1953 - biografías animales, luis franco

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Ensayo Argentino

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BIOGRAFIAS ANIMALES

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LUIS FRANCO

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ANIMALES

ILUSTRACIONESDE

FREIRE

2' EDICION

EDICIONES PEUSER

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PLUSER

PRIMERA EDICION: MAYO DE 1953

BUENOS AIRES

INDUSTRIA ARGENTINA

PRINTED IN ARGENTINA

Derechos reservados - Hecho el depósito que marca la ley 11723

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ADOLFO BARBOZ4 BASTOS

dedica

L. F.

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SERMÓN DEL BOSQUE

SUELE considerarse modernamente a los animales como a her-manos menores del hambre. El título alude a la preeminencia

intelectual del último. No puede aludir a otro aspecto.Ni como magnitud o potencia física, ni como salud, ni como

belleza, ni como capacidad sensorial, ni como sabiduría del instinto,ni como bondad, tal vez el hombre puede aspirar al primer puestosin caer en ridículo.

**

Pese al sueño infantil de todos los pueblos, parece que nuncahubo gigantes humanos sobre la tierra. La zoología, sí, presentóy presenta colosos que superan en quinientas, en mil y más vecesel peso medio del hombre. Aunque no todos lo saben, vive aúnen el mundo el as de los gigantes de todos los tiempos: la ballenaazul, que suele pasar de los treinta metros de longitud y llega alas ciento cincuenta toneladas de peso.

* *

Con una estatura y un peso más o menos iguales a los delhombre, o muy inferiores, los animales más conocidos lo superanholgadamente en el terreno de la gimnasia o el combate. Los dien-tes de la hiena pueden trozar el fémur de un buey. El león y el

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jaguar pueden derribar a un toro y arrastrarlo a su sabor, y lapequeña cerasta puede derribar a un camello, como el gimnotoeléctrico a un caballo. El tigre puede llevar a un hombre en laboca tal como un gato lleva a un ratón. El puma sube a los árbolesde un solo brinco, sin usar sus garras, y puede tirarse al suelodesde ramas alzadas sobre él dieciocho metros. ¿Mencionaremos lavelocidad de viento del lebrel, el venado o el ñandú, la vista teles-cópica de ciertas aves de rapiña, el oído del murciélago, de la liebreo la mula, el olfato del lobo o el guanaco?

* *

Que el hombre sea el animal enfermo por excelencia, no esextraño, dadas las decisivas y con frecuencia absurdas alteraciones

¡ e innovaciones introducidas en su régimen más o menos natural/ de albergue y alimentación, sin contar el invento del vestido o¡ piel muerta.

El animal es casi invariablemente un ente sano porque noacostumbra transgredir las leyes de su propia naturaleza. Des-pués, o el animal muere de muerte violenta o, si enferma, dejaobrar en sí, libremente, los poderosos elementos autocurativos quetodo organismo vivo lleva en sí, es decir, a salvo de todo inter-vencionismo forastero, ése conque la medicina suele tan frecuen-temente demorar o malograr la restauración espontánea.

Glotón es el que come más de lo que necesita. El animal nolo es casi nunca. En la Naturaleza es difícil que se cometa el feovicio por esta razón: y es que él trae grasa desproporcionada conel esqueleto y la musculatura del que la lleva, y eso, para un purohijo de la Naturaleza, significa un agudo peligro de muerte; sies de los perseguidos, podrá difícilmente escapar a sus enemigos;si de los cazadores, sus presuntas presas se burlarán de él. Lo cualno significa que no haya glotones naturales que asustarían a losGargantúas. El mayor tragón del mundo es el gusano de seda,que consume en alimentos una cantidad equivalente a cuatro milveces su propio peso inicial. Pero es porque después - cosa comúnen la Naturaleza— debe someterse a un incorruptible ayuno.

. * *

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Tampoco la Naturaleza parece haber reservado los mejoresdones de la belleza viva para el hombre. (¡Que los inventos desus poetas y demás artistas le sirvan de consuelo!) Indudable-mente la criatura humana, ni aun como excepción, puede sostenerbien el cotejo con ciertas formas del resto de la zoología: ni enesbeltez de líneas - antílopes, leopardos, cisnes -, ni en la graciavivaz de los movimientos - culebras, panteras, ardillas, delfines,picaflores -, ni mucho menos en esplendidez de colores y maticesque en ciertas criaturas salvajes llega a lo fabuloso: peces, coleóp-teros, mariposas, quetzales, faisanes, pavones.

* * *

Cada actividad o conquista propia del mundo puramente hu-mano, al parecer, tiene su modelo, viejo de millares de siglos, enla Naturaleza: los engaños, disimulos, trampas y atracos del hom-bre; todas las variedades de su trabajo; su arte de organizarsepara la guerra o la paz, y hasta su don de explotar al prójimoo burlarse de él.

Las termitas levantan sobre el suelo construcciones hasta deocho metros de alto, vale decir, más de mil quinientas veces supropia estatura, hazaña bastante mayor que la erección de laspirámides egipcias o de los rascacielos de Nueva York. El recursode guarecerse en cuevas o cavernas comienza no con la vida animalsobre la tierra sino ya dentro del mar. La coraza y el escudo sonviejos como el mundo. Entre los peces es vulgarísimo el uso delpincho, del taladro, del escoplo, de la maza y del martillo.

El pez sierra, el maquerodo, el castor y otros usaron o usan lasierra trozadora. La araña hila y teje una tela no igualada en superfecta combinación de finura y resistencia, como que fué la pri-mera en cazar con red. Cantidad de pájaros practican la canasteríapara sus nidos. Otros no tienen nada que envidiar de los inventosdel hombre, pues ellos los conocían mucho antes. La prueba nosla da el hornero, el pájaro sastre, el pez espada... ¿. Es que el gim-noto no inventó la pila eléctrica millares de siglos antes que Volta?Y la linterna sorda, ¿no la usaban muchos hijos de los altos ybajos barrios del mar antes que la luciérnaga se la mostrara al

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hombre? La primera torre de observación que se alzó sobre latierra fué, sin duda, la de la jirafa. Y la mofeta aplicó hace yarato el gas asfixiante a la guerra. Y, ¿quién manejó primero laaguja de inyección hipodérmica, el hombre o la serpiente? Perosi vamos al caso, el rey de la creación, como él se llama con notoriamodestia, no podría patentar ni el anzuelo ni la caña de pescar,porque varios pececillos de los sótanos marinos manejan, agaza-pados, un cordel con un anzuelo luminoso.

Recordemos que quien legó a la arquitectura el arte de laconstrucción en bóveda fué nuestro modesto amigo el castor, yque fué él - no los ingenieros de la hidráulica china o egipcia -el primero que ideó y erigió un dique y desvió y canalizó los ríos.

¿La agricultura? Darwin descubrió que todo el haz encimerode tierra vegetal debe pasar una vez por el cuerpo de las lom-brices de tierra en el curso de algunos años. Lo cual significaque el arado no hace más que rasguñar torpemente el suelo yaentrañablemente removido y fertilizado por estos titanes de laagricultura que son los gusanos de tierra.

Adviértase, finalmente, que el prurito de divertirse a costadel prójimo parece comenzar con los monos, y la benemérita haza-ña de vivir del sudor ajeno se da con caracteres clásicos en laFormica rufe8cens, que Pierre Huber denunció el primero: hor-miga negrera que depende en absoluto del trabajo de sus congé-neres esclavas.

¿Qué le queda al hombre para sus infladas pretensiones deiniciador universal, de inventor único? ¿Que Aristóteles lo definiócomo el animal político por excelencia, es decir, como el creadorde la vida social? Eso podía pasar en tiempos en que la zoologíadaba sus primeros pininos. Ni somos los primeros o únicos entessociales, y ni siquiera lo somos, en cierto modo, en el grado delas hormigas o abejas o de los castores. "Cada trabajador -diceR. C. Macfie, refiriéndose a la colmena desempeña una tareapeculiar. Hay nodrizas que buscan a las ninfas y las larvas. Haydamas para asistir a la reina, y hay ventiladores suspendidosque son abejas que airean la colmena y evaporan el agua quedestila la miel; hay arquitectos que hacen el panal; hay cosecherosque recolectan la miel, el polen, la sal y el agua; hay químicos que

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preservan la miel mediante el ácido fórmico; hay barrenderos quemantienen limpia la colmena y sus alrededores; hay soldados queguardan la colmena y la defienden de todos sus enemigos; hay lareina cuyo único deber es el de propagar la especie. Todo esetrabajo se desempeña de acuerdo con la ley tan fiel y exactamentecomo un reloj."

*

La verdad es que las aves dan idea de algo más espirituali-zado que el hombre. Son los visibles favoritos de la inocencia, lahermosura y la gracia, y sobre todo la intensidad y la alegríade vivir se dan en ellas como en ninguna otra criatura animada.

En cuanto a esa sublimación del movimiento inventado porlas aves para colonizar el cielo, advirtamos que ningún transporteaéreo facilitado por la mecánica ha logrado ni logrará alcanzarla poesía celeste del vuelo vivo, la libertad con alas.

Pero no es todo. Cuando el hombre era sólo un mono gruñidoro chillador, la música existió sobre la tierra por las aves.

Y aun falta lo mayor. Antes que en el hombre el amor alcanzóen las aves una complejidad emocional y psíquica, desconocidaen las otras especies, incluso los mamíferos. Hoy mismo los hom-bres no han alcanzado la delicadeza de ciertas aves en el arte delfestejo y la lealtad amorosa y en el mayor de hacer del amor unmilagro de equilibrio entre lo fisiológico y lo afectivo.

Miradas de otro ángulo, las aves son en su conjunto los tutoresde la flora del mundo, los dioses menores del hombre. Sin ellasno sólo no habría agricultura, sino la vegetación misma, y conello la vida humana, estarían más o menos condenadas o en granpeligro.

No sólo son los lúcidos e implacables policías de nuestros huer-tos y campos. No es mucho decir que por cada brote la primaveratrae un insecto dañino.

El pájaro revisa el huerto y el bosque hoja por hoja y supico es tan infalible como su ojo. Un solo dato puede dar idea delalcance de su obra. "Se ha calculado -dice Massingham - que

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las aves viajeras que frecuentan la parte oriental de Alaska des-truyen más de ciento sesenta y dos millones de langostas en un día."

* * *

He aquí que, mientras la sabiduría racional crece en el hom-bre, se amengua proporcionalmente en él la sabiduría mágica delinstinto. En el animal se mantiene intacta. Los observadores másresponsables de hoy llegan a conclusiones cuando menos turba-doras para nuestro engreimiento habitual.

Frente al instinto de orientación y emigración de aves y pecescualquier asombro humano resulta chico. El salmón que nace yse cría en el lecho de los ríos fríos, ya adolescente emprende unalarga y peligrosa peregrinación a su Meca, el mar, en busca declima para su pleno desarrollo, y un buen día regresa remontandolos ríos con penurias y riesgos más agudos que los de Ulises, sal-vando afanosamente rápidos y cascadas, todo para ir a celebrar losritos del misterio del amor en el mismo paraíso profundo quealbergó su niñez.

Paralela, pero mayor, es la hazaña de las aves migradoras.Un instinto que no es ciego ni mecánico, puesto que la ruta puedehacerse de norte a sur, de sur a norte, de este a oeste o vice-versa, y el derrotero prefijado puede alterarse a voluntad si elalimento escasea, instinto no propiamente misterioso, al cabo,puesto que obedece sin duda a las leyes del amor y del hambre.Sólo que vuelos o viajes de treinta mil kilómetros o más, hechoscasi siempre en la oscuridad y a gran altura constituyen sencilla-mente un prodigio y una de las pruebas más emocionantes de quelo llamado instinto y lo llamado razón son sólo reflejos de unainteligencia anterior que venció el caos y organizó el cosmos.

* * *

Sin los animales el hombre no hubiera llegado jamás a lacivilización. Su primera conquista, el perro, duplicó fácilmente supoder defensivo y ofensivo. La del caballo dilató desaforadamentesu poder de exploración y posesión de la tierra. La de la oveja, la

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gallina, la vaca, lo salvó de su gitanismo milenario, le posibilitola proeza fundadora: hogar, ciudad, civilización. Eso fué haceincontables siglos. Sí, pero todavía hoy los ferrocarriles norteame-ricanos siguen las huellas que dejaron los bisontes: porque marca-ban los mejores caminos a través de ríos y bosques.

Por otra parte, es falso que en la Naturaleza impere la leyde la pura violencia. Sí, la ley de la Necesidad es intergiversable,pero la Naturaleza está llena de previsión, de cautela, de paciencia,de laboriosidad, de lealtad al compañero y a la especie, de renun-cias y sacrificios altruistas. No conoce trabajos forzados, cala-bozos, lazaretos, cámaras de torturas: su crueldad más aparenteque real, es muy inferior a la del hombre.

Después de fecundar a la reina madre, el zángano amante ysus compañeros saben que deben morir y mueren sin tragedia.El pájaro -el más vivaz, nervioso y veleidoso de los seres -debe pasarse, cuando empolla, centenares de horas, con brevísimaspausas, aplastado sobre sus huevos, y cuando los pichones nacenarmados de un apetito de ogro, los pobres padres deben consa-grar todas las horas del día, sin un minuto de respiro, a buscarlesalimento. El tigre salta sobre el fuego y el colibrí sobre el perropor defender sus hijos, y el mandril y el guanaco arrostran lamuerte por defender a su tribu o a su familia.

* * *

A designio hemos presentado las cosas un poco como abo-gados del diablo. ¿Qué puede oponer el hombre a las innumerablesventajas que los hijos de la zoología en su conjunto tienen sobreél? Una sola cosa: la inteligencia racional o sea el poder de innovary aun revolucionar las cosas afuera y adentro de sí mismo, deromper muchos cercos milenarios, de invadir el futuro: esto es, dearriesgar algunos pasos en el camino ascendente. Mas por esomismo su actitud frente a sus hermanos menores debe cambiara fondo pasando del miope egocentrismo y la devastación y explo-

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tación contra natura - que, en última instancia, se vuelven contraél - a la comprensión inteligente y a la colaboración o tutoríacordial. Sólo que, para esto, el hombre debe terminar primero conel parasitismo y la tiranía que los menos infligen a los más dentrode su propia especie.

El hombre moderno que tuvo más larga experiencia directacon animales extrajo de ella como saldo esta verdad: "Las fierasson mucho mejores que su fama", y lo que es más, descubrió queel camino a la psiquis del animal pasa por el amor. "Por la fuerzano se consigue ni la centésima parte de lo que se consigue porla bondad." ¿Pruebas? El rinoceronte, el animal más anticivilizadoy arrojadizo del bosque, "una vez acostumbrado al que lo cuida,sigue la caravana como un perro." "La hermosa cebra de Grevytiene un hermoso carácter y tratándola como es debido se puedeconvertir fácilmente en animal doméstico." Los nenes de madamaelefanta son tan risueñamente juguetones como los de dos pies."Luchan con el cornac. Y cuando consiguen derribarlo comienzana galopar a su alrededor de pura alegría." Y entre los innume-rables casos referentes a los educandos de peor fama, estaba elde un león de cinco años que con sólo dos meses de trato inte-ligente y cordial se acercaba a la reja lleno de satisfacción, deján-dose rascar la cabeza por su maestro, y el de un tigre de Siberiacriado y educado en libertad, vuelto dócil como un chucho. "Hu-biera podido llevarlo conmigo a mi casa."

Frente a todo ello cabe pensar que si pudiera hacerse unaencuesta entre los animales, la contestación sería más o menosunánime: el hombre se les ha aparecido siempre como una hidra detres cabezas: hipocresía, ferocidad y ceguera.

Desde que allá en la prehistoria, el hombre, de animal frugí-voro, se trocó en fiera cazadora, les mató el punto a todas lasdemás. En cualquier caso, los cazadores de todos los países, en lostiempos modernos, han llegado a una suerte de epilepsia carniceraque las fieras no conocen, matando infinitamente más de lo quepodían aprovechar, no perdonando a las crías ni a las hembraspreñadas, sacrificándolas a veces sólo por el cuero, o un par decolmillos, o dos plumas del copete, o por puro deporte, que es confrecuencia la gimnasia de la imbecilidad y la maldad.

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Hasta comienzos de este siglo, en Sudáfrica, el rayado oleajede las cebras golpeaba hasta las puertas de la Ciudad del Cabo,y antílopes sin número rebotaban elásticamente sobre los llanosaplastados de sol, y cruzábanlos las jirafas rumbo a los bebederoscomo alamedas en marcha, y doquier los elefantes aspergaban elcielo tórrido con sus fresquísimas trompas. Esas y muchas mara-villas más, viejas de miríadas de siglos, están siendo borradas casienteramente de la tierra.

En la primera mitad del siglo pasado en el Perú y en el nortede Chile se cazaban ochenta mil vicuñas por año. El terratenienteBuffalo BilI asesinó en apenas dieciocho meses, más de cinco milbúfalos, y así, al no mucho tiempo, estuvieron a pique de desapa-recer definitivamente manadas que se estrechaban en praderastan grandes como la luna.

Kipiing - que no tuvo por las enyugadas gentes de la Indiala simpatía que mostró por sus animales - ha contado en El librode la jungla las peregrinaciones de una foca por los cinco océanosen busca de una sola isla donde los de su raza no fueran masacrados.

Las últimas ballenas se han refugiado en los arrabales deambos polos, pero ni eso las libra, por cierto, del alcance del inad-jetivable arpón-granada.

No hablemos de los chulengos, los rorros del guanaco - cria-turas del más irresistible encanto - que, abandonados por suspadres enloquecidos de terror, se acercan buscando amparo en lospropios chulengueros para caer bajo la puñalada al corazón o elrebencazo en la nuca.

¿Para qué seguir? El zoocidio en masa se repite en todas lastierras y las aguas y bajo todos los cielos, con el nioa, el avestruzSansón, con las gacelas, con los gansos y ánades salvajes, conlas garzas, con todos los pájaros de bello canto o bella pluma, osimplemente de carne mediocre. ¿No ha legado Axel Munthe almundo el recuerdo de sus torturas en Capri, a causa de la destruc-ción legionaria de los inmigrantes alados que llegaban a la islay el resultado de su ferviente interposición ante la reina que, comopudo verlo en su mesa, almorzaba.. . alondras, y ante otro perso-naje de más corona que se hacía conducir en silla de manos asus jardines para presenciar la satánica cacería? Sin embargo,

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casi todos los pueblos antiguos creían que los animales merecíanla protección especial de los dioses. Uno de ellos fué nuestro Yastay.

Mas, sin duda, peor que cualquier destrucción, es el encarce-lamiento vitalicio de tantas libérrimas criaturas de la Naturalezapor particulares, por circos o por jardines zoológicos.

¿ Para qué insistir en que no hay rejas de oro ni bocados decardenal que rediman a un hijo del monte -pájaro o fiera - delinfierno helado de la jaula, ese invento que sólo pudo salir delalma de una criatura desfigurada por toda suerte de cárceles?

El llamado farisaicamente jardín zoológico, tiene mucho me-nos de zoológico que de infrahumano, mucho menos de jardín quede ergástula y purgatorio.

En cuanto a las pobres fieras de circo, su pasión es completay perpetua: encierros, traslados, ruidos de manicomio, aire pesti-lencial de la muchedumbre enclaustrada, y, sobre todo, ejerciciosreglamentarios a fusta y hierro candente que deben serles tanatractivos como a los niños del Medioevo el aprendizaje del latína encierro y palmeta.

¿Tenemos derecho a desnaturalizarlas, pues eso ocurre, yaque las veamos perder el brillo de su pelo o su pluma y el esplen-dor de sus almas salvajes, espectáculo que nos desnaturaliza anosotros mismos, aunque lo ignoremos? ¿Es que el hombre no veenturbiarse lo que debe ser su sueño angélico -la salvación desu libertad—, ante la sola vista de un lobo en su calabozo, queva y vuelve sin un instante de tregua, con monomanía furibunda,esperando contra toda esperanza la caída de los barrotes?

El animal adulto, que tiene un alma conformada a la medidade la libertad absoluta, no se resigna casi nunca a perderla. Sen-cillamente prefiere morir. ¡Qué ejemplo para los hombres, quesiguen idolatrando sus propias cadenas!

La zoología abunda en especies en que el jefe de tribu o fami-lia interviene para separar a dos de los suyos que se pelean. Peroel hombre ha elevado a la categoría de espectáculo artístico lapelea de perros, de gallos o de peces, para recrear su alma... ¿Pue-de imaginarse algo más lujosamente cruel y cobarde? Sin duda:el avatar español del circo romano llamado corrida de toros, ymás aún ese circo romano, en que para espantar el aburrimiento

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de los amos y de la chusma (dos clases de chusma, en verdad),se echaban presas humanas a las fieras. Y todavía algo más: ¿ quiénsi no el demonio legañoso que aun hospeda en sí pudo sugerirlehace siglos lo que la ciencia descubrió mucho después: que ce-gando al pájaro éste cantaría automáticamente?

Y esto de que el hombre esté por debajo de la dignidad liber-taria de las bestias salvajes, constituye la más insoportable desus humillaciones. La Fontaine, que a fuer de buen entendedor yamador de los animales fruncía la nariz a la convicción de su amigoRacine sobre la santidad del vasallaje a los amos con corona, reno-vó con fervor la mejor de las historias conocidas hasta hoy: ladel lobo muerto de hambre que huye a escape de las regalías concadena del perro gordo...

La verdad, no fábula, es que en la mayoría de los casos lasbestias cautivas en la adultez prefieren dejarse morir de hambre

y de solar nostalgia de la libertad - en sus jaulas.A todo esto ocurre que, como hoy lo advierten las mentes

más desprejuiciadas, la Naturaleza no es propiamente cruel. Nilas fieras más impeorables, ni las serpientes más profesionalmentemortales, caen en la sevicia. Aquí la calumnia humana se ha mos-trado tan fervorosa como la de las sectas religiosas entre sí.

En todo caso, el instinto animal suele mostrarse casi siempremás decoroso que nuestra inteligencia. La fiera -grande o chi-ca , mata para comer, y sólo en la cantidad que necesita, o matapor error, como la víbora que ataca al caballo creyéndose ame-nazada por él. Se hablará del chillido de espeluzno del conejo anteel hurón, o del pájaro ante la cabeza del buho o la yarará. . . Sí,eso e innumerables cosas por el estilo. Pero puestas sobre unmismo plano, la llamada crueldad de la Naturaleza es infinita-mente inferior a la humana porque en ella no existen estas dosastas del diablo: el sufrimiento inútil y el terrorismo psíquico.En ella ningún animal sufre por lo que fué o por lo que será. Lamayoría de los cazadores naturales - víboras, miriápodos, escor-piones, arañas, abejas, rayas - inyectan a sus víctimas, desde elprimer momento, un poderoso anestésico con el objeto de para-lizar su acción, claro está, pero que embota la sensibilidad y evitael sufrimiento. En otras especies -así en las víctimas de los

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felinos, las rapaces y muchos peces—, el terror súbito produceel mismo efecto. La capacidad de sufrimiento está en relacióncon el grado de desarrollo nervioso y cerebral. Por ende, los ani-males están bastante mejor defendidos frente al dolor. En cualquiercaso, el dolor y la muerte en la Naturaleza son más o menosrepentinos y breves. El hombre y sus trampas introducen en lazoología un dolor nuevo en intensidad y extensión. ¿Hay algo enla Naturaleza -para citar un solo caso- comparable en infeli-cidad tenebrosa a la suerte del pájaro a quien le cambian su bosquey su cielo por un cuarto metro de alambre tejido?

La crueldad sabia es, por cierto, de peor olor que la otra. Asílo hecho a bordo de los submarinos con los canarios cuya exquisitasensibilidad a cualquier impureza del aire da a tiempo la señalde alarma, o con las carpas en cuya agua se ponen a remojar lasmáscaras sahumadas de gases asfixiantes, para que ellas avisencuando el lavado del veneno está hecho...

El hombre no ha interpretado religiosamente lo creado conso-nando con él: no ha tratado de hacer del orden humano una coronadel orden natural. Procede frente a él como el tirano de molleramás estrecha o el verdugo más enamorado de su oficio. Cuántasespecies animales borradas por él del haz de la tierra y cuántasamenazadas de igual suerte! ¿Qué mucho, si todavía su corazónes antropófago, aunque sus dientes ya no lo sean? Si represen-tamos el homicidio aislado por una gota, cada guerra equivale aun diluvio. El hecho está ahí, vivito y coleando, pese a la gran-diosidad y complejidad de los disfraces.

La escasez de ideas claras corre pareja con la carencia desentimientos nobles, y es más que probable que de guiarse poréstos, la humanidad erraría menos que guiándose casi exclusi-vamente por la ciencia y la técnica.

La apoteosis de lo beocio se logra cuando se pontifica, como lohacen en contrapunto pícaros y tontos, que las razones sentimen-tales están fatalmente reñidas con la utilidad y la conveniencia.

«' * *

Con pronunciar la palabra instinto y oponerla a la palabrainteligencia, creemos explicar mucho o todo. En realidad expli-

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camos poco o nada. Sólo podemos, honradamente, advertir queel instinto es una sabiduría acumulada por millones de individuosen millones de años y transmitida a los que vienen. Que no esimpulso ciego y mecánico sino poder clarividente y capaz de in-vención a su modo.

Los animales no filosofan, eso es todo; pero razonan. "Lazoología - observa Frances Pilt - ofrece innumerables ejemplosde acción deliberada, variables en el grado de juicio, pero mos-trando un conjunto de actos inteligentes, totalmente distintosde la réplica o reacción inconsciente."

El elefante se venga, aunque transcurra un tiempo, de quienlo ofende. El mono apila cajas y trepa sobre ellas para alcanzarla altura a que quiere llegar. Al perro parece sólo faltarle la

/ escalera del lenguaje articulado para llegar al nivel humano.En realidad los animales poseen una serie de facultades que

Ila inteligencia humana, ofuscada de engreimiento, apenas puedesospechar. (Ellos están en relación más profunda con los miste-riosos poderes de la Naturaleza, y, en muchos casos, su entendi-miento supera al del entendimiento humano.)

Y no nos referimos sólo a la milagrosa actividad de sus sen-tidos. Sí, lo que es silencio para nuestras romas orejas está pobladode sonidos, voces y mensajes para el venado, el murciélago, lavicuña, la liebre y tantos otros, y el armiño puede oír el escándalode la ratas desde una distancia de media legua. El ojo del águilalogra localizar la presencia del topo desde su cielo raso de nubes.Nuestra nariz, ya casi analfabeta, nos humilla ante la inteligenciay erudición olfativas de cualquier animal, verbigracia el perro,capaz de oler un rastro viejo o de individualizar sin falla por suefluvio a cada hombre, como nosotros por la voz o la fisonomía.

Todo lo anterior sea dicho sin tener en cuenta el milagrosopoder de registro, en el mundo de la zoología, de los cambiosmeteorológicos. Pero eso aun es poco, puesto que su supersensi-bilidad llega a la virtud profética, con su insondable misterio.¿No es cosa aceptada por muchos hombres de ciencia que lasratas desertan de los buques destinados al naufragio?

El hueco orgullo ultramundano todavía sigue insuflándole alhombre el horror a su propia zoología, es decir, lo sigue induciendo

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a la autodivinización. El mono sabihondo, el enano de los sueñosde gigante, el aprendiz de dios, no alcanza aún a verse solo comoparte integrante de la divinidad del Gran Todo y prefiere creerseel único usuario de la razón y el sentimiento. Sí, concesionarioexclusivo de la sabiduría del mundo. Pero la verdad es que losanimales tienen alma —la de ciertos pájaros es más exquisitaque la del común de los hombres - y que el cerebro humano pre-luce gradualmente en el de la hormiga, la abeja, el castor, la foca,el antropoide. (Darwin llegó a pensar que, tal vez, el cerebro dela hormiga era la más maravillosa partícula de materia viviente,esto es, que el nuestro sólo lo superaba en quantum.)

El hombre sediciente gran inventor, apenas si ha inventadoalgo, si vamos al fondo de las cosas, como ya vimos. No es, porcierto, el primero que se alzó sobre sus dos pies. Segundón, siem-pre plagió sus lágrimas a la foca - o, si preferís, al cocodrilo -,su risa a la hiena, su escupida al guanaco, su beso a la palomay el elefante marino, su voz articulada al minah y al guacamayo,su cinegética sanguinaria a los felinos y los lobos, su inyecciónhipodérmica a la víbora, y su actitud de plegaria a la mantisreligiosa.

Decir que los animales tienen alma es decir que tienen indi-vidualidad, que en algunos puede llegar a la verdadera persona-lidad. Los individuos de una misma especie son más o menosinteligentes o tontos, crueles o mansos, ariscos, curiosos o apáticos,sinceros o cazurros. Naturalmente, los hay ineducables. Y los hayde talento extraordinario o genio. Un domador tuvo de alumnoa un elefante que en un solo día aprendió a sentarse y a tenderse.Un naturalista escuchó en Inglaterra a un mirlo que era un Beetho-ven de los pájaros. Los visitantes del parque zoológico de Ste-llingen podían admirar a unas focas que tocaban el tambor, ras-gueaban la guitarra, disparaban pistolas...

* *

El que esto escribe, sujeto no muy dado a ponerse boquia-bierto ante las milagrerías de la superstición o de la ciencia delhombre, suele quedarse abismalmente embarazado ante algunasde las innumerables exhibiciones del genio de la Naturaleza.

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El gimnoto eléctrico (¡una corriente de trescientos voltios,señores!) que ataca con la cola y la cabeza a un tiempo para cerrarel circuito.

El oso y el murciélago que, pese a su sangre tórrida, se hacenuna siestecita de meses.

La vulgar araña de jardín, cuya mayor proeza no está en serla mejor cazadora de red, sino en el arte con que evita quedarpresa en su propio ingenio.

Los camellos y las grandes tortugas, cisternas vivientes deldesierto sitibundo.

El cóndor, dejándose caer en picada desde siete mil metrosde altura al plan de algún valle o a la orilla del mar sin precisarde aire acondicionado.

La honrada sociedad de ayuda mutua entre el cangrejo ermi-taño y la anémona parasitaria del mar.

La gaviota y la una, poniendo en alguna angostísima salientede una escollera huevos casi cónicos para evitar que rueden alabismo.

El pez luchador de Siam, que tiene más tenacidad que el bul-dog, y cuyos duelos para diversión del hombre se contagian debelicosidad humana al punto que aun vencedor queda inútil paranuevos duelos.

La hormiga terrestre y soterraña, que se pone alas únicamentepara la danza del amor.

El escarabajo, que trabaja para redimir la carroña y la bo-ñiga y que lleva en su cuerpo todos los decoros de la luz.

Ese algo más conmovedor en el mono que la inteligenciamisma: la atención y el esfuerzo puestos en interpretar las voces,los gestos y ademanes del hombre.

La mantis religiosa que, tal vez, iguala aunque no supera alhombre (por lo menos no a la fiera con enaguas de Belsen), ella,la escalofriante carnicera que aguarda con larga paciencia a suvíctima, idílicamente confundida con el verde vegetal que la rodea,extendiendo las patas delanteras en actitud de orar.

Las peregrinaciones transoceánicas o intercontinentales elelos pájaros que vuelven al mismo país, pago, árbol y nido dejadoun año antes.

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La lucha titánica de la estrella de mar, que ataca con diezmil ventosas a la ostra cuyas valvas son el modelo de las tenazasmás tozudas.

Los cocuyos, cuya luz es tan feérica, que las indias del trópicose enjoyan con esas esmeraldas parpadeantes y los indios alum-bran con ella su camino en las noches más ciegas del bosque.

Los privilegiados del color pájaros, peces, escarabajos, ma-riposas -, que se desplazan y giran sobre sí mismos para modifi-car el ángulo de incidencia de la luz a objeto de provocar el des-pliegue completo del abanico de esplendor que concretan en sí.

El ornitorrinco, que pone huevos y los empolla para terminardando de mamar a sus pichones como una nodriza.

La amistad que para burlar la frialdad de la jaula puedeencenderse entre el ratón y el gato, el lobo y la oveja, el tigrey el pavón.

El ánade rabilargo, el faisán, la codorniz y tantos otros que,sorprendidos en el nido o a pique de serlo, huyen revoloteandoentre caídas y arrastraduras, simulando estar heridos para tentaral intruso y alejarlo de sus huevos o sus crías.

El escarabajo marino que desembarca en tierra, se hace pea-tón, aprende a trepar a los cocoteros y a vaciar los cocos de supulpa como con cuchara: es decir, el más instintivo de los seresdando una réplica inteligentísima a una situación nueva.

La metamorfosis de la vermicular y opaca oruga en mariposaalada y vestida de colores y esplendores: maravilla de las mara-villas físicas y biológicas de donde ha salido el sueño falso detrocarse en ángel, pero que constituye, sin duda, el mejor desafíoy la mejor promesa a la ambición espiritual del hombre.

El hombre se jacta, y no sin razón, de sus hazañas civiliza-doras en la zoología. Ha hecho de la baba del gusano telas tanespléndidas como las mejores pieles o plumas naturales; trabajade socio industrial de la abeja y la vaca, inventando ríos de miely leche; obliga al bandido del hurón a cazar chinchillas y al demo-nio del chita a cazar ciervos para él; subvenciona a la civeta para

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quitarle su perfume como si fuese una flor; ha convertido al perroen alter ego alquilón; arrienda por unos puñados de hierba suspatas de viento al caballo; paga al gato con una piltrafa sus ser-vicios policiales contra la rata, quien, junto con la muerte, sonsus únicos enemigos invictos hasta hoy.

Pero tiende a olvidar bajunamente una cosa: que los animaleslo civilizaron a él. O que se civilizó gracias a ellos. Vale decir,sólo gracias a la conquista del perro, del caballo, de la cabra, dela oveja y la gallina, dejó de ser, en parte al menos, fiera caza-dora, bestia nómade, como tantas, para trocarse en dueño de unacasa, una aldea, una ciudad.

Alguien piensa que el hombre podría ampliar el área de susdomesticaciones, produciendo una raza de monos útiles para laagricultura y la industria; criando cocodrilos como si fueranvisones para aprovechar sus cueros; dando entrada en nuestrasquintas a la foca y al castor; hospedando en nuestros corralesa la garza, la cigüeña, el flamenco y aun a la golondrina de nidoscomestibles.

Podría ser. Pero hay algo, sin duda, más urgente que eso.Es la necesidad de reiniciar, con mayor inteligencia y constancia,la civilización de la inimitable vicuña y de la inimitable cebra deGrevy, salvándolas de su destino fúnebre. Salvar la vida de unasola de tantas bellas familias animales amenazadas de extinción,vale más que fundar nuevos museos de ciencia o de arte.

Sarmiento - que, si no es el único, encabeza a los poquísimossudamericanos que supieron mirar hacia delante— soñó con-cienzudamente en la domesticación del carpincho de piel suntuosay carne intermedia entre la del cordero y el chancho; del mayuato,enemigo personal del bicho de cesto; de la mulita, lechón de lapampa, y, sobre todo, del más gentil de los osos, el hormiguero,muy superior a todos los ácidos antifórmicos.

Sarmiento pensó también en propiciar la inmigración delcamello (buen carguero y buen dador de leche, carne, cuero ycerda, y que vive de nada) en nuestras zonas desérticas, cosa deque aún estamos a tiempo, agregando la de la cebra y sobre todola del yack tibetano, mejor cargador y peatón montañés que lamisma mula, avezado al régimen nutritivo más árido y que cru-

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zado con el vacuno da un mestizo de la más elástica resistenciapara el frío y el calor.

Pero hay algo más noble y no menos sensato que todo eso,algo que honra a nuestra civilización bastante más que el bom-bardeo en picada o el trabajo en cadena: la idea llevada a la rea-lidad en Norteamérica y Sudáfrica -los parques Yellowstoney Kruger - de reconocer la ciudadanía animal, digo, el derechode las bestias a vivir sus propias vidas libremente y en su ley,dejándoles para su uso particular un paraíso virgen, o, si queréis,un arca de Noé tan grande como la Mesopotamia y más inviolableque el local de las embajadas extranjeras.

Ya era tiempo. Porque es fuerza volver a lo consignado másarriba: en inteligencia y sensibilidad las fieras, y los animales engeneral, son superiores a su fama y a veces a ciertos hombres.

De sólo recordar que la mona lleva en sus brazos por variosdías a su hijito muerto, y que los cinocéfalos recogen a sus heri-dos, y rememorar de paso el fervor zoocida y homicida de loshijos de Adán, uno se siente medio apocado. ¿Qué decir de laconyugalidad perfecta de ciertas aves junto a los serrallos musul-manes o persas o los que en otras partes llevan otro nombre?

Pese a su sangre escalofriada y a su encorvada y arrastradavida, el pitón mismo llega a depositar confianza y afecto en sucuidador, en grado suficiente, al menos, como para lamerle el ros-tro. Y sólo la miopía para lo que pasa a un jeme de nuestrasnarices nos veda el deslumbramiento ante uno de los más abis-males misterios de lo que vive, como lo es el de la ternura admi-rativa y leal hasta lo heroico que el perro más feroz testimoniaa su amo, o el hecho de que el milenario devorador de ovejas sehaya trocado en su guardián insobornable.

El domador y tratante de fieras, Hagenbeck, tal vez el hombreque mejor las conoció hasta hoy, ha dejado enseñanzas inolvi-dables. l, que había conocido leones, tigres y osos, amaestradosque parecían prófugos de las cámaras de tortura de la policía deHitler (u otras no menos eficientes), es decir, sometidos a la peda-gogía del rigor y del terror hasta obligarlos a la antropofagia. .descubrió que las fieras cedían muchísimo menos al látigo y alfuego que a la comprensión, el amor y la paciencia. . . como los

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meros niños atléticos que son! Más aún: en la fiera domada porsólo el miedo, hay siempre un enemigo agazapado que espera elinstante del destino para vengarse; la fiera convencida por lainteligencia y la bondad deviene un amigo. Y el gran educadortambién advirtió que al frío de las carcelarias jaulas no se lo aliviacon estufas por muy costosas que sean, porque sólo se remediacon libertad, a punto que, gracias a ella, nada más, el chimpancépodía pasearse por Europa en pleno invierno y el avestruz afri-cano podía revolcarse en la nieve como en la propia arena de suSahara.

Los animales, tanto como de alimentos, precisan de libertady amistad. Y ser tratados, no como cosas, sino como criaturas conalma. ¿Igual que los hombres? ¡Naturalmente! Y tanto que a laobservación de un entendido de que en la época del celo ciertasfieras se ponen muy inquietas y tontas, podemos preguntar: ¿yqué mamífero de dos patas puede tirarles la primera piedra?

¿Que el hombre llegó a la civilización gracias a los animales?Hay algo más. Hoy mismo depende vitalmente de ellos, y sin supresencia zonas enteras dejarían de ser practicables para el hom-bre. Y eso no es todo. Hombres de alta responsabilidad profetizanel seguro y no lejano acabamiento de los combustibles que permi-ten la estruendosa motorización de la vida moderna. Entonces,el hombre tendrá que acercarse más que nunca a los animales yfraternizar con ellos. Y verá que Frank Einn no exageró un ápice:"Un automóvil es ciertamente un objeto maravilloso, pero no tantocomo un elefante." Y comprenderá que el mero progreso externo,montado principalmente sobre las ruedas de las máquinas puedeno significar gran cosa en sí mismo y aun puede ser en granparte un autoengaño. El arribo a lo nuevo no es lo que importa,sino a lo mejor: "La lombriz solitaria en su suerte infeliz en elintestino humano -dice un veedor moderno - es un signo deevolución igual que el de la alondra en la puerta del cielo."

* *

Mucho me temo que lo precedente parezca un poco el alegatodel abogado del diablo, o al menos de alguien que cree más en la

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zoología que en la humanidad, más en la Naturaleza que en elespíritu. No hay tal. Con la sola salvedad de que no ve contra-dicción ni discontinuidad entre el cosmos y el alma, el que estoescribe no se avergüenza de vocear aquí su fe en el hombre, el másprofundo, inquieto y valeroso de los animales -pese a todas susbajezas e incongruencias - y el de mayor porvenir. Cree en aquelque inventó un lenguaje metafórico para llegar al pensamientoabstracto, y extrajo del aire una música más profunda que todaslas conocidas: en aquel que inventó herramientas para cambiarsu medio y cambiarse a sí mismo, es decir, en la criatura capazde innovar y de invadir el futuro.

Ni siquiera es cierto que el hombre sea el primer autor demuchas de las bellaquerías que practica. Algunos de sus viciosestán ya en el mono y otros predecesores. Su tendencia al para-sitismo se anticipa en el cuclillo que delega en otros el afán dela construcción del nido y la crianza de su prole. Y no olvidemosque fue la formica rufens quien inventó el arte de la explotacióndel prójimo por el prójimo, es decir, el esclavismo.

Sí, pero por ser lo que ha llegado a ser, el hombre tiene mu-cha mayor responsabilidad ante sí mismo y ante la creación quelas otras criaturas.

Y no se trata de que se busque abochornar al hombre conel ideal de la compasión ciega y beata, en primer lugar porque ellaimplica un comienzo de desprecio y suele ser la máscara de losde corazón angosto; en segundo término, porque un exceso decompasión puede abortar en una defensa de lo feo y enfermizo,puede atentar contra la profunda armonía de las cosas, contra labelleza, la fuerza y la alegría de vivir. Sólo son abominables lacrueldad inútil, los dolores injustos y evitables. ¡Ay de la piedadsi no es justicia de algún modo!

No despreciemos tontamente lo salvaje y aun lo zoológicoque en nosotros queda, pues allí suele estar no sólo la raíz denuestro coraje sino también de nuestra más heroica capacidadde sacrificio. No por cuidar el injerto olvidemos al patrón quelo alimenta.

Eso sí, estamos obligados a amar todo lo que vive de acuerdoa la norma natural, porque somos parte de él, porque un paren-

ma

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teseo terrestre y celeste nos une al cuerpo y al alma universales.No menos lúgubre es el pecado de vanidad del que antes creía

tener alas de ángel y hoy cree que le bastan las alas de los avio-nes. Nuestro gran progreso mecánico puede ser algo muy seme-jante al excesivo desarrollo muscular o a la excesiva armaduraque aplastó a ciertas especies. No, el ideal del hombre no puedeser mecanizar el mundo y motorizar la vida, despejando el cielode vuelos vivos y de cantos vivos para reemplazarlos por alasrígidas y ronquidos de motor y gases apestosos, ni despoblar ala tierra de la infinita variedad, utilidad y belleza de sus serespara poblarlo de ruedas y hélices y millones de homúnculos decerebro mecanizado y voluntad dirigida.

No, el hombre tendrá que volver a una relación de amorcon el mundo de que es miembro: tierras, aguas, vientos, montes,estrellas, plantas y, sobre todo, animales, uno de los cuales es.No nos extrañe que quien practica aún en vasta escala el homi-cidio, persista aún en el zoocidio, ni de que quien siga venerandolas cárceles y los campos de concentración no se atreva a jubilarlas jaulas.

¿Pero es que el hombre está condenado por sus dioses a serun sembrador y un cosechador de angustias y muertes? ¿A nopoder jugar sin destriparlos, con los juguetes vivientes de laNaturaleza?

No, sin duda. Confiemos en que el discípulo de Prometeo sabráredimirse al fin de su milenaria herencia de inmolaciones y pri-siones piadosas, guerreras o civiles. Un poco más de inteligenciay de ternura veraces bastará, sin duda, para poner en sus manosla nueva varita de Moisés que ha de hacer saltar dondequierafuentes de vida y chorros de hermosura. Ni siquiera le faltanmuestras aleccionadoras. Señalaré sólo el doble firmamento delmar y el cielo embanderándose pacíficamente de gaviotas, y elde la noche caminando descalza sobre la hierba para no despertara los pájaros.

Sí, lo más grande podrá ocurrir sobre la tierra: el hombreserá capaz de terminar un día con los cocos policíacos de afueray los que lleva adentro, es decir, de inaugurar una libertad y unafraternidad más profundas que las del bosque.

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Otro sí digo. No es chica suerte la de poder reconocer queentre nosotros aparecieron algunos de los mejores campeones dela causa que aquí se ventila.

Los argentinos en su gran mayoría -y no digamos los delresto de América— seguimos ignorando con entusiasmo el casoseñeramente excepcional que la presencia de Sarmiento constituyeaún en las tierras de habla castellana. Sólo queremos recordar quede la diversidad y profundidad del genio de este hercúleo servi-dor y propulsor de los hombres no son detalles menores su capa-cidad de ternura y su capacidad de belleza. Gran sentidor, digo,gran artista fué, por sobre todas las cosas, y lo que dijo de pasadade la Pampa, los gauchos, la boca del Amazonas o la palma realde los Trópicos, por ejemplo, hace olvidar fácilmente los cantosde nuestros poetas. ¿Qué mucho pues, que él iniciara entre nos-otros, como tantas otras cosas, un cambio fundamental de actitudhacia los animales? Así fué. El intenso predicador de la "Socie-dad Protectora de Animales" no se movió sólo por un sentimientode lástima y tutela, sino también, y principalmente, de compren-sión y admiración. Una de sus postreras preocupaciones fué con-vertir a la Mar Chiquita en "el último asilo", esto es, en el paraísoinviolable de "las aves que por millones embellecen estos lagos".De su amor infantil y paternal por los pájaros da testimonio unade sus páginas más aladas: Mis pajaritos. Del sentido de su volun-tad civilizadora, la humanización del hombre, es un humildepero revelador indicio su empeño en asociarlo amistosamente alos animales, como cuando propone nombrar al oso hormigueroguardián oficial de nuestras quintas yjardines, según ya indicamos.

Tampoco lo saben todos, ni mucho menos, que en el siglopasado nació en la Pampa y se pasó treinta años galopando porella un gaucho de sangre inglesa nombrado Guillermo Hudson, quedevino el mayor revelador que la belleza de los animales en liber-tad tuvo nunca.

¿Y quién, hablando de estas cosas, se atreverá a olvidar quepocos biógrafos de hombres pueden ponerse al lado de nuestroHoracio Quiroga desde el día en que se puso a mover buena partede la selva del Trópico y uno de sus grandes ríos para trazar labiografía de Anaconda, la víbora sansona del mundo?

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EL DIOS DE OJOTAS

CAzUoR de numerosa nombradía, Juan Lera. Cazador, y sóloeso. No sirvió ni quiso servir para otra cosa, cuando mozo, y

cuando asomó la vejez halló sin duda que era demasiado tardepara cambiar de vida. ¿Quién muda caballo en medio del río?

Por días y semanas, cuando no por meses, perdíase en loscampos y quebradas para volver cualquier tarde seguido de suséquito de perros, con su carguilla de cueros y plumas, o su costalde huevos de ñandú, que vendía o cambalacheaba por provisioneso ropas en la pulpería, jugando el resto, si restaba algo, a losnaipes o a la taba, para desaparecer de nuevo.

No carecía de admiradores y envidiadores, Juan Lera. Pon-derábase su innumerable baquía de cazador, la resistencia de sucuerpo al frío y al calor, a la sed y a la fatiga, no menos que elaguante de su alma solitaria al desamparo y al misterio de loscampos brutos. Agregábase que pudiendo haberse trocado fácil-mente en un salteador de caminos, persistía en ser lo contrario: elbuen vecino único con que uno podía dar en el desierto, como quemás de una vez había sacado a buen camino al descarriado o res-catado con un trago de sus chifles al que agonizaba de sed.

Sí, pero no eran pocos los que preferían hacer la vista gorda aesto para sólo mirar sombríamente el otro costado. ¿ Por qué rehuíaJuan Lera el lograr su pan con el sudor de su frente, como Diosmanda, y la convivencia con sus semejantes, y hasta el buscar

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mujer e hijos? Todo eso es lo de menos -decían las viejas bea-tas - pero ¿quién lo ha visto alguna vez en misa? Ya veremosalgún día si no muere sin confesión / comido por sus perros...

Había algo no menos bronco. Decíase que, acosado a vecespor la necesidad, Juan Lera no respetaba ni los mandamientos deEl Yastay. Sí, El Yastay, cuya flauta de hueso de cóndor reper-cutía en la alegría melodiosa de los pájaros y hacía bailar a lasliebres; sí, el petiso dios de ojotas y sombrero ovejón que castigamisteriosamente al desalmado que no respeta a las crías ni a lashembras preñadas o cluecas.

- * *

Juan Lera troteaba aquella mañana por un cañadón en sucaballejo tobiano (tan aguerrido para la sed como para trepara lo gato una ladera o galopar un médano) seguido de su enjambrecolmilludo: Clavel, el cuzco, que él solía llevar a veces a la grupa,jadeando debajo de un estribo; los demás chuchos a la zaga.

De pronto, sobre el borde del barranco, un blancor y un clarorcomo deben ser acaso los de los ángeles con que sueñan los niños.Pero, no; ¡era sólo un guanaco! ¿Guanaco blanco? Sí, aunque esonunca viera él hasta ahora.

Sujetar el caballo, contener con una seña y un bisbiseo a losperros, desprender, voltear y lanzar sus boleadoras; fué todo uno.Después un brinco y un relincho como de pifia del prófugo y losperros echándosele detrás enloquecidos de angurria... ¿Cómo ha-bía marrado él, boleador sin falla, ese tiro casi a boca de jarro?

* - *

Eso fue al comenzar la mañana. Ya hace rato que el sol cayódetrás de los filos nevados del poniente y la noche comienza a salirde las quebradas y las cuevas. Juan Lera ha caminado sin treguaun día entero: durante horas a caballo, después a pie, por breñasy peñas y dunas, siguiendo primero el rastro de sus perros, inten-tando más tarde, sin conseguirlo, orientarse por el eco de ladridosremotos.

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Juan Lera está materialmente exprimido por la sed y el can-sancio. No menos abrumado está en su alma. ¿Cómo ha podidoerrar así semejante tiro de boleadoras, perder totalmente la hue-lla de su perrada, desorientarse y aniquilarse de este modo?

Sus pies parecen negarse ya a dar un paso más hacia ade-lante. Sólo que... debajo de aquel algarrobo... ¿ Eh?... ¡Sí, sí,sus pobres perros atados al tronco del árbol con sogas de chaguar,gimoteando y tiritando tan lastimosos como él!. .

Juan Lera comprendió de golpe. Aquel guanaco tan irresis-tiblemente blanco como la nieve bajo el sol era El Yastay en per-sona, el padrecito de todos los animales del campo, y esta durabroma era sólo una advertencia.

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ZUM-HU, PRIMER PEATÓN DE LA PAMPA

ZUM-HUM pasó escondido en lo más espeso de un cardal casitodo el día. A la madrugada siguiente caminó en una sola

dirección, tal vez leguas. Se detuvo, al fin, sin duda creyéndosesuficientemente alejado y a resguardo de intrusos, y pasteó unbuen rato. Se detuvo de nuevo, como cohibido. Algo se agitaba enél. No era la añoranza de sus hijos, ni hambre, ni sed. Anduvo deacá para allá, deteniéndose largos momentos, escuchando, comoa la espera de que alguien apareciese o lo llamara. Al fin se es-cuchó en la soledad un rumor o una voz, tal vez, larga y vasta-mente zumbante, como viniendo de un hueco remoto de la tierra.Se estremeció él hasta lo más profundo. La voz llegó de nuevo, ysólo entonces pareció darse cuenta de que aquello salía de su pro-pio pecho...

Altamente erguido sobre sus patas, las alas entreabiertas, elcuello inflado hasta recordar menos el de la jirafa que el de untoro, el desmesurado gallo de la pampa dejaba escapar su voz,la voz más indescifrable del mundo: algo que parecía venir detodas partes, alzarse de la tierra, descender del cielo, poderosacomo un viento emboscado o un verano con todos sus insectos,deviniendo al fin más insignificante que un suspiro.

Vagó días así. Despertábase antes del alba, sintiendo queésta tardaba en llegar. Alzábase entonces de su lecho solitario conmenos ganas de comer que de retozar. Un poder nuevo y deseo-

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nocido, algo como un numen, lo inspiraba. Lanzábase de repentea toda carrera, con las alas ahuecadas, como si quisiera despertarel aire para juguetear con él. Y eran saltos en alto, tendidas decostado, gambetas vertiginosas, abalanzamientos derechos comolista de telar, paradas bruscas, extendiendo el ala con arte y gra-cia únicos, para salir disparado en ángulo recto.

Alguien, al fin, contestó un día. Y ese alguien era una hem-bra. El encanto de su soledad quedó roto. Pero a la mañana pró-xima la pareja se dió casi de manos a boca con un macho quetraía un cortejo de seis hembras. Se produjo una pausa que noduró mucho. Los machos, como obedeciendo a una misma orden,comenzaron a esponjar el cuello. Cada uno avanzó un paso. Elerizamiento de las plumas se trocó en tremor de los muslos y elcuerpo entero. Reiniciaron el avance, de soslayo ahora, ahuecandolas alas, balanceando ligeramente el cuerpo, la cabeza tiritantecomo un puño cerrado con fuerza. Al fin se juntaron, en un atléti-co encontrón de pechos desnudos que resonó sordamente, tren-zando después los cogotes como dos víboras enamoradas, y la peleacomenzó.

Aquello duró casi una hora. Las hembras, en torno, mirabancon interés y ansiedad grandes, como esperando una sentencia,pero pasado un rato su atención decayó, veleidosamente. Fué unalucha furiosa y entrañuda, como de dos enemigos que hubieranandado buscándose por años. Con los cuellos retorcidos y machi-hembrados, tirábanse hacia atrás tan vigorosamente que se alza-ban algunas pulgadas en vilo, soltábanse, revolvíanse para apechu-garse de nuevo golpeándose sin asco con las alas armadas deespolones, amordazándose perrunamente alguna vez la cabeza oel borde de un ala con el pico, chafando hierba y rastrillando elsuelo con las patas, todo esto hasta que la fatiga comenzó adesgajarles las alas y a ahorcarles el aliento, y hasta que el des-conocido optó por buscar alivio en la fuga, perseguido un largotrecho por Zum-Him que al fin regresó a recoger el trofeo de suvictoria: las seis hembras que el vencido había subyugado con elimperio de su misteriosa voz de amor.

Los días siguieron y Zum-Hum cumplió con caballeresco do-naire sus deberes de esposo polígamo celebrando, sin descuidar

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ningún detalle, los ritos de amor de la especie. Con insinuante co-medimiento o fogoso arrebato cortejaba a cada una de sus compa-ñeras, olvidando un momento a las demás, buscando arrimo unavez y otra, con el cuello esponjado y arqueado, cloqueando unarrullo mugiente, desplazándose a derecha e izquierda con las alasentreabiertas y colgantes, disparándose de pronto como una flechapara terminar girando en círculo con las plumas tremantes comoañorando el vuelo, avanzando lento y majestuoso ahora, como ofre-ciendo de alfombra el fleco de sus alas, en genuflexiones de za-lema oriental.

Cuando sintió llegada la época de la postura, Zum-Hum acre-ditó un gran sentido estratégico en la elección del sitio apropiadopara el nido, descartando desde luego toda vecindad de matorral,hondón o lomada, que pudiera disimular la llegada del enemigo,de dos o cuatro patas.

En medio de la alta maciega, pero en lugar despejado, el fu-turo padre eligió un punto cuya hierba comenzó a segar con elpico, arrojándola a la vuelta. Después, aplastándose en el centrodel redondel con las canillas estiradas hacia adelante y apoyán-dose sobre el pecho calludo, comenzó a excavar la tierra, afloján-dola con las uñas y echándola a la orilla mientras iba moviéndoseen redondo. Se afanó y afanó hasta que su lomo quedó casi aras del suelo, hundido el corpachón en una especie de tina. Sólose llamó a sosiego cuando pudo tapizarlo con pajitas y briznasde hierba y alguna hilacha cerduda. El nido estaba hecho.

Esa tarde una vez y varias al día siguiente, trajo a sus com-pañeras hasta el nido, como quien no quiere la cosa. Una de ellasentró y se echó, al fin; dos días después lo hizo otra; casi todaslas demás fueron siguiendo el ejemplo. No faltó alguna que pesea los pechugones maritales se obstinó en poner sus huevos fuerade la cuna que el varón redondeara con su galante pecho.

Los pajonales y herbazales de la primavera pampa no esta-ban hechos a escenas de tan donosa o soberbia galantería comolas que ahora presenciaban cada mañana y cada tarde: el cortejode las bellas y recientes desposadas con su aire de gustosas cau-tivas, y el archirnarido, que marchaba casi siempre precedién-dolas, mientras avanzaba al parecer más cuidadoso del alto de-

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coro de su persona que de los bajunos reclamos de su buche: elcuello en arco, como un potro crinado de plumas erectas, la ca-beza volcada hacia atrás con aire de desafío o de mando, flexio-nando las piernas como en trance de baile o esgrima y, por ra-tos, sacudiendo el pico en cloqueo retador.

Al promediar la mañana, Zum-Hum llevaba a sus hermosasa la vecindad del nido, y por allí se demoraba, herborizando ala redonda, echando de cuando en cuando insinuantes o primo-rosos bramidos. Las que debían huevar ese día, hacíanlo sin tar-dar más de lo preciso en el lecho común, saliendo siempre endirección opuesta al de la entrada. (Aun así no faltaban remisasque dejaban caer su preciosa carga afuera, es decir, a la intem-perie.) Al final, el macho cubría de briznas la huevada.

Aovando varias hembras y reiterando cada cual su posturacada dos, tres o cuatro días, no tardó el nido en verse colmado.

Esa circunstancia, no el agotamiento, decidió el instante deiniciar la empolladura. .Zurn-Hurn ya estaba maduro para ella, esdecir maternalmente clueco, pues, según es sabido, en su raza es€1 macho quien corre con todos los deberes y se arroga todos losderechos de la filoprogenitura, es decir, de la incubación, la sacay la cría.

Clueco, dijimos. Cierto; crispado de plumas y de nervios co-mo la gallina es igual trance, con un cloqueo ad hoc, enflaque-ciendo día a día por la fiebre creadora, deshojando plumas desu pecho, de su vientre y aun de debajo de sus alas para mullirmás su lecho y esconder y abrigar mejor sus huevos.

Su nidada se componía de veintiún huevos cuya sola presen-cia fundía de ternura las entrañas de Zum-Hum. Ellos, con suforma elíptica, su color blanco cremoso finamente jaspeado yanchamente maculado de verdusco amarillento, con volumen iguala quince y más veces el de un huevo de gallina.

Zum-Hum echábase sobre la nidada hincando las rodillas, es-to es, con los tarsos hacia adelante, apoyándose en ellos no menosque en los firmes remates de tibias y talones y se inmovilizabaallí con el amoroso ensimismamiento de una tórtola.

Empollaba toda la noche y en la mañana sólo hasta que apre-taba el sol primaveral: hacíase relevar por él durante tres o cuatro

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horas para echar algo al buche sin aflojar la guardia. Así fueronpuestos en mal pie, en ocasiones sucesivas, un zorro y una mofeta.Otro día obligó a cambiar de rumbo a una caudalosa víbora negra.

A veces, en las horas muy sofocantes del día, sin salir delnido, alzábase sobre él para desentumir las articulaciones, que-dando un rato de plantón mientras con las alas entreabiertasventilábase para refrescarse un poco.

Con los días, sus abandonos del nido fueron haciéndose másraros. Salía para desperezarse una y otra vez, soliviándose sobrela punta de los dedos, torreando el cuello, o braceando un ala yotra, o sacudiéndolas de golpe. Después encaminábase a prisa haciael bebedero distante más de una cuadra; regresaba, pasteaba a laligera y volvía al nido.

Salía también a la descubierta cuando sentía un ruido sospe-choso. En cualquier caso, al regresar, examinaba siempre los ale-daños y el interior del nido, pues cualquier rastro desconfiable, unsimple cambio en la posición relativa de cada huevo dentro delnido - lo que él nunca hubiera dejado de reconocer -, habríabastado para que procediera a desparramarlos y romperlos sinpiedad a patadas, no por un rapto de ciega y furiosa soberbia,sino al contrario, por sagaz inducción, pues descubierta su yacijapor alguien cuya peligrosidad él sabía calcular bien, su vida y lade su futura prole quedaban pendientes de un hilo. "No hay ani-mal más gaucho que el ñandú", decían los gauchos.

Cuando transcurrió una luna entera Zum-Hum no dejaba yasu nido casi ni para comer o beber, sintiendo oscuramente que eracapaz de cualquier cosa por mantenerlo inviolable. Una madru-gada su oído siempre alerta registró un retumbo sordo y creciente.No tardó en identificar aquello como pisadas de caballo... decaballo con jinete. Dejó el nido, se alejó largo trecho escurrién-dose por medio del pajonal plano, y al fin alzó la cabeza, oteando.Un jinete, ciertamente, marchaba como viniendo a su encuentro.Sin dudarlo mucho Zum-Hum salió al descampado. ¿Diremos quesu figura tenía de todo menos de amable o indiferente? Flaquísi-mo sobre sus inmensas zancas, pecho y vientre desnudos, acortandoo alargando el cuello híspido, encogido sobre sus garrones y mediobatiendo el suelo con las alas, zapateando, gambeteando y sacu-

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diendo un hueco matraqueo con el pico, cargó resueltamente comobuscando el encuentro del sotreta.. . Este, que no debió haberentrevisto cosa semejante ni en sus pesadillas, se botó a un costadoen una tendida de vida o muerte (¡su jinete no cayó por puromilagro!), mientras Zum-Hum zigzagueaba en dirección opuestaa la de su nido.

Con heroicidad doble a la de las gallinas, Zum-Hum perma-neció apelotonado sobre sus adorados mingos durante cuarenta ydos días, ni uno menos. Entonces sintió algo que golpeó y resonóen lo más escondido de sus entrañas: el piar embotellado y aunel suave y reiterado picoteo de dos nonatos afanosos de derribarpor sí mismos el muro de tinieblas del cascarón y entrar en elmundo de la luz. (Sabido es que el polluelo, a fin de romper lacáscara que lo encarcela, pica siempre alrededor de un punto,moviéndose de izquierda a derecha, trabajando con ritmo tenaz,pero la hazaña se logra sólo gracias a la presencia de un durotubérculo calcáreo en la mandíbula superior del pico blandujo,obrando aquél como herramienta de vidriero o picapedrero. .

La saca duró tres días. Si la felicidad existe sobre la tierrala conoció Zum-Hum como pocos, sintiendo bajo su encallecidopecho y sus desflecadas alas bullir y piar, infinitos de suavidad ytibieza, los cuerpecillos de sus hijos. No latió menos henchido decorazón cuando pudo abandonar el nido y ver a sus pichones devario tamaño y piar uniforme desbordar en torno suyo. Monísimos,de veras, con su traje amarillo oscuro a rayitas negras, su esbeltaestampa, su grácil soltura y la agilísima obediencia de sus canillasy su cuello de cisne, o cuando lo rodeaban con su piante sibilarlleno de gracia, que parecía no ser de ellos, pues salía por losorificios de la nariz sin abrirles el pico. . . Aptos para comer ycorrer al salir del huevo, picoteaban de lo lindo, a los tres días,brotes e insectos (las hierbas vendrían después), y a la semanano les hubiera dado alcance un hombre. A los quince días, conuna vara de estatura, eran ya mozos de cuenta.

Zum-Hum parecía renacer cuando en las madrugadas o alpromediar las tardes los charabones entregábanse, como pez enel agua, a la gloria de correr y correr por puro gusto, desde luego,pero también llevados por el oscuro aunque imperioso afán de

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que la especie, vieja de millares de siglos, conservase el campeo-nato en un arte al que debía el poder seguir picando verdesobre la tierra.

Con el cuerpo tendido de costado por la profundidad del im-pulso —y como accionados no por propio albedrío, sino como arrea-dos por el viento— lanzábanse a todo escape, y cuando la obli-cuidad devenía a ojos vistas, una amenaza, recobraban el equilibriosin más que jugar el ala del costado opuesto, o avanzando a fondocomo una emplumada flecha india, quebraban en ángulo recto ladirección de la carrera y sin perder velocidad, gracias al mismoconsabido juego.

Esguinces maestros, gambeteos inimitables, remolinear de mo-lino de viento, toda la gracia sin fin de sus movimientos circunflejosobrados con las alas de timón o velamen. En verdad que no su-peraban ni siquiera igualaban ese casi aéreo donaire ni los hijosde la gama o la vicuña sobre la tierra, ni la garza sobre el río, niel velero sobre el mar.

Pero Zum-Huni, como vigía en su torre, no descuidaba uninstante su guardia. Sabía que, de noche como de día y desde elhuevo, la vida del ñandú está asediada de enemigos tan pudientescomo hipócritas. (Favorecido por la oscuridad o la indecisa lumbrede los crepúsculos, brujuleado por el tufo o el zumbido del ñandú,solía llegar el yaguareté o, más elástico, mañoso e implacable, elgatazo amarillo, el puma.) Bien se acordaba aún del fin de suprimera nidada. Pasteaba por allí cerca, y se había apenas alejadoen busca de agua cuando lo hizo volver sobre sus huellas un ruido,sordo y reincidente, como de alguien que castigara el suelo. Alaproximarse al nido descubrió la forma recién vista de alguien quedebía ser el padre de todos los lagartos (supo después que era laiguana) que se entretenía en sorber los huevos de su nido, rompién-dolos a latigazos, es decir, a golpes de aquella cola capaz de cortaren dos una víbora o un lazo trenzado. Cargó él sin miedo, aunquecon prudencia, sobre el maldito, que se batió en retirada tratandode dislocarle un ala o una canilla al encrespado Zum-Hum, quiensin dejarse tocar una pluma, bailaba sobre el maleante con susuñuclas patas que sostenían un peso de setenta y cinco libras.

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Pero ése era cuento viejo. No así el lance de ayer, que fuéla nueva reiteración, con algunas variantes, de otros anteriores.Uno de los pollones se había acercado a la orilla del pajonal,cuando Zum-Hum, que sabía mirar hacia atrás tan bien como alos costados, alcanzó a notar su desaparición casi instantánea ysin ruido. Allá cayó como un golpe de viento y tanto que el zorrosoltó su presa, aún viva, para evitar el choque, sin conseguirlono obstante: alcanzado a medio camino, se tendió de lomo, conlas patas encogidas, presentando dientes y uñas al agresor. Nipor esas: Zum-Hum cruzó y recruzó sobre las bajeras del ladrón- chafando con sus patas, hiriendo con sus uñas - con tan hu-racanada prisa, que el yacente no logró acertar uno solo de sustarascones lanzados entre ¡cuac! ¡cuac! más de espanto que deenojo. Se dió por feliz cuando consiguió reanudar la fuga, mien-tras Zum-Hum se resolvía, por fin, a prestar oído a la alarmadasilbatina de sus pipiolos.

