmismo en este momento,

señor Oliver. Mi cuerpo se ha gastado, mi alma también; loúnico que

me queda es mi cerebro, pero usted no puede sacármelo. La cara del

comisario se había tornado roja como una remolacha. Estaba a punto

deestallar, pero se dominó y habló suave, persuasivamente: —Un

negro de ochenta y tantos años, tan débil que no podía ni subir la

escalera de sucasa y a quién debían meterle los alimentos por la

ventana en una canastilla, mata... ¿aquién? ¿A un blanco vagabundo

de su misma edad? ¡Nooo..., nada de eso! ¡Mata alseñor Eddie Bloch, el

más famoso director de orquesta de América, que fija su propiosalario

dondequiera que vaya, a quien se le escucha todas las noches en

nuestroshogares, que tiene cuanto un hombre puede desear! Le

observaba tan de cerca que los ojos de ambos estaban al mismo nivel.

Su voz eraun susurro aterciopelado. —Dígame una cosa, señor Bloch —

luego, con una explosión—. ¿Cómo es esoposible? Eddie Bloch aspiró

una profunda bocanada de aire. —Emitiendo mortíferas ondas

mentales que llegaban hasta mí por el éter. El pobre comisario estuvo

a punto de desplomarse. —¿Y dice usted que no necesita asistencia

médica? —resolló con dificultad. Se produjo un revuelo de ropa y ruido

de botones, y la chaqueta, el chaleco, lacamisa y la camiseta cayeron

uno tras otro en el suelo, en torno a la silla donde estabasentado Bloch.

Éste se volvió:

93. 93 —¡Mire mi espalda! Podrá contar mis vértebras por encima de la

piel —tornó aponerse de frente—. Vea mis costillas. Observe los latidos

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de mi corazón. Oliver cerró los ojos y se volvió hacia la ventana. Estaba

en una situaciónendiablada. Afuera, Nueva Orleans palpitaba de vida, y

cuando se conociera este caso élse convertiría en el hombre más

impopular de la ciudad. Y si, por el contrario, nolograba penetrar a

fondo en el asunto, ahora que había ido tan lejos, se haría culpable

denegligencia en el cumplimiento de su deber. Bloch, que volvía a

vestirse lentamente, adivinó los pensamientos del comisario. —Querría

deshacerse de mí, ¿verdad? Usted está tratando de hallar la manera

deecharle tierra al asunto. Se resiste a llevarme ante el Gran Jurado

por temor de que sufrasu reputación, ¿no? —su voz era casi un grito de

pánico—. Bueno, yo necesitoprotección. No quiero volver otra vez

allá... a buscar mi muerte. No quiero salir enlibertad bajo fianza. Si me

dejan libre ahora, aún con mi propio consentimiento, serántan

culpables de mi muerte como Papá Benjamín. ¿Cómo se yo que mi bala

pusotérmino a la cosa? ¿Cómo puede saber nadie qué hace la mente

después de la muerte?quizá sus pensamientos me alcancen aún y

traten de apoderarse otra vez de mí. ¡Le digoque quiero que me

encierren! ¡Quiero ver gente a mi alrededor noche y día! ¡Quieroestar

en lugar seguro...! —¡Chis...! ¡ Por el amor de Dios, señor Bloch! Van a

creer que estoy torturándole —el comisario dejó caer los brazos y

exhaló un profundo suspiro—. Está bien, le detendré,ya que así lo

quiere. Le arresto por el asesinato de un tal Papá Benjamín, aunque se

ríande mí y pierda mi puesto. Por primera vez desde que el asunto

había comenzado, arrojó a Eddie Bloch unamirada de verdadera ira.

Tomó una silla, la hizo girar en el aire y la plantó con estrépitofrente a

Bloch. Puso un pie sobre ella y apuntó con el índice casi junto a los ojos

deaquél. —No soy hombre de términos medios. No le voy a encerrar a

usted para tenerlo entrealgodones y llevar el asunto con paños tibios.

Si la cosa ha de hacerse pública, lo serácompletamente. Comencemos.

Dígame todo lo que yo quiero saber, y lo que yo quierosaber es...

¡todo! ..........Los acordes de Goodnight Ladies se apagaron; los

bailarines abandonaron la sala; lasluces comenzaron a apagarse y

Eddie Bloch arrojó su batuta y se secó la nuca con unpañuelo. Pesaría

unos ochenta y cinco kilos y se encontraba en toda la plenitud de

suedad. Era un hermoso bruto. Pero ya su cara tenía un acre gesto de

disgusto. Losmúsicos comenzaron a guardar sus instrumentos y Judy

Jarvis subió a la plataforma consu traje de calle, preparada para irse.

Era la cantante de la orquesta y, además, la esposade Eddie. —

¿Vamos, Eddie? Salgamos de aquí —ella también parecía

ligeramentedisgustada—. Esta noche no he recibido un solo aplauso, ni

siquiera después de mirumba. Debo estar en decadencia. Si no fuera tu

mujer, tal vez me encontraría sintrabajo a estas horas. Eddie le palmeó

un hombro . —No eres tú, querida. Somos nosotros los que

comenzamos a ahuyentar a la gente.¿Has notado cómo ha disminuido

la concurrencia en las últimas semanas? Esta nochehabía más

camareros que clientes. El empresario tiene derecho a cancelar mi

contrato silas entradas bajan de cinco mil dólares diarios. Un camarero

se acercó al borde de la plataforma.

Page 101: 2 Amanecer VUDU

94. 94 —El señor Graham quiere verle en su oficina antes que usted se

retire, señor Bloch. Eddie y Judy cambiaron una mirada. —¿No te lo

decía, Judy? Vuelve al hotel, no me esperes. Buenas noches,

muchachos. Eddie Bloch pidió su sombrero y poco después llamó a la

puerta de la oficina delempresario. El señor Graham estaba detrás de

una pila de papelotes. —Esta semana la entrada ha sido de cuatro mil

quinientos, Eddie. La gente puedeobtener bebidas y los mismos

bocadillos en cualquier parte, pero va a donde la orquestale atrae. He

notado que hasta los pocos que vienen ni siquiera se mueven de su

mesacuando usted levanta la batuta. Vamos a ver, ¿qué es lo que

ocurre? Eddie abolló su sombrero de un puñetazo. —No me lo

pregunte. Recibo de Broadway las orquestaciones acabadas de salir

delhorno, y echamos los bofes ensayando... Graham mascó su cigarro.

—No olvide que el jazz nació aquí, en el Sur. Usted no puede enseñarle

nada a estaciudad. Aquí la gente pide siempre algo nuevo. —¿Cuándo

nos despedimos? —preguntó Eddie, sonriendo por un lado de la boca.

—Termine la semana. Vea si puede resolverlo para el lunes. Si no,

tendré quetelegrafiar a San Luis pidiendo la orquesta de Kruger. Lo

siento, Eddie. —¡Qué se le va a hacer! —contestó Eddie, bonachón—.

Ésta no es una instituciónbenéfica. Eddie salió de nuevo del oscuro

salón. La orquesta ya se había ido. Las mesasestaban apiladas. Un par

de viejas negras, arrodilladas, fregaban el parqué. Eddie subióa la

plataforma para retirar algunas partituras olvidadas sobre el piano. De

pronto, sintióque pisaba algo. Se inclinó y recogió una pata de gallina

con una tira de tela roja atada asu alrededor. ¿Cómo diablos había

llegado allí? Si hubiese estado debajo de algunamesa, habría pensado

que un comensal la había dejado caer. Eddie enrojeció. ¿Querríadecir

que él y sus muchachos habían estado tan mal esa noche que alguien

la habíaarrojado deliberadamente mientras tocaban? Una de las

limpiadoras levantó la vista. De improviso, ella y su compañera

seincorporaron, acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos,

hasta ver lo queEddie tenía en la mano. Entonces se dejó oír un doble

gemido de irracional espanto. Uncubo rodó por el suelo y jamás dos

personas, blancas o negras, salieron de allí tanapresuradamente como

las dos viejas. La puerta casi saltó de sus goznes, y Eddie pudooír

todavía sus exclamaciones calle abajo, hasta perderse a lo lejos. “¡Por

el amor de Dios! —pensó el asustado Eddie—. Deben de haber bebido

unaginebra endiablada”. Arrojó el objeto al suelo y volvió al piano a

buscar sus partituras.Una o dos hojas se habían caído detrás y se

agachó a recogerlas. Entonces el piano loocultó. La puerta se abrió otra

vez y Eddie vio entrar apresuradamente a Johnny Staats (tubay

percusión), palpándose de arriba abajo como si estuviera ensayando el

shimsham yrecorriendo el piso con la vista... De pronto, se inclinó...

para recoger el desperdicio queEddie acababa de tirar, y al

enderezarse de nuevo con aquello en la mano exhaló talsuspiro de

alivio que hasta Eddie pudo oírlo desde donde estaba. Ello le hizo

desistir dellamar a Staats, como iba a hacer. “Superstición —pensó

Eddie—; se trata de suamuleto, eso es todo, como para otros una pata

Page 102: 2 Amanecer VUDU

de conejo. Yo también soy un pocosupersticioso: nunca paso por

debajo de una escalera...” Sin embargo, ¿por qué las dos viejas se

habían puesto histéricas a la vista de aquélobjeto? Eddie recordó que

algunos de los músicos sospechaban que Staats tenía algo de

95. 95sangre negra, y habían tratado de decírselo cuando entró a

formar parte de la orquesta,pero él no había querido darles crédito.

Staats se escurrió de nuevo, tan silenciosamente como había entrado,

y Eddie decidiódarle alcance para gastarle algunas bromas acerca de la

pata de gallina durante eltrayecto hasta su hotel. (Todos vivían en el

mismo.) Cogió sus hojas de música, algunasde las cuales estaban en

blanco, y salió. Staats ya se había alejado en dirección opuestaa la del

hotel. Eddie vaciló un instante, pero luego salió detrás de él como

movido porun repentino impulso. Sólo para ver dónde iba o qué se

proponía hacer. Tal vez el terrorde las dos negras y la manera como

Staats había recogido la pata de gallina no eranajenos a su

determinación, aunque él no se daba cuenta clara de ello. ¡Y cuántas

veces,después, se lamentó de no haber ido directamente al hotel, a su

Judy, a sus muchachos,y de haberse apartado de la luz y del mundo de

los blancos! No perdió de vista a Staats y así llegó hasta el Vieux Carré.

¡Bueno, adelante! Allíhabía una cantidad de lugares, reliquias de otras

épocas, en los que cualquiera hubiesedeseado entrar. O quizá tuviera

alguna amiga mulata escondida por allí. Eddie pensó:“Es ruin espiar de

este modo a Staats”. Pero luego, ante sus ojos, a medio camino

delestrecho pasaje por donde acababan de meterse, Staats

desapareció, aunque no habíavisto abrirse ni cerrarse ninguna puerta.

Cuando Eddie llegó al último lugar en que leviera, advirtió una especie

de grieta entre dos viejos callejones, oculta por un ángulo delmuro. ¡De

modo que era por allí por donde se había metido! Eddie sentía que el

asuntoempezaba a cansarle. Sin embargo, se introdujo por allí y siguió

caminando a tientas.De vez en cuando se detenía y podía oír los

suaves pasos de Staats un poco delante deél. Después reemprendía la

marcha. Una o dos veces el pasaje se ensanchó un tanto,dejando pasar

un rayo de luna por entre las paredes. Más tarde un hilo de luz

anaranjadase filtró por una ventana y un codo le rozó el vientre. —

Serás más feliz aquí; no sigas adelante —dijo una voz suave. Era una

profecía. ¡Si él lo hubiese sabido! Pero el impávido Eddie contestó

simplemente: —¡Vete a dormir, trasnochadora! Y la luz desapareció.

Luego entró en un túnel y se dio un cabezazo que le hizo saltar las

lágrimas. Pero, alotro extremo, Staats se detuvo al fin en una mancha

de luz y pareció quedarse mirandohacia arriba, una ventana o algo así;

Eddie permaneció inmóvil dentro del túnel,levantándose el cuello del

esmoquin para ocultar el blanco de su camisa. Staats se detuvo sólo un

instante, durante el cual Eddie le observó conteniendo elaliento.

Finalmente, emitió un extraño silbido. No había nada de casual en eso;

era unsonido difícil de emitir sin práctica previa. Luego se quedó

esperando, hasta que, depronto, otra figura se acercó a él en la

penumbra. Eddie aguzó la vista. Era un negrazocomo un gorila. Algo

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pasó de las manos de Staats a las de éste —posiblemente la patade

gallina—, luego entraron en la casa frente a la cual Staats se había

detenido. Eddiepudo oír los arrastrados pasos por la escalera y el

crujido de una vieja y carcomidapuerta. Después todo quedó en

silencio. Avanzó hasta la desembocadura del túnel y se puso a mirar

hacia arriba. No se veíaninguna luz por las ventanas. La casa parecía

estar deshabitada, muerta. Eddie agarró la solapa de su esmoquin con

una mano y se dio con la otra un puñetazoen la mandíbula. No sabía

qué hacer. El vago impulso que lo había llevado hasta allí en pos de

Staats comenzaba adebilitarse. ¡Staats tenía curiosos amigos! Algo

rara debía de ocurrir en aquel lugar tanapartado y a esa hora de la

madrugada; pero, después de todo, nadie tiene que dar cuentade su

vida privada. Eddie se preguntaba por qué diablos habría ido hasta allí.

No

96. 96deseaba que nadie supiera que lo había hecho. Ahora se volvería

atrás, a su hotel, y semetería en la cama. Tenía que pensar alguna

novedad para el Maxim’s de allí al lunes, osu contrato sería rescindido.

Luego, cuando ya había levantado el pie para marcharse, una apagada

melopeacomenzó a oírse dentro de aquella casa. Era tan suave como

un murmullo. Tenía queatravesar espesas puertas y espaciosas

habitaciones vacías y pasar por el hueco deaquella escalera antes de

llegar a él. “Alguna ceremonia religiosa —se dijo Eddie—.Entonces,

Staats profesa un culto, ¿eh? Pero, ¡vaya un lugar apropiado!” Una

pulsación como la de una máquina lejana subrayaba la melopea, y, de

vez encuando, un bum como el del trueno acercándose a través de la

ciénaga la cubría. Sonabaasí: Bum—butta—butta—bum—butta—butta

—bum, y la melopea volvía a elevarse,Eeyah—eeyah—eeyah... El

instinto profesional de Eddie despertó de pronto. Lo ensayó, marcando

el compáscon la mano, como si sostuviera la batuta. Sus dedos

sonaron como un latigazo. —¡Oh, dios! ¡Esto es maravilloso!

¡Magnífico! ¡Sublime! ¡Lo que yo necesitaba!¡Tengo que entrar aquí!

¿De modo que con una pata de gallina bastaba? Se volvió y echó a

correr por el túnela través del pasaje, siguiendo el camino por donde

había venido, bajando aquí y allí, yencendiendo una cerilla tras otra.

Luego se encontró una vez más en el Vieux Carré,donde los cajones de

desperdicios no habían sido retirados aún. Vio una lata en laesquina de

dos callejuelas y la volcó. El hedor subía hasta el cielo, pero se metió

en labasura hasta las rodillas, como un trapero, e introdujo los brazos

hasta el codoesparciéndolas a diestro y siniestro. Tuvo suerte, pues

encontró un agusanado esqueletode gallina. Le arrancó una pata y la

limpió en un trozo de periódico. Luego emprendió elregreso. Un

momento. ¿Y la cinta roja para atarla? Se tanteó de arriba abajo; hurgó

entodos los bolsillos. No tenía nada de ese color. Tendría que prescindir

de eso, peroentonces tal vez fracasaría. Dio la vuelta y corrió por el

estrecho pasaje sin preocuparsepor el ruido que producía. Otra vez el

hilo de luz anaranjada y el codo de la perseverantemujer. Eddie se

inclinó, la asió por la manga del rojo quimono y rompió una tira de

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éste.Palabras soeces, que ni Eddie conocía, cesaron al ponerle en la

mano un billete de cincodólares. Pronto estuvo al otro extremo del

pasaje. ¡Con tal de que la ceremonia nohubiese terminado aún! No

había terminado. Cuando se había ido de allí, el cántico era débil y

apagado.Ahora era más sonoro, más persistente, más frenético. Eddie

no se preocupó de lanzar elsilbido; de todos modos no habría podido

imitarlo exactamente. Se zambulló en el pozonegro que era la entrada

de la casa, sintió los grasientos peldaños debajo de sus pies,alcanzó a

subir uno o dos, y de pronto el cuello de su camisa le pareció cuatro

númerosmás chico, pues una manaza lo había aferrado de él por

detrás. Algo afilado, que podíaser desde un cortaplumas de bolsillo

hasta una navaja de afeitar, le rozó el cuello debajode la nuez,

haciéndole saltar unas gotas de sangre preliminares. —Bueno, me la

he ganado —dijo con voz entrecortada. ¿Qué clase de religión era

aquella? El Objeto afilado se quedó donde estaba, pero lamano soltó el

cuello de la camisa para coger la pata de gallina. Luego, el objeto

afiladose apartó también, pero no mucho. —¿Por qué no dio usted la

señal? Eddie se tocó la garganta. —Estoy enfermo de aquí y no pude.

—Encienda una cerilla, quiero ver su cara. —Eddie obedeció y sostuvo

la cerilla unmomento—. No he visto nunca su cara aquí. —Mi amigo,

que está allá, puede decírselo.

97. 97 —¿El señor Johnny es su amigo? ¿Le pidió que viniera? Eddie

pensó rápidamente. La pata de gallina podía tener más fuerza que

Staats. —Esto me dijo que viniera. —¿Papá Benjamín le mandó eso? —

¡Claro! —dijo Eddie rotundamente. De seguro Papá Benjamín era su

sacerdote,pero aquella era una manera endemoniada de... La cerilla le

quemó los dedos; entoncesla arrojó al suelo. Con la oscuridad se

produjo un momento de incertidumbre que podíaterminar de cualquier

manera. Una gran provisión de mundología y un millar de años

decivilización respaldaban a Eddie—. Me va a hacer llegar tarde. A

Papá Benjamín no leva a gustar. Subió a tientas la oscura escalera,

pensando que en cualquier momento podía sentirsu espalda hecha

trizas, pero era mejor que quedarse quieto esperando que se

lohicieran. Volverse atrás sería atraerse aquello más rápidamente. No

obstante, suspalabras habían surtido efecto y nada le ocurrió. —En el

momento menos pensado vamos a ver pasar por aquí a medio Nueva

Orleans—gruñó, malhumorado, el cancerbero africano, dejándose caer

en la escalera como unafoca cansada. Hizo alguna otra observación

acerca de “negros que parecían blancos”, y luegosiguió rascándose.

Llegó al descansillo de la escalera, tan cerca del bum—butta—bum que

éste apagabatodos los demás sonidos. Toda la armazón de la vieja

casa parecía temblar. Un hilo deluz rojiza le indicó dónde estaba la

puerta. La empujó suavemente y la puerta cedió. Elchirrido de sus

goznes se perdió en el torrente sonoro que surgió del interior.

Viobastantes cosas y lo que vio incitó aún más su curiosidad. Algo le

decía que lo mejor eraentrar tranquilamente, cerrando la puerta tras él

antes de que le vieran. El copo de nieveque estaba al pie de la escalera

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podía subir y aferrarlo otra vez del cuello. Abrió un pocomás la puerta,

se escurrió dentro y la cerró con el tacón de su zapato,

apartándoseinmediatamente de allí lo más que pudo. Evidentemente,

nadie le había visto. Era una sala grande y sombría y estaba atestada

de gente. Solo la iluminaba unalámpara de aceite y gran cantidad de

cirios que podían parecer brillantes comparadoscon la oscuridad de

fuera, pero que allí alumbraban débilmente. Las largas

sombrasdanzantes arrojadas contra las paredes por los que se movían

en el centro de la sala eranpara él una protección tan eficaz como

podía serlo la oscuridad del exterior. Dio unavuelta a la sala y una

ojeada fue suficiente para revelarle que aquello era cualquier

cosamenos una ceremonia religiosa. Al principio le pareció una juerga,

pero allí no se veíaginebra por ninguna parte y en la danza no

intervenían mujeres. Era más bien unareunión de demonios acabados

de salir del infierno. Muchos de ellos se habían quedadotendidos en el

suelo, y los demás pasaban sobre ellos al saltar de un lado a otro,

pisandoa veces los rostros, los pechos, los brazos y las manos

yacentes. Otros, que habían caídoen una especie de trance, estaban

sentados en el suelo, la espalda apoyada en lasparedes, algunos

balanceándose y otros poniendo los ojos en blanco y dejando

escaparde su boca hilos de espuma. Rápidamente, Eddie se dejó caer

sentado en el suelo y pusomanos a la obra. También comenzó a

balancearse, dando golpes en el suelo con lospuños, pero él no estaba

en trance. Lo que hacía era tomar notas para un número quesería un

éxito en el Maxim’s. Una hoja de música en blanco estaba parcialmente

ocultadebajo de sus muslos y a cada momento se inclinaba para

escribir con un trocito delápiz. “Clave de fa —pensó—, puedo decidirlo

cuando lo instrumente. Mi, re, do; mi, re,do. Luego otra vez. Espero que

no se me haya pasado nada.”

98. 98 Bum—butta—butta—bum. Jóvenes y viejos, gordos y flacos,

desnudos y vestidos,saltaban de derecha a izquierda, de izquierda a

derecha, en dos círculos concéntricos,mientras las llamas de las velas

danzaban locamente y las sombras se agitaban entre losmuros. En el

centro de todo aquello, dentro del círculo interior de bailarines,

seencontraba un hombre viejísimo, de tez y huesos negros, que se veía

sólo algunas vecespor entre los apretados cuerpos que le rodeaban.

Tenía puesta alrededor de la cinturauna piel de animal, y su cara

estaba oculta por una horrible máscara. A un lado delviejo, una mujer

rechoncha hacía sonar sin interrupción dos calabazas, marcando

elbutta del ritmo de Eddie. Al otro lado, otra mujer batía el tambor: el

bum. El viejosostenía en alto un ave que chillaba y batía las alas; en la

otra mano, un cuchillo deafilada hoja. Algo resplandeció en el aire, pero

los bailarines se interpusieron entreEddie y la visión. Lo que logró ver

después fue que el ave ya no agitaba las alas.Colgaba pesadamente y

la sangre de sus venas corría por el arrugado brazo del viejo. “Esta

parte no entrará en mi número”, se dijo Eddie. El horrible viejo cayó

cerca deEddie, que esquivó rápidamente. A su alrededor ocurrían cosas

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repugnantes. Vio aalgunos de los locos bailarines caer de bruces sobre

las rojas gotas y limpiarlas con lalengua. Luego seguían gateando en

torno a la habitación, buscando otras. “Será mejor que me vaya —se

dijo Eddie, que comenzaba a sentir náuseas—.Debería venir la Policía y

arrear con todos.” Sacó de debajo de sus piernas las hojas demúsica,

ahora llenas de notas, y las guardó en un bolsillo de la chaqueta; luego

recogiólas piernas, preparándose para levantarse y salir de aquel antro

infernal. Mientras tanto,una segunda ave, esta vez negra (la primera

era blanca); un berreante lechón y uncachorrillo de perro habían

corrido la suerte del primer animal. Los cuerpos no erandesperdiciados

una vez que el viejo los dejaba. Eddie veía suceder cosas en el

suelo,entre los pies frenéticos de los bailarines, y adivinaba otras que

le inducían a cerrar losojos. De pronto, levantado ya medio centímetro

del suelo, se preguntó qué se había hechode la melopea, del choque

de las calabazas y del son del tambor y el batir de pies de losbailarines.

Abrió los ojos y vio todo inmovilizado en torno a él. Ni un movimiento,

niun sonido. Un huesudo brazo del viejo terminaba en una mano tinta

en sangre, cuyoíndice apuntaba como una flecha en dirección a Eddie.

Éste se dejó caer aquel mediocentímetro. No había podido estar en

aquella posición mucho tiempo y, además, algo ledecía que no iba a

poder salir inmediatamente. —¡Hombre blanco! —dijo el viejo con voz

alterada, y todos comenzaron a rodearlo. Un gesto del viejo los

inmovilizó otra vez. Una voz cascada salió por la gesticulante boca de

la máscara. —¿Qué hace usted aquí? Eddie se tentó los bolsillos

mentalmente. Tenía unos cincuenta dólares. ¿Seríasuficiente para

comprar su salida? Sentía, sin embargo, la desagradable impresión

deque a ninguno de los presentes le interesaba el dinero, como debiera

ser..., aunque fueseen ese momento. Antes de que pudiera llevar a

cabo lo que pensaba, otra voz se oyó: —Yo conozco a este hombre,

papaloi. Déjeme a mí. Johnny Staats había ido allí enfundado en su

esmoquin, con su pelo bien peinadohacia atrás. Era una ruedecilla en

la vida nocturna de Nueva Orleans. Ahora estabadescalzo, sin

chaqueta, sin camisa..., hecha una piltrafa. Una gota de sangre en

medio dela frente le había trazado una línea de sien a sien. Unas

plumas de gallina estabanpegadas a su labio superior. Eddie lo había

visto bailar con los demás y arrastrarse porel suelo. Cuando Staats se

le acercó, Eddie sintió erizársele el pelo de asco. Los

demásretrocedieron un paso, tensos, listos a saltar. Los dos hombres

hablaron en voz baja y ronca.

99. 99 —Es el único camino, Eddie. No te puedo salvar... —¡Cómo!

¡Estamos en el corazón de Nueva Orleans! ¡No se atreverían! Pero el

rostro de Eddie transpiraba abundantemente. No era tonto. La Policía

llegaríacon seguridad y registraría el lugar, pero ¿qué encontraría? Sus

restos mezclados con losde las aves, el lechón y el perro. —Es mejor

que te apresures, Eddie. No voy a poder entretenerlos mucho

mástiempo. A menos que lo hagas, no podrás salir vivo de aquí. Puedes

estar convencido. Sitrato de detenerlos, yo también caeré. Tú sabes lo

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que es esto, ¿no? ¡Esto es vudú! —Lo supe a los cinco minutos de

entrar aquí —y Eddie pensó para sí: “¡Tú, hijo deuna tal! Mejor será que

le pidas a Mumbo—Jumbo que te encuentre un nuevo trabajopara

mañana por la mañana.” Rió para sus adentros, pero dijo, poniendo

cara grave—:¡Claro que voy a iniciarme! ¿Para qué crees que vine

aquí? Sabiendo lo que ahora sabía, Staats sería la última persona en el

mundo que revelarael origen de aquel nuevo formidable número que él

iba a sacar de todo eso, y cuyasnotas ya tenía bien guardadas en el

bolsillo. Además, quizá pudiera sacar más materialdel acto de

iniciación. Una canción o un baile para Judy, que ejecutaría tal vez bajo

unfoco de luz verde. Por último, era inútil pretender que allí había

bastantes navajas,cuchillos y otras armas para permitirle salir sin un

rasguño. El rostro de Staats era grave, sin embargo. —Eddie, no

juegues. Si tú supieras lo que yo sé acerca de esto, verías que es

másserio de lo que parece. Si eres sincero y obras de buena fe, está

bien. Si no es así, seríapreferible que te dejaras cortar en pedazos

ahora mismo. —¡En mi vida he obrado más seriamente! —dijo Eddie.

Pero en lo más hondo de su ser se reía con todas sus ganas. Staats se

volvió hacia elviejo. El papaloi quemó algunas plumas y vísceras a la

llama de una vela. El silencio eraabsoluto. Todos los presentes se

arrodillaron al mismo tiempo. —Salió muy bien —suspiró Staats—. El lo

ha leído. Los espíritus están conformes. “Bueno, por ahora vamos bien

—pensó Eddie—. He engañado a las tripas y a lasplumas.” El papaloi lo

señaló. —Ahora, déjenlo ir. ¡Y guarda silencio! —sonó la voz detrás de

la máscara. Repitió las mismas palabras por segunda y tercera vez,

haciendo una larga pausaentre cada una. Eddie miró esperanzado a

Staats. —Entonces, ¿puedo irme siempre que no cuente a nadie lo que

he visto? Staats movió la cabeza apesadumbrado. —Es una parte del

ritual. Si te fueras ahora y comieras algo que no te sentara bien,caerías

muerto antes de que terminara el día. Nuevos sacrificios sangrientos, y

el tambor, las calabazas y la melopea comenzaronde nuevo, pero tan

suavemente como al principio. Llenaron un tazón de sangre. Eddiefue

levantado y conducido hasta él por Staats, de un lado, y un negro

anónimo, del otro.El papaloi sumergió su ya ensangrentada mano en el

tazón y trazó un signo en la frentede Eddie. El cántico se elevó detrás

de él. La danza comenzó de nuevo. Ahora estaba enmedio de todos.

Eddie era una isla de cordura en un mar de selvático frenesí. El tazón

seelevó ante él. Eddie trató de dar un paso atrás, pero sus padrinos lo

sujetaronfuertemente por los brazos. —¡Bebe! —susurró Staats—.

¡Bebe..., o te matan aquí mismo! Aun a esta altura del juego se le

ocurrió un chiste a Eddie. Aspiró hondamente y dijo: —Bueno,

ingeriremos vitamina A.

100. 100 Staats se presentó al ensayo de la mañana siguiente y se

encontró con que otromúsico ocupaba su puesto frente a la batería. No

dijo gran cosa cuando Eddie le entregóun cheque por el sueldo de dos

semanas. Eddie escupió ante él en el suelo y gruñó: —¡Lárgate de aquí,

cochino! Staats sólo murmuró: —De modo que los traicionas, ¿eh? No

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quisiera estar en tus zapatos por toda la famay el dinero de este

mundo. —Si te refieres a aquel mal sueño de anoche —dijo Eddie—,

debo decirte que no selo he contado a nadie, ni intento hacerlo. ¡Ah,

cómo se reirían de mí si lo hiciera! Sólorecuerdo lo que puede servirme

de algo. ¡Soy blanco!, ¿sabes? La selva para mí no esotra cosa que

árboles, el Congo es un río, la noche sólo sirve para encender la

luzeléctrica —sacó un par de billetes—. Dales esto de mi parte y diles

que les pago miscuotas desde ahora hasta el día del Juicio y que no

necesito recibo. Y si intentan echarun filtro en mi naranjada, se van a

encontrar bailando en una cadena. Los billetes cayeron en el lugar

donde Eddie había lanzado su escupitajo. —Tú eres uno de los

nuestros. ¿Te crees blanco? La sangre lo dice. No habrías idoallí, no

habrías podido soportar la iniciación, si lo fueras. Acuérdate de mirar

algunasveces tus uñas. Mírate en un espejo el blanco de tus ojos.

¡Adiós, cadáver! Eddie también le dijo adiós. Le saltó tres dientes, le

rompió las narices y rodó con élpor el suelo. Pero no pudo borrar la

sonrisa de “reconocimiento” que resplandecía aúnen la faz

ensangrentada. Los separaron y los hicieron levantarse y apaciguarse.

Staats salió tambaleante, perosonriendo por lo que sabía. Eddie,

jadeando, volvió a colocarse frente a la orquesta. —Bueno, muchachos.

Todos a una ahora. ¡Bum—butta—butta—bum—butta—butta—

bum! ...........Graham le concedió un aumento de quinientos dólares, y

todo Nueva Orleans se agolpóen la sala del Maxim’s el sábado por la

noche. La gente se tocaba hombro con hombro yhasta se colgaba de

las arañas para ver. “Por primera vez en América el verdaderoCanto

Vudú”, anunciaban innumerables carteles por toda la ciudad. Cuando

Eddieempuñó su batuta, las luces se apagaron, y un torrente de luz

verde inundó la plataformadesde abajo; se habría podido oír el ruido de

un alfiler al caer. —Buenas noches, amigos. Aquí están Eddie Bloch y

sus Five Chips tocando paraustedes desde el Maxim’s. van a oír en

seguida, por primera vez a través del éter, elCanto Vudú, el inmemorial

himno ritual que jamás hombre blanco alguno ha podido oírantes.

Puedo asegurar que se trata de una transcripción fidelísima, sin una

nota devariación. Entonces, suavemente y como a lo lejos, la orquesta

comienza: bum—bum—butta—bum. Judy se preparó para bailarlo y

cantarlo. Estaba ya con el pie en el primer peldaño dela plataforma,

esperando que le indicaran su entrada. Tenía un maquillaje color

naranja,un vestido de plumas, un pajarillo artificial sujeto a una mano y

empuñaba un cuchilloen la otra. Su mirada encontró la de Eddie, y éste

comprendió que ella quería decirlealgo. Moviendo aún su batuta, se

apartó a un lado hasta colocarse a su alcance. —¡Eddie, no, haz que

paren! ¡Interrumpe! Tengo miedo por ti... —Ya es tarde —contestó

Eddie en voz baja—. Hemos comenzado; además, ¿de quétienes

miedo?

101. 101 Judy le mostró un arrugado trozo de papel. —Hace un

momento me encontré esto debajo de la puerta de tu camerino. Parece

unaamenaza. Hay alguien que no quiere que ejecutes ese número.

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Eddie, sin dejar de mover su batuta, desdobló el papel con su mano

izquierda y leyó: “Tú puedes atraer los espíritus, pero ¿podrás

rechazarlos después? Piénsalo bien.” Eddie estrujó el papel y lo arrojó

al suelo. —Staats está tratando de asustarme porque lo despedí. —

Estaba atado a un manojito de plumas negras —trató de decirle ella—.

No lehabría prestado atención; pero cuando lo vio la doncella, me

suplicó que no bailara estenúmero. Después me dejó plantada... —

Estamos transmitiendo —le recordó él entre dientes—. ¿Me acompañas

o no? Eddie volvió al centro de la plataforma. El tambor resonó más y

más alto, del mismomodo que la noche anterior. Judy dio vueltas en

medio de un torrente de luz verde ycomenzó el endemoniado lamento

que Eddie le había enseñado. Un camarero dejó caer una bandeja llena

de vasos en medio del silencio de la sala, ycuando el jefe de comedor

acudió, aquél había desaparecido. Había abandonadosencillamente su

puesto, dejando una docena de mesas sin servir. —¡Maldito sea...! —

dijo aquél, rascándose la cabeza. Eddie estaba al frente a la orquesta,

de espaldas a Judy, y al mover su cuerpo acompás de la música, algún

alfiler que probablemente se había olvidado de sacar de sucamisa se

clavó de improviso en su espalda, un poco más abajo del cuello,

justamenteentre los omóplatos. Eddie dio un respingo y después no

sintió nada más... Judy chillaba, berreaba, se desgañitaba. Pronunciaba

palabras que ni él ni ellaentendían, que Eddie había logrado anotar

fonéticamente la otra noche. Su cimbreantecuerpo realizaba todas las

contorsiones, naturalmente suavizadas, que aquellaendiablada negra

cubierta de grasa y desnuda totalmente ejecutó aquella noche. Clavó

elfingido puñalito en el pajarillo y lanzó al aire imaginarias gotas de

sangre. Jamás sehabía visto nada parecido. Y, al terminar, en el silencio

que cayó de pronto sobre la sala,se pudo contar hasta veinte: de tal

modo se había apoderado de todos. Después comenzó el ruido. Fue

como una avalancha. Más que nunca en aquel lugar,la gente comenzó

a pedir bebidas, y la encargada del lavabo de señoras no podía

atendera las mujeres que se refugiaban allí para desahogar su

nerviosismo. —¡Trata de irte de aquí ahora! —dijo Graham a Eddie en

un intervalo—. Mañanapor la mañana me firmarás un nuevo contrato

que no te defraudará. Ya tenemoscobradas seis mil mesas reservadas

para la próxima semana. ¡Algunas hasta portelegrama desde tan lejos

como Shreveport! ¡Éxito! Eddie y Judy regresaron en taxi a su hotel,

cansados, pero felices. —¡Esto durará años! Será nuestra ejecución

más celebrada, como la Rhapsody inBlue para Whiteman. Ella fue la

primera en entrar en el dormitorio. Encendió las luces y un

minutodespués llamó a Eddie. —¡Ven a ver esto...! Es algo monísimo.

—La encontró con un muñequito de cera enlas manos—. ¡Oh, y eres tú,

Eddie! Tan pequeñito y, sin embargo, tan parecido. ¿No esuna cosa

perf...? Eddie lo cogió y se quedó mirándolo. Era él, en efecto. Estaba

enfundado en dosretazos de tela negra que hacían de esmoquin. Los

ojos, el pelo y los demás detalleshabían sido trazados con tinta sobre la

cera. —¿Dónde lo encontraste? —Sobre tu cama, apoyado en la

almohada.

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102. 102 Estaba a punto de sonreír cuando dio la vuelta al muñequito.

En la espalda,justamente debajo del cuello, entre los omóplatos, había

clavado un pequeño, peromaligno, alfiler negro. En un primer momento

se puso pálido. Ahora sabía de dónde provenía aquello y loque quería

decir. Pero no era eso lo que le hacía cambiar de color. Acababa de

recordaralgo. Se quitó la americana, se arrancó el cuello y se volvió de

espaldas a Judy. —¡Mírame la espalda! Sentí un alfilerazo cuando

ejecutábamos el número. Pásamela mano. ¿Notas algo? —No..., no

tienes nada —contestó ella. —Debe de haberse caído. —No puede ser

—repuso Judy—. Tu cinturón está tan ceñido que parece incrustadoen

el cuerpo. No tuvo que ser nada, pues de lo contrario lo tendrías

encima. Te habráparecido. —Escucha. Yo sé cuándo me pincha un

alfiler. ¿No tengo ninguna marca en laespalda? ¿Algún rasguño entre

los hombros? —Nada. —Será cansancio, nerviosismo —se acercó a la

ventana abierta y arrojó el muñeco alvacío con todas sus fuerzas. Una

desagradable coincidencia; eso era todo. Pensar otra cosa sería darles

alas aellos. Sin embargo, Eddie se preguntaba qué le hacía sentirse tan

cansado. Había sidoJudy la que había bailado y no él. No obstante, se

sentía agotado desde la ejecución delnúmero. Apagaron las luces y

Judy se quedó profundamente dormida. Él, durante un rato,permaneció

en silencio. Poco después se levantó y entró en el baño, cuyas luces

eran lasmás brillantes del departamento, y se quedó observándose

atentamente en el espejo. “Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas.