Tan cauteloso como sagaz, tan tierno como bravo, era entodo tiempo el desempeño del gran nodrizo. Cuando en los díasdestemplados hacíase sentir más tiritante el piar de su prole, elpadre anticipaba la hora del reposo extendiendo los escamosostarsos en tierra y ofreciendo el ralo pero caliente poncho de susalas a los frioleros. Llegó a hacerse entender de sus pupilos a talpunto que según fuese la especial inflexión de su voz de alarma,ellos alcanzaban si debían echarse, borrándose entre la hierba,o fugar en busca de escondite a otra parte, mientras, y a fin deque tuvieran tiempo de hacerlo, Zum-Hum cubría la retaguardia,zigzagueando mañosamente y desplegando aparatosas pantomi-mas, es decir, exponiendo sencillamente su vida.

* * *

Cuando lo que puede llamarse propiamente crianza tocabaa su fin, los infantes y su padre comenzaron poco a poco a tole-rar la vecindad de las hembras adultas. A no mucho andar sereconstituyó la familia integral de la especie. Zum-Hum vagabatodo el día desde el alba, por la ancha zona que se asignaracomo hábitat. A ciertas horas de descanso dábase un baño de

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arena o tierra liviana. En las peripecias del pastaje, no trepi-daba en mezclarse con las piaras de venados, y aun de vacunosy yeguarizos, cosa que permitía aflojar la guardia, es decir, co-mer con más sosiego.

Según es sabido la dieta del ñandú descansa sobre los tresreinos de la naturaleza: mineral, vegetal y animal. Onmívoro pornecesidad, sin duda, pero vegetariano por convicción. Hojas detoda hierba - con preferencia de verdolaga y trébol - componíanla base de su menú. Un día encontró una planta de flor moradaque le gustó bárbaramente. Agregaba las frutas del edén pam-peano - camambú y arazá, ante todo -, y semillas de toda clase,sin exceptuar las más duras o ásperas, buscando lo que más pre-cisa su nutrición: fécula y mucílago. (No poseyendo papilas ner-viosas en la lengua, no tenía para qué exagerar la delicadeza desu gusto.) Lagartijas y culebras, después de uno o más picotazospreparatorios, también entraban en su buche. Aunque mostrabamás ternura por los insectos dedicándoles el más estudioso inte-rés. El ñandú acercábase al pequeño volante con el convincenteaire de no haberse dado cuenta de su presencia. (Sólo que él, comolos turnios, podía mirar hacia un lado y ver hacia otro.) Entre-tanto, su largo cuello iba arqueándose en dirección del blanco.Cuando el insecto creía alzar el vuelo, el pobre estaba ya iniciandoel descenso por el buche del ñandú, el más soterraño de los cala-bozos. Tampoco a la lagartija le valían sus ojos y patas.

Zum-Hum y los suyos incursionaban también en la minera-logía, confiados sin duda en la potencia mecánica y química (digo,la gran fuerza muscular y digestiva) de su calludo estómago, cu-yos jugos llegan a lijar vidrios y metales... Ingerían así piedrasy conchas de moluscos y otros cuerpos de discutible suculencia.

Es claro que eso de que no bebían agua era un calumniosochisme pueblerino referido a ellos como a cualquier gente de san-gre roja y más o menos caldeada. Bebíanla ciertamente, y en laépoca del calor, una y más veces al día, en tragos presurosos,alzando después la cabeza hacia las nubes para que el agua bajasecuesta abajo hasta el remoto plan del buche.

* *

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El ñandú, que puede disfrutar hasta de treinta primaveras,tiene tiempo de aprender algo. Zum-Hum y los suyos sabían nopocas cosas. No ser glotones, por ejemplo -aunque lo parecie-sen—, pues un corredor profesional debe huir de la sobra de grasamás que del galgo y las boleadoras. ¿Y cómo, sin gran sobriedad,podría aguantarse esa prueba punitiva que es la seca? (En rea-lidad, el ñandú es como el ombú, su hermano de crianza: esponjosoy liviano, parco y sufrido.) Y sabían también echarse durante unatempestad, pues el viento podría arrearlos hasta el mar, aprove-chando el velamen de sus alas. Sabían, asimismo, paliar el rigorde las sequías, levantándose antes del alba, aunque veían poco enlo oscuro, para poder cobijarse a la sombra en las horas insoladas.Y sabían, finalmente, que el revuelo y el sube y baja de gallinazosy caranchos en determinado lugar significa que el puma está porcazar o ha cazado y se halla comiendo o escondiendo su presa.

Los últimos gauchos

Al promediar el siglo pasado los pagos de la gran llanura delsur estaban quedando sin hombres ni caballos de servicio. Todo elarbitrio que puede atesorar un gobierno lo tenía en sus manosun hombre que venido de la ciudad se había acabado de criar enestos remansados pagos de la pampa, y había aprendido a co-nocer casi todos los secretos de la tierra, con sus huellas y pastosy bestiajes, y todas las artes ecuestres del gaucho (menos la dea pie - la esgrima - y la de su alma: la payada), pero que, a lavez, tenía toda la angurria de tierras y plata de algunos gringosy el mandonismo cachondo de los puebleros, y así el que parecíaun perfecto gaucho por fuera era su perfecta negación por dentro.Bien pudieron advertirlo, así que fué gobierno, los que más loayudaron en el camino de subida, ellos, los hijos del campo, aunqueya fué demasiado tarde.

El gaucho había hecho el ensayo, quizá único, de vivir sólode libertad - de hecho ni el patrón ni el cura le echaron su som-bra encima -, como de lo único que importa al hombre, sacrifi-cándole cualquier necesidad o comodidad, aun las más elementales.

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Comía carne y bebía mate amargo, su casa no tenía más ventajasque la del hornero, por cama tenía su montura - sin desensillara veces y el cuchillo era, él solo, su arma y su herramienta, elpetiso de todos sus mandados. Gastaba, sí, un lujo, pero era desu corazón y su fantasía: la guitarra.

Frente a eso, el vistoso gaucho de similor, ahora con bastónde mando, se había convertido para todos, y para los gauchos enprimer lugar, en una especie de abrazo de boa. ¿No les habíaprohibido hasta el pato, juego ecuestre amado hasta la idolatríapor los implacables jinetes? Su hermano Prudencio ¿no habíacercado a tapia lo mejor de la laguna de Chascomús? Eso, conser algo, era apenas moco de pavo junto al resto. El echar el lazoa una vaca cimarrona para aviarse de carne y cambiar su cueropor yerba era ya sólo un recuerdo o una gloria de los tiempos deantes. Ahora hasta la vaca más mugre de los millones que se mul-tiplicaron y criaron solas en el desierto verde tenía dueño, y nidecir que con los caballos ocurría lo propio, y tocar uno solo eramás delito que matar un indio o un cristiano, y se pagaba con cincoaños -o veinte - de servicio en el ejército, es decir, el infiernocon muchos diablos. Y también resultaba que de la tierra pampa,tan inacabable y orejana como era, no quedaba ni un jeme sobran-te para ningún gaucho vago, pues toda se la habían dado Dios yla Ley a los estancieros, buena parte de los cuales eran gringosrecién apeados en el país. ¿No iba ya el poncho inglés desterrandoal casero? Y aun no era todo: ningún gaucho podía vivir suelto,es decir, sin amo, y el que no pudiera mostrar la boleta dada porsu patrón, quedaba ya convertido en "patrio", como los sotretasmochos de igual suerte: es decir, destinados a la guerra civil o alos fortines de la frontera, a pelear con los indios para defenderla tierra de los estancieros.

Mas pese a las bendiciones y las acciones de gracias, la santacausa del gobierno peligraba siempre, y como casi todo gaucho debarba o de bozo ya estaba marcando el paso, ahora se conformabacon soldados hasta de quince o catorce años.

Los gauchos se habían abierto en dos: unos se llamaron o losllamaron federales y se hicieron peones, milicos y aun gendarmes;los otros siguieron siendo y llamándose gauchos y escapando de la

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leva, o desertando del contingente fueron a buscar de aparceros alos indios o a los perros cimarrones para salvar su libertad adiente y uña como ellos. (Cada cual llevaba dentro de sí ese sueñoque nunca habían aclarado, ni aun formulado, pero que sentíanvivo como una espina: una tierra sin dueños para hombressin amos.)

Eran de éstos los que esa tarde se hallaban acampados a laorilla de una laguna perdida en los campos del sur: dos mocetonesy dos hombres de barba. Uno de ellos, nombrado Juan Galván,tranquilo vecino que fuera de uno de los pagos de la zona, sacadoun día de en medio de su mujer y sus hijos y arreado a uno delos fortines de la frontera, había logrado, al fin, zafarse de allídespués de dos años de sufrir las del purgatorio. Castigos desme-surados como una sequía o un malón; azotes de cincuenta paraarriba, de modo que lo que quedaba después de la prueba (si noquedaba el cadáver) era con frecuencia apenas una cosa que semovía encorvada y a quejidos, cuando no escupiendo sangre; tam-bién el cepo, que no era nada si soltaba al reo sin desviarle elespinazo o el cogote, y finalmente la estaqueada o crucifixióncriolla: horizontal y con correas crudas en vez de clavos, cornodebía ser en la pampa. Pero ni estas cosas, ni la desnudez, ni lospiojos, ni el frío, ni el hambre - para el que era regalo un costillarde mula - nada de eso podía hombrearse con las angustias de lahumillación: porque, al revés del siervo o del perro, que tras elcastigo suelen apegarse más aciagamente al amo, el hombre libre(o que lo fué) siente que la vergüenza animal de los azotes o lasinjurias le queman la sangre día y noche o le infaman la frentecomo marca a hierro.

Juan Galván no pudo, dicho está, volver a su casa y su pue-blo sino de matute y a favor de la noche. Vivió a monte, sobre el¡quién vive! confiando en las orejas y las patas de su tobianocomo en el destino y dispuesto a venderse a buen precio si llegabana embretarlo.

Diego Bracamonte, desposeído de su campito por el estancie-ro colindante, enderezó su hierro contra el juez que legalizó el robo.Había ido a apatriarse entre los indios, donde al cabo de un añose le volvió insufrible el sentimiento de que no había arrimo posi-

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ble con el alma de aquellos hombres de ojos de puma que buscabanhartazgo en la carne cruda y la sangre caliente y cuya risa abor-taba en hipo y cuya música era ruido sólo.

Los otros dos, Lucas Moreno y Pedro Rueda, mozos de apenasmás de veinte años, habían escapado hacía tres de la leva, sabien-do lo que ella importaba.

Estos hombres, que solían cruzarse alguna vez en el ajetreode su vivir furtivo, habíanse convocado días atrás, fijando hora ypunto, para un propósito apenas sospechable. Tratábase de quequeriendo poner un paréntesis de olvido a aquella vida tan desal-mada que venían corriendo, convinieron en echar mano de la únicasobra que la suerte les tiraba bajo la mesa, como quien dice: unacorrida de flanduces en los campos de afuera, deporte más sun-tuoso que los de reyes y lores. (Y eso que ya no era la gloria delos tiempos de antes, al cerco: cuando algunas docenas y centenasde ñanduces, venados y baguales sin rey ni ley, sentían ceñirsepaulatinamente en torno suyo, bajando como un meteoro, el des-mesurado anillo de piedras girantes.)

Estribando en botón y acompasando la marcha con el fierollanto de las espuelas, cada uno con su pequeña tropilla por de-lante, menos Bracamonte, quien traía sólo un ladero que galo-paba emparejado al montado como si ambos tiraran de un mismocoche. Bajadas las monturas, maneadas las madrinas y mientraslos caballos se abrevaban en la laguna o pasteaban en la orilla,los hombres, improvisando un fuego de viznaga y cardo y duraz-nillo y leña de vaca, es decir, huesos, para el churrasco y cimarrón,entraron a tratar del grave asunto del día siguiente - como jefesen vísperas de una batalla—, cambiando noticias y pareceres obajando a los detalles más menudos.

Los hombres venían con los aprestos indispensables o, al me-nos, con los posibles para ellos en los azares de sus libérrimas ymiserables vidas. Los de boca reducíanse a una pava y unos pu-ñados de hierba para el mate, sal y ají para el churrasco y alguientrajo un poco de maíz tostado por pan; eso, y un manojo detabaco y el yesquero de cola de mulita, y los chifles aguateros,era todo. Bastante mayor atención merecían los implementos de

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cazar y cabalgar. De éstos, del bozal a la cincha y del cabestroa la manea, todo era nuevo o bien conservado y de ley, como parala doma, pues el quedar a pie en la pampa es como naufragar lejosde la costa, y la forzosidad de ensillar chúcaro o redomón puedepresentarse donde menos se espera. (Y ésta era una muestra dela poderosa autonomía del gaucho: bolear o enlazar, él sólo, unpotro en el desamparo, ponerle freno de tiento, ajustarle el recadoal lomo, saltar y partir campo afuera, entre grito, corcovo ylonjazo.) Y por cierto que no faltaba a ninguno, guardado con es-mero bajo la corona, el bien sobado hijar de cuero de potro quepuede servir -sin contar diez usos más -, de toldo en el de-sierto.

De las armas propiamente dichas, los lazos se lucían comopara la venta: engrasados y curados con guano de vaca. Peroéstos por hoy cedían el primer puesto a las boleadoras, con susretobos de cuero cabelluno y sus soguillas de tendones de ñandúo yerga de toro: las ííanduceras, con mingos del tamaño de unhuevo de tero - de las que cada campeador llevaba tres o cuatropares liados a la cintura—, y las potreadoras, tamañas como unpuño, amarradas al borrén delantero de la silla, en previsión deuna última extremidad, o de algún alzado o bagual a mano. Lasboleadoras debieron ser y fueron inventadas por el primer inqui-lino de la pampa, el indio, como respuesta a la carrera inatajablede las piezas mayores (guanaco, ñandú, venado) en una tierra queera el paraíso del galope, y a la rigurosa escasez de piedras pro-yectiles, esto es, a la necesidad de ahorrarlas atándolas con sogas.El gaucho las adaptó y las subió de jerarquía al convertirlas enmisil de jinete. Esgrima de desmesurado alcance, requiere brazotan potente como onduloso, ojo tan veloz como certero, cosas am-bas que no se adquieren sino con la más tozuda gimnasia comen-zada en la niñez. Arma que puede convertir la alada fuga incoer-cible del ñandú en un tirado plumero viejo - y al jinete de escapemás intenso y esbelto en un revoltijo de risa-: arma que apeógenerales y ganó batallas: arma nombrada tres Marías por susdos bolas de ataque y su manijera, pero que también puede serbimembre (y entonces es de braceo más difícil, y no para todos,aunque de eficacia mayor) de tres vueltas o sesenta varas, ya de

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dos vueltas, o de una, y aun de media, es decir, de bolear bajoel freno.

Mas dicho está que sólo al subir a caballo las boleadoras des-plegaron todo su vuelo. Eso sí, al lado de la carrera vertiginosa-mente descoyuntada del ñandú, la del caballo, aun igualándolo osobrándolo en velocidad, es dura, mecánica y casi ciega. Sólo queel freno y el cuerpo del jinete gaucho pueden darle a un caballocomo una boca de seda, quiero decir, jarretes y espinazo tan per-suadibles como el acero.

No eran de otra laya los de nuestros cuatro amigos. Entresa-cados de entre muchos, no por sus bellas líneas precisamente, aun-que sin olvidarlas nunca, sino por su profundidad; sonsacándoloscon maña y sin prisa en numerosas pruebas y estrechándolos máscada día hasta hacerles soltar todos los rollos de su aguante yligereza. Sólo entonces pudo comenzar su educación verdadera has-ta dejarlos -digamos sin mentir mucho - como un trompo enla boca y sueltos de cuerpo como una víbora.

El de Diego Bracamonte era un pangaré traído de los toldosy montado en ellos, lo que ya es decir bastante, porque el cuidadoo dulzura que no pone en sus mujeres o cautivas, la pedagogíaque no gasta en sus niños, las fatigas que ahorra en el trabajo, elindio los emplea en la educación de sus potros. Así, pues, aquelrangoso flete del desierto, que sólo dejábase montar por la zurday que se quedaba de plantón donde le bajasen la rienda, podíagalopar sobre el médano como si tal cosa o pasar cuerpeando sobrelos troncos de un chañaral sin apocar la marcha. El tobiano deJuan Galván podía remolinear sobre un cuero de vaca sin ofenderel suelo, y boleado en pleno galope sabía continuarlo a salto degamo. Estos dos y todos los de las tropillas, que apenas se creíanmenos, andaban por ahí, a la orilla de la laguna, pastando tréboly alfilerillo salpicados de margaritas y macachines, apaciguadospor el llanto dulzaino de los cencerros. Mañana los flanduces diríanmejor quién era quién. (Los caballos de Bracamonte, sin madrina,pasarían la noche a manea larga, para que no se entumieran.)

* * *

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Los hombres rodeaban el fuego, conversando con pausa, inte-rrumpiéndose a veces con largos silencios, como sojuzgados por ladesolación de los campos y de sus vidas; pese a todo, pues, se sen-tían casi felices, sin saberlo, menos por las vísperas de la ansiadajugarreta próxima que por esta ocasión de poder cruzar un par defrases de buena voluntad con el prójimo, de compartir con él elfuego y la sal de la amistad, esa cosa buena entre las mejores.(Sólo una ausencia, ay, para la que no había consuelo: ¡la gui-tarra!)

Para mejor, los mozos, matrereando juntos esa tarde, habíanenredado las de piedra a un zancarrudo, y en el momento de cue-rearlo y abrirlo junto al fuego, celebraron la buena fortuna:era hembra y estaba llena de huevos, uno de ellos ya en sucascarón calizo.

Mientras los otros cebaban mate, Bracamonte se encargó decocinar el ñandú. En la cocina familiar, del ñandú no se desper-dicia ni las tripas ni la enjundia. Toda su carne, de un colorque la ubica entre las rojas y las negras, y de un olor con dejoa potro, quizá excesivo para un pueblero pero no para un paisano,es tan sustanciosa como fresca, y asimilable para cualquier es-tómago sin prejuicios. Pero la cocina cimarrona debió confor-marse en la ocasión con las achuras de regalo. En asador deduraznillo verde, pareja y despaciosamente expuestas a las lla-mas, que no a las brasas ausentes, fueron asándose y dorándosey destilando su aceitosa gordura, los alones y el pecho. Tambiénla picana o anca que en otros pagos se asa embutiéndole piedrascaldeadas. Así, sin más condimento que un poco de ají y sal, sinotra compañía que maíz tostado, resultaron bocado de mi florpara tan aguerridos apetitos. Lo sobrante viajaría mañana bienalojado entre las caronas, para servir de fiambre a su tiempo.

Pero la cena no había concluido, ni mucho menos. Estabalisto ya el segundo plato, esto es, el huevo asado por PedroRueda, uno de los mozos, después de perforarlo y bandearlo depunta a punta (exacta y pulcramente y sin perder gota) conuna varilla que hizo de asador giratorio. Todo ello mientras Bra-camonte, secundado por el otro mozo, sirviéndose del esternóndel ave como de sartén, preparaba con los huevos en fárfara con-

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dinientado, revolviendo y cociendo el todo con mañosa paciencia,una tortilla digna por su cuerpo, sustancia y sabor, de un giganteen ayunas.

* * *

Corno dice de entrada el donaire hierático de su estampa ysu porte, el ñandú es de prosapia antediluviana. Lo confirman,tasándolo al detalle, la hendedura de boca de reptil de su pico;su párpado superior inmóvil; su pluma que tiene algo de pelopor lo caedizo de su tallo y lo despeinado de su barba; su voz,ese mugido suspiroso que parece más de mamífero que de ave;sus alas o aletas remadoras, mejor, como los peces, y, lo que noes menos, esos orbes de su nido: esos huevos pasados por aguapara Goliates.

Con razón algunos indios veían en la nube arreada por elviento un ñandú en fuga. Y otros creían percibir un gigantescoñandú oscuro entre las estrellas del cielo.

Pero digamos antes que no por arcaicos su catadura y susademanes tienen menos nobleza, ya sea de pie, con las alas es-ponjadas, llamando a su cortejo femenino, ya marchando con lacabeza enhiesta, juntando en uno su aire de inocencia y su portemajestuoso. Y para qué mentar su fuga, rica como una caja desorpresas. Lejos de ser chica para su cuerpo, su cabeza guarda conél la misma exacta proporción que la del caballo o la gacela con elsuyo, y no debiendo hender los aires, no le es menester ser agudacomo la de los pájaros. Su largo cuello contórsil autoriza todaslas maniobras del ojeo. Tampoco su ala es corta ni débil como lade los brevipennes: con humerales y tendones dignos de la re-ciedumbre de sus patas, las alas del ñandú son tan pudientes enla carrera como las del halcón en el vuelo. Y, singularidad únicaentre las aves, sus alas plegadas, cubren el dorso y todo elcuerpo como un manto real o un poncho gaucho.

Si existe en el mundo una correspondencia perfecta entre unacriatura y su medio, esa es la del ñandú y la pampa. Son uña ycarne. ¡La calle mayor del mundo para el rey de los peatones!

Se resigna a valles o altiplanicies o desiertos ondulados, pero

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su paraíso debía ser esa pista sin fin, afelpada de innumerableshierbas: esa tierra siempre ganosa de anchura para contener elcielo que la inunda a la redonda: donde el horizonte cae a la alturade los pies como en el mar: la pampa, donde todas las distanciasestán acostadas.

Porque el caballo sabe correr, sin duda, con su carrera quehomologa al viento y apresura los latidos de la tierra; y sabe co-rrer el venado, con su fuga hilvanada de rebotes, y el guanaco yla liebre, y otros también son corredores de maravillas, pero es pre-ciso ver la carrera del ñandú, igualable en rapidez sin duda, peroni vagamente aproximable en elasticidad y tornabilidad, para com-prender que los demás son apenas aprendices en el arte en que elñandú es maestro. La vicuña, el lebrel y los demás, disparan sólocon sus patas de viento; pero el ñandú dispara también con lassuyas y además con sus plumas veleras. El corredor número unosobre la cancha número uno de la tierra. Está bien. Pero hay otrascosas. El ñandú tiene oído de mula y, sobre todo, tiene una miradaque corre algo más de una legua. Con su pardo ojo a flor de cara,lleno de diafanidad y serenidad, con su pupila de retinta redondezy clara inocencia, puede descubrir a su peor enemigo —;las bo-leadoras a caballo!— mucho antes de que él sospeche su presencia.

Y todavía hay que su cuerpo color de bruma o color de cardose confunde con las neblinas de la humedad y la distancia. Y acu-clillado él en el herbazal, ¿quién va a maliciar que aquel ahiladopescuezo que sirve de torre a su ojo es eso y no un tallo de hierba?(Porque es claro que su zancarruda y cogotuda estampa estáhecha adrede para gobernar un ancho horizonte.) Aplastado con-tra el suelo se sabe siempre tan protegido por la providencia delmimetismo como la misma perdiz, lo que, dado su generoso cor-pazo no es chica hazaña.

Pero esta profunda alianza entre la pampa y su gran paja-rraco tiene sus secretos de entrecasa. Al ñandú se lo ha tenidoo tiene, por gente de flaca sesera, por una especie de estudiantegrandulón y retardado. Ahora bien; de los grandes locatariosremotos de la pampa — el peludo gigante o gliptodonte que al-quilaba su concha para rancho enterizo al encorvado aprendiz dehombre de su época, el tigre espadachín con dos sables por colmi-

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lbs, el gran oso, cuyo abrazo era como la caída de un cedro, yotros— ninguno ha sobrevivido hasta nuestros días, ningunofuera del ñandú... Ahora bien; el aguante y lubricidad de susmúsculos y poleas, la torrentosa potencia de todos sus resortesde progresión, junto con la sabiduría estratégica y táctica de to-dos sus recursos de defensa ante sus variados enemigos, indican,según alguien, que en los viejos días el ñandú debió tener pre-tendientes bastante más engorrosos que los de hoy -jaguar,puma o zorro -, lobos y aguaráes de largas patas, profundosbofes y maseteros a toda prueba, y un olfato capaz de revivir unahuella después de días. . . Y si nuestro amigo logró sobrevivir atodos ellos no sería por apocado ni quedado. Que no lo es, peseal dictamen del tontaje, bien lo sabían los gauchos que no des-deñaron emparentarse con él al definirlo: "El ñandú, el másgaucho de los animales."

No pocos detalles tienden a demostrarlo: desde su preferen-cia por el trato con personas, cuando condesciende a vivir entreparedes, despreciando la de gatos, gansos y otros zoquetes, hastasu arte del agazapamiento superior al de la misma perdiz, quelevanta un poquito más de la cuenta su cabeza al echarse: con lasinsignes gambas estiradas cose al suelo cuerpo y alas, y escon-diendo la cabeza entre ellas, pero justo hasta los ojos, sin sobre-pasar con su corona ni una línea del nivel del lomo, ya alargandoa flor de tierra el cuello, alzando la cabeza sólo lo absolutamenteindispensable para balconear lo que pasa en torno suyo. Más aho-ra mismo veremos que su medida es la de las verdaderas gentesde acción, vale decir, que su capacidad total la despliega ante elpeligro.

*

Nuestros cuatro gauchos se levantaron junto con el lucero.Hecho el fuego para la pava, ensillados los mancarrones en loque canta un gallo, matearon brevemente con el pie al estribo.Enhorquetaron después los huesos en los lomillos, y silbando a lasmadrinas partieron entre un contrapunto de coscojas y rodajas.

Bajo el seguro de los chajaes, gallos caseros de la pampa, ésta

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prolongaba aún su sueño redondo. Pero el silbar de los tinamúescomenzaba a agujerear dulcemente el silencio aún espeso de mis-terio y melancolía. La brisa era tan ancha y aromosa que el galopeparecía el zagúan de la gloria.

Tecleaban a cada rato los teros entre las patas de los monta-dos o estallaba, a veces, sibilante, el vuelo de la perdiz. Poco apoco fué aclarando. Al fin, casi de golpe, despunté el sol, y todopareció alegre como un as de oros. (Ni el mugido del vacaje ni elrelincho de tal cual padrillo arbolaba el cielo; pero al pasar juntoa un remanso, casi nublado de alas, aturdían las discusiones delaverío.)

En la pampa, cuyo perfil se hace fondo sin fin, el galopar escomo un rodar cuesta abajo por la arena. No había necesidad detocar el flanco de los montados: parecían rebotar sobre sus patas.Y la distancia iba añadiéndose a la distancia como una repeticiónde espejos. Destacábanse en la estampa de los galopantes sus per-trechos: en las cinturas, las boleadoras, con las bochas a la iz-quierda, la manijera sobre el cuadril derecho. Palmeando las ancasde los fletes, los rollos de los lazos de ocho tientos y catorce bra-zadas. Y sobre todo ello, el flamear de melenas y crines. A veces,a lo lejos, el rebote arborescente de algún venado.

De pronto, Lucas Moreno, creyó ver a buena distancia, haciala derecha, un bulto más semejante a ñandú que a cualquier otracosa, pero que acababa de ser tragado por la tierra, es decir, por elherbazal. Enderezó el galope, apresurándolo, hacia el punto sos-pechoso. Llegado allá, detuvo su tropilla con un silbido, se apeócon descenso de pájaro, maneó el pingo y avanzó despacio, ojeandoa la redonda, con las ñanduceras listas. Cuando ocurría así queun ñandú podía ser sorprendido en la cama, solía dar ocasión se-gura hasta para el tiro de un niño. Aunque alguna vez podíaocurrir también.. No, es lo que ha ocurrido ya! El apeado ji-nete acababa de allegarse a tres pasos del echado ñandú, sinverlo, cuando éste, con recóndita malicia —o disparado, ciego,por su propio susto -, se alzó y cargó sobre el hombre, sin darletiempo a echar un grito, derribándolo y siguiendo viaje a todavela. El enorme zanquivano era Zum - Hum.

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Cuando el gaucho se alzó sobre sus pies y volviendo hacia sucaballo lo destrabó y montó, su vencedor se perdía de vista enlontananza. De los compañeros distinguíase sólo uno cuyo galopemoviéndose en línea curva, decía que trataba de cercar a algúnpatudo, algún pipiolo, que al no haber sido corrido antes o tal vezno haber visto jamás un hombre, se olvidaba por un momento deemprender la retirada, sojuzgado por la curiosidad más que porel miedo, tal vez.

Lucas imitó a su compañero y ambos fueron acortando ladistancia que los separaba de su blanco, cerrando progresivamentela espiral del galope, mientras el ñandú, estirando y encogiendoel cogote, se mantenía en guardia, frenando cada vez más difí-cilmente su ímpetu cardinal: el de la fuga.

Se disparó al fin en la arrancada más esbelta y profunda quepueda imaginarse, con las alas en alto como implorando al cielo,cobrando pronto su estilo profesional, digo, el de correr como sipedaleara en la punta del viento, tratando a ojos vistas de recu-perar el tiempo perdido. Brillaban al sol sus blancos gregüescos.

El del ñandú es el más genial movimiento vivo escrito sobreel haz de la tierra, más que el de cualquier cuadrúpedo, más que eldel avestruz mismo, y sólo comparable al de ciertos pájaros en elaire, en aguante, velocidad y vertiginosa seguridad de evolución.En efecto, el gran peatón alado de las arenas del África, fuera desu mayor masa y peso tiene sólo dos dedos en cada pata, lo queno sólo significa en ésta menor resistencia muscular sino unamucho más débil base de sustentación para el animal todo, cuyocuerpo, casi tan horizontal como el de un cuadrúpedo, está másexpuesto que otros a perder el centro de gravedad. Como el hom-bre, el ñandú, al correr, se apoya sobre las últimas falanges y alhecho de apoyarse en tres dedos y no en el simple pesuño bi-sulco del africano debe él su mayor virtud profesional: la deintroducir los cambios más veloces e imprevistos en las riesgosasevoluciones de su fuga, especialmente en su famosa carrera decostado en que la inclinación de su nave sobre babor o estribor estal que parece estar yéndose a pique. . . Otras prendas de corre-dor tiene, no del todo insignificantes: su espinazo ligeramentemovible, no fijo como en las otras aves, y su fornido tórax, con su

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larga capacidad de contracción en la carrera, potenciando la ca-pacidad respiratoria.

Tomando cada cual por un costado del prófugo, los gau-chos, a cierta distancia uno del otro, volviendo sus caballos loslanzaron a la zaga del ñandú, que habiendo ganado espacio sufi-ciente como para inutilizar cualquier tiro, disparaba casi en línearecta, como si lo aventaran los ollares del viento. Tan loca era laatropellada que los crinudos, estirados como a clavija, medio plan-chaban con el vientre el suelo. Ganaban distancia, acaso. El gau-cho delantero desprendió sus bolas. Gracias a la voltaria maestríade su cuello, el ñandú iba con la cabeza de través, observando alos perseguidores, listo a tender el cuerpo fuera del camino enque viese venir las arrojadizas. Percibía claro el relumbre de susojos al sol el jinete que ganaba terreno y procuraba ganar mástodavía para tener seguro el tiro. (Ni decir que su caballo nofallaría en lo que ningún caballo de boleo debe fallar: la fortalezade la cruz, punto en que el jinete apoya la izquierda cargandopeligrosamente su peso en el momento en que la diestra libre des-pacha las piedras maneadoras.) Sesenta o cincuenta varas: buenadistancia para un tiro de tres vueltas. Cuarenta o treinta varas:mejor para un tiro de dos vueltas, bastante más seguro. Sentíaya acaso el prófugo el zumbo de los boliches que el gaucho veníavolteando y volteando en el aire. Y el segundo jinete avanzabaa su vez. Era lo que se llamaba llevarlo en calle.. De pronto, y anti-cipándose sólo en segundos a aquél en que el proyectil saldríadisparado, el patilargo oblicuó el rumbo, después, con huracanadaprontitud, se vino de costado, diagonalmente, sobre el caballo, ten-didas las alas y tan agazapado, recogido el cuello y la cabezametida en el arranque de las alas, que era imposible entrarle conlas bolas. Parecía cuento que hubiese tanto ojo y tanta ligerezay elasticidad en aquel cuerpo, y tanta conciencia de ellas en suamo como para emplearlos de ese modo, pero era así. Y el másviejo de los hijos de la pampa adivinaba otra cosa: que su salva-ción estaba en pegarse al caballo para frustrar el disparo in-minente.

Pero todo esto y lo que siguió se produjo en bastante menostiempo del que la descripción consume. El gaucho revoleaba aún

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sus piedras embozaladas, cuando el ñandú, hurtado de su vista, alfrente, pasaba rozando el caballo a retaguardia y se ponía, porun instante al menos, fuera de alcance.

A'hijo de una... Zancarrudo, más liviano que el viento, ma-trerazo como el mismo Mandinga, ponderaron sus perseguidorescomo tanta veces.

Ya se ve que por más horizontal que parezca, el de la boleadaes arte profundo.

Fáciles al freno como veleta al viento, los caballos volvierongrupas y trataron de recobrar la distancia perdida. Entonces, elcanilludo, confiando visiblemente menos en la furia y aguante desu tren que en su sabiduría, comenzó a desplegar uno a uno, to-dos los rollos de su arte: avances al frente o a un costado, salidasal sesgo, vueltas, medias vueltas, sentadas, reculadas a fondo,siempre escondiendo el cuello delante de sí mismo, y todo tan ver-tiginoso y con tal levedad y facilidad en la gracia, interviniendolas alas como por mero adorno que, menos que una lucha deses-perada por salvarse de la muerte, parecía un juego y una burlasugeridos por el caporal de los diablos.

Qué mucho que cada boleador probase suerte una vez, sinresultado alguno, dejando en el lugar del fracaso su poncho paraencontrar más tarde el ingenio arrojado.

Los perseguidores parecían llevar, pues, las de perder, puestoque si bien el ñandú iba camino de quedar cansado, los caballoslo estaban ya a medias. Pero ocurrió otra cosa. Y fué en lasegunda vez en que el gran pajarón repitió su treta de venirseen avalancha oblicua sobre uno de los caballos, zafándole un es-tribo al jinete, cuando éste, sin parar el caballo, volviendo apenasla cabeza sobre el hombro izquierdo, probó el menos usual y acon-sejable de los tiros de bolas: el de disparar hacia atrás sin mirarel blanco, a puro tiento, a pura adivinación, mejor... Esta vez,sí; las sogas se liaron donde debían, en el pescuezo del granbailarín, que rodó al suelo, donde lejos de entregarse, estaba ahoraluchando con más bríos que nunca, sentándose y poniéndose endos pies en procura de sacarse con los dedos, ya de una pata, yade la otra, el dogal que le ceñía el cuello y le quebraba el equilibrio.

Aprovecharon la carneada del ñandú para mudar de caba-

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lbs. Acababan de montar cuando un tercer jinete se mostró avan-zando detrás de un ñandú que parecía dispararse sin apuro. Cuan-do avistó a los nuevos jinetes, el prófugo, con esa subterráneay veloz inteligencia que él tiene, averiguó su mejor ángulo deescape, y con un simple despliegue de una de sus alas, en impe-cable estilo, corrigió su rumbo, tomando como por pura chiripa abarlovento.. . ¿Chiripa? No, sin duda. Pese a la autorizada vul-garidad de creer que el ñandú pordiosea el favor del viento enla fuga, ocurre al revés: prefiere navegar de bolina. La explica-ción, acaso, no es imposible. Los alones, de plumas ralas, hila-chentas y sin peso, no oponen mayor resistencia al viento, es decir,no son velas, sino otra cosa: remos timoneros.. Y tanto que sinellos, la marcha no sería ni tan ganosa, ni tan segura. En efecto,suele avanzar con el viento de proa, como el barco en igual caso,a bordadas. Mas, por sobre todas las cosas, las alas le sirven paraequilibrar la marcha, es decir, de balancines, a él más necesariosque a nadie, dadas la forma de su cuerpo y, sobre todo, las fu-nambulescas evoluciones de su carrera. Y algo encima que es nomenos ponderable: las alas son ventiladores para refrigerar elvasto cuerpo caldeado por el infernal trabajo a que la persecuciónlo somete. El ñandú corre con las patas, pero sin las alas no podríacorrer.

Esta vez, como siempre que lo dejan elegir, el navegante asecas marchaba a barlovento. Ahora bien: ¿cómo lograba adivi-nar que esa posición contra el viento que no estorbaba su cursodemoraba, por poco que fuese, el de sus perseguidores y el de susproyectiles? De cualquier modo, el movimiento de sus alas era talque parecía ocultar su bulto en una niebla. No se le ve cuerpo,decían los gauchos.

El primer tiro de bolas, y también el segundo, los esquivó conla emocionante sencillez con que un torero esquiva el bote del toro,en una de esas tendidas que acostarían largo a largo en el sueloa cualquier otro, menos a él, pues para evitarlo están sus alas,como le ahorra los vuelcos de lomo el escamoso callo que en supata hace de talón o dedo trasero. ¡No haya cuidado! 211 es elúnico redomón de la pampa que no se bolea por malas pisadas nise pisa las riendas

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Los gauchos, herido el amor propio, les buscaron la verija asus montados y se les durmieron con el rebenque, como para aga-rrarlo bajo el freno. Por algo estaba dicho: Dei caballo sólo esca-pan Zas aves que vuelan: ahí abajo todo bicho muere en sus manos.De veras, el prófugo perdía terreno, sólo que había una angustia:los caballos podían cansarse, mientras el otro, ni qué decirlo, pa-recía estar siempre largando su primera partida. (El sol puedecansarse de arder el día entero pero el ñandú de correr, ¡cuándo!)Y sobre todo que si la proximidad de sus seguidores se le volvíaaguda comenzaría a devanar y enredar la madeja de sus tretas.

Justamente y por tercera vez, acababa de quebrar en ángulocasi recto la línea de su fuga, mientras los caballos pasaban delargo algunos metros, pese a su boca de seda y sus jarretes deacero, ello es, a su milagrosa baquía para detenerse a tiempo ygirar sobre sus patas zagueras, y lanzarse de nuevo sobre elhuyente. ¿Cuándo podría terminar eso? Y estando casi siemprela ventaja de parte del ñandú, ¿por qué, como en cualquier otrolado y desde que el mundo es mundo, no se pedía ayuda al perro?¿Es que el gaucho no quería al perro, dando por él lo que vale?Todo lo contrario: —Donde dentra el cristiano dentra el perro!,decíase en pulperías y despoblados. Es el mejor compañero del

pobre. (Ya se sabe que el pobre es el gaucho, por oposición al rico,digo al patrón y su gobierno.) Y un reconocimiento más entraña-ble aún: - Cuando mis bolas fallen mis perros me darán comida.Sin ellos no somos nadie en el campo.

¿Entonces? Sólo digamos que en el campo, donde se hallacomo golondrina en el aire o goleta en el mar, el ñandú suele en-volver y arrestar también al perro en le red de su gambeteo. Perola razón caudal es otra: en una gran boleada, en una pura fiestahecha para lucir los tendones del caballo en. atropelladas y virajessin fin y la muñeca del jinete arrojando sus piedras con hilos,los perros no harían más que estorbar y confundir y rebajar lascosas. . .

¿Perros? He aquí que el campeador delantero en la persecu-ción y que iba volteando sobre su cabeza las ñanduceras más di-fíciles -las de dos mingos - las fundibuló al fin y el ñandú,con el arma liada, no al cuello sino a los zancos, quedó en cu-

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clillas... Sólo un momento o menos pues, como si ensayase ungato de contrapunto, entró con alma en el más descoyuntado za-pateo, con ancho regocijo de sus detentores, que galopando sóloa media rienda ya, lo jaleaban palmeándose la boca, regocijo queduró poco, el sol lo diga, pues que descasado de sus grilletes, elarrestado reinició su viaje con doblados bríos.

Los gauchos, tan descreídos, se hicieron la cruz. Que un ba-gual tuviera patas jabonadas para zafarse un par de bolas, noera chica hazaña. Que un ñandú lo hiciera, parecía cosa de brujo.

Entretanto, el desertor había traspuesto la lomadita próxima.Cuando sus perseguidores traslomaron a la vez, no pudieron darcon su bulto, pese a buscarlo como a un alfiler. ¿Qué mucho? Tanpronto como se creyó fuera de vista, el ñandú, dando un granrodeo, volvía sobre sus pasos y el secreto hubiera quedado comotal, de no haber aparecido en ese momento otro de los corredores,Juan Galván, que lo sorprendiera in fraganti y con una venturosacarambola ecuestre lo acostara al fin. A un lado, las cortaderasparecían haber empenachado sus chuzas con airones de garza.

Y fué a muy poco de eso, cuando sobre la desaforada canchaverde apareció un montañoso ñandú con todas las muestras dehaber escapado a una avalancha de galgos... Era Zum-Hum.Detrás suyo venía el jinete que faltaba y junto a su caballo otrosuelto.

Bracamonte, muñeca de larga fama para las bolas, se lashabía ajustado ya a tres patudos, mudando de caballo dos veces,cuando soslayó que un cuarto, oscuro y señero como nube detormenta, se aplastaba entre el herbazal a la distancia. Se fuéacercando con la cautela del caso, tratando de localizar bien elpunto, cuando, como vomitado por el suelo, el ñandú se alzó ycargó sobre él de tal guisa que el caballo locamente encabritadose volcó de lomo. Que un jinete como Diego Bracamonte, aun entrance tan veloz, tuviese tiempo de abrir las piernas y saltar aun lado para caer de pie con el cabestro en la diestra, no era cosade puro azar, podéis creerlo.

Detrás de lo cual, montado de nuevo, había comenzado el másimplacable torneo, poniendo perseguidor y perseguido lo que cada

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cual sabía de mejor, hasta que el primero quemara, sin resultado,su último cartucho.

Bracamonte, a cuyo lado galopaba suelto, sólo con el cabes-tro liado al cogote, su mejor parejero, había gastado ciertamentetodas sus boleadoras, sin querer perder tiempo en recogerlas depaso, dejando sobre ellas sucesivamente, en seña, su sombrero,su poncho, su chiripá. . . Quedábale, eso sí, su lazo. Con él en lamano y siempre a todo correr, sus compañeros viéronle casi des-nudo saltar como un puma sobre el pangaré ladero, desliarle elcabestro del cogote y echarse otra vez sobre Zum-Hum con bríodoble, mientras hacía señas de que lo dejaran solo.

El ñandú, con muestras de agotamiento inminente, trotabaya más que corría, jadeante y con las alas vencidas y, cuando eljinete, en su caballo de refresco vino sobre él revoleando su lazo,pareció que el fugitivo ya nada tenía que hacer. Pero los paisa-nos del sur solían recitar esto: el ñandú da lecciones y la tiralejos al mismo zorro, el padre de todas las cdbulas.

Podría, pues, haber novedades todavía.Pudo irse observando una, al menos. Y era que cada vez que

el hombre lograba la distancia indispensable para jugar su lazo,Zum-Hum ponía en juego un resorte tan diablo que aparecía a lazaga del caballo en vez de estar adelante. Aunque sólo por lo quedura una pestañeada: el pangaré del boleador sabía girar sobresí mismo en plena carrera, recogiendo los cuartos de atrás, enamago de sentarse, las manos en el aire como un conejo, y dis-pararse de nuevo sobre su blanco.

El ñandú, ya se sabe, es muy capaz de correr de sol a sol, yla pampa es cancha para galope de muchos días. ¿Cuánto duróel contrapunto? ¿Cuándo fué que el lazo de Bracamonte enhebróal fin el ahilado pescuezo de Zum-Hum? Tal vez fué a caer el día,si es que el cuerpo del ñandú, como creían los indios - y es lo queyo más creo - no se convirtió en nube de tormenta arreada porel viento.

En cualquier caso, al llegar la noche, entre las estrellas habíaun hueco oscuro demasiado idéntico al cuerpo de Zu,m-Hum, y lastres estrellas de Orión podrían muy bien ser los tres mingos delas boleadoras gauchas.

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EL PELUDO

N

UESTIW amigo, el peludo, se echa a la calle, es decir, campoafuera en esta poética noche de luna y de verano. (Lo lla-

man el peludo a secas por la convincente razón de tener pelos másralos que el común de las gentes, como don Juan Manuel de Rosasllamaba salvajes a caballeros de odio menos rojo a la civilizaciónque el suyo.) Sólo que sus andanzas no lo son en busca de inspi-ración poética, precisamente. Después de salir de su cueva y delimpiar con uno o dos estornudos la tierruca de sus narices, co-mienza sus pesquisas olfatorias con el morrillo temblequeante:el aire puede acercarle la presencia de una carroña, de un domi-cilio de ratas, de un pájaro anidado en el suelo, o de alguno desus enemigos. Ventea de nuevo en todas direcciones. Ha sentidoalgo y sofrena su marcha de cuando en cuando para cerciorarsemejor: se detiene, al fin, para avanzar de nuevo con la máximaprecaución: un alzarse ya sobre las patas traseras, un cuasi salto,y el peludo cae sobre el ratón agazapado...

Nuestro amigo es medio corto de vista y su oído es apenasdiscreto aunque su olfato, sí, es discretísimo. Y si bien no tienedientes, sus garras apenas si ceden a las del león y como a él lesirven de legendaria arma defensiva: mas no para agredir ase-sinamente a nadie sino únicamente para construir en un santiaménun pasaje subterráneo y desaparecer. (En tal caso toda ponde-ración es poca: el que va a caballo debe tirarse a tierra a la pri-

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mera noticia, si no quiere molestarse en vano: el excavador do-mina en tal forma su oficio, que si el suelo no se le opone dema-siado, logra sepultar su bulto antes que el apeado jinete aseguresu cabalgadura. Y ya dentro de la cueva, clavadas las garras de-lanteras, metido entre las piernas el rabo y afirmado el hocicoen el techo, es un poco más duro de extraer que una muela.)

Pese a lo apocado de su figura y maneras, el peludo ha sidosiempre tenido por el verdadero hombre de campo como tipo se-sudo y de expedientes. Según la tradición paisana, en dos o tresocasiones en que el zorro quiso reírse a su costa, salió burlado.Lo cierto es que el peludo sabe mantenerse en buenas carnes y aungordazo donde otros padecen hambre, lo que, al menos, pruebauna capacidad de adaptación y una flexibilidad de espíritu insos-pechadas bajo la rigidez de su concha. Cierto, mientras todos susparientes viven sólo de insectos, él ha extendido rumbosamentela lista de su menú: larvas, huevos, ratas, pájaros, carroñas, sinperjuicio de conformarse orondamente - si no hay más casocon un puro régimen vegetariano: trébol, raíces, granos. ¿Quiénpodría suponer que un sujeto de movimientos breves y torpes, ytodavía sin dientes, destinado a ojos vistas a mascullar raicillase insectillos se vuelva, a pura maña, un cazador de carne rojay de sangre fría o caliente?

Ni decir que siempre que puede, don peludo se ahorra trabajosy fatigas. Y tanto a veces, que suele trasladar su domicilio a lasparvas de trigo. Es decir, sin andarse con vueltas, se va al grano,como dice el refrán. Ya se comprenderá que entonces se vuelvemuy retraído.

También es sospechado de no distinguir entre campo profanoy campo santo y que cuando se alberga en éste suele volverse orn-bligudo como ciertos frailes o ciertos venteros.

El hecho de que se pasee sin miramientos a la luz del sol enel desierto y se vuelva nocherniego en las zonas donde encuentrarastros de hombre, es otra prueba de las salidas gauchas del másmetido en sí de los paisanos. ¿Qué? Si alguna vez se encuentraasediado por el agua, como Noé, dragonea de nadador.

Y eso no es todo. Después de muchas horas de ese pasitrotesuyo, menudo y rendidor como la pluma de los rábulas, nuestro

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amigo capta un tufo temible.. . para otros. Avanza con la gatunaprecaución del caso. Su presunto enemigo está arrollado sobre unapiedra atesorando sol para la noche... Es una víbora que, contodo, y ser de las de veneno más diligente, por algo que ella sabe,prefiere retirarse con urgencia recomendada.

Pero ya es tarde. El peludo cae sobre ella, apretándola conlas garras y escondiendo la cabeza, mientras comienza a moversu cuerpo de este a oeste, esto es, en sentido transversal al norteque lleva la víbora. Está aserrando en dos partes el cuerpo delistón de la arrastrada con los dentados bordes de su caparazón...

Las mordeduras y latigazos de la paciente son inoperantes.Cuando el cirujano termina su obra, la colmilluda es finada, ytanto que buena parte de sus restos van a parar al estómago sinescrúpulos del desdentado.

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LAS ALAS DE NUESTRO CIELO

EL primer mamífero aparece sobre la tierra, no en el mar, yes naturalmente ovíparo, es decir, casi reptil todavía. Se su-

pone que más o menos por esos tiempos la necesidad de escaparde sus enemigos lleva a otros reptiles al primer intento de vencerla tiranía de la atracción de la tierra pegada como un grillete alos pies de todos sus hijos. Así, aunque sin plumas todavía, apare-cen las primeras aves y con ellas el mundo presencia la hazaña delas hazañas: la verdadera conquista y colonización del aire ini-ciada ya por los insectos.

** *

Después de comprimir inevitablemente el aire con las alaspara remontarse y avanzar, éste debe filtrarse y escapar y sólopuede hacerlo bien a través de la maravillosa coladera de las plu-mas. Sin plumas no hay vuelo vivo, propiamente hablando. El delinsecto tiene algo de mecánico. No hay pez ni ardilla que vuelen:planean o saltan, eso es todo, y el mismo murciélago no es másque un planeador genial. Y si falta un detalle, es éste: en losdescensos muy peligrosos las alas pueden servir de freno.

* * *

Pocas cosas denuncian más claramente el cambio y ascensode lo que vive como el arte del nido. Las primeras aves, como los

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reptiles, confiaron al calor de las arenas o de la vegetación des-compuesta la incubación de sus huevos. Cuando quisieron transmi-tir a éstos el propio calor de su sangre, inventaron los nidos;claro está, los nidos a ras de tierra. Como los peligros eran gran-des, lucharon mejor por su supervivencia los que atinaron a alzarsus nidos a los juncos, arbustos o árboles. Contruídos sumaria ytoscamente al comienzo -aún siguen haciéndolo muchas—, lasaves más inteligentes y esforzadas los llevaron paulatinamente auna perfección que podría haber colmado de vergüenza a los pri-meros hombres que apenas si sabían otra cosa que guarecerseentre las ramas de los árboles, como los monos, o en la primeracueva que quedaba a la mano, como los reptiles o los lobos.

* * *

Es claro que, como en todo, los tradicionalistas a ultranza,como la perdiz y tantos otros, continúan con los usos de sus abue-litos más antediluvianos. Pero gracias a sus especies de mayoriniciativa, las aves son las muestras del mundo en el arte de cons-truir el hogar propio, o mejor, en el de conciliar la seguridad yla belleza en pro del tálamo nupcial o de la cuna de los hijos. Lagracia del nido es la gracia del amor. Así, desde el pico carpin-tero que perfora el tronco de los árboles mullendo el nido con lasvirutas y el aserrín de su labor, a nuestro cachalote que construyeun nido techado diez veces mayor que su cuerpo y tan sólido quepuede resistir el peso de un hombre; desde nuestro hornero que,dado su tamaño y herramientas, sigue siendo el maestro de losmaestros albañiles (¡él, que levanta el fango a niveles celestes!),como lo es de sus colegas el pájaro sastre que usó por primeravez la aguja y el hilo para coser dos hojas que sostuvieran sushuevos en el aire, hasta las aves de agua dulce que hacen de susnidos el corazón de la suavidad y la tibieza o los echan a flotaren almadías, y las aves marinas que anidan en las rocas de lacosta sobre la misma línea de la marca alta, y los que levantansus nidos a las cimas emboscadas en las nubes, y los que trenzaronlos primeros canastillos hueveros. ¿Y olvidaremos el nido del co-librí, urdido con lana, musgo y liquen y tramado con hebras de

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seda robadas a las arañas: la más pequeña o tal vez la más grandede las maravillas construidas por el amor?

* * *

Hace millones de años el avestruz volaba o estaba en el ca-mino del vuelo. Millares de siglos ha precisado para retrogradara su condición actual. Porque si el "progreso" es una ley de lanaturaleza animal (la evolución ascendente desde las criaturasmás primarias y torpes hacia otras en quienes se acusan cada vezmás claramente las cualidades nobles: belleza exterior, inteligen-cia, sensibilidad estética, capacidad de simpatizar con el prójimoy de gozar de la vida), también es cierto que, como en la sociedadhistórica, en la Naturaleza quien no avanza retrocede, y ella lomuestra a cada rato. Pero he aquí que, aun privado del alto ma-nejo de sus alas, al avestruz le basta su simple privilegio de ex-volador para ser todavía el peatón más aventajado de la tierra.

Otras aves se aquerenciaron con el agua y algunas hasta llegara trocar lisamente el vuelo por el nado. O mejor todavía: el pá-jaro bobo inventó el arte del vuelo submarino, esto es, el de mo-verse debajo del agua con la velocidad, gracia y destreza de unagolondrina en el aire.

* * *

¡La ciudadanía del aire! La casa del pájaro está en los su-burbios del cielo; sus caminos son el cielo mismo. Y, natural-mente, esta conquista de los altos y anchos dominios del aire nose ha hecho sin el desarrollo paralelo del más intelectual de lossentidos, el de la vista. Los pájaros inventaron los primeros lar-gavistas. Los grandes viajes vinieron con ellos - ojos y alas parahuir de la tiranía del frío y del hambre - y los grandes descu-brimientos. Los polos y todos los mares y las tierras estaban yadescubiertos algunos milloncejos de años antes que vinieran losMagallanes y los Amundsen.

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¡Qué alivio para la monotonía más o menos burocrática y car-celaria de nuestra vida civilizada o municipal, el libre espectáculode la Naturaleza infinitamente variada y cambiante, y dentro deella, en primer término, el libérrimo vivir de los pájaros!

* * *

¿ Que el hombre aviónico ha conquistado ya el privilegio nú-mero uno de las aves? No vayamos tan de prisa. El vuelo delaeroplano es por fatalidad algo groseramente mecánico y rígido.

Pero el solo espectáculo del vuelo del cóndor remonta ideal-mente nuestro chato corazón humano, y el de una bandada deflamencos o de golondrinas dilata nuestra alma y redescubre nues-tro perdido edén salvaje de inocencia y júbilo. Ya está dicho quela andanza natural del pájaro, esa apoteosis del movimiento, esy será algo eternamente sobrehumano: el vuelo vivo, la libertadcon alas.

* * *

La especialización de las aves en los distintos aspectos y posi-bilidades del vuelo ha convertido a éste en algo como la espiritua-lización del movimiento, es decir, en una de las más bellas cosasque hay entre el cielo y la tierra.

Apenas si vale la pena recordar algunas de las comprobadashazañas del vuelo a propulsión de sangre.

El nebli puede abatirse sobre su presa con una velocidad decasi trescientos kilómetros por hora. "Podemos creer, dice el zoólo-go Patten, que, con tiempo favorable, el vencejo podría dar la vuel-ta al globo en sólo un día de vuelo no interrumpido." El ánadesilvestre cruza sobre el Himalaya; el cóndor se lanza cielo arribadesde las más altas cornisas de los Andes. El águila puede remon-tarse hasta sesenta y cinco metros de altura con un corzo o uncabro recién nacido, muerto, en las garras. El cuervo y el palomovolteador pueden volar un instante sobre su lomo. El halcón bailalarguísimos instantes suspenso sobre un solo punto. El aleteo delpicaflor ante una corola es de tal rapidez y potencia que puede

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hacer pie en el aire por el tiempo que guste. El albatros, que llegaa pesar casi diez kilogramos, muévese en el aire con la ligerezaflotante de una pluma, vuela millas casi rasando el agua, o sobreun plano de 45 grados de inclinación o sobre otro paralelo a losmástiles, y puede así, sin apearse un instante, seguir por dos se-manas. Muchos naturalistas y marineros creen que duerme enel vuelo.

* * *

La más clara belleza de la tierra, el cielo azul, sería algo tandecorosamente frío y aburrido como un cementerio de lujo si eltráfico alado de los pájaros no lo llenase de vida inimitable.

* * *

¿Pájaros argentinos? ¿Pájaros franceses? ¿Pájaros pan-asiáticos? ¿Por qué no pájaros metodistas o pájaros ortodoxos?No, felizmente estos trotacielos, estos gitanos del aire, se ríensin saberlo de las limitaciones y supersticiones de los hombres, ypasan volando libremente - dejando caer algún desdoroso recuer-do de paso - sobre todas las fronteras, las aduanas y los campa-narios. Porque, como ya supieron los griegos todo el aire es patria

para sus alas como toda la -tierra es patria para el hombre de bien.¿El mirlo es ciudadano español? No, canta sin permiso de nadieen todos los pagos del mundo.

* * *

Pero si el pájaro aislado es la más hermosa de las formasvivientes, la visión de las grandes muchedumbres de pájaros(cubriendo el prado o la ribera, llenando populosamente el cielocon avances y revueltas de batallas y clamores legionarios), pasafácilmente de lo hermoso a lo grandioso y levanta y colorea comopompa de jabón nuestro espíritu.

La visión de estas procesiones religiosas o militares de gran-des aves -gaviotas, garzas, flamencos, ánades salvajes - es lamejor lección de cielo que podamos recibir: de elevación, de hm-

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pieza y belleza; de vencimiento, para que el espíritu pueda volara la altura de su libertad, digo de la felicidad. De juro algo máscierto y viviente - y mejor - que las legiones de ángeles y que-rubes con que Dante intentó consolar los insensatos sufrimientosy suplicios de la gente de aquí abajo en su época.

El espectáculo sin par de la salvaje libertad alada (la libertad,numen de la tierra y del cielo), es el mejor alivio que puede pro-porcionarle a su asma el más domesticado de los animales: elhombre.

* * *

No debe extrañarnos que el hombre que inventó los calabozospara su cuerpo y los dogmas para su pensamiento, haya perpe-trado el peor atentado posible contra la libertad sobre la tierra:el invento de la jaula.

Cuando se piensa que al lado de un preso un mendigo todavíaes inmensamente feliz (es todavía un hombre, pese al hambre, alfrío y a los piojos), puede sospecharse un poco sobre qué clase deinfierno es el que pesa sobre un pájaro enjaulado.

* * *

Del vuelo del pájaro han salido las dos más hermosas imáge-nes del sueño de los hombres: los ángeles coristas y las hadasportadoras de arpa. Y la de su más profunda realidad: las alas dePsiquis. También proviene de allí la figura de Fénix, el ave querenace de sus propias cenizas, enseñando que la vida y la muerteson meras fases de lo inmortal.

Muchas son las formas animales sacramentadas con la graciade la línea y del color: están entre los peces, los escarabajos, lasmariposas y las aves. Estas dos últimas tienen la ventaja de mos-trarnos su belleza en lo alto de los árboles y no digamos ya en esaandadura celestial llamada vuelo. Pero, aun así, el privilegio delpájaro - sin contar su canto es ostensible: junto al vuelo len-tísimo y como vacilante de la mariposa, el suyo, más o menosveloz y acrobático, es la más límpida expresión de la energía yalegría de lo que vive.

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Por eso el pájaro embalsamado de los museos es la mástorpe negación del pájaro, que es espíritu ante todo. Aquello escomo la fotografía del relámpago.

Excesivo es el esplendor que el colibrí congrega en su cuerpomenudo como el de un insecto, y tanto que, para representárselo,la mente no sólo debe recurrir a jardines y gemas sino a la meteo-rología misma como el Orcotrochilus Chimborazo, el colibrí quelleva en sí los siete colores del espectro solar. Y, sin embargo,tiene algo en sí mismo que supera todo eso: la intensidad de suvuelo y su vida.

El pájaro es el mejor espejo vivo de la hermosura viva de latierra. ¿Pero cuál es la más bella ave del mundo? ¿El ave-lira, elave del paraíso, el alción, el pavón, el picomadero, la urraca, laloica, la tanagra escarlata o la azul, el faisán plateado o el dorado,el sietecolores, el canario, el guacamayo, el federal, el quetzal, elcardenal, la brasita de fuego, el cisne, la viudita de los ángeles, laparia, el flamenco, el mirasol y cien más? No podemos elegir sincaer en pecado contra la santa belleza.

Y todavía advertimos que así como no podemos mezquinar lomejor de nuestra ternura a ningún niño, no podemos dejar dequerer a ningún pájaro por opaco, desgarbado o afónico que sea.Basta mirarlo cuando abre, oh transfiguración!, sus alas paralanzarse al espacio. O cuando inicia el canto, con el pico entre-abierto hacia arriba como si bebiera un trago de cielo.

* * *

El pájaro es la exteriorización de una de las más fabulosasenergías del mundo, de una vitalidad terrestre y celeste al par. ¿Laesbeltez de sus formas? ¿La riqueza y delicadeza de sus colores ymatices? ¿Lo vibrante y etéreo de sus modulaciones? ¿Su condi-ción de paisano del cielo? Sí, pero cada uno de esos aspectos, sóloson partes integrantes del indivisible hechizo que el pájaro ejercesobre nosotros. Hay en él una condición que resume y supera todolo anterior: la de ser el mejor traductor de la inocente y sagradaalegría de vivir.

El pájaro es el numen mismo de la alegría. La suya puede

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resucitar a un agonizante. Por eso su canto y su vuelo y aun supico, rozan y despiertan lo que hay de más puro - niño - en nos-otros. El pájaro es la criatura matinal por excelencia. En ella estáel gozo de la primera aurora.

Toda ave tiene dos voces: una de todo momento para el enojoo la alarma, y la otra, la del canto, para el amor y el júbilo. Po-demos creer que el ave que chilla o grita de dolor o de terror, tieneapenas voz para la melancolía. Quizá el único que conoce el dolorde la añoranza es el hombre, como el único capaz de volverse haciael pasado o el porvenir. El único que teme a la muerte o la desea,es el hombre. Ningún animal, y menos el pájaro, piensa en lamuerte. El dolor existe en la Naturaleza, la infelicidad, no.

El pájaro que vive más o menos del todo en el presente, cantabajo la inspiración inmediata del amor o la alegría. El nocturnoChopin de los arbolados, el ruiseñor, canta también en el corazónde la mañana, y Coleridge corrigió el lugar común referente a sumelancolía hallándolo jubiloso.

Sin duda el juego es, ante todo, un índice de euforia, digo, dela alegría de vivir. ¿Y qué mucho que los más vivaces de los seres,los pájaros, sean los más juguetones, a punto que su vida por ra-tos parece un puro juego? Peleas o hallazgos fingidos, huídas ypersecuciones sin fin, súbitas explosiones de gritos y aleteos, ce-lestes horas enteras consagradas al canto.

Al hombre más representativo de hoy - al de la ciudad conmotores, chimeneas, museos y altoparlantes—, el pájaro librepuede revelarle el gran secreto de que lo salvaje es lo paradisíacoy enseñarle la rima más armoniosa del arte poético: libertad yfelicidad.

* * *

Con un sentido más moderno y justiciero de los valores, nopodemos poner los del intelecto por encima de los de la sensibili-dad. No podemos, así, asegurar que los mamíferos son superioresa los pájaros. Si aquéllos tienen generalmente mayor inteligenciay capacidad para sacar partido de su propia experiencia, las avesposeen mucha mayor capacidad sensorial y sentimental, privilegio

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interno de que el de la belleza de forma, de color y movimiento,sólo parece ser su expresión externa.

Las aves inventaron el arte del amor millares de siglos antesque Ovidio oyera hablar de él. Ejercicios acrobáticos, aleteos sos-tenidos con esfuerzo sobrehumano, mímicas o bailes caprichososo delirantes, arrullos, eloqueos, tamborileos, gemidos, bramidos,ternezas, caricias, balanceos con las alas humilladas, picoteos, be-sos de pico, frémito de plumas con rumor de llama o de lluvia enlas frondas, arrebatos frenéticos, éxtasis. ¿Es que la primaveramisma no viene llamada por sus cantos y sus vuelos y todo el cere-monial de sus amores?

¿ Qué mucho que el amor haya así alcanzado en numerosasaves un grado de fervor, delicadeza y constancia desconocidos pa-ra los mamíferos, incluso aún para la gran mayoría de hombresy mujeres?

Entre las aves se registra la apoteosis de la galantería. Loscuatro concesionarios mayores de la belleza y el esplendor -elave del paraíso, el pavón, el faisán Argos y el colibrí -, son tam-bién los príncipes del asedio amoroso; tan complicadas y fantás-ticas son las maniobras que ejecutan ante sus respectivas damaspara subyugarlas con su pompa palaciega. (Así el pájaro de plu-maje edénico no es un narciso que se complace hasta la embria-guez ante su propia hermosura como ante un espejo, sino que laofrece en rendido tributo a su amor.)

Todavía hay un hecho de mayor jerarquía: es el que ofrecenlos pájaros sin lujo y sin adornos ruiseñor, mirlo, calandria, reydel bosque—, empeñados en agradecer el don de la vida y en con-quistar las palmas del amor femenino con la gracia intrínseca, esdecir, la maravilla de su canto. Mejor que nadie los pájaros pare-cen saber que la belleza existe por el amor y para el amor. O comodice el poeta:

La belleza es la forma que el amor da a las cosas.Pero la lección mayor que ciertos pájaros - martín pescador,

garza, albatros, loro, cigüeña, agachadiza, colimbo crestado -,dan a los hombres modernos es otra: es la de la equivalencia enel amor basada en la igual belleza de forma y de plumaje: o sea

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que macho y hembra se sienten y se conducen en el amor tan equi-tativos y activos como dos alas en el vuelo. Igual cortejamiento odominio en el arte de enamorar en ambos lados y, a veces, másapasionadamente en la dama -paridad que engendra los demo-rados ritos del noviazgo y la perdurabilidad de la unión fiel a tra-vés del invierno, la ausencia y las millas -, de que las aves danlos mayores ejemplos. En algunos, los despliegues, delirios y ho-menajes de mutuo amor se prolongan hasta después de la empo-lladura y aun después que los pichones han volado. (Los verdade-ros Romeos y Julietas llevan plumas.)

Así, pues, la perfecta igualdad y libertad de los sexos enciertas aves ha hecho del amor la terrestre y celeste maravillaque el hombre soñó siempre sin alcanzar aún, sino por excepción.Entre ellas no hay la desnaturalización o la desviación del instin-to - el sometimiento a la carcelaria autoridad de los padres, latradición o la conveniencia pública -, "para dar preferencia, co-rno dice Selous, a la riqueza o el título, acompañados de la edado los achaques".

A ojos vistas el amor ha redimido a las aves de su rudezaarcaica, llevándolas a un plano de nobleza que el resto de la zoolo-gía no logra: por él se explican, en parte principal al menos, la ex-quisitez de sus formas y movimientos, el esplendor de sus colores,la gracia de sus vuelos y sus danzas terrestres o aéreas y su mú-sica, todo eso que la mera afanosa búsqueda del diario yantar nojustifica.

Y un detalle tan grande como todo el resto. Las mejores avessentían y vivían desde larguísimo tiempo atrás aquello que ilu-minaron inmortalmente los griegos: que la vida es una unidadindivisible y sacra, y que sin el nupcial consorcio de lo llamadomaterial y lo llamado espiritual no hay posibilidades de superacióny ascenso.

* * *

Una de las buenas muestras de la miopía a que ha llegado elhombre enclaustrado en la idolatría del poder material (inclusaen él la ciencia como pura técnica), es su conducta con los pájaros.

La persecución civilizada a toda clase de pájaros - por el la-

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brador, el cazador o el coleccionista: para la olla, para nuestroadorno o para la ciencia embalsamada de los museos -es una delas mejores pruebas de la suntuosa crueldad o de la brillante estu-pidez del hombre.

Ejércitos más numerosos que las arenas del mar, de insectosy sus gusanos y larvas, o de miriápodos y arácnidos, que viventodos opíparamente de los frutos del campo, componen el menúpreferido de las aves. Muchas viven más o menos exclusivamentede insectos. Otras acuden a la flora cuando no se consigue un soloinsecto en el mercado. En la época de la cría, los pájaros alimentana sus hijos cada medio minuto o al minuto, porque el pichón depájaro es el más insaciable de los ogros y sus padres se ven obli-gados a saquear la despensa del mundo. Se calcula que sólo lasaves de paso del oriente de Nebraska llegan a devorar más deciento cincuenta millones de langostas en el día.

Ahora se sabe que a la acción combinada de las distintas aves(se banqueteen con insectos, semillas nocivas, roedores o carro-ñas) debe modestamente el hombre el poder sobrevivir en estemundo para seguir desacreditándolo. ¿Que sin ellas no habría agri-cultura? Algo más: sin ellas todo el verde de la tierra sería borra-do en tres años. Pero la manía ultramundana del hombre, atizadapor su manía de explotación y lujo vuelta una segunda natura-leza, ha llegado a ridiculeces fúnebres. Ha exterminado casi deltodo los pelícanos, alcatraces, petreles, cormoranes y golondrinasde las islas del Guano, del Perú, productora de una riqueza capazde redimir la esterilidad de cualquier desierto. Sigue en su cam-paña asoladora contra las aves que visitan las huertas y los cam-pos porque pican o devoran algunos miles de frutos o granos, ol-vidando los millones que salvan. Realiza una destrucción hitlerianade las aves de rapiña o contribuye de rebote a ella con el exter-minio de palomas y perdices, sin sospechar que eso tenga algo quever con el chinesco aumento demográfico de grillos, langostas, to-pos y ratones. Le importa un ardite romper los más sutiles ins-trumentos de selección y los frenos y balanzas de la Naturaleza,cuya sabiduría es vieja de millones de siglos.

¿No persigue, bajo la acusación púnica de conspirar contrala industria maderera, al picomadero cuya munición de boca son

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los gorgojos del pino, el fresno y parientes, y los gusanos y huevosde infinidad de polillas, y cuyo único despilfarro es un puñado deaserrín viejo, pues la covacha para su nido la cava siempre enárboles más o menos secos o podridos?

Los mismos animales son menos analfabetos que el hombre.Por lo menos el toro, el carnero y hasta el muy antediluviano co-codrilo, toleran angélicamente a los pajarillos que suelen aliviarlosde los insectos y de los parásitos que los tiranizan.

Pero el hombre se empeña en portarse como la bestia dañinapor profesión y fruición, el tonto malo. El pájaro que se posa acantar confiado en la cruz del rinoceronte o en la ramazón delciervo, huye de nosotros como de una víbora o una borrasca.

El hombre tiene que volver sobre cada uno de sus pasos enfalso y éste es uno de los peores. Lo que él tiene que esforzarse endominar son los dos demonios arcaicos que lleva en sí: el que huelea carroña (el espíritu de crueldad) y el que huele a billete gra-siento (el espíritu de lucro) y, junto con ellos, el tercer demonioy no el mejor, el que lo hizo caer en la tentación de concebirse así mismo como el rey de la creación —:nada menos!— y portanto a disponer del mundo a su antojo como un concesionario ex-clusivo. Eso es lo que debe sacarse de su estrecha mollera y desu estrecho corazón. No tiene ningún derecho —como no sea elde la maldad y el de la estupidez - a mermar en un matiz o enun reflejo, el caleidoscopio de la belleza del mundo.

Los pájaros han tenido siempre por el hombre un poder de-encanto tan misterioso, vívido y resplandeciente que no es com-parable al de ninguna otra belleza: arroyos, gemas, flores o me-teoros. No es sólo la arquitectura aérea de sus nidos, la miniaturaemocionante de sus huevos de todas las curvas y colores y dibujos,la forma más o menos seráfica de sus cuerpos, el esplendor casiinsultante en ocasiones de sus plumajes: es, sobre todo, su donde verter sobre nosotros la alegría liberatriz de sus vuelos ysus cantos.

¿Por qué se da, pues, el matarife de pájaros, peor que Hero-des, degollador de inocentes? ¿Por qué el que cautiva pichonespara jaulas, peor que el hacedor de eunucos, el Santo Oficio o laGestapo? ¿Es que siempre ha de ser necesario al hombre el matar

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para hallarse vivo, el encarcelar a otro para sentirse él libre y fe-liz? No, porque esa tara es sólo suya - no existe en la zoolo-gía y tendrá que eliminarla para que no termine ahogándolo.

Urge, pues, reconquistar la amistad de los pájaros. Ellos noesperan más que un cambio de actitud de nuestra parte para entre-garnos su confianza. Y no es sólo porque ellos, por oficio, estánllamados a ser los ángeles custodios de nuestros campos y jardines,sino que es preciso, para que el paraíso pueda inaugurarse algúndía, hallar la senda que va del alma enturbiada del hombre alalma diáfana del pájaro.

¿Leyes protectoras? No, sino inteligencia y sentimiento cola-boradores. No policía, sino pedagogía y amor. Las aves lograránrespeto y ayuda mañana, no por temor al castigo, sino por el au-mento de comprensión y sensibilidad en las gentes, del espíritu dejusticia poética, de su capacidad de gozar de la más viviente e ino-cente hermosura conocida. ¿ Que no habrá ya Trimalciones de gustoaleteante que paladeen calandrias y zorzales en escabeche, o da-mas que lleven de adorno pájaros desecados como los antiguossalvajes llevaban de trofeo el cuero cabelludo del enemigo?

Claro es, pero tampoco habrá neoegipcios adoradores de lamuerte que embalsamen pájaros para vitrinas de museo, ni me-nos —¡eso, sobre todo!— amantes de los pájaros que le rindanculto encerrándolos en una jaula, como un mero dije en su estu-che, convirtiendo en un galeote al primogénito de la libertad.

El pájaro enjaulado es la mejor muestra de la colitis mentaly moral que todavía padece el hombre. ¡Un calabozo tan apretadocomo un féretro para el numen hecho a ocupar todo el cielo conla euforia emancipatriz de su canto y sus alas! (Pero mientrasno se restauren de tamaña mengua, los hombres seguirán tam-bién siendo pájaros de jaula, celosamente protegidos por los amosde sus cuerpos y sus espíritus.)

* * *

Si el hombre no sabe agradecer los servicios prestados a subarriga o a su piel, menos lo hará con esa ayuda ofrecida a suespíritu que es la música que el pájaro compone en el cielo.

Por millones de años el mundo rodó por el espacio sin que

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ni el chillar de los insectos se atreviese con su terrible silencio.Mucho tiempo después el innumerable pueblo de los peces y losreptiles siguió en grado mayor o menor condenado a la mudez,como hasta hoy, y el de los anfibios mamíferos, incluso el hom-bre, apenas conoció algo más que el croar, el aullido, el rugido, elalarido o el rezongo. Pero los pájaros, criaturas alacrísimas ydevenidas criollas del cielo, es decir, transidas de aire inspiradoren sus plumas, su carne y sus huesos, no pudieron acallar susemociones e inventaron la música. Los conquistadores del cielotrajeron el mensaje del cielo. Porque el canto es un imperativofisiológico -y psíquico, por ende - como el de comer o beber.Cuando llega la hora, es decir, la estación del renuevo y del amor,el pájaro tiene que cantar sin remedio. Cantar o morir ahogado,como la planta, si no pudiera abrirse en yemas y flores. Es sumandato vital ineludible. Y cantar con toda el alma y todo elcuerpo, es decir, con su siringe, sus nervios, sus huesos y susplumas. Por cierto que la voz del ave tiene un doble empleo: elde un verdadero lenguaje de alta conversación con sus congéneresy el de descargarla generosamente de la emoción que la subyuga:conversar con todo lo creado, agradecer al mundo la gracia y lagloria de vivir. Eso es su música.

Se dirá que, desde el punto de vista estético y técnico, ellaapenas merece tal nombre, ya que ni las escalas, ni las cadencias,ni los intervalos del canto alado son iguales a los nuestros, odicho de otro modo, que es imposible o poco menos, acomodar lasnotas de los pájaros a las verdaderas notas musicales. Pero eso,y todo lo que en ese orden se adelante, significa sólo reconocerque la música humana y la de las aves son dos dialectos -losmás importantes - de la lengua musical del cosmos. Cierto esque ni el alma ni el tímpano del pájaro son los del hombre, peroes igualmente cierto que, en ambas criaturas, el canto traduceestos dos fervores: la alegría de vivir y la de la pasión amorosa,y eso las emparenta.

Si, la música del pájaro es distinta de la nuestra. Pero noes menos exacto que tal cual pájaro logra ciertas reveladorascoincidencias con la música humana. Alguien registró técnica-mente seis docenas de compases de mirlo, pero otro, que conoció

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un Mozart con alas, digo un mirlo de genio, comprobó que esenúmero quedaba muy atrás. Sólo que en esto los pájaros no pla-gian al hombre, aunque éste lo crea así. Los grandes cantoresalados tienen personalidad propia y, como los hombres, la pasiónde lo nuevo: entre el tropel de notas lanzadas al azar surgenlas frases que suenan como un presentido hallazgo y éstas serepiten y varían hasta lo increíble. Como cada trovador componesu propia trova, no es raro que su canto, aunque no lo parezca,difiera del de sus congéneres. ¿Y qué poeta, qué músico puedenigualar la profundidad, la intensidad y la persistencia de la ins-piración, el inatajable chorro de lirismo del que cuenta las etéreasexperiencias de su vuelo?

El hombre se ve obligado a aceptar que el silbo del zorzaltiene más alcance que el del muchacho de mejores pulmones; yque el estornino y el pinzón real pueden aprender a silbar melo-días humanas; que el loro y la cotorra pueden repetir ortofónica-mente la charla de una suegra o de un corredor de seguros, y,mejor que ellos, el minah del Nepal. Mas eso no es todo. Elhombre acepta compasivamente que la música del mirlo o el zor-zal se parece a la de nuestra flauta. . . ¿Se parece?. . . Sí, perono es igual, porque la del pájaro con su inimitable gracia intrín-seca se parece más a una flauta tocada por un hada.

¿Y el misterio angélico de la alondra, el de perderse cielo aden-tro según una espiral altísima, llevada por la embriaguez ascen-dente de su canto, no es algo que desafía nuestra penetración?

Las gentes de las ciudades de hoy tienen el oído más o menosembotado por los ruidos mecánicos y los altoparlantes: no tienenoídos casi para el silencio vivo del campo. ¿Podrían identificar ladivagación de la brisa entre las cañas, del arroyuelo entre lasguijas, de la lluvia sobre las hojas? ¿Qué mucho que no logrenpercibir verdaderamente la melodía del pájaro que riza nuestraalma como la brisa un agua serena? Para ello falta lo esencial:el silencio y la soledad sagrados de esa catedral viviente que esla Naturaleza: eso y un poco de inocencia que haya quedado ennuestra alma. Porque el vuelo y el canto del pájaro intentan laresurrección de nuestra niñez. ¿No es la navidad del día la horagenial de los pájaros? Cantan, gorjean, chirrían tan estruendosa-

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mente como un reloj despertador antes que asome la de los blancospies... Nos obligan a noviar con el alba.

Cantan en las ramas. (Por eso "el árbol que canta" no es elde Las mil y una noches sino todo árbol con pájaros.) En verdadcantan verdaderamente en el cielo. Por eso los tordos y mistos yotros cantores en banda no forman propiamente orquestas. Sonlos coros alados de nuestro cielo terrestre. Lo mismo que la vozde claro de luna de las aves migradoras en la noche.

¿Qué importa que el canto de muchos pájaros se compongasólo de una o dos notas? La altísima alegría de vivir que lo ins-pira le impedirá ser monótono: o puede serlo únicamente para lasexigencias técnicas de nuestro oído musical, pero no, de ningúnmodo, para nuestra alma. No nos cansaremos de oírlo, como elamante no se cansa de oír las niñerías o los mismos juramentosde la amada, porque su monotonía es la del cielo sin nubes.

* * *

No basta decir el hermano pájaro ni conformarse con recono-cer hechos como el denunciado por Berridge de que la primeraguerra europea fué ganada por una paloma, que, en el Mame, conuna pata ametrallada, fué la portadora de noticias que permitierona los del oeste frustrar el ataque enemigo.

El hombre no merecerá llamarse tal sino cuando, entre otrascosas, después de jubilar las jaulas, se vuelva hacia los pájarosarmado de camaradería inteligente, ayudándolos en los menesteresde su casa y su comida, para que compartan nuestros setos yhuertos y prados, y acerquen, con la lección de su libertad genial,un poco de cielo canoro a nuestras ventanas.

¿Se sonríe alguien? ¿Es que el canto de la criatura que pare-ce tener la ligereza y la ubicuidad del espíritu no nos contagiafraternalmente su exaltación y su felicidad? Reconozcamos, a lomenos, que las notas de ciertos pájaros - del zorzal, sobre todo -recuerdan a la flauta de Pan (la Naturaleza inmarcesible), esedios que casi todas las religiones temieron, pero que el hombrede ahora y del futuro, en su deber de casar la sabiduría del ins-tinto a la de la inteligencia, debe venerar religiosamente si noquiere continuar siendo forastero del mundo.

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VIDA Y MUERTE DE CHUMBITA, EL PUMA

Infancia

EN el espacioso hueco que quedaba debajo de un peñasco a casicuatro mil metros de altura, junto al aire inmaculado de las

cimas, había fijado su domicilio mamá leona. Allí vivía con susdos cachorros. Cinco semanas atrás habían venido al mundo esoshijos, entre vagidos y gimoteos, gusaneando con los ojos cerra-dos, aunque de tamaño no inferior al de un gato casero. En ver-dad no parecían descendencia suya, pues contrastando con launiformidad del pelo de la madre, el bayo claro del suyo estabatiznado aquí y allá de lunares negros. Ya los perderían en cuatroo cinco lunas más, así como habían abierto los ojos pasada laprimera semana.

Mientras sus críos mamaban con las fornidas manotas apre-tando los costados del pezón -tenía cuatro como las gatas - yella con la lengua peinaba a uno y otro el pelo de la cabeza, dellomo, de los flancos, recordaba oscuramente su parto del añoanterior, el primero, cuando trastornada por el dolor, había devo-rado al primogénito para volverse después, ya pasado el trance,a lamer al segundo con los más extremosos e incansables mimosy sentir, como cualquier madre, el placer celeste de la ternura.

En verdad su prole última había nacido en un recoveco dela quebrada, situado mucho más abajo, en plena breña. Pero como

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un día alcanzara a sentir ladridos de perros, decidió transportaruno por uno a sus hijos, colgándolos de los dientes, hasta el lejanoy subido paraje donde cierta madrugada, muchos meses atrás,siguiendo un hato de vicuñas, había soslayado aquel socavón de-bajo de un peñasco voladizo. (Sabido es que el puma se acriollalo mismo en los petisos pastizales de la llanura que en los sudo-rosos bosques del trópico, y que rastros suyos se han encontradodelicadamente impresos en nieve a una legua sobre el nivel delmar.)

Allí pasó mamá leona los primeros tiempos, día y noche allado de sus hijos, sin dejarlos más que por contados momentospara abrevarse y atrapar la presa más fácil o la primera quetopara. Y regresando con prisa y anhelo inocultables, llamán-dolos al acercarse con una especie de maullido gatuno, para enros-carse, al fin, en torno de ellos, lamiéndolos y limpiándolos sindescanso, mientras mamaban, o propiciándoles y prolongándolesel sueño con ese matraqueo gutural que era su nana, ese runru-neo apagado y hondo, terminado en un gemido de cariño comoincontenible. (En verdad, la cueva de la leona de los Andes podíacontagiar de amorosa tibieza a muchos nidos.)

Ciegos aún los rorros, pero ya paladeando, oyendo, olfa-teando. Se conocían entre sí, y conocían a su madre. Conocíantambién aquella cosa tierna y amorosa que los encalmaba y losadormecía —la lengua •materna - y sobre todo, aquella mara-villosa fuente de dulzura y de tibieza que eran las mamas. En losprimeros días apenas despertaban para mamar y sólo hacían eso.

Abrieron, al fin, los ojos, con insondable lentitud, a la reve-lación creciente de la luz.

Moviéndose todavía sin propósitos definidos, ni volicionesconscientes intentaban ya jugar entre sí y con su madre. Cami-naban tambaleándose, como despatarrados, rozando el suelo conel vientre. A fuerza de recibir golpecillos de hocico y de pata,habían aprendido a no acercarse a la boca de la cueva.

Con el tiempo llegaron a trabarse en riña más de una vez,mordiéndose mutuamente una oreja, gruñendo ásperamente conlos colmillejos cruzados, hasta que la madre veíase obligada a in-tervenir con un semiporrazo de su manopla.

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Por herencia e imitación adquirieron muy desde el principioel sentimiento del miedo. Primero, a lo desconocido. Después, alo que daña y hay que evitar. Más aprendieron a estarse quie-tecitos, a guardar silencio o gimotear casi dentro de las entrañas.El instinto del miedo los inició, claro está, en el arte de la ocul-tación.

La madre comenzó a abandonarlos por buenos momentos ya volver con una vizcacha, un quirquincho o un ratón, es decir,carne: algo que convertía su apetito en una especie de furia.

Después de la primera luna sus cachorros veíanse erguidos,mal que mal, sobre sus macizas patas, y sus atopaciados ojosespejeaban en la penumbra. La madre, al volver, traía carne siem-pre muerta al principio, viva más tarde -, en forma de ratones,tucotucos o lebratos. Servían éstos de muñecos vivientes primero,de merienda después.

Por otra parte, fué intensificando las jugarretas con sus hijos,convidándolos primero con su cola, derribándolos con su zar-pa, atrayéndolos de nuevo, para terminar peinando morosamen-te con su lengua sus acapullados corpecillos. Poco a poco, loscachorros aprendieron a luchar entre ellos. Y cuando la madrevolvía con su ración de carne, se peleaban con verdadera furia,encrespando la pelambre con un incesante gruñido tarjado de es-tornudos. Por su parte, las chanzas maternas eran cada día másmilitares: echábalos al suelo con un veloz guantazo y cuando losmamones se enderezaban erizados y gruñendo, un nuevo golpe ha-cíalos rodar ridículamente a la distancia. Pero, al fin, todo termi-naba en glugluteo y caricias.

Finalmente las jugarretas celebráronse al aire libre, con des-pliegues y ademanes más elásticos y en un área cada vez mayor.Cuando volvía con la presa escondíase detrás de alguna piedra,quiebra o mata, y llamándolos, los obligaba a buscarla. De repentecaía sobre cualquiera de ellos con un salto y un zarpazo, y conotro par de enormes botes, desaparecía de nuevo. Jaqueados yhambrientos, los cachorros buscábanla con fogoso ahínco.

Como el puma es una de las criaturas más vivaces y festivasde la creación -más que el grajo, el gato y el andaluz, sin duda,

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y la hembra es más cascabelera y ágil que el macho -, la jaranaprolongábase horas y horas sin un adarme de cansancio evidente.

Su mayor alejamiento visible de la covacha fué por muchotiempo, para los mocosos, el marcado por el manantial en dondelos abrevara la madre. Su mundo reducíase a un estrecho retazoen la áspera desnudez de la puna, apenas sombreada por el cha-guar, el cardón o la tola. Allí cerca, los siglos inmóviles de los mo-nolitos, los siglos en fuga del torrente. Lejos, en torno el perfilde galope de las montañas. Allá abajo, vedada por rampas y preci-picios, la quebrada con su emboscado misterio. Muy alto, las cimasnevadas, con tal relumbre a veces bajo el sol o la luna, que enjare-taban los ojos.

Aquel mundo fué el único que conocieron Chumbita, el cacho-rro primogénito, y su hermanita, bajo la vigilancia de su madre,antes de que comenzara a llevarlos de acompañantes de sus ca-cerías.

Eso ocurrió seis o siete veces. Chumbita nunca supo olvidarla primera. Habían andado casi toda la noche, con algunos inter-valos para el descanso, y a veces para mamar algún chisguetillo,sin encontrar presa. Su madre maullaba a ratos, impaciente otriste. Al fin, al filo del alba casi, sus orejas tensas captaronun ruido que ascendió de la quebrada. La gran cazadora gruñósordamente, y poniéndoles las patas encima, los obligó a echarse,y acto seguido, con el cuerpo aplastado sobre el suelo, comenzóa descolgarse por la ladera. Cuando ellos quisieron incorporarsey seguirla, su madre volvió la cabeza y mostró los dientes conun seco gruñido de amenaza. Los cachorros comprendieron quedebían aguardar allí. Ella se perdió de vista. Transcurrió unlarguísimo rato, cuando se dieron cuenta de que estaba amane-ciendo. Esperaron y esperaron tiritando tal vez más de ansiao miedo que de frío.

De pronto sintieron algo como una descarga de bufidos, se-guida de un largo tropel corriéndose por el fondo de la quebrada.Por fin, recibieron el llamado de la madre. Sólo que al tratar dellegar hasta ella, advirtieron que la neblina los rodeaba por todaspartes, una de esas cargosas brumas del cerro, que no sólo atajanla vista a seis pasos de distancia, sino que con su humedad y falta

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de viento, confunden y desfiguran las emanaciones hasta engañarel olfato de los perros pastores que cuidan solos un hato de ovejaso cabras. Su madre, cuya voz llegábales otra vez, habíales ense-ñado, con el ejemplo, a confiar tanto o más en el oído que en elojo. Pudieron encontrarla al fin. Un pollino eso que sólo vieranuna vez de lejos - estaba tendido a sus pies con la cabeza tron-chada, mientras ella gustaba a lametones la sangre del cuello,gruñendo a la sordina. Maulló suavemente acogiendo a sus hijos,mientras con un solo pase de sus garras partía el pecho de lavíctima, apartando después diestramente parte del cuero hastadejar desnudo el apetitoso manjar rojo. Comieron todos a doscarrillos un buen rato. Después la madre abrió en canal el vien-tre de la res, y con prolijidad de jifero echó todo el triperío afuera,sin manchar la carne con una gota de estiércol.

La captura

Según es sabido, si el puma entra en años sin que la suerte lehaya jugado una de sus malas pasadas, suele volverse rumbosa-mente confianzudo. Es lo que sucedió con la madre de Chumbita,que llegó a caer en el pecado más gordo de los pumas: libar san-gre de corderos, sin probar su carne, vaciándolos unos tras otroscomo odres, para tirarse a dormir su roja borrachera a escasascuadras del redil asaltado. Su imprudencia llevóla a iniciar susexploraciones mucho antes de la noche o prolongarlas hasta másallá de la raya del alba.

Y así ocurrió un día el gran percance. Fué a la entrada delinvierno, cuando las primeras nieves obligan a desertar de las al-turas disparando menos del frío que del hambre. Una noche deexcursión por la boca de la quebrada, apostó a sus dos cachorrosen lugar conveniente, y descendió al redil de cabras ya visitadotres noches atrás. Estábase bajo las estrellas goteantes del ama-necer. Temeridad fanfarrona, pese a que lo hiciese guardando lasmás eruditas precauciones: rodeos estratégicos, avanzando con sulargo cuerpo hundido entre sus patas tan sigilosas como las de

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una hormiga, ondulosas arrastraduras de serpiente entre reitera-das pausas para ojear y escuchar. La temeridad y la contención,siempre, eso sí, como si la montaña misma la inspirara, Con sugenio de volcanes y neveras... Llegó así, sin novedad alguna, juntoal redil. Buscó el lugar más aconsejable para el escalamiento y yaencogía el retráctil cuerpo para el salto cuando, junto con un chas-quido seco y breve, sintió un fulgurante dolor en una pata trasera.Inició la fuga, pero hubo de sujetarse sobre el pique: algo másfuerte que los dientes de un moloso, la mordía, apresándola. Re-volvióse desorientada, ahogando un gruñido entrañable, descargóen un torbellino de furia toda la profunda fuerza de sus manoplassobre aquellas mandíbulas mudas, intentó dispararse de nuevo, sesacudió entre desesperados revolcones, pero todo fue inútil.Cuando los hombres madrugaron a revisar la trampa la cautivaestaba casi del todo agotada.

Entre los hombres

Así, huérfano cuando aún mamaba como en sus mejores días,fué capturado Chumbita, no sin defenderse un rato a cachetadas,bufidos y estornudos, de los perros que le cortaron la fuga. Su her-manita, más desgraciada, murió en la refriega.

Envuelto en ponchos y gruñendo siempre, llegó Chumbita a lacasa de los hombres, en el cortijo del cerro. Tan indignado estabaen los primeros momentos, que se negó a comer. Pero el hambre,y más aún el de un cachorro, es mucho tirano para ser resistidolargo tiempo. Terminó por abalanzarse gruñendo y escupiendo re-bufes sobre el trozo de carne fresca que le acercaron, y más tardebebió también, aunque reo jeando siempre, un cuenco de leche tibia.

Fué entregándose de a poco a lo largo de los días, y terminópor capitular incondicionalmente. Su poca edad, su índole benigna,y el imperio de la costumbre, más poderosa que una legión deángeles, obraron el milagro.

¿Puede creerse? Llegó a olvidar su misma tirria insufriblea los perros. Aprendió a distinguir, aun a la distancia, a las per-

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sonas y objetos familiares, mostrando mucha más inteligenciaque un gato doméstico. Sábese que el puma es el hijo más talen-toso de toda la gran familia felina.

El apego y confianza que Chumbita llegó a diferir a Bartolo,el hijo del puestero, terminaron por vencer la prevención de sumadre que solía decir: Lo que es del monte debe vivir en el monte.(Es claro que ella ignoraba benditamente que el perro y la oveja, lacabra y la gallina, también habían sido del monte alguna vez...)

Con sus grandes ojos de iris redondo y mirar sereno, sin resa-bio alguno de ferocidad, y con su paso alfombrado, acercábase alamer y relamer la mano de su tutor y amigo, o a pasar y repasardebajo de ella su nerviosa cabeza, su cuello y su lomo enarcadoscon un runruneo de satisfacción semejante a un arrullo. En dosocasiones había estirado el guante hacia las gallinas, pero el opor-tuno castigo y las voces y los gestos de enojo del amo, le habíanenseñado a mirarlas con desprecio.

Aprendió a tolerar cristianamente la vecindad de los perros dela casa, y llevado sin duda por su siempre fresca afición a la cha-cota, llegó a hacerse gran compinche de Pila, el perro chino. Lu-chaba con él rodando y enderezándose para rodar de nuevo, mor-disqueábalo en la nuca o el rabo, derribábalo con sólo estirar unade sus manotas o, fugando con su larguísima cola en ondas detrássuyo, convidábalo a seguirlo en sus evoluciones sin cuento. El Pilaterminaba por cansarse; Chumbita nunca.

A veces una simple pluma en el aire le bastaba para divertirsepersiguiéndola a saltos que parecían revuelos. Con su brinco másfunambulesco abalanzábase sobre algún pájaro que cruzara en vue-lo tentador y no pocas veces conseguía abatirlo: poníalo entoncesde espaldas y con delicadeza de ornitólogo lo desplumaba lo sufi-ciente para comerle la pechuga.

Otro de sus juegos favoritos consistía en subir a lo más altode un sauce colorado, junto al estanque casero, mas no como losdemás trepadores, a fuerza de uñas (¡eso dejábalo para las coma-drejas y los gatos mayadores o los tronirrugientes!) sino con unsolo y meteórico impulso ascendente. Y su otra debilidad era jugarcon su tutor sin prevenírselo: al verlo venir agazapábase detrás de

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un pedrusco, un mortero o una puerta, y caía sobre su espalda o sunuca con un salto parecido a un golpe de viento, tanto que el pa-ciente no alcanzaba a recuperar su dignidad vertical cuando yaChumbita habíase vuelto invisible, muy pagado de su cariñosa bro-ma, sin duda.

Chumbita, al comienzo no admitía en su menú más que lechey carne. Pero aprendió - es decir, se resignó bochornosamente -a comer carne hervida y aun cecina. Y a disputar el suero del reque-són a los perros. Roía los huesos sujetándolos con las manos, ape-chugado contra el suelo, y volcando la cabeza a un lado u otro comoun simple cuzco o un simple micifuz. La carne cruda pregustábalaa brochazos de su lengua rasposa. Los días de carneada solía lograralguna buena achura - menudos generalmente - y eso que cons-tituía la flor de los regalos: sangre aún humeante. Eso sí, cuandocomía o bebía rojo, nadie - perro o gente - podía permitirse igno-rar que Chumbita era hijo de puma, es decir, de aquel fanáticode la sangre que sacrifica caudalosos toros y onagros en el altarde su ídolo...

Chumbita llegó a entender los ademanes, gestos y voces deaprobación o reprobación de su amo y maestro, pero nunca pudocomprender su risa: resultábale sospechosa y lo ponía de inme-diato en guardia, con las cejas contraídas y gruñendo muy a lasordina.

Por cierto que el cachorro - ¡todo un mozo, ya! - se habíacriado en plena libertad. . . doméstica. Con excepción de su cortasiesta, toda su vigilia era solar, esto es, hacía vida completamen-te diurna, de modo que aceptaba sin remilgos la larga soga decerda con que se lo ataba de noche, no por ningún motivo incon-fesable. . . sino sólo por evitar la maledicencia del vecindario.

Era libre, pues, en el sentido y con el alcance que puede serloun animal criado entre los inventores de la jaula. El desconocíadichosamente eso, eso donde la fiera pierde el brillo de su peloy sus ojos y hasta su propio acérrimo aroma nativo, y llega acastrar hasta su mismo instinto de reproducción -¿para quédescendientes presidiarios? - y todavía se atrof ja menos de cuer-po que de alma, pues más que el frío, y la estrechez y el aburri-

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miento lúgubre de las rejas, lo asesina secretamente la formidableañoranza de los goces del sol y del aire derramados y de ese cielorespirable que es la libertad del monte.

Chumbita, pues, era casi feliz entre los hombres, junto a quie-nes se paseaba con tranco mesurado y elástico, izquierdando siem-pre, y con su alma de franqueza y retozo. Feliz, al menos, con lafelicidad bajuna del perro que tiene la suerte de un buen amo. Masno con la retadora y vibrante del león libre, que, si cae cautivo, sedeja morir de hambre y orgullo en su jaula.

Chumbita, por suerte o por desgracia, había caído en su tem-prana niñez. Así, piles, la remembranza de sus peñas y breñas es-taba muy borroneada por las varias y repetidas impresiones desu crianza. Apenas si se configuraba aquélla en imágenes concre-tas. Brumosarnente recordaba a su madre y su hermanita. Su año-ranza oscura de la montaña salvaje, tanto como individual, erauna aspiración de la especie, de todos sus antecesores, en ciertomodo aún vivos y mandando en lo más profundo de su ser. Y esoparecía irse volviendo cada día más imperioso. ¡Oh!, su familia debosques, de rocas, de grutas, de susurros. El frío agudo que humeaen los morros de las bestias, como otra neblina. El carcajear huecode las chufas viendo ya el temporal oculto para todos. El tirarsea dormir bajo un estratégico peñasco, cobijado del viento, al pri-mer amor del sol, como un gato al amor del rescoldo. La nevazóno la llovizna que borra las huellas del cuatrero nocturno. El dulcey temible ruido de los deshielos. El zumbar como de zonda en bo-quete de piedra de las alas de los cóndores abajándose en conver-sión oblicua. El torrente saltando encrespado y rugidor como sobreuna presa. Su sangre llena de saltos de. . . puma. Todo eso lo sen-tía muy oscuramente, sin darse cuenta, acaso, pero lo sentía detodos modos.

Al mismo tiempo trabajaba en él algo creado por una largacostumbre: el apego al amo, es decir, al que da de comer y acaricia.

Mas este algo venía providencialmente a incidir sobre el granmisterio de los pumas: su voluntad de no atacar al hombre nipara defenderse y aun de cuidar de él. ¿Reconocimiento de la su-perioridad física del simio de voz articulada? Sería ridículo sos-

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pecharla en quien se muestra capaz de quitarles el piso de golpeal toro y al caballo mejor plantados, o de hacer recular la fuerzatorrentosa del yaguareté, o, corno advierte Ángel Cabrera, puedevolverse "tan temible corno un tigre o un león africano". ¿Respetopor la forma humana? No parece probable en quien en los gran-des bosques hace de los primos del hombre, los monos, uno desus platos favoritos. . . ¿ Qué entonces? ¿ Es que en el hombresiente olor a niño y en el niño olor a cachorro de puma?

Lo cierto es que el puma suele seguir a un pasajero solitariosin dejarse ver de él, pero sin agredirlo. Agredido por éste, huyeo se bate en retirada. Si el cazador usa los perros como arma, elpuma descarga toda su filosa rabia contra los alquilones, al revésdel jaguar que brinca sobre los perros, sin mancharse enllJñgarras, para caer sobre su amo.

El puma no lucha contra el hombre. Se cuenta de hombressacrificados por él; pero eso suena siempre a leyenda, o, lo más,puede creerse de una madre defendiendo a sus rorros en la cuna.(Don Francisco P. Moreno fué atacado en pleno día por un leónpatagón. ¿Odio a la arqueología o a los porteños? Nada de eso.Se descuenta que el bueno de don Pancho, que metido en un pon-cho de vicuña se arrodillaba para beber de un arroyo que corríaentre las matas, debió ser irrespetuosamente confundido con unvicuño o un guanaco desterrado de su tribu.) En cambio, sí, escierto que el león pampa suele llegar hasta el lecho de algúnviajero dormido beatíficamente en el desierto, o hasta la cuna deun niño, sin atreverse ni a turbar su sueño ni a dejarles másrecuerdos que los redondeles de sus rastros. Y que encontrandocierta vez a un hombre herido en pleno campo, se acercó sintemor ni amenaza a distancia discreta y después se puso a rondaren torno suyo hasta el alba, alerta a los peligros de la noche.

Volviendo a Chumbita, cumple establecer que había entre-gado la mitad de su corazón a Bartolo y los suyos. Pero quedabaotra mitad: su roja alma violenta, y esa sin que él mismo lo su-piese, era de las rocas percudidas de siglos, del alto desamparode las punas, de los arenales con sus leguas de desolación y sed,de las lluvias con su derramado estrellerio y su enredadera de

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fragancias en las quebradas selvosas, de los zondas y las nevadas,de los grandes silencios nocturnos punteados de estrellas y lu-ciérnagas o arropados de nubes, de los acechos pacientes e inten-sísimos junto a los bebederos, de los saltos profundos en buscade aquello cuya salida es más vívida que la del sol: la sangre.Y también del amor, claro está, que él desconocía, pero que al-guien dentro de sí mismo conocía misteriosa y terriblemente.Cuando el cautivo soñaba despierto o vivía dormido estas cosas,dejaba escapar gemidos o vagidos apenas audibles en su profun-didad, mientras ondas visibles recorrían su piel, alzando o aba-jando sus orejas, haciendo vibrar la punta de sus zarpas.

Chumbita se fugó una noche.

Varón hecho y derecho

Los félidos se tienen modestamente por los más perfectos delos animales, es decir, aquellos que ofrecen la máxima armoníaentre el cuerpo y sus miembros, la mayor gracia en los detallesy el conjunto. Y desde luego se sienten una especie de autónomasherramientas de lucha. Hasta la lengua está armada para desga-rrar ciertas pieles con sólo lamerlas. (Como algunas serpientes,tienen hasta el paladar guarnecido de asperezas defensivas.) Nose sabe qué admirar más: si la fornidez o el filo de sus garras,o ese amoroso celo con que los ligamentos extensibles las levan-tan y resguardan para que no se gasten cuando el animal camina.Una simple contracción de los músculos flexores de la últimafalange de los dedos convierte la pata de los felinos en arma máso menos infalible de victoria.

Su fastuoso sistema muscular los vuelve señores de la fuerzay la agilidad en un maridaje cuya resultante es una eficacia pro-digiosa. Pero toda virtud paga el tributo de un defecto. Los hijospredilectos de la fuerza sufren la tiranía de los músculos, que setraduce en algo como un enanismo cerebral. Los encargados demover las atléticas mandíbulas, los maseteros, exigen un desarro-

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llo condigno que trae como consecuencia la abertura de los arcoscigomáticos y con ello la chatura craneana.

Pero la vivacidad y la pujanza son virtudes no excepcionalesentre los hijos del monte. Quizá la virtud propiamente genial delos félidos sea su elasticidad, esto es, su poder de comprimirse ydistenderse desaforadamente: desde sus pupilas contráctiles a suszarpas retráctiles, desde la larga paciencia del acecho a la máslarga audacia del ataque.

Ahora bien; entre los de su gran familia, el puma sólo cedea algunos en fuerza; en todo lo demás - livianez, agilidad, elas-ticidad, baquía, silencio, ojo, oído, astucia -, todos sus parientespueden ser discípulos suyos.

Al no mucho tiempo de haber recuperado su libertad, Chum-bita había comenzado a sentirse plenamente un puma, digo, unelástico y profundo hijo de su raza, una criatura perfecta de laNaturaleza desde el extremo del morro y los colmillos a la puntade la serpentina cola.

Había aprendido sin darse cuenta, ni menos proponérselo, elandar de su madre: ese deslizarse sin ruido por cualquier parte,aprovechando de una ojeada todos los accidentes del terreno paraocultar el bulto, rampando sobre el suelo o un tronco con la lige-reza de un lagarto, cuando era preciso.

Su visión era unilateral y estrecha, pero matemáticamenteprecisa. No se perdía en generalidades ni preguntaba los por qué.Sabía que debía matar para comer, porque si no moriría, con lamás agoniosa y bochornosa de las muertes: la del hambre. Y quetanto como los condenados a comer hierba, frutas, insectos ocarroña, él lo estaba a comer carne viva y sangrante, roja yhumeadora como un tizón en el día: carne que galopaba velocísimasobre la tierra, volaba por el aire o se escondía bajo el suelo. Esacarne en sí era una felicidad; y el ejercicio de sus músculos, suastucia y su paciencia, y el orgullo de vencer, otra felicidad. (Dor-mir tibiamente al sol o a la resolana, con el estómago repleto, erauna pasiva suerte que él apenas contaba.) Feliz, pues, pese a susduras fajinas y fatigas, sus treguas de hambre, sus ansiosasesperas.

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Porque cada vida se siente feliz si se expresa libremente, estoes, de acuerdo con las leyes que la Naturaleza puso en sí.

Su cálculo, casi siempre infalible, del tiempo y la distancia,no era en él razonamiento, sino genialidad; el resultado de unainconsciente y profunda meditación hecha no sólo con el cerebro,sino con todos los nervios, los músculos, la sangre y toda la sabi-duría heredada yacente en el fondo de ella. La división entre lofísico y lo mental, no podría hacerse en él, a tal punto era impe-cable la fusión de ambos elementos.

¿Una criatura puramente instintiva, entonces? No, porqueesas entidades puras que pululan en las cabezas de los pensado-res, difícilmente se dan en la Naturaleza. Cierto que el instinto esun precepto sabio y eficaz, pero tan prepotente que apenas dejaque el discípulo aprenda algo por su cuenta. Pero ese algo, pormínimo que sea, existe, y es menos imperceptible a medida quese asciende en la escala animal. Digo, pues, que ante circunstan-cias especialmente imprevistas, Chumbita habíase mostrado capazde una respuesta menos de la familia de los pumas que suya pro-pia, de acento personal intransferible.

Chumbita solía recordar con oscuro, pero invencible horror,el servilismo de los perros, esos antiguos hijos del bosque libre,que habían perdido no sólo mucho de su sagacidad y audacia, sinootra cosa más grande: el duro orgullo de sí mismos, la agudaautonomía de los hijos del desierto. Tenían el más tiránico delos dioses, un amo. Andaban sueltos, pero sin duda ya estabanencadenados por dentro. . . ¿Y es que entre los hombres ocurríaotra cosa? El liberto ni siquiera llegaba a esbozar tamaña pre-gunta.

Chumbita vivía resignado, desde hacía tiempo, a una grandey dura soledad, forzado por las exigencias de su régimen vena-torio. Esto es, al hecho de repetir noche a noche, cuando no dosveces en la misma noche, sus golpes de mano -tan vastamentedestructores, en ciertos casos - y llevado, para no marrar, a reali-zarlos en los puntos más opuestos, precisaba un grandísimo cam-po de acción, es decir, no podía admitir rivales, y menos de supropia especie.

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Sólo que las leyes del Amor son tan draconianas como lasdel Hambre, y a ellas había obedecido sin saberlo al desertar dela tierra de los hombres. Vivo como un tajo conservaba el recuer-do de aquella aventura. Noches y crepúsculos enteros vagó porlos cerros, impulsado incansablemente por algo que era como lased y el hambre juntos, sin ser ninguna de ambas cosas. Hastaque halló rastros parecidos a los suyos, pero que no eran los suyosy cuya forma y olor lo turbaron casi como la palpitación y 1atibieza de la sangre, o más.

En efecto, tembló en sus flancos y en sus entrañas a un mis-terioso soplo que parecía traspasar las breñas y las rocas. Losmurmullos que venían de la quebrada boscosa —los fragores dela primavera en armas -, parecían conquillear su piel, sus venas,la base de su lengua. Le pareció que dentro de sí estaba ahorala ladera con sus más erectos cardones y sus más femeninas coro-las, y que la ronca dulzura de la cascada caía en su corazón. Yse puso a seguir las huellas encontradas con paso tan sigiloso comoel ascenso de las savias, hasta escuchar, viniendo del corazónmismo de la noche, un mayido tan lánguido que parecía unallamada de auxilio.

Así se conocieron. Era ella una rubia y hermosa hembra,cuyos ojos, al volver la cara de golpe, fueron un mareante relám-pago en la sombra. Su recibimiento fué bronco: se dejó caer deespaldas, erizada, gruñendo y mostrando los colmillos y las cua-tro patas recogidas. Lo que vino pareció un comienzo de lucha.Pero al fin ella dejó de gruñir y el macho le arañó flojamente elvientre y le restregó el flanco con el hocico. Terminaron porpeinarse mutuamente el pelo con las lenguas.

Resultó inmejorable compañera. Comenzaron a excursionarjuntos, y él cazó para que ella comiese y bebiese primero -o lohiciese sólo ella si lo conseguido no alcanzaba para ambos-,pero lo más de las horas que no entregaban al sueño lo pasabanjugando. Persiguiéndose uno al otro, agazapándose y luchandoentre mordisqueos y gruñidos alternados de runrunes semejantesa arrullos.

Pero eso no podía durar ni duró mucho tiempo. Las austerasleyes de caza del puma de los Andes, los obligaron a separarse

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un día. Chumbita recordaba a su amiga con un mayido calmo,aunque venía de lo más adentrado de su ser. Sabía que se encon-trarían de nuevo.

Entretanto, en sus horas de ocio, obedeciendo al alacrísimogenio de la especie, reojeaba o imaginaba su propia sombra - otal vez la de su compañera - y jugaba horas y horas en la sole-dad, entre inimitables arrastres, agazapadas, brincos, repullos,esguinces, en una especie de danza terrestre y aérea. Bastaba aveces la tentación del vuelo próximo de una mariposa para iniciarla función.

** *

Chumbita había llegado a su desarrollo completo por fueray por dentro. Era un puma entre los pumas, tal vez más que mu-chos, pero en cualquier caso, no inferior a ninguno. Es verdad quenadie, o casi nadie, lograba verlo, pero todos sentían su presencia,que diríase ubicua, y cuando se daba por ahí con los restos desus banquetes o con sus simples rastros todos recordaban unavez más que él -no el cóndor, ni el hombre - era el rey en laaspereza de las breñas, en la desolación de los médanos, en laprofundidad de las quebradas.

Desde la punta del hocico a la punta de la cola medíc' dosmetros treinta ni una línea más ni menos. Su peso de gimnasta,sin un adarme de grasa o carne inútil, frisaba en los sesenta ycinco kilogramos. El bayo cetrino de su pelaje subía casi a negroen el lomo y la punta de la cola y devenía casi blanco en laspartes inferiores. Una mancha oscura en cada esquina de la bocatornaba un tanto desdeñosa su expresión.

Virtuoso de todos los movimientos de la gimnasia, aun el másdesaforado le salía tan sin esfuerzo como la sangre sale del cora-zón. Su cuerpo podía ondular como el de una culebra y ramparcomo ella cada vez que era preciso. Su guante, no menos atercio-pelado que el de un gato de salón, apenas rozaba el suelo cuandoél queríalo así. Para vengar su modesto olfato, su oído era so-berbio. La claridad más débil, difusa en la oscuridad, se concen-traba en el fondo de su ojo y era reflejada por la retina. Esto

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significaba que con esa linterna sorda, podía practicar las no-ches más oscuras sin que ello le impidiese ver bastante bien enpleno día.

Ya dijimos que no usaba las uñas para trepar como los ti-gres y demás felinos del montón, sino que ascendía verticalmentey de un solo impulso anticipándose al helicóptero, hasta la cimade riscos, árboles o cardones cualquiera fuese su alto. Para apear-se de una rama tendida a nueve brazadas del suelo, bastábaleun brinco, como al gato desde la cama a la alfombra del piso.Los curiosos comprobaron más de una vez que acostumbraba asalvar de un salto el arroyo de la zona, que en partes tenía docemetros de ancho. ¿Parece mucho? Persiguiendo con su segundaarremetida un huemul o un guanaco cuesta abajo se estirabahasta brincar diez veces el largo de su propio cuerpo.

Junto a eso Chumbita tenía, y decantada, toda la advertenciade los pumas, los más talentosos de los felinos. Sabía anularsedetrás de una piedra o un arbusto junto al sendero de la aguadao del lamedero de los venados. Tumbábase boca arriba y agitandolas cuatro patas en el aire sabía sacar buen partido de la infantilcuriosidad de los guanacos. El gran andariego, el desmesuradosaltarín, podía inmovilizarse horas y horas en el acecho. Comoel mejor profesor de balística calculaba las distancias en su saltode ataque. Si llegaba a fallar —¡eran muy pocos los felices quepodían conservar ese recuerdo! — arriesgaba, a lo más, un segundobrinco sin cometer el error de dejarse llevar por la espuela de larabia o el hambre detrás del prófugo, sabiendo que toda su orga-nización estaba hecha para el brinco, no para la carrera. Jamásse aproximaba a su presunta víctima sino con el viento en contraa fin de inutilizar el olfato de ésta. Nunca iba de buen grado,sino por exigencias del hambre, contra animales capaces de resis-tirle con algún peligro: vacunos adultos o garañones, por ejem-plo. De las manadas, prefería los mamones o las hembras, porquesuelen ser más gordos y menos duros de carne y menos durosde... pelar. Pero nunca aflojaba ante las pruebas difíciles cuandovenían a desafiarlo; por ejemplo: empujarse de un brinco a lamollera de un cardón gigante más erizado de púas que un puerco

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espín. O al lomo de la acaso más ardua presa: el burro hechor.En efecto, más sagaz que el toro, el guanaco y el caballo, el ga-rañón no pierde la cabeza en el peligro y planea militarmentesu defensa; no pudiendo, ante el león o el tigre, hacer uso desu mejor arma, que son sus dientes, deja resignadamente que eluñudo brinque y se afiance sobre su cruz, para volcarse en un trissobre su lomo contra el suelo, buscando endeudarse en el delicadoespinazo del jinete, a quien, si es preciso, agrede en seguida atarascón limpio sin importarle un pito de las heridas recibidas. Enotros casos el diablazo del cojudo se embolsa a gran prisa en elbajo y espinudo ramaje de algún chaflaral o algarrobal a mano,logrando casi siempre apear deshonrosamente al domador que locabalga.

Chumbita sabía muchas, muchas cosas, y nunca se detuvo apensar si se las enseñó su madre o su propia experiencia, o yavenían consigo al nacer.

De cualquier modo, su fama de cazador más o menos infaliblellegó a producir el mismo inevitable temblorcillo en las alas delpájaro de la breña que en el lomo del burro cimarrón, en las cerdasdel quirquincho que en los jarretes del guanaco.

Ya se sabe que el halcón y el puma son delanteros entre losescasísimos cazadores que se permiten ese lujo insultante: cazara veces por puro recreo o por pura bravuconada, para sólo probarun bocado, o ni siquiera eso, arrojando la presa a las chusmas dela tierra y el cielo. Chumbita no estaba libre de este pecado, peroaun cargaba su conciencia con otro igual o peor. Al revés que eljaguar y demás parientes, prefería mucho más la sangre que lacarne. Hasta solía olvidarse de ésta cuando podía beber de aquéllaa su sabor. Solía trasvasar cinco o seis litros del humeante mostosin otro inconveniente que el de una especie de embriaguez másturbia que la del vino. Así, pues, no era raro que matase ovejaspara beber su sangre y sólo para eso. Forzosamente el número desus víctimas era desaforado. Y este régimen hematófago de vam-piro lo volvía calamitoso como una peste. Tenía dos estilos de ma-tar. Al animal chico derribábalo de un solo zarpazo o de un parde sacudones atenazándolo con las mandíbulas. Al grande, de cor-

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zuela para arriba, caíale sobre el lomo con uno de sus famosossaltos y poniéndole una mano en el pecho doblándole con la otrala cabeza hacia atrás, agarrándola del hocico hasta que algunacervical crujiese, y esto de un solo golpe y en lo que alumbra unrelámpago y aunque se tratase del cogote de un burro o un novillo.Su víctima moría antes de caer al suelo. Es decir, mataba en elaire, como el halcón. Alguna vez despachó así un potro, casi enlas narices del que arreaba la recua, sin darle tiempo de intervenir.

Tampoco se tomaba la molestia de arrastrar su presa máso menos lejos: comía donde mataba. Por precaución tapaba el res-to con palotes, pastos o arena, para volver más tarde, pero siendomuy tibia su afición por los fiambres, no volvía casi nunca.

* * *

Echado debajo de una peña, veía amanecer. Esa noche habíaintentado repetir la hazaña de varias noches atrás: el asalto a ungran redil de ovejas del otro lado del cerro. Pero el aire se movíademasiado y los perros debieron sentir algo, pues uno ladró dosveces. Como, por otra parte, el día estaba próximo se volvió so-bre sus pasos.

El sol va a salir ya sobre los altos picos, que parecen haberreventado en sangre y la salvaje piel nevada de la ladera apareceviolentamente manchada, aquí y allá, de colores diversos, que pali-decen poco a poco hasta que todo se vuelve una blancura insufri-ble de brillo. Las pupilas del formidable gato se achican hastaparecer una punta de lanza. Es la hora de buscar reposo, y máshabiendo traficado toda la noche, pero él no siente sueño ni fatigaporque tiene hambre. Además, hace demasiado frío allí.

* * *

Comenzó a descolgarse con su disimulo y sigilo geniales haciael valle. Antes de llegar al bajo debió observar algo interesante,pues se lo vió extremar exquisitamente las precauciones del des-censo y después avanzar serpeando a ras de tierra hasta unasmatas. En efecto, a no muchos pasos de allí pastaban unos flan-

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duces. Eran cuatro. En la más mortal inmovilidad Chumbita ace-chó un larguísimo rato. Los patudos no daban tiro. Se desplazóél entonces dos jemes hacia un lado y meneó discretamente lapunta de la cola. Al cabo de un instante repitió el movimiento. Elñandú más próximo debió advertir algo, pues tendió el cuello enesa dirección con la cabeza ladeada y aun adelantó con cautela doso tres pasos para cerciorarse. Fué su perdición. El puma se alzóy cayó alcanzándole un manotazo sobre el anca y después se inmo-vilizó un rato sobre el cuerpo del gran pajarraco con su largocogote entre las fauces.

Satisfecha su hambre, Chumbita se acordó de su sed, y des-pués, de su sueño. Buscó en seguida, a dos cuadras de allí, unrecoveco seguro y se tumbó a dormir su larga siesta.

Su dormir fué plácido y agraciado además por un hermososueño: caía él liviano y silencioso como una pluma en el centrode un gran redil y las ovejas iban pasando entre sus manos conla yugular abierta para que él bebiese con profundas y estreme-cidas degluciones el licor caliente y fragante con su sabor de glo-ria dulce y salino a la vez.

Porque Chumbita se parecía a los indios araucanos no sóloen sus ojos sesgos y en la rala dureza de sus bigotes, sino tam-bién en sus dos gustos favoritos: el de la sangre humeante y elde la carne de potro. Eso sí, a falta de potros se consolaba sinmayor rezongo con carne de oveja y aun de cabra.

Cuando despertó, el sol acababa de perderse detrás de lascimas del oeste.

Se desperezó lenta, honda, concienzudamente, como si practi-cara un rito, hundiendo entre las paletas potentes su ancha cabe-zota, distanciando entre sí al máximo los miembros delanteros ylos traseros y las vértebras del espinazo, perfilando en todo suenorme largor la cola casi acilindrada con su negra mancha finala modo de contera. Y todo ello como simple acompañamiento delbostezo que le apartó las mandíbulas hasta enjaretarle los ojoscomo si tuviese por único objeto mostrar la áspera lengua y des-nudar hasta el cimiento sus envidiables colmillos.

Después atesó las breves orejas redondeadas auscultando el

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vasto ámbito, y se echó a rodar sin rumbo, aunque eso sí, comosiempre, contra el viento, de modo que su temible aura no ofen-diese las quisquillosas narices de alguna presa hacia la que pudieraestar marchando.

Sin rumbo, dijimos, y también sin interés concreto. De veras,recónditamente y tal vez sin que él mismo lo supiese, Chumbitasólo se proponía en la ocasión matar tiempo hasta la llegada delmomento más aconsejable para eso cuyo peligro adivinaba, perocuyo encanto profundo estrechaba su garganta y doblaba los gol-pes de su corazón: una nueva visita al redil ovejuno.

Pero el azar lo cambió todo de repente. Algo se movió vaga-mente entre unas tolas a un costado, un poco más arriba, como atreinta brazas de distancia. El puma se aplastó contra el sueloy quedó inmóvil, observando. Avanzó después a rastras hasta escu-darse detrás de un risco para bichar a mansalva. Sí, era un gua-naco, un "relincho" solitario. Podía avistarlo bastante bien ahoraque daba el anca revisando sin duda los faldeos del otro lado. Peroel animal, desconfiando por instinto y hábito, giraba a un lado yotro ojeando, escuchando, husmeando a la redonda antes de aga-charse a pastear un momento. Al fin ¡después de una eternidadpara el que esperaba! - lo hizo, y Chumbita aprovechó el inter-valo para iniciar un paciente rodeo a objeto de ponerse contra labrisa que, de otro modo, podía llevar al poderoso venteador yaüscultador el tufo de su piel o el rumor de sus pasos.

El guanaco dejó de comer y observó de nuevo, mas no advirtiónovedad alguna al parecer, pese a que un pajarillo chilló por ahíy que a no mucha altura un jote se dejó ver volando en círculo,y no por casualidad, a buen seguro...

Ya está el cazador al cabo de un arduo, interminable yreiteradamente interrumpido arrastre - a nivel y a sólo treintapasos de su blanco. Aun debe avanzar un trecho breve aunqueemocionante hasta lo doloroso, por ser el último y porque un trispuede hacer abortar todo. Está tan pegado a la tierra que el re-tumbo de su corazón se confunde con el del torrente lejano. El gua-naco se agacha a pacer una vez más. Chumbita avanza veloz comouna culebra, pone en juego el más poderoso de los resortes habidos

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- su cuerpo fabulosamente retráctil y arrojadizo - y salta, saltacomo si hubiera picado en el trampolín del diablo.

El guanaco, con una especie de ahogado relincho, dispara sinun instante de vacilación, pero ya con el fantástico jinete sobreel lomo y tan ciego de asombro y de pavura que el tercer enviónde su galope lo proyecta sobre el derrumbadero. Y ahora ocurrela cosa que el cerro vió pocas veces si vió alguna. Chumbita, queviene lidiando por acostar el largo cogote de su presa sobre lahorizontal del lomo, salta de repente al sesgo como una escupidahasta la cornisa del precipicio. Sólo que el guanaco está ya conel pescuezo roto antes de llegar al plan del abismo.

* * *

Y sucedió que el sueño se volvió realidad. Sucedió así nomás,porque algo que venía no sólo de toda su aguerrida y victoriosaexperiencia sino de las más viejas mandas de sus antecesores,decía que en muchos casos el peligro no apaga la tentación sinoque la atiza. (El peligro suele afogar el ánimo como una duchahelada el cuerpo.) Y Chumbita había probado - y no una vezsola - lo que era la embriaguez de una orgía con gargantas decabras u ovejas a discreción, para no sentir en sí el demonio rojode los reincidentes, el mosto de las masacres.

Esa noche -a veintitantas horas de su aventura con el gua-naco - y ya vecina el alba, Chumbita estaba llegando al alto redilde piedra. Se detuvo a escuchar un buen rato. En el silencio per-fecto, el bajo rumor del sueño de las ovejas le llegó golpeándoletumultuosamente el oído, asordándole el alma. Permaneció tanquieto como un islote, de no contarse el meneo incontenible dela punta de la cola...

Esperó así un insondable rato, hasta que el aire se movió unpoco, que es lo que él quería, pues eso podía denunciarle algúnolor sospechoso o ahogar del todo en su murmullo hasta el leví-simo de sus pasos. Sus ojos amarilleaban un poco en lo oscuro.Avanzó, al fin, muy despacio y tan sin ruido que sus terriblespatas parecían caminar sobre musgo.

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Cuando llegó al lugar que buscaba comprimió todo su cuerpocomo un solo resorte y saltó cayendo sobre la pirca con ruidodemasiado sordo para alarmar a nadie. No a las ovejas, por lomenos.

Chumbita se descolgó rápidamente hacia dentro. Las ovejasno acostumbran balar cuando las ultima el hombre. Tampocobalaron esta vez, mientras el nocturno sacrificador saltaba de unaa otra después de atraparla, fracturarle el cuello, abrirle la yugu-lar y sorberle la sangre como un desmesurado vampiro en hondasy estremecidas degluciones.

Aquello duró mucho rato, quizá una hora. Quizá a algunasovejas apenas les probó la sangre - ¡de carne ni un bocado! - ysin duda no degolló a todas las que mató. Cuando al fin resolvióirse, dejando detrás de sí veintidós reses enfriadas, estaba tanahito de sangre que apenas pudo saltar sobre el tapial de pie-dra... Huelga decir que eso no hubiera sucedido en la ingenuidadindómita de la breña. ¿Por qué el hombre ha hecho del carneroun esclavo, esto es, un ser castrado de todo instinto de defensa,encerrándolo todavía en una mazmorra?

Chumbita despertó de su sanguinaria borrachera (¡el grancauteloso habíase tumbado a dormir a tres cuadras escasas delcorral de piedra!) al otro día y sólo cuando el tropel de la perradaestuvo casi encima de él. Qué alboroto! La montaña resonabacomo una caverna al tundir de los ladridos. El olor de la fiera,levantado en los rastros, traía ya medio enloquecidos a los chu-chos. Su vista los llevó casi al delirio. Su torrencial instinto decazadores natos, saltando de generación en generación a travésde millares de siglos, los empujaba hacia la pieza, aun sabiéndolamortalmente peligrosa. Eso y, en esta ocasión, la confianza en elhombre sosteniéndolos y acaudillándolos, los ayudaba contra elmiedo. Colas en alto, entre las piernas, pelambres erizadas, y aulli-dos medio estrangulados, casi dando lástima. El prófugo se res-paldó contra un peñasco, acuclillándose, con las orejas abatidashacia atrás, aplastando más la cabeza, el morro remangado paradesenvainar los colmillos, un sesgo relumbre asesino en los ojos,y él todo abajándose y erizándose con un gruñido hueco y acérrimo

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como un cardón o un cascabel de víbora... Hasta que, al fin,llegó el hombre chumbando a gritos a los perros, si bien el pri-mero en obedecer a su amo fué botado allá lejos, para muestra,con el espinazo roto como una caña.

Chumbita pudo caer, sin rebajarse a los perros, sobre su ver-dadero agresor, con uno de sus saltos rajantes, él, que era capazde aterrar moles vivas que sobrepasaban cinco o diez veces el pesode su propio cuerpo o de derrotar al manchado matón que engordacon carne humana, él, que tenía de paniaguados en sus banquetesa los cóndores de la gran altura: pero recordó que ahora se tra-taba de un hombre, y que él era un puma - y todavía un pumacriado en la cueva de los hombres - y no quiso, no quiso..

Cuando el hombre apuntó con aquello que traía en las manos,y cuyo secreto adivinaba, Chumbita dejó caer dos hilos de lágri-mas y esperó lo que viniera. . . (Reniego de la antropofagia, mis-terio del puma, más cierto y viviente que muchos misterios conaureola de los credos revelados.)

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EL ÁGUILA Y LA LIEBRE

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AL despuntar ci día, Grifo, el águila, dejó su nido cimero (sito

no entre las peñas sino en la horcadura de dos de los muchosbrazos de un cardón gigante, empotrando entre ellos travesañosleñosos del calibre de su cogote y casi tan largos como sus alas)e inició su primer vuelo de exploración diario, no remontándoseostentosamente o lanzándose derecho al gran espacio, sino siguien-do la paralela de las pendientes, rozándolas casi hasta poner cua-dras entre ellas y la ruda cuna donde sus dos pichones, tamañosya como pollonas, piaban de hambre como simples polluelos deincubadora..

Habían sido, en su primera infancia, de plumón más níveo queel de los pichones del cisne. La aguilucha, más alta y fornida queel aguilucho, alardeaba de una índole de madrastra, atormentandotodo el día a su hermanito, persiguiéndolo corno un acreedor entorno al nido, ensayando fraternalmente en él la eficacia crecientede sus picotazos, todo ello sin olvidar el devorar casi toda o todala pitanza traída para los dos. . . La madre despedazaba la presay repartía las raciones, cuidándose bien de atender a su hijo des-pués que su agorgonada hermanita diera muestras de irse apla-cando.

Se sabe que cualquier pájaro en busca del diario yantar parasus polluelos tiene delante de sí la fajina de Hércules en sus doce

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trabajos. Grifo, el azote de vientos y de vidas ajenas, poseía, comopadre, un corazón de paloma. Era el encargado de la proveeduríadiaria, y como tal, apenas tenía tiempo de llegar al nido, dejar sucarga y partir de nuevo. La madre, severa pedagoga, era la encar-gada de la educación. Hacía dos días que los aguiluchos chillabanpor comida teniendo un tuco-tuco en el nido. Grifina se negó aservirles el almuerzo. Al fin hizo otra cosa: vino, destrozó alroedor y se lo comió tranquilamente. Ayer llegó una viscachajoven, traída por el padre. Grifina ahorró su intervención y lospollos se vieron obligados a despedazar solos la presa.

Se vió a Grifo remontarse al cabo, a muy moderada altura, einiciar una serie de círculos concéntricos que duró un rato. Seabatió al fin para alzarse con algo que se agitaba aún perchado auna de sus patas. Era un pequeño roedor nocturno que demoraramás de lo prudente en regresar a su cueva. La soberana rapazvolvió a su nido con la precaución habitual: grande si tiene hue-vos, pues debe abandonarlos si los descubren, y mayor si tienepichones, pues debe defenderlos a toda costa. Partió de nuevo.

Poco después del parco desayuno, Grifina se ocupó de la lec-ción más grave que debían recibir sus hijos ya crecidos: la deaprender a volar. Un pájaro cualquiera puede iniciarse en el vuelopor inspiración propia; pero un futuro rey del aire, como el poeta,nace y. . . se hace para tal.

La terrible aguilucha, asentada en un arbustillo, al borde deun derrumbadero, se agitaba allí con lastimeros chillidos, temerosade lanzarse al aire, mientras su madre pasaba y repasaba al vuelopor delante de ella llamándola y convidándola a la gran aventura.La discípula comprendía demasiado bien lo que estaban exigién-dole, pero su coraje no era todavía de águila. . . Cansada, al fin,Grifina dió un empellón a su hija que se precipitó así en el vacíocon gemidos de espanto, aleteando torpemente. Pero la madre notardó en colocarse debajo de su hija, dejando que sus patas des-cansaran un buen momento sobre su lomo, aunque se sustrajo alcabo. Esta vez la aprendiz se resolvió a hacer mejor uso desus alas.

Muy lejos de allí, Grifo planeaba en círculos y círculos ladean-

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do la cabeza, registrando el plan, allá abajo, con su terrible ojo.Como no descubriera nada, encogió sus alas y bajó al sesgo, aposarse sobre un chañar, empuñando una rama con sus dedosiguales a la mitad del tarso, cruzando la uña posterior y la delmedio. Allí se quedó acechando. La señora de la violencia lo eratambién del más calmoso dominio sobre sí misma. (Algo teníaque ver con esto el que sus veranos llegaban a sesenta y el queun águila puede vencer los cien). Minuto a minuto esperó unahora. La luz creciente destacó su enérgica silueta y los coloresde su uniforme: cabeza ploma, garganta blanca, pecho tordillo,bajera y calzones níveos con breves rayitas parduscas.

De pronto, en desliz suave, como por una pendiente de arena,se dejó ir hasta la orilla del arroyo que allá, a distancia de untiro de boleadoras, caminaba y charlaba entre las piedras, y seabrevó, levantando al cielo el corvo pico en cada trago. Abrió alfin las alas 1,65 de envergadura y se lanzó a la vertiginosaespiral del remonte.

Instantes después planeaba en orbes de ciento cincuenta me-tros de diámetro, a trescientos de altura, ladeando la cabeza aderecha e izquierda, volcando el ojo ígneo sobre leguas de campoy cielo. De pronto plegó las alas y se despeñó en zumbantediagonal.

II

Mamá liebre toma sol con sus dos lebratos. Están en su revol-cadero doméstico, cosa adivinable por la cantidad de píldoras deolor esparcidas en el suelo.

Los pagos de la liebre son los más desiertos y áridos. Ningúncomedor de verde se conforma con tan poco como ella, con pas-tos más escasos, duros y enjutos. Precisa poca agua, o ningu-na, puede creerse, pues vive, sin emigrar nunca a veces, engrandes travesías, esto es, en cientos de leguas cuadradas sinmás agua que la lluvia que casi nunca viene, o el rocío que caecomo de un cuentagotas. Tierras sin árboles o poco menos, y

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arbustos enanos y ralos, es decir, de sombra tacaña: el chañar,la tusca, la retama y sobre todo, la planta menos húmeda quizáde la tierra: la jarilla.

Los pequeños rabones, con su pelambre de felpa, sus orejasde borrico y sus fondillos de algodón, con sus oscuros y dulcesojazos de cervato y su insosegable hociquillo (nacen todos conlabios leporinos!) son la chochera de su madre. Ella, tirada a labartola, los mira jugar, revolcándose en la tierra soleada, persi-guiéndose uno a otro, entre elásticos arranques de fuga y brus-cas paradas.