Mírate el blanco de los ojos”, le habíadicho Staats. Eddie lo hizo. Sus

uñas tenían un tinte azulado que nunca había notadoantes. El blanco

de sus ojos estaba ligeramente amarillento. La noche estaba tibia, pero

Eddie comenzó a tiritar de pies a cabeza. No pudodormir... A la mañana

siguiente la espalda le dolía como si tuviera sesenta años. Perosabía

que era por no haber pegado los ojos en toda la noche, no por un alfiler

mágico. —¡Oh, santo Dios! —dijo Judy al otro lado de la cama—. Mira lo

que le has hecho. Y mostró a su marido la segunda página del Picayune

Times, que decía: “John Staats, hasta hace poco miembro de la

orquesta de Eddie Bloch, se suicidóayer tarde, a la vista de docenas de

personas, arrojándose de un bote que conducía élmismo en el lago

Pontchartrain. Estaba solo en ese momento. El cadáver fue

recogidomedia hora más tarde.” —Yo no tengo la culpa —dijo Eddie

sombríamente. Sin embargo, sospechó lo que sucedió ayer por la

tarde. La noche se acercaba y nopodía afrontar lo que se le venía

encima por haber apadrinado a Eddie y traicionado alos otros. Ayer

tarde... Eso quería decir que Staats no había sido el que dejara aquella

amenaza en elcamerino ni el muñequito en la cama. Staats ya estaba

muerto a aquella hora..., ya noera ni blanco ni negro. Eddie esperó a

que Judy se encontrara debajo de la ducha para telefonear a laMorgue.

—Se trata de Johnny Staats. Trabajó conmigo hasta ayer, de modo que

si nadiereclama su cadáver, envíenlo a una funeraria a mi costa.

103. 103 —Ya lo han reclamado, señor Bloch, esta mañana temprano.

Sólo esperamos que elmédico forense certifique el suicidio. Es una

Page 111: 2 Amanecer VUDU

asociación de gente de color. Viejosamigos de él, según parece. Judy

entró en la habitación y le dijo: —¿Qué te pasa?¡Estás verde! Eddie

pensó: “Ni que hubiese sido mi peor enemigo. No puedo permitir que

suceda.¿Qué clase de horrores van a tener lugar en alguna parte, en la

oscuridad?” Los creíacapaces hasta del canibalismo. Tenía el teléfono

al alcance de la mano, y sin embargono podía denunciarlos a la Policía

sin descubrirse a sí mismo, pues tendría que confesarque había estado

allí y que había tomado parte en las reuniones, por lo menos una vez.Y

cuando eso se supiese, ¡bang!¡bang!, adiós reputación. Se le haría la

vidaimposible..., especialmente ahora que había ejecutado el Canto

Vudú, identificándosecon él en la mente del público. De modo que, solo

otra vez en su habitación, decidió llamar a la famosa agencia

dedetectives privados de Nueva Orleans. —Necesito un

guardaespaldas, sólo por esta noche. Que me espere en el Maxim’s ala

hora de cerrar. Armado, desde luego. Era domingo y los bancos

estaban cerrados, pero Eddie tenía crédito en todas partesy logró

reunir mil dólares en efectivo. Cerró trato con un crematorio para que

se hiciesecargo de un cadáver, a última hora de la noche o al día

siguiente muy temprano. Quedóen notificarles adónde debían ir a

retirarlo. El pobre Johnny Staats no había podidolibrarse de ellos en

vida, pero lo iba a lograr después de muerto. Eso era lo menos

quehabría hecho cualquiera por él. Aquella noche, a pesar de las

disposiciones de Graham para dar más espacio alpúblico en el

Maxim’s, resultó insuficiente. El número del Vudú era un éxito

sinprecedentes. Pero la espalda de Eddie estaba contraída mientras

movía su batuta. Eracuanto podía hacer para mantenerse erguido.

Cuando aquella noche cesó la algarabía, el detective privado ya le

estaba esperando. —Mi nombre es Lee. —Muy bien, Lee. Venga

conmigo. Salieron y se introdujeron en el Bugatti de Eddie, dirigiéndose

a toda velocidad alVieux Carré y deteniéndose con un repentino

frenazo en el centro de lo que seguirásiendo Congo Square, llámese

oficialmente como se llame. —Por aquí —dijo Eddie, y su

guardaespaldas se escurrió por el pasaje tras él. —¡Hola querido! —dijo

la de los codazos. Y por una vez, para sorpresa de ella, recibió una

respuesta amable. —¿Qué dices, Eglantine? —observó al pasar el

guardaespaldas de Eddie—. ¿Así quete mudaste? Se detuvieron

delante del caserón, al otro extremo del túnel. —Bueno, hemos llegado

—dijo Eddie—. Vamos a ser detenidos en mitad de laescalera por un

negro gigantesco. Lo que usted tiene que hacer es salir del paso,

noimporta cómo. Y voy a ir arriba y usted me esperará en la puerta.

Debe tratar de que yopueda salir de allí. Probablemente tengamos que

bajar entre los dos el cadáver de unamigo, pero no estoy seguro.

Depende de que esté o no en esta casa. ¿Me comprende? —

Perfectamente. —Encienda una linterna y sosténgala alumbrando por

encima de mis hombros. Un cuerpo enorme, amenazante, bloqueó la

angosta escalera, con unas piernas ybrazos de gorila, capaces de un

mortífero abrazo. Mostraba sus desmesurados dientes yesgrimía una

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hoja de reluciente acero. Lee apartó bruscamente a un lado a Eddie y

pasódelante.

104. 104 —¡Suelta eso, muchacho! —ordenó impertérrito, y esperó a

ver si la orden eraacatada. De todos modos, un arma había sido

esgrimida contra los dos blancos. Disparó tresveces desde una

distancia de un metro y dio exactamente donde quería. Las balas

sealojaron en ambas rodillas y en el codo del brazo que sostenía el

cuchillo. —Quedarás inválido para el resto de tu vida —observó con

satisfacción—. O tal vezsea mejor evitártelo —aplicó el cañón del

revólver a la sien del coloso caído. El estampido resonó por la estrecha

escalera despertando repetidos ecos. —¡Vamos rápido —dijo Eddie—,

antes de que se lo lleven...! Saltó por encima de la postrada figura, con

Lee tras él. —¡Quédese ahí! Será mejor que vuelva a cargar mientras

espera. Si lo llamo, ¡poramor de Dios, no cuente hasta diez antes de

entrar! Al otro lado de la puerta se produjo un ir y venir de pies y un

excitado aunquesofocado murmullo de voces. Eddie la abrió

rápidamente y la cerró de un golpazo,dejando a Lee afuera. Todos se

quedaron clavados en su sitio cuando le vieron. Allíestaban el papaloi y

otros seis hombres, no tantos como la noche de la iniciación deEddie.

Probablemente, el resto estaba esperando en alguna parte fuera de la

ciudad, enun lugar secreto donde la ceremonia del entierro, cremación

u... orgía debía tener lugar. Papá Benjamín estaba ahora sin su

máscara y sin la piel del animal. En la habitaciónno había calabazas ni

tambor ni figuras estáticas alineadas contra la pared. Estaban apunto

de salir, pero él había llegado a tiempo. Tal vez estuviesen esperando

una horadeterminada. Las ordinarias sillas de cocina en las que el

papaloi debía ser llevado ahombros estaban preparadas, acolchadas

con trapos. Había una hilera de cestoscubiertos de arpillera arrimados

a la pared trasera. —¿Dónde está el cuerpo de Johnny Staats? —gritó

Eddie—. Ustedes lo reclamaron ylo retiraron de la Morgue esta

mañana. Sus ojos se posaron en los cestos y en el manchado cuchillo

que yacía en el suelo asu lado. —Mucho mejor —cacareó el viejo— es

que tú lo hubieras seguido. La fatalidad ya tetiene señalado... A estas

palabras se elevó un confuso murmullo. —¡Lee! —llamó Eddie—.

¡Venga! —y Lee se puso inmediatamente a su lado,revólver en mano—.

¡Cúbrame mientras echo un vistazo por aquí! —¡A ver, todos ustedes,

pónganse en aquella esquina! —rugió Lee, dando un fuertepuntapié a

uno de ellos, que se movía más lentamente que los demás.

Obedecieron, quedándose amontonados, con los ojos fijos y

escupiendo como unabandada de monos. Eddie se dirigió directamente

a los cestos y arrancó la arpillera quecubría el primero. Carbón. El

siguiente, café. El otro, arroz. Y así sucesivamente. Eran, simplemente,

cestos de los que las negras suelen llevar en la cabeza cuandovan al

mercado. Eddie miró a Papá Benjamín y sacó el rollo de billetes que

habíallevado para él. —¿Dónde lo tienes? ¿Dónde ha sido enterrado?

¡Llévanos allá! ¡Muéstranos dóndees! ni un sonido. Sólo un quemante,

ondulante odio que casi se podía palpar. Eddie miróel cuchillo que

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yacía allí, no ensangrentado, sino sólo gastado, mellado, con

hilachasadheridas, y le dio un puntapié. —No está aquí, seguramente

—le dijo a Lee, mientras se dirigía a la puerta. —¿Qué hacemos,

patrón? —preguntó su satélite. —Salir volando de este estercolero a

respirar aire puro —dijo Eddie avanzando endirección a la escalera.

105. 105 Lee era de los que sacan provecho de cualquier situación,

cualquiera que sea ésta.Antes de seguir a Eddie se acercó a uno de los

cestos, se metió una naranja en cadabolsillo de la americana y luego

hurgó entre las demás para elegir una especialmentebuena para comer

allí mismo. Se oyó un golpe seco y la naranja rodó por el piso comouna

bola de bolos. —¡Señor Bloch! —gritó roncamente—. ¡Lo encontré! —

respiraba trabajosamente apesar de su rudeza. Algo como un hondo

suspiro partió del rincón donde estaban los negros. Eddie sequedó

inmóvil, mirando, y luego se apoyó en el marco de la puerta. Por entre

una capade naranjas del canasto, los cinco dedos de una mano surgían

verticalmente; una manoque terminaba bruscamente en la muñeca. —

Es su marca —dijo Eddie con voz entrecortada—. ¡Ahí, en el dedo

meñique! Laconozco. —Bueno, usted dirá. ¿Les disparo? —preguntó

Lee. Eddie movió la cabeza. —No fueron ellos..., se suicidó. Hagamos lo

que tenemos que hacer y larguémonos. Lee volcó uno después de otro

todos los cestos. El contenido de los mismos seesparció por el suelo.

Pero en cada uno de ellos había algo más. Exangüe, blanco comocarne

de pescado. Aquel cuchillo, las hilachas adheridas a la hoja. Ahora

Eddie sabíapara qué lo habían usado. Tomaron un cesto y lo forraron

con una de las mugrientasmantas de la cama. Después, con sus

propias manos, lo llenaron con lo que habíanencontrado y lo taparon

con las esquinas de la manta, llevándoselo entre los dos fuera dela

habitación y bajándolo por la oscura escalera, mientras Lee caminaba

de espaldas,revólver en mano, cubriendo la retirada. Juraba como un

condenado. Eddie trataba de nopensar en cuál podía haber sido el

destino de esos cestos. El cuerpo del negro seguíaallí, atravesado en la

escalera. Siguieron a lo largo del callejón y por último depositaron su

carga en la quietud delalba de Congo Square. Eddie tuvo que apoyarse

en la pared. Se sentía enfermo. Luegovolvió y dijo: —La cabeza...¿Vio

usted si...? —No, no la pusimos —contestó Lee—. ¡Quédese aquí,

volveré por ella! ¡Yo estoyarmado, y después de lo que hemos visto ya

puedo soportar cualquier cosa! Lee tardó sólo unos cinco minutos.

Volvió en mangas de camisa. Traía su chaquetahecha un rollo debajo

de un brazo. Se inclinó sobre el cesto, levantó la manta y unsegundo

después la colocó otra vez. El bulto que había traído envuelto en su

americanadesapareció. Luego arrojó la americana y le dio un puntapié.

—La tenían escondida en un armario —murmuró—. Tuve que atravesar

la palma dela mano a uno de ellos para que soltaran la lengua. ¿Qué

querían hacer? —Una sesión de canibalismo, tal vez..., no sé... Mejor no

pensarlo. —Traje de vuelta su dinero. Me parece que no les

importaba... Eddie se lo devolvió. —Bueno, por su traje y el tiempo

perdidos. —¿No va usted a denunciar a esos gorilas? —Ya le dije que él

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se había arrojado al agua. Tengo en el bolsillo una copia delinforme

médico legal. —Ya sé, pero ¿no hay alguna ley que prohiba la disección

de un cadáver sinpermiso? —No puedo verme mezclado con esa gente.

Destrozaría mi carrera. Tenemos lo quefuimos a buscar. Ahora,

olvídese de lo que vio.

106. 106 Un coche de la funeraria llegó a Congo Square y se llevó el

cesto. Los restos deJohnny Staats emprendieron el camino hacia un fin

mejor que el que habían estado apunto de tener. —Buenas noches,

patrón —dijo Lee—. Cuando me necesite para otra cosita... —No —dijo

Eddie—. Me voy de Nueva Orleans. Y su mano pareció de hielo a Lee

cuando éste se la estrechó. Así lo hizo. Devolvió a Graham su contrato

y una semana después se encontrabatocando en el corazón de Nueva

York. Tenía un criado blanco. El Canto Vudú, desdeluego, seguía

haciendo furor. Su programa empezaba y terminaba con él, y Judy

seguíainterpretando con clamoroso éxito su número de danza. Pero

Eddie no podía deshacersede aquel dolor de espalda que había

comenzado el día del estreno. Primero, se sometiódurante un par de

horas diarias a la acción de los rayos ultravioleta. No sintió

mejoría.Luego se hizo examinar por uno de los más grandes

especialistas de Nueva York. —No tiene nada —dijo la eminencia—.

Absolutamente nada: el hígado, los riñones,la presión..., todo está

perfectamente. Debe de ser cosa de su imaginación. La balanza de su

baño le decía lo mismo. Perdía dos kilos por semana, a veces siete.Y no

recuperaba ni un gramo. Más especialistas. Esta vez rayos X, análisis

de sangre,opoterapia, todo lo imaginable. No sirvió. Y el agudo dolor, la

laxitud, se extendíalentamente, primero por un brazo, después por el

otro. Separaba muestras de todo lo que comía, no un día, sino todos

los de la semana, y lashacía analizar. Nada. Ya no era necesario que se

lo dijeran. Sabía que ni en NuevaOrleans, donde había comenzado

aquello, le habían echado algo en la comida. Judycomía de la misma

fuente y tomaba el café de la misma cafetera. Todas las nochesbailaba

incansablemente y, no obstante, era la imagen de la salud. De modo

que era su imaginación, como todos le habían dicho. “Pero no lo creo

—sedecía a sí mismo—. No creo que el clavar un alfiler en un muñeco

de cera puedaproducirme dolor a mí. Ni a mí ni a nadie.” No era su

cerebro, entonces, sino el cerebro de alguien que estaba en Nueva

Orleans,que pensaba, deseaba, ordenaba su muerte, noche y día.

“Pero no puede ser —pensaba Eddie—; no hay tal cosa.” Sin embargo,

la había; ocurría ante sus propios ojos y sólo admitía una respuesta.

Siel alejarse unos cinco mil kilómetros sobre tierra firme no servía de

nada, tal vezsirviese cubrir la misma distancia a través del mar. La

primera etapa fue Londres y elKit Kat Club. Menos, menos, menos,

acusaban las balanzas de los cuartos de baño, unpoco cada semana.

Los dolores se extendían ahora hasta las caderas. Las

costillascomenzaban a sobresalir. Se moría de pie. Ahora encontraba

más cómodo andar conbastón, pero no por hacerse el presumido, sino

para apoyarse al andar. Sus hombros leatormentaban todas las

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noches, sólo por haber movido su batuta. Se hizo construir unatril

especial para apoyarse, que le ocultaba a la vista del público mientras

dirigía. Aveces, al terminar un número, su cabeza estaba más baja que

sus hombros, como si sucolumna vertebral fuese de goma. Finalmente

acudió a Reynolds, mundialmente famoso, el más grande alienista

deInglaterra. —Quiero saber si estoy cuerdo o loco. Estuvo en

observación durante semanas, meses; le sometieron a todas las

pruebasconocidas y muchas desconocidas, mentales, físicas,

metabólicas. Encendían intensasluces ante sus ojos y observaban sus

pupilas; éstas se contraían hasta el tamaño decabezas de alfileres. Le

tocaron el fondo del paladar con papel de lija: casi se ahogó. Loataron

a un sillón que giraba horizontal y verticalmente a tantas revoluciones

por minutoy luego le hacían caminar a través de la sala: hacía eses.

107. 107 Reynolds le sacó una buena cantidad de libras y le dio un

informe que abultaba comola guía de teléfonos, para decirle, en

resumen: —Usted, señor Bloch, es una persona tan normal como

cualquiera. Es tan equilibradoque hasta le falta ese toquecito de

imaginación que tienen la mayoría de los actores y losmúsicos. De

modo que no era su propio cerebro; la cosa venía de fuera. Todo

aquello, desde elprincipio hasta el fin, duró dieciocho meses. Trataba

de huir de la muerte, mas la muertese apoderaba de él lenta, pero

segura. Se quedó en los huesos. Sólo podía hacer unacosa. Mientras

tuviera fuerzas para subir a bordo de un barco, podía volver al

lugardonde había comenzado. Nueva York, Londres, París, no habían

podido salvarlo. Suúnico recurso estaba en manos de un negro

decrépito en el Vieux Carré de NuevaOrleans. Logró llegar hasta allí, a

la misma semiderruida casa, sin guardaespaldas, sinimportarle ahora

que lo mataran o no, y casi deseando que lo hicieran, para terminar

deuna vez. Pero, al parecer, eso habría sido demasiado fácil y

demasiado poco. El gorilaque había dejado por muerto aquella noche

se arrastró hasta él en dos muletas, lereconoció, le lanzó una mirada

de odio inextinguible, pero no levantó ni un dedo paratocarle. Ellos

habían marcado ya a ese hombre, ¡mal para quien se interpusiera

entreellos y su infernal satisfacción! Eddie Bloch subía penosamente la

escalera sinoposición, tan inmune su espalda al cuchillo como si

vistiera una coraza. Detrás de él, elnegro se tendió en la escalera para

festejar su largamente esperada hora de satisfaccióncon alcohol y...

olvido. Encontró al viejo solo en la habitación. La edad de piedra y el

siglo XX seenfrentaban, y la edad de piedra triunfó. —¡Quíteme esto de

encima! —dijo Eddie roncamente—. ¡Devuélvame mi vida...!Yo haré

cualquier cosa, cualquier cosa que usted diga. —Lo que ha sido hecho

no puede deshacerse. ¿Crees tú que los espíritus de la tierray del aire,

del fuego y del agua, conocen el perdón? —¡Interceda por mí entonces!