Bajo su aire de sosiego absoluto la liebre madre vigila: suvida es una perpetua guardia, día y noche una inacabable alerta.Su genial oído sigue escuchando cuando ella duerme.

No son pocos ni despreciables sus enemigos. De noche elzorro, de ingenio más agudo y mordiente que su hocico. El gatodel monte, con su lunareada y ondulosa esbeltez, todo músculo,dientes, garras y audacia. El puma, borrachín de sangre, y acualquier hora, la cascabel, de mordedura infame. De día, el águila,el perro y el hombre.

Tiene, pues, razón la orejuda de vivir sobre el ¡quién vive!,ella, la más inerme de las criaturas todas: ni garras, ni colmillos,ni cuernos, ni alas, ni cascos, ni veneno, ni coraza protectora,nada, nada; como no sea su límpido olfato, sus formidables ore-jas para encartuchar hasta las casi inasibles briznillas de ruido,y todo su cuerpo (eslillas nulas, ijares sumidos, patas de viento),construido ex profeso para la fuga. Fuga no sólo veloz, sino elás-tica y dúctil como no hay otra. Nada más que eso, es cierto. Por-que ella no tiene ni cueva propiamente hablando, como que sólola usa, si la halla a mano, en apuros de parto o de persecución.Si no, se conforma con simular una excavación al pie de cualquierarbusto o mata.

Mamá liebre se levanta de un salto y toma parte en la juga-rreta de sus niños. Después se queda en su posición predilecta,que es también un disfrazado apronte para el salto inicial de lacarrera: sentada sobre su grande y elástico tren posterior. Consu aire de indiferencia perfecta, en realidad mantiénese en tensa

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y triple inquisición: oído, olfato, vista de cualquier noticiambiente.

Todo animal del campo, y sólo por serlo, es más o menossensible -mucho más que el hombre - a los cambios de lumi-nosidad, humedad, odoración, presión, temperatura, eso que leshace presentir con total seguridad, por ejemplo, la venida de lalluvia, del zonda o de la primavera.

Ciertamente esta última está ya en el zaguán, como quiendice. Y aunque su presencia, para el transeúnte humano, apenasse denuncia en alguna flor de oro, y el matiz más verdoso de losfollajes oliváceos del desierto, para la gente animal, aquí comoen cualquier parte, la primavera significa un acontecimiento pro-fundo venido especialmente por vía real del olfato. Florecen yala retama, la tusca, el chañar, el algarrobo, la doca, los cactus,la jarilla, la pichanilla, casi todos en un amarillo glorioso comoel pecho del benteveo o como el mismo sol, y el aire va convir-tiéndose en una tibia, dulce y casi irresistible caricia, más porlas mil embriagadoras fragancias disueltas en su seno que porgracia directa de la mayor vecindad solar. Y también porque en-tonces, allí donde se conserva un poquito de humedad, el pastiilobrota: la posibilidad del primer bocado verde y jugoso..

La liebre sueña esto con los ojos abiertos cuando se vuelve amirar a sus críos, naturalmente orgullosa de ellos que a los tresdías de nacer supieron seguirla en su fuga, y que ahora, a lostres meses están listos para echarse a rodar tierra por su cuenta.(Lo piensa con enternecimiento, porque la arisquísima es cria-tura de natural dulce y sociable, tanto que, llevados los de su razaen la niñez a la casa de los hombres, no sólo no se apartan deella, sino que distinguen y se apegan a su amo, y traban relacióncon cualquier honrada persona de cuatro patas.)

La liebre presiente un nublado, levemente inquieta, porqueel sol, buen amigo, refleja contra la tierra el vuelo de las rapa-ces del aire. La liebre (que ama sin saberlo lo imprevisto delpeligro y la aventura) no lo sabe, pero allá muy alto volandoen redondo sobre una nube, planea un águila...

La liebre se alza sobre sus cuatro patas, interrumpe su mas-ticación, con la cabeza alta, los ijares levemente contraídos y es-

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tremecidos, muy abiertos los grandes ojos oscuros que tienen laredonda limpidez del horizonte y la inocencia del campo. Mos-queando el morro, sacude ligeramente las orejas. Un golpe alsuelo con las patas delanteras y un gemido de alarma a sus hijos:y los tres parten corno movidos por un solo resorte. . . Grifo,caído desde las nubes como una piedra, en bajada vertical, abrede golpe las desmesuradas alas a un metro escaso del punto dedonde partiera la liebre, a tiempo que torciendo el vuelo y comen-zando el remonte deja escapar un chasquido de feroz despechoaguileño.

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EL SAPO

(Autobiografía erudita)

DEBO tener algún parentesco con el hombre, pues, mal queme pese, nos parecemos demasiado en la voz, en las manos,

en la barriga, en el orgullo de no tener cola y hasta en esa pos-tura llamada en cuclillas, de que soy concesionario y que él seve obligado a imitar en ciertos momentos de apuro a campo raso.

Duermo mi siesta en invierno. Naturalmente que toda la es-tación es un solo sueño. De ahí que tenga los párpados un pocoabotagados.

No bien los poetisos comienzan a babear sus piropos a laprimavera, abandono mi lecho, me doy el primer baño, hago unoo dos gorgoritos para probar mi voz de sochantre, y salgo des-pués a pasear para desentumirme brincando con mis zapatillasde goma.

Al igual de la mariposa, me metamorfoseo. Y si ella, degusano, se trueca en la alada maravilla de colores y esplendoresque todos conocemos, yo, de insignificante pececillo he llegado aser quien soy.

A mis compañeros y a mí nada nos gusta tanto como laslluvias de verano. Entonces, en contrapunto con las atipladas ra-nas, celebramos en coro bilingüe, toda la noche, la celeste bendi-ción que baja de las nubes.

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En quintas y hortalizas ejerzo sin tregua una gratuita per-secución gendarmesca a toda sabandija. Y mientras las mangasde empleados de la Defensa Agrícola devoran el presupuesto, yoy mis parientes devoramos langostas. Soy, pues, con perdón dela modestia, un benemérito de la agricultura. Bien podría comoSócrates, a quien me parezco un poco en la figura, pedir que mecondenasen a vivir a costa del Estado.

Ya quisiera, como muchos se lo creen, que mi mordedura fue-ra venenosa... ¡pero no tengo dientes, ni de leche siquiera!

¿Que soy peligroso para las colmenas? Bah, a mí no me gus-ta, como a tantos honorables que andan sueltos por ahí, quedar-me con el producto del trabajo ajeno, por meloso que sea, aunqueno niego que el sabor de las abejas me endulza la saliva.

Tampoco es verdad que guste banquetearme con fuego porel hecho de que alguna vez, en lo oscuro, trague alguna brasa ealguna colilla encendida confundiéndola con una luciérnaga, comoel hombre confunde con almas del otro mundo los fuegos fatuosde este •mundo pantanoso..

Sabiendo por el Eclesiastés que la ira es cosa de los tontos,no me sulfuran tamañas calumnias, ni tampoco esas solteronasflacas o esas matronas gordas que fingen escandalizarse estéti-camente de mi presencia. . . Al contrario, sonrío con indulgencia,esa aristocracia del desdén, como dice un francés amigo mío.¿Es que no tengo razón? Nada menos que la lira tonante de Hugoha levantado algunos de los mejores sones en mi honor, y Tris-tán Corbiére, un poeta maldito como yo (aunque muy superiora cientos de bardos académicos y venturosos), me llamó un día"ruiseñor del fango".

Aun en la vejez me conservo siempre, como Anacreonte,verde y cantor. Soy varón de sangre ferviente. ¿Qué mucho, así,que pese a mi barroso existir viva enamorado de una estrella?Mis ojos se han vuelto un poco saltones de tanto mirarla allí,en su altísimo balcón azul.

En tiempo de los quichuas era dios de las lluvias. Ahora quelos nietos de Prometeo se han echado encima dioses como Hitlery sus congéneres de derecha e izquierda, no soy más que sapo.

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CULAMPAJÁ, EL GUANAQUITO

ALA hora de nacer ya podía caminar bien; a los tres días lo-

graba seguir perfectamente a la manada. Era Culampajáun animalito suavísimo, de peludo manto rojo pardo, blanquizcoen el pecho y el vientre y el haz interno de los miembros, y contres negruras: el lomo, la cara y los ojos. Tan largote de canillasque parecía estar sobre zancos cuando se alzaba sobre sus pieshendidos hasta la mitad y rodeados en sus extremos por unaspezuñas estrechas y puntiagudas y un tanto encorvadas haciael suelo, todo sobre la planta callosa, que solía golpear contra elsuelo en los instantes de inquietud medrosa o de alacridad.Siempre erguido, como el de un chivato, el medio jeme de su ra-billo (lampiño del envés, medio arqueado hacia el lomo) quemeneaba dichosamente al mamar. Su cuello era tan largo comosus canillas. Sus peludas orejas, avisadísimas a la menor briznade ruido, amoldábanse para capturarla, empinándose, ladeándosea izquierda o derecha, agachándose hacia adelante, amusgábansecomo las de un gato en los raptos de enojo cuando ciñendo a mo-do de jareta las atrasadas naricillas, remangaba el saliente labioencimero, hondamente hendido. El más puro asombro bajo laslargas pestañas morunas, parecía aumentar aún la desmesurasombría de sus ojos, de pupila transversal y de iris pardo.

Había tanta gracia en su figura y sus movimientos que elmismo cejijunto y áspero cerro (era la primavera y subían bus-

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cando brotes nuevos hasta los límites de la nieve) parecía enter-necido al verlo. Mamando entre gambeta y galope creció a ojosvistas bajo el ceñido cariño de la madre y bajo el espacioso am-paro del padre y señor de la gran familia.

Era una manada de veinticinco hembras. Culampajá fue en-contrándose día a día con hermanitos suyos y jugando con ellosse fortaleció. Jugando y luchando se adiestró y aguirrió, sin sa-berlo, para sus futuros menesteres.

Por lo demás, jaqueada por las necesidades y riesgos, la vidade la familia significaba una gimnasia constante. Porfiadas y ás-peras andanzas diurnas de un valle a otro en busca de pasto siem-pre escaso —hierbas, musgos—, o de agua, que en veranoera preciso beberla dos veces al día y preferirla salada. La ofen-siva solía, entonces venir del cóndor o del zorro colorado o delhombre. La noche significaba la rumia y el sueño, el descansodel cuerpo, pero no del ánimo. En efecto, la noche pertenecíaal más avieso y cargoso enemigo: el puma, que solía arrimarsea favor de un viento contrario y de su paso tan apagado comoel de una hormiga sobre la comunidad durmiente.

El más adentrado recuerdo de Culampajá referíase al día- él tenía cinco - en que habiéndose oído de golpe el alaridode alarma del padre, toda la manada, que pastaba en la másdoméstica tranquilidad, se retiró a escape. Avanzaban a saltos(con el cuello tendido hacia abajo, como un caballo al corcovear),pero no en línea recta sino zigzagueando, para poder mirar aretaguardia.

A él le pareció que su madre se lo echaba por delante. Se oyóun ruido seco y agudo, devuelto por las laderas, y llegó de nuevoel relincho del padre que había quedado adrede muy atrás. Lafuga, que venía acelerándose, duplicó su aire, y Culampajá ape-nas logró comprender que su madre, empujándolo con el pecho,con el hocico, alzándolo casi, entre ahogados gemidos, seguía acorta distancia a los demás. Así ocurrió por un larguísimo mo-mento. Esa noche el te que no se acordó de mamar.

Sobresaltos de esa laya sucediéronse después con mayor omenor frecuencia, y no era raro el detalle de que al terminar lafuga faltaban dos o tres miembros de la familia.

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A los cuatro meses, Culampajá comenzó a vivir sólo de pasto.Al año, se creía tan capaz de escapar al peligro como cualquiera.A los dos, empezaba a creerse un guanaco con todas las de la ley.(Poseía cuatro patas cada una más rápida que la otra y todasmenos rápidas que la voluntad de fuga de su amo.) Pero enton-ces le ocurrió una cosa extraordinaria aunque no era la primeravez que la veía. En efecto, en la primavera anterior, el padre, elgran Vilka, había tenido un terrible enojo con los jóvenes de latribu, y terminó por echarlos a todos, uno a uno.

Pese a su inquina de desterrado, Culampajá no mezquinabasu admiración a aquel fuerte entre los fuertes. De gran talla, so-bre sus piernas poderosas y esbeltas y en alto la cabeza color dehumo, su límpido relincho (a él también designábanlo por su solavoz de guerra: relincho) que los cerros se gloriaban de entrete-ner un rato, era la salvaguardia de todos: cuando estallaba, lapopulosa familia iniciaba la fuga sin excesiva alarma, tal segu-ridad abrigábase, no sólo de que él cubría la retirada, sino deque, jugando su valor, su aguante y su magistral audacia, sabríadisipar el peligro, como niebla de un momento y salir indemne.¡Honor al invicto Vilka! Demoraba horas -y cierta vez un díaentero - en regresar, pero regresaba, con un bajo relincho deburla o de contento, él, el brujo de la topografía, después deextraviar en algún laberíntico recodo al enemigo: cazador de dospatas o de cuatro. (Algún perro o más de un zorro podían dartestimonio de que su coz o su tarascón dejaban recuerdo imbo-rrable.)

Esta vez la lucha fuá muy dura. Los jóvenes - Culampajáentre ellos - resistieron un interminable rato la endiablada agre-sión del jefe, que, gastado un poco por la edad, logró a duraspenas salir con la suya. Arreada por él, la guanacada se puso enmarcha, seguida a distancia cada vez mayor por los jóvenes ex-comulgados, cuando un lejano relincho de plata solivió todas lasorejas, mientras las miradas, despreciando leguas, registrabanpalmo a palmo todos los ángulos del cerro. Sobre un mogote som-brío detrás del cual iba a alzarse el sol, fué localizado el desafian-te: se esculpía tan profundamente sobre la quieta llama delcielo que creíase distinguir, a través de cincuenta cuadras, sus

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bisulcos cascos de bronce y goma, sus como alados remos decorredor de altura, su redondo y largo cuello en ristre, y diríaseque, hasta su morro remangado y sus morunas pestañas...

Su movilidad duró instantes no más; después de dos o tresmanotadas de impaciencia y de un nuevo relincho, se le vió des-colgarse - tan decidido fué su ímpetu—, por una de las laderas:llegó ileso, sin duda, a la meseta del pie, pues se le vió galoparsobre ella con seguridad creciente, pese a sus paradas, en direc-ción a la colina donde los prófugos, con atención cristalizada, lomiraban avanzar. El jefe de la manada dejó escapar un gañidoy comenzó a descender a su vez. A pocos pasos uno de otro, de-tuviéronse ambos, como de acuerdo, mirándose, estudiándose de-talle a detalle, a fondo: dos relinchos gemebundos, con la orejarasa, la dentadura destapada y salediza, el ojo felino de encono, yel choque se produjo: manotadas, coces, golpes de cogote, dente-lladas a la nuca, a las patas, a la cara, entre polvo, jadeo y gemi-dos. Hasta que uno, vaciado un ojo, llegó, sin notarlo, de juro, ala orilla del derrumbadero, y allí se fue a pique tras del pechónfinal del enemigo. El vencedor, después de una pausa, se volvióhacia la familia que había asistido en azorada mudez a la lucha:era el guanaco forastero, en adelante amo y señor único!

Culampajá conservó de tamaño lance un recuerdo más vivoque de aquel en que dos años más tarde él actuara como protago-nista, atacando a un jefe de manada. En dicha vez, la lucha fuécortada en seco por el más mal venido de los intrusos, el puma.

Con todo, la impresión más profunda de su vida se la debióa otra escena muy diferente al presenciarla por primera vez. Fuéen la gran meseta. Las nubes echadas desde temprano sobre elcostillar de los grandes cerros, habían terminado por juntarse en-tre sí desde temprano formando una especie de ondeante azoteade blancor irresistible que vedaba gloriosamente la vista del mun-do de abajo y sus sofocantes estrecheces. En el puro y verdaderomundo de los guanacos, de cuatro mil metros para arriba, vejasetodo bañado por el sol que tallaba aristas de diamante en los picosnevados.

Cruzando por un portezuelo fregado hasta el bruñido por los

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vientos, el clan de Vilka descendió algunos metros a una llanadaque denunciaba apenas la naciente de un gran río de los vallesdel bajo. Pastearon largo rato junto a los manantiales hasta lle-gar al lamedero donde los bisulcos pasaron más de una hora gus-tando la sustancia del sabor. Hasta que, en cierto momento, Vil..ka avanzó lentamente hasta un limpión muy liso. Cuando el restodel clan lo rodeó, Vilka, en el centro del redondel, se echó sobresus patas, revolcándose y sacudiéndose después despaciosa y rít-micamente. Y eso duró un buen rato, pero aumentando en rapidezy brío, hasta que el gran jefe se alzó sobre sus patas traseras,oscilando, y dió un maravilloso salto y otro más, y siguió en suscabriolas y escarceos y brincos, entre jadeos o gemidos ahogados,todo como obedeciendo una orden secreta. Y Culampajá vio concreciente asombro, que los demás guanacos, a medida que pisa-ban el hechizado redondel -y algunos chulengos desde afuera -imitaban, con solemnidad y alacridad a la vez, la misteriosa pan-tomima del viejo patriarca, sugerida sin duda por alguien.

¿Qué significaba esa danza de los guanacos? Era de juro untributo de adoración a los dioses del cerro. ¿O tenía algo que vertambién con la granizada que cayó horas más tarde, recia prime-ro como guijarros de honda, finalmente aguda como alfileres, des-pués? ¿O con lo que el mundo del silencio y la quietud y el fríoy la blancura, presenció al día siguiente, cuando toda la montañase sacudió como guanaco que acaba de cruzar un torrente a nado,y, mugiendo insondablemente, el viejo volcán se puso a vomitarhumo y fuego?

** *

Cuando aun no había quien encendiera fogones sobre la tie-rra, es decir, cuando la vertical del hombre no se erguía en sussenderos ni la inteligencia suya comenzaba a rivalizar con lasmás destructoras pujanzas y las más rápidas carreras, ya en laspampas galopaba el guanaco, tal vez al lado de su monumental yarcaico pariente, el macraukenia. El guanaco tiene en nuestra tie-rra el árbol genealógico de más profundas raíces. Ha sobrevividoa la extinción paulatina de muchas especies y a la sucesión de

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muchos vuelcos de topografía y de clima, a través de centenaresde siglos: prueba de su potente adaptabilidad y aguante para lasmás profundas y traidoras vicisitudes. Aun hoy habita regionesinhabitables para seres humanos y prospera donde "cualquierade los otros herbívoros se dejaría morir de hambre", pues tansufrido como activo y sagaz, bebe agua cuando la halla - saladao dulce - y si no hay más que fibras leñosas y secas, con esose conforma.

La montaña con sus mogotes, farallones y torrentes, no sabíade transeúntes más antiguos que los de la raza de Culampajá, yparecía sentir una especie de predilecta ternura por ellos, cuandolos veía aparecer con sus hundidos flancos y sus costillas alzadaspara no estrechar los bofes de gran aliento, adelantando casi si-multáneamente los dos remos de un mismo costado, lo cual, si sequiere, quitaba armonía, pero no profundidad a su carrera: esegalope corto (con el cuello casi horizontal, en sube y baja conti-nuo) que un caballo puede igualar sólo en el llano y un perrosólo en el médano, pero que ni caballo ni perro lograban empatarcuando era lanzado por una ladera.

Culampajá y los suyos evitaban, siempre que podían, los lla-nos. El calor, y sobre todo la sofocación, eran su infierno: suparaíso el aire frío y enrarecido y sin insectos de la gran altura.Evitaban, sobre todo, los campos nevados. Sus plantas no esta-ban hechas para los pisos fáciles sino para las pistas delgadascomo un silbido, los pasos peligrosos como un acecho, que bor-dean los farallones o repechan las pendientes. Ellos los cruzabancon esa misma andadura oronda de sus primas, las llamas, queapenas precisan que les sujeten con lazos la carga de cuatro arro-bas con que son capaces de caminar ocho y diez leguas de mon-taña por día. Y cuando era preciso, corrían cómodos por las pen-dientes más bruscas, y miraban con calma, con despreciativaaltivez, mejor, el fondo de los precipicios más escalofriantes. Siel caso venía, cruzaban a nado los ríos crecidos con destreza casiprofesional.

Culampajá y los suyos mostrábanse celosos custodios de losusos y tradiciones de sus abuelos. Como si se tratase de algo ata-

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ñedero a la conservación de sus vidas, atesoraban su estiércol enun solo punto, en mudo acuerdo con las otras manadas, tal vezcon el solo objeto de mantener vivo el lazo común de la especie.(Agregábase una ventaja no despreciable: los ñanduces con críasacudían en busca de insectos coprófagos, y cuando ambas nacio-nes se confundían, la de cuatro remos podía aflojar la guardia,pues la de dos no descuidaba la suya.) Cuando el acervo era muygrande variaban de depósitos. Allí cerca improvisaban los revol-caderos, para poner sus lomos en contacto con la madre tierra,generalmente a mediodía. En invierno se revolcaban sobre lanieve.

La extrema curiosidad de Culampajá y los suyos sólo erauno de los signos de su inteligencia. (Ya se sabe que el guanacoacepta la domesticidad, pero no los malos tratos; que conoce ycobra cariño a su amo, que distingue con aprecio a los demás.seres y cosas familiares y que, como cualquier chauvinista, me-nosprecia al extranjero, con muestras que suelen ir desde el mano-tón o el tarascón a la burla, es decir, al escupitajo.) Desde muylejos llamábanles la atención los objetos extraños, y solían acer-cárseles hasta media cuadra, o menos, para salir de dudas; Culam-pajá llevaba su penetración hasta comprender que un jinete soli-tario no podía ser peligroso. En vez de disparar acercábase adistancia prudente para observarlo a su sabor y seguíalo por le-guas, a veces, aunque a ratos presa de ataques nerviosos, iniciabala fuga para volver gañendo o relinchando de un modo singularentre caracoleos o piruetas de circo.

La montaña, llena de estremecimientos y sones, era para élun ente respirante y palpitante. El aire era un mensajero vivode noticias vivas. Sentía como dentro de sí, el golpear del torrente,ese ariete líquido que no descansa. De la peaña de un mogote lan-zaba su relincho de saludo matinal para sentir jubilosamente queel alma de la montaña se lo devolvía copiado y multiplicado porlos ecos.

Las hembras y los jóvenes de la manada se identificaban enuna supersticiosa veneración común por el fuerte entre los fuer-tes, el patriarca. El vibrante erguimiento de sus orejas, la inqule-

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tud avizora de sus patas, su relincho de reto, daban a su aposturael donairoso orgullo de un caballo padre. Todos se hacían lenguasde la penetración de su mirada y de su olfato. En cuanto al alcan-ce de su oído, lo creían igual al del ojo del cóndor. No menos demaravillar eran la tensión y la tozudez de su guardia. A cualquierhora del día, los suyos podían pastear o ramonear tranquilos; élera su escudo. Sólo allá de tarde en tarde permitíase breves pa-réntesis para cumplir, él también, con su paciente estómago, atoda prisa, claro está. El resto de la jornada pasábalo en esta oaquella garita del cerro, oteando las lejanías más borrosas, sindescuidar por eso las vecindades no inaptas a la traición, o ven-teando, o escuchando en redondo con las orejas y los ollares enalto, temblorosos de sensibilidad, para prevenir las fallas del ojeo.A veces dos o tres manotadas al suelo, o un gañido de nerviosidad,precedían al perforante relincho de alarma: veíasele después cara-colear como un potro o brincar como un chivo, en burlesco desafío,al parecer.

No se comía en la noche, consagrada al descanso y la rumia,y al sueño. Ahí estaban las hembras y las crías, en el dormidero- lugar más o menos invulnerable a la sorpresa—, echadas a labartola, cada cual según su fantasía: sobre las cuatro patas biendobladas, o las delanteras largamente extendidas al frente almodo de los perros, o metidas bajo el pecho y los garrones muysalidos hacia atrás, y no faltaba alguno que yaciera con todo elcogote pegado al suelo, a guisa de avestruz, como si se cansarade sostener tan desmesurado instrumento.

Transcurrieron años. Como siempre, el invierno último había-los obligado a dejar las alturas y refugiarse en los valles bajos,huyendo de la nieve, que tapa igual brotes que pastos viejos.Muy grande número de familias habíase reunido así, sin confun-dirse, y el orden y la paz se mantenían sin esfuerzo visible.

Hasta que llegaron la nueva primavera y sus deshielos ycon ello la grata conveniencia de volver a los altiplanos ya liber-tados de la nieve y donde apuntaban los primeros brotes..

Sólo que el sol, que desatara los hielos, también había des-atado algo en la sangre de los altos caminantes. Es verdad que,

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en el desfile del ascenso, guardábase el orden de siempre: cadajefe seguido de los suyos, y entre familia y familia manteníaseuna sensata distancia. (En las matas laderas de la senda veíansevedijas invernizas del pelechar reciente.) Pero el reverencial res-peto al rito no fué bastante contra el demonio que conspirabaen la sangre. El hecho es que el duelo personal que estalló entredos jefes y que pudo creerse puramente fortuito, se fue repi-tiendo cada vez con mayor frecuencia: fuera ya entre dos dueñosde manada, ya entre uno de éstos y alguno de esos machos ceno-bitas vencidos en duelos anteriores o expulsados en su adoles-cencia, quienes, si no ganaban o perdían ahora limpiamente, ter-minaban, cuando menos, por llevarse siquiera dos o tres hembrasconsigo.

Contra uno de éstos es que el indomable Culampajá avanzaahora después de trazar con el cuello horizontal un círculo, quediríase de conjuro, alrededor de su gente. Los dos rivales parecencopiarse mutuamente la mímica: las orejas aplastadas hacia atrás,las cabezas gachas hasta rozar el suelo con el belfo, el ojo conasesino brillo de víbora. . . Se han juntado al fin, irguiéndose so-bre sus traseras, estercolando y escupiéndose, primero, con lastarascadas y manotadas de estilo, entre relinchos ahogados defuria y jadeos de desaforado esfuerzo, mezquinando la nuca, lagarganta, los brazuelos - presas favoritas - a la dentellada, dif í-cii a causa de lo trasero de los colmillos, pero temible de tenacidady profundidad corno la de un moloso.

Toda la familia, azorada y ansiosa, espera el desenlace des-favorable al intruso, como tantas veces anteriores, cuando ocurrelo que nunca han visto: dos jinetes, aparecidos de improviso,acercándose al medio galope de sus seguros caballejos serranos,revoleando sus largas trenzas de cuero hacia los dos combatientesque, perdidos en la niebla roja de su furia, no ven ni oyen ni olfa-tean nada... Y tanto, que cuando Culampajá, desprendido unmomento del enemigo, erguido ya sobre sus patas traseras, lasfauces abiertas en ángulo de muerte, va a cargarlo de nuevo, sesiente detenido en el aire por algo que empareda su pescuezo yenangosta su resuello hasta el silbido...

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BUMBA, LA TORCAZA

EL verano había sido casi tan seco como la cola de la cascabel,o mejor, con tales espacios entre algunas cuasi lluvias,

que las hierbas y los pastos brotados en tres o cuatro ocasionesse agostaron otras tantas, y la escasez de semillas en la estaciónsiguiente fué grande. Malísimo cuento para toda la familia deBumba, la torcaza, que fuera de semillas y alguna que otra baya,no cuenta con más cosa para su buche.

La bandada de Bumba, como en algunos años viejos, se re-solvió por invadir la aldea, sita a nueve leguas del algarrobalnativo, distancia casi módica para un ave de ojo largo y alasfortísimas y agudas, capaces, con viento a favor, de descontarcasi veinte leguas en una hora. Claro es que penetrar en la aldeasignificaba un aumento de peligro, es decir, de inquietud, paraun animal tan profesionalmente desconfiado como la torcaza;pero allí, y donde se dejasen caer, había sobra de semillas: trébol,mostaza, romaza, alfalfa, roseta y tantas y tantas, sin contarel rey de los granos, codiciado por hombres y aves: el trigo.

Y vinieron una madrugada para regresar con la última luzdel día, repitiendo la misma singladura sol tras sol.

En realidad, ellas, como todas las de su especie, prestabanun real servicio a los labradores, pues por algunos granos detrigo o centeno, que acaso se perderían lo mismo sin ellas, erainfinito el número de semillas nocivas que levantaban. Pero el

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hombre codiciaba su carne, como un vulgar gato de la maraña.Y ellas denunciábanse de lejos, con su gran talla, no menos quecon el escándalo de su fuga: al menor amago o sin amago ninguno,oíase el estruendo de su remonte, semejante a un castañeteo oa un aplauso populoso (era el eco del chocar de sus alas por en-cima de su lomo), y después el sibilar de su vuelo profundo.

Un día se apearon en una trilla, cercana, por desgracia, aun seto que podía facilitar una emboscada. La gran bandadallenaba casi toda el área de la era, con esa gracia de su andar,vivo y gravemente cadencioso a la vez, inclinando seguido lacabeza hacia adelante, a causa de lo corto de sus patas, y estavez, también, por alzar el grano, o enderezándola una y otra vezcuerpo y todo.

Las torcazas maliciaban algo, quizá por oficio, quizá por adi-vinación. Nada vejase ni oíase, por los demás, pese a que detrásdel seto un hombre caminando en tres pies, digo con las rodillasy la palma de una mano, y llevando la escopeta en la otra, avan-zaba con cautela digna de un gato y con sacrificio digno de unacausa heroica, deteniéndose vuelta a vuelta para espulgarse lasespinas que le crucificaban las rodillas sin duda por castigar eseusurpado arrastramiento. Logró al fin el cazador tomar la posi-ción más táctica, después de tanta estrategia, gastando largotiempo en ello y gastando más aún en afinar la puntería. "Unapaloma por munición", debía ser su avara autoconsigna. Estallóel tiro al fin, seguido del largo tableteo de las alas en remonte,mientras el operador, seguro del éxito de su obra, aspiraba condelicia cinegética el tenebroso olor de la pólvora.

La bandada no volvió en las madrugadas siguientes. A losdías de aquella aventura, Bumba, espulgándose un costado, dondevenía percibiendo algo como un tumorcillo, su pico encontró unaminúscula semilla cuyo peso y redondez la hicieron pestañear decuriosidad largo rato. Lo cual no impidió que terminara comién-dosela.

A las semillas empeñosamente buscadas para el yantar decada día, Bumba comenzó a mezclar pedacitos de caracol, es de-cir, materias calizas necesarias para la incubación. Por esto sedió cuenta de que la primavera llegaba.

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La manutención siguió dificultosa y costosa como pocasveces. Fuerza era conformarse con semillas pequeñas y casi siem-pre durísimas y con la necesidad consecuente de tragar piedreci-llas y beber agua con más frecuencia. Para colmo, la avaricia dealgunos individuos se dejó ver sin pudor: cuando la banda porcasualidad procurábase una buena pitanza, veíaselos arrojarsesobre ella extendiendo ambas alas para estorbar a los otros.

Entretanto, había llegado la estación turbadora. Su aproxi-mación la adivinaron todos: la hierba, el árbol, el pájaro, el in-secto escondido debajo de la corteza o la carne de los troncos,y aun el reptil sepultado bajo tierra. Era algo tenuísimo, peroperceptible por el vello, la pluma o la escama, corno promesade una tibieza y una dulzura gloriosa para todos como la lechepara el mamoncillo. Así al principio. Después fue como una cor-dialidad magnética, como una contagiosa juventud circulandopor el aire y las venas.

Alguien había dibujado de nuevo las montañas con un lápizazul, los árboles con un lápiz verde. Ya el sol era una sonrisa irre-sistible, el viento un arrullo. Todos soñaban con la dicha. Tal vezeran dichosos sin saberlo. Cada cual era un poco como la abejaque cruzaba volando doblemente dorada de sol y de polen o emer-gía de una corola mimando con las patas su borrachera de néctar.

La época de los amores comenzó, alargándose para algunoshasta comienzos del verano.

En un algarrobo del algarrobal, en la soledad defondada delcampo, Bumba, la torcaza, y Bum, su esposo, han hecho su nido- simple corno la choza más pobre de los hombres - con algunasramillas del árbol doméstico, con palitos de cualquier parte, traí-dos por él, mientras ella iba disponiéndolos sin traba ni mayoresmero, sin acolchado de pajas o plumas. (No usaron el nido demeses atrás porque las suciedades de la crianza anterior lo ha-bían dejado inservible.)

Pese a su gran apego a la vida en común, con la bandada,pudo más el imperativo del amor de veras que busca siempre esapoblada soledad de dos. Así Bumba se ha aislado con su compa-ñero, aquel que hace ya tres años triunfó en el corazón de ella

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frustrando la aspiración de los otros varones de la vasta paren-tela, cuando su primera prueba de confianza amorosa fué espul-garse mutuamente.

Hermosa es ella con su peto de raso color vino, su mantillagris azulada de borde negro, su collar de amatista con brocheblanco en la nuca y sus sandalias de púrpura. Todo para no men-cionar el milagro naranjado de sus ojos, mezcla de languidez yfuego, de timidez de gama y altivez halconera.

Cuando ella, al fin, se echó para amoldar el nido y esperarel primer huevo, él se retiró a una distancia bien calculada delalgarrobo vecino y posándose en una ramita cimera, hinchandoel corto y gemado cuello, e inclinando un poco la cabeza, se pusoa cantar para su compañera. Verdad es que el arrullo se reducíaa una sola nota, pero reiterada con tan apasionado trémolo quehacíase escuchar del bosque entero. Entre arrullo y arrullo perci-bíase el ruido castañeteante de la inspiración.

Cantaba desde antes del alba, hasta que alto ya el sol, abríalas alas y partía con ese palmoteo torcacil que aplaude la fuerzay gracia de su propio vuelo. Pero antes de mediodía ya estabaen su sitio de amor, cantando de nuevo. Una nueva ausencia y lacanción se prolongaba, con breves pausas, casi toda la tarde.

Un día corrió viento muy temprano, después se nubló y llo-viznó el día entero. Bum no pudo cantar ni una sola vez.

Cuando el huevo, el huevo único de la torcaza, hermoseó sun-tuosamente el pobre nido, Bumba se apelotonó sobre él horas yhoras, tan inmóvil como una piedra. Sólo que antes del mediodía,Bum, con reiteradas insinuaciones, la obligó a cederle el puesto.Ella debía ir a beber agua en el manantial más cercano, a treskilómetros de distancia.

Ese día y los que siguieron, el fuerte Bum reemplazó lo me-jor que pudo a su delicada compañera en el empeño de que aladorado huevo no le faltase un instante el calor amoroso. Lomejor que pudo, porque él no tenía para esa profunda obra nila paciencia ni la capacidad de aquietamiento perfecto de Bumba.Por la tarde relevábala otra vez para que ella pudiese buscaralgunas semillitas o granos, o beber agua de nuevo.

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Ambos adivinaron, primero, y lo sintieron después, que algose movía dentro del huevecillo. Al fin, un día lo tan oscuro yextraflablemente deseado y esperado, sucedió: como algunas ye-mas del bosque, el huevo se abrió y Bumba sintió removerse bajosu pecho y su vientre un bultito vivo, cuyos latidos, píos y tibieza,sentía mucho más con su corazón y todas sus entrañas que consu piel y sus oídos. Bumba no quiso ese día ser relevada ni acor-darse de que había agua ni semillas ni vuelos bajo el cielo.

Pero Bum pudo al fin ver y cubrir a su hijo: era una pelotitade carne casi enteramente desnuda, con algunos piosos amagos depluma, que tiritaba piando, con los globulosos ojos cerrados.Una cosita absolutamente inerme e indefensa, incapaz por sí mis-ma de hacer nada por su vida, si no era agitarse y piar con mayorviveza a medida que crecía, abriendo desmesuradamente el picocada vez que Bumba o Bum le ponían en el granjero el juego cre-moso que en esa época segregaban sus buches dobles. Creció rápi-damente (eso sí, sin un minuto de descanso para el ceñido cuidadopaterno) hasta vestir de mimosas plumas toda su desgarbadadesnudez, y hasta que los chichones de cada lado de la cabeza seconvirtieron en la cosa más adorable del bosque: dos ojos abso-lutamente incomparables de forma, color y expresión.

Pué entonces cuando ocurrió la tragedia. Bum, para ejercersu vigilancia o entonar el arrorró para su hijo, prefería la ramitamás seca - la más alta - del algarrobo vecino. Una mañana decielo límpido, apenas estorbado por una nubecilla, después de can-tar largo rato, se interrumpió un instante para espulgarse, me-tiendo el pico bajo el ala ahuecada.

En ese mismo momento volaba a gran altura sobre el bosqueun personaje que cuando se dignaba acercarse a la tierra —yhacíalo con harta más frecuencia de lo que muchísimos desea-han- levantaba un inevitable escándalo entre la avifauna me-nuda y también en no pocos mamíferos menores: el halcón tras-humante o gitano. El carancho, ymás aún el chimango, que comencarroña o siguen a los cazadores de dos o cuatro patas para apro-vechar chacalescamente los sobrantes de sus logros, y atrévensea lo más con animales recién nacidos y heridos o enfermos, po-

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dían ser mirados con cuasi indiferencia y aun con desprecio. Podíaser olvidada el águila, que tiene predilección por liebres o peludos,borregos o lagartos. Pero la sola aparición, a cualquier altura delbandido de alas de guadaña y gregüescos atigrados, desataba unagalopante epidemia de terror: gritos, chillidos histéricos, fugasmás o menos incontroladas por aire y tierra procurando la matao la cueva salvadora, y aun un tiritar o gemir después que elpeligro había pasado...

Evidentemente, como tantos tiranos (éste que cazaba a vecespor pura sevicia, según unos, por pura gimnasia, según otros, de-jando intacta su presa), gozaba fúnebremente con su riego depánico, como advertíalo bien lo burlesco de ese lamento que eri-zaba tantos pelos y tantas plumas. Tan seguro estaba del relám-pago de sus alas, de la casi fatalidad de su bote, del poder de esagarra que apuñaleaba con cuatro tajos, de un solo apretón, elcorazón de sus víctimas. En la ocasión anterior, Bumba habíadado la voz de alarma acallando los primeros píos del pichón aúndentro del huevo. Esta vez no hubo tiempo de nada. Cuando pa-reciéndole sentir algún rumor, Bum sacó veloz su cabeza de debajodel ala, iniciando simultáneamente el vuelo, ya fué demasiadotarde. El halcón llegaba sobre él.

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LA SERPIENTE Y EL HOMBRE

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JUAN Tobal, cuyo padre había sido hombre de balumbosa for-tuna, vivía con sencillez en la pobreza. Cuando adolescente,

se había hablado de él como de una especie de gran promesa. Supadre habíalo enviado a la lejana metrópoli donde ingresó comocadete en la Escuela Naval. Se supo al poco tiempo que, abando-nando ésta, dedicábase a una carrera universitaria. Después, queabandonando todo, se entregaba al periodismo. Finalmente, al-guien dijo saber que echado de un gran diario por indeseable acausa de sus extrañas convicciones y su más extraño empeño ensostenerlas, trabajaba como obrero en una fábrica. Pasaron variosaños en que nadie habló más de él. Hasta que un día reaparecióen el pueblo vestido con extrema modestia y sin más haber queunos cajones con libros. ¿Para qué necesitaba ahora libros el estu-diante fracasado? Eso dijo la gente. El no dijo nada y se dedicóa cultivar caña de azúcar en unas cuantas hectáreas de monte,que era cuanto quedaba de la riqueza paterna.

Se casó después con una muchacha de condición muy humil-de, cosa que no dejó de hacer alzar las cejas a las gentes respe-tables y aun a los pobres.

Aunque nadie o pocos lo esperaban, Juan Tobal mostró unalarga disposición para entenderse con toda clase de gente, en espe-

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cial con la que vive por sus manos, y una voluntad y capacidadno común en sus trabajos rurales, desafiando el frío, el calor ylos largos horarios. Sólo que continuó leyendo buena parte de lanoche o del alba como un estudiante en vísperas de examen. Yen sus ratos libres se internaba en el bosque, a pie o a caballo,con su escopeta o su machete, a veces por días enteros.

Todo lo cual tenía esta explicación, si necesitaba alguna: erauna innata sed de conocimiento lo que Juan Tobal buscaba calmaren el trato con las gentes, los libros, la Naturaleza y su propiopensamiento, como la sola posibilidad de lograr lo único que talvez le interesaba: labrarse un alma libre.

Juan Tobal era quizá, por encima de todo, un artista, aunqueni él ni nadie lo sospechara. De cualquier modo, su sensibilidadparecía simultáneamente apta para la belleza de las ideas, de lossentimientos y de las formas, sobre todo de las formas vivientesde la Naturaleza. Ante los grandes y majestuosos árboles cubier-tos de líquenes, o el gran río en creciente cubierto de espumas ycamalotes, experimentaba una emoción sin duda sólo cotejable ala del creyente de las mitologías ante sus dioses barbados. Eldeliquio que le producían ciertas flores, ¿no era como la miraday el beso juntos de la mujer amada? Pero su preferencia se vol-caba sobre los animales, esos hermanos consanguíneos del hombre.

El hombre era, sin duda, un animal que se diferenciaba delos otros en grados, no en esencia. ¿No había demostrado la bio-logía que el embrión humano se asemeja a los de las especiesinferiores o en ciertos puntos a ciertas conformaciones de ani-males inferiores en estado adulto?

"El coxis forma una protuberancia, como una verdadera cola.""Al fin del séptimo mes de un embrión las circunvoluciones delcerebro humano están casi en el mismo estado de desarrollo queen el babuino adulto." "En el embrión humano el dedo gordo delpie aparece como órgano aprehensor tal como en los cuadruma-nos." Darwin, Bischoff, Wyman, decían eso. Y que no sólo su con-formación, sino también su desarrollo y su manera de variacióneran idénticos a los de los animales inferiores. Y también susgustos, tendencias y costumbres. Sus facultades mentales diferían

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en grado, no en naturaleza. Es decir, que no sólo el cuerpo, sino

también el alma del hombre arraigaban en la zoología.

Pero, acaso, eso que llamamos instinto, que dota a cada cria-tura animal de la más sagaz e infalible inteligencia para esquivarel dolor y la muerte y gozar de la vida y perpetuarse en sus des-cendientes ¿no es una inteligencia (parte de esa que organizó ygobierna el universo) anterior y mayor que la vanidosa inteli-gencia humana que se cree única? No, la inteligencia no es unprivilegio humano. La mente, en innumerable gradación, existeen todos los hijos de la vida. La del hombre no tiene más supe-rioridad que la de especular en ideas abstractas. La conductaracional del animal, por incipiente que sea, implica pensamientoy juicio. ¿Qué significan, si no, las iluminadas conductas de laabeja y la hormiga? ¿Y la del castor derribando árboles de laorilla del río sobre su corriente para obstruiría y remansarla, o ladel chimpancé ensamblando dos cañas para alcanzar las ramasmás altas del árbol?

En todo caso, durante millares de siglos, el hombre vivióexactamente como los animales, sin el menor invento mecánico,sin una organización social que sobrepasara - a veces ni siquieraigualara - la de muchos animales, y puramente a merced de lascircunstancias de lo que la libérrima Naturaleza le ofrecía.

Todo eso significa - decía Juan Tobal -, que sólo a travésde la zoología puede estudiarse y comprenderse al hombre, no através de noñerías trascendentales. Y, por lo tanto, el primer con-sejo de la filosofía debe ser el de entender y amar a los animales.¿Por qué, desde niño, el corazón humano se inclina con misteriosay amorosa curiosidad hacia ellos? Sólo que el hombre ha prefe-rido convertirse en su verdugo o su tirano. La llamada domesti-cación tiene para las bestias el sentido irrefragable de una escla-vitud. El, en su torrentosa fatuidad, asegura que aquélla implicaun mejoramiento, pero se trata sólo de una nefanda deformacióndel esclavo para beneficio único del negrero. Ahí está, para nocitar más, el ejemplo de la ágil y valerosa vaca de las florestasy montes salvajes que sabía bastarse a sí misma para su alimentoy albergue y podía levantar un leopardo o un puma entre las astas,

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se trocaba en un torpe y tumefacto odre de grasa y leche. ¿Queel hombre atraía al pájaro cantor no por interés utilitario sinopor tierna simpatía, por admiración estética hacia su plumaje ysu música? Podía ser... Pero si había crimen inadjetivable sobrela tierra era el de someter a la más inocente, andariega, álacre ylibre (oh, la más hermosa) de las criaturas, a esa apoteosis delo vil llamado jaula. ¿Es que no se comprendería alguna vez quemientras su alma se deleitase en jaulas el hombre no podría nuncadeleitarse en la libertad, es decir, ser propiamente hombre?

Oh, el hombre estaba pagando demasiado cara su civilización.Y no porque ésta no pudiera ser y urgía que lo fuese - una su-peración efectiva del salvajismo, sino porque el hombre se empe-ñaba en cultivar en sí sus más tristes propensiones en vez defomentar sus mejores cualidades. El hombre no sabía ser sino unade estas dos cosas: o esclavo o esclavista, es decir, una de las dosformas integrantes de la servidumbre, en vez de esforzarse ensuperarla.

A lo menos en la Naturaleza no había esas muestras de vile-za sublime llamadas sumisión, adulación, idolatría. Tampoco elmiedo tenía caracteres de endemia como entre los hombres: mi-lagrosamente recién escapados de las garras del león o del halcón,la gacela volvía a pacer serenamente, el pájaro volvía a cantarcon el fervor de antes.

Naturalmente, el hombre no había encontrado mejor •modode mimar su fatuidad que calumniando a los animales. Así no secansaba de ponderar con angelical horror su inmoralidad y sucrueldad sin sospechar que eso era un inconsciente ardid paraocultar las suyas. En efecto, su franqueza y su inocencia librabana la bestia de toda acusación de inmoralismo. Y observadores sa-gaces habían comprobado que ni las llamadas fieras eran propia-mente crueles. Cuando el tigre o la víbora mata para comer proce-de con la misma ingenuidad de alma que la liebre pastando. Nosólo eso. "Saciado -decía el cazador Rubio - el león se vuelvesumamente pacífico o indiferente. No busca el peligro, sino loevita." Y otro había denunciado al mundo la brutalidad y la imbe-cilidad del sistema de doma de animales de circo, hecho a látigos

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y hierros candentes. "El carácter fundamental de las fieras no esmaligno: son sensibles a la amistad y la benevolencia: correspon-den a la confianza con la confianza. Por la violencia no se consiguede los animales ni la centésima parte de lo que se alcanza con labondad." "La salvaje pantera y la mansa oveja pueden ser com-pañeras de juego." Del más áspero y desmesurado tigre de Ben-gala que conoció nunca (lanzábase, tromba erizada y rugiente,contra el domador, chocando en las rejas, cayendo y alzándose, conla peor centella en los ojos, sacando largamente las trémulas zar-pas por entre los barrotes) hizo en dos meses un amigo que mau-llaba por una caricia entre las orejas, para tenderse en el suelorunruneando de afecto. Y Juan Tobal se decía: ¿Y por qué —pesea la opinión de Schopenhauer, de Poe y de Torquemada - el hom-bre ha de ser peor que las fieras? Nunca. Líbreselo de las palmetasy los dogmas, de las cadenas de los polizontes del cuerpo y los dela mente, y ya veremos.

Uno de los más profundos amigos de las bestias, que hallabaque ciertos elefantes no sólo tenían inteligencia sino talento, con-fesaba: "Yo quiero a todos los animales, es verdad, lo tengo en lasangre; pero las fieras son mis preferidas." Juan Tobal compren-día todo eso, tal vez como nadie, porque sus predilectas eran otrascriaturas más odiadas y calumniadas que las mismas fieras: lasvíboras.

III

Na hay duda de que para el hombre arcaico la serpiente erala Esfinge, esto es, la encarnación del misterio, del terror y de lamaravilla. Sobraban motivos a fe: su cuerpo, desde luego, tan dis-tinto al de todos los demás animales en forma y temperatura, sumarcha sin patas a ras de tierra, semejante a la ondulación delrío o de la llama; sus ojos sin párpados, inmutables como la eter-nidad; su larguísima capacidad de ayuno y de éxtasis o muertetransitoria; su don de cambiar de piel, remozándose en cada pri-mavera; su virtud de sigilo y de penetrar en los más secretosescondrijos; el contraste entre la interminable inmovilidad de sudescanso o su acecho y la rapidez de su ataque no inferior a la del

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rayo; la hermosura y esplendor de sus colores y, en fin, misterioprimo, la distancia entre su bulto bajuno y mínimo y su poder demedirse triunfalmente con gigantes cien, trescientas veces másgrandes que ella.

¿Qué mucho, pues, que en cualquier parte —India, Egipto,Persia, Judea, Europa, Méjico— y a través de millones de años,la serpiente fuese idolatrada, y que en Persia y Palestina sobor-nase profundamente a la primera pareja humana, y que en épocasno tan distantes Moisés tuviese que amenazar policialmente a supueblo para desviarlo de la ofidiolatrja?

¿Encantadores de serpientes? No los hubo nunca. Los así lla-mados fueron y son meros sacamuelas perforadas, o plagiarios deMitrídates, o dan por cobra adulta un pitón de dientes de leche.La serpiente, sí, fué encantadora de hombres, y no sin razón, justoes confesarlo: la mareante presencia de su cuerpo espléndido yfrío como las joyas y que avanza en ondas como empujadas por unpropio invisible viento; su silencio de niebla o luna; su virtud deacercarse sobre su presa, vibrando la lengua, para recoger las on-das del aire o tal vez para ocultar bajo ese llamativo flamear elavance infinites imalmente lento de su cuerpo; su poder de fasci-nación sobre sus víctimas predilectas; su piel tatuada de signosindescifrables. . . ¿No aludía, mordiéndose la cola, al cero y al in-finito? ¿No formaba su horizontal, oponiéndose a la vertical delhombre, al ángulo que abarcaba todas las variedades vivientes dela zoología?

Sí -pensaba Juan Tobal -, la serpiente era bella y terriblea la vez, y por eso atraía corno la muerte. Era como la estatua delreposo perfecto o como un silbante relámpago sobre la hierba. Ca-lentándose al sol, podía parecerse al cinturón de Venus o a la ligade la Pompadour, pero en el ataque se arrollaba y desenrollabacon el movimiento helicoidal de los ciclones. Era como un largoescalofrío de terror y de placer a un tiempo, o como una ringlerade anillos de pasión y perdición, o como la voluntad de poder en-carnada en un músculo autónomo, o como el querer de la tierraluchando por sobrepasar su propio nivel... (Tal vez era el símbolode los sueños inconfesables del hombre.)

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No era mucho, pues, que la familia ofídica hubiera preocupa-do desde lo más remoto a los mayores concesionarios de la sabi-duría, desde el fenicio Sanchoniathon que escribió hace treintasiglos sobre la naturaleza divina de la serpiente, hasta Salomón,que dijo que su remar sobre la piedra sólo era comparable al deláguila en el aire y el del barco en el mar. Misterio antiguo, pues.

Juan Tobal había comprobado que la zoología más modernaestaba llegando casi al esclarecimiento - al menos el de un clarode luna en la noche - de ese misterio.

En primer término, en lo que hace al enigma de su forma yde su andar sin patas, podría responderse que era uno de los casosmás maravillosos de adaptación al medio y a sus propias necesi-dades. Dado que su plato predilecto lo constituían los ratones y lasratas era ventajosísimo que no hubiera cueva o hendija por dondeellos pasaran que ella no pudiera pasarlas; y luego, tan frágil deespinazo que un golpe de caña bastaba a rompérselo, conveníaesconder el bulto cosiéndolo a la tierra como los mismos felinos ycaninos intentan hacerlo a veces: por todo ello las patas resultabanun estorbo y urgía jubilarlas. Es lo que hizo un día. (Algunasboas conservan aún vestigios de patas traseras.) Pero en realidadhizo otra cosa: fué caminar con la punta de las costillas, de suscientos de costillas. Y así resultó que, mientras el llamado ciem-piés era un embaucador andaluz, ya que sólo tenía algunas doce-nas de patitas, el verdadero ciempiés era la serpiente. ¿Qué mucho,pues, que pudiera caminar con la prisa de la centella?

En cuanto a lo del veneno - de que la serpiente no es conce-sionaria exclusiva - es un recurso de los tantos que la Natura-leza pone a disposición de sus hijos en la lucha por la vida: comola tela enredadora de la araña, las uñas envainadas del tigre, laactitud orante de la mantis religiosa y le los sacerdotes bárbaros,el aroma soponcial de la mofeta, la pila eléctrica del gimnoto, ladiplomacia de los gobiernos.

Ocurre que, en el reparto general de aptitudes y armas, algu-nas tribus de sierpes resultaron poco favorecidas: dientes peque-ñísimos, ausencia de molares, mandíbula superior muy recortada.¿Cómo podían retener su presa? La Naturaleza las ayudó a en-

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mendar su error, ahuecando dos de sus colmillos para inyectar enla sangre del enemigo una gota de su saliva trocada en filtro pa-ralizante. Cierto, éste debía cortar en el acto la fuga de la víctimao no servía para nada. Así adquirió ese elixir infernal aunque paraello se precisaron millares de años. Todo lo demás vino como com-plemento indispensable. Los colmillos con canal, vueltos doblemen-te frágiles, van acostados y sólo se yerguen en el momento pre-ciso. Un poderoso músculo esfínter retiene o suelta el veneno. Co-mo el esgrimista contrae su cuerpo y su brazo, el animal se enrollasobre sí mismo al agredir, no sólo para ofrecer el menor blancoal enemigo, sino para distender y recoger con la máxima velocidadun tercio del cuerpo en el ataque hacia adelante y hacia abajo aestilo de estiletazo.

Un tercio de la tribu de las serpientes perdió, pues, su ino-cencia original... aunque no más que el hombre. La sierpe vene-nosa sólo ataca cuando tiene hambre y a los animalejos que pue-den servirle de desayuno. En caso contrario, prefiere huir, a me-nos que se vea o se crea amenazada (entonces, claro es, prefiereser martillo a ser yunque) y aún así silba, o sacude el crótalo, silo tiene, previniendo al imprudente. No, no es ningún artista delmal si mata sólo para comer, no como el horno sapiens que aúnsigue matando por soez codicia, por puro miedo o por pura mio-pía vanidosa.

** *

Aquella mañana, Juan Tobal había penetrado en el bosque alamanecer. Pudo gozar así del populoso bullicio con que casi todoslos habitantes diurnos reciben la llegada del día. Pero aquello noduró mucho. Una hora más tarde, en efecto, el silencio era tanimpresionante como el de una catedral abandonada. Y Juan Tobal,como cualquier aprendiz de salvaje, sabía caminar con el menoreco posible o sin ninguno. Pudo percibir así, con facilidad, unpequeño ruido que llamó su atención. Se movió sigiloso y sin pri-sa, hasta localizarlo. . . Se encontró con un espectáculo que, nopor conocido, le interesó menos.

Una boa de no más de cuatro metros -un cachorro de la

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gigante familia de las Anacondas -, estaba procurando engullir-se un pecarí después de haberlo estrangulado entre sus anillos,naturalmente.

Juan Tobal sentía un interés no menos apasionado por lasprofesoras de estrangulación que por sus primas, las maestras deLucrecia Borgia. La falta de veneno estaba compensada en ellaspor una mayor movilidad, el mayor poder físico - ya que no quí-mico - de sus dientes y una fuerza casi incalculable. (La preco-cidad sí era paralela: apenas salidas del huevo, unas sabían en-roscarse y oprimir tiránicamente como las otras ensayar a fondoel colmillejo fúnebre). Y sobre eso, las Anacondas se movían tansabiamente sobre la hierba o sobre el agua como en las ramas delos árboles. . . De su acostada estatura y la profundidad de suabrazo tal vez no todo estaba dicho. Los pacatos hombres de cien-cia fruncían el ceño o sonreían oblicuamente de las andaluzadasque charlaban de ejemplares de doce, quince metros o más. PeroJuan Tobal sabía que el comandante Fawcett acababa de dar in-formes fehacientes, ante la Real Sociedad Geográfica de Londres,sobre un ejemplar de diecinueve metros y medio, el más extensoanimal terrestre, pues!

¿Que la Anaconda era un poco miope y un poco sorda? Esoimportaba apenas. Su fuerza y su voracidad eran más envidiablesquizá que su tamaño. Una boa de apenas algo más de dos metrospodía derribar de un solo cabezazo, con la boca cerrada, a un hom-bre, y si el impacto era en el plexo solar, el derribo podía ser sinlevantamiento. Su misma cola podía tundir de modo inolvidable.Con todo, su gran arma eran sus anillos musculares. Si una boa detamaño mediano retenida por varios hombres, lograba liar surabo en la pierna de uno de ellos, era muy capaz de desasir elresto de su cuerpo y envolverlo mortalmente en el de su verdugo.Así debía ser sólo un caso de simple reiteración aquel que acaba-ba de ocurrir en un circo con el encantador a cuya alumna decinco metros de largo, liada a su cuerpo, se le ocurrió apretar unpoco más de la cuenta sus espiras: el maestro dio un grito, cayóa tierra, cosa que el público creyó parte del juego, pero sus hue-

sos habían sido rotos en ochenta y cuatro partes.

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Su técnica del ataque era impecable: lanzando como un dardosu tercio delantero hacia la presa (las mandíbulas en ángulo de90 grados con la línea del cuerpo) asegurábala con sus dientescurvados hacia atrás impidiendo toda fuga, mientras enroscabaalrededor del cuerpo apresado sus irresistibles espiras, Con pre-sión creciente, hasta darle la forma de una salchicha teutónicalista para ser tragada.

Lo que Juan Tobal, en tal cual ocasión había podido Compro-bar del voraginoso poder engullidor de las serpientes en generaly de la Anaconda en particular, era no menos interesante. Gra-cias a su cuantiosa elasticidad y a que sus mandíbulas no estabanencajadas entre sí sino simplemente ligadas, como es sabido,cualquier víbora podía tragar a su hermana melliza y aun a suhermana mayor. Que una Anaconda de respetable corpulencia pu-diera ingerirse a un mono, un venado o un hombre, no era nin-guna milagrería. Sólo que después debía resignarse al sopor y ala abstinencia. Su digestión podía durar semanas y meses. Si tra-gaba huevos devolvía las cáscaras. Si tragaba un jabalí, defecabasus sobrantes por partes y con intervalos de días: primero suscerdas, en bolas, después los excrementos oscuros de la carne ylos excrementos blancos de los huesos; después los colmillos y pe-zuñas sin digerirse. También solía ayunar durante meses o un año.

* * *

Juan Tobal, llegado al tronco de un árbol a diez pasos de laserpiente, se apegó a él en pareja inmovilidad, observando. Pro-bablemente el animal no vió al viniente ni "escuchó" sus pisadas:mas, sin duda, con eso que parece ser una virtud adscripta alcuerpo de las serpientes sintió de algún modo su llegada. Lo cier-to es que por largo rato se quedó tan quieta como un lingote.Hasta que por fin recomenzó la tarea interrumpida. . . entre otrasrazones, porque no tenía más remedio. En efecto, por razón deque sus dientes encorvados hacia atrás le servían, no para masti-car sino para ayudar la ingurgitación de la presa, una vez iniciadotal empeño, no podía renunciar a él. . . Así, pues, los dientes sólose desclavaban del cuerpo del cochino cuando las dos mitades de la

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mandíbula inferior de la fiera, avanzando alternativamente, co-gían a cada avance nuevo bocado, mientras las fauces soltabanun abundante moco sobre la parte de la presa que tenía dentropara lubricarla. Era aquélla, pues, la más perfecta máquina deingerir imaginable: no hubiera habido inconveniente para ellaaunque el volumen de la presa hubiese sido mayor, pues no sólolas mandíbulas simplemente unidas por ligamentos podrían des-plazarse al máximo sino que tampoco habría obstáculo más ade-lante: aquel cuerpo no tenía esternón y era de goma.

¿Una Anaconda podía, pues, ceñir con su abrazo el bosque yel río, y tragar con sus fauces la bola del mundo?

* * *

Puede un hombre vivir por meses y años junto a un bosque ypenetrar en él diariamente sin ver una vez un animal de determi-nada especie. Y puede ocurrir lo más opuesto: toparse en el mis-mo día con dos ejemplares congéneres.

Eso le ocurrió a Juan Tobal, a mediodía, de regreso de susolitaria excursión. Al avanzar por un sendero que clareaba entrela maleza, saliendo ya del bosque, tuvo una de las emociones másvibrantes a que puede aspirar un mortal: el encuntro cara a caracon una víbora de tan buena pinta como mal renombre: una ya-rará cusú, en este caso.

Seguramente la sorpresa fué mutua, y al primer amago delmachete del hombre, la lúgubre alimaña se hurtó velocísima enuna tendida maestra (algo como el brinco lateral del gato montés)y se enroscó sobre sí misma, y remontó un tercio de su cuerpoen una espiral vertiginosa de nácar, azabache y oro, con la cabezaen alto, lista para la doble estocada.

Difícil, hasta para él mismo, hubiera sido saber si en los ner-vios de Juan Tobal obró más la emoción del riesgo que la de losdos esplendores de su enemigo: el de su cuerpo y el de su apronte.No pertenecía Juan Tobal a la tribu de los poetas y apenas sihabía leído versos en su vida, pero, como la mayoría de los ani-males al cambio del tiempo, era él sensibilísimo a muchas mues-

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tras de la vívida belleza del mundo. Ya dijimos que las sierpesestaban entre ellas.

Juan Tobal se inmovilizó sabiendo que mientras él no menea-se un dedo su bella enemiga no menearía una escama. ¿Enemiga?Bien sabía que la víbora estaba mucho más asustada que él. Ellaesperaba que él prosiguiera su camino, para volverle la larga es-palda. No constituía el hombre presa para la víbora. ¿Lo atacaríapara exponerse a quebrarse los frágiles colmillos o a que le que-brasen el no menos frágil espinazo? No; en casos como éste, ellasólo atacaba por miedo; cuando era o se creía atacada.

El hombre, entretanto, parecía encandilado por aquella ma-ravilla que estaba casi al alcance de su mano. El terror, el esplen-dor y el misterio. . . El estremecimiento de la vida y la muerte.

La víbora parecía haber quedado inmóvil para siempre, comola mujer de Lot al volver los ojos hacia Sodoma en llamas. Susojos de broncos arcos superciliares, pero sin párpados - digo, conpárpados transparentes y fijos como el vidrio de un reloj-, pa-recían no mirar siquiera. Su boca sin labios, cerrada hermética-mente. Ahí podía quedar, si era preciso, siete horas seguidas, contodos sus músculos y escamas petrificados. ¿Imitación o iniciaciónde la muerte? No, porque tal actitud era de la más intensa guar-dia, y porque una cosa sutil se movía intermitente: la lengua dedos puntas... ¿Amenaza? Sí, o mejor advertencia: No me con-funda usted, sin saberlo o a sabiendas; aquí estoy, lista. Pero siusted se va, mejor para los dos.

Ya se ve que ni furibunda perdía su sangre fría... JuanTobal pensaba en otras cosas. Que la formidable bestezuela, comotodas sus hermanas, era un tanto sorda y que era menos aficiona-da a la música que a los pájaros que la producían. . . Que sulengua no tenía nada de viperina, digo de contagiosa. . . Que laposición de sus rasgos faciales, como en el mono y el vampiro,le daban cierto parecido con la faz humana, algo como hecho adre-de para rabajar el orgullo angélico del hombre. Y pensaba, tam-bién, en lo que se escondía en aquella boca bien cerrada: loscolmillos claros y tenues como un rayo de luna (aunque enormespara su cuerpo, como los de la morsa), y cuya lastimosa fragili-

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dad estaba compensada por el privilegio de poder renovarse: col-millos que cuando tenían llena por el ayuno la ampolla que habíaen su base y podían trasegar su elixir aciago en una vena, poníanla sangre de cualquier hombre o animal a igual temperatura quela de la operadora... y ello en cuestión de minutos. Sí, pensabaen lo que saldría de aquella inmovilidad de sepulcro si el caso seofreciese: el cuello distendiéndose como un arco disparado, lasmandíbulas abiertas hasta quedar sobre un mismo piano, desnu-dando los colmillos que se erguirían, avanzarían y cumplirían sumisión de juicio final, y la boca se cerraría, el cuello se recogería,el animal recobraría íntegra su posición inicial: todo en un tiempotan veloz (el movimiento más veloz de toda la zoología) que nadievería nada, que podría jurarse que el animal estuvo en éxtasis sinmoverse un décimo de milímetro...

Y, sin embargo, esa simple hija de la naturaleza, de tantabelleza como el arco iris, era tan inocente como una paloma ymucho más que los hombres y sus compañeras, ¡oh misterio dela serpiente! (Ante él, Juan Tobal también parecía casi en éxta-sis, como el estatuario ante su obra acabada o como el cenobitaagotado por los ayunos esperando la bajada del ángel panadero.)

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LA PERDIZ

1.

TENGO verdadera pasión por la perdiz. No se me entienda mal.No hablo de afición culinaria. Ni siquiera de una preferencia

de cazador. Es amor a la perdiz misma, como libre, bella y puracriatura de los campos. Todo me gusta en ella: su vestido proli-jamente lunareado, su airosa cabeza como cubierta por unpañuelo anudado en el copete, sus ojos ingenuamente vivos, lasencilla coquetería de su paso doncellilmente menudo y ligero, ytambién, por cierto, su timidez rústica.

¿Y qué decir de sus huevos, los más hermosos de la tierra (ymás hermosos que las esmeraldas, porque encierran un misteriode amor y de vida), que condensan todo el verdor y esplendor dela primavera? ¿Y de su canto, que es también de primavera y deamor - pues no se oye nunca en el invierno -, de su largo chis-tido enamorado, dulcemente quejumbroso, en flauta de tres agu-jeros: su silbo glorioso como las primeras gotas de lluvia despuésde la sequía?

También hay que ponderar su inteligencia defensiva, digo,su dos veces temeraria convicción de que la identidad del colorde su traje con el aspecto de la tierra, donde se aplasta e inmo-

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viliza, es arma suficiente contra la torpeza del ojo del asesino:halcón u hombre.

También me encanta su apego a los campos de trigo o avena,cuyo genialísimo verdor anticipa el de sus huevos: ambos verdo-res cuajados al fin, uno en armoniosas espigas de sol frutecido;el otro, en una cestada de polluelos de gracia infinitamente másviva y amorosa. Y cuando llegan los días de la siega, ella es, conel permiso del dueño, una espigadora como Ruth. Y adrede dejépara el último lo que tal vez me gusta más: su virtud de redimirel desierto, esto es, el milagro de que allí, en los retazos de tierramás solitaria y árida, donde no hay nubes ni vuelos ni voces ani-madas y el terrón se hace polvareda y el brote se hace espina,ella, la perdiz, que vive de la nada —una pulgarada de larvas,semillitas u hojas, un par de insectos-, y que sólo puede beber,cuando bebe, el dedal de rocío que guarda alguna planta, la per-diz, digo, es la única que deja rastros y traza concurridas sendasallí donde nadie transita, la única que bate con sus alas el aireinmóvil, que rompe el silencio de muerte con su silbido vivo.

Insisto en que la perdiz inventó el camouflage o ese escudoinvisible llamado mimetismo. Tanto, que su plumaje resulta másinteligentemente protector que el caparazón del quirquincho, elcuero del tapir o la cola férreamente crestada del yacaré; su plu-maje que, como gota de agua en el río, la funde en el color de lospagos donde vive.

Yo también sé bastantes cosas de la perdiz. Que hace durantetodo el año nidos circulares y hondos como soperas - que no sontales nidos, sino bañaderas - para proporcionarse lo que ella pre-fiere a cualquier cosa: su baño de polvo cotidiano. Y que, al versesorprendida, una bandada de perdices no alza el vuelo brusco ysimultáneo como una de torcazas; no, una tras otra, rompiendofila hacia todas direcciones, corren a escape con preferencia poralgún sendero o huella con intermitentes y agudos grititos deaturdimiento y espanto, hasta el instante propicio de alzar el vuelo- acompañado de un sordo gemido - que interrumpe cada ochoo diez brazadas con una brevísima tregua. Y que la perdiz es lamás sesuda de las gallináceas, y que corre casi tan bien y veloz-

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mente como una corredora de oficio, y que asienta su vuelo paracontinuar corriendo, y que si encuentra una barrera la trepa sinmiramiento alguno.

II

Lo que sigue reza con algo que ocurrió hace muchos años,cuando el que esto escribe era un quídam más o menos salvaje(¡no ha dejado de serlo!), tan salvaje como cualquier otro bima-no, es decir, poseído de una manía destructora bastante más gra-tuita y amplia que la de cualquiera de las llamadas fieras pornosotros.

Estamos en septiembre, es decir, que ellas andan en bandadasde media hasta tres docenas o más, y ya comienza a dejarse oírsu voz a la caída de la tarde, ese silbido sentidamente humanode la perdiz, digo, su bellísima frase de tres notas vivamente acen-tuada en la primera. Dentro de poco las grandes bandadas deinvierno terminarán por romper filas y, creciendo con la prima-vera sus llamados de amor se volverán más vehementes, vendránde todos los rincones e insistirán desde el umbral del alba hastael dintel de las primeras estrellas.

Voy así rumiando toda mi erudición perdiguera, cuando suce-de lo consabido: una martineta alza, casi al alcance de mi mano(¡había puesto mi cauto pie de cazador a un jeme de su cabeza!),su vuelo sonoro como un jaleo y su silbo como de rechifla, sindarme tiempo a levantar siquiera el arma, y esto no es nada,porque doy unos pasos y se alza otra, y otra después, sin queyo haya tenido tiempo de poner a prueba la buena armonía entremi ojo y mi pulso.

Por la horcadura del tronco de un algarrobo del seto paso alrastrojo vecino, y sigo por una de sus orillas, lugar que las perdi-ces prefieren. No se ve nada. Me consuelo comprobando que lossenderos están acribillados de huellas. En eso:

tf ui. . ., tf ui-t fui.

Una martineta, allá como a veinte brazadas, da vuelta unrecodo de la cerca con su paso breve que corre más que sus alas.Corro yo también a paso perdiguero, según mi fácil convicción, y

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-FSHERTO

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cuando ella alza el vuelo y va a perderse detrás de una parva, dejoescapar mi tiro, sin apuntar, ni cosa parecida, y sólo por no des-perdiciar la ocasión de tentar la suerte. Contra lo que podía espe-rarse, me llega, esponjando mi corazón como un pavo en celo, eleco de un golpe sordo. En efecto, es Un ejemplar sabrosamenteabultado y pesado como una pollona de feria.

Hago examen de conciencia. Los primeros tiros, claro es, loserré de puro aprensivo, cosa explicable, naturalmente, al comien-zo de la partida. Pero ahora estoy sereno y seguro de mi punteríacomo un puma de sus garras. No hay ninguna razón para marrarel tiro, y no lo haré más, por cierto. Pregusto una relación degolpe a retumbo entre la boca de mi escopeta y cada perdiz envuelo. Porque es claro que no volveré a disparar sino al vuelocomo todo cazador que se respeta. Mas, y lo juro, ninguna perdiz,por muy perdiz que sea, se burlará de mí. No soy miope ni bizco,y prometo abrir bien los ojos y apretar los dientes.

¿Qué? Sí, allá, o mejor, aquí no más, en ese retazo de tierraarada. La muy diabla se confunde modestísimamente Con los terro-nes de la gleba sólo que no puede impedir que su copete tiembleun poquito al viento. La levantaría para tirarle al vuelo, pero.no es ocasión demasiado frecuente - ¿y por qué desperdiciar-la? - la de un tiro archiseguro como éste. Además oh concien-cia! no hay testigos. Puedo apuntar con la calmosa y estudiosaminuciosidad con que se apunta a un blanco de ensayo... Co-mienzan, pese a todo, a arañarme los escrúpulos, pues esto dedisparar sobre una perdiz echada es un asesinato maricón y unabarrabasada de aprendiz. Pero, ¿qué hacerle? Ya el gatillo habajado casi sin que yo lo apretara. La martineta no ha tenidotiempo de mover una pluma. . ., como que era un pacífico terróncon una seca brizna de hierba en la punta.

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EL ZORRO Y SU VECINDARIO

El zorro milico

EL campo se le hacía orégano, como dicen, al zorro, pues locierto es que la suerte parecía haberse conchabado de peona

con él. Todo le salía a pedir de hocico. Fanfarrón y tronera siem-pre, se volvió más ahora. Así fué como una noche en la pulperíadel carancho, y ya con copas en la cabeza dijo a sus oyentesque él no era perro para refregar ollas, ni aserrar huesos, ni ato-rarse con una raja de pan ratonado. Y terminó por dejarse decirque así como le viniese en gana y sólo por diferenciar de gusto,visitaría el gallinero del ricachón del pago, pese a sus seis guar-dianes de colmillo.

—Me parece que le va a quedar grande, don - opinó un pai-sano a quien el zorro, por pura bravata, lo llevó a sostener unaapuesta en contra, agregando:

—Y entraré por el zaguán, no por las bardas.Desde ese día no se le coció el pan buscando la ocasión, que

al fin le vino y de paleta.Y fué que en la policía hubo asado con cuero y damajuanas

con motivo de que la suegra del comisario se iba a vivir con otroyerno. El zorro aprovechó la bolada y adquirió un uniforme com-pleto de vigilante sin perdonar ni el machete.

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El zorro había sacado sus cuentas con tiempo. Se dijo que losperros - esos paniaguados, esos sicarios y sacristanes - abo-rrecen al desarrapado, pero respetan servilmente al que luce buentraje y no digamos si es uniforme y con lata.

Así fué cómo resolvió emplearse a fondo no bien adquiridala autorizante ropa, y ya con ella encima, esa madrugada se enea-minó a casa del ricacho... ¡por el portón de entrada!

Iba nuestro héroe alzado el mostacho, volcada la visera delkepi sobre un ojo, muy ceñida la chaquetilla y las polainas, taco-neando fuerte para hacer llorar los espolines a compás con el chas-quido del latón. En el ínterin vió ser gran verdad eso de que laspersonas terminan por ser lo que el traje manda, como los ofici-nistas terminan por adoptar las ideas de su máquina de escribir...El hecho es que iba en camino de sentirse un general de caboa rabo.

Llegado al zaguán de marras, que estaba abierto, se detuvoun momento antes de embocarse, cuando le salió al paso un gozquecalienta-pies de vieja, uno de esos cuzcos más despreciables queuna escupida, de esos pelones con un esbozo de bigote y barbacomo el que suelen usar las señoritas al llegar a su tercera juven-tud. Iba el alcahuete a dar un pitido de alarma, cuando el zorro,avanzando como al frente de un desfile de maniobras, le dejócaer ésta:

—Hágase a un lado, que pasa su sargento!

El cuzco se ladeó, alebronado, y se quedó mirando con ojitossaltones al autoritario milico. Este siguió avanzando por un corre-dor, cargado de hierro y cargado de miedo, cierto es, aunque simu-lando la más confianzuda ufanidad como esos semianalfabetosque para despistar escriben libros.

Iba a doblar de nuevo, buscando el primer patio, cuando atres pasos de distancia, alguien con hervor de olla en la gargantay dientes a filo de barbería se preparó a recibirlo: era uno deesos ñatos con jeta de trabuco y ojos de ahorcado, con más cabezaque cuerpo y más dientes que cabeza.

El zorro sintió que se le acangrejaba el corazón, pero se em-pujó a sí mismo y siguió avanzando a tranco marcial, a tiempoque ordenaba con voz de cuartel:

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—Hágase a un lado, que pasa su capitán!El ñato tapó los dientes y el hervor de olla e hizo la del cuzco

dejando vía libre al forastero.-¿Faltará todavía la cola por desollar? - se dijo el zorro,

avanzando por el segundo patio hacia el gallinero, cuando vióalzarse, casi encima de él, un perrazo de verdad, una especie detambor mayor, un tonto grande como una iglesia.

El zorro se quedó tan quieto como la estatua de la reflexiónmientras sentía su corazón encogerse a modo de achura en lasbrasas.

-¿Quién va?- dijo el otro con ligera voz de trueno que hizotiritar los bigotes, las canillas y el sable del entrante.

-Hágase a un lado, que. pasa su coronel! - vociferó éste,confiando, pese a todo, en la eficacia de su fraude.

Pero el perrazo viejo, que era sordo y cegatón, no sintió vozni vio uniforme de militar, pero como no era ñato, sintió tufo azorro y cargó a tientas.

El anticristo de los gallineros dió una media vuelta másbrusca que chapuzón de pato y emprendió la contramarcha, contal prisa, seguido por todo el caudal de perros de la casa y labarriada, que perdió hasta los rastros... Y cuentan que al cruzar,más volando que corriendo, frente a una casita de las afueras, sucola pasó sobre una guitarra extraviada allí por unos nochernie-gos arrancando un alegre rasguido, y el zorro, descontando queeso venía del rancho, dióse tiempo de ladear el hocico rezongandofuerte:

-Corno para baile voy!

Los socios de siembra

El zorro era de esos jubilados natos capaces de hacerse con-denar a trabajos forzados por no trabajar o, para rebajar unpoco: trabajaba allá de higos a brevas.

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Se la pasaba por ahí, tumbado panza arriba, juntando solpara la noche. O se andaba por pulperías y ranchos cosechandonoticias y regando más su garguero que sus siembras, atenido aque su mujer le salvaba la plata, la pobre, con su hilera de moco-sos colgados de la pretina.

Como era de más bachillería que seso, generalmente, buscabaamigos sólo para tener con quién hablar mal de sus enemigos.

Como tenía una chacra y la trabajaba lo menos posible, lepropuso un día al peludo que la sembrasen a medias. No buscósocio al acaso. El peludo, muy poco amigo de salir de casa, eralabrador de veras, sujeto de pasarse los días y los días revolviendola tierra. Era cristiano de advertencia, además, aunque preferíano parecerlo y, en cuanto a conciencia, ¡limpia como el trigo enla espiga! El lo conocía al zorro con su costal de malicia a cuestas,pero el zorro no lo conocía a él. No chica ventaja.

—Este año, compadre -le dijo el zorro -, será para ustedlo que. den Zas plantas abajo de la tierra, y para mí lo que denarriba. ¿Le conviene?

—Como usted disponga - condescendió el peludo, bajandoun poco las quijadas.

El peludo resolvió sembrar papas. La cosecha fué más que re-gular, pero, es claro, al zorro sólo le tocó un montón de hojarasca.

En la siguiente estación el zorro cambió de naipes.—En esta nueva siembra es justo que a mí me toque lo de

abajo de la tierra y a usted lo de arriba, ¿eh, compadre?

—Usted lo ha dicho -contestó el peludo, llevándole siempreel amén a su socio.

Esta vez sembró trigo, y a fin de año llenó su troje de buengrano, mientras el coludo no supo qué hacer con tanto desper-dicio de raíces.

Pero no dió el brazo a torcer. La tercera era la vencida.—Vea, compadrito -le dijo a su socio—, este año, si le

parece bien, para usted será todo lo que den las plantas en elmedio y yo me conformaré con lo que den abajo y arriba de latierra... (Y le echó una de reojo.)

—Pero muy bien, compadrito! —respondió el cascarudo,

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frunciendo los ojos en la sonrisa, simulando siempre no sospe-char las emponchadas intenciones de su aparcero.

Esta vez sembró maíz. Se hartó de choclos y le sobró grano.El zaino del zorro no supo qué hacer con las flores y raíces quele tocaron.

La víbora, el buey y el zorro

El buey alzó la cabeza y dejó de pastar como escuchandoalgo. Pasado un momento siguió agavillando hierba con su lenguade lija, cuando otra vez se interrumpió de golpe, sacudió las ore-jas, y avanzó unos pasos en dirección al punto de donde le parecióvenían unas voces. Iba a doblar un recodo, cuando de repente,dando un huracanado resoplo, retrocedió arando el suelo con losgarrones y mirando con ojos de manicomio.

No era para menos. Una muy señora serpiente sacaba lamitad del inacabable talle de debajo de un peñón.

—¡Ay! -dijo la de cabeza chata y boca de sobaco, con lá-grimas en las palabras ya que no en los ojos-, ¡Dios ha queridoenviar al fuerte entre los fuertes y al bueno de los buenos en misocorro!

Y la comadre del diablo, de intenciones tan tortuosas comosu cuerpo, la estranguladora madre del asma siguió moviendo suaguja de dos puntas, digo su lengua, y el alma de Dios del buey,que a pesar de su corpachón y de sus astas de hurgonero era taninfantil como un biberón, se dejó llevar hasta donde quiso lavíbora, quien, apretada por el pedrusco, ayunaba allí desde hacíados semanas.

—Con esas sus fuerzas de Sansón y esas imbatibles astasque Dios le. ha dado...

Y el buey, en efecto, usando su cornamenta de palanca ycon un esfuerzo que lo hizo enterrar las pezuñas y arquear lacola, consiguió soliviar el peñasco lo suficiente al menos paraque la otra se pusiese a salvo.

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Acezando e ¡jadeando estaba el pobre buey, cuando la víbora,sin más ni tras que comprobar que su cintura estaba tan cim-breante como siempre, vino a arrollarse delante de él y con todasangre fría porque no tenía otra, y sin pestañear, porque notenía pastañas, le chantó:

—Me va a perdonar, niño, pero hace casi una luna que notomo ni un agua caliente y como aquí no hay de qué valerse,voy a comérmelo, con perdón de la palabra.

En el silencio que siguió, sólo se oyeron los culatazos delcorazón del buey, alarmado como una palomita ante la sola ideade convertirse en albóndiga en la barriga de la tragaldabas.

—Pero, señora -dijo, al fin, cuando recobró el habla—,¿no le parece que esto es peor que lo de Judas?

—contestó la bocona -, sólo le diré que el hambrees más crv.cZ que el tigre, que Za peste y tal vez que el hombremismo...

—Lo que quiera, pero yo acabo de salvarle la vida. ¿O yase ha olvidado, mi señora?

—¡Ay, hijito! -contestó la víbora, con una sonrisa pati-bularia que reflejaba bien toda la experiencia de su arrastradavida -, en el titirimundi en que vivimos, un bien con un malse paga.

—¡Eso no! —dijo con honrada indignación el buey—.¡Eso no es verdad, no puede serlo!

Y siguió una reñida alegación y tanto que, a fin de cortarla,salieron en busca de un tercero que arrimase su opinión equi-distante.

Después de no mucha andanza dieron con un burro si todavíalo era: un burro con una matadura más grande que su lomo ytan flaco que parecía un cuadro vivo del ayuno.

La víbora explicó las cosas y terminó preguntando:—ANo es verdad, caballero, que en este mundo un bien con

un mal se paga?-¿Y a mi me lo pregunta? -contestó meneando las pira-

midales orejas -. Si Lo sabré yo, que después de servir veinteaños cobrando mucho más en azotes que en pasto, me veo deste-rrado a estos desiertos a fuerza de perros y palos.

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—No le. decía yo? -sopló la víbora, volviendo hacia elbuey sus ojos de sepulturera -. ¡Qué! ¿Le hace falta una pruebamás? Podemos buscarla, pero dése prisa.

No anduvieron mucho. En la primera encrucijada se toparon,¡con quién había de ser!, con el zorro. Explicadas las cosas yhecha la pregunta consabida el zorro respondió:

—;Hum! Fui juez de raya muchas veces, pero éste no eschico pleito. ¡Ejem! ¿Ejem! -continuó, ya con tos de juez-,para conocer a un rengo, lo mejor es verlo andar. Necesito mirarlas cosas sobre el terreno.

Así fué cómo volvieron hasta el sitio del peñón y fué dondeel zorro, después de pedirle cortésmente al buey que se comidieraa levantarlo unos jemes, se dirigió a la serpiente con su sonrisamás gentil:

-¿Sería tan amable la señora que se molestara en colocarsedonde estuvo antes y tal como estuvo?

Y como los tiranos, a pesar de su astucia, suelen ser brutoscomo monolitos, la víbora accedió a la invitación, mientras eljuez hacía de ojo al otro para que sacase cuanto antes las astasy dejase descansar la piedra.

Y allí quedó la víbora otra vez, apretada como queso fresco,mientras el zorro, despidiéndose de ella con una venia de la cola,decía al inocentón del buey:

—Bueno, amigo, dése por resucitado. Y otra vez no confíeen la primera palabra de mujer que oiga, porque puede ser delengua viperina.

La perdiz, el ñandú y el zorro

La perdiz era marchante de la pulpería del carancho. Lle-gaba con su peineta en la cabeza, su vestido a pintas, saludabasin mirar a nadie, compraba lo que había menester y se volvíacon su paso menudo y donairoso haciendo suspirar a más de uno.

Verla un día don Cruz, el ñandú, y quedar prendado, fué

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todo uno, cosa que no le pasó desapercibida al zorro que estaba,cuándo no!, presente en la ocasión y que no quiso desperdiciarla

para divertirse a costa del pobre enamorado.En efecto, desde ese mismo día dió en hacerse el encontradizo

con don Cruz y dale siempre con el mismo repique: que la perdiz,la flor del pago, no ocultaba su interés por don Cruz, un mozotan honrado y serio —tan distinto de cuanto perdulario andapor ahí escobillando zapateos o rascando cuerdas!— interesán-dose por su vida y haciendo de él los mejores acuerdos. Y tantomaquinó, que el bonazo de don Cruz se lo tragó todo con la faci-lidad con que él suele tragar un ovillo de tres libras y fué dócil-mente hasta donde el falso amigo quiso llevarlo: a buscar noviaz-go con la perdiz. Así lo perpetró un día, venciendo a duras penassu guiñadora timidez, agravada en la ocasión. Pero ocurrió, deun lado, que lo concebido como gentil requiebro, salió zurdo yprocaz, y del otro que la agraciada era quisquillosa en extremo.

—Párese y oiga, buena moza con más pintas que un tordi-llo. .. ¡ejem!.. Me han dicho que Vd. busca marido.., digo,que Vd. se ha fijado en mí... Yo... ¡ejem!... no tenga incon-veniente, si.

Semejante embajada era bastante más de lo que la perdizpodía escuchar. Lo cierto es que ella, con el pico blanco de rabia,dejó caer sobre la agobiada cabeza y las caídas alas del preten-diente todas las lindezas que le dictó su hígado inflamado:

—Zonzo insolente! ¡Vea, usted! ¿Por quién me habrá toma-do? ¡Mire, el demonio de ojos de botón, patas de horqueta, cogotede hurgonero, poncho de hilachas! ¿Qué se habrá creído?... .

La perdiz, maestra de silbidos

Que la perdiz no era de alzarla en la uña ya se ve. Y tanto,que el mismo zorro lo supo un poco tarde. Al tal se le metió undía que, si aprendiera a silbar, atraería con ese reclamo a lasingenuas perdices como con un hilo.

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Una mañanita, la perdiz estaba suba que suba, sin que elzorro, por mucho que parpadeara, lograra verla. Cuando ella semostró al fin, con cierto aire de desafío, él, con tono sincero yhumilde, le expresó su deseo.

—Es cosa tan fácil como un trago de. agua.—Para usted, /a lo creo.

—Para usted también. Con hacerse hilvanar ambos costadosde la boca y soplar después con buena voluntad, la cosa está hecha.

El zorro, con los verdes ojos muy abiertos, parecía conservarsólo una duda.

—Yo puedo prestarle el servicio - dijo la perdiz, con come-dimiento femenino -. Búsqueme una pluma de gallina y una cerdade caballo

Y la cosa se hizo. Con aguante y paciencia de aprendiz desanto el zorro se resignó a la pespunteada.

Sólo que, cuando tragando su dolor andaba más tarde poresas sendas sopla que sopla confiando en que de un momento aotro conseguiría modular un inspirado silbido, un cuzco mandadopor el mismísimo diablo le salió al cruce tan de sopetón, que elviejo y ancho grito de guerra le salió solo y con tanto brío quela costura para el silbido se volvió fleco de sangre:

—Huaaac!,..

El peludo curda

El peludo o quirquincho pasa por ser persona de pocas pala-bras y mucho discurso. No lo creía así el zorro dicaz y fachendosoque en más de una ocasión quiso arrearlo con las riendas, comose dice.

Un día estaba éste de chisposa charla con algunos amigoscuando vieron acercarse al peludo con paso vacilante entre esesy equis y al hombro la punta del poncho que traía medio a la rastra.

—;Qué curda la de mi compadre! - dijo a media voz el zorroladeando el hocico, y agregó-: Cuando se halla así, le da porhablar de las muchas novias que tuvo y dejó... hem... Es dehurgarlo un poquito, no más. Van a ver.

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Salió al encuentro del viniente y después de interesarse porsu salud y la de su familia y alguna otra cortesía de cajón, le largó:

—¿Qué me dice, compadre, de. la novedad que se corre?—No sé nada; salgo tan poco de casa.—Vea! Y no se habla de otra cosa.—Ah, ah?—Como que se trata, ¡nada menos!, del compromiso de. la

hija del rey.

—Sí, compadre. ¿Y no sabe con quién?

—Menos.—No digal. . . ¡Si es justamente. con usted, mi compadre!

Di-- que la novia ya está alistando traje, cama, todo el ajuar...¡Imagínese si sus amigos no estaremos felicitándolo!.

El peludo tosió, con esa tosecita de vejete que tiene, y des-pués de una pausa, dijo, recogiendo el poncho para irse:

—No le contestaré que si ni que no. Todo puede ser. Sólopuedo adelantarle que cuando bebo un poco soy medio blando paralos antojos de las damas. ¡Ejem!... ¡Ejem!.

El peludo y el zorro buscando miel

Un día el zorro desafió al peludo a medir sus baquías dehombres de campo en conseguir miel. ¡Le habría entrado sed dedulzura al condenado!

Hecho el trato, tomaron camino en rumbos opuestos.El peludo se largó trote que trote hacia la parte más espesa

y sombría del monte y buscando un algarrobo que había visto,con una gran hendedura en el alto tronco, se subió y se acomodóallí, agarrándose como pudo, sin olvidar de esconder bien la colaa un lacio.

El zorro, después de una larga y hurgadora búsqueda sinresultado, pasó por allí cerca, y pese a la relativa oscuridad delparaje, no dejó de avistar, en lo alto de tamaña quiebra del alga-rrobo, aquella redonda torta de panales llamada leghiguana. Tomóun palote y de un brinco le dió un picazo para descolgarlo o apor-

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tillarlo, al menos, a fin de que dejase chorrear su miel. Esta, enefecto, no demoró en caer en gordas y pesadas gotas... ¡ Sóloque nunca volvió a probar miel menos dulce y más antifragante!

Guerra a filo y punta

Cierta vez el tigre bebía agua en un charco. Cuando hubosatisfecho su sed notó que un huanquero estaba abrevándose tam-bién a un costado. Estiró la manopla y tocó suavemente (así creyóél, al menos) al otro, que zambulló en el agua de donde salió entreresoplidos, estornudos y aleteos, no sin dificultad. Claro es quelo del tigre fué una broma. Pero el huanquero no acepta bromasde nadie, por muy overo y uñudo que ese nadie sea... Los tra-viesos o golosos que llegan hasta su honrada mansión o taller degnomo, laborioso, allá bajo tierra, donde atesora su miel en fra-gantes botijillos de cera, saben lo que cuesta molestar a este atlé-tico y torvo primito de las abejas y avispas, flavo como un león,a quien se parece también por el rugido y el coraje.

No se sabe cómo ocurrieron las cosas entonces, aunque sesupone que el huanquero debió írsele a las barbas al bromista;pero sí consta que éste, en chanza al principio, en serio después,terminó por aceptar el desafío que le hacía el indignado enano:el de medir las fuerzas de la raza que maneja armas de filo conla que sólo tiene armas de punta (las enherboladas flechas de éstacontra las mal envainadas dagas de aquélla) en un contrapunto acampo abierto.

El día del combate, el zorro, edecán del tigre, llegó al campode la acción, junto a una laguna, anunciando la aproximación delas tropas de su patilludo jefe. Llegaron las tales, en efecto, extra-ñándose de no ver ni un bulto, y creyendo ya en una cobardedeserción del enemigo, cuando éste, desde el matorral ribereño,testimonió su presencia con un impaciente bramido, como de ríoque crece...

El entrevero fué tan feroz como los de nuestras montoneras.El zorro que, al comienzo, quiso tomar la cosa a broma y

hacer una de las suyas, intentando orinar a la vanguardia ene-

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miga, fué el primero en sospechar que los de filo estaban ya per-diendo terreno. . . y tiempo.

En efecto: un rato más, y ya se vió que ni tigres, ni gatos, nionzas, ni leones, podían evitar el reculamiento —por vergonzosoque fuera - ante aquella nube de combatientes que nublaba elsol y aquel aguacero de flechas que nublaba los ojos. Y tanto, quenadie escuchó el consejo dado por el zorro, quien, por su parte,sentía todo el cuerpo como una sola roncha:

—LA atrincherarse en el agua, señores!Qué trinchera ni ocho cuartos! Se sospecha que fue él mismo

el que declamó el refrán derrotista:—Aquí morirá Sansón y cuantos con él son!No murieron, pero hicieron algo peor. Entre maullidos y rugi-

dos, colas paradas y brincos desaforados, la derrota de los uñudosse convirtió en una nauseabunda fuga.

Sólo volvieron por el honor sus aliados, los peludos coraceros,aunque tampoco pudieron resistir mucho, y viéndose cortados ensu retirada, acudieron a la suya: cavar y sepultarse vivos.

El tigre y su sobrino

-¿Tienes hambre?— preguntó el tigre, sin mirarlo de frente.—Para qué voy a negarlo -dijo el zorro—; me comería un

venado sin perdonar las astas.

Y el tigre, tal vez por primera vez en su vida, sonrió, eri-zando más sus ralos bigotes y frunciendo sus sesgos ojos araucanos.

El zorro, a fuerza de rodar tierra desde chico, había termi-nado por cansarse de su vida andariega. Había sufrido mucho yen los últimos tiempos más aún. Hubo de comerse hasta el rabode buey donde colgaba el peine con que donoseaba su engreídacola... La vida llegó a olerle a perro mojado.

Es cierto que el hambre no sólo aguza la nariz sino tambiénla audacia y el ingenio, pero después de tantos opíparos ayunos,la suya era ya una silueta de santón. Entonces, como muchos ma-leantes, fué cuando resolvió coronar su carrera sirviendo al

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gobierno, es decir, al dueño de la fuerza. Así fué como vino •abuscar el arrimo del tigre, urdiendo para ello una larga y enre-vesada historia a fin de probar su sobrinazgo.

Convencido del todo o no, el tigre y su gruñona consorte ter-minaron por recibirlo en su casa.

No pasó mucha agua bajo los puentes cuando el zorro, alsacar sus cuentas, se dijo que llevaba las de perder, pues habíaentregado lo más por lo menos, como un ministro de tirano o unpobre refugiado en hogar de pariente rico.

Advirtió de entrada que el tigre sentía por él ese regio des-dén que un ladrón de ley tiene por un simple ratero. Después, sutío unía a la grosería proveniente de su cráneo rezagado - comotodo dictador - la que provenía del uso embrutecedor de la fuerzacomo ley. El sobrino vióse obligado a aguantar sus modales demadrastra. Y sobre todo, su vilísima manía de infundir miedo alos otros, él, que cuando comprobaba rastros de hombre, u olorde hombre, no sabía ocultar el temblor de sus jarretes.

El zorro, el libre de antes, había llegado a todas las arras-traduras de los favoritos de un amo: a hacer de bufón para des-aburrirlo un poco, a mostrarse tan informado y noticioso comoun peluquero, a obedecer con diligencia de agua purgativa, cuandono a agradecer con palabras o venias sonrientes, sus insultos, susregüeldos, sus tacañerías, sin contar lo de cebar mate para la otraque tal de la tía cada vez que bostezaba.

"Si resisto un tiempo más voy a salir hecho un santo" -sedijo un día.

¿Cómo pudo aguantar tanto ese aire de pantano o sótano?Cierto es que el hambre es más frío que el invierno, pero la liber-tad vale por todo el sol.

Una tarde, apenas puesto el sol, tío y sobrino salieron decaza. El zorro que, como siempre, hacia de ojeador o cabo deórdenes, logró después de mucha fajina copar una tropilla de bece-rros, la carne predilecta del uñas largas, y endilgarla por unsendero barrancoso en una de cuyas vueltas estaba escondido eltigre.

—¡Ojo, tío! - boconeó el zorro desde la culata del arreo—.

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Va de lo bueno lo mejor... ¡una vaquillona de rajarla con la uñachica! - agregó ponderando su gordura.

El otro estaba en acecho ya, con la boca entreabierta, losojos hechos ascuas, peinándose los flancos con la cola. Sintiendoel rumor de las pisadas, se aplastó de repente sobre las patas delan-teras, con los bigotes de punta, y todo el cuerpo rígido, menos lapunta del rabo.., y pegó el brinco.

Cuando llegó el zorro, el tigre, como un cacique ranquelino,estaba medio ido con los trinquis de sangre. Carneando sólo a me-dias la becerra derribada, se puso a comer entre gruñidos queparecían menos de satisfacción que de amenaza, mientras el zorro,sentado sobre su tafanario a prudente distancia, miraba con oji-tos enternecidos la escena, relamiendo de cuando en cuando el finohociquillo con la fina lengua.

El tigre tragó hasta quedar como toro que abusa del pastocaliente. Cuando se detuvo para resollar un poco, el zorro exclamó:

-Coma tranquilo, no más, que yo voy a eructar por usted.Pero el tigre, aunque continuó manducando a dos carrillos,

se detuvo al fin, con un suspiro, resignado a abandonar la par-tida. ¡En la despensa no cabía más!

—Tío —dijo el zorro entonces -, ¿me da un cacho de ma-tambre para ntre.tenerme un poco?

—Cómo! - regoldó el tigre—. ¿No sabes que ésa es la achu-ra favorita de tu tía?

—Los o jitos, entonces!—Ya me los encargó tu tía para cuentas de collar.—Si Es así, me conformo con ¿as tripas.—Tu tía las destinó ya para bombilla.—Vaya! Déme el guano, siquiera —dijo, ponderando en

sus adentros aquel corazón de quebracho.—Menos. Es para yerba de tu tía. De mano abierta que soy

te daré la vejiga, aunque tu tía pensaba hacerse una tabaquera- dijo el maula.

Tras de lo cual, púsose a beber a lengüetadas en un ojo deagua que quedaba a la mano, ordenando al fin:

-Voy a echarme una siestita. Cuídame el sueño y la carne.El zorro, mientras cumplía las órdenes de su tío, se puso a

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cautivar moscas y moscardones y tábanos y a encalabozarlos enla vejiga bien inflada.

El tigre estaba en lo más hondo del bien ganado sueño y en lomás alto de sus ronquidos, cuando el zorro, arrancando una cerdade la cola de la vaca, ató la vejiga a la cola del bello durmiente delbosque. Se subió después a un árbol.

—Tío! -dijo con voz ronca y tartamuda de prisa.El tigre mosqueó una oreja y encorvó la punta de la cola.—Tí000!—Qué pasa? —dijo el tigre, enderezándose un poco, a tiem-

po que le llegaba, como de algazara más o menos distante, el zum-bido de la gentuza presa en la vejiga. Se incorporó de golpe, conlas orejas tensas y los ojos desaforados de alarma.

—¡Juan! ¡Juancito! ¿Dónde estás? ¿Qué es ese rumor quese acerca?.

—Aquí, tío -dijo el zorro haciendo una seña con la cola,desde la horqueta del árbol, sin dejar de mirar a la distancia -.¡Uno. . . tres. . . siete!

—Qué? ¿Qué es? —maulló el tigre con un perceptible tiri-tamiento en la voz y en los garrones.

—Gente de a caballo, tío! Y perros.. . ¡un enjambre.!El tío no esperó más informes y picó espuelas con rumbo

opuesto a aquel hacia donde oteaba el zorro.—Tío! - gritó éste, con los ojos y dientes brillando de bur-

lería -, espere un momentito. . . ¿ Qué hago con la carnecita de

la vaca?—Se la regalo toda a mi sobrino - alcanzó a contestar el pró-

fugo sin volver la cara.

El cuervo y el sapo

De que el sapo no es ningún quedado, nos da indicio su vul-garizada aventura con el cuervo. Este, que en homenaje a su famade guitarrista, había sido invitado a unas fiestas del cielo, exten-dióle la invitación por pura chacota al pobre saltarín de los cami-nos de la tierra y el agua.

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—No se olvide de llevar un diente de ajo contra la puna - leaconsejó al separarse.

El otro aceptó, sin embargo, con la mayor sencillez, y pro-metió volver a la madrugada siguiente para emprender el vueloen la honrosa aunque negra y no fragante compañía del invi-tador. El cuervo rió bajo el poncho de la hinchada ilusión delpetiso, y el día de la fiesta, cuando llegó al cielo, no perdió oca-sión de hacer reír a la concurrencia a costa de los aéreos sueñosdel concesionario de todos los charcos. Sólo que, justamente, enese momento éste entró en escena y con dos o tres bien medidosy elegantes brincos incorporóse a los bienaventurados. (Habíaviajado colocándose de matute en la vihuela del guitarrista.)

El sapo, recibido de entrada con bonhomía burlona, fué des-pués muy, pero muy aplaudido en su primer baile -un gato conrelaciones- y el entusiasmo reventó en vítores cuando hizo reso-nar en el celestial silencio su trémolo del fango.

El socarrón del cuervo, escondiendo bajo el ala su más corvasonrisa, simuló no darse cuenta de nada. Sólo que al bajar el vue-lo para el regreso, con su guitarra en bandolera, sabía muy biena quien traía de pasajero honorario. Al pasar por debajo de laluna, puso como sin querer la guitarra boca abajo, y el celebradodanzarín de un rato antes se apeó con la prisa de los aerolitos...

Recuerdo inmortal del gran porrazo son esas manchas quetiene en el lomo.

La carrera de la chuña y el sapo

El zorro sabía, como cualquier vecino del pago, que el sapono era de arrear con las riendas, y tanto que de él justamentese acordó en el día de su trance más peliagudo. Fu¿ cuando sedió ele manos a boca con la muerte que venía a notificarlo. En-tonces, sin caber de qué echar mano para alargar su resuello si-quiera por una semana, hizo brotar de su fondo más zorruno lamás redonda de sus bolas: que esa tarde se correría la carrerade la chuña y el sapo. (Algunos aseguran que no fué la chuña

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sino el ñandú, aunque el asunto no cambia por zanco más largoo más corto.) Y tanto sorprendió e interesó a la patrona de loscalvos y calaveras el desparejo contrapunto, que después de untitubeo más o menos fúnebre, aceptó darle un año más de sogaa la vida del zorro si éste le ganaba a ella apostando en la carreraal sapo como él proponía.

Más presto que corriendo el zorro se puso a la obra y consi-guió armar la carrera, venciendo antes los naturales reparos yescrúpulos del sapo con la exposición de su más descomulgadatreta: bajo la apariencia de ser uno solo, tres sapos correríanla carrera, apostándose el último a dos saltos de la raya. Porcierto que la muy tarabilla de la chuña había aceptado de entradael desafío dejando oír el resorte de su carcajada de metal parasaludar el descontado triunfo.

Esa tarde la cancha se estrechó como un callejón con el hor-miguear de los aficionados y abrebocas. Ni qué decir que la platase volcó a las patas de la chuña y que no fué liviano el apuróndel zorro para hacer frente a tanta parada en contra. Por fin,tras de las alegaciones y chocarrerías de siempre y de gastar enpartidas y más partidas el exceso de brío de los fletes, se largóla carrera.

La chufa, archisegura de que la prueba era para ella sóloun juguete, dióse vuelta en mitad de la cancha, carcajeando ahueco, para ver dónde había quedado su pernicorto y barrigudoparejero.

No fuá, pues, chico su asombro, cuando advirtió de soslayoque el sapo aprovechaba su pausa para estirarse como un venadoy ganar con un brinco la delantera. La canilluda, por lo que pu-diera ocurrir, largó todo el rollo de su escape - patitas paraqué las quiero! - sin demorarse en curiosees mujeriles. ¡Ni poresas! Cuando se aproximaba a la raya vió que el sapo, sin gastarchicote, con dos saltos serenos y finales, le ganaba, no por unaoreja, sino por cuerpo y medio.

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El peludo y el zorro enlazadores

No se sabe quién desafió a quién, pero es el hecho que undía el peludo y el zorro midieron en una apuesta sus habilidadesgauchas en el lazo.

El zorro, dando por cortesía lo que sólo era intención deaprender algo en cuero ajeno, cedió el primer tiro a su compadre,mientras él se comidió a arrear la manada por el lugar convenido.

¡Potrada de mi flor! Un zaino lucero limpito como plata. Untobiano con más melena que un indio, barriendo el suelo con lacola. Adelante, a todo bracear, un padrillo alazán con pelo, ojosy ollares como llama.

—Cañada abajo, compadre! ¡En la punta va uno sudandoaceite de gordo! - gritó el zorro en medio de la polvareda y domi-nando el tropel de los orejanos.

El peludo sintió la repetida cuarteta del galope y no desper-dició la ocasión. Preparó la armada, echó un peal de codo vuelto,sin revolear casi el trenzado, y con la punta del mismo apresillado• la cintura, y allá se fué con el rollo sobrante, más que trotando,• meterse en su cueva, siguiendo todas sus endiabladas vueltasy revueltas de triperio, clavando sus uñas en el último recoveco.Cuando acabó el estirón, el potro cayó con un quejido al suelo,como que el lazo no aflojó ni un jeme.

—Gatwho y medio! -ponderó el zorro -. llicheme ustedlos potros ahora, compañero.

ínterin, y plagiando sin escrúpulos la treta del peludo, sepuso a cavar una cueva lo más larga posible, y atándose igualmen-te la punta del lazo a la cintura, dejó venir la cimarronada. Revo-leó, tiró, enlazó y se metió como un ventarrón en la cueva. Sóloque, al acabar la estirada del bagual, el zorro, prendido a la pun-ta del lazo, brincó de la cueva al aire como tapón de sidra embo-tellada. (Había cavado una cueva derecha como un huso, olvi-dando, además, que él no tenía las uñas de grampa de su rival.)

—¡Sujete, compadre! -gritó riendo el peludo—. ¡Mire queel potro parece de cuartear en un pantano! ¡Ja... ja... ja...!

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—¡Qué! -contestó el presumido del zorro sin querer confe-sar su fiasco—. ¿No ve que estoy dando lazo, amigo?...

El mataco

El mataco o armadillo bola, pasa por ser el más advertidode todos los de su parentela, sin duda por haber rodado mástierra: ¡no estaría, de no, tan redondo!

Una vieja muy vieja solía ir a pisar su maíz en un morterode piedra del cerro. Un día, al regresar, vió en el camino untrocito de leña que le pareció de algarrobo. Lo levantó, lo pusoen la tipa de aventar grano que traía en la cabeza y prosiguió sucamino, fumando su chalita. Cuando llegó a la casa vió que elcacho de leña estaba en la tipa, pero que el maíz había desapa-recido.

¿Qué podía ser? La vieja frunció los ojitos barajando todaslas suposiciones. ¿Lo habría derramado? No podía ser. ¿Milagro?¿Brujería? "Virgen. . ." Y se santiguó por si acaso, mascullandouna oración, mientras ponía al fuego el trocito de leña encontra-do... ¡ que salió trotando a toda máquina!

Era el quirquincho bola. La dueña del maíz escamoteadocertificó una vez más que ni las viejas están libres de las bromasdel Mandinga.

Ese mismo mataco fue el que, volteando mundos, cayó undía entre las manos del zorro. Se cerró sobre sí mismo, como losdos batientes de una puerta de algarrobo, a fin de que su felizapresador no pudiera entrarle ni la punta de la uña. Pero al rato,desconfiando de sus artimañas, bastante más agudas que sus uñasy colmillos, se propuso ganarle el tirón y aflojando la juntura desu coraza lo indispensable para que saliese un hilo de voz, dijoalgo, y después de un nutrido palique y a pesar de ser quién erasu contertulio logró convencerlo de que lo comiera... asado.

—El hombre que, por lo menos, en cuestiones de cocina, en-tiende bastante más que todos nosotros - dijo - come siempre

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pasados por rescoldo a los matacos. Diz que el fuego nos vuelvemuy sabrosos, ¡pero muy sabrosos! - e hizo chasquear la lengua.

El zorro, más convencido en su paladar que en su seso, im-provisó una fogata., cayó un hoyito al lado, puso en él al redondíny lo cobijó con una colcha de rescoldo. Dióse vuelta a levantar unaleña, agachóse a atizar el fuego... cuando comprobó que a labola se la había tragado la tierra.

El zorro y su redomón

Don Juan, el zorro y don Cruz, el ñandú, concertaron ciertavez un trato por el cual el primero debía hacer de caballero y elsegundo de cabalgadura.

Don Cruz, personaje desconfiado por naturaleza y hábito(aunque no sin razón esta vez tratándose de quién era el de lavereda de enfrente... ) rehusó al principio, pero, tan escaso deargumentos como sobrado de canillas, terminó por ceder.

Tan insospechable sociedad tenía por objeto -según sugeneroso autor - el beneficio mutuo de los contratantes y, enprimer término, claro está, el de poder prevenir mejor la apro-ximación del bicho más aborrecido que la peste: el hombre. Desdetan encumbrado lomo, podía otearse el peligro mejor que de unmangrullo. Con esmero de buen gaucho se había preparado parala primera salida. Ya sentía en su pecho ese amor fraternal detodos los jinetes del desierto por el caballo.

Lonja cogotera, guardamonte, lazo a los tientos, nada falta-ba en su montura. Ni a su persona, desde el poncho a las espuelasque se dejó adrede un poco flojas para que llorasen mejor.

Por cierto que el jinete no cabía de gusto en su cuero el díade la primera prueba. Sólo que el potro tranqueaba demasiadolargo.

—/No se apure que el galope atrae centellas! - dijo con eru-dición gaucha.

Prendido a dos manos de las riendas y el cabestro de cha-guar y afirmado en sus estribos de botón, hacía visera con la

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mano para divisar mejor, mientras tocaba marcha con las es-puelas, si bien abriendo los talones de miedo de tocar con lasrodajas al cosquilloso bagual.

La cosa iba saliendo como de encargo. Avanzaba el jinetecomprobando de reojo la elegancia de su figura, proyectada porel sol sobre el descampado, cuando el ñandú, obligado a ir conla cabeza muy alta, esto es, sin mirar donde pisaba, asentó suaventajada planta a dos dedos de una perdiz agazapada en elsuelo. Su vuelo repentino y sonoro como un regüeldo de trabucoasustó más de lo debido al redomón que, después de una magis-tral tendida y no sin dejar escapar algunas bolas de viento, cor-coveó hasta quedar como cuando salió del huevo: esto es, per-diendo jinete, montura, rienda, hasta el apelativo. Porque nidecir que el zorro, al primer amago, se había apeado tan de gol-pe que pisó primero con el hocico y después con todo el largodel cuerpo.

El burro, el zorro y el hombre

Comparar a muchos hombres con el burro es, ciertamente,una desconsideración para el honrado, laborioso y sesudo varónde las largas orejas, según vamos a verlo en seguida.

Era un jumento labrador que tenía por vecino y compadrea un hombre del mismo oficio. Quiso la suerte que éste, comofuese una mañanita a enyugar sus bueyes, se encontrara con quealguien se había alzado con los enseres - coyundas, barzón, ore-jero, látigo - que el día anterior dejara en el hueco del alga-rrobo a cuya sombra descansaba a mediodía. Refirió su malaventura al burro, como a persona de consejo y consulta. Despuésde coincidir ambos en que el autor de la broma, dado el pésimogusto de la misma, no podía ser otro que el zorro, el burro pro-metió darle una manita a su compadre. Y tan de pe a pa cumpliósu palabra que ese mismo día a boca de oración estuvo volviendocon toda la utilería extraviada.

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¿Qué había pasado? Es más sencillo de contar que de hacer-lo. Había llegado simulando paladear aplicadamente algunas vai-nas caídas del algarrobal hasta los aledaños de la mansión delzorro. Ahí estaban casualmente, jugando a todo trapo, los muymonos hijos de la misia Juanita: luchando a brazo partido, sa-cándose la lengua y palmeándose la boca, arrastrándose de lacola o de una pata, echándose arena en las orejas.

El burro no demoró largo rato en aprovechar tan buenaocasión para hacer una magistral exhibición de su truco favo-rito: el de hacerse el muerto.

Los zorritos, testigos desde el primer instante, no tardaronen correr a la casa, gritando desde lejos y quitándose la palabrapara dar el notición: - Mamita, mamita Juana . .. un burro.un tonto grandote, ¿sabe?— y así y asao. Todo en momentosen que mi señor don Juan está por salir a sus quehaceres. Sequeda gustoso, y bajo su sabia y paternal dirección, se harátodo. Arrastrarán al finado hasta el umbral de la puerta decalle y ya tendrán carne para días y charqui para meses.

Toda la familia se pone a la obra. Los bártulos robados allabrador vienen de perlas. Con ellos atan al burro de la cola,de las patas, de las orejas, hasta de la lengua, y comienzan aarrastrarlo. Cuando hete aquí que el finaclito resucita de golpealzándose sobre las cuatro patas, trompeteando un rebuzno devictoria y emprende la retirada llevándose de botín y trofeo elsoguerío de su amigo el destripaterrones.

El burro y el cuervo

Con su peludo traje sin lustre, su paso cachaciento y susgarrafales orejas, el burro encarna para la gente de ciudad lapesadez o la negación de espíritu. Para nuestros paisanos no esasí y vamos a ver ahora mismo si tienen a qué atenerse.

El burro ha heredado de su amo, a quien sirvió un cuartode siglo o más, una parva de trigo. Necesita del grano limpiopara beneficiarlo.

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Todo va a pedir de boca mientras la cosa se reduce a aplas-tar las espigas, trote que trote, con sus cascos tan chicones comoduros. Pero llega la hora de aventar y se da con que no hay unsuspiro de viento. Un día, dos días de espera bajo el sol aplasta-dor sin resultado alguno por más que él, con mafia y tenacidadde presidiario, se empeña en tirar paladas de aire. El tercer día,en lo más duro de su afán, avista un cuervo arrellanado docto-ralmente en un gajo de un árbol próximo, que está mirándolo consoma. Se dirige hacia allá y después de saludar al alto miróncon cortesía que parece humildad, le propone un pacto: el cuervo,mi señor, se servirá revolotear, con esas famosas y envidiablesalas que tiene, en torno de la era, mientras él, el burro, irá arro-jando al aire las granzas.

—Golpee otra puerta) don - contesta el cuervo, mirando ha-cia otro lado -, que yo no estoy para ociosidades.

El burro vuelve hacia la trilla con las orejas caídas por eldoble bochorno.

Pasa un rato. El burro comienza a roznar, a estornudar ya quejarse entre asordadores sacudones de orejas. Se tambaleacomo si saliera de una pulpería, cae, quiere incorporarse y caede nuevo, con un estirón final entre dos toses opuestas y quedainmóvil.

El cuervo, que contra su mejor buena voluntad viene ayu-nando desde una semana atrás, se apea con cierta perdonableprisa y después de una preinspección comprobatoria se dirige,como siempre en esos casos, a la más recomendable brecha parael asalto —la situada en la retaguardia del enemigo- y loinicia con arrojo.

Y mientras el atacante siente que ha perdido la cabeza yque le oprimen desconsideradamente el cuello, el difunto resucita,se endereza, toma la paja y ciñendo siempre los músculos de suparte antártica, arroja granzas y granzas al aire para aprove-char hacendosamente aquel bendito viento producido por el de-sesperado aleteo del cuervo que está ahogándose.

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El águila y el zorro

Por no sé qué vieja cuestión de competencia en el oficio—el de desvalijarle la vida al prójimo— el águila buscaba oca-Sión de vengarse del zorro.

Un día - aunque se ignora mediante qué martingala, y aun-que parezca mentira - la gran cuatrera de las cumbres persuadióa su ex amigo de la conveniencia de aprender el fácil arte delvuelo.

—Ojeando desde lo alto - dijo el águila - no hay pieza quese pierda de vista.

Como tanto pícaro, el zorro, que es fantasioso y ambicioso,terminó por dejarse llevar. ¡Ser caminante del cielo, peatón delas nubes! No era poco.

Montó, pues, a lomos del águila y allá se fueron ambos acompetir con los cirros. En lo mejor del fresco paseo, la gan-chuda hizo una especie de movimiento que de tratarse de unpotro se llamaría corcovo, y el jinete se vino de cabeza, cieloabajo, con su frondosa cola de quitasol, sólo que con más rapi-dez de la que hubiera deseado.

Y se cuenta que, pese a todo y siempre fiel a sus anteceden-tes, esto es, sin querer dar el brazo a torcer, bajaba diciéndose:

—Hasta aquí voy bien, no más... Hasta aquí voy bien, nomás.

Y simulando no oír las corvas carcajadas del águila, cuandopercibió allá abajo las piedras que se aprestaban a servirle ofi-ciosamente de paragolpes, volvió la pasiva por la activa y co-menzó a gritar hasta rajarse la boca:

—Háganse a un lado, lajas de porra, si no quieren que lasparta en cuatro!

El tigre empalado

Un día, al cabo de tantos, el tigre, sin ser sospechado -asílo creyó él - logró aproximarse al bulto de su anguiloso sobrino

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a quien entrevió al pie de un quebracho del bosque. A contra-viento, para no ser olfateado, oblicuo como siempre de paso, deojos y de intenciones, el tigre avanzó serpeando por entre la ma-leza. (Ni qué decir que el zorro ya había advertido la bienvenidadel sepulturero.)

Llegó a la distancia que estimó justa para el salto, se detuvoun instante, contrayendo como un resorte el arrojadizo cuerpo,la frente arrugada, alzados y fruncidos los labios para desenvai-nar del todo los colmillos e iba a dispararse... cuando la curio-sidad lo paró en seco. Su sobrino estaba trenzando con gran em-peño una soga de chaguar y con tal apuro que apenas se le veíanlas manos.

-gruñó el tigre, yéndose casi encima del trenzadory tanto que a éste le llegó cierto vago pero inconfundible olorcilloa sepultura fresca.

El zorro dió un funambulesco brinco de espanto, pero sinsoltar la soga.

-¿ Qué significa eso? -rugió el viniente.—¡Muy buenas tardes, mi tío! —dijo el zorro, con vocecita

amaricada -. ¿ Cómo está su salud? ¿Y la de mi tía?...-¿ Qué significa esa soga, pregunto yo? -retrucó el otro.—/Ay, mi tío! ¿Qué hago?. . . Es un secreto, ¿sabe? Pero,

claro, a usted no se lo puedo ocultar. Resulta...

—Lo que va a resultar es que si no desembuchas de una vez,te corno cuento y todo.

—Si, si... Resulta que no hace mucho ha pasado por aquíun ángel, ¿sabe?, volando bajito, casi como una perdiz, anun-ciando que va a soplar un viento muy grande...

-¿Viento grande? ¡Termina!

—Sí. fin, escarmiento de Dios a causa de tanto matador yladrón como dccn que hay, ¿no?, tantos manchados en su piel..quise decir en su conciencia.

—Ejem! ¡Ejem!

-.. . Pero un viento tan grande que sólo van a quedar deplantón los quebrachos.

—Y?

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-. . .yo estoy trenzando esta soguita para atarme a ese que-brachito -señaló con la cola el enorme árbol - a ver si logrosalvarme.

—Ah, ah! - rió el tigre con una insospechada risa de lechu-za, enjaretando sus oblicuos ojos mogoles—. ¿Y no podría seryo el salvado? ¿0 mi vida no puede. valer tanto como la tuya,sobrinito?

—;Cristo me valga! Tío, diez años de mi arrastrada vida novalen lo que un día de la suya, pero...

—¡No hay pero que valga y acaba de una vez esa famosasoga! -rugió de prisa el tigre y para reforzar sus palabras, lepuso suavemente una zarpa sobre el hombro al artesano, quecomenzó a sollozar de puro miedo -. No es para tanto rezongóbajando la enguantada—, los gemidos son para las palomas olos perros.

El zorro, limpiándose las narices, con perdón de ustedes, con-tinuó su obra. La terminó junto con un ¡vamos andando! rugidopor la impaciencia del tigre que ya estaba en corvetas y abrazadoamorosamente al quebracho con manos, patas y cola.

Prolijamente (aunque reanudando los sollozos ascendentesen el escalón en que los había dejado, y llorando por su pérdiday rezando por la salvación de su tío), con lujo de vueltas, comosi se tratase de un arrollado, escupiendo cada nudo para ceñirlomejor, con un quejido, el zorro terminó por amarrar a su granpariente al tronco del árbol quebrador de hachas.

El tigre, el sembrador y el zorro

Gracias al servicio del tero o de algún otro chismoso de loscontornos, pero principalmente gracias a su voz tronadora paraimplorar socorro, el tigre había sido salvado por su consorte.Sólo que la indigestión de la rabia lo puso a dos dedos de lamuerte, y a sobrevivir lo ayudó no poco la esperanza de saldarcuentas con su ex sobrino.

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Eso sí, por consejo femenino, esta vez cambiaría su violenciacuchillera por una herramienta mejor, aunque un poco delicaday frágil para sus manos: el ingenio...

Averiguó, al fin, que el zorro merodeaba por un puesto ocortijo y una tarde, apenas puesto el sol, se arrimó por allá, consus alfombrados pasos, es decir, sin el menor ruido. El dueño, ala sazón, estaba arando una lonja de terreno para porotos, ja-queando a sus bueyes a fin de rematar la tarea del día.

Ganado por la tierna o apetitosa hermosura de la escena, yolvidado momentáneamente del zorro, el tigre se detuvo a pocotrecho de allí y se quedó lamiéndose dulcemente los rosados la-bios.., cuando, advertida su presencia, hombre y bueyes se que-daron como colgados de un hilo de coser.

—Dése prisa en acabar su tarea, buen hombre -dijo eltigre con tono comedido y casi afable - porque... tengo quecomérmelo con bueyes y todo.

—Pero, señor!. . . ¡Cómo se le ha ocurrido eso, sabiendocomo todos que soy tan pobre y que dejaría una chorrera dehuérfanos!

—Lo siento mucho, don, pero tengo que almorzármelo lomismo -repuso el tigre, tratando de suavizar sus palabras ysus bigotes, alisándose éstos con una mano.

-Señor, usted que es tan valiente no puede.. . -y al hom-bre no le salieron más palabras a causa de un nudo no corredizoque le atrancaba el garguero.

.Puedo, amigazo - completó el uñudo - y usted meva a perdonar, ya que a mí no me perdona el hambre.

El hombre llevaba las de dejarse convencer, cuando sintióuna voz como de alcaide o madrastra que decía:

—;Hep, yo hablo! ¿No has visto pasar por aquí al uñudo?En su busca ando, porque quiero probarlo en la carrera. Traigounos tigreros medio dejados, pero son. .. ciento y uno.

El hombre pudo ver que quien así hablaba del otro lado delcerro era el zorro, pero el tigre, creyendo que se trataba de algúnacreditado cazador, se dió por notificado y bajando la voz y lacabeza a ras del suelo, le dijo al hombre:

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—Dígale que no me ha visto, porque si no...—Hace mucho, ¿sabe, señor?, que no anda el tigre por aquí.—¡Así ha de. ser! ¡Así ha de szr! —carraspeó el Juan Teno-

rio de las gallinas, y afilando más el hocico con una mueca:—Pero seré curioso: ¿Qué es ese bulto medio overo que está

detrás suyo, en tierra?—Dígale que son porotos, aparcero, porotos overitos.

- aconsejó el tigre.—.Sort los porotos de la siembra, patrón.—¡Ah, ah! ¿Y por qué los tienes así en el suelo sin echarlos

en la bolsa?—Sí, sí —trció el tigre, con un hilo de voz - écheme en la

bolsa, es claro.El hombre embolsó al overo como pudo y contestó:—!Listo, señor!—/Átale ahora la boca con un torzal para que no se te vuel-

que la semilla, pues!—Hágase que me ata, pero ¡por su vida! deje abierta la

bolsa, amiguito - secreteó ci tigre.El hombre, susto y todo, cñó lo mejor que pudo la atadura.—Pero, che, esa bolsa está muy esponjada, no te parece?

Dale tres o cuatro golpecitos con el ojo del hacha para que serebaje un poco.

Ni decir que el hombre puso su mayor entusiasmo en admi-nistrar la última receta.

—Para mí que este Lázaro no resucita -dijo el zorro amanera de responso.

La mula y el gato del monte

La mula y el gato del monte, que hasta esa ocasión sólo seconocían de vista, se encontraron una noche en el calvero delbosque, y como no tenían razones de interés o envidia para des-confiar uno del otro entraron a poco rato en amistosa charla.

—Tenía muchos deseos de tratarlo personalmente - dijo,

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muy cortesana, la mula -. Hasta donde han llegado mis andan-zas, li;gan las mentas y ponderaciones de la claridad de su vista.

—Exageraciones de la gente -respondió el de las pintasentornando con modestia los ojos que ardían en la sombra comodos luces de bengala.

—No tal, a buen slguro -insistió la mula -, todos dicenque es usted muy capaz de distinguir un alfiler perdido en lamaraña a ver a través del agua turbia o de la conciencia deltraidor -concluyó curándose en salud, pues ella, en efecto, sueleser sospechada de poca lealtad.

—Exageraciones, señora -repitió el gato -. En cambioestoy seguro de que no dicen sino lo cabal quienes protestan quelos oídos de usted sienten el rumor de la araña tejiendo su tela.

—No tanto, joven, no tanto, pero me. defiendo -, contestóla mula, refregando el hocico en la rodilla para disimular laemoción.

Parecía que sólo faltaba que el rebuzno y el mayido se ele-vasen en dúo en alabanza del Dios que había creado el mundopara el ojo del gato y la oreja de la mula, cuando de repente unbufido y un estornudo estallaron al par y la mula dió una tendidasólo comparable a la del cerro cuando se sacude y se desensillade su nieve y sus riscos saledizos, mientras el gato, como con elímpetu prestado de todas sus pulgas, pegaba un brinco másalto que una torre, aunque caía ¡cuándo no! sobre sus cuatropatas.

—Ha visto, patrona, ese pelo que cayó medio encima denosotros? -dijo el gato, todavía con la cola y los bigotes eri-zados.

—No, mi caballero -dijo la mula, aun con las orejas y losollares tiritantes -, yo sólo sentí el ruido, sin saber de qué era.

El guanaco y sus aparceros

Fué el año de la gran sequía, cuando casi todo verde desapa-reció o se volvió ceniza y la poca vegetación que logró resistir se

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crispaba de sed. Hasta que las nubes se acordaron de su oficiode nodrizas del mundo y taparon el cielo con su cortinón. Detrásde él, el trueno parecía que cambiaba de sitio los cerros. Hastaque comenzó a llover con rabia de indio, y el malón duró un díay una noche y otro día de aguinaldo.

Y ocurrió, asimismo, que la algarroba, que abundó como pesteese año, estaba acolchonada en el suelo a causa de las vientoscomo resuello de horno y con la lluvia fermentó y más tardedejó correr... aloja, la dulce y burbujeante cerveza de los deponcho.

Y he aquí que el guanaco, de reunión con el quirquincho(por mal nombre el peludo), el zorro y el ñandú, bebieron eso,buscando inocentemente apagar su sed de agua, pero la aloja,que es trepadora, subió y se alojó en sus molleras... con lasresultas del caso.

Sólo que con la mona hubo una trabucación total. La alegríadel corazón se les volvió risa en todo el cuerpo. El guanaco, tantieso y arisco, comenzó a gastar cabriolas de chivato y después,entre hipo e hipo, largó un relincho hilarante. El peludo dabavueltas como galgo que busca echarse diciendo:

—Vamos a ver, dijo un ciego. El ñandú no decía nada, perogastaba la mímica verbosa de los mudos, mientras el zorro errababocados a su propia cola refraneando:

—Digo la verdad sin faltar miaja, que la aloja no es aguade borra ¡a.

Sospechamos que, de estar en una pulpería del pueblo y noen ésta, todos hubieran sido candidatos a la capacha. Porque lacosa pasó a mayores.

El peludo, tan callado y metido en sí, se puso a rememorarsus andanzas de mozo y las novias que dejara con el ajuar listo,a causa de que un nuevo amor le engolosinaba los ojos y ledaba vuelta el corazón como una taba. Y terminaba jurando:

—Por el chapín de la reina!

A su vez el bonazo del ñandú, tan huraño y pacífico comoes, había cambiado tanto, que sólo hablaba entre juramentos ymaldiciones, desafiando a quien quisiera pisarle el poncho.

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—¡No ha nacido aún el hijo de mujer que me ponga la manoen la barba, digo, en la cola! ¿Me quieren echar las bolas o ellazo? ¿Soy matungo? Vea, socio, yo no soy de los que tienen elestribo a nadie. Y tipo a quien yo le quite el piso, de un solo pun-tapié, no se endereza ni con puntales ¿me comprende?

Todo esto, mientras el zorro, guisador de toda malicia, cau-dillo de toda fanfarronada, se había agallinado y se lamentabacomo un huérfano:

el último, la escupida de Dios. Vaya donde vaya, tengoque ser el mal dedo. Hasta por donde. no paso dejo huellas...¿ &ré yo el milpiés? Yo, más pobre que cuzco de mendigo. Ofendoaunque vivo más retirado que una lagartija - concluyó, llorandocon llantito de sietemesino: —Hi. .. hiii. .. El mundo hiede aperros.

Por su parte el guanaco subía y subía en la creciente delbuen humor, aunque a costa de sus compinches de jarana, riendodel tejado con estacas, como decía del peludo, o del poncho depuros flecos del ñandú, o de la cola del zorro, esa cuarta deperros en el pantano.

Estaba ahito de aloja como un pez en salmuera. Arrojó a unlado el bolo de la rumia como un colla su acullico de coca, escupiódos veces allá lejos, desfogó sus bofes en un alarido de indio, yponiéndose en dos pies, comenzó a bailar, aplaudiéndose con laspezuñas delanteras, cimbreando el cogote de garza, sacudiendola lengua como un cencerro.

Y al fin, después de un largo ensayo de eses y zetas con lasde abajo, terminó por firmar con el hocico en el suelo y dormira ronquido suelto el sueño de los inocentes como ya lo estabanhaciendo sus compinches.

El ñandú con botas

Por más que reculara, el zorro iba tirando a viejo. Sólo quepor cada pelo que perdía, ganaba una maña. Con todo, despuésde una última aventura de donde por un negro de uña escapó con

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aliento, mal iban las cosas para el gobierno de las tripas, pormás que afilase su hocico y su ingenio. La Pebre le mostraba sólode lejos sus calzones blancos. La perdiz reventaba su vuelo bajosus narices y se alejaba con un chiflar de pifia.

Cierto es que él poseía esa suma de ausencias de escrúpulosque aseguran el éxito de muchos diplomáticos y prestamistas,pero contra él conspiraba su fama, es decir, su populosa contra-fama. Por eso tenía un odio futurista al pasado, esto es, a losrecuerdos que los otros se empeñaban en refrescarle. La gentedecía: Cada uno es como su madre lo ha hecho, pero él es peor.

Tenía razón para sentirse a ratos tan sin oficio como un reydestronado.

Fué por esta época y un día entre los días, cuando, recor-dando que el ñandú se hallaba enamorado, se puso a cavilar sobreel tema, y ya veremos los efectos.

Cierto, don Cruz, el ñandú, estaba enamorado de la perdiz,y tanto, que todo su cuerpo y sus canillas le parecían corazón, ysu mal se había agravado con la estación nueva que la torcazahabía anticipado en su caliente arrullo.

Triste, con las alas y el ánimo caídos, se paseaba esa ma-ñana por el campo, en la inauguración de la primavera, que habíasaltado de las peladas plantas de invierno como un manantialsalta de la arena, pero ajeno a ello, ajeno a esa labor de lospájaros y €1 rocío que ayudan al alba a rehacer la gastada ino-cencia y hermosura de las cosas, ajeno al amarillear alegre comoel mismísimo pecho del benteveo, de las jarillas y retamas en flor.

Haciéndose el encontradizo, el zorro le atajó el camino. Alpoco rato y como al desgaire, se acordó de la perdiz.

—Ayer la vi ¿sabe? Muy más que regular. El cogollito dela lindura, amigazo, diciendo ¡quite de ahí! a la más pintada...

El ñandú dió un suspiro tan largo como su cogote y bajóJa cabeza. Entonces el zorro se fué al grano. Y dijo que estababien que uno se enamorase, puesto que el corazón pedía rienda,pero el varón ni entonces debía aflojar, apichonándose. Ahí estabaél, don Cruz, y que le perdonase el ejemplo. ¿Por qué andabaasí como embichado, descuidando su persona, él, mozo tan bien

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plantado y de buena fama? ¿Qué le faltaba para ser un lindogaucho y dirigirse sin miedo a la moza más remirada? ¿Un pon-cho nuevo? El tenía uno de nones y se lo regalaría con gusto.Sólo que le faltaba lo principal: ¡las botas! Pero ni aquí lopillarían sin perros: él sabía de dónde conseguirse dos canillasde potro, y como casualmente le entendía al oficio, sólo faltabaque el ñandú diese su venia.

Al maquinar su plan de operaciones contra su amigo, el zorrotuvo dos cosas muy en cuenta. Primero, que su vecino, tan horno-bono como parecía, tenía una profesional desconfianza de tuerto.Después, que el muy bárbaro podía patear peor que una escopetavieja. De ahí lo del recuerdo de la perdiz y lo de las botas.

Como el ñandú hubo consentido en lo de las botas, el zorrose presentó al otro día mismo con un par de vainas de canillasde mancarrón, amanecidas en remojo, y casi de inmediato diócomienzo a la obra.