Usted me lo atrajo. Aquí tiene dinero, le daré otrotanto, todo lo que yo

gane, todo lo que pueda ganar... —Tú has tocado lo prohibido. La

muerte te ha seguido desde aquella noche. Por todoel mundo, por el

aire que rodea la tierra, has hecho mofa de los espíritus con el

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cantoque los invoca. Todas las noches tu esposa lo baila. La única

razón de que ella nocomparta tu suerte es que no sabe lo que hace.

Tú, sí. ¡Tú estuviste aquí, entre nosotros! Eddie cayó de rodillas y se

arrastró por el suelo ante el viejo, asiéndose a susvestiduras. —

¡Máteme, entonces, para terminar con esto! ¡No puedo más...! —había

compradoel revólver aquel día con la intención de matarse por su

propia mano, pero descubrióque no podía. Hacía un minuto imploraba

por su vida, ahora lo hacía por su muerte—.Está cargado; todo lo que

tiene que hacer es apretar el gatillo. ¡Mire, mire! Yo cerrarélos ojos.

Dejaré un papel escrito y firmado diciendo que yo mismo lo hice...

Trató de depositarlo en la mano del brujo y de cerrar los huesudos y

arrugados dedossobre él, apuntando hacia sí mismo. El viejo lo arrojó

lejos de él y cloqueó, regocijado: —La muerte vendrá, pero de otro

modo... Lentamente, ¡oh, tan lentamente! Eddie permaneció tendido

en el suelo, boca abajo, sollozando. El viejo escupió sobreél y lo

rechazó con el pie. Eddie logró erguirse y dirigirse a la puerta. No tuvo

ni lafuerza suficiente para abrirla al primer intento. ¿Era aquella cosa

insignificante lo que loimpedía? Tocó algo con el pie, miró, se inclinó

para levantar el revólver y se volvió. Supensamiento fue rápido, pero la

mente del viejo lo fue más aún. Casi antes de concretarsu idea, el viejo

la adivinó. En un instante, se deslizó gateando al otro lado de la cama

108. 108para poner algo entre los dos. Inmediatamente la situación

cambió. El miedo abandonóa Eddie y se apoderó del viejo. Éste perdió

la agresividad, sólo por un minuto,precisamente cuanto Eddie

necesitaba. Su cerebro irradió una luz como un diamante,como un faro

a través de la niebla. El revólver rugió sacudiendo su débil cuerpo y

elviejo cayó tendido sobre la cama, colgante a un lado la cabeza, como

una perademasiado madura. La armazón de la cama se agitó

levemente durante un momento porla caída, y después todo terminó...

Eddie se quedó allí, tembloroso aún. Después de todo, ¡había sido tan

fácil! ¿Dóndeestaba toda su magia ahora? Fuerza, poderío, voluntad,

volvieron a circular por susvenas como si una espita hubiera sido

abierta de pronto. La nubecilla de humo que habíaquedado en la

cerrada habitación flotaba aún en el aire. De pronto Eddie esgrimió

elpuño contra el cuerpo muerto en la cama. —¡Ahora voy a vivir!,

¿sabes? —abrió la puerta, la retuvo durante un instante yluego bajó a

tientas la escalera, pasando al lado del inconsciente guardián,

murmurandosiempre el mismo estribillo—: ¡Ahora voy a vivir! ¡Voy a

vivir! ...........El comisario se enjugó la frente, como si estuviese en la

cámara de vapor de un bañoturco. Exhaló como un tanque de oxígeno.

—¡Jesús, María y José! ¡Señor Bloch, qué historia! Más me hubiese

valido no pedirleque me la contara. Esta noche no voy a poder dormir.

Aun después de que el acusado fue llevado de allí, necesitó bastante

tiempo paracalmarse. El cajón superior derecho de su escritorio le

ayudó un tanto..., unos dosdedos, como también el abrir las ventanas

para dejar pasar la luz del sol. Por último, cogió el teléfono y se puso

de nuevo al trabajo. —¿A quién tiene usted ahí carente de nervios?

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Quiero decir, un tipo con tan pocasensibilidad que pueda sentarse

sobre un alfiler de sombreros y lo convierta en un clip.¡Oh, sí, ese

charlatán de Desjardins! Lo conozco. Mándemelo. ...........—No, quédate

fuera —jadeó Papá Benjamín con dificultad a su guardián, por

laentreabierta puerta—. Yo me he comunicado con el obiah, y en

cambio tú estás sucio.Estás borracho desde ayer. Toma las

convocatorias. Introduce la mano, una vez paracada una; tú sabes

cuántas son. El inválido negro introdujo su enorme zarpa por la rendija,

y por detrás de la puertael papaloi colocó una pata de gallina en su

palma. Una pata con un trapo rojo atado. Elmensajero la escondió en

sus andrajos y volvió a introducir la mano para alcanzar otra.Veinte

veces repitió el acto y luego dejó caer su brazo pesadamente. La

puerta empezó acerrarse lentamente. —¡Papaloi! —gimió la figura que

estaba fuera—. ¿Por qué escondes la cara? ¿Estánenojados los

espíritus? Había un destello de sospecha en sus ojos. En seguida, la

rendija de la puerta seensanchó. La arrugada y familiar cara de Papá

Benjamín asomó y sus ojos lanzaronrayos malignos. —¡Vete! —chilló el

viejo—. ¡Ve a llevar las convocatorias! ¿Quieres que haga caersobre ti

la ira de un espíritu? El mensajero salió dando tumbos. La puerta se

cerró violentamente.

109. 109 Se puso el sol. Era de noche en Nueva Orleans. Salió la luna.

Sonaron las campanasde la medianoche en el campanario de la

catedral de San Luis, y apenas se habíaextinguido la última nota, un

horrible y selvático silbido se oyó frente a la casa envueltaen el

silencio. Una negra rechoncha, con un cesto al brazo, subió

pesadamente laescalera, un momento después abrió la puerta, se

dirigió al papaloi, y volvió a cerrarla,trazó en ella con su dedo una

invisible marca y la besó. Luego se volvió y sus ojos seabrieron de

sorpresa. Papá Benjamín estaba en la cama, tapado hasta el cuello con

losinmundos trapos. Los familiares candeleros estaban encendidos. La

taza para la sangre,el cuchillo del sacrificio, los polvos mágicos, todo el

atuendo del ritual estaba dispuesto.Pero colocados alrededor de la

cama, en vez de estarlo al otro extremo de la sala, comosiempre. La

cabeza del viejo, sin embargo, se irguió sobre los revueltos trapos. Sus

ojos lamiraron sin pestañear; el familiar semicírculo de algodón que

rodea su cabeza y sumáscara de ceremonias está a su lado. —Estoy un

poco cansado, hija mía —le dice. Sus ojos se vuelven a la

pequeñaimagen de cera de Eddie Bloch colocada bajo los candelabros,

erizada de alfileres. Lamujer también mira—. Un condenado está

próximo a su fin. Vino aquí anoche pensandoque yo podía ser muerto

como cualquier otro hombre. Me disparó un tiro. Yo soplé ydetuve la

bala en el aire; ésta dio vuelta y entró de nuevo en el revólver. Pero

¡eso mecansó tanto! Forzó un poco mi garganta. Un destello vengativo

iluminó la ancha cara de la mujer. —¿Y él morirá pronto, papaloi? —

Pronto —soltó la agotada figura de la cama. La mujer rechinó los

dientes y agitó los brazos con regocijo. Luego levantó la tapa desu

cesta y dejó escapar una gallina negra, que salió aleteando por la

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habitación. Cuando los veinte se reunieron, hombres y mujeres, viejos

y jóvenes, el tambor y lascalabazas tornaron a sonar, la cadenciosa

melopea comenzó y la orgía se inició.Lentamente, danzaron alrededor

de la cama. Luego, más rápidamente cada vez,frenéticos, asiéndose

unos a otros, haciéndose sangre con cuchillos y uñas, girando losojos

en un éxtasis que otras razas más frías no conocen. Las ofrendas,

plumíferas ypilíferas, que habían sido atadas a las patas de la cama,

chillaban y saltaban alborotadas.Entre ellas había un monito que

ocultaba su cara entre las manos, como un niñoatemorizado, y

chillaba. Un negro barbudo, con su desnudo torso brillante como

charol,cogió una de las aterrorizadas aves, la desató y la extendió con

ambas manos endirección al brujo. —Estamos sedientos, papaloi;

queremos comer la carne de nuestros enemigos. Los demás hicieron

eco a estas palabras: —Tenemos hambre, papaloi; queremos comer la

carne de nuestros enemigos. Papá Benjamín movió la cabeza a compás

del ritmo. —¡Sacrificio, papaloi, sacrificio! Papá Benjamín parecía no

oírlos. Luego, los trapos se levantaron y emergió un brazo;pero no el

tostado y esquelético brazo de Papá Benjamín, sino uno musculoso y

firmecomo la pata de un piano, enfundado en sarga azul, blanco en la

muñeca y terminandoen un revólver de reglamento de la Policía, con el

gatillo montado. El fingido brujo sepuso en pie de un salto, sobre la

cama, de espalda a la pared, y recorrió lentamente atodos aquellos

diablos humanos con el cañón de su revólver, se izquierda a

derecha,luego de derecha a izquierda, en línea recta, sin prisa. El

resonante mugido de un toro salió de la grieta de su boca, en vez de la

cascada vozde falsete del papaloi. —¡Pónganse todos contra aquella

pared! ¡Suelten los cuchillos!

110. 110 Pero todos estaban embobados. El paso del éxtasis a la

estupefacción no esinstantáneo. Además, ninguno de ellos era muy

avispado; de lo contrario, no estaríanallí. Las bocas se abrieron, la

melopea cesó, los tambores y las calabazas enmudecieron,pero

seguían apiñados frente a aquel repentino desafío lanzado con el

familiar yarrugado rostro de Papá Benjamín y el fornido cuerpo de un

blanco..., demasiado cercapara que éste se sintiera cómodo. Las ansias

de sangre y la manía religiosa no conocenel miedo al revólver. Se

requiere una cabeza fría para eso, y la única cabeza fría enaquella

habitación era el arrugado coco que estaba encima de los anchos

hombros delque esgrimía el revólver. Disparó dos veces y una mujer

que estaba a un extremo delsemicírculo, la del tambor, y un hombre al

otro extremo, el que sostenía el ave delsacrificio, cayeron al mismo

tiempo lanzando un doble gemido. Los del centroretrocedieron

lentamente por la sala, con los ojos fijos en el hombre que estaba en

piesobre la cama. Un descuido, un parpadeo y se arrojarían sobre él

como un solo cuerpo.Levantando su mano libre, se arrancó los rasgos

del brujo, para respirar más librementey ver mejor. La máscara se

convirtió en un arrugado trapo ante los aterrorizados ojos delos negros.

Era una mezcla de parafina y fibra llamada moulage. Una

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mascarillamortuoria tomada de la cara del cadáver, que reproducía las

más finas líneas del cutis yhasta su color natural. Moulage. El siglo XX

había vencido, después de todo. Detrás dela máscara apareció,

sonriente, sudorosa, la angulosa cara del detective JacquesDesjardins,

que no creía en espíritus, a menos que éstos estuvieran dentro de

unabotella. Fuera de la casa se oyó el vigésimo primer silbido de la

noche, pero esta vez noun silbido selvático, sino uno largo, frío y

agudo, que servía para convocar a las figurasocultas en las sombras de

los portales, que habían estado allí esperando pacientementetoda la

noche. Luego, la puerta fue casi arrancada y la Policía irrumpió en la

habitación. Losprisioneros —dos de ellos gravemente heridos— fueron

empujados y arrastrados abajo,para reunirse con el guardián inválido

que había estado durante la última hora bajocustodia policíaca.

Puestos en fila, atados unos a otros, marcharon a lo largo deltortuoso

pasaje hasta salir a Congo Place. En las primeras horas de aquella

misma mañana, poco más de veinticuatro horasdespués que Eddie

Bloch entrara tambaleante en el Departamento de Policía con

suextraña historia, todo el asunto estaba cocinado y rotulado. El

comisario, sentado frentea su escritorio, escuchaba atentamente a

Desjardins. Esparcida sobre la mesa había unaextraña colección de

amuletos, imágenes de cera, manojos de plumas, hojas de

bálsamo,ouangas (hechizos de raspaduras de uñas, horquillas para el

pelo, sangre seca, raícespulverizadas); monedas enmohecidas,

desenterradas de las fosas de los cementerios, encantidad como no

había visto nunca. Todo aquello era ahora la evidencia legal que iba

aser cuidadosamente rotulada y ordenada para el uso del fiscal en el

proceso. —Y esto —explicó Desjardins, señalando una empolvada

botellita— es, según medijo el químico, azul de metileno. Es la única

sustancia lógica hallada en aquel lugar, yque había quedado olvidada

con un montón de basura que parecía no haber sido tocadodesde hacía

años. A qué uso lo destinaba aquella gente, no podía decirlo. —Un

minuto —interrumpió vivamente el comisario—; eso concuerda con

algo queel pobre Bloch me dijo anoche. Él notó un color azulado debajo

de sus uñas y otroamarillento en el blanco de sus ojos, pero sólo

después del acto de su iniciación. Esasustancia probablemente haya

tenido que ver con eso; puede ser que sin que él se dieracuenta, se la

hayan inyectado. ¿Comprende usted? Eso lo destrozó exactamente

comoellos querían. Bloch tomó esas señales como la revelación de que

tenía sangre negra.Ésa fue la brecha por donde penetró el maleficio,

quebrantando su incredulidad,desmoronando su resistencia mental.

Era cuanto ellos necesitaban: un punto vulnerable.

111. 111La sugestión hizo lo demás. Si usted me lo preguntara, le diría

que con Staats usaron elmismo método. No creo que él tuviera más

sangre negra que el mismo Bloch, y, enrealidad, según me dicen, la

teoría de que la sangre negra puede manifestarse asídespués de varias

generaciones es una patraña. —Bien —dijo Desjardins, mirándose sus

enlutadas uñas—; si se va a juzgar por lasapariencias, yo debo de ser

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un zulú pura sangre. Su superior le miró, y si no hubiese tenido cara de

póquer, tal vez habría podidoverse reflejada en ella la aprobación y

hasta la admiración. —Debió de ser un momento peliagudo el que pasó

usted cuando los tenía a todosalrededor, al desempeñar aquella farsa,

¿no? —¡Pchs! No me impresionó gran cosa —contestó Desjardins—. Lo

único que memolestó fue el olor. ...........Eddie Bloch —absuelto hacía

dos meses al tiempo que ingresaban en la cárcel delEstado veintitrés

ex—vuduístas con penas que variaban de dos a diez años— ascendió

ala plataforma del Maxim’s para iniciar una nueva temporada. Estaba

pálido ydesmejorado, pero recobraba lentamente su peso normal. La

ovación que se le tributóera capaz de reanimar a cualquiera. La gente

aplaudía a rabiar y le vitoreaba, y eso quesu nombre había quedado

fuera del reciente proceso. Los testimonios de Desjardins ysus

compañeros habían hecho innecesarios los de él. El tema musical que

iniciaba era dulce e inofensivo. Luego un camarero se acercó yle

entregó una petición. Eddie movió la cabeza. —No. ya no está en

nuestro repertorio. Y siguió dirigiendo. Le llegó otra petición, y después

otra. De pronto, alguien gritó, yun segundo después toda la

concurrencia hizo eco: “¡El Canto Vudú! ¡Queremos oír elCanto Vudú!

Eddie se puso aún más pálido, pero se volvió y trató de sonreír,

moviendo al mismotiempo la cabeza. La gente no se calló. La música

no podía oírse y Eddie tuvo queinterrumpir. Desde todos los ámbitos de

la sala, como en un partido de fútbol, legritaban: —¡Queremos el Canto

Vudú! ¡Queremos...! Judy estaba a su lado. —¿Qué le pasa a la gente?

—preguntó Eddie—. ¿No sabe lo que eso me ha causado? —¡Tócalo,

Eddie, no seas tonto! —le pidió ella—. Ahora es el momento; rompe

deuna vez para siempre con el hechizo; convéncete de que ya no tiene

poder sobre ti. Si nolo haces ahora, no podrás librarte de él jamás.

¡Adelante, yo bailaré con esta mismaropa! —Okay! —dijo Eddie. Golpeó

en su atril con la batuta. Hacía algún tiempo que no lo ejecutaba, pero

sabíaque podía confiar en su orquesta. Suavemente, como un trueno a

la distanciaacercándose cada vez más: ¡bum—butta—butta—bum! Judy

remolineó detrás de él ydejó escapar el grito preliminar: Eeyaeeya!

Judy oyó una conmoción a su espalda y se detuvo tan repentinamente

como habíacomenzado. Eddie Bloch había caído en el suelo, boca

abajo, y no se movió más. De algún modo, todo el público presintió la

verdad. En esa caída había algodefinitivo que se le reveló. Los que

bailaban esperaron un minuto y luego sedisgregaron con un ligero

murmullo. Judy Jarvis no gritó ni lloró; se quedó allí mirandofijamente,

pensando... El último pensamiento de Eddie, ¿había nacido en su

propio

112. 112cerebro o había venido de fuera? ¿Había estado dos meses en

camino desde laprofundidad de la fosa, buscándolo? ¿Buscándolo hasta

encontrarlo esta noche, cuandocomenzaba una vez más a ejecutar el

canto que lo dejaba a merced de África? Ningúnpolicía, ningún

detective, ningún médico ni hombre de ciencia podría decirlojamás.

¿Vino de dentro o de fuera? Todo lo que dijo Judy fue: —¡Quédense a

Page 121: 2 Amanecer VUDU

mi lado, muchachos...! Bien cerca; tengo miedo de las sombras... PAPÁ

BENJAMIN William Irish Trad. V. Canoura y H. Maniglia Amanecer Vudú.

Valdemar Antologías 3 EL GRIS GRIS EN EL ESCALÓN DE SU PUERTA LE

VOLVIÓ LOCO RAYMOND J. MARTÍNEZM uchas de las casas viejas de

Nueva Orleans fueron construidas cerca de la acera, y se accedía a

ellas por una escalera, por lo general de tres o cuatro tramos. En la

actualidad los foráneos se preguntan por qué se mantienen

esosescalones tan limpios, pero eso es una costumbre respetada desde

hace tiempo. Se loslava todos los días, y a veces, cuando no están

perfectamente limpios, se extiende sobreellos ladrillo en polvo. Nunca

ha habido una explicación satisfactoria para que se echeladrillo en

polvo sobre escalones del todo limpios. El interior de la casa puede

estarpolvoriento y sucio, pero los escalones han de encontrarse

relucientes, pues ello le da laimpresión a los transeúntes de que toda

la casa está igual de limpia. (Es la mejorexplicación que puedo dar

sobre los escalones limpios de Nueva Orleans; puede quehaya una

mejor, pero yo no la conozco.) Había un hombre de moral dudosa que

tenía dos nombres, J. D. Rudd y J. B.Langrast. Hacia 1850 era el

propietario de una casa que tenía un gran patio, situada en lacalle

Dumaine, y en ella se ganaba la vida vendiendo chatarra que

almacenaba en suterreno, tanto en el interior de la casa como en el

patio. Sin embargo, sus escalonessiempre estaban limpios, y cualquier

persona que entraba en la morada se quedabaasombrada al ver la

suciedad: las ropas viejas, las sábanas que no habían sido

cambiadasen semanas, y los diversos artículos, como garrafones,

muebles rotos, ruedas decarreteras y pajareras. No obstante, ganaba

bastante dinero, pues la mitad de la chatarraque vendía era robada, y

una buena parte la recogía gratis. Compraba muy poco. Sinembargo,

no había día en que no realizara ventas que ascendieran a una suma

próxima alos cien dólares, en aquella época una cantidad considerable.

El motivo por el que utilizaba dos nombres se debía a que tenía dos

mujeres, una enla parte alta de la ciudad y la otra en la parte baja.

Ninguna conocía la existencia de laotra, y, como una hablaba sólo

francés y la otra sólo español, no resultaba probable quese llegaran a

conocer y compararan notas. En la zona alta era conocido como

Langrast,y en la baja como Rudd; y cuando estaba en la parte alta

vestía un excelente traje amedida y camisa limpia, de hecho, se vestía

como un caballero, mientras que en la partebaja llevaba ropas de

trabajo, pues su esposa de allí, habiendo sido criada en una choza,

113. 113no era muy exigente. Hasta hoy en día no se sabe por qué

quería dos mujeres, ya quepasaba la mayor parte del tiempo en su

cuartel general de la chatarra en la calleDumaine, y dormía en una

cama apenas apta para animales, y menos aún para unhombre que a

veces se vestía como un caballero y asumía modales adecuados.

Viviófeliz de esa manera durante varios años, y se consideró como un

genio del engaño. Marie Laveau se hallaba en la cúspide de su fama y

gloria por esa época, yasombraba a la gente con sus increíbles logros,

Page 122: 2 Amanecer VUDU

pero Langrast la odiaba, a ella y a suculto, y a todos los individuos que

profesaran el vudú. Decía que eran “la escoria de latierra, y ladrones

que preferían matar y robar.” Siempre que había un

asesinatomisterioso en la ciudad él le atribuía el crimen a algún

“vudú”. Pero una mañana, alabrir la puerta delantera de la casa, vio en

los lustrosos escalones una cruz y una bolsapequeña que contenía la

cabeza de un gallo. Eso le enfureció, y fue de inmediato ainformar del

asunto a la policía; sin embargo, sólo había recorrido unas calles

cuando sele ocurrió que no se hallaba en posición de atraer publicidad

sobre su persona, ya queestaba usando dos nombres y estaba casado

con dos mujeres. Una vez que se hubocalmado, también pensó que la

policía poco podía hacer al respecto. Cuanto másdiscretamente viviera,

mejor. Dio la vuelta y se preguntó qué podía hacer con la cabezade

gallo que llevaba con él para mostrársela a la policía, y al ser incapaz

de decidirse semetió en un bar y pidió una copa de whisky. De pie a su

lado, en la barra, había unhombre de aspecto lamentable que parecía

estar emborrachándose adrede, pues noparaba de pedir una copa tras

otra. Cuando Langrast se disponía a marcharse, el hombre le encaró y

dijo: —¿Me ve? Míreme, en una ocasión fui un caballero próspero. Pero

míreme ahora.Soy un mendigo. ¿Por qué? ¿Le gustaría saberlo? Es una

historia interesante, y yo se lavoy a contar. Los seguidores del vudú

me lanzaron una maldición. Yo estabaenamorado de una muchacha;

pero no voy a hablar de eso... por motivos que conozcomuy bien,

motivos sagrados, muy sagrados. El amuleto aparecía cada mañana en

elescalón de mi puerta —cada mañana— y entonces mi suerte empezó

a cambiar. Unsinsonte que venía a cantar a mi ventana todas las

mañanas desapareció; mi pececillo decolores se murió; mi perro, Rex,

el animal más bueno que haya vivido alguna vez,recibió un tiro, y

murió en mis brazos, despidiéndose de mí como lo haría un

serhumano. —En ese momento le saltaron las lágrimas—. Yo estaba en

el negocio deltabaco y vendía tabaco cultivado aquí, en el distrito de

St. James, y ganaba dinero. Ibacamino de convertirme en millonario, a

pesar de que gastaba el dinero a raudales. Langrast no deseaba oír la

historia, y reanudó la marcha, pero el hombre lo agarró delbrazo. —No

tenga prisa; podría sucederle a usted, y le aconsejo que lo escuche

para quepueda estar en guardia. Me llamo John Spiker, y soy de

Kentucky. Langrast estaba asustado. Parecía como si el amuleto ya

empezara a actuar sobre él. —Le invito a una copa —dijo—, y eso es

todo. Mientras John Spiker le indicaba con un gesto al camarero que les

llevara dos copas,Langrast le deslizó la cabeza de gallo en el bolsillo.

Les sirvieron las bebidas y Spiker se puso a hablar de nuevo. —Sí,

como iba diciendo, tenía un carruaje y los mejores hombres de la

ciudad meestrechaban la mano en la calle; pero ahora no me conocen,

ni siquiera saben ya minombre, no reconocen mi cara... como si nunca

me hubieran visto. Pero deje que lemuestre mi cheque de diez mil

dólares anulado, calderilla que... Metió la mano en el bolsillo, y cuando

sintió la cabeza de gallo la cara se le pusolívida, y pareció incapaz de

Page 123: 2 Amanecer VUDU

mover un músculo. Se volvió para ver si había alguiendetrás de él, con

la mano aún en el bolsillo apretando la cabeza de gallo. Al rato la sacó,

114. 114la examinó y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo

del bar, rompiendo dosbotellas de whisky. El camarero se dirigió al

cuarto trasero del bar y regresó con una escopeta de doblecañón que

apuntó en dirección de Langrast y Spiker cuando dijo: —Y ahora

largaos, los dos. —¿Por qué yo? —preguntó Langrast. —Porque te vi

meter esa cabeza de gallo en el bolsillo de Spiker. Al oírlo, Spiker

recordó todas las imprecaciones que había escuchado alguna vez enel

viejo Kentucky y se las soltó a Langrast, jurando que si tuviera un

revólver lomataría, y declarando que si se encontraba cuando lo

tuviera le dispararía en el acto,pues ese incidente había renovado la

maldición lanzada sobre él, prolongándola “ni sesabe cuánto”. El

camarero, ya calmado, soltó la escopeta y, habiendo disfrutado de los

magníficosinsultos de Spiker, dijo que los muchachos podían tomar una

copa por invitación de lacasa, y para mostrarles que el amuleto no

significaba nada para él, conservaría la cabezade gallo en un vaso de

su mejor whisky y la mantendría en el estante de los licores. Spiker no

se movió durante un momento; luego, con lágrimas frescas cayéndole

porlas mejillas, le estrechó la mano a Langrast. Una vez acabada la

copa a cuenta de lacasa, decidieron que se emborracharían juntos, y

juraron que “limpiarían Nueva Orleansdel vudú”, y que lo

desenmascararían “como el fraude más sucio que existiera jamás

oregresarían a un país civilizado, como Tennessee o Kentucky, donde

un hombre podíadispararte cara a cara, pero que jamás se agacharía

para ponerte un amuleto en elescalón de la puerta, causándote la

muerte por una lenta humillación e inanición.” Casi agotaron el licor del

bar, todo a cuenta de Langrast, pues era un hombrepróspero. En algún

momento del amanecer se fueron trastabillando a casa, y

cuandoLangrast llegó a la suya vio una cruz nueva y otra cabeza de

gallo en los escalones. Esole volvió loco. Entró en la casa, cogió su

escopeta y se puso a destrozar los escalones abalazos, al tiempo que

maldecía el vudú y juraba que iba a matar hasta el último de

susseguidores que “infestaban esta ciudad”. Los vecinos llamaron a la

policía y Langrastfue encerrado. Cuando le soltaron, después de pagar

una fuerte multa, malvendió su negocio,abandonó a sus dos esposas y

dejó la ciudad. Treinta años después llegó un anciano a Nueva Orleans

procedente del Perú, y seregistró en el Hotel St. Louis como J. B.

Langrast. Hablaba español con fluidez y eramuy rico, ya que provocó

un impacto en los círculos bancarios depositando mediomillón de

dólares en un banco de Nueva Orleans. Pasado un tiempo, se puso a

buscar ala mujer de J. D. Rudd y a la mujer de J. B. Langrast. Descubrió

que la señora Ruddestaba muerta y que la señora Langrast, ahora de

cincuenta años, trabajaba comocamarera en el Hotel St. Louis. Se

dirigió al restaurante y la reconoció. Pero ella no lereconoció a él; había

envejecido mucho, y como ya casi había olvidado el inglés ella nopudo

recordar su voz... su entonación había cambiado. Pero al final la

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convenció de queera su marido y la llevó a Tennessee, que para él era

un civilizado en el que deseabapasar el resto de su vida... donde un

hombre nunca te disparaba por la espalda, ni tetorturaba con amuletos

ni te lanzaba una maldición. GRIS GRIS ON HIS DOOR—STEP DROVE

HIM MAD Extraído de Mysterious Marie Laveau, Voodoo Queen, And

Folk Tales Along The Mississippi, 1956 Raymond J. Martínez Trad. Elías

Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

115. 115 AMERICAN ZOMBIE DR. GORDON LEIGH BROMLEYP arís en

1936 era agradable cuando conduje desde el Aeropuerto Le Bourget a

la ciudad, una mañana de primavera. Había embarcado en el primer

vuelo desde Londres en una visita rápida, y mi intención era cubrir un

buen número deinvestigaciones disparatadas. Un escritor en el

periódico parisino Le Temps habíapublicado algunos puntos de vista

sobre el arte comercial moderno, y yo queríaformularle más preguntas

al respecto. Una vez que hube terminado otras entrevistas,llamé a su

oficina y pedí hablar con el señor Henri Champley, mencionando que

traíauna carta de su corresponsal en Londres, Robert L. Cru. Me

informaron que seencontraba en la Agence Havas, pero me dijeron que

podía dirigirme ya al periódico,pues esperaban que regresara pronto.

Cuando entré en la oficina no tenía la más mínima intención de realizar

ningunamención sobre mi propio interés en la magia; sin embargo,

madame Tabouis —que diola casualidad de presentarse al mismo

tiempo que yo— hizo un comentario fortuitosobre las hazañas de

madame Alexandra David—Neel, a quien yo había conocido enBenarés

hace muchos años, antes de que se fuera al Tíbet. Encontré a

monsieurChampley muy interesado en un libro que acababa de

terminar de corregir; y estabaprofundamente inmerso en la cultura

negra en todos sus aspectos. Ya había publicadoun libro titulado, creo,

Route Shanghai; y este nuevo trabajo iba a llamarse FemmeBlanc et

l’Homme Noir, o un título similar... aún no lo había decidido. Hacía poco

yohabía reseñado los volúmenes de W.B. Seabrook, Magic Island y

Jungle Ways; ycuando hube acabado con mis preguntas corrientes,

nuestra conversación se dirigió a lasexperiencias de la magia. A pesar

de sus muchos viajes, monsieur Champley no alegabahaber tenido

ninguna experiencia íntima con el lado oculto del mundo, aunque

habíarecorrido todo el Oriente. Con toda probabilidad no se apartó

demasiado de los bienrecorridos trayectos de la gente rica. Había

visitado los Países Bajos y también lasIndias Orientales; Java y, por

supuesto, Bali, e imagino que también Sumatra; peroincluso allí no

buscó contacto con el mundo oculto. Con el submundo corriente

delblanco civilizado, sí; ése era, en verdad, uno de sus intereses como

buen periodista yestudioso de los asuntos mundiales. Estaba

francamente alarmado de las relacionessexuales del hombre blanco

con las mujeres de color, y —lo que a él le parecía másgrave— de las

mujeres blancas con los hombres de color. Comprendía, dijo,

larepugnancia alemana hacia esta revolución biológica. Le comenté lo

de las coloniasfrancesas y lo que yo mismo había visto. Reconoció

Page 125: 2 Amanecer VUDU

todo: desde Marruecos a Indochina.Y luego mencionó Haití... y a los

zombis; y entonces recordé los relatos de Seabrook. Después, Henri

Champley exclamó con calma: —¡Por supuesto, yo mismo he visto un

zombi! ¡Y no en Haití, sino en Nueva York!¡Y era una mujer blanca!

Incluso entre los estudiantes de magia, el fenómeno del zombi rara vez

se menciona.El zombi, el vampiro, el profanador de tumbas, y las

versiones modernas de los íncubosy los súcubos... no son nada

agradables. Uno necesita tener un corazón valiente y

ciertosconocimientos para examinarlos con frialdad. Entre los Bataks

de Sumatra había

116. 116conocido a los zombis, y aunque en la peor ocasión no estuve

solo, su dueña se hallabademasiado próxima al distrito para mi gusto.

Le pedí a monsieur Champley que me hablara de esa zombi americana.

Hizo unapausa prolongada antes de empezar. Daba la impresión de

que hubiera tratado de olvidaruna experiencia desagradable y que le

resultara difícil recordar los suficientes hechosdel acontecimiento. —

¿Recuerda lo que dice madame David—Neel acerca de sus

experiencias en elTibet? —Asentí, ya que había leído con atención sus

libros—. Había un hombre...varios hombres que se convirtieron en

raudos viajeros, ayudados en parte porencontrarse en un estado casi

hipnótico. Bien, ése me parece a mí que es un tipo deenfoque al zombi;

pero ahora su resistencia es mayor. Por lo demás, la criatura

puedeestar muerta para este mundo. Mi propia experiencia coincidía

con esa observación. Hay zombis de muchos gradosy varios tipos. Aun

en las calles de Londres, a intervalos, se puede ver a los

muertosvivientes realizando alguna tarea por voluntad de sus amos.

Pero a mí me interesabaesta zombi americana. —Yo estaba en Nueva

York —continuó monsieur Champley— y, naturalmente, medirigí a

Harlem, el principal distrito negro, por razón de mis propios estudios de

lacultura negra. Había asistido a una reunión de una especie de

sociedad secreta, celebrada en unsótano de la Avenida Lennox, una

vez que los “tugurios” corrientes de los negroshabían cerrado. Allí los

negros discutieron los aspectos políticos de su futuro. Uno deellos, a

quien él llamó señor Joshua, caminó con él hasta el mismo Central

Park. Bajo laprimera luz del sol, sacaron muchos temas. Hablaron de la

atracción entre la genteblanca y la de color. El señor Joshua se tornó

más misterioso cuando surgió el tema dela “fascinación”, dijo monsieur

Champley. —Joshua insinuó que los negros todavía poseían algunos de

los antiguos secretos dela magia... ésos que se conocían en el Congo,

en Guinea, hace siglos. Estos métodostradicionales de magia, afirmó,

les eran desconocidos a los chinos o a los japoneses. Encuanto a ello,

yo mismo no sé si es correcto. ”Entonces me preguntó si yo sabía lo

que era un guédé. El nombre me eraabsolutamente extraño. Luego

explicó que se trataba de un zombi. En el acto reconocí eltérmino por

el libro de Seabrook, y dije que sí; sin embargo, no conocía nada más

que loque la ligera descripción allí impresa pudo contarme, lo cual no

era mucho, y le indiquéa Joshua que no estaba en mi terreno. ”—Bien

Page 126: 2 Amanecer VUDU

—dijo con orgullo, como si el mago negro tuviera un rango muy alto en

laorden para haber adquirido ese poder (¡y quizá así sea!)—, puede

pensar que se trata deun cuerpo muerto, traído una vez más a la vida

antes de que toda la vida haya partido. Opuede decir que es, quizá, un

ser humano corriente cuya voluntad ha sidocompletamente dominada.

Su propia inteligencia está suprimida; nunca más volverá aemerger.

Entiende lo suficiente como para oír y obedecer, ¡pero nunca se eleva

a laconsciencia personal! ”—¿Es lo mismo que el hipnotismo? —

pregunté. ”—¡Claro que no! No es lo mismo —repuso mi amigo Joshua

—. Es una esclavituddel alma. ¡Y yo la he visto! Entonces formulé una

pregunta: —¿Cuál es, con precisión, la diferencia entre un proceso de

hipnotismo, como elsistema que empleaban años atrás en el

Salpétriere por razones médicas o investigaciónpsicológica, y este

proceso oculto de fascinación que ha producido un zombi? ¿Cuál es

117. 117la diferencia entre el hipnotismo corriente... y el método

aliado, pero no idéntico, delmesmerismo? Champley se confesó

incapaz de definirla. Yo había visto la práctica tanto delhipnotismo

como del mesmerismo; y tenía la seguridad de que existía una

diferenciaconsiderable. Sin entrar en detalles aquí, consideraba que un

proceso se operaba deforma directa a través de la mente, y el otro,

primordialmente, a través del cuerpo. O,para decirlo de otra manera,

se podía mesmerizar a un animal —un gato o una gallina—, pero no era

posible hipnotizar a un ser que carecía de una mente consciente para

serhipnotizada. Le expliqué, lo mejor que pude, algunos de estos

puntos. —Pero —pregunté—, ¿cómo se produce el zombi? ¿Es una

obsesión? De nuevo Champley reconoció su ignorancia. No lo sabía; no

se lo habían contado.Siguió narrándonos más cosas de su aventura en

Nueva York. —El señor Joshua me habló de un negro misterioso y viejo,

a quien él conocíapersonalmente, que había afirmado tener el poder de

producir y controlar a los zombis.Primero le había mostrado esa zombi

americana a Joshua, como un ejemplo para que élno temiera el poder

de los blancos. ”En una habitación, en un piso más alto de una pensión

de Harlem, que en realidadse hallaba encima del sótano del

restaurante donde yo asistí a la reunión de los negros,había un cuarto

cerrado. Allí se escondía esa zombie americana. El negro viejo abrió

lapuerta en silencio. Se acercó a la cama, que tenía una figura quieta

cubierta con unaespecie de mantel barato. Retiró la tela y reveló la

cara mortalmente pálida de una mujerde unos treinta años, de pelo

oscuro. Quitó el mantel del todo. Ella tenía los brazosreposando a los

costados, y su torso y extremidades brillaban con una especie de

palidezcerosa. No había ni un punto de color en ella, ni tenía vello, y los

pezones eran como lasraíces blancas de alguna planta. ”El negro viejo

retrocedió, con los brazos cruzados, al tiempo que musitaba

algunaantigua exhortación del Congo; y al cabo de un momento la

mujer se levantó, se cubrióel cuerpo con la tela y empezó a moverse

por el cuarto, realizando diversas tareasinsignificantes, siendo el único

sonido el suave roce de sus pies descalzos y elcontinuado y profundo

Page 127: 2 Amanecer VUDU

cántico del viejo mago. Durante unos diez minutos o así laescena nos

mantuvo en silencio. Entonces, el anciano paró, agitó los brazos con

lentopoder, momento en que la mujer volvió a echarse y se puso, una

vez más, rígida. Nopudimos detectar ninguna señal o sonido de

respiración en todos esos minutos. Volvió acubrirla con el mantel y el

negro nos hizo un gesto para que nos fuéramos. Nonecesitamos una

segunda orden. Me alegré de salir al fresco y luminoso aire del día.