Hizo que el ñandú asentase sobre el suelo su plumoso tafa-nario, y con prolijidad digna de mejor causa fué enfundando lasaventajadas plantas y canillas del gran corredor en los sendosforros de cuero fresco, los alisó después, mimosamente, dió algu-nas puntadas, y considerando rematada la obra exclamó:

—Nunca mejores botas se verán cn mejor poder. Quédesequietecito como pichón en el huevo y déjese dar el sol toda latarde. Yo volveré a boca de oración.

Cuando volvió a esa hora el ñandú estaba más tieso quedesertor estaqueado.

—Este no se para ni con muletas -se dijo el traidor, ata-cándolo a mansalva.

La ovejita olvidada

Se cree que su aventura con las ovejas fué la última del zorro.Ya el tal estaba asaz bichoco y medio corto de vista. Fuera desu memorión topográfico y su talento olfatorio, conservaba pocode sus buenos tiempos. Con esto va dicho que en la administra-

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ción de sus tripas abundaban los días de huelga, o sea, que solíaalmorzar o desayunarse allá a la muerte de un obispo. ¡Su barrigasiempre como luna menguante! Y por cierto que su gusto habíamermado algunos grados. Coyundas, riendas, ojotas - sin con-tar alguna fregadura de fondo de olla - eran los platos de susdías de abundancia.

Entonces aprendió él lo que ya se sabía mucho antes de queSócrates lo denunciase: que el hambre es el mejor condimento,la mejor salsa.

Un día sintió bulla de perros y disparó a velas desplegadas,cuando amainó de golpe, dándose cuenta de que era su estómagoel que ladraba de hambre... Con decir que otras veces tenía unmiedo bárbaro de que se le reventase la hiel y llegaba a sentir lasaliva amarga.

Entonces fué cuando comenzó a cultivar paciencias de ga-leote, prudencias de filósofo o sacristán. Repetía un refrán quehabía oído a un fraile: La miel tiene agrias vecinas. O el consejode la pulga ducha a la pipiola: El cogote es sabroso, pero peli-groo; la cola es dura, pero segura.

Su viejo odio a los perros -esos ex lobos alquilones, esossicarios garganteros vendidos por una piltrafa - habíase vueltocasi enfermizo, aunque reservaba un odio especial para los cuzcospitofleros.

Fué debatiéndose entre estas lástimas cuando llegó una tardea pasar junto a un molino harinero. Acercándose a bichar haciadentro por una rendija, vió que el molinero se había quedadodormido y roncaba a compás con la tarabilla. No precisó más suaprovechado magín para fraguar sobre el tambor un plan com-pleto de operaciones y ponerse en marcha según él.

La cosa fué sencilla, a favor del sueño del molinero, se metióen la caja, revolcándose a gusto. Cuando salió afuera, entera-mente blanco de harina y con la cola disimulada entre las piernas,y pisando con la punta de las uñas, parecía una inocente borregade Dios. Se encaminó sin prisa a un redil ovejuno que él conocía,y llegando a la puerta, ya con la noche, comenzó a balar:

—/Be.e. . . bee. . . e-e. .

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Salió el dueño desde el rancho próximo y entreviendo el bultoblanco entre la sombra, exclamó:

—¡Vea! El pastor se ha olvidado una oveja otra vez.—Bee... bee... e-e-e... —confirmó el bulto blanco.El hombre vino, abrió la puerta y lo metió en el redil, y nada

sospechó pese al sustazo, con tendida y todo, que se llevaron lasovejas, quienes, simples como son, terminaron por aclimatarse,pasado un rato, al tufo a salvajina de aquella compañera.

El zorro, entreverado con las ovejas, al cabo estrechó rela-ciones con un borreguillo que tenía a su diestra, y tanto que lohizo pasar sin ruido por su gaznate, como una oruga por el deun pichón.

Cuando el zorro, que se había dormido de sobremesa, des-pertó al fin, vió, con aprensión, que estaba amaneciendo, y queuna maldita garúa caída durante el sueño, había vuelto tordillosu pelaje blanco.

Cuando al fin el dueño vino a sacar la majada, el zorro logrósalir confundido entre las ovejas pero no logró confundir el olfatode los perros, que preguntaban a gritos, saltos y dentelladas dóndeestaba el dueño de ese olor zorruno que les tiranizaba las na-rices.

El zorro consiguió tomar la vanguardia, pero no lo suficiente,empero, para librarse del julepe más militar de toda su vida.

El zorro y la muerte

Con paso muy mesurado, una mano a la espalda y la otraretorciéndose una guía del bigote, Juan del Campo paseábase porun claro del bosque, para obviar la digestión, antes de irse a lacama. Un rato antes se había banqueteado con una pollona deesas que toman demasiado al pie de la letra el consejo de losviejos: al que mucho madruga Dios lo ayuda.

Don Juan no era muy joven ya, que digamos, pero se creíatan largo de aliento y suelto de tendones como en sus mocedades.

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Verdad es que la vida era un tanto áspera a ratos, como la alga-rroba negra, pero dulce como ella, dulce..

Y esa mañana era de gloria. Los pájaros deletreaban en corolas maravillas del alba. El aliento farmacéutico de los pinos lecosquilleaba la nariz. Ríos de verdor anegaban la tierra hacia elcielo. Él msmo, sin darse cuenta así, traía entre dientes una can-ción de arroyuelo. La vida era más hermosa que todos los sueños.

Iba don Juan como un rey en su rodado, cuando en eso...Le pareció que sin duda no era más que punta aprensión. Pero.qué. . . ¡No podía ser otra que ella, era ella, la madrastra deldiablo, con su cabeza de rodilla, su risa sin ruido y sus ojos deausente!

Se quedó paralizado y sujetando el aliento como pato debajodel agua, o cerrando los ojos. Cuando mirando lentamente los alzóde nuevo, advirtió que la hideperra lo había visto ya. Sintió queel alma le topeteaba los dientes.

Quiso rezar un padrenuestro, pero recordó que no lo sabía;una salve, menos; intentó persignarse. Pero sospechó al fin quetodo eso era inútil.

Entonces resolvió hacer pata ancha. Al fin, se dijo dándoseánimo, no me han parido para reliquia, y avanzó hacia la que noadmite partijas ni aparcerías, hacia la hética ante quien no levale su chisguete al zorrino, ni su tinta al calamar, ni su lenguao su pluma al rábula, por muy diablo o masón que sea.

Y como el zorro, al igual que la mujer, no pierde el hablani con el susto, saludó a la prójima con una sonrisa que le enjaretótoda la cara:

—Muy buenos, su merced!... ¿Y qué hace, si w es indis-creción, por estos andurriales?

—Ya lo ve... -dijo la muerte con su voz hueca, haciendobailotear los dientes -. Ya lo ve. . . en busca de. usted, mi buenamgo...

—De mi?... —contestó el zorro, con ojos que le comíanla cara de asombro -. ¿Cómo puede darse eso dee que mi granseñora tenga en cunta a un pobre como yo, honrado y en la florde sus años, habiendo tanto cristiano o moro sin oficio ni bene-

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ficio, o tanto viejo achaquiento y maceta que anda de nones poreste mundo?

—Para mí - contestó la otra con una sonrisita ladeadatodos son iguales, ¡todos son mis hijos!

Entonces fué cuando don Juancito, viendo que el río no dabavado por ahí, lo buscó por otro lado y simulando someterse tran-quilo al juicio de Dios, como sujeto en paz con su conciencia, ledijo a la encontradiza que sólo lamentaba el que con este aprietotan impensado tuviese que faltar a su palabra por primera vezen su vida, dándose por desertor en su carácter de contendienteen la carrera más famosa de los tiempos - la del sapo y la chu-fla en que él, Juan del Campo, jugaría toda su plata al petisocontra quien quiera apostara a la zancarruda.

La muerte, que al fin es mujer, se dejó ganar por la curio-sidad, y terminó aceptando la propuesta del ya senten&ado: deapostar ella a la chufla en la carrera, y si perdía la tal, concederlea Juan un año más de vida.

Ya sabemos que la carrera se corrió y que ganó el caballodel zorro, que resultó de tanta virtud como el del comsario.

Con un año, pues, por delante, el zorro trató de sacarle €1zumo. Convites, bailes, jugadas, vino, canto: de lo bueno, lo me-jor. ¡Una vida de rechupete!

Mas, ocurríale que cuando estaba en el cogollo del gozo, laimagen de la muerte y su plazo fijo se le cruzaban de rompe yrasga, y aquello era peor que un goterón de sebo en un traje degala y el gozo se le volvía amargo como zapallo cimarrón.

Y así fué que, a medida que se acercaba el día de la entrevistacon su gran acreedora, fué sacándole cada vez más el bulto a losjolgorios y buscando sólo el modo de esconderse como la lagartijamás huraña.

Y el inútilmente temido día llegó al fin y, para peor coin-cidiendo con una gran fiesta en el pueblo. Y allá decidió ir midon Juan, diciéndose para su camisa: el dolor con vino es menor.

Y he aquí que en el camino tropezó con una concha de quir-quincho olvidada allí por el ausente cuánto tiempo haría. Y fuéen ese momento cuando la providencia le alumbró la mollera,

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haciéndole parar las orejas. ¡Allí estaba lo que había buscadocomo aguja!

El hecho fué que los participantes y mirones de la fiestavieron llegar con paso más desganado que risa de tonto un pe-ludo requeteviejo que se perdió, tosiendo bajito, entre abejeo dela gente.

Y todo iba sobre andas, cuando como el chaparrón con sol,sumiendo el ombligo a todos, la calva se presentó preguntandopor Juan del Campo, el de las largas mentas. Todos a una seapresuraron a jurarle, como era cierto, que de todos los vecinosde figuración, don Juancito era el único que hacía lamentar suausencia.

—/Ejem! - dijo la muerte mirando a la redonda -. Ya queno hallo lo que busco, y para que el gasto del viaje no sea inútil,voy a llevarme de acompañante a este peludo vetcrano que pareceestar esperando mi ayuda.

Y fué recién al alzarlo la muerte de una oreja cuando losconcurrentes vieron que de debajo de la coraza del quirquinchosalía una cola de zorro..

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EL CARANCHO Y LA TIJERETA

S

OBRE un viejo algarrobo, en las primeras estribaciones delcerro, denunciándose desde gran distancia, está la casa de

la pareja de caranchos: por fuera, un canasto redondo de casiuna vara de envergadura, tejido de palos, huesos y tiras de cueroy erizado de púas; por dentro, una cuna de finas ramillas tapi-zada de pasto, musgo, crines, plumas y mechas de lana.

Allí la hembra ha empollado los tres hermosos huevos colorcrema manchados y jaspeados de rojo oscuro crispidos de rosay canela que ahora están transfigurados en tres encantadores(opinión oficial, digo, paternal) pichones pardos de cabeza re-tinta y patas azulencas.

Mientras la bonaza de mamá carancha cuida mimosamentea los niños, el gran papá deambula por las carreteras del aire ylas posadas de árboles y zarzas en procura del puchero de cadadía. Llevan ya cinco primaveras de casados, y como en la sociedadcaranchil es redondamente mal visto el divorcio, aun siguen vi-viendo juntos soportándose uno al otro con leal entusiasmo.

Allí, perchado en la rama más alta de un chañar, está elglotón ancho de cara y de pata, que muy águila por su pico ysus garras, no es nada más que cuervo por sus costumbres. Comevivo y come muerto, y esto más que aquello, claro está, porquecada uno avanza en este mundo buscando la línea de menor re-&stencia. Pese a sus alas tan largas como para casi alcanzar,plegadas, la punta de la cola, no vuela más allá de doscientos

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metros verticales, ni se cierne nunca. Prefiere el vuelo casero,esto es, horizontal, bajo, cuando no a ras de tierra, como quesus presas comunes son de lo más rastrero: reptiles, ratas, lom-brices, o de lo más insignificante: insectos. No desprecia loscadáveres, así sean bautizados, ni aunque su olor los declareintocables. Como buen carnívoro bebe agua cuando la tiene amano casi con la frecuencia con que el borracho bebe lo queya sabemos.

Por cierto que es noticia de Perogrullo el descubrir aquíque su hambre es de las cosas más serias de que puede hablarse(suele comer presas vivas tragando la carne con cuero, hueso,estiércol y todo) y lo lleva a los linderos del heroísmo, pese asu pacatez comodona y su flojera.

iil y su cara mitad se han bastado más de una vez paradifuntear una oveja flaca, acosándola a golpes de ala y pico- como un gaucho a poncho y facón -, hasta tumbarla y des-ventrarla. O para aliviar de alguno de sus lechones a la cerdaconfiadamente alejada del ojo del amo.

¿Que una cabra se ha rezagado del hato para dar a luz? Nose le escapa a él detalle tan prec i oso: déjase caer en picada desdelo alto sobre el cabritillo acostándolo y arrancándole el ombligo,mientras su compañera le opera los ojos. Ya es el descolgarse,sobre el lebrato sorprendido en la cama antes del día, pleiteán-dole los ojos, o siguiéndolo en vuelo rastrero y, Dios mediante,alcanzándolo y clavándolo en el suelo, con uñas y peso, hastarematarla. Todavía otra aventura no por pintoresca, menos me-ritoria: atacar al gallinazo inflado de carne o a la garza queacaba de embotellar un buen pez y perseguirlos sin asco hastaobligarlos a devolver la mercadería, que él se apresura a enva-lijar de nuevo, a veces en el aire.

Es claro que obrando en banda se permite batallas más napa.leónicas: por ejemplo, abatirse entre cinco o s&s sobre el ñandú,intentando y lográndolo alguna vez— cansarlo a la carrera.O seguir por horas y leguas un arria de ganado mayor, esperandoel regalo no infrecuente de una res cansada o despeada, esto es,más o menos indefensa: írsele entonces cada uno a las barbas,buscando derramarlo los ojos, mientras el más cirujano de la ban-

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da se encarga de hacer lo mismo con los intestinos desde el poloopuesto.

También acostumbra a convidarse a sí mismo a las car-neadas de la estancia vecina, posándose en el poste o árbol máspróximo, o pasando y repasando en vuelo bajo en espera de quelos matarifes arrojen los bofes o el lebrillo a los perros: allí pasaél como un hondazo junto a las narices de los galgos o mastines,confiscando la achura en el aire con el pico, para remontarseveinte brazadas de golpe, dejarla caer unos metros, y pescarlade nuevo, esta vez con las garras.

Y todo lo precedente es apenas un ensayo a lo que constituyela flor de sus proezas: cruzar en vuelo rasante sobre una víbora,echarle el guante en lo que sería cintura en otros, llevarla asídesarmada a las altas esferas, darle asueto, bajar detrás de ellacomo un acreedor antes de que llegue a tierra, prenderla nueva-mente -esta vez por la nuca - y apearse al fin a picotearle amansalva la mala afamada cabeza.

Por certo que ésas no son proezas de todos los días. Por hoymaese carancho se conformará con muy poco, casi nada: un par-cito de pichones ajenos para desayunar a los suyos, lo cual, siparece un exceso, lo es de amor paternal. Entretanto precisa des-entumecer las alas y se echa al aire elevándose en lentos girosDe pronto se sente algo como el eco de un grito o un quejido agu-do. ¿Y eso? Es el canto —canto, sí, señor!— que el carancholanza a la faz del cielo, alzando y echando la cabeza hacia atráshasta casi tocar el lomo, el pico abierto en ángulo obtuso.

En eso, frenando en seco su rapto musical y plegando lasalas, el carancho rebaja a gran prisa el nivel de su vuelo. Por lacuesta del cerro desciende lerdeando una mula con el lomo llagadopor exceso de alquiler al jinete o a la carga. El inspirado divo deun rato antes, después de dos o tres pases comprobatorios, decideaterrizar en la cruz de la mestiza, y así lo hace orondamente, pesea las briosas muestras de desacuerdo que ella da, encorvando ysacudiendo el lomo, errando tarascones al sesgo, coleando confuerza. Todo es inútil. Al fin deja caer las orejas y menea lacabeza como dudando aún de su patibularia suerte...

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Pero el glotón de pata ancha, cancelada la deuda con subuche, vuelve a sentirse padre, y con la primera de sus obligacio-nes: proveer la despensa de su prole.

e * *

En el empalme de dos ramas de un gigantesco árbol, y agran altura, se ahonda el nido de las tijeretas, relleno de hojas,lanas y plumillas tomadas sin pedir permiso a los nidos ajenos.Estorbándose en él, cuatro monísimos pichones pían pregustandoel primer vuelo, con un temblequeo de alas. Mientras, relevándoseen la guardia del nido, cada uno de los padres, seguido de su colade rectrices escalonadas en abanico, se aleja por turno hacia otrarama del árbol casero o de algún otro próximo, a revisar las corte-zas, agarrándose con las uñas y apoyándose en la tiesa cola comoen un pie bisulco, según las más diversas posiciones, en busca delarvas y pulgones para sus crías. O, más frecuentemente, se lanzaal aire a la pesca de moscas y demás insectos de que se alimenta,en revuelos cerradísimos y veloces de golondrina, tijereteando elcielo con la cola en un plano vertical, horizontal u oblicuo, paravolver de cuando en cuando a descansar sobre una rama.

Sólo que desde ayer las excursiones son más cortas, quierodecir, que la guardia es más apretada, pues nada menos que miseñor don carancho, con su nefando pico y sus nefandas patas ytoda su panteonera fetidez, habiéndoles descubierto el nido, seha permitido ya tres cruzadas a una proximidad insultante.

¿Y esto? El rey de los tragones (que olvidado por un mo-mento de sí mismo anda en procura del bocado más tierno parasus nenes) viene ya en vuelo zumbante sobre el sauce, sobre larama, sobre el nido... ¿Qué? Los dos colilargos, que tienen enla calma una voz apenas perceptible, dejan escapar un chillidoque aspira a ser tan largo y perforante como el de un chifle, yerizando las plumas del cuello y cruzando y descruzando sus tije-rillas zagueras, se lanzan, doblado de coraje el bulto minúsculo,a las narices de su majestad caranchísima, quien pese a su cor-pachón y su fama tigrera se ve obligado a torcer el rumbo, y aapurar, sin un chiquito de vergüenza, el aire de su marcha.

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YAGUATYRICA, EL DEMONIO DELBOSQUE NEGRO

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Lo que vas a escuchar, lector, es una de las historias más extra-ñas, si,-¡losas e intensas y más legendariamente increíbles

que puedan escucharse nunca, y tan cierta, claro está, como lavida o la muerte que hay sobre la tierra.

He de permitirme, eso sí, ciertas consideraciones, que reputototalmente indispensables como punto de referencia a fin de quelo inverosímil de mi relato lo parezca menos. Sabido es que losgrandes felinos son las más infalibles máquinas vivas de destruc-ción que existen. Desnudo e inerme y con una agilidad y fuerzani remotamente comparables a la de los grandes carniceros, elhombre prehistórico, según todas las leyes de lo probable, debióhaber desaparecido ante ellos. Sin embargo no sucedió así. Supaciencia y prudencia, y sobre todo su ingenio y audacia crecien-tes, lo salvaron. Pero ese duelo viejo de millares de siglos entrelos rampantes y rapantes capitanes de la selva y la vacilantebestia vertical mantiénese hasta hoy, pese a las infernales venta-jas que ésta ha venido acumulando con el tiempo.

Sabido es que los felinos siguen temiendo al dueño del fuego(hoguera o fusil) sólo en su condición de tal, pero se reservan

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una gloriosa propensión a saltar por sobre ese miedo hasta elespinazo o la garganta del piróforo. . . Que ese brinco, largo obreve, se parece vivamente al relámpago, también lo sabemos.

El visitante dominical que se detiene con una mirada dis-traída o un bostezo ante las truculentas rejas dEl jardín zoológicodetrás de las que bosteza un huésped más o menos tullido y estu-pidizado, no puede sospechar, ni vagamente, el poder físico y psi-coiógco de las grandes fieras en pleno desierto o en pleno bos-que. La voz del león en la soledad y el desamparo es algo tansobrehumanamente solemne y profundo que sólo puede cotejarsea la de los elementos -huracán, trueno, catarata- y a vecessólo a la trompeta del Juicio Final... Cuando en la alta noche,al aproximarse dos bandos rivales al mismo bebedero los leonesrugen en coro, tiemblan el aire y el suelo y los árboles, y tiem-blan, como una mera hoja, la carne y el alma del hombre queescucha de cerca o de lejos. No es cierto nue el poder real delos carniceros mayores esté por debajo del lúgubre prestigio queles sirve de vanguardia. De un solo impacto de su manopla elleón puede romper como una caña la pierna de un camello, y eltigre puede llevar en su boca un ciervo sin dejar rastro o unbúfalo, dejando sólo algún surco de las pezuñas traseras. Ambospueden llevar un ataque mortífero, heridos ellos aciagamente,con las fauces o las manos rotas o el corazón recorrido por unabala. Las depredaciones de los leones de Tsavo llegaron a para-lizar las obras en construcción del ferrocarril de Uganda. Lapresencia de tigres en Java y Sumatra, interrumpiendo por lap-sos el trafico del café entre el interior y la costa, alteran de vezen cuando el ritmo del comercio mundial. La desangrante gra-vitacón de los tigres sobre la vida de la India significa casitanto como la del imperialismo inglés.

Hay detalles que todo asiático del Lejano Oriente se sabe dememoria sin olvidar nunca: que el tigre cebado tiene tanto miedodel hombre como de las ratas; que puede sentir la grita de unregimiento y gruñir más sañudo; que ataca de día por comodidady de noche puede saltar por sobre una hoguera; que llega a sec-cionar, como a filo de hacha, la pierna o la cabeza de una per-sona; que de cien hombres agredidos por él, puede salvarse uno

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pero no más. Un tigre de Champawat cometió 434 homicidiosen cuatro años; otro, en Kumaón, superó por dos unidades esacifra; una sola tigra, en una extensión de más de cien kilómetroscuadrados, tuvo imbecilizadas de terror a doce mil personas.¿Para qué citar los vulgares casos de aldeas íntegras que sedespueblan bajo la tiranía estrangulante de un tigre que prefierea toda otra la carne bautizada para su desayuno o merienda?

Era necesario consignar lo anterior para poder relatar conmenos recelo lo que sigue sobre la formidable biografía de Ya-guatyrica, el dios negro del bosque.

Estoy hablando de un jaguar entre los jaguares, cuya vidatranscurrió en una orilla cualquiera de la gran selva sudamerica-na. El detalle último no es un ripio. Lo que se llama selva enEuropa -árboles de modesta alzada, regular o mucho claroentre ellos, temperatura mediocre o fría, apacible ausencia defieras y peligros: una especie de parque municipal poco tieneque ver con esa especie de infernal paraíso a que nosotros damosel mismo nombre. Sí, aquí también hay árboles medianos y ro-bustos y palmeras petisas: pero junto a ellos hay helechos detres metros de estatura y árboles que se remontan noventa codosen busca de la vecindad de la luz y echan para gozarla hojastan grandes como un manto. Y abajo la vegetación es una babi-lonia verde, y los troncos y ramas, velludos de liquen, se sientenamarrados entre sí por lianas fornidas a veces como el brazo deun hombre y largas de dos cuadras o más. La vegetación, ja-queada por los dos demiurgos, el calor y la humedad, llega atal aprieto que acosada por el delirio de las alturas, entra enuna verdadera maratón de distancias verticales. La planta queno logra asomar su cabeza o sus brazos a la luz, muere o agonizaahogada por las tinieblas.

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Con ello está dicho que casi toda la fauna es más o menosarborícola. Allá arriba están la luz, las flores, los frutos y losinsectos: detrás de ellos van los que comen: detrás de éstoslos comedores de carne. Los lagartos, las ranas y los monos, laardilla, la víbora, el coatí, el puercoespín y el jaguar, todos prac-tican el alpinismo arbóreo. Todos trepan a los árboles como unhombre a su lecho y se deslizan por sus ramas como un río porsu cauce. Qué mucho: cuando llegan los diluvios de la gran esta-ción, la selva se trueca en un pantano y la fiebre de los pantanoscubre como un vaho el subosque. Al delirio de la vida, la muerteopone una actividad de azogue. Un verdadero Amazonas de ve-neno inunda invisible la gran selva, desembocando en la espina,en la corola, en el aguijón o en el panal de la abeja, en el colmillode la víbora, en la trompa del insecto o en la agalla del pez.

** *

Esa era la selva en uno de cuyos arrabales vivía Yaguatyrica,el jaguar negro y, ya lo dijimos, como un dios o un demonio.

Sojuzgados por el prestigio del poder o el terror, los pueblosprimitivos adoraron siempre alguna bestia soberana: elefante oserpiente, cocodrilo o león. Aquí, en nuestra selva, todavía algu-nas de las tribus adoraban en secreto a Yaguatyrica o, al menos,poseídos de un temor supersticioso, no se atrevían a levantar unbrazo contra él. Aunque no era menos cierto que mientras asíaparecía como una divinidad a sus creyentes humanos, para elresto de los hijos de la selva no pasaba de ser un gato de cos-tumbres arbóreas y que no temía al agua, dicho sea sin propósitode rebajar o desfigurar las cosas. Lejos de eso. Todo jaguartiene noción de una cosa simple y neta: ningún animal, sea elque fuere, puede resistir su poder. Eso es todo. Es el único ha-bitante del bosque que no siente el acecho del miedo, que no pre-cisa cuidarse la espalda. De ahí, pues, esa especie de desdeñosaindolencia visible en su mirada, visible en su paso.

Imposible imaginar una más perfecta máquina de vida y demuerte. La regularidad de cada miembro —y de las distintaspartes de cada miembro - sólo es comparable a la armonía del

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cuerpo todo, de un ajuste y de una economía tales que no podríaalterarse una línea sin averiar el maravilloso conjunto.

Aunque él no anda más que en la noche, caza siempre de día.En efecto, su pupila minúscula en la luz, crece circularmentejunto con la noche, recogiendo la insignificante claridad parapotenciarla largamente en el hondo espejo de la retina. No sehablaría con énfasis de miradas de guerreros o tiranos si seconociera algo muy parecido al rayo hecho mirada: las pupilasdel jaguar atizadas a un tiempo por las dos deidades: la tinieblay la cólera. ¿ Qué mucho que tal o cual víctima llegue a quedaren pasmo o caer a tierra antes de ser acometida?

Su olfato es romo, pero su oído se filtra por los más espesossilencios. Vela por él hasta cuando duerme.

Lo áspero de la lengua y del paladar corrobora el rigor delos colmillos, su boca está armada por partida doble.

Su puño es una sencilla obra maestra. Gracias a su sabiomecanismo, la última falange de los dedos se mantiene alzadapara que las zarpas no puedan embotarse o mellarse. En el mo-mento preciso -el brazo está alzado - la falange contrae susflexores, la pata se estira, y nada más: la más genial de lasarmas naturales ha entrado en juego. Cueros invulnerables serasgan, moles de cientos de kilogramos se derriban. (A todo esto,su guante rivaliza en suavidad con el de los más afelpados gatosde salón.)

Pero los músculos no sólo constituyen de por sí una cumplidamanoplia del ataque, sino también de la defensa. Cortos o largos,juntando todo lo fornido a lo elástico, los músculos enfundan lanuca, el lomo, el pecho, las patas, las mandíbulas, en una especiede cota de mallas. Ahora bien, la calidad de la musculatura dejaguar determina su agilidad y su fuerza: éstas, su temeridadinimitable.

Como toda carne constituye regalo para él, está dicho quesu destreza de cazador es innumerable como los senderos delbosque. Su garra real desciende hasta el ratón en la tierra, y enel agua hasta un pescado cualquiera, que él sabe servirse condocta pulcritud, para no malquistarse con sus espinas. Vacía desu contenido a la tortuga, con delicadeza que encanta, sin ajar

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la concha. Al yacaré que duerme o dormita tranquilo bajo sutecho impracticable, lo ataca subterráneamente, como quien dice,tomándolo por debajo del rabo. (Eso sí, lo prefiere joven, ynunca lo ataca en el agua sabiendo que allí lleva las de perder.)Al coendú, a quien no le cabe un alfiler más en el cuerpo, él daun solo golpe de gracia en la nariz desnuda. Por lo demás, sesabe, no valen siempre ante él, su olfato o sus patas al ciervo,sus alas al pato, su fuerza al toro. Ni todas las artes al hombre.

Desde luego, el jaguar tiene todos los dobleces de la astucia.Con paso tan reservado que a veces ni él lo siente, deslízase en-tre la espesura, descende hasta la orilla de un río, se arrima auna fogata. Si es necesario se arrastra brazadas y brazadas, comouna culebra. Si es necesario, urde los más espaciosos e intrinca-dos rodeos. O se inmoviliza horas en la masiega del abrevadero,a la espera de que los sedientos vayan hacia él.

La misma prudencia acalla sus pasos y sus fauces, si bienel amor o el mal tiempo provocan ese convulso rugir suyo quedesata las fugas en media legua a la redonda.

Cierto, es grande y parece sin límite el poder del que cazaen los árboles, sobre la tierra, o en el agua. Como si no fuerabastante aquella fuerza desmesurada que le permite perseguira la carrera un caballo y abatirlo, o derribar un toro y arras-trarlo en el trayecto de una milla, trepa tan bien como un gatoa los árboles y se agazapa allí en acecho. Y por si eso fuerapoco, nada con tan ondulosa y gustosa facilidad que, en ciertasnoches, viaja a tal cual isla del gran río para retornar antes dela salida del sol. Persigue a nado a las tortugas siguiéndolashasta que salen a la tierra donde las da vuelta con un certeromanotón en el borde de la concha, para vaciarles después elvientre indefenso. ¿Qué? Algún día lo han visto cruzar el granrío a todo remo, de banda a banda, con un caballo a la rastra..

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Muy joven aún Colompotó había caído en una de esas sabiasmaniobras con que la Orden de los jesuitas del Paraguay, usando

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de señuelo a los hijos ya domados de la raza guaraní, atraían alos hermanos salvajes para someterlos a la ley de Dios.

Lo que era aquello, ya se sabe. El genial fundador de laOrden había comprendido que el dominio del animal humano noes un puro asunto de policía y látigo sino, ante todo, de pedago-gía: tomar el cachorro de hombre y educarlo, dulce, implaca-blemente para la obecEencia absoluta. En la selva, el método llegóa estipular que el rebelde supliciado debía agradecer, de rodillasal superior, ese castgo que mejoraba su alma.

Las horas de trabajo eran muchas e intensas, pero artística-mente mezcladas a preceptos, ceremonias y fiestas encaminadasa sugerir a la grey que el trabajo era una fiesta. En todo caso,nadie como los jesuitas llegó a convertir al hombre en un aparatode labor de mejor funcionamiento y más rinde.

Colompotó, indio de la selva -es decir, instinto profundo yalma de gran resuello-, aprovechó poco las enseñanzas de laOrden y comprendió menos sus métodos persuasivos, pero advir-tió, sí, claramente, que el único argumento que podía oponer erala fuga. La inició en la primera ocasión favorable. Vagó meses ymeses por la selva, guareciéndose en los árboles, empleando eldía en buscar frutas frescas o secas, raíces, miel y huevos de pája-ros para capear el hambre, sufriendo las penurias imaginables ylas inimaginables, sin dejarse aplastar, sin embargo, porque elinstinto de libertad se le volvía tiránico al s&o recuerdo de sucautiverio, y porque con la soledad y el acoso del bosque, las vir-tudes del hombre arcaico que dormían en él despertaron larga-mente. Así fué cómo pudo sobrevivir a los peligros circunstantes,y cuando se alejó de ellos, al cabo, ningún hombre -cristiano oindio - sabía secretos tan íntimos del alma de la fronda y dela maraña como él.

Colompotó dió un día con unos exploradores perddos: dosguaraníes y un alemán. Los descubrió sin ser sospechado y cuan-do advirtió lo que pasaba se mostró a ellos con las precaucionesdel caso. Ayudándoles a encontrar el camino que habían perdido,encontró el suyo propio, el del retorno a su tribu, a la orilla delgran río.

Pasado el gran regocijo del comienzo, Colompotó sintió mis-

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teriosamente que él no era ya un miembro de la tribzt... Nadaadvirtieron, quizá, los otros, porque se esforzaba en ocultar susecreto: que la selva, como si fuera su verdadera patria, lo atraíacon tentación irresistible. Para aplacar sus desencontrados impul-sos, aunque sin mucha conciencia de sus móviles, se hizo cazador,cobrando rápida fama en el oficio. Y tanto que, pasado un tiempo,uno de los jefes de la tribu le dió a entender que no le desagrada-ría tenerlo por hijo suyo. Así fué como un día se halló convertidoen novio de la bella Ñutí. Y otro, en compañía de ella y su futurosuegro emprendía viaje al más próximo de los distantes puebloscristianos, con objeto de adquirir el ajuar de la boda, viajando enpiragua, río abajo. ¿Pero quién puede sospechar qué ocasionespreferirá la suerte para sus peores jugadas? El caso fué que unatarde, anocheciendo ya, al pasar frente a un islote, un jaguar, unjaguar que también venía cruzando un brazo del río, dió de manosa boca con ellos y de un brinco quebró el espinazo al viejo, tumbóde espaldas al joven y se llevó en la boca a la hermosa como sifuera una rata de agua, nadando hasta salir a tierra.

Era Yaguatyrica, que así inició gustosamente su primera cenade carne humana y nunca en adelante logró sacarse la tentaciónde satisfacer ese gusto. Colompotó, por su parte, no se quejó, nilloró, ni dijo una palabra: sólo su alma escuchó, estremeciéndose,el más insensato de los juramentos.

* *

Entre un simple jaguar y un jaguar cebado hay la diferenciaque existe entre un buen hombre que se defiende si es agredidoy un profesional del atraco. Cuando ocurre que un jaguar quedaparcial y momentáneamente impedido (por bala cristiana, flechaindia o espina de coendú) de cazar como el Dios del Bosque man-da, es decir, cuando falla ante la abrumadora sensibilidad y cele-ridad defensivas de sus presas naturales, entonces, aconsejadotortuosamente por el hambre, salta sobre la presa que está re-motamente lejos de tener el oído o la vista de los otros, y muchomenos su olfato genial y su capacidad de prófugo: el hombre.

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Puede también que su encuentro con él y su victoria sean mera-mente fortuitos como en la aventura de Yaguatyrica, ya vista. Encualquier caso, el final de cuentas es el mismo: el gato gigante,una vez comprobado qué fácil y dócil presa resulta la misteriosabestia vertical, pierde todo o casi todo su recelo ante ella. Pro-vocado sin provocación alguna, salta sobre el hombre, por sobrelos perros y la hoguera, o lo busca en pleno día desde tres o cuatrohoras antes de ponerse el sol. No lo asusta la bulla de cincuentacazadores y sus perros.

El yaguareté hecho a paladear hombres se trueca en el máshorrible de los asaltantes de zarpa. Más pujante que el leopardo,casi tanto como el león o el tigre, tiene sobre ellos la ventaja deusar de garita la rama de los árboles, donde a veces ni los monoslogran sospecharlo, ya que su piel imita a maravilla la sombrade la fronda ojalada de sol: de allí con sólo dejarse ir, cae justosobre la espalda del viandante elegido.

* * *

Un poco ocasionalmente fué como Colompotó cobró su pri-mer overo. Sólo que él andaba, desde el siniestro del bote, resig-nado a que esa ocasión se le cruzara. Tenía en su memoria, comomarcada a fuego, la imagen más profunda de sus años de niño,de niño desaforadamente voluntario y curioso. Sin permiso denadie, siguiendo los rastros de Camacuá, el viejo tigrero, alcan-zóle a distinguir a distancia de un tiro de arco cuando con sulanza india en guardia y su poncho liado en la mano izquierdahaciendo de escudo, avanzaba con aguda precaucón hacia laorilla de un cañaveral: un gruñido, el elástico cuerpo de la fieraen el aire y el profundo envión del hombre detrás de su lanza.Y él, temblando de miedo, de gozo, de orgullo, había ayudado aCamacuá a desollar su tigre.

* *

Ahora, después de quince años, él acababa de repetir la esce-na. El dueño de un rancho donde durmió una noche le dijo porla mañana que acababa de ver rastros frescos a la orilla del río.

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Fueron hasta allá, los hallaron y Colompotó se propuso seguirlossin más armas que su lanza y tres perros que se le echaron a lazaga. Anduvieron horas perdiendo y encontrando las huellas deldueño de las manchas hasta que el gañido más hirviente de losperros que empezaron a erizar el lomo anunció que el buscadoestaba cerca. Y tanto, que en eso pudo vérsele dejar su cama delpajonal y con cuatro o cinco brincos llegar al árbol más próximoy trepar hasta sus primeras ramas. Allí estaba, y el cuero de lacabeza se le recogió en grandes arrugas y los ojos amarillentosverdearon cuando, respondiendo a los ladridos, gruñó sordamente.

Sólo que, cuando jaqueado y turbado por el escándalo delos perros que animados por el hombre saltaban inconteniblesde coraje y de miedo, el jaguar, con ci arpado lomo en arco,saltó, no lo hizo sobre los perros, sino sobre el hombre.

Mas, como después se fuá viendo hasta la saciedad, Colom-potó, detrás de un ojo y un brazo sn falla, tenía un corazón dehombre de la edad de piedra. El tigre murió entre revolcones,peleando solo con la lanza clavada en su pecho, mientras el hom-bre esperaba con el puñal recién desenvainado a ocho pasos dedistancia.

* * *

Desde entonces Colompotó ha seguido un destino tan terriblecomo el de Yaguatyrica. El también, no poseído por el demoniode la gula sino el de la venganza, ha convertido en hábito mandónci de alimentar vuelta a vuelta con sangre de tigre la hoja de sulanza. Así ha venido renovando sin hartarse el espectáculo sinpar en que revive la soberana audacia del hombre de las cavernasque, armado sólo de un garrote y estrangulando en sí el horrorsacro que la fiera inspira, la combatía de potencia a potencia.

Así seguiría hasta el día en que lograra dar con Yaguatyricaen persona y entonces. . . ¡Pues todo cuanto experimentara yviviera en siete años, tan intensos que valían más que todo elresto de su vida, sólo era una raciente e impaciente preparaciónpara aquel encuentro!

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Colompotó hizo un día un extraño hallazgo: el de los cadá-veres de un jaguar y de un oso hormiguero entrelazados en unabrazo que había resultado mortal para los dos. Otro día presen-ció algo más interesante aún. Como sintiera un rumor sospe-choso se acostó sobre la hierba y pegó su oreja al suelo. Se alzóy trepó de prisa a un árbol. No era para menos. Había queeludir el encuentro menos deseable del bosque: con los pecaríes,los pequeños cerdos salvajes que cambian de querencia día a día,con troteadas de treinta leguas, a veces, antes de pensar en des-canso alguno, con su vanguardia de machos veteranos y expertos,con su voracidad inclemente contra todo (hierbas, bulbos, raíces,frutos caídos, insectos, sapos, víboras, carroñas), sin que nadalogre detenerlos, ni la breña más espinosa o enredada, ni el caña-veral más ceñido, ni el mismo gran Paraná, que cruzan a nado.Sobre esto, una testarudez macabea para cuidar horas y horasal enemigo refugiado en una cueva o en un árbol...

Colompotó vió llegar y pasar la casi rabona e hirsuta piara,mientras su agrio tufo le llegaba hasta el estómago.

Advirtió que aún quedaba un rezagado, cuando simultánea-mente vió deslizarse una gran sombra amarilla salpicada de negroque saltó sobre el cerdo solitario: el agudo grito de la víctimaperforó el aire y el bosque, y llamado por él, el cerdudo clan diócontramarcha y se abalanzó sobre el agresor, no gruñendo sinocon una especie ele ladridos y sin titubeos, y tanto que el jaguarsólo tuvo tiempo de soltar su presa y saltar sobre un tucurú. Loscerdos rodeáronlo como un mar furioso rodea un arrecife, total-mente indiferentes a los rugidos y zarpazos de la fiera que a granprisa fué sembrando la muerte a la redonda. Quebrados de lomoo abiertos en canal por debajo fueron cayendo los sitiadores, peroal tocarle su turno al número dieciocho, dos pecaríes lograronamordazar la cola del monstruo, otros más lo imitaron, y tirandoa rajacincha, consiguieron acostarlo a tiempo que diez, veinte,cien chanchos se echaban sobre él, estaqueándolo con sus patas,desmenuzándolo con sus colmillos curvados hacia abajo. Después,erizados, babeantes, ululantes, reanudaron su trote sin rumbo.

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Acalladas poco a poco las voces diurnas, óyense esos milrumores confusos del crepúsculo, que componen una especiede silencio efervescente. Es la hora en que las flores, que tienencomo el pudor del sol, dejan escapar su alma lánguidamente, lahora que desata los perfumes.

Se escucha de cuando en cuando un dúo de rugidos de jaguar.Una pareja, sin duda. Y de pronto, en un claro aparece la hem-bra, se aplasta contra el suelo, como esperando algo; en efecto,de entre unas matas sale sombrío y rugiente el compañero. EsYaguatyrica. Se acerca a ella. La huele amorosamente. Después,con una especie de queja, refriega un ojo contra el lomo de laamiga, que responde echándose un poco sobre él. El macho, conresuello cavernoso, alza una mano... Ella, ahogando un extrañomaullido, se deja caer de espaldas, blanquecino el vientre, le-vantando la testa y las garras casi amenazante... El macho,inflando el tórax gruñe sordamente y la muerde en la boca en-treabiErta, pero se detiene de golpe, y la cabeza en alto, escuchaa lo lejos. Nada; sólo el reposo inmenso y rumoroso del bosque.La hembra que está en pie ya, es quien provoca ahora al macho,con no sé qué coquetería feroz: se aproxima a él, gira en sutorno dos veces, da después un gran salto hacia atrás, se ocultaentre la hierba, y, reptando como una serpiente, brinca denuevo...

Con su pintada y sedosa piel, su ondulosa gracia, sus ojossemejantes a tucos, aquella hembra debe parecer cumplidamentehermosa a su dueño, que simula morderla en la nuca y se ponedespués a lamerla sobre la cabeza, junto a la oreja: ella se dejahacer, sin moverse, palpitando el flanco, los ojos entrecerrados,con un runruneo semejante a un arrullo monstruoso... Y depronto, la pareja desaparece entre la maciega.

Al rato el tigre vuelve solo, pues aunque en la temporadade sus amores, que transcurre más o menos durante la primeralunación de primavera, no se separan de día y se auxilian encaso de riesgo, en la caza, es decir, de noche, vagan separados.

Yaguatyrica está hambriento, y ruge, con aquella voz quevaría, según las horas de la noche, y por la cual sus enemigosconocen el grado de su hambre y su rabia. Ha llegado al pie de

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un laurel, cuyo tronco tiene un sector alisado como por el roza-miento continuo de algún cuerpo extraño, y a ambos lados, enlínea oblicua, tres pequeñas estrías de dos codos de largo. Elgran felino se endereza sobre sus patas traseras, y abrazándoseal árbol, empieza a hacer correr de arriba hacia abajo sus garraspor la huella trisulca, mientras deja oír una especie de ronquido.El cazador hace esto a veces para quitarse la punta desgastadade las uñas, pero otras, como ahora, para buirlas.

Entretanto, ha llegado la noche temida de los hervíboros, lanoche más innumerable de riesgos que de estrellas o lampiros. Eljaguar se siente como pocas veces dueño de la sutileza de sus ner-vios y del temple de sus músculos. Sin embargo, hace buen ratoque lleva deambulando y ni siquiera ha podido ponerse a prueba...Demasiado conoce la agudeza, la suspicacia, la prontitud de losdébiles: por lo común lo sienten antes de que él los sospeche; asíque va avanzando, los oye respailar lejos de él. No ignora la causa:sabe que su olor lo traiciona y que no hay traza de evitar aquellosolfatos de maravilla, aquel poder superior al suyo.

El cazador ruge largamente. Uno después de otro, dos ga-ñidos cercanos le contestan. Son de algunos de esos zorros pania-guados que siguen siempre al señor del bosque para lucrarse dela bazofia de su mesa.

121 prosigue su exploración por mucho tiempo, atento a todoslos soplos de la noche. Pero nada. . . Las huellas frescas excitansu impaciencia. Por intervalos, se oye, lejos, un canto de ranas.En torno sólo el murmullo lánguido de las hojas. Un buho sollozasu grito. Un murciélago gira en el claro del bosque con vuelo tansilencioso como su propia sombra. De repente, de un árbol pró-ximo llegan una voz ahogada y un aleteo intenso, breve. El tigremira hacia arriba; en la oscuridad brillan dos luciérnagas asazfijas... Un gato montés acaba de estrangular a una pava.

El gran jaguar ruge una vez más. La duda exaspera más sudesasosiego. La suerte, en verdad, suele mostrarle sus dos caras:a las noches en que, temprano a veces, se retira en silencio, ahítode carne, ebrio de sangre, suceden aquéllas en que el alba lo sor-prende rendido de inútiles andaduras y de acechos fallidos, ra-bioso de gazuza y de impotencia.

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Vagamente el felino recuerda su última aventura feliz. Hacepocas noches, al breve rato de iniciar su salida, había ido a aga-zaparse en la horcadura de un gran árbol inclinado, a la orilla deun claro. Como lloviera ese día, contaba muy juiciosamente conque la emanación más densa de las plantas húmedas amenguaríaen gran parte la suya propia, trabucando así el olfato de los her-bívoros. Esperó largo tiempo. Sintió cruzar más de una pieza,pero fuera del radio de su salto. Empezaba ya a cansarse, cuandooyó un rumor que acreció paulatinamente; se abrieron unas ra-mas y una sombra montuosa y astada se perfiló en la penumbradel claro, a veinte codos del emboscado.. . Unos pasos más deltoro y él caía sobre su cerviguillo. Después.

Bajo el influjo de esta reminiscencia, o cansada de vagar, lafiera decide esconderse en acecho y reemprende su marcha. Mo-mentos después está al pie de un estrecho grupo de árboles, algunoscaídos o inclinados, formando todos entre sí una especie de gayola,fácilmente accesible. El tigre trepa, en efecto, y se acornada cui-dadosamente. No lejos se distingue uno de los senderos que llevana una aguada próxima. Pero pasa muy largo rato sin que, a pesarde muchos indicios, cruce nadie. Los animales, sin duda, lo pre-sienten y cambian de camino. El tigre, que a causa de su malasuerte en esta noche y del hambre que lo mimbra está asaz impa-ciente, no espera más y abandona su garita, dirigiéndose hacia elabrevadero próximo. Es este un pequeño remanso. El jaguar llegaa la orilla.

Oye, ya lejano, el rumor decreciente de las fugas. Se detiene,echando una ojeada al contorno. Después, apoyando las patas de-lanteras sobre unos guijarros que besa el agua, resopla ancha-mente. Y se pone a beber, como todos los carniceros, a lengüe-tadas. Dos o tres peces, que nadaban cerca, desaparecen. El tigredeja de beber, y lamiéndose las gotas que le han quedado en lospelos del morro, se echa a la orilla, con los ojos fijos en el agua.Al rato, adelantando el hocico, deja caer en ella dos o tres bu-chadas de baba. Después, recogiéndose, aplasta la cuadrilongacabeza entre las manos y queda inmóvil. No tarda la baba enverse rodeada de furtivas aletas... Entonces él, alargando una

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mano, tira un brusco zarpazo. Tres peces caen muertos fueradel agua. Yaguatyrica está de pesca.

Pero al rato el aire comienza a impregnarse del poderoso tufode un zorrino, y la fiera instintivamente se da cuenta de la ven-taja que tal circunstancia le reporta. Y he aquí que se inmovi-liza de repente. Ha llegado hasta su oreja tensa un ruidecillosospechoso. En efecto, allá a la distancia, entre dos troncos, apa-rece con aguda inquietud una corzucla. Olfatea a porfía. No hayduda de que la densa emanación del zorrino le impide sentir altigre. Este, cuyos ojos nictálopes la descubrieron fácilmente, seoculta entre la hierba, y aplastándose sobre el suelo como unreptil, avanza rampante, con movimiento apenas perceptible, mús-culo a músculo.. . Espera alcanzar la distancia que necesita. Lacorzuela, sin duda por aquel olor que anula todos los otros, hus-mea más desconfiada... El felino, que teme ser descubierto,precipita el salto. Y debido a esto y a que el caprípedo, que lo sospe-chó a tiempo, ha brincado simultáneamente, en fuga, con loco bali-do de terror, el gesto otras veces neto, fulmíneo, seguro del cazador,ha marrado ahora. Arriesga otro salto en dirección del fugitivo,pero ya todo es inútil.

s * *

El buscador de un jaguar cebado que sólo cuente con unapuntería sin falla y un coraje más o menos imperturbable, va,en buen seguro, a la perdición. En efecto, se necesita algo másfuera de una paciencia de presidiario: el conocer, por el rastro,si el tigre es viejo o mozo, macho o hembra, si va detrás de unapieza vista o sentida o anda buscándola al azar, si lleva o nodesocupados sus dientes: y calcular muy aproximadamente laedad de ese rastro y saber imitar su rugido tan bien como paraconfundir al dueño y conocer por el balido del ciervo, el chillidode los monos o la alarma de los pájaros si el buscado está a lavista y saber ver donde otros no ven nada, y mirar hacia atrássin darse vuelta, es decir, por sobre el hombro y aprender acaminar como los digitígrados, digo, con pasos de terciopelo. Yno olvidar, finalmente, que un jaguar sólo está muerto sin sos-

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pecha, cuando ha perdido la piel... Con esto y con la ayuda dela suerte, puede ir tirando.

Colompotó sabía todo eso y algo más aún: orientarse en laespesura aunque fuera de noche; interpretar con zoológica luci-dez los mil ruidos y efluvios y movimientos salvajes; advertiry clasificar las variantes que el calor, la humedad y el vientointroducen en el bosque, para no mentar otras insignificancias.

Mas, por sobre todas las cosas, Colompotó había tenido de-masiada suerte. Llevaba ya enhebrados por su lanza tantos ove-ros como el total de días de un verano, y si bien él tenía en sucuerpo más cicatrices que piel, todavía estaba en pie, y sus ojosy oídos y narices cumplían con lo suyo, y su bote de lanza seportaba tan certero como el ataque del halcón peregrino. Sólodos torcedores trabajaban su conciencia. Uno era que el fin detodos sus afanes, su entrevista con Yaguatyrica, postergaba suhora indefinidamente. ¿El otro? Bueno, era que no pocos de sushermanos de raza miraban como sacrilegio su conducta y su tre-menda nombradía.

Yacuabé, el brujo, venerable entre todos por su desmesura-da vejez y su intrincada sabiduría, se lo había dicho en una en-trevista secreta.

El yaguareté había sido el viejo dios de su raza, en verdad,su padre engendrador, si bien éste era un misterio que debíaadorarse, no explicarse. En remotos días, los indios arrodillában-se ante él si el destino los ponía en su presencia y dejábanse sa-crificar por sus sagradas zarpas si esa era su voluntad. Más aún:si alguien, tocado por sus garras, escapaba vivo, era consagradosacerdote. Y en las grandes ceremonias piadosas, cubierto conla legendaria piel manchada, el sacerdote se mostraba a los ojosde su pueblo con el aire lento, solemne y terrible del yaguaretécruzando una avenida del bosque. Después, con la decadencia dela fe y la corrupción de las costumbres, todo fué reduciéndosea rehuir su encuentro y no alzar jamás sus flechas contra él.Hasta que llegaron los primeros blancos, que —decía el hechi-

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cero - creen en un dios que nadie ha visto ni oído jamás yveneran imágenes de palo y yeso, y entonces su sacrílego ejem-plo contagió a los indios.

Abandonados por su genio tutelar los indios habían sido ven-cidos y subyugados por enemigos blancos.

—Oh! —dijo el viejo mirando hacia el fondo del bosque—.¡Oh misterio y terror sagrados de la criatura por cuya boca bos-teza o dama la selva y cuyos ojos son como un sol nocturno! ¿Noes su salto cabeza abajo desde la oscuridad de su escondrijo tanhermoso como el de la estrella fugaz? Ciertamente, tu sabiduríaes grande, oh Yaguareté, tú que cazas a las bestias sobre la hier-ba, al pez y al carpincho en el agua, al mono y al ave en el aire,tú que saltas desde la sombra tan esbelto y terminante como erelámpago, y sin embargo, puedes quedarte media noche sin mo-ver un músculo ni un pelo de tus augustos bigotes... ¿No tienestanta fuerza como una catarata y más coraje que todos los caza-dores de una tribu, pese a que hay tanta suavidad de plumónen tu paso como en tu piel? Ah, y lo que. en ésta parece meroadorno de rosas y rosetas, son s!gnos estampados por la Fatali-dad. ¿A cuánto alcanza el poder de su zarpa soberana? Véaseque el toro, la bestia forastera, es cosa magna sobre el pasto ybajo el cielo, con el agudo frío de sus astas y el gran verano desu resuello y su voz, y vése que allí, como en, el ciclón, la masay la fuerza, el coraje y el brío sobran, y, sin embargo, toda esamaravilla cae y se desmenuza en un instante bajo el simple saltodel jaguar. ¡Miserable cosa sería el Bosque, tan miserable comoun huerto de los hombres blancos, si el esplendor y el terror delYaguareté no lo habitaran!

-alzó las cejas Colompotó.Pero Yacuabé continuó sin oírlo:-¿Qué significan las chispas que el roce de las ramas hace

saltar de su piel y el choque como de gimnoto que su presenciaproduce? Es que su alma es más nt.cnsa que la del hombre, aun-que tenga con ella tantos puntos de. contacto. Todos somos hijosde la gran Nodriza, la Tierra, hermanos de leche. ¿Por qué elhombre se cree superior a sus hermanos? ¿Acaso porque su as-tucia es más profunda? Ah, justamente por eso es el más co-

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barde y el más cruel de todos. Y por eso no es poco honor queel alma humana pueda vestirse alguna vez con la forma y el

poder sobrehumanos de Yaguareté. En la suprema seguridad desí mismo, en su altanera y desdeñosa dignidad, en su espanto

y su misterio, ¿no está patente el dios que es?Calló el brujo, y Colompotó continuó silencioso un largo mo-

mento, visiblemente turbado, pero al fin dijo:—Sn embargo es ley de la selva que el atacado deba devol-

ver el ataque, o disparar; al menos, no someterse.—Sea, pero Yaguareté no ataca nunca al hombre sin ser

provocado.—Hum!... - gruíló Colompotó, pensando en el jaguar ne-

gro—. En todo caso, ataca sus rebaños, las bestias que le per-

tenecen.-¿Que le pertenecen?. .. Todo lo que existe bajo el cielo

sólo pertenece a la Gran 21adrc.—Dejemos eso. Sólo quiero recordar que no tan raramente

Yaguareté ataca al hombre por gusto y se lo come, lo que no

hace ni la misma Anaconda.—Es algo tan nefando, si el mismo hombre se come al hom-

bre, a veces, y en aquel caso la nueva ley de la tribu no te niega

el derecho a devolver el ataque?—Ese es mi caso, tú lo sabes.—Pero tú atacas a los hijos de Yaguareté, no a Yaguatyrica,

el único que te ofendió.—Eso es verdad, pero te digo que mi odio es indivisible

frente a toda su raza. Rrpito aquí lo que le dije a uno de esoshechiceros vestidos do negro que los blancos llaman "padres":¡voy a creer yo que la justicia y la misericordia existan sobrenuestro destino si ocurre que una joven hermosa y pura y contoda la púdica y ardiente alegría de la vida y del sueño de lavida sea sacrificada y devorada como un conejo! El que hizo esopertenece a una tribu maldita y ésta debe perecer para que yopueda vivir o morir como un hombre.

—Insisto en no ver tanta infamia en que el jaguar comahombres, alguna vez, cuando muchos indios aún lo hacen, y mu-chos blancos hacen algo peor: matan hombres para que los coman

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los gusanos... Y sé que los blancos odian a Yaquareté porquecome hombres sin darles tiempo a defenderse. Pero el indio nodebe. participar de ese odio impío.

-¿Eh?...

—Sí. Ben sabes que él solo mata por hambre, y nunca, nun-ca más de lo que precisa.

—Eso no reza con lo mío. Repito que quien destrozó la ado-rable forma de Ñutí y ahuyentó su alma, debe. morir. Me irédetrás de su cola hasta el escondrijo más sombrío y pestilentedel bosaue.

—Reconozco -dijo Yacuabé - que tu temperamento es deluchador nato que halla su felicidad en el peligro.

—Oh, no es eso. Ñutí debe ser vengada. Sólo entonces podrémorir contento, o, al menos, vivir resignado.

—hombre ardiente y tozudo como el zonda.

—Sí, tal vez ya soy más espíritu que carne., como el viento.Yacuabé calló un largo instante.—Dime - dijo al cabo, en voz baja y misteriosa, mirando a

Colompotó en los ojos-. ¿ Conoces la última hazaña de Ya gua-tyrica?

—Algún nuevo hombre cazado y comido corno un lebrato?

—Sí pero... óyeme; por favor. Cuando la última crecidadel Gran Río, Yaguatyrica dormía en uno de los islotes. Y heaquí que como la corriente desprendiera un pedazo del mismo,el durmiente se despertó navegando a sus anchuras en una balsade tierra y camalotes. Se dejó llevar gustoso hasta que la balsaderivó junto a una bajada de la barranca. El viajero trepó porella y advrtiendo a la distancia algo desconocido para él, quellamó su atención, se dirigió hacia allí. Era la iglesia del pue-blito. Yaguatyrica entró por un costado en el momento en quecl sacerdote levantaba el cáliz. Saltar sobre él y llevárselo enla boca, como a una rata, entre los alaridos y el desbande de lagrey, fu¿ todo uno... ¿No hay nada en tu corazón que te mues-tre en ello un castigo sagrado a los infieles y sacrílegos caraspálidas?

—Yo no entiendo de esas cosas ni quiero entender de nada

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sino de esto: presiento que yo o él, Yaguatyrica o Colompotó,alguno de los dos, está maduro para su destino.

—Pero es que ni siquiera te llama a la cordura el recuerdoelel alma purpúrea de Yaguatyrica y su sagacidad sobrehumana?

—Yo sólo sé - gruñó el cazador - que soy una nube som-bría, yo y mi alma, pero espero que mi lanza será un relámpagocuando llegue. el instante esperado.

Fué justamente no mucho después de esa entrevista con elbrujo cuando Colompotó pasó por la más extraña e intensa desus experiencias de cazador. Como ya su fama llegaba a cualquierrincón, un indio de una tribu lejana vino a impetrar su ayudacontra un jaguar que venía asolando aquella zona... y que habíaya merendado su segundo hombre. Pusiéronse ambos en viaje, yal tercer día, muy al alba, estaban ya sobre las huellas del fora-jido. Como pudo advertir por el rastro, se trataba de una tigrade gran tamaño aunque manca (la mano izquierda dejaba unahuella mucho más playa que la otra) sin duda a consecuenciade una flecha o una bala o una espina, y de juro esa menguano era extraña a su decisión a saltar sobre los hombres.

Por excepción, Colompotó cazaba esta vez acompañado, pueslo mejor es que una entrevista entre hombre y fiera se realicesin testigos más o menos inoportunos. Eso sí, su acompañanteera el primer flechero de su tribu, y tipo tan callado e impertur-bable como la luna. La mañana casi entera se les fué en regis-trar el pedazo del bosque sospechoso con el sigilo y la agudavigilancia del caso. De pronto algo -nunca se sabe bien qué -anticipó que la fiera no estaba lejos... Y la comprobación vinodemasiado de prisa, por desgracia: una enorme masa rojinegracayó rugiendo desde una rama de árbol tapada de lianas sobrela espalda de Colompotó tirándolo de bruces; la tigra sólo atinóa ponerle encima las patas delanteras, sin tiempo de degollarlo,pues debía observar al otro hombre, que había dado un elásticobrinco al sesgo. El olor de la sangre de la víctima, que teníaun hombro y un flanco desgarrados, y la vista del acompañante

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en guardia a pocos pasos, irritaban por igual a la fiera. Visible-mente dudaba entre rematar y llevarse al caído o saltar sobreel prófugo.

Entretanto Colompotó, inmóvil, pasaba por un trance no deltodo excepcional entre los milagrosamente pocos que han logradomantenerse vivos y conscientes bajo las zarpas de una fiera: unaperfecta insensibilidad de cuerpo y espíritu le permitía anticiparsin angustias ni apuro el final del drama: adivinaba que el jaguardemoraba en rematarlo por alguna causa que debía estar relacio-nada con la fuga o la presencia de su compañero, pero sentía elpeso y el filo de las patas felinas sobre su espalda y los estreme-cimientos comunicándose a su cuerpo quieto, y, sacudiendo sualma, esa gran voz que el jaguar tiene sólo sobre su presa y queconstituye el ruido más indeseable del bosque: ese profundo ru-gido que sube y baja en hervor creciente, algo que sólo debe oírseen las calderas del infierno. El yacente no sufría ni poco ni mu-cho, ni en su carne ni en su espíritu. Así, hasta que, de pronto,la fiera saltó con un bramido de catarata. El otro cazador lehabía atravesado la garganta con una flecha.

* * *

Después de su prodigiosa escapada, Colompotó confío másque nunca en su estrella, y acabó por convencerse que esa erala mejor prueba de que el destino lo reservaba para el desenlaceobligado de su largo drama: una cita con Yaguatyrica.

La fama de Yaguatyrica, que reapareciera después de unalarga ausencia, había crecido espantosamente. (Cazaba hombrescomo la arafía caza moscas.) Pero apenas si la fama de Colompotóle cedía un punto. Y no pocos profetizaban o deseaban con fervorel encuentro de esos dos demonios.

Colompotó, ni qué decirlo, se había vuelto un pozo de sabi-duría en todo lo referente al asunto que absorbía y consumía suvida. Quiero decir, que tenía las alforjas llenas de secretos son-sacados a su enemigo y a toda su raza. Que pese a lo huracanadode su ataque, el yaguareté está dotado de una santa paciencia yes capaz de seguir por más de una cuadra a su candidato arras-

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trándose penitencialmente, con todo el cuerpo pegado a tierra co-mo una víbora, y puede congelarse seis horas en el acecho, quietocomo la estatua de sí mismo, aunque en el filo de su alma siem-pre, esto es, listo para el salto. Que ni aun viejas sus garraspierden mucho de su filo y su punta, dado que sólo para atacary carnear salen de su estuche. Que ruge habitualmente poco des-pués de la puesta o antes de la salida del sol, pero si falla en suacecho o su ataque, ruge a intervalos más o menos cortos el restode la noche. Que en la estación del amor su llamado tiene un acen-to especial, y que sólo entonces y cuando está ligeramente herido,puede ser atraído por el plagio de su voz. Que derribada su presay satisfecho su hambre, retírase a cierta distancia a dormir, paravigilar aun durmiendo, los restos de su banquetazo, sobre los quesuele tornar una segunda y aun una tercera vez. Que corrido desu presa tiende a volver, aunque con precaución extrema, y, entanto, el movimiento de buitres y demás basureros sobre la resmuerta, es la mejor bandera de señales para el cazador. Que pue-de moverse entre la maleza sin hacer ruido, al menos para losoídos humanos, y pese a su bulto y sus ciento cincuenta libras,o más, de peso, es lo suficientemente ágil para dar una broma alos monos entre las ramas. Que es muy sensible a las moscas,siempre, y más si está herido, cuando ellas lo convierten en suvíctima, obligándolo a cambiar de sitio a cada rato. Que en acechoo persiguiendo a su pieza, ataca por la espalda siempre. Que sidispuesto a huir, se siente herido, puede convertirse en un tor-bellino de agresión.

"Naturalmente, tratándose de un Jaguar cebado las cosascambian algo sólo para empeorar", se dice Colompotó, mientras,como en tantas ocasiones, anda solo por un lindero del bosque, asolas con su lanza, siguiendo con bendito interés rastros en formade corola. "Por lo pronto se guarda bien de rugir cuando andaen busca de comida. Pues ocurre que si ben el bicho ha perdidotodo miedo y respeto al hombre, no pierde la cabeza, dejándosellevar por el impulso, sino que procede con el más sereno dominiode la situación. Herido puede huir, si lo necesita, pero no hayla menor seguridad de que no pueda volver sobre sus pasos. Paramal de nosotros los indios, prefiere nuestra carne a la blanca.

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(¿Se deberá este honor a que la nuestra es más rica de aromay de sabor, o só l o a la costumbre?) Y huelga decir que la rete-ración de sus éxitos aumenta orondamente su confianza en símismo. Ni que no le es ajena cierta conciencia del terror quedesata sin duda disfrutando de ella como cualquier tirano.

"De cualquier modo - concluyó Colompotó - el yaguaretécebado y con el bosque por cómplice, es apenas un tercio de re-velación: sus dos tercios restantes son misterio. La avalanchase esconde bajo el musgo de su suavidad. Y su alma, replegadao en tensión, es más elástica que su brinco."

Yaguatyrica está en la pleamar de su instinto y de su expe-riencia, de su celeridad y de su fuerza, sin un adarme de carne ograsa superflua: un puro haz de músculos y nervios y lo quedetrás de ellos se mueve y los mueve. Su esplendorosa vitalidadescápase en chispas de su pelo cuando en las noches tormentosaslo rozan las ramas, y también de sus ojos y de su brinco.

Hay algo en todo individuo que sabe mucho más que él mis-mo: la herencia de la especie que subyace en su fondo. Los es-pectros de todos los abuelos cazadores están vivos de algún modoen él y le hablan en el sueño. Y le aconsejan secreta, infalible-mente, en el instante decisivo de la acción. No es cierto que unafiera -y menos una fiera cebada - se deje llevar ciegamentepor ci hambre y la rabia: aun en los momentos de arrebato, aunen los momentos de fuga o ataque más desesperados, Yaguaty..rica obra con una suficiente dosis de cálculo y frialdad, aunqueno sean conscientes sino a medias. Así sabe, como lo que mejorpueda saberse, que la precipitación puede ser tan fatal como lademora. Ni un segundo antes ni un segundo después: ese ins-tante de más o menos puede significar noches y noches de ham-bre. Sin duda a algo de esto aluden sus enemigos al hablar desu especie de agazapada inteligencia. Y ni decir que, con el rosa-rio de triunfos que lleva en el cuello, su temeridad ha crecidocomo el río.

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Yacuabé, el brujo, habíase encargado de aleccionar a todoslos ignorantes que quisieran oírlo sobre el más irrefutable credode los blancos, con el misterio de las ruinas jesuíticas. Allí estabaaquello para cuantos quisieran verlo: la justicia y la verdad delBosque y de sus dioses habían caído al fin sobre el templo y lasmansiones de los infieles, ridiculizando hasta el sarcasmo su im-postura. Los árboles, estrechándose entre los muros, habían re-levado con sus copas a los techos y cúpulas ausentes, las lianasa las cortinas y a los velos, la hierba a las alfombras. El olornupcial del azahar al de incienso en las cámaras de la penitencia.

"El murmullo de las frondas -explicaba Yacuabé - hareemplazado los rezos y las delaciones secretas, y el canto delos libres pájaros al de los trabajadores forzados. ¡Ya no hay mástañido que el del pájaro campana! -agregaba con una risa se-mejante a la voz del jaguar, es decir, un agudo plañido atrave-sando una ronquera feroz -. ¡Murciélagos en vez de monjes!"