Nopodía creer lo que había visto: ¡sin lugar a dudas una zombi

americana, una mujerblanca en ese estado oculto, ahí, en la Avenida

Lennox, en Harlem, Nueva York! —¡Ya está! —finalizó Champley con

cierto nerviosismo, pensé yo, ante el recuerdode ese episodio

antinatural—. ¡Es todo lo que puedo contarles sobre esa

zombiamericana! —Hay muchas historias de la Misa Negra en París —

reconocí—, y en su mayor parteson leyendas, o algo meramente

teatral y sin realidad alguna. Pero parece que lo queusted vio tuvo la

realidad sin la ceremonia. —Desde entonces —prosiguió el periodista—,

he pensado que, quizá, hay otrasclases de zombis. ¿Tipos de magia

más moderna, de engaños más modernos? ¡Pero nodebo mezclar este

ocultismo con nuestras políticas! Al ver que recuperaba su humor galo,

reí. Yo sabía que el París moderno teníamuchos misterios, muchos

atractivos para los príncipes o los mendigos, algunos de ellosde

naturaleza oculta; y algunos más cálidamente humanos en su

inmediatez de encantopara el hombre corriente.

118. 118 —Una cosa más —recordó—. Jamás averigüé de dónde

procede el nombre dezombi. A la mujer la llamaron guédé. —Seabrook

nos da el nombre de zombi como un término vudú, procedente de Haití

—aventuré. Había escuchado nombres diferentes para la misma

criatura en la India ySumatra—. La palabra zombi quizá provenga del

español antiguo, posiblemente es unacorrupción de es hombre y de

sombra 5 . El nombre hindú, chayya, también significa unacriatura de

la sombra; pero un fantasma es un bhuth: el doble es el s’arira. Estos

términos no vienen en los diccionarios habituales, ingleses o franceses;

nisiquiera se pueden encontrar en las enciclopedias del ocultismo. La

palabra francesaguédé significa glasto; mientras que guerat significa

barbecho. ¿Indica, entonces, esetérmino —quizá como un antiguo

vocablo de argot parisino que de algún modo llegó aHaití— “la criatura

que es barbecho”, incapaz de un crecimiento del alma? El hablaisleña

de las Indias Occidentales tiene muchos dialectos que combinan el

francés, elespañol y el portugués con las lenguas africanas de los

negros; y tal vez se hayanencontrado nombres nuevos para la antigua

y casi olvidada magia del ContinenteOscuro. AMERICAN ZOMBIE Dr.

Gordon Leigh Bromley Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar

Antologías 3 LA PÓCIMA VUDÚ DE AMOR COMPRADA CON SANGRE

BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGERL as narraciones de los

consortes demoníacos también traen a la mente aquellos ejemplos en

que los satanistas descarriados han buscado crear pócimas de amor

que les dieran un poder ilimitado sobre el sexo opuesto. Un

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acontecimiento quetuvo lugar en New Jersey hace unos años es un

clásico ejemplo de cómo la combinaciónde sexo, vudú y oscuros

deseos puede provocar un motivo espeluznante para elasesinato y el

sacrificio humano. Juan Rivera Aponte había nacido en Puerto Rico y

había sido educado en una mezclade cristianismo, magia negra y vudú.

Siempre desde su infancia había oído a loshechiceros hablar de una

legendaria fórmula que podía darle a un hombre control

sexualcompleto sobre las mujeres. Cuando vino a los Estados Unidos,

consiguió un trabajo en una granja de pollos enlas afueras de Vineland,

New Jersey. Se encargó de traer consigo algunos de losantiguos libros

de magia negra de su familia en su vieja maleta, y una vez que

finalizabasus tareas en la granja se pasaba las noches indagando en

los viejos volúmenes en buscade la pócima mágica de amor. Aunque

esas noches eran más bien solitarias ydeprimentes, en su corazón

sabía que pasaría las noches futuras haciendo el amor conmujeres

hermosas. Su mente enfebrecida se había centrado en una muchacha

en particular. Una hermosaestudiante de instituto de ojos oscuros,

cabello negro y un cuerpo que empezaba a5 En castellano en el

original. (N. del T.)

119. 119florecer había llegado a obsesionarle. Juan sabía que ella era

demasiado joven paracasarse, pero la magia la obligaría a entregarse a

él. CONTROL COMPLETO SOBRE LAS MUJERES, QUE LAS CONVIERTE EN

“ESCLAVAS DE AMOR”Finalmente, en un viejo libro de vudú, encontró

la fórmula para una legendaria pócima“esclava de amor”. Había vuelto

las amarillentas y frágiles páginas del antiguo tomohasta que sus ojos

se clavaron en el texto español bajo el título que prometía Pócimas

deAmor. Le temblaba todo el cuerpo de ansiedad mientras leía las

instrucciones y losingredientes. Las alas de murciélago desecadas

serían fáciles de conseguir. Las entrañasde lagarto presentaban pocos

problemas. Confiado, siguió leyendo. Mezclaría y prepararía la pócima

de inmediato. Todas lasmujeres que deseaba serían sus esclavas de

amor. POLVO TRITURADO DEL CRÁNEO DE UN NIÑO

INOCENTEEntonces leyó el último ingrediente, y la respiración se le

entrecortó ásperamente en lagarganta. “Rocía la pócima con harina de

huesos reseca y triturada de un cráneo humano. Elpolvo ha de

prepararse del cráneo de un niño inocente.” Juan soltó el libro y se

levantó de la silla de un salto. Aunque quedómomentáneamente

asqueado de horror ante esa cosa sórdida que debía hacer, sabía

queningún precio sería demasiado alto por su derecho a tener a

cualquier mujer quequisiera. La noche del 13 de octubre, Roger

Carletto, un estudiante de instituto de trece años,planeaba ir al cine en

Vineland con su hermana. —Un tío me debe un dólar —le dijo a su

hermana—. Espérame mientras voy apedírselo. Montó en su bicicleta y

pedaleó a toda velocidad por North Mill Road en dirección alas afueras

de la ciudad. Cuando Roger no regresó en un tiempo razonable, su

hermana se lo contó a suspadres, y después de un intervalo más largo,

la familia se lo notificó a la policía. ARoger Carletto nunca más se lo

Page 129: 2 Amanecer VUDU

volvió a ver vivo. Pasó el invierno, y cuando llegó el deshielo de la

primavera, se repitió el dragado delos ríos y estanques de los

alrededores de Vineland en busca del cuerpo del chicodesaparecido. En

el verano todo el mundo se preguntaba qué le había sucedido a Roger

Carletto. Lapolicía aún carecía de pistas sobre su desaparición. Era

como si el chico, sencillamente,hubiera entrado en otra dimensión. EL

CUERPO DESMEMBRADO EN EL GALLINEROEntonces, en la noche del 1

de julio, las autoridades recibieron por fin su primera pistaen el caso.

Los patrulleros Joseph Cassissi y Albert Genetti respondieron a una

llamadanocturna realizada por un granjero de North Mill Road que dijo

que su mozo de campose había vuelto completamente loco. Según el

joven granjero, su esposa se había despertado durante la noche y

habíadescubierto a su mozo, Juan Rivera Aponte, paralizado en su

cuarto de baño, de pie,

120. 120como si fuera una estatua de piedra. Tenía un palo en la

mano, que comenzó a blandirante la pareja, hasta que el granjero se lo

arrebató. Los dos agentes de policía fueron conducidos hasta el cuarto

de Aponte, situadoencima del gallinero. Era un hombre delgado, de

cabello y ojos oscuros, casi hipnóticos.Dormía en un camastro rodeado

de varias botellas de cerveza vacías. Las paredes delcuarto estaban

cubiertas de fotografías de chicas desnudas y estrellas de cine.

Durante el interrogatorio inicial de Aponte, afirmó que su jefe, el joven

granjero,había matado al niño Carletto y lo había enterrado en el

gallinero. Siguiendo las instrucciones del mozo de campo, la policía se

puso a excavar en elsuelo de tierra del gallinero y quedó sorprendida al

encontrar el cadáver del muchacho.El cuerpo estaba vestido sólo con

unos pantalones cortos, y le faltaba la parte superiordel cráneo, la

mano izquierda y un pie. Siguiendo con la excavación, los

agentesdesenterraron el pie y la mano, pero no pudieron encontrar

rastro alguno de la parte quefaltaba del cráneo. Al horrorizado

granjero, que estaba demasiado atontado para protestar por

suinocencia, se le pidió que acompañara a los agentes a la comisaría.

El detective Tom Jost no podía creer que el granjero fuera culpable,

aduciendo quetenía fama de ser un hombre muy trabajador y de buen

carácter. Aponte había afirmadoque su jefe había matado a Roger

Carletto debido a su ascendencia italiana, y que elgranjero odiaba a

todos los italianos porque en la Segunda Guerra Mundial habían

sidofascistas. Jost no podía tragarse un prejuicio que se remontaba a la

Segunda GuerraMundial como un motivo convincente para matar y

mutilar a un adolescente. LIBROS EXTRAÑOS Y ANTIGUOS DE MAGIA

NEGRA, VUDÚ Y HECHIZOS DE AMOREl capitán John Bursuglia tampoco

se creyó la historia. Ordenó un registro del cuarto deAponte y contrató

a un traductor para que le contara qué había en todos esos librosviejos

escritos en español. Entonces, a la mujer joven que había actuado

como intérprete durante losinterrogatorios de Aponte se le asignó la

lectura de los libros del mozo de campo. No lehizo falta más que un

vistazo para informarle al capitán Bursuglia que los volúmenestrataban

Page 130: 2 Amanecer VUDU

de vudú, rituales de magia negra e instrucciones sobre cómo hechizar

a lagente. Varios días después consiguió la total atención del oficial de

policía, cuando leyó envoz alta los ingredientes para una pócima de

amor especial, una que requería el cráneode un niño inocente.

Después de cinco horas de ser interrogado por los detectives y de dar

respuestasevasivas e insatisfactorias, el puertorriqueño finalmente se

derrumbó y confesó elasesinato de Roger Carletto. Aponte explicó

cómo había necesitado esa pócima de amor con el fin de conseguir ala

chica de sus sueños. Se había estado preguntando dónde podría dar

con un joveninocente cuando Roger Carletto llamó a su puerta. Éste le

había prestado un dólar aAponte y quería que se lo devolviera.

“HABRÍA MATADO A CUALQUIERA PARA CONSEGUIR ESE CRÁNEO”—

Necesitaba el hueso triturado del cráneo —dijo Aponte con indiferencia

—. Habríamatado a cualquiera para conseguir ese cráneo. Dio la

casualidad de que Roger fue elprimer niño que apareció.

121. 121 Los horrorizados oficiales escucharon en silencio mientras

Aponte describía cómohabía golpeado al muchacho, cómo le había

estrangulado con una cuerda y cómo habíaenterrado luego el cuerpo

en el suelo de tierra del gallinero. —No dejé de regar la tumba para

evitar que el cuerpo se hundiera —explicó—. Noquería que mi jefe

viera la depresión en la tierra y sospechara algo. ”Pasados unos meses,

desenterré el cuerpo y le saqué la parte superior del cráneo conun

cuchillo de cocina. Luego volví a meterlo en la tumba, le pasé unos

alambres alcráneo y lo colgué dentro del hornillo de mi cuarto. Quería

que se secara rápidamentepara poder terminar la pócima. ¿Por qué

había irrumpido aquella noche en el hogar de su jefe? Aponte sólo pudo

sugerir que había bebido mucha cerveza y que quizá quería que

loatraparan. Tal vez su conciencia le había vencido. —Creo que lo hice

con el fin de que viniera la policía y me arrestara. Las pruebas

psiquiátricas indicaron que Juan Aponte conocía la diferencia entre

elbien y el mal. Durante su juicio, el asesino del vudú presentó un

alegato de no defensa yfue sentenciado a cadena perpetua. —Jamás

llegué a completar mi pócima de amor de esclava —se quejó Aponte a

uncompañero de celda antes de ser trasladado a una prisión estatal—.

Sé que habríafuncionado. Podría haber obtenido el poder para tener a

cualquier mujer que quisiera. THE VOODOO LOVE POTION THAT WAS

BOUGHT WITH BLOOD Extraído de Demon Deaths, 1991 Brad Steiger &

Sherry Hansen Steiger Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar

Antologías 3 DESDE LUGARES SOMBRÍOS Richard MathesonE l doctor

Jennings giró hacia el bordillo y las ruedas de su Jaguar levantaron una

ola de barro. Pisó con fuerza el freno, sacó la llave con la mano

izquierda mientras con la derecha tanteó en busca del maletín que

tenía a su lado. Uninstante después se hallaba en la calle esperando un

hueco en el tráfico por el que podercruzar. Alzó la mirada hacia las

ventanas del apartamento de Peter Lang. ¿Estaría bienPatricia? Había

sonado asustada por teléfono... trémula, cercana al pánico. Jennings

bajólos ojos y frunció el ceño ante la hilera de coches que no dejaban

Page 131: 2 Amanecer VUDU

de pasar. Luego,cuando se produjo un hueco en la procesión, se lanzó

a la carrera. La puerta de cristal se cerró automáticamente a su

espalda mientras atravesaba elvestíbulo. ¡Padre, date prisa! ¡Por favor!

¡No sé qué hacer con él! La voz sobrecogidade Patricia reverberó en su

mente. Entró en el ascensor y apretó el botón del décimopiso. ¡No

puedo contártelo por teléfono! ¡Tienes que venir! Jennings tenía la

vistaclavada delante sin ver nada, ajeno al susurro de las puertas al

cerrarse. Ciertamente, la relación de tres meses de Patricia con Lang

había sido problemática.Aun así, no se sentiría justificado para pedirle

que la rompiera. A Lang no se le podíaclasificar entre los ricos ociosos.

Cierto, jamás había tenido que enfrentarse a un trabajo

122. 122en sus veintisiete años de vida. Pero no era indolente o inútil.

Era uno de los cazadoresmás importantes del mundo, y se movía en el

mundo que había elegido con eleganteautoridad. Y a pesar de su aire

jactancioso, en él había una vena de humor siempredispuesta a

manifestarse y un sentido básico de la justicia. Pero lo más importante

eraque parecía amar mucho a Patricia. Sin embargo, este problema,

fuera cual fuere, había surgido mientras el doctor sehallaba fuera.

Jennings parpadeó y enfocó la vista. Las puertas del ascensor estaban

abiertas.Marchó rápidamente pasillo abajo, mientras los zapatos

producían un ruido crujiente enlos baldosines encerados del suelo.

Había una nota escrita a mano pegada a la puerta. Pasa. Jennings

experimentó untemblor ante la visión de la apresurada letra de Pat.

Cobrando ánimos, entró... Y se paró en seco. El salón se encontraba

revuelto, las sillas y las mesas tiradas, laslámparas rotas, un puñado de

libros lanzados por el cuarto, y por todas partes se veíandiseminados

cristales rotos, cerillas y colillas de cigarrillos. Docenas de manchas

delicor ensuciaban la moqueta blanca. En el bar, una botella volcada

goteaba whisky porel borde de la barra; un chirrido regular inundaba la

habitación procedente de losgigantescos altavoces de pared. Jennings

se quedó boquiabierto. Peter debe de haberse vuelto loco. Se quitó el

sombrero y el abrigo, y luego se acercó al equipo de alta fidelidad y

loapagó. ¿Padre? —Sí —Jennings oyó con alivio el sollozo de su hija y se

apresuró a ir al dormitorio. Se encontraban en el suelo bajo la ventana.

Pat estaba de rodillas abrazando a Peter,que había encorvado su

cuerpo desnudo hasta quedar acurrucado, los brazos apretadoscontra

la cara. Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia le miró con

ojosdominados por el terror. —Intentó tirarse por la ventana —dijo—,

intentó matarse. —Bueno —Jennings apartó los brazos temblorosos de

ella y trató de levantar lacabeza de Lang. Peter jadeó, reculando para

evitar su contacto y de nuevo volvió aencogerse en una bola de

extremidades y torso. Jennings observó su silueta contraída,

elmovimiento de músculos en la espalda y hombros de Peter. Parecía

que había serpientesretorciéndose bajo la piel tostada por el sol—.

¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó. —No lo sé —su rostro era una

máscara de agonía—. No lo sé. —Ve al salón y sírvete una copa —

ordenó su padre—. Yo me ocuparé de él. —Intentó saltar por la

Page 132: 2 Amanecer VUDU

ventana. —Patricia. Ella empezó a llorar y Jennings giró la cara; lo que

necesitaba eran lágrimas. Denuevo trató de estirar el inflexible nudo

que era el cuerpo de Peter. Una vez más eljoven jadeó y se apartó de

él. —Trata de relajarte —dijo Jennings—. Quiero que te tumbes en la

cama. —¡No! —exclamó Peter; la voz era un susurro denso por el dolor.

—No puedo ayudarte, muchacho, a menos que... Jennings calló, con

expresión sorprendida. En un instante el cuerpo de Lang habíaperdido

su rigidez. Estaba extendiendo las piernas y los brazos se apartaban de

su tensaposición ante la cara. Peter levantó la cabeza. El rostro,

cubierto por una barba oscura, estaba lívido, losojos perdidos, era la

cara de un hombre que aguanta un tormento insoportable. —¿Qué

pasa? —preguntó Jennings, consternado. Peter sonrió, una mueca

desagradable.

123. 123 —¿No se lo ha contado Patty? —¿Contado qué? —Me están

embrujando —repuso Peter—. Algún... —Cariño, no —suplicó Pat. —¿De

qué estás hablando? —preguntó Jennings. —¿Una copa? —dijo Peter.

¿Cariño? Patricia se puso con cierta inseguridad de pie y se dirigió al

salón. Jennings ayudó aLang a echarse en la cama. —¿Qué es todo

esto? —preguntó. Lang dejó caer pesadamente la cabeza sobre la

almohada. —Lo que dije —contestó—. Embrujado. Maldecido.

Hechicero — lanzó una risitadébil—. El bastardo esquelético me está

matando. Ya lleva tres meses... casi desde quePat y yo nos conocimos.

—¿Estás...?— empezó Jennings. —La codeína es ineficaz —dijo Lang—.

Incluso la morfina... nada. —Jadeó en buscade aire—. Sin fiebre, sin

escalofríos. No tengo ningún síntoma para la asociación demédicos.

Sencillamente... alguien me está matando. —Miró a través de

párpadosentrecerrados—. ¿Gracioso? —¿Hablas en serio? Peter bufó. —

¿Quién demonios lo sabe? —comentó—. Quizá sea delirium tremens.

Dios sabeque hoy he bebido lo suficiente como para... —La maraña de

su pelo oscuro se deslizópor la almohada cuando miró en dirección a la

ventana—. Infiernos, ya es de noche —dijo. Giró con rapidez—. ¿Hora?

—Las diez pasadas —dijo Jennings—. ¿Qué hay de...? —Martes,

¿verdad? —inquirió Lang. Jennings se le quedó mirando—. No, veo

queno. —Lang empezó a toser secamente—. ¡Una copa! —gritó.

Cuando sus ojos se dirigieron a la puerta, Jennings miró por encima del

hombro.Patricia había vuelto. —Se ha caído todo —dijo con voz de niña

asustada. —De acuerdo, no te preocupes —musitó Lang—. No la

necesito. Pronto estarémuerto. —¡No hables así! —Cariño, me

encantaría morirme ahora mismo —dijo Peter, mirando al techo.

Suancho pecho se alzó de manera irregular al respirar—. Lo siento,

cariño, no hablaba enserio. Oh, oh, ya empieza de nuevo. —Lo dijo con

tanta suavidad que su ataque loscogió por sorpresa. Bruscamente,

empezó a forcejear en la cama, sus piernas de músculos

agarrotadospateando como si fueran pistones, los brazos cruzados

sobre la piel tensa de su cara. Unruido como el chillido de un violín

osciló en su garganta y Jennings vio que le caíasaliva por la comisura

de los labios. El médico fue a toda velocidad en busca de sumaletín.

Page 133: 2 Amanecer VUDU

Antes de llegar a cogerlo, el cuerpo agitado de Peter se había caído de

la cama. Eljoven se irguió, gritando, con la boca abierta con el frenesí

de un animal esclavizado.Patricia trató de contenerlo, pero, con un

rugido, él la apartó bruscamente a un lado yfue trastabillando hacia la

ventana. Jennings salió a su encuentro con la hipodérmica. Durante

varios momentosquedaron abrazados en una forcejeante lucha, el

distendido rostro de Peter a unoscentímetros de la cara del médico, las

manos de venas hinchadas en busca de la gargantade Jennings. Lanzó

un grito ronco cuando la aguja atravesó su piel y, dando un salto

124. 124hacia atrás, perdido el equilibrio, se desplomó. Intentó

incorporarse, los ojosenloquecidos clavados en la ventana. Entonces, la

droga entró en su sangre y se quedósentado en la postura flácida de

un muñeco de trapo. El sopor vidrió sus ojos. —El bastardo me está

matando —musitó. Le tendieron en la cama y cubrieron sus lentos

espasmos. —Me está matando —repitió Lang—. El negro bastardo. —

¿De verdad cree eso? —preguntó Jennings. —Padre, míralo —contestó

ella. —¿Tú también lo crees? —No lo sé —sacudió la cabeza con gesto

impotente—. Lo único que sé es que le hevisto cambiar de lo que era

a... esto. No está enfermo, padre. No tiene nada. —Experimentó un

escalofrío—. Sin embargo, se está muriendo. Jennings apartó los dedos

del agitado pulso del joven. —¿Le han visto? Ella asintió cansinamente.

—Sí —respondió—. Cuando empezó a empeorar, fue a ver a un

especialista. Pensóque quizá su cerebro... —Sacudió la cabeza—. No

tiene nada malo. —Pero, ¿por qué dice que le están...? —Jennings se

vio incapaz de pronunciar lapalabra. —No lo sé —dijo ella—. A veces,

parece creerlo. La mayor parte del tiempobromea. —Pero, ¿en qué se

basa...? —Un incidente en su último safari —repuso Patricia—. En

realidad no sé qué pasó.Un nativo zulú lo amenazó; dijo que era un

hechicero y que iba a... —Se le quebró lavoz—. Oh, Dios, ¿cómo algo

así puede ser verdad? ¿Cómo puede suceder? —La cuestión, pienso, es

si Peter en realidad cree que está sucediendo —comentóJennings. Se

volvió hacia Lang— . Y, por su aspecto... —Padre, me he estado

preguntando si... si, tal vez, la doctora Howell podríaayudarlo. Jennings

la miró un momento. Luego, dijo: —Tú crees en ello, ¿verdad? —Padre,

trata de comprenderlo. —Había un deje tembloroso de pánico en su

voz—.Tú sólo has visto a Peter de vez en cuando. Yo he visto cómo le

sucedía día tras día.¡Algo le está destruyendo! No sé qué es, pero

probaré cualquier cosa para frenarlo.Cualquier cosa. —De acuerdo —

apoyó una mano tranquilizadora en la espalda de ella—. Ve allamarla

por teléfono mientras yo lo ausculto. Una vez se hubo ido al salón —la

conexión del dormitorio había sido arrancada de lapared—, Jennings

bajó la manta y contempló el cuerpo bronceado y musculoso dePeter.

Temblaba con vibraciones ínfimas... como si, dentro del

encarcelamiento químicode la droga, cada nervio aislado palpitara

todavía. Jennings apretó los dientes. En alguna parte en el centro de su

percepción sintió quela exploración médica sería inútil. No obstante,

experimentaba desagrado por lo quepodía estar preparando Patricia.

Page 134: 2 Amanecer VUDU

Iba contra la naturaleza científica, ofendía la razón. También le

asustaba. Jennings vio que el efecto de la droga ya casi había

desaparecido. Por lo general,habría dejado a Lang inconsciente de seis

a ocho horas. Y ahora —en cuarentaminutos— estaba en el salón con

ellos, echado en el sofá enfundado en su bata,diciendo: —Patty, es

ridículo. ¿Qué va a conseguir otra doctora?

125. 125 —¡Muy bien, entonces, es ridículo! —exclamó ella—. ¿Qué

quieres que hagamos...simplemente quedarnos inmóviles y observar

cómo...? —fue incapaz de terminar. —Shhh —Lang acarició su cabello

con dedos temblorosos—. Patty, Patty. Tranquila,cariño. Quizá pueda

con ello. —Tú vas a poder con ello —Patricia le besó la mano—. Es por

los dos, Peter. Noseguiré sin ti. —No hables de esa manera —Lang se

retorció en el sofá—. Oh, Dios, empieza denuevo. —Forzó una sonrisa

—. No, me encuentro bien —le dijo—. Sólo... es unaespecie de

hormigueo. —La sonrisa se transformó en una repentina mueca de

dolor—.¿Así que esta doctora Howell va a solucionar mi problema?

¿Cómo? ¿Qué es, unaquiropráctica? —Es una antropóloga. —

Estupendo. ¿Qué va a hacer, explicarme los orígenes étnicos de la

superstición? —Lang habló rápidamente, como si intentara superar el

dolor con las palabras. —Ha estado en Africa —dijo Pat—. Ella... —Yo

también —cortó Peter—. Un sitio maravilloso para visitar. Pero no

jueguescon los médicos brujos. —Su risa se tornó en un grito jadeante

—. ¡Oh, Dios, negroesquelético y bastardo, si te tuviera aquí! —Sus

manos se extendieron en dos garras,como si quisiera ahorcar a un

atacante invisible. —Perdón... Se volvieron sorprendidos. Una mujer

joven y negra les miraba desde la entrada delsalón. —Había una tarjeta

en la puerta —explicó. —Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings

ya se había puesto de pie. Oyó que Patricia le susurraba a Lang: —

Quería decírtelo. Por favor, no tengas prejuicios. Peter la miró

fijamente, su expresión incluso más sorprendida: —¿Prejuicios?

Jennings y su hija cruzaron la estancia. —Gracias por venir —Patricia

apretó su mejilla contra la de la doctora Howell. —Es agradable verte,

Pat —dijo la doctora Howell. Por encima del hombro dePatricia le sonrió

al médico. —¿Has tenido algún problema en llegar hasta aquí? —

preguntó éste. —No, no, el metro nunca me falla. Lurice Howell se

desabotonó el abrigo y giró cuando Jennings alargó el brazo

paraayudarla. Pat miró el bolso que Lurice había dejado sobre el suelo;

luego observó aPeter. Lang no apartó los ojos de Lurice Howell

mientras ella se le acercaba, flanqueadapor Pat y Jennings. —Peter, te

presento a la doctora Howell —dijo Pat—. Fuimos juntas a

Columbia.Enseña antropología en el City College. Lurice sonrió. —

Buenas noches —saludó. —No tan buenas —repuso Peter. Desde el

rabillo del ojo Jennings vio la forma en que Patricia se puso rígida. La

expresión de la doctora Howell no se alteró. Su voz no cambió. —¿Y

quién es ese negro esquelético y bastardo que desearía tener aquí? —

preguntó. La cara de Peter se puso momentáneamente en blanco.

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Luego, con los dientesapretados para luchar contra el dolor, repuso: —

¿Qué se supone que significa eso?

126. 126 —Una pregunta —dijo Lurice. —Si está planeando dirigir un

seminario sobre relaciones raciales, olvídelo —musitóLang—. No me

encuentro con ánimos para ello. —Peter. Observó a Pat a través de ojos

llenos de dolor. —¿Qué quieres? —demandó—. Ya estás convencida de

que tengo prejuicios, asíque... —Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el

apoyabrazos del sofá y cerró los ojos—.Dios, clávame un cuchillo —

jadeó. La sonrisa tensa había desaparecido de los labios de la doctora

Howell. Al hablar,miró a Jennings con seriedad. —Lo he examinado —

dijo él—. No hay señal de deterioro físico, ni rastro de lesióncerebral. —

¿Cómo va a saberlo? —contestó ella con calma—. No es una

enfermedad. Es ju—ju. Jennings se quedó mirando. —Tú... —Ya

empezamos —dijo Peter con voz ronca—. Ya lo tenemos. —Se volvió a

sentar,clavando los dedos pálidos en los cojines—. Ésa es la respuesta.

Ju—ju. —¿Lo duda? —preguntó Lurice. —Lo dudo. —¿Del mismo modo

en que duda de sus prejuicios? —Oh, Jesús, ¡Dios! —Lang se llenó los

pulmones con un sonido gutural, deaspiración—. Estaba herido y quería

algo que odiar, así que elegí a ese asquerosobastardo para...—Se dejó

caer hacia atrás pesadamente—. Al demonio. Piense lo quequiera —se

llevó una mano paralizada a los ojos—. Sólo déjenme morir. Oh,

Jesús,Dios, déjenme morir. —De repente, miró a Jennings—. ¿Otra

inyección? —suplicó. —Peter, tu corazón no puede... —¡Al demonio mi

corazón! —La cabeza de Peter se movía hacia adelante y haciaatrás—.

¡Entonces media dosis! ¡No puede negárselo a un moribundo! Pat se

llevó el borde de su tembloroso puño a los labios, tratando de no llorar.

—¡Por favor! —dijo Peter. Una vez que la inyección hubo surtido efecto,

Lang setumbó, la cara y el cuello llenos de sudor—. Gracias —musitó.

Los pálidos labios seretorcieron en una sonrisa cuando Patricia se

arrodilló a su lado y comenzó a secarle elrostro con una toalla—. Hola,

amor —susurró. Los ojos apagados de Peter se volvieronhacia la

doctora Howell—. Muy bien, lo siento, mis disculpas —comentó

concortesía—. Le doy las gracias por venir, pero no creo en eso. —

Entonces, ¿por qué está funcionando? —preguntó Lurice. —¡Ni siquiera

sé lo que está pasando! —espetó Lang. —Creo que sí —dijo la doctora

Howell; su voz surgía con premura—. Y yo lo sé,señor Lang. El ju—ju es

la magia pagana más terrible del mundo. Siglos de creenciacolectiva

serían suficientes para conferirle un poder aterrador. Tiene ese poder,

señorLang. Usted lo sabe. —¿Y cómo lo sabe usted, doctora Howell? —

contrarrestó él. —Cuando tenía veintidós años —repuso ella—, pasé un

año en un pueblo zulúrealizando trabajo de campo para mi doctorado.

Mientras estuve allí, la ngombo seencariñó conmigo y me enseñó casi

todo lo que sabía. —¿Ngombo? —preguntó Patricia. —Creía que los

hechiceros eran hombres —comentó Jennings. —No, la mayoría son

mujeres —indicó Lurice—. Mujeres astutas y observadorasque trabajan

muy duramente en su profesión.

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127. 127 —Fraudes —dijo Peter. Lurice le sonrió. —Sí —comentó—. Lo

son. Fraudes. Parásitos. Holgazanes. Alarmistas. Sinembargo... ¿qué

cree usted que le está haciendo sentir como si mil arañas se

arrastraranpor su cuerpo? Por primera vez desde que entrara en el

apartamento Jennings vio una expresión demiedo en la cara de Peter.

—¿Sabe eso? —le preguntó Lang. —Sé por todo lo que está pasando —

afirmó la doctora Howell—. Yo misma lo pasédurante aquel año. Una

hechicera de un pueblo próximo me lanzó una maldición demuerte.

Kuringa me salvó de ella. —Cuéntemelo. Jennings notó que la

respiración del joven se estaba acelerando. Le sorprendió darsecuenta

de que la segunda inyección ya empezaba a perder su efecto. —¿Que

le cuente qué? —dijo Lurice—. ¿Sobre los dedos de largas uñas

desgarrandosus entrañas? ¿Sobre la sensación que tiene de que debe

encogerse hasta formar unabola con el fin de aplastar a la serpiente

que se va extendiendo en su vientre? —Peter sela quedó mirando con

la boca abierta—. ¿La sensación de que su sangre se haconvertido en

ácido? —prosiguió Lurice—. ¿Que si se mueve se desintegrará

porquesus huesos han sido chupados hasta quedar huecos? —Los

labios de Peter empezaron atemblar—. ¿Esa sensación de que su

cerebro está siendo devorado por una manada deratas peludas? ¿Que

sus ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus mejillascomo si

fueran jalea? ¿Que...? —Ya basta —el cuerpo de Lang tuvo unos

escalofríos espasmódicos. —Sólo he dicho esas cosas para convencerle

de que lo sabía —comentó Lurice—.Recuerdo mi propio dolor como si lo

hubiera sufrido esta misma mañana en vez de hacesiete años. Puedo

ayudarle si me deja, señor Lang. Haga a un lado su escepticismo.Usted

cree en ello, o no podría hacerle daño, ¿no lo ve? —Cariño, por favor —

pidió Patricia. Peter la miró. Luego su mirada regresó a la doctora

Howell. —No debemos esperar mucho más, señor Lang —le advirtió

ella. —De acuerdo —él cerró los ojos—. De acuerdo, inténtelo. Por

todos los infiernosque no puedo empeorar. —Deprisa —suplicó Patricia.

—Sí —Lurice Howell dio media vuelta y cruzó el cuarto para ir a coger

su bolso. Fue al recogerlo que Jennings captó la expresión en su

rostro... como si se le acabarade ocurrir alguna complicación

formidable. Ella los miró. —Pat —dijo—, ven aquí un momento. Patricia

se incorporó de inmediato y se acercó a ella. Jennings las observó

durante unmomento antes de volver a posar los ojos en Lang. El joven

empezaba a retorcerse denuevo. Ya le vuelve, pensó Jennings. —¿Qué?

Jennings miró a las mujeres. Pat contemplaba a la doctora Howell con

expresiónaturdida. —Lo siento —dijo Lurice—. Debí informarte desde el

principio, pero no huboninguna oportunidad. Pat titubeó. —¿Ha de ser

de esa manera? —preguntó. —Sí.

128. 128 Patricia miró a Peter con aprensión dubitativa en los ojos.

Luego, bruscamente,asintió. —Muy bien —repuso—. Pero date prisa.

Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell entró en el dormitorio.

Jennings observóa su hija mientras ésta miraba con fijeza la puerta

cerrada. La puerta del dormitorio se abrió y salió la doctora Howell.

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Jennings, que en eseinstante giraba desde su posición junto al sofá,

contuvo el aliento. Lurice estaba desnudahasta la cintura y debajo

llevaba una falda fabricada con diversos pañuelos de coloresanudados

entre sí. Sus piernas y pies estaban desnudos. Jennings la miró

boquiabierto.La blusa y falda que había llevado antes no habían

revelado nada de la sinuosa bellezade su cuerpo. Jennings desvió la

vista a Pat; su expresión al mirar a la doctora Howell erainconfundible.

El doctor volvió a observar a Lurice; la expresión de ella al observar la

cara del jovenera más difícil de interpretar. —Por favor, compréndanlo,

jamás he hecho esto antes —dijo Lurice, avergonzadapor su silencio

escrutador. —Lo comprendemos —repuso Jennings, una vez más

incapaz de quitarle los ojos deencima. Un punto rojo y brillante estaba

pintado en cada una de sus mejillas cetrinas, y sobresu cabello rizado

llevaba un penacho de plumas parecido a un yelmo, cada una de

unatonalidad castaña con un ojo vívido en el extremo. Sus pechos

sobresalían de unamaraña de collares hechos de dientes de animales,

madejas de cuentas y abalorios debrillantes colores y tiras de piel de

serpiente. En el brazo izquierdo —atado alrededordel bíceps con un hilo

de lana de angora— colgaba un pequeño escudo de piel moteadade

buey. Avanzó hacia ellos con un desafío tímido, casi infantil... como si

su vergüenzaestuviera equilibrada por el conocimiento de su esplendor

físico. Jennings quedósorprendido al ver que tenía el estómago

tatuado, cientos de diminutos ribetes queformaban un dibujo de

círculos concéntricos alrededor de su ombligo. —Kuringa insistió en ello

—explicó Lurice como si él se lo hubiera preguntado—.Fue su precio

por enseñarme sus secretos. —Sonrió fugazmente—. Conseguí

disuadirlade limarme los dientes hasta dejarlos puntiagudos. Jennings

percibió que estaba hablando para esconder su vergüenza y sintió

unaoleada de simpatía hacia ella mientras dejaba el bolso en el suelo,

lo abría y empezaba aextraer su contenido. —Los ribetes se levantan

haciendo pequeñas incisiones en la carne —dijo ella— ymetiendo en

cada incisión una pizca de pasta. —Depositó en la mesita un frasco con

unlíquido grumoso y un puñado de piedras pequeñas y lustrosas—. La

pasta tuve quehacerla yo misma. Tuve que coger un cangrejo de tierra

con las manos y arrancarle unade sus pinzas. Tuve que desollar una

rana viva y la mandíbula de un mono. —Dejó en lamesita un haz de lo

que parecían ser lanzas diminutas—. La pinza, la piel y lamandíbula,

junto con algunos ingredientes de plantas, los molí hasta convertirlos

en unapasta. Jennings se mostró sorprendido cuando ella extrajo un

disco de la bolsa y lo puso enel tocadiscos. —Cuando diga Ahora,

doctor —pidió—, ¿querrá poner la aguja sobre el disco? Jennings asintió

en silencio. Cuando se acuclilló para colocar los diversos objetos sobre

el suelo, se hizo evidenteque bajo la falda de pañuelos Lurice iba

completamente desnuda.

129. 129 —Bueno, puede que no viva —dijo Peter, la cara casi blanca

ya—, pero da laimpresión de que voy a tener una muerte fascinante. —

Siéntense los tres formando un círculo —dijo Lurice. El educado

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refinamiento de su voz, procedente de los labios de lo que parecía

unadiosa pagana impactó a Jennings mientras se acercaba a ayudar a

Lang. El ataque tuvo lugar cuando Peter intentó ponerse de pie. En un

instante, se viosumido en él, contorsionándose en el suelo, el cuerpo

doblado, las rodillas y los codosgolpeando la alfombra. De repente, se

dio la vuelta, echó atrás la cabeza y los músculosde la espalda se le

tensaron con tanta fuerza que su espalda se arqueó hacia arriba

desdeel suelo. Una espuma blanquecina salía de las comisuras de su

boca, sus ojos abiertosparecían congelados en sus cuencas. —¡Lurice!