La más torrentosa fuerza del bosque está ahora remansada.Con las manos cruzadas adelante, en una actitud de abad, Yagua-tyrica duerme con la tranquilidad del jornalero que ganó dura-mente su día. Las manchas de su cuerpo repiten la forma de surastro. Abre al fin sus ojos, que tienen el color del miedo. Se in-corpora. Avanza las manos, hunde las paletas, en desperezo degato. La punta de su cola comienza a moverse, como un dedo degigante, en una amenaza enorme. Y ruge al cabo, con un lamentoescondido en el fondo de su voz. No siente el olor, áspero como sulengua, que esparce en torno; no siente el rumor difuso de lasfugas hervíboras. Avanza de nuevo su mano ancha como unaalusión a lo extenso de su dominio. Y comienza a filtrarse ondu-loso como un arroyo a través de la jungla.

Detenido un momento al borde del calvero verdísimo, avanzaal fin con ese aire entre indolente y displicente que sólo puedegastar un sujeto soberanamente seguro de sí mismo. Bajo losacostados rayos últimos del sol aparece tan malditamente sub-yugante como el demonio en persona, con su holgado y suntuoso

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manto oscuro ornado de rosas y rosetas retintas, volviendo unpoco como sin querer, la cabeza, ya a un lado, ya a otro. (¿Ypara qué decir que ninguna jaula de circo o de jardín zoológicopueden dar nada remotamente parecido a la tremenda sensaciónde potencia, agilidad y belleza -sin contar el misterio- quecomunica el yaguareté en plena libertad y plena selva?)

Chillan las aves del contorno, una familia de monos traicionasu nerviosidad respailando y parloteando de prisa; un ciervo bala,invisible. Yaguatyrica se detiene un momento; ruge, respondiendoa tal pleitesía y avanza de nuevo hacia la espesura. Esa voz querepercute en todos los árboles y las alimañas de la selva, es escu-chada y reconocida y saludada también por un hombre.

"El trance de un hombre a la zaga de un tigre -continúamonologando Colompotó - es único en el bosque, pues ahora elcazador puede ser cazado."

Y ocurre que esta vez, como viene sucediendo todas lasnoches desde el comienzo ele la última luna, es a Yaguatyrica enpersona a quien viene pisando los rastros, a Yaguatyrica queha devorado su último hombre - en verdad, un niño— en plenodía, hace dos apenas.

La desesperación clamante de la madre ante los restos mí-nimos del hijo -la cabeza y una mano, como cortadas a serru-cho - ha atizado la desesperación muda que Colompotó lleva ensu pecho, desde la muerte de Ñutí, doblando su odio y su corajea un tiempo.

Y se repite que ante un tigre cebado, la temeridad es laúnica prudencia.

El cazador, que duerme la mayor parte del día, como corres-ponde al animal nocturno que es desde hace años, se ha puestoen camino dos horas antes de hundirse el sol.

Cuando aquél está tocando el horizonte le llega la voz ti-gruna, por quien reconoce a su dueño: porque no es meramenteel rugido aflautado de todos los jaguares, proveniente de una po-tente aspiración pectoral, y que tiene algo de ladrido, sino eso

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mismo, pero incomparablemente más hueco y convulso y máscapaz de salvar las distancias que no importa qué ladrido.

Con un convencimiento súbito, que prescinde de cualquierrazón valedera, Colompotó cree saber de qué lugar preciso pro-viene la voz asesina. Al tratar de acercársele su primera precau-ción, naturalmente, es avanzar contra el viento. (Es claro queel jaguar suele hacer lo mismo, pues ignora que el hombre haperdido el olfato.)

La noche se acerca, pero todavía está claro. Después de lasvoces con que el bosque despide al sol, el silencio ha sobrevenido.Colompotó, marcha agachado y sin ruido con la lanza en la manoderecha y un pellón de carnero en la otra. Siente como un comien-zo de ahogo y escucha, como si vinieran de debajo del suelo, loslatidos de su corazón. Acaba de descubrir, una vez más, los exa-gerados rastros de Yaguatyrica, pero tan frescos esta vez, queun poco más allá, al avanzar sobre las hierbas, advierte que és-tas van recién enderezándose de su chafamiento.

De súbito, tan inexplicable como neta, tiene la sensación deque el jaguar está cerca, tan cerca al menos como para que cual-quier tentación de rehuir el encuentro resulte fatal.

Girando la cabeza de modo apenas perceptible, escudriña in-tensamente el semicírculo que tiene al frente, sin distinguir nada.De pronto comienza a escuchar algo como un rezongo desganadoy lento, y allí, a no más de diez codos de distancia, Yaguatyricamuestra su ancha cara sobre el yerbazal, una cara llena de risa,cotejable a la del perro al regreso de su amo, aunque con undejo insondable de soma, como si dijera: Adelante, amigo, estáen su casa.

Colompotó se ha quedado tan quieto como un monolito, sóloque, como por pura casualidad, su guardia es la más correcta quese pueda desear. No más que de una cosa está seguro ahora: queal primer amago de movimiento de su parte el otro va a saltarsobre él.

Por un larguísimo instante no hay más que un vertiginosoduelo de miradas. Por un larguísimo instante revive una escenade los más remotos antaños, cuando el débil mamífero de dospatas, el de sangre más fácil de verterse, asistido sólo de un

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garrote de eficacia falible, se enfrentaba, alzándose sobre sí mis-mo, con los monarcas de la fuerza y el terror.

Apenas el cazador ha desplazado dos líneas su mano izquier-da, el yaguareté, con su famoso brinco y su famoso rugido entre-cortado se lanza sobre su presa... aunque sólo atrapa el pellónovejuno, que martiriza un instante con uñas y dientes, en el su&o:un instante no más, porque Colompotó, que ha hurtado el cuerpocon un esguince bellísimo, vuelve al sesgo, con el estilo del relám-pago, y le envasa desmesuradamente la chuza bajo el codillo.

Y mientras Yaguatyrica pelea ya sólo con la muerte, esdecir, con la lanza que no logra desenvainar de su cuerpo, y elescándalo de su agonía crispa los nervios del bosque, Colompotó,en cuclillas, detrás de un arbusto espinoso, se yergue de golpey lanza un largo, largo, largo y entrañable alarido Huiijui-jui-jui-jui-i-i-i-ijj.. . - mucho más animal que humano.

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PAJARADAS

Un pájaro cualquiera

r se imaginaran los hombres que el alba, asqueada ya de suscodicias y carnicerías, sigue saliendo únicamente por oír

nuestros arpegios y mirar nuestros vuelos!

El llora - sangre

Lloro como nadie ha llorado hasta ahora. Pero no lloro mispenas, no lloro por mí. Lloro por la cosa más triste, ms cobardey más infame que hay sobre la tierra: la suerte de los pájarosenjaulados.

El loro

¡Qué lástima! He llegado al dominio de la palabra cuando yael fonógrafo y el hombre la habían desacreditado.

La paloma

¿Que las criaturas del bosque no saben bEsar? ¿Que el besofué inventado por la civilización? ¡Ponen su vanidad hasta enesto! ¿Y yo? ¿Estoy antes o después de la civilización?

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El pico

¿Que el árbol se duele del huraco que excavo para mi nido?¡ Bah! ¿ Y la sabandija de que, sin cobrarle nada, la libro yo, revi-sando todas sus grietas y arrugas con mi alicate berbiquí, o son-deándolas con mi lengua de cepillo de revólver? ¿Y el lujosoadorno que en sus ramas pone mi presencia o la audición gra-tuita de mi canto? Todo esto para no hablar de los diástolesy sístoles de pasión y ternura que mi compañera y yo le brin-damos a su aburrida serenidad.

El tordo

Nuestros prójimos se escandalizan de oírnos cantar bajo lallovizna todo el día, mientras ellos callan acobardados por elhambre. No saben que este fantasma huye de la música, ni queel arte es más fuerte que la miseria y el dolor.

La reina mora

Mi compañero ha muerto devorado por la víbora. ¿Creeráesa arrastrada que así va a adquirir el secreto del vuelo y elcanto, ella que se esfuerza en poner huevos y en silbar comonosotros?

Un pajarito en las cumbres

Me gusta asentarme a cantar en la única rama que no sesacude con el viento, la que el venado de los cerros lleva en lacabeza.

La tijereta

Me anticipo a los preguntones descarriados informándolesque mi tijera trasera la llevo en previsión de algún pasatiempode circunstancia: rapar la peluca dEl buho, cortar las colas delas cometas infantiles, tusar las crines del viento... Sólo queun día cualquiera, ya harto de sentir tanta mentira y vanidadenviadas costosamente a distancia, daré mi mejor tijeretazo alhilo del telégrafo.

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La tacuarita

No tengo vuelo poderoso ni elegante, ni plumaje de color yesplendor, ni canto melifluo, y sin embargo, son muchos -lorecordaré pese a la vergüenza - los que me tienen por el pajaritomás pulido de la mañana.

El picaflor

¿Que no me poso casi nunca en las ramas y no bajo nuncaa tierra? ¡Oh!, la luz es estrecha y el aire angosto para la libertadcelestial del vuelo.

El hornero

Bien me sé que muchos se preguntan para qué hago hornono sabiendo encender fuego. ¡Pedazos de zonzos! ¿Y mi corazónenamorado?

El cachalote

¡Por qué tanta alharaca, amigo! He juntado todas, todas lasramas espinudas del bosque -y aun me parecen pocas - paradefender lo más suave de toda la suavidad del mundo: mi com-pañera empollando sus huevos.

Almita o nievecita

¿Nieve? Nada de eso. Soy de carne viva y de corazón tanencendido como la aurora que derrite la nevada. Sólo mi amadolo sabe.

El bienteveo

Ya sé que con el escándalo de mi júbilo corro del campo latristeza que la ciudad le hace llegar a veces. No podré remediarlomientras no sea capaz de tirar al desván esta gorra galoneadade blanco por el alba y este chaleco que el sol me puso.

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La calandria

Nada me divierte tanto como ese chisme de los tontos sabi-hondos: que por puro virtuosismo (o, si preferís, por mejorar elcanto de los otros, pasándolo por mi garganta) cualquier día mevoy a encontrar con que no sé cuál es mi propio canto.

El brasita

No soy el último en maliciar que con mi costumbre de asen-tarme en las ramitas secas, el día menos pensado voy a haceruna avería mayúscula. ¡Y cuando pienso que los pobres árboles,con todos sus nidos inquilinos, no están asegurados contra in-cendios!

El sietecolores

Le encargo la reserva, amigo. Claro que uso patas, pico y lodemás, y hasta me apeo a ras de tierra en procura de algún gusa-nillo. Pero yo soy el arco iris en persona - así como suena, don -que, aburrido de estar quieto y mudo en la alta soledad, he venidoa meterme entre los pájaros más cachafaces. ¿Que no me cree?Espere que levante la comba de mi vuelo... ¡ Ahora!

El martín pescador

¡Eh, tramposos colegas de caria o espinel! Aquí no hay car-nada ni anzuelo. En juego limpio, a puro ojo y pulso, tiro miflecha charrúa o querandí; es decir, me tiro, porque yo soy enuno el indio, el arco y la flecha.

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EL ZORRINO ENCUENTRA REDENTOR

• '' L repelente"! Este era el nombre con que todos, hombresy animales, abominaban de él y de su desacreditada

existencia. Todos lo evitaban, torciendo el cuello y cambiandode camino al sentirlo acercarse. Algunos, más precavidos aún,se apretaban las narices al sólo oír su nombre... (No era paratanto, sin duda, aunque a veces si el viento y el terreno ayudaban,podía hacer sentir su presencia desde la legua de distancia.)Todo lo que se refería a él les era odioso, desde su asotanadotraje negro con sus dos franjas blancas a modo de estola, hastaese aire ondulatorio que él imprimía a su andar... (Otra apren-sión creada por el odio, pues no había tal estilo exclusivo demarcha, sino que la ilusión debíase a lo suelto y flotante desu pelo.)

Odiaban también el cinismo con que hacía gala de sus conti-nuos, largos y rumorosos olfateos —;él, tan luego!— ¿Qué mu-cho, sin embargo? Con gran desarrollo de sus lóbulos olfativos,es decir, eximio venteador y también con buenas uñas de cava-dor, sus cacerías terminaban casi siempre antes de medianoche,pues nunca le faltaban huevos o pajaritos anidados en el suelo,cuando no insectos o roedores para variar la lista de su cena.

No se escandalizaban menos de su maciza confianza en símismo. Cierto, nadie tenía paso más posesivo que él; nadie sen-tíase más dueño del terreno que pisaba. Al toparse con un vian-

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dante, fuera el que fuera -tigre, hombre, perro o toro - él,con su pie y medio de cuerpo, él, que carecía de alas, de dientesde presa, en vez de fugar o apartarse siquiera, deteníase en ob-servación desafiante, con el cuerpo al sesgo y la cola dobladasobre el lomo, dirigiendo su tafanario hacia el viniente diciendosin decirlo: ¡Como su merced prefiira! A lo más, si peligrabaser atropellado o arrollado -así fuera por un tren apenasdignábase torcer el rumbo alejándose con la más regia lentitud.

Sin duda se creía inatacable, pues más de una vez, en invierno,habíaselo visto dormido con la panza al sol, gozando de él comoun lagarto.

Eso sí, había que hacerle justicia: tenía un arma más pode-rosa que el vuelo del águila, el salto del tigre, el colmillo de lacascabel: era el pomo de olor que llevaba oculto en el bolsillotrasero del pantalón, como quien dice. Y como sabía que la insig-nificancia de su presencia personal podía confundir a los atre-vidos y a los tontos, aconsejándoles el atropello, él se preveníacon su conocida guardia, apuntando con el retrotrén.. . Aunquesólo en casos inevitables pasaba de la amenaza al hecho, puessi en último extremo su arma podía ser descargada tres veces,sólo era de eficacia real su primer tiro, marrado el cual expo-níase a perder la partida. De ahí que sólo procediese militarmentesi el caso era de guerra. Su toma de posición para el ataque noera propiamente una amenaza, sino una cortesía de enemigocaballeresco, una fina invitación a la prudencia que jamás debíaser subestimada, si quería evitarse la catástrofe; el golpe delanzallamas, el chorro de demoníaco aceite brillando como fósforoy atacando como ácido sulfúrico en la noche, aunque eso no eranada junto al olor exhumado de su sótano: olor épico, olor apo-calíptico, olor nefando, olor de una tenacidad de remordimiento,olor al que todos los adjetivos le vienen chicos, olor junto al queresulta inodoro el del ajo machacado o el del pantano removido,el del aliento del borracho masticador de coca o el de la descal-cez del infante después de dos días de marcha, olor que es alolfato lo que un trabucazo al oído, olor para el que no existeningún ñato, olor que ataca menos la nariz que el estómago, co-mo el peor mareo, olor sólo inencionable junto al dolor de muelas,

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la langosta, el granizo, la diarrea, los gobiernos discrecionales.Y tanto que el mortal alcanzado a boca de jarro por esa duchade las pailas del infierno -perro, zorro o puma, hombre inter-vEntor en lo ajeno o carancho interventor en carroñas - prefe-ría morir provisionalmente para resucitar entre una interminablesesión de estornudos, toses, lágrimas, manotadas, gemidos o re-volcones en el suelo.. . todo sin perjuicio de aguantar más tardela burla de amigos y enemigos, pues cuando fray zorrino bauf zaa alguien, no hay (por largo tiempo al menos) sol, aire, veintelavaduras con jabón ni San Juan Bautista que lo desbautice.

Y sin embargo... Pues ocurrió que un día aquel gringo soli-tario, borrachín e intratable, que vivía en las afueras del pueblo,halló en la boca de una cueva, entumido de frío al parecer, alhijo del zorrino. Y como sus convicciones y preferencias nocoincidían con las de sus vecinos, decidió llevarse a aquelanimalito de tan lujosa piel a su casa y —cosas de grin-go!— criarlo junto con su gato y los dos cachorros de su perra.Y allí ocurrió que, poco a poco y mediante la intervención evan-gélica del hombre, arios puros y no arios llegaron a tolerarsemutuamente hasta devenir compañeros. Y tanto que el intrusoy último venido llegó a olvidar fraternalmente el uso de su armairresistible.. . (;Si será de masón el gringo!, decía la gente mo-viendo la cabeza.)

Y, lo que es más, el hombre, que era hortelano, pudo descu-brir que el zorrino era un benemérito de la agricultura, pues vivíaprincipalmente de insectos y arañas. Y, cuando lo hallaba a mano,se servía un ciempiés como si fuera una longaniza, aunque ratonesy langostas voladoras eran su bocado favorito.

El zorrino dormía la mayor parte del día en algún rincónsecreto de la casa, para aparecer a la entrada del sol, cuando yamuchas veces el amo lo creía evadido para s

iempre. Jugaba enton-

ces con el gato y los cuzcos de igual a igual, o compartía con ellossu pobre comida sin mayores remilgos, pero sin ensuciar jamássus manos ni su ropa. Perdíase más tarde para volver a la casa

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a cualquier hora de la noche, no pocas veces con algún ratón oconejo a cuestas. A cincuenta o sesenta pasos de distancia reco-nocía a su amo y acercábase a él con su trotecito ondulante y lapomposa cola blanquinegra hecha un plumero de satisfacción. Ysu dicha llegaba al colmo cuando el amo le acariciaba el lomo conla mano o le cosquilleaba la barriguilla, casi siempre repleta. De-jaba oír entonces un runrún tan dulce como el balbucir de unniño.

Así el amor y el valor hicieron de una bestia abominable unamigo hermoso. ¿Es que caen gotas de cielo sobre la tierra aveces?

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DOS BIOGRAFÍAS DE LA LECHUZA

Es madrina de brujas y bruja ella misma. No puede mirar dereojo, pero tiene un pescuezo tan obediente como el espinazo

de ciertos cortesanos o de ciertos repúblicos, de modo que sinmover el cuerpo logra salir con la suya, esto es, lechucear haciatodas partes con sus antiparras de vieja curandera.

Como sólo anda de noche, calza siempre gruesas medias delana, seguramente para no resfriarse.

Sus uñas son negras como su vida y su vuelo oblicuo comosus intenciones. Cuando se asusta o quiere asustar chista con suvoz de comadre chismosa.

De ella y la hiena (los únicos que se alegran del mal delprójimo), el hombre ha tomado su risa.

Al igual que otras gentes dadas a las artes ocultas tiene unatenebrosa devoción por la luna, la viuda de luto blanco. Sí, fuerade dudas, es erudita en cosas del más allá. Sólo eso explicaría suintimidad con los mudos cementerios y los estruendosos campa-narios a la vez.

Por lo demás, es cosa muy sabida que a veces sirve de cabal-gadura a las brujas en sus andanzas de media noche. Eso quelos turbios de oído toman por su grito - cri. . . cri-cri. . . - esel tintinear de las espuelas de tan altas amazonas.

Es igualmente cierto que asentada en el mojinete del ranchode un enfermo que ya se resigna a difunto, se entretiene en cortarla mortaja - cri-cri. . . cri-cri. . - con la tijera de su grito.

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EL PICAFLOR, GRANDE DE AMÉRICA

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C

OMO mi ensimismamiento de convaleciente durara largo ratoen el bosque, vino a sacarme de él un runruneo semejante

al de una maravilla secreteada. ¿A cuánto alcanzaba el tiempo enque no había visto un picaflor? A muchos años, acaso, porquevenía a presentarse con la frescura de las revelaciones.

Fué primero, por cierto, el rapto de los ojos. Las mejoresmuestras de la naturaleza en flores, metales, piedras -aun real-zadas por la mano del hombre - se apocaban ante esa minúsculacriatura que traía en su larga, larga cola, el verde de los edenesperdidos. De veras, como un jardín en una redoma, todo lo quehabía de color y esplendor en torno se resumía en su cuerpo casiincorpóreo, cuyas alas eran como una balanza en que se pesaranlos tesoros del aire y de la luz.

De pronto, todo desapareció, en tal forma que no podía jurar-me de haber visto algo... No, ahí estaba de nuevo ante una flor,en uno de los pasos de su perpetua danza aérea. Entonces, pudoverse que, con ser lo que era el prestigio de aquella maravilla delos ojos - la mayor de América, mayor que la caída del Iguazú—,no igualaba a la magia de su vuelo y al fervor de su vida.

Dos estilos de vuelo, mejor. El de traslación, el arrojadizo,

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De última hora. Un discípulo de Brehm y Fabre, de ideasavanzadas aunque de modales un tanto atrasados, después de leerlo que antecede me expresa que sin intento de adulación de suparte puede extenderme la mayor seguridad de que todo lo con-signado por mí es una de las más encantadoras muestras de esaerudición legañosa (hermana de la de gafas) elaborada por el mie-do y la ignorancia. Y bajo su responsabilidad me autoriza a sentarlo siguiente: a) que la lechuza no es bruja porque sólo puedenserlo las mujeres si tienen ese capricho; b) que su vuelo es callado,y oblicuo a veces, debido a su plumaje demasiado fofo; c) quehabita los cementerios y los campanarios porque no construyenido como los buhos sino que prefiere las rendijas y los mechi-nales; d) que si tiene debilidad por la luna es porque en las no-ches muy oscuras ve poco o nada; e) que eso no es todo, porqueteniendo la cabeza, ojos y uñas de gato, posee igualmente sushabilidades y en las casas puede sustituirlo y lo sustituye conventaja ya que, además de ratones, manduca murciélagos e in-sectos, todo ello sin rasguñar a nadie, ni descolgar la carne col-gada, ni desvelar a altas horas con escándalos amatorios sobrelas azoteas.

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casi invisible de rapidez, como un dardo, y el otro, el de la danzaante las flores, juego único en el dominio de las alas.

En efecto, ahí estaba, haciendo pie en sus alas, en una inmo-vilidad que era sólo un vértigo de movimiento, un esfuerzo dehéroe: mantenerse colgado de un rayo de sol, con sólo agitar lasalas hacia arriba y abajo, con tal rapidez, eso sí, que no quedabamás que un recuerdo, o tal vez una niebla levísima. Así, mante-níase verticalmente delante de una flor, apoyado en su vuelo, conla cola en abanico, sondeando las corolas con su lengua. (Todoesto en un instante casi insuficiente para darse cuenta, mientrasse mudaba de flor, una VEZ O más, y ya desapareció como unaluz que se apaga.)

Yo sabía muchas cosas, vistas u oídas, del que vive haciendotrinca con las corolas. Sabía que no ensucia nunca su rona en elpolvo de aquí abajo, pues no puede dar un paso sobre la tierra. Losabía inquilino del aire, y que para su vuelo todos lo3 jardinesforman un solo manojo. Pero he aquí que en un pairo de su vueloal borde de una corola rota, habíame dejado entrever su secreto.

Ese ebrio consuetudinario de toda fragancia, que parece vi-vir sólo para servicio de las flores, a cambio de una gota de néctar,no es su enamorado platónico, sino su expoliador. Busca los in-sectos que ellas atrapan. Él también, tan idealmente gentil, tanpreciosamente minúsculo como se ofrece, es un implacable caza-dor del bosque, un devorador de carne.

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Seguí al pcaflor con gran sigilo y precaución extrema y te-merosa, como se rastrea a un tigre. Di al fin con lo que sospe-chaba, pero después de interminables minutos de inmovilidad yazoramiento: su nido... ¿Dónde? En un arbusto, en la carainferior de una hoja, sujeto con sedosas hebras de telaraña segúnalguna técnica aprendida de las hadas. (,Alarde? Más bien lanecesidad de librarlo de miradas indiscretas o malignas, sinduda.)

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Sobresalían su cola y su pico. Cuando me descubrió, escapópara volver a pasar y repasar zumbando junto a mis pestañas.Lo perdí.. . Lo reencontré, y su zumbido (de pico y alas) acreciócomo llama atizada cuando alcancé a verlo lanzarse a modo deflecha de arriba abajo. . . Un gemido o grito de espanto atropellómi oído a tiempo mismo de sorprender lo increíble: el colibrí, depie en el aire, bramaba ante los ojos bárbaramente azorados dePuma, mi perro, que sin sentirlo yo, había venido a mi zaga.Sorprendido a mi vez, apenas si tuve tiempo de echar una ojeadaa la cosa más diminuta y más infinitamente tierna y amorosa-mente delicada que vi jamás: los dos blancos huevecillos delchupaflores en el fondo del nido.

—Vamos, amigo -convidé a mi perro -, aquí usted y yosomos un par de intrusos más o menos criminales.

Y me alejé con una especie de misteriosa vergüenza de haberviolado con mis ojos aquel pequeño gran secreto de amor y her-mosura.

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GLOGLO, EL BONZO DEL RíO

Los hombres no pueden imaginar, seguramente, lo que paralos hijos del bosque significa eso que ellos llaman los olores

vivos, es decir, el regreso de la primavera.Bosque y río vibrando como una abeja en el aire. Pero no

es susurro de insectos, ni guirigay de aguas fluyentes, ni bis-bisar de aire en la fronda, ni aleteos y gorjeos arriba, ni gruñidosy chillidos sobre la hierba o los troncos; sí, es todo eso; pero aúnalgo más profundo, más dulce y más terrible, algo como el dúodel sol y la savia.

Mil ruidos formando un solo insondable arrullo. Insectos pro-baban sus élitros; pájaros y bestias ensayaban sus gargantasdesde el bajo más hondo o áspero al flauteo más cristalino, por-que todos cambiaban de voz. L l egaban a veces, desde la lejaníadel bosque crepuscular, los profundos piropos que los jaguaresrugían a sus novias, o en las siestas, el martilleo de los picocar-pinteros fabricando las cunas de sus hijos. (El corazón del bos-que era un sacro silencio verde donde podía oírse el crecer de lasraíces y los brotes.) En el río, como los peces son mudos, lleva-ban la voz cantante gansos y patos salvajes y chorlitos y demásaverío, aunque por debajo del alto encándalo percihíare a ratosel profundo mugido de Gloglo, el yacaré. Y el rumor mismo delrío también era otro.

Pero en el bosaue el olfato es la principal cuando no únicavía de comunicación del pensamiento. ¡Oh, potencia e inteligencia

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del olfato salvaje! Los olores pueden embriagar y aun enloquecera los hijos de la selva como la música, el vino y el amor juntos a loshombres. Todos los árboles cambiaban de olor y los animalestenían un relente nuevo, algunos tan agrio los tigres, los cier-vos - que era una ofensa para ciertas narices. ¿Qué? Los mis-mos flamencos exhalaban al volar un ligero olor almizcleño.

El del bosque mismo era un vaho viscosarnente húmedo he-diendo a hongo y laurel, a pantano y corolas y helechos, a resinasy gomas y leches revenidas y troncos y hojas en podredumbrede siglos. Para los más, el río mismo era sólo una ancha nieblade pescado y azahar.

Había algo más aún. La luna llena de primavera penetra enel bosque más que el sol, pues no se la resiste como a éste, sinoal contrario: y he aquí que, bañados por ella, los jazmines adqui-rían una belleza tan misteriosa que se la tenía por cosa de bru-jería. Ya se sabe que, en general, el poder de las flores en la nochees temible. Y el tiempo era ahora para ellas de noviazgo o deluna de miel.

Pero el hada primavera había traído otras cosas aún: elcambio de pelo y de plumas, cuando no una muda completa deastas, como en el ciervo, o de piel, como en la víbora.

Por cierto que la primavera había turbado también la sangrey los hábitos de Gloglo, el caimán. Aunque en verdad la prima-vera significaba para él y los suyos nada menos que la resu-rrección.

En efecto, Gloglo había hecho del invierno pasado una solasiesta, bien abrigado en su colchón de barro, sin comer, ni roncar,ni mover la punta de la cola, y apenas con latidos más o menosimperceptibles. De veras que aquello importaba algo más que unmero dormir, como que era lo que está entre el sueño y la muerte.Era un peligroso sueño en el zaguán del más allá. Volvió de éllentamente, tan lentamente como la hierba brota, pero volvióal fin.

Y ahora estaba tan ebrio del espíritu de la vida como el másdespierto, chapoteando como un caballo padre, ejecutando las máspintorescas cabriolas para regalo de su compañera, revolviéndoseen aquel golfo del río, nadando con la cabeza y la cola en alto,

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sumergiéndose y emergiendo entre restallantes latigazos a la co-rriente o alzándose para mostrar la blanca y repleta barriga congruñidos y bramidos que no hacía oír en otra época del año, mien-tras de sus quijadas y su rabo se exhalaba un cosquilleante olora almizcle. Y no era un vano alarde ese terrible consumo deenergías, no, porque sin ello su hembra no hubiera dado fe a susprotestas de amor, pese a que él la había conquistado después deasoladoras luchas con sus rivales.

De veras, apenas hay gente de trato mutuo menos cortésque los señores caimanes por poco que se irriten. Y la rivali-dad amorosa irritaba casi hasta la ebullición su sangre fría. Laúltima primavera, que había presenciado tantas luchas, no viónada igual a la ofensiva y defensiva de los caimanes machos entresí: asaltos como de perros hidrófobos, entre resoplidos y bufidosentrañables y coletazos de maravilla - mandobles de guadaña yclava a la vez - sumergiéndose y emergiendo de golpe, salpican-do de agua el aire o la costa, tiñendo de sangre las espumas delrío, a veces amasando entre muchos una sola pelota, o trabadosen duelo singular, cogiéndose uno al otro con sus desbordadasmandíbulas, luchando hasta el agotamiento o hasta que el másfuerte daba una vuelta sin soltar a su víctima, con diabólico es-tilo a punto que la mandíbula de ésta se rompía crujiendo y re-chinando. Sí, mandíbulas rotas, colas amputadas, ojos fuera desus órbitas, patas tronchadas colgando sólo de la piel. . . ¡ esossolían ser para muchos los saldos del amor guerrero!

Sólo que nadie, fuera de los suyos, se dignaba conceder unamirada a aquella ceremonia, pues las demás tribus del bosque ydel río celebraban también la primavera a su modo: los peces, lasaves y los que corren o se arrastran por la tierra. Ritos morososy complicadísimos entre macho y hembra; duelos a primera oúltima sangre entre los machos.

Allí cerca, justamente, estaba entregada al sagrado juegouna pareja de garzas blancas, criaturas incansables e inimitablesen la pasión y la gracia de sus muestras de amor mutuo.

Los peces no cantaban, chillaban o rugían, es verdad, pero lainspiración de la estación sacra mostrábase en el azogado bríode sus movimientos y en el renovado esplendor de sus colores. Las

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palometas y otros peces en banda surgían y se sumergían congolpe y restallar de fustazo. Pasaba el surubí, con su lomo azulviolado de cabrilleos iridiscentes y sus flancos a pintas. Pasabael dorado, con su esbelto perfil y su cabeza un poco en alto y suarmadura hecha por el sol y la luna a un tiempo, tan clara encimacomo debajo de las aguas, velocísimo como ninguno en sus juegosde amor, antes de lanzarse aguas abajo hacia el Plata para re-gresar al desove en vísperas de invierno.

Gloglo era tal vez el dios del río. Decimos tal vez porque alrespecto las opiniones estaban divididas. Algunos lo tenían porel Padre de las aguas y daban corno prueba el hecho de que susalida a tierra (que coincidía con las grandes crecientes) llevabalas aguas a ella y su regreso al río arrastraba la inundacióndetrás de su cola venerable..

Otros juraban fervorosamente que el verdadero dios era elrío, y Gloglo era sólo su gran sacerdote y comunicaba con él pormedio del éxtasis, cuando sobre el fango y bajo el sol quedabapor horas en beata inmovilidad con los párpados bajos...

En cualquier caso, Gloglo era como el antecesor de todos. Desu augusta antigüedad hablaban claro su cráneo horizontal, suejército de dientes y placas, más minerales que animales, no me-nos que su voz fría y como fangosa, del fango originario, sinduda, de los días inaugurales del mundo, tal vez cuando las rocasrecién estaban aprendiendo a criar musgo. . . ¿Acaso no recupe-raba sumergiéndose en sí mismo - eso era su modorra - suhorizonte antediluviano: ultramilenaria fraternidad con la selva,el sol y el agua: lluvias por lunas enteras, sol de esplendor ytiranía implacables, bosques de ademanes desmesurados?

Criatura misteriosa y sagrada, era lo cierto. Viviendo en laencrucijada de esas dos enormidades, la selva y el río, se movíatan bien dentro de la una como del otro, y SÓlO él hacía eso, por-que si bien muchos hijos de la tierra cruzaban el agua, no cono-cían sus intimidades. ¿Quién tenía, como él, una segunda denta-dura encimera que iba desde la punta de la cabeza a la punta dela cola? ¿Y quién, fuera de él, poseía ese instrumento de castigodivino que era su cola flagelante? ¿Y cómo era que podía des-cender a las catacumbas del agua por el tiempo que quisiera

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(ahogando así a los mamíferos o aves que llevaba a remolque) nosiendo él un mero y vil pez, como lo probaban sus menudas yblancas manos sacerdotales?

¿Quién podía ni soñar en violar el respeto que le era debido?Nadie, ni la misma Macha, la anaconda, podía atreverse a unabrazo con él, ella, la gran reina del bosque que a veces atrave-saba el río con todo el torso en alto como un mástil sibilantecontra el viento.

Sólo Yaguatyrica, el jaguar, con su sacrílega insolencia, seatrevía alguna vez a estirar su sucia garra hasta los cachorrosreales de Gloglo.

—Somos los nobles -decían él y los suyos-, es decir, losmás antiguos. Somos inviolables. El río y el bosque fueron crea-dos para nosotros. Somos antcriores al hombre rojo que asomóprimero a la orilla del río y al hombre blanco que vino después.¿Qué? Je. . . je. . . je. . ¡Nosotros hemos conocido al otro,elvelludo, el que caminaba a ratos en cuatro patas como el osohormiguero y que d.csccndja de los árboles sin más arma queuna rama...!

¡Oh!, hemos conocido días de piedad y fervor, cuando loshombres, que no habían perdido la inocencia original, nos ado-raban no sólo respetando admirativamente nuestras andanzas portierra sino adornando con bayas y flores nuestros cuellos o hala-gando con tórtolas y miel nuestro sacro apetito.

Pero la fe antigua fué perdiendo terreno con el tiempo y eracada vez mayor el número de los descreídos y aun de los blasfe-mos. Para ellos Gloglo era sólo conocido con el nombre del Tragón,o el Bocón o de Fosa común. Decían: "Tiene hambre desde lapunta de la cabeza a la punta de la cola." Y otras veces: "por másque coma siempre está en ayunas". Tina cacatúa profirió algoque todos sus copartidarios repetían con admiración por lo mismoque lo entendían poco o nada: "Su presencia es un blasfemohorror infligido a la sacra belleza del día."

A esto los creyentes contestaban que Gloglo, más aficionadoa la carne guardada que a la fresca (aunque él no solía demo-rarse con detalles de esa laya), era el gran saneador o salvadorde las aguas del río. Y agregaban que sus aparentes actos de

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bulimia eran casi siempre sacrificios de carácter esotérico, puesde su devoción por la abstinencia daba demasiada muestra suabsoluto ayuno en todo el invierno.

Mas las irreverencias no amainaban por eso.—Tiene patitas de cachorro observaba la bandurria parada

sobre una sola pata idéntica a muleta -, sólo para hacerse lailusión de que no se arrastra sino camina.

—¡Qué! ¿Soy tan estúpida como el yacaré? —mascullabacon su boca sin dientes la tortuga.

Ni decir que a Gloglo no le alcanzaba esta cháchara de rene-gados y continuaba tomando sus baños de sol con los globosospárpados cargados de barro y beatitud. Pero más frecuentementeesperando el bocado que el destino mandara con su cuerpo per-versamente parecido a un leño de los tantos que el río trae aflote. O se arrimaba a las orillas usadas como bebederos por losde tierra, con el cuerpo hipócritamente sumergido sin más quela punta del hocico y el ojo a flor de agua, ese ojo balconero quebajo el párpado casi córneo parecía brillar con la malicia de losfuegos fatuos del pantano.

¡Oh, sí!, ¿por qué negarlo? Prefería a cualquier otra, esacarne roja, caliente, humeante de los hijos de la tierra.

(Decíase que a Gloglo se le había escapado cierta vez estaconfidencia: "Sí, me tragué un par de gruesas cañas porque olíana cuero viejo. . . hasta que advertí que eso terminaba en. . . unhombre.")

Sólo que, según iban las cosas, ese modesto sueño llevabapoca esperanza de realizarse. En efecto, las aguas del río veníanbajando desde semanas atrás, y, en los últimos días, en formaque comenzaba a preocupar a todos. Ni lluvia ni síntomas delluvias, sino, al contrario, todas las muestras de una gran sequía.

Mala noticia para todos, para los hijos de la tierra, del aguao del aire, para los que vivían de pasto como para los que vivíande carne, y para la selva entera.

Y la sequía vino. La selva tenía dos dioses, uno hembra, laHumedad, y otro macho, el Calor. La ausencia calamitosa de laprimera eso era la sequía. Entonces el Calor, irritado, se volvíainsufrible.

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Esta vez algunos árboles, de humor tardío, no alcanzaron aflorecer. Muchos pájaros y monos emigraron al sur. i Oh, el vientonorte, con su resuello de volcán, que no parecía haber oído lo quefuera una gota de rocío, y que agostaba el musgo, y que resecabay resquebrajaba lo mismo el suelo que las cortezas de los árboles,las astas del venado que las escamas de la víbora o el pico deltucán!

Los esteros iban todos convirtiéndose en algo tan enjutocorno un cascabel o una camisa de víbora.

Los hijos de la gran selva -plantas o bestias - exquisita-mente sensibles, cual menos, cual más, a los cambios atmosféri-cos y acostumbrados diariamente a un aire como de vísperas delluvia, fueron entrando todos en la pasión y la agonía de la selva.La flora y la fauna, cada vez más enjutas de raíces y hojas, defauces y de entrañas. En noches y noches y en leguas de bosque,ni una gota de rocío.

El gran olor casero de la selva (el vaho pestilencial de lavegetación descompuesta unido al de los brotes y corolas, el alien-to del pantano y del jazmín mezclados) había cambiado profun-damente: el de ahora era corno un tufo a chamusquina. Y algomás ofensivo y humillante aún: polvo en el aire en vez de hu-medad, polvo en los pelajes y plumajes, en las narices, en losojos, en los gaznates, y estornudos y toses. Era casi seguro quelos balidos y chillidos de las bestias sedientas, amustiaban máslos brotes y las hojas.

Los chanchos del monte, los sujetos peor educados de laselva, que no encontraban ya un charco miserable donde hundirel morro o embarrarse el cuerpo para mitigar el calor, expre-saban corno nadie, en sus acérrimos gruñidos, la irritación gene-ral. Un anta, seguida de su cachorro cebrado aún a franjas lon-gitudinales, se arrimó a beber con la extrema precaución delcaso. Sobre el anca derecha mostraba una cicatriz a cuatro ra-yas: el inconfundible recuerdo de la garra del jaguar.

En un mustio sauce de la orilla, un martín pescador acecha-ba el curso desganado del caudal. De pronto, corno una emplu-mada flecha de indio se arrojó sobre las ondas, desapareció de-bajo de ellas a modo de un ánsar, reapareció como de rebote

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con una mojarra atravesada en el pico y voló a posarse de nuevoen su rama; todo en menos de lo que escupe un trompa.

Hubo un movimiento general a un lado y otro en una de lasmárgenes, abriendo una ancha calle, mientras todas las miradasse volcaban sobre ella y todo rumor decreció casi hasta apagarse.Era Macha, la gran boa, que venía a refrescar su lengua y susescamas en el río. Bajaba suave, mimosamente, mejor, gozandoa ojos vistas del interés terrible que concitaba, como un río deinnumerables ondas de pavor y hermosura... (Tenía setenta piesde largo.) Todos sabían üue era la fuerza máxima de la selva ydel río, y que lo que ella ceñía con la espiral de su abrazo redu-cíase a salchicha, y que sus mandíbulas podían abrirse hastasuperar el calibre de su bocado, cualquiera que fuese, y que susdientes encorvados hacia atrás no podían soltar lo que apresabany así debía ingerirlo fatalmente. Y sabían, también, que era pro-fesora de natación, y que en tierra la finta de su cabeza tenía lavelocidad de la luz, y Que trepaba a los árboles con más facilidadque.. . las lianas. Eso lo sabían mejor que nadie los monos, queahora, allá en los árboles de la orilla, agarrándose con las cuatromanos y la cola, inclinábanse sobre el lugar por donde desfilabaMacha corno sobre un vertiginoso torrente.

Una voz de dueño invisible dijo, por ella, sin duda:—Sí. puede tragar un hombre, un Jaguar u otra boa... Lo

que no puede tragar, sin tragar la muerte, es... un yacaré.¡Je... je... jo...!

—ADónde termina el cvello y dónde comienza la cola de esaseñora? - agregó un papagayo, volcando hacia el suelo uno desus ojos laterales, mientras se aferraba mejor a su rama con suspatas ganchudas.

Algunos intenaron celebrar la irreverente bufonada, pero larisa se les ahogó adcntro m i entras Macha, con su chata cabeza adoce codos sobre el nivel medio de la corriente, confundía miste-riosamente las ondas de su cuerpo con las del río.

Pero la peor calamidad de la sequía era que la casi enteraausencia del agua, obli gaba a todos a llegar al río y bajar hastasu muy mermado caudal, bajo la quemante necesidad de abrevar-se. Y he aquí que Gloglo y los suyos, dueños del río, se aprovecha-

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ban largamente - con todo el largo de sus inacabables mandíbu-las - de la miseria de todos cazando a mansalva.

Sólo que las opiniones sobre tal hecho no estaban acordes.-Haugrñ. . .1 - rugía entre dientes Yaguatyrica, el jaguar

negro -. La iguana del barro y los suyos se portan como quienesson. Pero ya vendrá un día en que podré darme con ella en elterreno que yo elija como ella lo elige ahora y entonces tendráque responder a cierta pregunta que los demás habitantes de laselva le van a dirigir por mi intermedio.

—Son la gente más arrastrada de este mundo —murmurócon acento trémulo el pequeño ciervo de los pantanos sacudiendosus flamantes candiles -. Más arrastrada que la última víbora -agregó, bajando más la voz.

—/Cómo es posbie caer en tal impiedad! - se encandalizóla iguana-. Gloglo, el viejo de los viejos y por ello sólo el másvirtuoso y sabio ha sido y será siempre el señor del río. Y suhambre es sagrada.

—Es el gran sacrdote del río y su vientre es la bendicióndel agua y la tierra, y nuestro piadoso deber es procurar quenunca esté vacío - carraspeó el jote, el buitre de cara negraY hará llover cuando él lo quiera, es decir, cuando los impíos nole den queja.

—Tú lo has dicho - gruñó lentamente una voz misteriosa yfangosa, y aunque nadie pudo ver a su autor, todos creyeronadivinar quién era -. Soy el padre y el hijo primogénito de lasaguas. Y soy su espíritu. Este es el gran misterio, y el que puedaentender que entienda. Y las aguas regresarán cuando Gloglo lodisponga.

Todos buscaron con la vista algún lugar de las aguas juntoa cualesquiera de las márgenes del río, donde pudiese brillar al-gún punto identificable con el ojo o el hocico de Gloglo, invisibleasí bajo las aguas y en alevoso acecho del primer incauto quebajara a mitigar su sed. Pero no vieron nada.

** *

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Y un día, después de varios otros de oceánicos nubarrones yde sofocación casi estrangulante, trajo el viento una noticia remo-tísima a todas las narices: llovía en el lejano norte.

Y la lluvia comenzó a caer en las últimas horas de la tarde,sin mucho apuro, como las cosas que tienen seguridad de durar.Sin apuro, como si ensayara algo nuevo después de tamaña au-sencia. Pero al fin se arrojó toda y de golpe, corno un puma sobresu víctima.

Pasaron instantes apenas y toda la selva humeaba como unincendio recién apagado y la lluvia resonaba en ella al modo deun órgano en una catedral. Y después, lo que embriagaba a todos:el sacro original olor de la tierra y la selva empapadas de agua.

-La imprecación de Gloglo ha sido escuchada! -se oyóchillar y chillar por varios lados.

-¡Una vez más el milagro! ¡GlogIo nos ha salvado a todos!

—Ustedes lo han dicho! -corroboró Gloglo, con voz salva-jemente ronca, saliendo esta vez lentamente del río hacia la ori-lla. Algunos, por primera vez pudieron contemplar su famosísimaefigie. Era, en efecto, una soberana criatura de unos diez codosde eslora. Ante el mal disimulado azoramiento de muchos, lascigüeñas presentes dijeron, con aire ligeramente desdeñoso:

—En los ríos del norte, sobre el trópico, hemos tropezadocon algún caimán negro que superaba por lo menos en un tercio

el metraje de. éste - concluyeron moviendo el largo pico en direc-ción a Gloglo, a quien se vió en ese momento aplastar su fantás-tica garganta sobre el suelo, como para sentir mejor el latir de latierra estremecida recónditamente por el tundir del río y de lalluvia. Quedóse así, inmóvil, con los córneos párpados beatamentebajos como si al crepitar de la lluvia sobre su aspérrima espaldasintiera a la sordina el galope de las edades regresando a lo pri-mordial.

Con insignificantes intervalos la lluvia siguió cayendo día ynoche, tan espesa a ratos como la propia selva. Todo el río eraun solo Iguazú. Y, naturalmente, el bajo nivel del caudal del ríocomenzó a subir, casi imperceptible al comienzo, a ojos vistasdespués. El Paraná estaba hinchándose y alzándose corno el cuello

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de ciertas víboras en el apronte del ataque. Y por días y días losárboles y las bestias de ambas márgenes asistieron al desfile delas grandes aguds que bajaban del trópico y de todo lo que arras-traban consigo con rumbo hacia el lejano Atlántico. Aguas ro-jeantes como si en el misterioso norte se estuvieran librandodesmesuradas batallas, y a trechos babeantes y espumantes deviolencia, y con sus despojos y botín a flote.

Pasaban, horribles y ridículos a un tiempo, conocidos o ex-traños animales nadando de costado, es decir, cadáveres, ya consu tripulación de cuervos que iban almorzando su propia barca.Pasaban grandes árboles sumergiéndose y saltando sobre el aguacomo delfines, y sobre tal cual rama pesada de caracoles caíanel halcón de los pantanos y otros pajarracos de cuenta. Pasabanaltos conos de hormigas con todos sus constructores ahogadosen la base. Pasaban cardúmenes con las aletas dorsales a flor deagua. Pasaban anchísimos embalses de camalotes con sus corolasteñidas de cielo y, a veces, con pasajeros a bordo.

Y el calor y la sofocación y la lluvia siguieron. Y en realidadel que desfilaba interminablemente sobre las aguas tumefactasy roncantes era el trópico entero con sus fieras, sus insectos, susflores, sus silbidos y sus fiebres, con sus troncos y sus nidos, consus tortugas y sus victorias regias, con su pulso excesivo y suresuello humeante, y sus ondas caldeadas en las corrientes delinfierno, y sus piraguas sin remos, y sus remolinos voraginososvestidos de espuma, y el misterio primordial del diluvio, ¡la crea-ción y el caos en nupcias!

No era fácil, en verdad, comprender cómo el río podía darcabida a semejante flota, y cómo la innumerable e inconmensu-rable red de los camalotes no la constreñía y estrangulaba delmismo modo que ciertas lianas ahogan a un árbol gigante.

Hacía poco soñaban todos con la lluvia como un ciego con laluz, delirando por una gota de agua. Ahora... no parecía haberni una gota de aire. Todo era una niebla blanca como las nebu-losas, irrespirable como el humo.

Hasta que un día, al fin, la lluvia se acabó como todo, y elsol apareció una vez más, pero ésta fué para alumbrar un mundo

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recién nacido, un mundo salvado de las aguas, como Moisés. ¡Laselva entera embebida de humedad como un hongo, toda semejan-te a los helechos -vello púber de la tierra—, con su ingenuísi-ma frescura de comienzos de lo viviente!

Pero la presencia desnuda y sacra del sol estaba obrando ya.Comenzaba a revelarse lo que son las ubérrimas perezas del tró-pico. En la selva el olor aéreo de los brotes y corolas recién ve-nidos se mezclaba al vaho torpe y creador de la tierra y de lavegetación corrupta, y en el río el gran calor había puesto ya enfermento el sargazo que despedazándose en archipiélagos e islo-tes iba derivando hacia el sur.

Y los comedores de hierba y los comedores de carne estabande Jubileo. Gloglo y los suyos se habían arrogado el derecho depropiedad - aunoue sólo acatado a medias por muchos interesa-dos - sobre los difuntos o semidifuntos cine traía la corriente.(Ahitos, trepaban a gozar del sol sobre los troncos flotantes queacunaban maternalmente la beata modorra de sus digestiones.)Y no sólo eso; aprovechando los desbordes del río o el alto nivelde sus aguas, extendían su dominio a la tierra, recorriendo todolo oue nodían de charcos y esteros.

Es decir, volvía la época en nue caimanes y iaguare.s suelenrenovar un sagrado y viejo pleito. Yaguatvrica y los suyos consi-deraban a sus adversari os intrusos de la tierra y testimoniabansu entrañable indignación, haciendo de los yacarés jóvenes y ni-ños su plato favorito. El odio de los caimanes procedía de rum-bo opuesto: reputaban a los overos corno insufribles intrusoscuando los veían atravesar las ondas de su dominio fluvial atodo nado como si fueran n ietos del overo surubí.

Los de ferrada cola preferían dirimir sus cosas con l og dezarna en lance caballeresco, esto es. en combate naval. Natural-mente, los otros ureferían la noble tierra firme. Sus respectivosvasallos mostraban un ferviente interés por esta guerra de lostreinta mil siglos entre los señores del río y los elel bosaue, aun-que nunca se supo si era flor amor a sus amos o por la secretaesperanza de librarse de ellos.

Los dos grandes rivales -como todas las otras rivalidadesexistentes en la selva - sólo llegaban a ceder en un punto: el

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acuerdo en considerar al hombre como el desdoro de la zoología.Coincidían estusiastamente con ellos todos los demás animales,y sus juicios sobre el hombre, a quien conocían a fondo, no eranexcesivamente encomiásticos ni adulatorios.

—Es el enemigo de todos y hasta de sí mismo.—Es el único cobarde, el que lucha no con su fuerza y su

baquía, sino con las de sus armas.—El único asesino, el que mata por matar.—El hombre, aunque parezca la más inteligente de las cria-

turas es, por culpa de su vanidad y su avaricia, la más estúpidade todas.

—Llega a comer a los de. su propia especie.—Vive en vizcachcras y tucurusúes llenos de humo y de ba-

suras.—¡Allí es donde unos caen de rodillas ante sus propios se-

mejantes!—Allí donde el hombre construye trampas y jaulas para

el hombre!Ni decir que Gloglo y Ynguatyrica atizaban ese odio religioso

al hombre... que éste les correspondía cordialmente a los dos, co-mo a los únicos que alzaban sus demoníacas bocas hasta ese sa-cramento aue es la carne humana.

Era una de esas fastuosas mañanas de la gran selva. Soplabaapenas sobre el río, desde la espesura, una brisa cuyo olor yfrescor era una inspirada felicidad, porQue ya se sabe cine elbosque ES maestro en trasmutar lo podrido en vida reflorecientey lo nauseabundo en fragancia edénica.

El nivel del gran río había baado un poco, y la vida en éhabía recobrado su aspecto habitual.

En un grupo de palmeras de la orilla una bandada de guaca-mayos detonaba al sol en colores tan insolentes y chillones cornosu cháchara. Cerca, en lo alto de un lanacho, un mono sujeto auna rama con sus patas y su cola, deshoiaha flores de enredadera.Desde un islote vóse lanzarse al agua una esecie de gigantescarata nadadora que traía algo ene no se per&bía bien sobre sulomo. Llegada a tierra pudo advertirse que aquello que parecíacarga era su par de rorros que venían mamando cómodamente,

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porque el fantástico animal tenía tetas en la espalda. . . Era unquiyá.

En eso, el sordo rumor de la corriente fué apagado por algocomo un restallar de látigo. Un nuevo nadador acababa de azotarsecontra el agua y se movía como debajo de ella sacando el hocico.Arribó al islote. Tratábase de un animal paticorto y tan hirsutoy espeso de cuerpo como un chancho. Era un carpincho, el granroedor de árboles y catador de plantas acuáticas que, por excep-ción, mostrábase esta vez en pleno día; el carpincho, cuyo cuerocodicia el hombre y cuya carne entra en los mejores sueños deljaguar.

Nubes zumbantes de tábanos y barigilís alzábanse donde-quiera. (Los mosquitos se ponen a incubar sus huevos en las plan-tas del agua: allí dejan los peces sus huevos para que sus crías sealimenten de larvas: allí van las garzas, flamencos y otros pesca-dores detrás de pececillos: allí el insurgente rey del fango, elyacaré, hace castañetear sus dientes contra todos.)

Por el cielo, alguna vez, cruzaba en formación casi mili-tar una escuadrilla de patos, o advertíase, como una larga cintaondulante meneada por sus dos extremos, una bandada de ban-durrias.

Sobre las aguas vióse en eso avanzar vivamente un amporefucilando al sol, cuando de pronto se escuchó como un t i ro yalgo como un relámpago de plata se perdió bajo las ondas ysobre ellas un gigantesco pez destacó su cuerpo africano y subarbicha china. El manguruyú quería desayunarse con mojarras.

Poco después, por una picada de la orilla, se miró avanzarbajando hacia el agua, una tropilla de yeguarizos. De repente elpadrillo delantero, que marchaba con vibrante cautela confián-dola a sus ojos, sus orejas y sus ollares... se tendió hacia atráscon un fragoroso rebufe, y él y los suyos se volvieron a escapesobre sus rastros. Justo a dos pasos de la línea de la espantada,Gloglo, como si nada tuviera que ver con ella, emergió y trepólentamente a unas rocas de la orilla, arrastrando el largo trenblindado de su cuerpo y allí se tendió, con solemne pausa, aadorar el sol. Los pocos ojos que lo vieron admiraron sin querer,una vez más, el antediluviano horror de su catadura. Para mejor,

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en la rama más alta del arbusto próximo acababa de asentarseun surucuá, como si la Naturaleza quisiera exhibir, frente a fren-te, dos de las muestras más dispares de lo que es capaz de criar:junto a la fealdad soberbia y hierática de Gloglo, la irresistiblehermosura de aquel pájaro, quizá el mejor ornato para el dinteldel paraíso. Sólo que, como él no disponía del terror y la fuerza,no cosechó nada parecido a los testimonios de embelesada admi-ración que escucharon las enfangadas orejas de Gloglo:

—¡Un golpe de su bendita cola puede acostar a un hombre!—Su vientre es claro como la cara de la luna y nada hay

más blando y blanco que. sus manos sacerdotales.—Loor al salvador de las aguas! (Era el eufemismo del

escamoteador de cadáveres del río.)Este religioso respeto que Gloglo inspiraba a tantos acababa

de subir de grado, pues decíase que en la inundación recientehabía almorzado a un hombre que venía en una piragua río abajo.

-Era un hombre muerto -cuidaban de agregar sus devo-tos - . Un hombre muerto.

Sólo que el hombre muerto había tenido tiempo de proferiralgunos gritos antes de irse a pique en el garguero de Gloglo, se-gún los mejor informados. En realidad las cosas habían ocurridoasí: habiéndose acercado penosamente la piragua a la orilla, sutripulante, que venía al parecer herido o enfermo, intentó bajara tierra cuando Gloglo, apareciendo detrás de él, lo derribó deun colazo sobre la hierba y después, tomándolo por una pierna,lo sumergió vivo con él debajo de las aguas. (El secreto de ha-zañas como ésta, reside en que, si bien el yacaré no es ningúnpez que se permita respirar sin apuro en los bajos fondos, ocurreque su tráquea se comunica directamente con los sobresalientesagujeros de su nariz, y tanto, que su boca y su garganta puedenentenderse con su víctima hasta ahogarla sin que él precise in-terrumpir su resuello.)

No faltó quien supusiese que Gloglo mató al hombre en de-fensa de su nido, que creyó amenazado. En efecto, lo tenía nolejos del punto donde se detuvo la canoa: es decir, allí estabansus decenas de huevos no más grandes que el de un ganso,entre capas de hierba y lodo, dejados para que el sol y el calor

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de la vegetación descompuesta los incubasen. Sólo que la señoracaimán debía vigilar los aledaños, pues algunos mostrábansegolosos de aquellos huevos pasados por barro.. . Y la endemo-niada tortuga trionice de hocico de jabalí tenía por bocado in-sust i tuible aquellos pichones de cuatro patas recién salidos delcascarón...

Cansado de entibiar al fuego del cielo su frígida sangre delfango, Gloglo se apeó del solarium y desapareció bajo el agua. Enel mismo instante se advirtió que alguien, nadando al sesgo porel río, parecía buscar una orilla. Era un venado de los pantanos,luciendo los bellos candiles de su testa y parte de su pelaje ala-zán. Gloglo lo había visto antes que nadie y su muda zambullidaobedecía a eso. Gloglo tenía un cerebro despreciablernente chato- como todos los tiranos o dioses primarios—, pero su astuciaera diabólica. Nadie, ni el mismo ciervo, advirtió ciertas irvísimasondulaciones que seguían una línea convergente con la que traíael avance del venado.

Verdad es que el submarino con patas sacaba a flor de aguauno de sus ojos saledizos y la punta del morro; pero eso pasabainadvertido entre el cabrilleo de la corriente. Con todo, el de latesta coronada debió recibir algún secreto anuncio, porque po-niendo su nadar a todo trapo, enfiló en ángulo recto hacia la orillay al sentir el suelo providencial bajo sus patas inició su primersalto en momento en que las kilométricas quijadas de Gloglo seabrían y cerraban a un jeme de sus corvejones con un escalo-friante estridor de incontables dientes que se agrcden entre síal fallar el golpe. El venado, con un balido de espanto acelerósus brincos hasta sumirse en el cañaveral próximo.

Llevado por el calor de la persecución, pese a su sangre fríael pirata anfibio avanzó algunos pasos sobre tierra firme. Mashe aquí que allí muy cerca, entre la maciega, hailábase Yagua-tyriea, el jaguar negro, por pura casualidad; o podía ser igual-mente por enconosa premeditación. El gran jaguar saltó sobresu contrincante tratando, con erudición profesoral, de colocarlelos colmillos detrás de la oreja, única hendija que ofrecía la ar-madura medieval del otro. No lo consiguió - al menos del todo -y brincó de costado para eludir la vehemente retribución de

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Gloglo -su coletazo - que le alcanzó de refilón la espalda, de-rribándolo a medias. El retador se enderezó sobre sus patastraseras (sumisas las orejas, sublevado el pelo del lomo y uncrescendo nada musical en el gaznate) y saltó tratando de en-garzar sus garras en los prominentes párpados del saurio.

Gloglo, que por un excesivo ajuste de su loriga no puede tor-nar la cabeza, había reculado hasta envainar medio cuerpo en elrío cómplice, e intentando a su vez estrechar con la mayor inti-midad entre sus dientes una de las enguantadas manos de Yagua-tyrica, para convidarlo cordialmente hasta el fondo del río.

Pero esta vez, como en muchas anteriores, el cumplimientode los buenos propósitos mutuos del negro capitán de la selva yel almirante de agua dulce, quedaron diferidos para mejor ocasión.

***

Sólo que la biografía de Gloglo no termina aquí. No terminaporque en las orillas del río, más al sur, habitaba Chineo, unhombre solitario, que vivía casi exclusivamente de la pesca. Queera anfibio, claro está, digo que se manejaba tan bien sobre latierra como dentro del agua. Pero había algo más. El hombreera cazador de yacarés, aunque parece que casi nunca o nuncase tomaba el trabajo de sacarles el cuero para la venta.

Agregábase que su madre lo había destinado y amaestradopara ese oficio desde niño, a fin de que vengase la muerte delpadre que, según él mismo diz, había naufragado en la boca deun yacaré cuatrero, que, a buen seguro, no era otro que Gloglo,cuya edad emparejaba fácilmente sin duda la de los viejos ár-boles de la ribera.

¡Yacaré cuatrero! Llámase tal al que por escasez temporariade su alimento propio -anguilas, peces, ranas, babosas- o porotra circunstancia anómala, probaba sangre caliente de ave o ma-mífero, y terminaba poco a poco perdiendo todo interés por la san-gre fría.

Ya sabemos que Gloglo había pasado por esta experiencia.Lo que sólo se supo años más tarde es que Gloglo, por su nuevasenda de nutrición, había llegado a los extremos del vicio y la

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FSHERTON =

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audacia. Poco a poco, pese a su soberana barriga y sus patitasendebles, el sedentario de aguas adentro había aprendido a calle-jear sobre la tierra, trepando por la barranca, ahitándose despuéspor entre pantanos y herbazales.

Había comenzado por conejos, gallinas o corderos para subira cerdos, novillos y. ¿por qué no? a hombres.

A veces, según el tamaño de la víctima, la transportaba en-tera o la despedazaba llevándose una pierna o la panza - lo quecercenase primero su dentada guillotina -, volviendo o no por elresto. Su confianza en sí devino tal, que en dos ocasiones seescurrió hasta los gallineros y en una de ellas fué sentido porlos perros, aunque demasiado tarde. ¿Qué podían ellos, por lodemás, contra la invulnerable coraza de la gran bestia horizontal?Sólo recibir un coletazo de muerte como ocurrió. ¡El estúpidoanimal de cabeza chata se desempeña con la más recónditaastucia!

Que Chirico era anfibio, dijimos. Sí, eso; y no sólo teníauna soltura de surubí dentro del agua sino que podía mantenersedebajo de ella hasta tres y cuatro minutos, como los mejoresbuzos sin escafandro.

¿Pero qué buscaba él en los bajos fondos del río? ¡Desnudosvientres de yacarés, simplemente! No, él no los atacaba con fle-chas enherboladas o con lanzas como los indios, o con balas comolos blancos. ¡Ya vamos a verlo!

Un día, después de muchos otros empleados en estudiar losrastros y hábitos de Gloglo, logró sorprenderlo tomando el sol enmedio del río, benditamente amodorrado, sin duda.

El cazador, que iba casi desnudo, se desnudó del todo y sesumió silenciosamente de cabeza en las aguas, con su gran cu-chillo de monte entre los dientes. Al martín pescador que curio-seaba desde un sauce de la isla próxima le pareció que el buzotardaba demasiado en volver a la superficie, desaforadamente,como en tantos otros casos, a cambiar por una bocanada de airevivo, el gas envenenado de sus bofes.

Un bramido cavernoso e inaudito de bestia de eras abolidasse extendió de repente por sobre las aguas, y sobre ellas el des-mesurado cuerpo de Gloglo apareció girando sobre su eje, tiñendo

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de sangre las espumas, hasta flotar al fin a la deriva sobre ellomo, con el vientre y las tripas al cielo, a tiempo que su ajusti-ciador surgía del fondo de las aguas como si fuera del fondo delinfierno, con un restallante bufido de desahogo, los ojos desorbi-tados, manando un hilillo de sangre por los oídos, la larga melenachorreante sobre los hombros, braceando hasta llegar a la orillapara erguirse allí gritando algo en un idioma que no era humano,a buen seguro.

Sólo que esta vez Chineo no sólo se dignó quedarse con elpellejo y la cabeza de Gloglo a título de trofeo, sino que comióde su carne como éste había comido la de su padre, con fruicióntaliónica. ¡Ojo por ojo y diente por diente!

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EL DUENDE DE ALAS DE VIENTO

EL campeón de vuelo rápido, o demonio número uno del aire,Guamán, está demorándose, un buen rato ya, en su pasatiem-

po favorito, el único inocente, digámoslo de paso: un envión deflecha india abortado en los más chocantes desvíos; anchas y sere-nas ondulaciones después; en eso, un remonte de veinte o veinti-cinco brazadas en espiral aguda, para detenerse al pairo; un rá-pido, más verdadero baile, ahora, y de pronto, una profunda zam-bullida de cabeza en el aire, hasta ir a aterrizar en las hierbasenanas del plan.

Porque, al revés de todos sus parientes, el gavilán no sólo dejael aire por el suelo, con frecuencia, sino que come, duerme y anidajunto a él.

En efecto, perdido entre la maciega, sobre una mata, a dosjemes del suelo, en prevención de aguas anegadizas, estaba sunido, sobrio camastrón de pasto y hojas, con la cuna del mediopara los huevos de la postura primaveral que, ahora en noviembre,después de la larga incubación a cargo de la hembra (mientras elmacho, merodeando por ahí, volvía a veces con alguna presa) ydespués de un mes vencido de crianza, se han trocado €n esos tresrobustos pichones, iniciados hace tres días en el arte de la excur-sión buscona.

Ejemplar de celo y de cariño, había sido el desempeño de lospadres en tal trance: la madre, olvidando del todo los serenos

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goces del vuelo, los agudos goces de la cacería y el engurgitar bo-cados vivientes y sangrantes; el padre, trayendo con la frecuenciaque le permitía la suerte, los únicos alimentos que podía digerirla tierna prole: ranas, lagartijas o pichones, servidos en picadillo.

Pero Guamán, el alilargo, que bajaba a la sazón con las garrasvacías, no llegó al nido; tranqueó un trecho sobre el suelo esti-rando los cortos y fornidos tarsos, bien envainadas las zarpas deguerra. Saltó al fin sobre un peñasco y quedó en acecho.

Allá, sobre el fondo inocente del alba, fué denunciándose sinconfusión posible, su catadura tenebrosa: la cabe za de víbora o depunta de lanza, el pico de garfio, el ojo espléndido y feroz, comoun arco tenso la comba de cada ala. El redondel de plumas queenmarcábale la cara, tenía algo de patillas tigrunas. Un collar grisseparaba el castaño subido de su pecho y su garganta.

Los recursos de su agilidad, su fuerza y su audacia, mane-jados con estrategia y táctica de gran escuela, eran casi infinitos.

Nada raro, pues, que la lista de sus platos predilectos fuesetan larga como la anchura de sus preferencias, que iba de mamífe-ros a batracios, de volátiles a rampantes, Sin que despreciase laslangostas por ásperas ni los caracoles por babosos. ¿Huevos? i Có-mo no!, comenzando por los de gallina y aunque fueran de clueca.

Alguna vez - sin que pudiera saberse si eran fantasías dic-tadas por su apetito o por su mal humor— salíale al cruce a talcual halcón joven en pleno vuelo y le echaba la cuchillera zarpaestrujándole el cuerpo hasta ahorcarle el corazón.

Qué mucho, si un poco por voracidad impenitente y otro poralarde bravucón, dió en la flor de burlarse hasta de los cazadoresa fuego: acechándolos desde lo alto de su vuelo dormido, precipi-tábase casi a son con el estruendo del disparo, y la tórtola o laperd i z tenían apenas tiempo de golpear el suelo, cuando ya estabael comedido estirando sus dedos de diablo y partiendo, todo enuno, y tanto, que el dueño no tenía tiempo de enderezar su armay a veces ni de sospechar lo ocurrido.