—chilló Pat. —No hay nada que podamos hacer hasta que pase —dijo

Lurice. Miró a Peter conojos consternados. Entonces, cuando la bata de

él se abrió y se retorció desnudo en laalfombra, apartó la cara, y el

rostro se le tensó con una expresión que Jennings, para suinquietud,

interpretó como una expresión de miedo. Luego, él y Pat se agacharon

paratratar de contener el afligido cuerpo de Lang—. Suéltenlo —ordenó

Lurice—. No haynada que puedan hacer. Patricia le lanzó una mirada

centelleante de asustada animosidad. Cuando el cuerpode Peter por fin

experimentó un último temblor y quedó inmóvil, cruzó la bata sobre

sucuerpo y volvió a anudarle el cinturón. —Ahora. Formen el círculo;

deprisa —dijo Lurice, obligándose con claridad aabandonar algún terror

interior—. No, debe sentarse solo —indicó cuando Patricia sesituó junto

a él, sosteniéndole la espalda. —Se caerá —dijo Pat con una corriente

subterránea de resentimiento en la voz. —Patricia, si quieres mi

ayuda... Con cierta vacilación, mientras sus ojos iban de las facciones

asoladas por el dolor dePeter a la expresión atormentada de la cara de

Lurice, Patricia se apartó de él y se quedóquieta. —Con las piernas

cruzadas, por favor —indicó Lurice—. ¿Señor Lang? —Petergruñó, con

los ojos medio cerrados—. Durante la ceremonia, le pediré algo en

pago,bastará algo personal, insignificante. Peter asintió. —De acuerdo,

empecemos dijo él—. No podré aguantar mucho más. Los pechos de

Lurice se alzaron, temblando, cuando aspiró una bocanada de aire. —A

partir de ahora silencio —murmuró. Nerviosa, se sentó frente a Peter e

inclinó la cabeza. A excepción de la estertórearespiración de Lang, en

la habitación reinó un silencio mortal. Jennings pudo oír débilmente, en

la distancia, los sonidos del tráfico. En vano intentódesterrar de su

mente los malos presagios. No creía en esto. Sin embargo, aquí

estabasentado, con las piernas cruzadas que ya empezaban a

acalambrarse. Aquí estabasentado Peter Lang, obviamente próximo a

la muerte y sin ningún síntoma que loexplicara. Aquí estaba sentada su

hija, aterrada, luchando mentalmente contra lo queella misma había

iniciado. Y aquí, lo más extraño de todo, estaba sentada no la

doctoraHowell, una inteligente profesora de antropología y una mujer

culta y civilizada, sinouna Bruja Africana semidesnuda con sus

instrumentos de magia bárbara. Hubo un sonido traqueteante. Jennings

parpadeó y miró a Lurice. En la manoizquierda asía un haz de lo que

parecían lanzas pequeñas. Con la derecha estabacogiendo piedras

lustrosas y diminutas del montón. Las agitó en la palma como sifueran

dados y las arrojó sobre la moqueta, la mirada clavada en su caída.

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130. 130 Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego volvió a

cogerlas. Frente a ella,la respiración de Peter se hacía cada vez más

ardua. Y si sufría otro ataque, se preguntóJennings, ¿Tendría que

iniciarse de nuevo la ceremonia? se retorció en el instante en que

Lurice quebró el silencio. —¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a

Peter con frialdad, casi con ojoscoléricos—. ¿Por qué me consultas? ¿Es

porque no tienes éxito con las mujeres? —¿Qué? —Peter la contempló

con perplejidad. —¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por

la que vienes a mí? —preguntóLurice, con voz imperiosa. De repente,

Jennings se dio cuenta de que ella ahora era porcompleto una

hechicera interrogando a su paciente varón, arrogantemente

despectivarespecto a su rango inferior—. ¿Estás enfermo? —Casi

escupió las palabras, echandohacia atrás los hombros. Jennings miró

de manera involuntaria a su hija. Pat permanecíasentada como una

estatua, las mejillas pálidas, los labios formando una línea fina y

casiblanca—. ¡Habla, hombre! —ordenó Lurice, la ngombo altiva. —¡Sí!

¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió en busca de aire—.

Estoyenfermo. —Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—.

Cuéntame cómo llegó a ti. O bien Peter ya se hallaba en tal estado de

dolor que cualquier noción de resistenciaquedó destruida... o había

sido atrapado por la fascinación de la presencia de

Lurice.Probablemente era una combinación de ambas cosas, pensó

Jennings mientrasobservaba cómo Lang empezaba a hablar, la voz

dominada, los ojos presos de la miradaardiente de Lurice. —Una noche

entró ese hombre furtivamente en el campamento —dijo—. Trataba

derobar algo de comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me

amenazó. Dijo que memataría. La voz del joven era tan mecánica que

Jennings se preguntó si Lurice habíahipnotizado a Peter. —Y llevaba, en

una bolsa a su costado... —la voz de Lurice parecía impulsarle comoel

de una hipnotizadora. —Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta

se le contrajo al tragar saliva—. Mehabló. —El fetiche te habló —repitió

Lurice—. ¿Qué te dijo? —Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna

fuera como un arco, yo moriría. Bruscamente, Peter tembló y cerró los

ojos. Lurice volvió a tirar los huesos y loscontempló. De repente, arrojó

las lanzas diminutas. —No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando

ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundio Sogbla. No es un demonio del bosque lo

que te devora. Es un espíritu maligno quepertenece a un ngombo que

ha sido ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. Elespíritu

maligno del ngombo se ha pegado a ti en venganza por tu ofensa

contra su amo.¿Lo entiendes? Peter apenas fue capaz de hablar.

Asintió con movimientos espasmódicos. —Sí. —Di: Sí, lo entiendo. —Sí

—tembló—. Sí, lo entiendo. —Me pagarás ahora —le dijo ella. Peter la

miró durante varios momentos antes de bajar la vista. Sus dedos

rígidosbuscaron en los bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente

jadeó y los hombros seencorvaron hacia delante cuando un espasmo

de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en losbolsillos una segunda vez

como si no estuviera seguro de que se hallaran vacíos.

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Luego,frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de la mano

izquierda y lo extendió. La

131. 131mirada de Jennings saltó a su hija. Su cara era como de piedra

mientras observaba aPeter entregar el anillo que ella le había regalado.

—Ahora —dijo Lurice. Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido

a la insensibilidad de sus piernas, seacercó al tocadiscos y colocó el

brazo de la aguja en su sitio. Antes de que hubieraregresado al círculo,

el cuarto quedó inundado con el batir de tambores, un cántico devoces

y un batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados en Lurice,

Jenningstuvo la impresión de que todo se estaba desvaneciendo en los

extremos de su visión, queLurice, sola, era visible bajo una luz

levemente nebulosa. Ella había dejado el escudo de piel de buey en el

suelo y sostenía el frasco en lamano. Quitó el tapón y bebió el

contenido de un único trago. De manera vaga Jenningsse preguntó qué

era lo que había bebido. La botella cayó con un ruido sordo sobre la

moqueta. Lurice empezó a bailar. El comienzo fue lánguido. Al principio

sólo se movieron sus brazos y hombros, elinquieto y sinuoso gesto

sincronizado con la cadencia de los tambores. Jennings la

miró,imaginando que su corazón había alterado su ritmo al de los

tambores. Observó lacontorsión de sus hombros, los movimientos

serpentinos que hacía con los brazos y lasmanos. Oyó el crujido de sus

collares. El tiempo y el espacio habían desaparecido paraél. Podía

haber estado sentado en el claro de una selva, contemplando las

contorsionessomnolientas de su danza. —Batid las manos —ordenó la

ngombo. Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los

tambores. Miró a Patricia. Ellahacía lo mismo, los ojos todavía clavados

en Lurice. Sólo Peter permaneció inmóvil, lamirada al frente, los

músculos de su mandíbula temblando mientras apretaba los

dientes.Durante un fugaz momento, Jennings volvió a ser un médico

que observaba preocupadoa su paciente. Luego, girando, se vio atraído

otra vez a la insensata fascinación de ladanza de Lurice. Los tambores

comenzaron a acelerar el ritmo, tornándose más sonoros. Lurice

inicióun movimiento dentro del círculo, girando despacio, los brazos y

hombros aún en gestosondulantes. Sin importar dónde se situara, sus

ojos quedaban clavados en Peter, yJennings se dio cuenta de que sus

ademanes eran en exclusiva para Lang... movimientosde

aproximación, de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo

a ir a su lado. De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono,

oscilando los pechos de lado alado y agitando los collares con su

salvaje rostro flotando a centímetros de la cara dePeter. Jennings sintió

que los músculos de su estómago se contraían cuando Lurice pasósus

dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter, luego se irguió y

giró, loshombros echados hacia atrás con negligencia, exhibiendo los

dientes en una mueca decelo salvaje. Al instante, ya había dado la

vuelta para mirar de nuevo a su cliente. Se inclinó una segunda vez, en

esta ocasión avanzando y retrocediendo delante dePeter con

movimiento felino, con un canturreo rabioso en la garganta. Por el

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rabillo delojo Jennings vio que su hija adelantaba el torso. La expresión

de su cara era terrible. De repente, los labios de Patricia se abrieron

como en un grito silencioso.Agachándose, Lurice se había cogido los

pechos con dedos penetrantes y los empujabaa la cara de Peter. Éste

la miró con el cuerpo tembloroso. Canturreando de nuevo,Lurice

retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al ver que se

estaba quitandola falda de pañuelos. En un momento había caído sobre

la alfombra y ella volvió acentrarse en Peter. Fue en ese instante

cuando Jennings comprendió lo que habíabebido.

132. 132 —No —la voz llena de veneno de Patricia le hizo girar con el

corazón acelerado. Ellase estaba poniendo de pie. —¡Pat! —susurró.

Ella le miró y, durante un momento, se observaron. Luego, con un

violento temblor,volvió a dejarse caer al suelo y Jennings ya no le

prestó atención. Lurice estaba de rodillas delante de Peter, meciéndose

hacia adelante y atrás yfrotándose los muslos con las manos. Parecía

que no podía respirar. Su boca abierta nodejaba de aspirar aire con

ruidos jadeantes. Jennings vio que le caían gotas de sudor porlas

mejillas; las vio brillar en su espalda y hombros. No, pensó. La palabra

salió demanera automática, la vocalización de algún terror alienígena

que pareció crecer,ahogarle. No. observó las manos de Lurice volver a

coger sus pechos. Los tamborespalpitaban y aullaban en sus oídos. El

corazón le latía con fuerza. ¡No! Las manos de Lurice se habían

extendido súbitamente y abierto la bata de Lang. Larespiración de

Patricia era ronca, sorprendida. Jennings sólo captó un vistazo de su

caradistorsionada antes de que su mirada volviera a verse atraída

hacia Lurice. Tragado porel frenético batir de los tambores, el aullido

de la voz canturreante, las explosivaspalmadas, sintió como si su

cabeza empezara a atontarse, como si la habitación semoviera. En una

neblina de ensueño, vio las manos de Lurice estirarse hacia Peter.

Viouna expresión de pesadilla en la cara del hombre cuando la tortura

cerró un vicio a sualrededor... un tormento que era tanto carnalidad

como agonía. Lurice se acercó a él.Más cerca. Ahora su cuerpo bañado

en sudor se contorsionó a centímetros del suyopropio. —¡Dámelo! —su

voz fue bestial, voraz—. ¡Dámelo! —Apártate de él. La advertencia

gutural de Patricia sacó a Jennings del trance. Giróy la vio adelantarse

hacia Lurice... quien, en ese instante, se pegó al cuerpo de Peter.

Jennings se lanzó hacia Pat, sintiendo que debía hacerlo. Ella se

retorció con frenesíen sus manos, mientras su aliento cálido caía sobre

sus mejillas, y con el cuerpoviolento en su cólera. —¡Apártate de él! —

le gritó a Lurice—. ¡Quítale las manos de encima! —¡Patricia! —espetó

Jennings. —¡Suéltame! El grito de agonía de Lurice los paralizó.

Aturdidos, la vieron separarse de Peter ycaer de espaldas, con las

piernas dobladas y los brazos cruzados sobre la cara.

Jenningsexperimentó una oleada de horror. Dirigió la mirada hacia el

rostro de Peter. Laexpresión de dolor se había desvanecido. Sólo

permanecía una perplejidad atontada. —¿Qué pasa? —preguntó

Patricia. La voz de Jennings sonó hueca, atemorizada. —Se lo ha

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quitado —dijo. —Oh, Dios mío... —contempló a su amiga, espantada. La

sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una bola con

el fin deaplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre.

Las palabras invadieron lamente de Jennings. Observó el ondulante

reptar de músculos bajo la carne de Lurice, lacontorsión espasmódica

de sus piernas. En el otro extremo de la habitación, el discoterminó, y,

en la súbita quietud, pudo oír un agudo gemido que vibraba en la

gargantade Lurice. La sensación de que su sangre se ha convertido en

ácido, que, si se muere, sedesintegrará porque sus huesos han sido

chupados hasta quedar huecos. Con ojosperturbados, Jennings la

observó padecer la agonía de Peter. La sensación de que sucerebro

está siendo devorado por una manada de ratas peludas, que sus ojos

están apunto de derretirse y chorrear por sus mejillas como si fueran

jalea. Las piernas de

133. 133Lurice se enderezaron. Giró hasta ponerse de espaldas y

empezó a mover los hombros.Sus piernas se encogieron hasta que sus

pies quedaron apoyados sobre la alfombra. Suestómago osciló con una

respiración torturada, los pechos hinchados oscilaron de lado alado. —

¡Peter! El horrorizado susurro de Patricia hizo que Jennings levantara la

cabeza conbrusquedad. Los ojos de Peter brillaban mientras miraba el

cuerpo tenso de Lurice.Había empezado a apoyarse sobre las rodillas,

con una expresión inhumana en lasfacciones. En ese momento sus

manos se alargaron hacia Lurice. Jennings lo cogió delos hombros, pero

Peter no pareció darse cuenta. No dejó de estirarse hacia Lurice. —

Peter. —Lang intentó hacerlo a un lado, pero Jennings apretó con más

fuerza—.Por el amor de Dios... ¡usa la cabeza, hombre! —le ordenó—.

¡La cabeza! Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un hombre

que acababa de despertar.Jennings apartó las manos y dio

rápidamente media vuelta. Lurice yacía inmóvil de espaldas, con los

ojos oscuros mirando al techo. Se inclinósobre ella y apoyó la yema de

un dedo bajo su pecho izquierdo. Los latidos de sucorazón casi eran

imperceptibles. Le miró de nuevo los ojos. Tenían la mirada vidriosade

un cadáver. De repente, se cerraron y un temblor prolongado,

torturador, recorrió aLurice. Jennings la observó con la boca abierta,

incapaz de moverse. No, pensó. Eraimposible. No podía estar... —

¡Lurice! —gritó. Ella abrió los ojos y le miró. Después de unos instantes,

sus labios se movierondébilmente e intentó sonreír. —Ya ha acabado —

susurró.El coche avanzaba por la Séptima Avenida con las ruedas

siseando en el barro. Junto alasiento de Jennings, la doctora Howell iba

inmóvil debido a la extenuación. Unaavergonzada y arrepentida Pat la

había bañado y vestido, después de lo cual Jennings lahabía ayudado a

subirse a su coche. Justo antes de dejar el apartamento, Peter

habíaintentado darle las gracias, pero, incapaz de hallar las palabras, le

había besado la manoy dado media vuelta sin decir nada. Jennings la

miró. —¿Sabes? —dijo—, si yo no hubiera visto lo que de verdad

sucedió esta noche, nome lo creería jamás. Todavía no estoy seguro de

creerlo. —No resulta fácil de aceptar. —¿Le contaste a Patricia lo que

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iba a pasar? —No —repuso Lurice—. No podía contarle todo. Intenté

prepararla para el impactoque se le avecinaba, pero, por supuesto,

tuve que reservar parte. De lo contrario quizáhabría rechazado mi

ayuda... y su novio habría muerto. —Era un afrodisíaco lo que había en

esa botella, ¿verdad? —Sí —contestó ella—. Debía soltarme. Si no, las

inhibiciones personales me habríanimpedido hacer lo que era

necesario. —¿Qué pasó justo antes del final...? —comenzó Jennings. —

¿El aparente deseo del señor Lang por mí? —preguntó Lurice—. Sólo

fue untrastorno del momento. La súbita extracción del dolor le dejó,

durante unos segundos,sin voluntad propia. Si lo desea, sin una

contención civilizada. Era un animal el que mequería, no un hombre.

134. 134 Minutos después Jennings aparcó delante del edificio de

apartamentos de la doctoraHowell y se volvió hacia ella. —Creo que los

dos sabemos cuánta enfermedad dejaste expuesta... y curaste

estanoche —comentó. —Espero que sí —dijo Lurice—. No por mí, sino...

—sonrió un instante—. No pormí realizo esta plegaria —recitó—. ¿Lo

conoce? —Me temo que no. Escuchó en silencio mientras la doctora

Howell volvía a recitarlo. Luego, cuando élhizo ademán de bajarse del

coche, ella le contuvo. —Por favor, no hace falta. Ahora me encuentro

bien. Abriendo la puerta, bajó y se detuvo en la acera. Durante unos

momentos se miraron.Después, Jennings alargó el brazo y le apretó la

mano. —Buenas noches, querida —dijo. Lurice Howell le devolvió la

sonrisa. —Buenas noches, doctor. Jennings la observó atravesar la

calzada y entrar en el edificio. Luego, poniendo denuevo el coche en

marcha, dio un giro en forma de U y emprendió el regreso a laSéptima

Avenida. Mientras conducía, en voz baja repitió el poema de Countee

Cullenque Lurice le había recitado: No por mí realizo esta plegaria Sino

por esta raza mía Que extiende desde lugares sombríos Oscuras manos

en busca de pan y vino. Los dedos de Jennings se apretaron sobre el

volante. —Usa tu cabeza, hombre —dijo—. Tu cabeza. FROM

SWADOWED PLACES Richard Matheson Trad. Elías Sarhan Amanecer

Vudú. Valdemar Antologías 3.INDICEIntroducciónVocabularioAFRICA-

Los hombres que bailan con los muertos-Zombi blancoHAITI-La pálida

esposa de Toussel

135. 135-Madre de serpientes-Yo anduve con un zombiCUBA-

Venganzas y castigos de los Orishas-Patakí de OfúnMIAMI-Asesinado al

borde de un altar vudúMEXICO-Los espeluznantes secretos del rancho

Santa ElenaNUEVA ORLÉANS-Palomos del infierno-El Boogie del

Cementerio-Papá Benjamin- El Gris Gris En El Escalón De Su Puerta Le

Volvió LocoNUEVA YORK-American Zombie-La pócima de amor

comprada con sangre-Desde lugares sombríos.