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Su vista era lo suficientemente erudita como para no ignorar,en pleno vuelo, la presencia de piezas liliputienses disimuladas en-tre la hierba o los accidentes más pequeños del terreno. Pero ni enel ancho de un pelo le cedía su oído. Con astucia de más caladoque la de sus congéneres, desdeñaba como atalaya las cimas delaire o de los árboles, por su visibilidad delatora, conformándosemodestamente con un arbusto o una zarza, cuando no con el suelomismo: ahora bien, como turista frecuente de los barrios bajos,difícilmente podía usar todo su ojo, y eso llevábalo a reforzar suguardia sobro el oído, y tanto, que éste podía competir con el delos maleantes nocturnos: una pisada o un desliz, una roedura o unaleteo, servíanle de alerta y aun de denuncia entregadora. En cam-bio, no había cazador capaz de arrimársele a él a tiro de escopeta.

Fuera de eso, lo que ya sabemos: su vuelo era el más rápidopermitido a un ala viva, si se exceptúa la de los ángeles mensa-jeros, y en cuanto a su aguante, dábale para remar mil kilómetrosen una jornada.

Por lo demás, el estilo de su acecho y de su agresión se amol-daba pedagógicamente a la clase de defensa de la especie elegida.

A los patos y pollos del agua, prefería llevarles el ataque adomicilio, es decir, a la represa o laguna, mientras nadaban, lle-gando hipócritamente en vuelo rasante, o cayendo desde muy altocon tal precipitación vertical, a veces, que desaparecía bajo elagua, aunque para aparecer al punto... casi siempre con el lastrede la presa en las garras.

Podía él hallarse en tierra o en una mata al cruzar el cieloun triángulo de gansos o cisnes: veíaselo entonces lanzarse envuelo bajo, primero, ganar altura en anchos círculos de vértigo,remontarse como un helicóptero, al fin, hasta superar el nivel delvuelo prófugo, y caer sobre la pieza elegida, siguiéndola en todaslas vueltas y revueltas de la fuga, hasta echarla a pique, averiadade cansancio y heridas, y llegar junto con ella al suelo ...

Sobre los pájaros en descanso o recreo en sitio alto o expedito-alambrado o poste - llegaba tan invisible e imprevisto comoun golpe de viento.

Si estaban asentados en el suelo o en un árbol, pasaba y repa-saba sobre ellos o giraba en torno confianzudamente, ¡y guay del

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inocente que se creyera más seguro echando mano de sus alas!(Qué mucho, si cazaba insectos al vuelo, con prolijísimo golpe dezarpa, o a pie, persiguiéndolos a la carrera y engulléndolos aunqueno sin arrancarles patas y élitros.)

En cambio, palomas o pájaros iban a parar a su buche ente-ros, no más, y gracias si les bajaba las plumas. Tal vez era vora-cidad pura lo que tomábase por el signo más fehaciente de sucrueldad: el descuartizar y comer su presa sin tomarse el trabajode matarla. Solía merendarse hasta tres palomas en un día paravengar otro de ayuno. Eso sí, en alguna ocasión o temporada opí-para de caza, dábase el lujo de probar apenas las cabezas de patosy perdices - sesos y ojos - abandonando el resto a las chusmasdel aire o de las cuevas.

La variedad de estilos de sus vuelos y ataques era cumplida-mente artística.

Tenía el vuelo de excursión o viaje, en las altas carreterasdel aire, veloz y rectilíneo como una flecha, sin un batir de alasen dos cuadras, a veces. El de exploración, más bajo, es decir, ala altura justa para ojear el terreno a placer, pero también a man-salva, esto es, sin alarmar a las piezas. Y el vuelo festival, elrematado en remonte y picada a fondo.

Cuando desde el cernerse explorador, a cuatrocientos pies dealtura, elegía la presa, largábase según una parábola más o menosinfalible, esto es, la que le permitía tomar el vuelo rasante variasbrazadas antes de alcanzar, por detrás, el blanco.

* * *

Guamán se alzó al fin, pero volando muy bajo: era el vuelorastrero y en zigzag con que exploraba las hierbas o los matorraleschatos. Como no diera con novedad alguna, se remontó algunosmetros y volvió en un planeo lento abarcando mucho mayor espa-cio, sobre las breñas del pie del cerro. Junto a una jarilla se movióun par de martinetas. El corsario torneó el vuelo hasta ponérselesdetrás, bajó a pocos pies de altura, comenzó a abanicar llamati-vamente sus alas, todavía dió un salto y un grito y aun amagó elprimer ataque. . . Amagó, no más, por cierto, pues no era tan bobo

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para lanzarse entre la breña llena de puntas y púas, y toda supantomima tenía un solo objeto: obligar a las buenas de las per-dices, corno otras veces, a dejar su resguardo y correr o volar acampo abierto. Pero las gallináceas prefirieron esta vez cose-seal suelo, sin duda, pues ni el ojo brujo del gavilán, por mucho quehalconeó, logró tomar más noticias de ellas.

Para olvidar su chasco, el burlador burlado se remontó a granprisa en una hermosísima espiral, y allá en la gran altura pareciódormirse con las alas tiesas, olvidado del mundo. .., cuando depronto se largó al sesgo, como un hondazo, en dirección al alga-rrobo más próximo. Allí, ¡qué casualidad!, estaban tres descono-cidos curioseando el mundo. Eran los tres hijos de nuestro amigoel chimango, sacados escolarmente a la primera excursión de cazapor sus padres, que en ese momento revisaban el matorral pró-ximo. Cuando el despavorido chistar de los menores denunció elpeligro, era tarde: uno de ellos viajaba ya en las garras del garru-do como en la navecilla de un globo aerostático.

Guamán bajó hasta casi rozar el arbusto donde la madre hacíarepetir a sus hijos las lecciones de vuelo comenzadas la semanaanterior, lanzó un grito entre paternal y chacotón y se remontó acierta altura con el heredero del chimango que aún gemía entreaquel guante de hierro. Sus tres hijos lo siguieron chambona peroarrojadamente: el gran papacito giró a la brusca, distanciándosesus buenos metros para volver de nuevo burlonamente sobre lospipiolos que se le fueron a las barbas como gatos chilladores, sóloque sin dar en el blanco, que acababa de tirarse de cabeza al fondo,para recobrar a poco su nivel anterior, y así el juego pedagógicose prolongó un rato, hasta que lanzando un bien claro ¡alerta!Guamán libertó al maltrecho prisionero, que no tardó en ser arres-tado de nuevo por el más aventajado de los uñudos aprendices.

* * *

Dejando bien entretenidos a sus hijuelos, Guamán se lanzóhacia adelante en una horizontal ele más de dos cuadras sin unsolo aleteo de alivio; después, arreando las veleras alas, se dejócaer más o menos a plomo, las abrió otra vez, para proseguir en

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marcha paralela al pian, lenta y casi rozando el yerbazal de unbajío hasta pasar sobre el remanso del valle. . . Dos patos cafésde alas color de agua lejana, que nadaban haraganamente juntoa la orilla, se zambulleron en un cerrar de ojos para resurgir a ladistancia, al cabo de un minuto, acaso, casualmente en el momentoen que el visitante, en vuelo aún más bajo, estaba de vuelta...Para evitar tan antipática vista, los palmípedos se inhumaronbajo el agua con ruido de cachetazo. Y esta partida de juego anfi-bio hubiera proseguido con crecientes probabilidades de éxito parael desafiante, si en mala hora no hubiera aparecido un jinete entrela maciega de la orilla. Guamán grufló o rezongó algo entre lo queen otra boca se llama dientes -algo que no debió ser una bendi-ción - y optó por la retirada.

* * *

Aunque no quería confesárselo, Guamán comenzaba a tenercierta noción de que al cabo de tantos veranos e inviernos supe-rados - setenta y tantos - no eran ya los mismos ni lo rayanode sus alas ni la certería y pujanza de su zarpazo. En efecto: suacreditado bote daba a veces en la herradura y no en el clavo...¿Cuánta agua había llovido desde aquellos desaforados días de lajuventud, en que de puro vicio solía echarse a la zaga del que era-¡éste sí!— el verdadero duende del aire: la golondrina? Tor-menta de viento, no más, pues que esa saltimbanqui del aire novende su carne al primer ganchudo más o menos glotón que se laproponga. Pero a fe que aquel contrapunto de alas era digno deverse!

Guamán volaba serenísimo, en altos círculos desde hacía rato,cuando dentro de su imperial campo de operación apareció, filandoa toda máquina, una.. . ¿torcaz? El gavilán, sin pensarlo dos ve-ces, se dejó caer en una es pectacular diagonal frenándose, a nomuchos metros, detrás de la paloma, y encima de su nivel de vuelo,y la maratón comenzó...

La prófuga perdía terreno a ojos vistas. Sus instantes de vidadebían parecerle ya tan breves como los jemes que la separabande su secuaz, cuando dejándose caer a fondo un par de metros, se

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la vió salir en dirección casi opuesta, mientras el perseguidor, lle-vado por la angurria de su ímpetu, resbalaba seis o siete brazadasantes de tornear el vuelo. El contrapunto recomenzó con más brío,tratando el gavilán de mantenerse siempre algunas varas por arri-ba de la línea de escape de la víctima, condición sine qua non parala seguridad de su golpe de mano, digo, de pata.

Cuando otra vez el peligro se tomó inminente, la torcaz repi-tió su treta con la misma ventaja anterior, y más aún se vio yaque su camino soñaba el refugio de la arboleda, próxima ahora,providencia única sobre la tierra y bajo el cielo.

Aun consiguió, mediante un nuevo esguince, evitar por milí-metros el impacto de otro ataque, para lanzarse casi enloquecidahacia la espesura, mientras el halcón, herido en su hambrientoamor propio, aumentó aún el ímpetu de su envión y tanto, que latorcaz se vió obligada de entregarle, para recuerdo, una pluma desu cola.., a tiempo que se zambullía en el ramaje.

Sólo que el aventurero (a pesar de su experiencia setentariahabía esta vez olvidado más de lo justo las leyes de la prudenciay la mecánica) fué a estrellarse contra un gajo seco y caer pesa-damente al suelo en espera del responso de algún caranchopiadoso.

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LOS TROTACUMBRES

DECLINABA ya en el monte un tibio sol de otoño. En uno de loscerros, por un sendero de la cumbre, marchaba despacio una

tropilla de ciervos.Hacia atrás, aplomando un precipicio perpendicular, se alzaba

una cumbre calva como un cóndor. Al poniente blanqueaba la sa-bana de un páramo de sal, donde venados y vicuñas solían pasarsehoras lamiendo la sustancia del sabor. Al frente, hasta el hori-zonte, una tribu de colinas que daban la más perfecta ilusión deun mar aborrascado en olas gigantes, que hubiera cuajado de golpesu tumulto y su fragor en quietud y silencio de piedra. Del ladode la aurora dos promontorios se arqueaban en un pórtico graciasal cual y al aire de diamante, el ojo gobernaba leguas: lomas pri-mero, después un campo, un río, otro campo, médanos, y más alláaún, en una lejanía que no era más que un temblor, una forma, omejor, una línea muy vaga. ¿El Ambato?

Guiada por su cacique de testa multicorne, la familia se enca-minaba hacia un ojo de agua escondido entre las peñas y que talvez, fuera de los cérvidos, sólo los pájaros conocían.

¡Vida soberbia, vida de esplendor salvaje la de los venadosde la cumbre! Respiraban sin duda un oxígeno más puro que cual-quiera otra bestia del monte. Su sangre corría más roja y másrápida. Sus facultades eran muy sutiles. Hasta podía sospecharseen ellos algo como un sentimiento estético del paisaje. A modo deuna red sutilísima, sus sentidos captaban las líneas más vagas,los ruidos más apagados, los efluvios tenuísimos. Sus ojos parecíanllevar el misterio de las encumbradas soledades nativas.

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Corno todos sus parientes, los nuestros eran bestias admira-Mes. Las hembras, con sus negros ojos inmensos, femeninos dedulzura y tan puros en su inocencia animal; los cervatillos, consu gracia, sus cabriolas y su asombrada curiosidad de niños, yágiles y vivos hasta lo increíble, aunque natural después de todoen quienes a la semana de nacidos no se dejan ya pillar y sabenesconderse no bien la madre piafa o da la voz de alarma.

El jefe era un macho en la flor de su fuerza y sus años y conel orgullo de su sexo y el engreimiento de su dominio polígamoconquistado y mantenido en ley de guerra abierta. Su estampaesculpía la esbeltez de la agilidad y del vigor. Sus negros ojosovales tenían la melancolía lejana de las cumbres. Sus finas yvigorosas patas de corredor de montaña, afirmadas en pezuñasagudas de inquietud, sostenían el robusto cuerpo de cola breve yde cuello largo y comprimido como una tabla, coronado por latesta de cornamenta arborescente que, a semejanza de las ramas,se renueva todos los años.

En efecto, el ciervo macho, al nacer, viene con la cabeza tanmonda corno la hembra, pero al cumplir el año comienzan a aso-mar dos pedúnculos forrados de piel sobre los cuales se alza laprimera cuerna, tan derecha y aguda como un punzón; pero estallamada justamente lezna cae y la que viene trae dos puntas dehorqueta: la anterior o garceta y la posterior o vara. Ocurre, queen cada primavera entre el pedúnculo y la cuerna se forma unaespecie de rodete que corta la circulación de la sangre y la cuernamuere por anemia para dar lugar al nacimiento de su reempla-zante que apenas precisa algo más de un par de meses para sucompleto desarrollo.

Este nacimiento y caída de las astas del venado es uno de losmás misteriosos caprichos de lo que vive, y se hermana con lamuda de pluma de los pájaros, de piel de la víbora, de hojas delos árboles. También se emparenta con el arte del cangrejo, quedeja una coraza para fabricarse otra, o con el de ciertas especiesinferiores que se elaboran una pata o una cola cuando pierden laque trajeron al nacer.

Las astas que perdiera en el invierno el jefe de nuestra hordalas recuperó en la primavera. Cubiertas de piel o terciopelo vinie-

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ron, pero éste fué desprendiéndose con los días ayudado por sudueño que lo restregaba contra los cardones o los riscos, hastaque en diciembre quedó él ya armado para la lucha. ¡El animalvivo con un arma de hueso muerto en ristre! Serviría para loscombates del amor, ya que para eso nacieron.

Era nuestro héroe un bello tipo en su andar lento; bello conel cuello alargado en el trote profundo; más bello aún con el raboen alto y la córnea crencha echada sobre la nuca en su galopehilvanado de rebotes...

En primavera su resistencia y ligereza y el celo de sus sen-tidos parecían cosa de magia. Pero corría el otoño, y él, que nohabía perdido aún el pelo de verano, emanaba ya el fuerte olorcaracterístico de los machos cervunos en la época de la brama, lamás peligrosa del año, por cierto, y así resultaba explicable laagudeza alerta con que trataba de sorprender de lejos el tufo o laronco, de los venados en celo.

Allí estaba ahora, montando guardia en el ápice de un risco,firme sobre sus cuatro patas juntas, aunque el espacio que éstasocupaban apenas si era mayor que un platillo de café.

El bellido pardo pálido, vagamente humoso, de los días de in-vierno, era ahora de un lobuno claro tirando a leonado sobre ellomo. Allí estaba con sus largos ojos y su largo olfato y sus orejasde mula dirigidas en yunta o divergentes hacia un lado y otroa la menor brizna de rumor sospechoso, allí, a cuatro mil metrosde altura, coronando el paisaje de nieve con el mugido humeanteentre sus cuatro candiles apagados.

No hay criatura de huranía más profunda que el venado delos Andes, no hay quien ame más salvajemente su libertad queél, es decir, quien ponga celo más agudo en defenderla. Por esovive en lo más subido y agrio de las montañas y cuando condes-ciende a refugiarse en los parajes inferiores, corrido por la tiraníade la nieve, que implica el hambre y a veces la sed, busca la cor-tina del monte espeso.

Como su hermano el huemul del sur, el del norte, llamadotaruca, era una especie irreductible. No servía para ornato de nin-gún jardín zoológico. Sobre preferir los lugares más inviolable-mente solitarios e inaccesibles, todavía buscaba disimularse o anu-

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larse en la sombra de los cantos y rocas. No se confiaba única-mente en sus patas traseras para el brinco: juntaba las cuatropatas y disparaba como un solo resorte la energía muscular detodas. Así podía ganar de un solo envión vertical salientes y pica-chos situados a dos y tres veces su propia altura.

Quizá la terrible arisquez del huemul taruca estaba relacio-nada con el hecho de representar él un tipo muy primitivo al gradode poseer dientes caninos bien desarrollados y confiar en ellosmás que en sus pitones tal vez para la lucha, y saber rascarsemuy bien con la pata trasera.

Animal trashumante, practicaba la emigración de lo alto alo bajo y viceversa, una emigración alpinista buscando el pasto yel clima más apropiados. Así, pues, invernaba en los cerros bajosy hasta en la franja de monte de las quebradas.

Nuestra cuadrilla solía pasar el mal tiempo en un regaladoparaje, no lejos del cruce de tres arroyos que traían caminos muydiversos: uno llegaba allí bajo la tutela de nogales cimarrones;otro, enumerando la numerosa belleza de sus pinos y saltando losriscos con esbeltas cascadas; el otro, más huraño, escondiendo supaso entre helechos casi tan altos como muchachas. Y sin dudaque los evadidos de la desolación de las alturas no sabían hurtarsea la envolvente belleza del ambiente. Aquí el aire, rey de los tóni-cos, se dejaba invadir por las sabias fragancias de las hierbas devirtud en una embriaguez de embrujo. Y apenas si cedía en tras-parencia al mismo aire el agua descendente que no cesaba en sugarrulería de campanillas sino cuando bramaba ronca como unciervo al bajar por una cascada de ochenta pies de hondura. Estaera también la frontera donde comenzaba el país de los pájaros,cuyas almas de cristal parecían quebrarse a veces, junto con elsilencio, a la violenta percusión de los trinos.

En invierno, los machos que perdían las astas, vivían en lapaz y la inocencia del paraíso perdido. Mas en primavera, con elbrote de los pitones sobre los prominentes testuces, y la muda depelambre que comenzaba, los machos echábanse a vagar solita-rios. Era como una penitencia y una preparación para el granacontecimiento que vendría. En efecto, apenas finado el verano,los machos mostrábanse en la plenitud y esplendor de su desarrollo

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o su fuerza, con el pelo lujoso y la cerda del lomo tan ríspida comola del jabalí, el cuello atorunado y crinado a medias, las astas atemple y filo de combate.

Pegando fuertes manotadas e intensos bramidos poníanse enmarcha al encuentro del rival o de las hembras. Estas, por suparte, renunciaban también a la soledad con amorosos gemidosde timbre bellísimo que aceleraban el desasosiego de los preten-dientes. Y aunque el taruca, poco musulmán en sus amores, seconforma con pocas esposas, y a veces con una, los duelos varo-niles eran arcaicamente salvajes.

Nuestro caporal sabía muy bien que todo venado cerrero - ymás el macho y sobre todo en la época de la brama - lleva en laspatas traseras unas glándulas de sustancia untuosa que lubricalas pezuñas, pero cuyo fuerte olor traiciona su rastro. Por eso élnunca se entregaba al descanso o aflojaba la guardia para comersin dar primero una vuelta y echarse con el viento en contra endirección de su rastro reciente, de manera que pudiera oír y olfa-tear al presunto enemigo que siguiera sus huellas.

Descendido de la altura invisible o quizá venido de alguna cum-bre más alta, un cóndor apareció en el espacio girando en círculosdesmesurados: con el cuello tenso, miraba hacia el plan. Su sombraproyectábase errante sobre las cimas, las quebradas, las vertientes.Probablemente llamaban su atención los ciervos, aunque podía sertambién alguna res despeñada o algún puma en acecho. Los bisul-cos se detuvieron. Recordaban bien que no hacía mucho tiempo elcóndor habíales raptado un recental, y aunque tal peligro no se pre-sentaba ahora, todos abrigaban un sombrío recelo por aquel saltea-dor alado. Llegó muy tenue una especie de silbido. Tina de las hem-bras, inquieta, manoteó el suelo. El macho piafó a su vez, y sacu-diendo la cabeza hacia abajo, pegó un bufido. Pero el vasto pájarose alejaba ya hacia el norte.

Los rumiantes continuaron su marcha. Bajando al fin por unaquiebra del terreno llegaron al ojo de agua, que brotaba y se perdíaahí no más, entre las piedras. Preferían siempre, aunque les costaramucho más camino, el agua más límpida. Bebieron por turno, dos otres a un tiempo. Hundiendo el belfo inferior en el agua, tan limpí-sima que trasparentaba hasta la más menuda arenilla del fondo,

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sorbíanla lentamente, con un fresco susurro líquido; después levan-taban la cabeza, y el agua goteaba del labio un poco colgante. Elmanantial copiábales con fidelidad de espejo la cara, el cuello,las patas...

Entretanto, allí, a distancia de un tiro de lazo, el macho hacíala guardia. Habíase entrado ya el sol. Allá en el ocaso, unas nube-cillas, prestigiadas un rato, en rápida sucesión, con las formas y loscolores del más suntuoso capricho, iban agrisándose poco a pocoAl pardo aun rojizo o ya lila de las colinas del contorno sucedía elazul progresivamente más puro de los cerros distantes. Nada turba-ba la serenidad del zafiro sublime del cielo. El macho, siempre enguardia, observaba minuciosamente, cerca, lejos, el panorama pro-fundo; a veces paraba o inclinaba hacia adelante las orejas capací-simas o ejercitaba el olfato de aguda inteligencia. Ojeador, ventor yauditor insigne, nada podía escapársele. De cuando en cuando cam-biaba de postura, respirando con fuerza ese aire seco y claro quetempla la montaña como un instrumento músico. Por fin, se dirigióhacia la fuente.

Una de las hembras, abrevada ya, rumiaba, echada en plácidodescanso, con las patas recogidas bajo el vientre. Junto a ellacabriolaban dos cervatos. Un pajarillo, que venía sin duda enbusca de agua, se asentó en los cuernos del macho corno en unarama invernal.

De pronto, una de las hembras, que miraba hacia una quebra-da, zapateó sobre la piedra, lanzando una especie de gemido. Elpatrón, dejando de beber, acudió a su lado.

Cuesta arriba, al galope, venía un venado, un viejo machosolitario, probablemente algún ex jefe.

El amo de la tropilla dió un hondo mugido; torciendo y con-trayendo el labio superior, rechinó los dientes; remolineó nervio-so, bufando. La voluntad brillaba en sus ojos como un acero alsol. El otro, deteniéndose, bramó a su vez, y avanzó al tranco. Mo-mentos después, a pocos pasos uno de otro, se aguaitaban, con lacabeza baja, los ollares sonoros por el respiro anheloso, las pupi-las azulencas de cólera, el rabo inquieto. Hinchando el cuello, elseñor de la tropa mugió de nuevo, a tiempo que ambos, irguién-dose casi verticales sobre sus patas traseras se juntaron en el

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amurco como el viento junta los dos batientes de una puerta. Lalucha fué a fondo. Se oía entre el polvo levantado el chocar d lascornamentas ramosas, el jadeo brutal, a veces un bramido ahoga-do o el rodar de algún guijarro por la ladera. No tardó en adver-tirse la inferioridad del recién venido. Por fin, estrellado por surival contra una peña, quico devolver el golpe, pero un tarascónperruno le desgarró la base del cuello y un inatajable tope finallo arrojó falda abajo. Cuando logró incorporarse estaba aún atur-dido. Sobre la inmovilidad rugosa de un peñasco, algunas varasmás arriba, el vencedor bramó todavía amenazante.

De pronto, descomponiendo su noble actitud, dio la voz de alar-ma. Un terror misterioso parecía haberle desjarretado el coraje.

Sin dejarse ver aún, a unos quince codos de distancia, un pu-ma acababa de replegarse en ese corno arrollamiento de víbora queprecede su salto. El conductor batió vivamente el suelo con lasmanos dando la señal de alarma.

Y todo sucedió en un pestañeo. Las hembras se pusieron enfuga atropellada, el macho vencido se precipitó cuesta abajo comoun proyectil; el jefe, estrangulado de angustia, indeciso un se-gundo sobre sus remos tiritantes, lanzóse al fin en su inimitablearranque, con las cuatro patas a un tiempo, poniendo en juegotodos sus músculos, la arborescente cabeza volcada hacia atrás,la nariz espumosa, el ojo desorbitado, en esa su carrera de largossaltos alternados de rebotes de gran altura.

El puma acababa de caer en el punto de que partió el ciervo...La persecución fué cortísima, pero violenta y lucida como un

concurso gimnástico. Después de su brinco inmenso el felino detú-vose un instante brevísimo para tomar impulso. Los saltos delastado prófugo, en cambio, aunque más cortos, no tenían soluciónde Continuidad entre ellos, de modo que en el vértigo de la fuga elanimal semejaba una pelota que rebotara sola al tocar tierra.

Cuando el felino vió que perdía terreno, no arriesgó un tercersalto. Miró con sus ojos oblicuos alejarse al ciervo tras de su trop.que acababa de perderse en una quebrada y, agachando la cabeza,mayó extrañamente. Después, con su andar largo y cauteloso, sevolvió sobre sus pasos.

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BAMBO, EL ANTA

P

REPARÁBASE la tormenta. El calor volvía inaudibles los resue-llos. Las piedras, aún en la sombra, estaban tibias; bajo el

sol eran como lingotes en la fragua. El río, cegador de reverberos.El cielo, blanco, tenía esa atroz fijeza de las altas fiebres. El bos-que estaba tan inmóvil como la yarará en acecho. Ni una brizna deaire para aliviar la sofocación creciente. Sólo el vaho del pajonalzumbaba de tábanos y barigllís. De pronto, brusco como un reven-tón, llegó un golpe de viento, desmelenando el bosque, encrespandoel río, tapando de nubaje el cielo en un cerrar de ojos. Y comenzóa llover.

En la ribera, en el bosque y en los esteros, todos los ruidosse fundieron en un solo trueno sordo e inacabable, tan hondo, queparecía salir de los pechos. El río bullía y burbujeaba casi tanblanco como si lloviera leche, no agua.

Todas las criaturas, desde los árboles a los peces, sabían, coninspirada certeza, que esto tiraría largo: varios días y varias no-ches. Y mejor que nadie lo sabía Bambo, el anta, que saliendo delrío, ganó un cañaveral, seguida de sus dos cachorros cebrunamenterayados a manchas blancas. Había ido a enseñarles los rudimentosdel arte que todos los miembros de la especie estaban obligados allevar al colmo: la natación.

Eso era, en efecto, para la raza, asunto de vida o muerte. Elanta no tiene mucho que agradecer a las hadas en dones o privile-gios conferidos: ni garras, ni colmillos, ni alas, ni largas patas ve-

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loces, ni aguijón venenoso, nada, sino un corpachón pesado y tor-pe; nada, sino una piel codiciada por el hombre entre todas laspieles y una carne preferida por el jaguar a todas las otras.

Con tales antecedentes, dicho está que el anta es un animalfamosamente tímido. (El terror acumulado por milenios de per-secución y de muerte en la especie y heredado por las células delindividuo.) No tiene más arma defensiva que la fuga, y para ayu-darse en ella, sólo la maestría de su olfato - sin menospreciar suoído - y su maestría de nadador.

Aunque a la distancia su figura pudiera confundirse en algúninstante con la del jabalí, en otros parecía una vaca mocha y ra-bona cuando no un onagro de uñas partidas.. ¿Trompa? Sí, perono ramoneaba con ella, sino con la boca y al beber ahora alzabaaquélla para no mojarla. Visto de cerca Bambo mostraba en labase de la nuca crinada cuatro rayones como cicatrices: lo eranen efecto y conservábalos en recuerdo del yaguareté que habíamontado en su lomo, aunque debió apearse antes de tiempo, puesBambo se había sumergido de un solo envión en la espesura conla cabeza gacha enhebrando su galope por debajo de las ramasmás bajas o los troncos no acostados del todo.

Bambo, como todos los de su raza, tenía dos horizontes: el detierra y el de agua. El primero ofrecíale - precioso entre todo -la cuna para sus hijos, y para su estómago, las gramíneas del cam-po, y sobre todo, los sabrosos troncos de liana y los suculentosbrotes de caña. El río ofrecíale sus plantas y raíces semiflotanteso flotantes, y algo que no valía menos: el refugio salvador de susondas. Allí, no en tierra, eran los retozos y saltos y carreras consus hijos a que ilevábanlo, fuera de la fibra dulcísima de su índole,una necesidad severa: la gimnasia de la fuga. Podía decirse que elanta, como los pájaros, bajaba a tierra por menester del sustentoy del nido; pero el agua era su cielo salvador.

Prefería la noche para sus andanzas en busca de pasto o desal y para sus baños en las noches pringosas del verano, pese a queel encuentro con sus peores enemigos era entonces más probableque nunca. Las noches de luna eran sus preferidas, sobre todo enla estación de sus amores, cuando cada tapir renunciaba a su sole-dad para aunarse en la gran manada entre silbidos de reclamo.

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Las contadas veces que Bambo dejábase ver a campo abierto,daba la impresión de un animal resentido de los riñones o la espal-da por algún grave golpe, tan incontrolada era su tendencia, anteel menor amago, de agachar el lomo y caminar con el vientre casiplanchando el suelo... En realidad eso veníale de su vida de tro-tabosque, esto es, de su hábito de ambular de un lado a otro porlas espesuras más recónditas del bajo fondo de la selva.

Bambo salió del cañaveral con sus dos cachorros. Quería apro-vechar las últimas horas del día tanto para abastecer su despensacomo para aleccionar a su prole en la ciencia de elegir los mejo-res brotes sin mermar la tensión de la guardia.

Menos que la experiencia individual era la sabiduría de la es-pecie, adquirida en siglos incontables de lucha y transmitida degeneración a generación, lo que determinaba su avizora prudencia.La selva es buena madre de todos y provee a cada uno, no sólo dearmas pudientes, sino de la inteligencia exacta para usarlas con lamáxima eficiencia. (Hay innumerables modos de inteligencia y sinellos el mundo no subsistiría: en el bosque cada cual, aun el de másangosto cerebro y el de músculos más flojos - sin excluir al bru-tote del jabalí, al negado yacaré y a la estupidísima tortuga - es,a su modo, un sabio profundo.) Pero la selva dieta sus leyes diur-nas y nocturnas para todos, esto es, organiza con maestría iguallos sombríos artefactos del ataque y los libertadores mecanismosde la fuga; guarda la más incorruptible imparcialidad entre per-seguidos y perseguidores, preside impávida todos los juegos dela vida y la muerte. Y no se crea que los agresores tienen privilegioalguno, pues el hambre, que lo sufren más que los otros, equilibralas diferencias. De cualquier modo, la ley general de la selva es elsálvese quien pueda, esto es, cada cual debe ser su propio ángeltutelar, y eso, el anta lo sabía mejor que nadie. Sólo que a veces,la locura del miedo -tan común en la selva - estallaba en sucráneo, y entonces, si no daba a tiempo con el río o remanso adonde desaparecer entre dos aguas, su fuga se volvía casi ciega,estrechándose y golpeándose contra los troncos, enredándose enlas lianas, clavándose y desgarrándose en las matas o arbustosespinosos. Pero como algo del mal se trueca en bien siempre, gra-cias a esas frecuentes malandanzas su cuero no sólo se había en-

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grosado, sino que llegó a volverse más recio que el de un toro ytan duro como la cáscara del peludo o la palmera

Pero no había cuero ni concha que inmunizara contra la fuer-za y la astucia de los dos azotes mayores de la espesura: eljaguar y el puma, y más éste que aquél, a buen seguro. De po-tencia destructora apenas inferior a su rival, aventajábalo encualquier otro terreno; mientras el overo cazaba sólo de noche ynunca en las noches tormentosas, el flavo cazaba de día y denoche, porque viendo bien en las sombras, no se dejaba deslum-brar por el sol como el otro, y mucho más ágil que él, veíaseloperseguir monos de rama en rama y de árbol en árbol; y mientrasel jaguar se denunciaba con sus cavernosos aullidos, en las épocasde celo o en las noches de viento norte, el puma sabía mostrarseen toda estación y ocasión tan sigiloso como una boa

Como siempre, Bambo ojeó, husmeó y auscultó a un tiempo,previamente el estrecho dintorno del bosque. Seguro, por lo pronto,de que arriba, abajo, en redor, ojos de todos los tamaños y brilloslo miraban: los redondos y los ovales, los de costado y los de frente,los de pupila circular y los de pupila vertical, los que sólo ven biende día y los que sólo ven bien de noche. Repitió su husmeo asegu-rándose de no sorprender algún relente sui géncris sobre el caseroolor de la selva; de brotes recientes y hojas descompuestas, de re-sinas y gomas en secreción, del polen de las palmeras y demás plan-tas, de corolas, hojas y troncos aplastados y fermentados, y defrutos pasados de madurez, del humus, de las carroñas, de la saviaderramada por las hendeduras de las cortezas, de la fauna innume-rable agazapada en los pantanos, en las altas frondas, a ras odebajo del suelo. (A este respecto dos novedades podrían serdesagradables en sumo grado: el olor del jaguar - o el del puma,tan parecido aunque inconfundible- y ese otro olor que emocio-naba a todos, digo a perseguidos como a perseguidores, pues paratodos significaba una amenaza igual: el olor del que puede herirde lejos y sin ser visto y provoca a designio el incendio: el hombre.)

El silencio era perfecto.., para un oído humano, pues no loes nunca para un oído del bosque, capaz de registrar el rumormás oculto: de una corola al abrirse, de una brizna de hierba alrozar una con otra, del gato filtrándose por la espesura, del mur-

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ciélago que da de mamar a su hijo... Pero tampoco percibió poreste lado nada inquietante. Al menos por un rato. Sus cachorroshabíanse puesto a mamar golosamente. En eso, el anta comenzóa mover las orejas. Alzó la cabeza, después, interrumpiendo lamasticación, a tiempo que se desprendía de sus dos lechones. Depronto gruñó brevemente, y seguida de sus críos, galopó hacia elcañaveral. Ninguna novedad se advirtió, sin embargo, como nofuera un rumor lejanísimo, tal vez un chillar de titíes.

Pasó un largo momento, al cabo del cual el anta salió otravez del cañaveral, esta vez sola, y olfateando largamente. Comen-zó a pastar de nuevo, con gran prisa, aunque interrumpiéndosevuelta a vuelta. Un vientecillo casi imperceptible al comienzo yque por su relente de agua denunciaba al río, fué acentuándosey un rumor vago y confuso lo llenó todo. El anta, inquieta, salióa la orilla del bosque visiblemente dudosa entre seguir o volverse.

* * *

A no mucho más de dos cuadras de donde el anta dejara asus hijos, el jaguar acababa de despertarse de su larga siesta deun día entero, de su poderoso sueño que nadie osa interrumpirjamás. Se alzó de su yacija entre el pajonal, lentamente, se despe-rezó, hundiendo el lomo, estirando a su sabor los miembros, unoa uno, bostezando despacio, como a designio, para lucir su den-tadura impecable. Después, bajó invisible por una ahilada picadadel pajonal, hasta el río y bebió un buen rato. Volvió a su dormi-dero. Y sin duda, por haber aún bastante luz para él que es esen-cialmente nocturno, que odia los grandes claros de sol que roensus pupilas, se echó de nuevo, esta vez en perfecta línea recta,con la cabeza puesta sobre las estiradas patas delanteras y la colaextendida hacia atrás como un puntero.

Ahí estaba el número uno del bosque. Inatacado, se suponíainatacable, olvidándose exageradamente del fuego, de la yararáy del hombre. En lo que hace a éste, sólo lo había visto delejos, y si no deseaba su encuentro, nunca se empeñó en evitarloy tanto que su temeridad, afilada por el hambre, lo había llevadocierta vez a atrapar un perro junto a una chalana, destrozándole

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el cuello sin darle tiempo a pegar el grito. En cambio, en otraocasión, su prudencia habíalo hecho retroceder ante la castafle-teante media luna de colmillos que formaban la piara de tatetosresueltos a vender caro su tocino. La confianza en el caudal de sufuerza no inhibía en él el ejercicio numeroso y minucioso de suingenio. Su torrencial arrojo no le impedía inmovilizarse horas siera preciso, en el acecho.

El jaguar se enderezó al fin y se puso a lamer una de susmanoplas, ancha corno su violencia. Después empezó a avanzarhacia el bosque, con ese aire suntuosamente tranquilo que sólotienen los animales sobreseguros de su fuerza; con esa marchaondulante como la de una boa, y en evasión oblicua; y ese pasocomo si sólo marchase por el gusto de sentir el juego perfectode sus músculos equilibres entre la tirantez y la flojedad. Algoque debió herir sus sentidos -su olfato, sin duda - lo detuvoen la marcha, con la cabeza en alto, la cola hostigando blanda-mente un flanco y otro. De pronto, aplastando la cabeza y el cuer-po casi a ras de tierra comenzó a avanzar casi tan rápido comouna serpiente cazadora, disimulado por la maciega. (Sí, acababade llegar a su nariz y a sus vísceras un olor de embriaguez: elde la carne más gloriosa y codiciable que hay en tierra, cielo yagua para hombres y bestias.)

Súbitamente herida por el hedor siniestro, el anta habíaselanzado desesperadamente hacia el río, cuando en el punto de-jado por ella cayó una mole de músculos tan recios comoraigones, pero tan poderosamente elásticos, que su dueño rebotóinmediatamente sobre el prófugo, que acababa de azotarse contrala corriente del río. Llevado por el impulso y la furia, y la con-fianza en su habilidad de flotador, el jaguar se lanzó también alagua y viósele nadar con cimbreante soltura, la cabeza y partedel lomo afuera. No se adentró mucho, sin embargo; el anta, fa-vorecida por la nueva pista, ganaba distancia en vez de perderla.

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EL GRAN BUZO DEL CIELO

e L cóndor está de facción en su peñasco, tan inmóvil que inte-gra con él un solo monolito. Se perfila limpiamente ahora

su truculenta catadura de ermitaño y bandolero. Más pico que1 cabeza, pico con algo de cuerno de toro y no menos pudiente. Ca-

beza calva como las cumbres con sus corúnculas como pedruscoencimero. Nuca y cara color laja, lo mismo que la garganta conel pingajo de su lóbulo. El rugoso cuello, acarminado como unadesolladura, y los verrugosos pliegues de cada lado, cárdenos. Lasalas, estorbando un poco ahora, recelen en su quieto repliegue laprofundidad de su poder como la nube callada escancie el trueno.No se ven casi sus tarsos retacones y sus garras se machihem-bran con la roca. Entre sus párpados brilla, todo de púrpura, elojo, que al igual del vuelo, gobierna sin querer las leguas. Unremusgo que comienza a soplar, remueve apenas su plumaje, perodifunde, sí, su tufo agresivo como el del león. Puede verse queel cejijunto empaque de las cumbres está en el suyo..

Es un cóndor real, un desmesurado .sarcor papa. Casi metroy medio del pico a la punta de la cola, y... cuatro sesenta ycinco de envergadura. Cada ala, pues, más larga que todo sucuerpo. Ampojaco es el veterano de su tribu -lo denuncia sugran escote , con casi ochenta inviernos encima, o debajo de sí,es decir, bastante más de un millón de leguas de vuelo

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Así, impasible, en el alto islote del peñasco, el alto piratacontempla en torno el como tempestuoso oleaje detenido en secode los montes. No es sólo la edad de piedra, la apoteosis y latortura de la piedra. La topografía de la piedra es la convulsatopografía del espanto. Paisajes erigidos de golpe, un día, porinmemoriales insurrecciones y miniados por la paciencia de lossiglos. Ella, la montaña, en su esfuerzo, conteniendo con murosde leguas de espesor y de alto y sobornándolo con la nieve, alpresidiario que asolaría la tierra en un rato: el fuego primor-dial... La piedra siempre, con su potencia de fantasía ilimitada,asumiendo forma de alas, remonte de vuelo. Alzando pircas lo-camente ambiciosas como queriendo encajonar el cielo mismo.

Alturas sagradas. Una atmósfera tan incorruptible que noadmite una mosca ni un gusano. Ni una planta. Nada más que laspurezas mellizas de la piedra y la nieve. Y la trasparencia abso-luta del aire, que denuncia los matices y los contornos más te-nues, que reduce las leguas a cuadras.

Arriba, la hidrografía velera de las nubes. Debajo o encimade ellas, las cumbres, ésas que, cuando llega el caso, pulverizanen aguaceros diluvianos los vientos cargados con el vaho de lasmareas. Peñas abajo, cualquier chisguete de agua, siendo raíz derío, puede ir a golpear el océano. Pero siempre el reino de la pie-dra. Rocas rapadas como presidiarios, también con su empaquey su tristeza. Rocas mondas como calaveras, cuevas como órbitasvacías. Ni una hebra de hierba ni una mota de flor. Sólo la piedradefendiéndose a filo y punta de la sevicia de la intemperie. Algúnmonolito dejado de centinela sin relevo. Un morro formado porárboles de piedra que en su vida vegetal, hace millones de años,vedearon a la orilla del mar... Ni un guirigay de pájaro. Nomás plumaje que el de la nieve ni más arrullo que el del viento.¿Arrullo? El viento que pasa con apuro de chasque, con ceguerade bola perdida, con voltijeo zumbante de honda colla - atacan-do a ponchazos o a manoplazos -, rallando nieve, harnereando

desgarrando entre improperios y jadeos su camisa de fuer-za—, dejando sus botas ele siete leguas para ponerse a tiritarcomo el brazuelo de un potro, chiflando, bufando, bramando, gi-

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miendo, aullando, sin que nada pase sin réplica, porque la mon-taña es resonante como los bronces. Detrás de su macicez, a ve-ces por leguas, la montaña es cava a semejanza del tronco de unpalo borracho. Esconde las cavernas apagadas o vivas del fuego,los dédalos habitados o desalquilados del agua. Y corredores, ar-cadas, pasadizos, crujías colmados de tinieblas, abriéndose algu-na vez en zaguanes o fauces. Por eso es que los grandes ruidosrepercuten no sólo en sus costados sino también en sus entrañas.Por eso su demonio ubicuo es el eco.

Ampojaco, el viejo cóndor, cavila. Detrás y encima de sucavilación, todavía se alzan cumbres y nubes. Por debajo, tam-bién. El cóndor sueña. Es un sueño que lo visita de cuando encuando, porque viene de su infancia misma. Él no ha ensayadoaún el primer vuelo, y está en el nido de la plataforma de granito,a varias cuadras de altura sobre el fondo de la quebrada, solo,porque sus padres se fueron hace rato a la búsqueda diaria depresa. De pronto, bajando en lento balanceo desde arriba, senta-do sobre un travesaño horizontal que pende de un lazo sobre unaprofundidad de tres cuadras, aparece la primera criatura vivaque viera hasta entonces, fuera de sus padres. Es -como losabrá después - el enemigo único, porque los otros no cuentan:el hombre. El hombre, que violando su propia ley, ha subido aalturas que evita el águila, porque están hechas sólo para las alasy los bofes del cóndor. ¡Los hombres vienen a raptarlo a él parallevarlo a sus remotas y rastreras guaridas! (Eso lo supo mástarde.) Pero sus padres aparecen entonces, bajando de la altura,refiloneando con zumbantes diagonales al hombre, erizando lasplumas del tronco del cuello con una especie de ronquido, los ojosen ascuas. . . Cargan ahora a huracanados aletazos sobre el intru-so, cuando estalla algo como un trueno muy agudo, y su padre yel hombre se zambullen en el abismo.

Después la visión cambia. Un hato de guanacos se ahila pa-ra cruzar el paso más estrecho de un desfiladero. El y cinco más,en acecho desde la altura se abaten -a plomo primero, con lasalas plegadas, abriéndolas después, para hundirse en tirabuzón -sobre una de las hembras de la piara, que se rezaga un poco acausa de su crío de días. Caen sobre ella, espantándola a aletazos

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hasta separarla de su hijo. Después embretan al chulenco en unremolineante cortinaje de alas extendidas, procurando cada cual,al pasar frente a él, picotearle los ojos. Instintivamente, con efi-caces regates y vueltas, soslaya los golpes. Pero el espanto quele insuflan aletazos y silbidos es grande, y el aturdimiento va anu-lando la defensiva ¿Qué hacer? Un pico, al fin, cae sobre su ojo.Se oye un trémulo balido de dolor y de terror, al que responde lamadre con gemidos agoniosos, manoteando la roca, mientras suhijo, acegado al fin, es derribado y destripado en lo que tardaen bajar una avalancha.

La visión cambia otra vez, pero ahora es sólo un recuerdoreferido al día anterior. Una larga tropa de vacunos, arreada porseis hombres, se interna en la cordillera, marchando de oriente aoccidente. Según su viejo uso, Ampojaco y los suyos comienzana seguirlos, desde su vuelo emboscado en la gran altura o desdelos belvederes de los altos peñascos. Después de tantas leguascuesta arriba, de piedra o ripio, de médanos caldeados o nieveempedernida, de viento cada vez más agresivo y sajante y de airecada vez más hueco, cruzando travesías sin un hilo de agua ohierba, sin un medio refugio contra las injurias de la intemperie,hombres y bestias no cuentan ya con más abrigo válido que elcalor de sus propios resuellos., o tienen que fiarse a la nieve quese derrite con el calor de sus cuerpos a los cuales congela.Acorralados por la nevasca que cierra las huellas y los rumbos,los hombres tiritan de algo más que de frío. Las mulas se detie-nen encogidas, hundidos cogotes y ancas, aplastadas las orejas,mientras la torada se arremolina sin rumbo, mugiendo oscura-mente. En la desolación sin oriente, apenas si sirven de boyasguiadoras las osamentas de las catástrofes anteriores, roídas porcóndores y zorros. Silbidos, gritos, injurias, azotes, para conjurarel peligro mayor: que la tropa comience a echarse. Y después,cuando los toros van venteando la muerte en este destierro cuyohorror no cabe en sus oscuros magines, comienza el llanto de laañoranza (con las babeantes fauces en alto, como si pidieran cuen-ta a las cumbres, a las nieves, al viento), subiendo en hipos deiracundia aguda, bajando en quejumbres hondas como las simasdel cerro: el alma oscura arrojada a la remota querencia de Ja

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tibieza y el verdor, en un llamado insondablemente trémulo queconmueve aún a las piedras.

Es cierto que ellos, los formidables mirones, regresaron asu encumbrado pago cuando el temporal se aproximó, porque tem-poral o niebla y acecho o vuelo de cóndor se repelen; pero al otrodía el sol brilló alegre como una resurrección y Anipojaco y suhorda tuvieron con qué entretener el pico, ese día y muchos otros.

Ampojaco vuelve la cabeza hacia el farallón de donde arrancael peñasco en que se asienta. De una especie de gruta asoma uncóndor. Después otro y otros. Los machos de yelmo, es decir, decresta alta y recia; las hembras, mochas. Tranquean despaciosos,o saltan •aquí y allá. O vuelan desmañadamente de un risco aotro, esbozando persecuciones o fugas, intentando vanamente ungraznido. (Porque el cóndor es la más muda de las aves, con lamudez inicial y final del abismo y la cumbre.) O se asientan,espulgándose prolijos.

Hay varios pollones de color plomo y con algunos pelos ne-gros en el cogote, pues son aún pichones de meses aunque ya contamaño de gallos y con más de dos metros de envergadura. Pesea ello, no poseen aún el arte del vuelo cuyo aprendizaje es por-fiado y largo. Bajo la dirección de los padres se ejercitan ahora.Al costado de ellos vuelan con pesadez bisoña hasta algún morromás o menos distante.

Los futuros callejeros de la inmensidad, tan torpes en lainiciación que apenas llegaban al peñasco más próximo, luchanasí, día a día, por el dominio de su arte enorme. Pero hoy, comopor un tiempo más todavía, se quedarán en la cumbre solariegacuando los mayores salgan de caza.

Éstos demoran un poco la partida, entretenidos en revueloscomo de juego. Es que la primavera desata ya en ellos la moliciedel instinto que doma a los guerreros y a los anacoretas. Uno odos meses más, en efecto, y la bandada se dispersará en parejasque buscarán la paz de las cumbres más solitarias para el idiliodesconocido: allí será un extender de alas, un encorvar el cuellonasta casi tocar el buche con el pico, un castañeteo de lengua, unjadeo extraño, un resoplar, un sacudir o encrespar de plumas,

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persecuciones, fugas, una especie de beso de picos, un no sé quéfantástico abrazo de alas, todo el rito de sus amores salvajes.

Y después vendrá el nido localizado que no construido sobrela roca desnuda porque, en efecto, por desmaña de gigante, pordesprecio estoico, o por habituar a la prole, desde el nido, a ladesnudez combatiente, el pájaro máximo ignora la prolija y de-licada industria del nido. Y vendrá el par de huevos -si no esuno solo - enormes, de blanco amarillento, de cáscara rugosa yporos visibles. Y después de mes y medio de incubación a cargocasi exclusivo de la hembra, vendrán los pichones de cuerpos deplumón blanquecino, de cabezotas, cenicientas y calvas, que habráque alimentar en los primeros días con medidas raciones que lospadres sancochan en sus buches para ir echándolas después enaauellos embudos gimoteantes. Después bastará con dejar lasachuras en el borde del nido. Presas vivas, los pollos las comeráncuando se muestren capaces de intervenir en las cacerías. (El cón-dor no lleva jamás su presa en las garras sino en. . . el buche.)

Al fin el aleteo preventivo con el objeto de llenar de aireel caño de las grandes rémiges y de saturar todo su plumaje delalmo elemento para que le sirva de apoyo. Uno tras otro, con unimpulso de nadador, los cóndores van echándose al vacío; allí unremar lento y bajo al comienzo, después la vertiginosa espiral delremonte, y al fin el cernerse en abandono serenísimo en alturasque pueden estar a más de legua y media de la tierra rasa, "seisveces más allá de las nubes".

Su organismo es sólo una armadura para el vuelo: las alashasta de diez codos de envergadura, en cuyas rémiges estiradascomo nervio de arco se quiebran el ala los vientos; el plumajeajustado como un traje de gimnasta; los pulmones capaces comofuelles; la osatura neumática; la proa del esternón; el timón dela cola, y no menos el catalejo del ojo, ya que el poder del vueloestriba tanto en la vista como en el ala.

Ahora, mientras se ciernen, su veloz impulso giratorio en elaire sobre un plano inclinado contrarresta sin duda el peso de susmasas enormes, mientras el esfuerzo de su cuello, de su cuerpoy de su cola parece bastar para continuar el movimiento, pues

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llevan las alas tan intensamente quietas, que pueden advertirselos extremos de sus grandes plumas.

Eso sí, aviador nato, el cóndor trata siempre de seguir ladirección del viento. En los círculos de su planeo se inclina siem-pre hacia donde las corrientes eólicas le sean romos en vez deserle rémoras. En la subida vésele separar un poco la punta delas remeras, buscando sobornar en lo posible la espesura del granaire. En el colmo del vuelo, bástale con una leve vibración de lasmismas. Apenas precisa segundos para bajar de su invisible man-grullo aéreo hasta el nivel de su presa. En tres o cuatro minutos,alzándose del suelo, se absorbe en la distancia vertical.

Vuelan con esa sencillez grandiosa de su arte, el cuello tenso,las alas inmóviles, ladeando un poco, a veces, para mirar hacia lasfaldas o las simas, aquella cabeza heroica que no conoce el vértigo.La inclinación centrípeta del cuerpo en el vuelo circular hace blan-quear por instantes, como un pañuelo gaucho, el collarejo de algu-nos. Tal cóndor se aparta, se aleja poco a poco hasta perderse devista. Pasado un rato vuelve. ¿Qué hubo? Algún ruido o bulto sos-pechoso, sin duda. Otros se separaron también de la falange, vanadentrándose cada vez más en la lejanía, y por fin desaparecen,pero alguno no retorna. Otros se alzan tanto, que se hunden en laaltura. Así la eminencia de su vuelo los vuelve invisibles, pero así,emboscados en el cielo, conservan gracias a su prepotencia visual,el dominio del terreno. Que se despeñe una res, una pieza escapadaal cazador caiga exánime, o una bestia enferma se eche para mo-rir, y los cóndores negrearán de repente como moscas en el cielodesierto.

Sí, el cóndor inventó el catalejo. Pero hay algo más: al des-cender con premura de bólido sobre su presa, sus ojos modificansabiamente la distancia focal, cambiando lentes de miope por deprésbita: así logra distinguir clara y distintamente una pieza encualquier momento.

Todos los pájaros diurnos tienen ojo más o menos largo. Sóloque el del cóndor es soberano, insistimos. Desde alturas a que nollegan los ruidos de la tierra ni las más vigorosas emanaciones, lapupila del cóndor, perforando todas las nieblas de la distancia leela tierra como un niño lee su libro.

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Así ocurre ahora, pues, que bajo la mirada de los altos vogan-tes desfila con pausa un panorama sin par, un desmesurado trozode mapamundi vivo... A través de una atmósfera tan límpida queparece pertenecer a otro mundo, pueden gobernarse dentro deltodo detalles que abarcan jemes o leguas.

Mientras el océano, la llanura o el bosque no pueden ser mi-rados sino en un fragmento, pues en gran parte se ocultan a símismos, la montaña ofrece de golpe su dimensión y su variedadcomo un prodigioso desafío.. . Muros, pirámides, columnas, cúpu-las, almenas, cornisas, claraboyas, puentes colgantes, balcones,rascacielos de verdad, arcos con un extremo empotrado en el gra-nito y el otro lanzado al más allá, todo el sueño y la voluntadgigantesca de una arquitectura anterior y posterior al hombre.

Aquí y allá la nieve ensillando lOS grandes lomos de la piedrao fileteando el vellocino de oro de las vicuñas matinales. El marmuerto de las dunas navegado por el viento. Los cerros cruzán-dose y revolviéndose en laberinto de conejera. El granito o el ba-salto con sus innumerables actitudes de odio o sufrimiento visibles,de agresión inminente. Las quebradas hendidas en ocasiones hastael cimiento de la montaña por los torrentes en siglos más nume-rosos que las arenas. La breña tan torva, como un cilicio o unaarmadura y los cardones con sus agudas sombras de lanza. Lapobreza heroica de la puna. Las salinas con sus manteles de ham-bre. Las troneras enhollinadas de los viejos volcanes.

Pero lo nuevo es siempre la piedra en su conjunto, con supresencia envolvente y presionante como una atmósfera. Al co-mienzo, en las vecindades de la base, la montaña admite el bosquey el gran matorral; pero eso concluye a media falda o antes, paradejar solo al pastizal, cada vez más aplastado, hasta que todo verdedesaparece y ya no hay más que el rígido desierto de la gran altu-ra, la desnudez más arcaica, la de la roca, aunque vestida de nie-blas o de nubes o de colores tornadizos. Sólo aquí pueden versetales juegos de luces y sombras, tales gradaciones aéreas, talesgamas de cielo y perspectivas extraterrestres. Cierto, ninguna otraforma de la tierra comunica como ].a montaña coronada de nieve,a donde no llega ninguna emanación deletérea, ningún germen

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infeccioso, tamaña impresión de magnificencia e inocencia, de cre-cimiento y lanzamiento hacia lo más grande.

Levantándose inmóvil, en un silencio monumental y místico,la montaña termina por llenar y dilatar el alma como una músicasolemnísima y más profunda que toda otra.

¿Inmovilidad, dijimos? Quién sabe... Ciertamente que aquelmundo de la gran altura en que no sobreviven ni la hierba ni elinsecto y sólo vive el cóndor es desolado, inhóspito y sin pulso yparece más remoto que las estrellas, pero no es menos cierto quela montaña comunica a ratos la aguda impresión de estar sólo bajouna tregua -aunque ésta dure ya montones de siglos - en suterrible procesión ascensional. Y más aún: la montaña está toda-vía moviéndose de algún modo, y los grandes picos, magnéticosde potencia, de belleza y de terror son, sin duda, los vigías delan-teros de su avance.

Y tal vez esa insondable voluntad de ascenso, ese vuelo de lamontaña, es lo que los cóndores no hacen más que continuar enel suyo.

Acudiendo de todas partes como a una señal convenida, loscóndores comienzan a concentrarse en círculos cada vez más bajos.Se trata ahora, como ya veremos, de algo no infrecuente: cons-treñido por el hambre- nada hay más negro que el hambre delcóndor sobre el blancor de las cimas! -el desmesurado cazadorno trepida en convidarse a sí mismo a mesa ajena.

A la orilla de un arroyo seco el puma está devorando un recen-tal de venado. Los cóndores habían venido espiándolo paso a pasodesde el primer apronte hasta el acercamiento rampante a la dis-tancia indispensable para el brinco más o menos infalible sobre lapieza... Dos descendieron primero; los demás, plegando las alasy fiándose de su peso, se dejan caer ahora desde la altura en ver-tical proyección cuya violencia los convertiría en bolsa de huesoscontra el piso si al acercarse a él no acudiesen a un oportuno abrirde alas. Extendiendo las patas y con gran rumor de viento arribana tierra, corriendo un trecho con el cuello tendido y las alas entre-

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abiertas. Se aquietan al fin, en inmovilidad de atisbo, a distanciano tan comedida que el comensal único no crea conveniente eri-zarse de cuando en cuando entre gruñidos y aun esbozar saltossobre los mirones que deben ensayar un amago de fuga.

Y desde luego que los cóndores tienen una larga paciencia. ¿Yqué hijo del monte no la tiene? Esperan a que el glotón se hartey después de una inquieta sobremesa termine por irse, de aburridoo porque el atracón pide agua. Así, como tantas otras veces. Masen ésta no ocurre eso. El león termina su desayuno y después deasearse detenidamente toda la delantera, arrastra los restos de supresa a un hueco entre dos peñas, los tapa con ramas y palitro-ques, que halla a mano, tras de lo cual se tumba a dormitar a unospasos del entierro, bajo una retama.

Los cóndores son los que se aburren al fin y terminan por irse.Pero ya es mediodía y los hijos del viento van a aterrizar en

una ladera por la que baja cantando un arroyuelo. Momentos des-pués, en el espacio libre que queda debajo de un salto de agua

que ha hecho trampolín de un peñón avanzado -, los cóndores,con intervalos más o menos breves, entran uno tras otro, se mojanun instante, saltan después a una peña llena de sol, se sacuden,entreabren las alas para secarse.

Se sabe que el cóndor es gran amigo del agua, como todoanimal carnicero. La bebe una y más veces por día y se toma subaño diario.

Pero pasa mucho tiempo y los cazadores reemprenden su altaronda aérea.

El aire es ligero y lúcido hasta el vértigo. En el silencio celo-sísimo se oye el zumbo de esa navegación de gran velamen queno teme ningún viento. (Misterio de las inspiradas alas de dondesale la flauta de hueso en que el indio llora medularmente la me-lancolía de la montaña y de la raza brotada de ella!)

Durante un par de horas, lo menos, el espionaje resulta infruc-tuoso. Allá sobre una loma se ve desde temprano un hato de cabrascon sus crías, pero con él anda el perro pastor. Ya bajaron algunosde ellos una vez, intentando el ataque, pero el gozque se puso avoltear a toda prisa la majada, ladrando escandalosamente hacialo alto.

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Sólo allá en un abra se distingue una mula muerta en unaespecie de corralito muy estrecho... Pero ellos saben a qué ate-nerse. En efecto, un hombre armado de un garrote suele llegar aescape cuando los cóndores por lo excesivo de la carga y por lomezquino del espacio no pueden remontarse.

El cóndor es legendariamente desconfiado, pues él, que noteme a otros, sabe que el hombre es enemigo más peligroso quelas avalanchas o los vientos de la Cordillera. La res que aparecemuerta sin que se sepa cuándo ni cómo cayó, es sospechosa desuyo: puede haber andado por ahí la mano del hombre, es decir,estar.., enherbolada. Un par de bocados se pagarán con la muer-te ¡y qué muerte! Y sin llegar a tanto puede ocurrir que la resesté simplemente salada: y como la carne así no permite el vómitodespués del hartazgo, el resultado es igualmente fatal.

El gran vagabundo de los cielos es indolente y apegado a laquerencia. Por mucho que se aleje vuelve al dormidero común,socavón o covacha, donde suele pasar acuartelado días y días porlos temporales de agua y nieve, a menos que prefiera descendera los cerros bajos, cuando el hambre llega a encarnizarse con él.Sólo en ese caso suele resolverse a alzar el vuelo sin esperar quedespejen del todo las nieblas. Sin las urgencias del hambre, puedepasarse un día entero perchado en cualquier risco.

Sí, el cóndor es un gran tragón, pero no un glotón, precisa-mente. Al contrario, más bien es capaz de pasarse varias semanassin probar bocado. Sólo que cuando puede arrimarse a la mesacome gigantescamente, no tanto para saldar los ayunos pasadoscuanto por capear los venideros.

Los días de cielo sin mancha como el de hoy no pueden serdesperdiciados. Digamos, pues, sin mentir, que la hermosura am-biente es condición indispensable para que el cóndor se muestreen toda su genial estatura entre el cielo y la tierra.

He aquí que en una cumbre y llegando a ella tan lentamentecomo una hormiga, aparece una figura que no puede ser confun-dida con ninguna de las piezas que despiertan el interés goloso delgran ojo de las alturas, como que se mueve en dos pies. ¿Unhombre?...

El singular trepador debe arribar a su meta tan fatigado que

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se lo ve entregarse de inmediato al descanso y tal vez al sueño,recostándose de espaldas en el piso, junto a una tola.

La audacia de los cóndores, afilada por su hambre, es mucha.Mas ella no olvida jamás su prudencia, y su suspicacia no se tran-quiliza: preferirán, acaso, volver con los buches huecos a su segurode la cumbre doméstica. . . Con todo, dejan pasar un larguísimorato. El bulto sospechoso sigue en la misma posición inmóvil. Has-ta que los espiones del abismo resuelven mirar de cerca el acertijo.Y así ocurre al cabo que el zumbante vuelo de los cóndores, quepor instantes sopla sobre él, termina por despertar al durmiente,quien demora aún un rato en darse cuenta de que aquéllos estána punto de ensayar en sus ojos la puntería de sus picos. Conscienteal fin del peligro requiere de súbito su carabina, en descanso ahícerca, y se tira nuevamente de espaldas. Los asaltantes han gana-do altura. El cazador se duerme ahora en la puntería a fin de nomarrar el tiro. Estalla éste al cabo y óyese al instante el impactodel plomo en la lejana masa suspensa... Ampojaco -es él - sesolivia, ladeándose un poco, pero el vuelo continúa tan serenocomo antes.

La bala, fuera de toda duda, se ha vuelto sin entrar. (El caza-dor aun ignora lo que sólo aprenderá más tarde: que en plenovuelo y para un proyectil de subida más o menos vertical, elcóndor es invulnerable, pues el cuerpo acolchado de plumas, pe-netrado de aire por fuera y por dentro, mezquina toda resistenciaal golpe, anulándolo por ello mismo.)

Los cóndores, cansados de rodar cielos, descienden a posarseen algunos peñascos de otra cumbre. Y pasa una hora y más sinque el ojo tropiece con otra cosa que la montaña, esa bruja soli-taria que cuenta sus arrugas de piedra y sus canas de nieve pormillones de años. El sol está a mitad de su camino de la tarde, yel aire, insondablemente límpido, avecina cualquier distancia.

Acaso nadie repara en él, pero el ventisquero, enclavado endos de los picos mayores, comienza a moverse: su superficiede remanso va arrugándose como el mar. (Sin duda cede la capa

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inferior de la gran masa helada licuándose como por el calor sub-terráneo). Y de repente se escucha un fragor que no cabe en nin-gún oído: el trueno de la piedra, más convulso y entrañable queel de las nubes y el del mar. Todo el viejo esqueleto de la mon-taña cruje. Azuleando, la gran marea descendente del hielo avanzasubyugando a las rocas. Moles tamañas como catedrales o torresse dejan arrear, bajando aliadas a los témpanos, con brincos decatarata o de venado, a lapidar el abismo. Los cóndores irrumpendesde su garita al cielo resoplando sordamente, con los cuellosestremecidos, mientras la niebla sacudida vela con velos inviola-bles una tragedia demasiado grande para ser presenciada pormeras criaturas de un día, hombres o buitres.

*

Transcurren unos minutos y para los cóndores no queda másque el hambre. Y ya está dicho: nada hay más negro que él sobrelas cimas nevadas.

¿Que el cóndor se resigna a la carne muerta y aun putrefacta,corno un mero buitre? Claro que sí, pero no es menos cierto queprefiere la carne roja como verdadera águila: la presa latiente ycaliente como el puma, prefiere siempre los mamíferos a las avesy desprecia las presas de sangre fría.

¿Y para qué negar, si es su ley, que su actividad depredatoriaequivale a la de los grandes carniceros de cuatro patas?

En sus vastas cuatrías, como los del oficio, obra en banda.Entonces nada terne, aunque, muy ducho, sabe convertir en ven-taja propia la desventaja del enemigo. Ataca, así, a las crías delos grandes mamíferos, a cualquier hembra de parto, a cualquierbestia enferma, herida o cansada. Pero llega a lanzarse sobre elmismo hombre, si la montaña le presta ayuda, o sobre el mismoinstantáneo y funambulesco huemul, acosándolo y persiguiéndolohasta que lo ve caer exánime en el cavado aire de la puna.

Pero he aquí que una vaca viene bajando por un sendero muyestrecho que lleva hacia una plataforma ceñida de precipicios.Apenas ha llegado a ésta cuando ya los cóndores están encarce-lándola en el famoso y tenebroso cerco de alas. El rumiante atro-

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pella hacia la orilla, pero, dándose de narices con el derrumbadero,se vuelve sobre sus asaltantes mosqueando la cabeza. Inútiles re-sultan sus porfiados abalanzos y cornadas - dan siempre en elvacío - contra el negro redondo ventarrón de sus sitiadores, re-bramantes de alas, erizados de uñas y picos, silbando, estirandoel cogote, aguzando como sangrientas flechas los ojos purpúreos.

Cuando, al fin, uno se le asienta en la grupa, la vaca agachala cabeza, enarca el lomo en dos o tres corcovos de desesperación,ladeando el morro, con la lengua afuera, sin zafarse por eso de sujinete, que resbala un poco, pero se sostiene equilibrándose conlas alas...

Y al fin ocurre lo increíble: el operador logra lo que busca,esto es, asir con su irresistible pico el cabo de la víscera zaguera,y cuando la víctima enloquecida de dolor, atropella ciegamentehacia delante, él está ya en el suelo haciendo pata ancha allí comoun pialador, sujetando entre sus mandíbulas el cabo de la tripadel rumiante así vaciado que cae con un inescuchable baladro deagonía a tres pasos de distancia.

El animal no ha muerto del todo cuando sus asaltantes co-mienzan a desglosar las presas de extracción más fácil: ojos, ore-jas, lengua y el molledo del tafanario. Excavan después el anohasta encorvarse en el gran huraco del abdomen, pero no faltauno que ataca directamente el pecho, tajeándolo a pico, buscandoel corazón.

Porque el cóndor no es de patas poderosas. Sus dedos sonlargos, pero de uñas cortas y romas que resbalan sobre el cuerode sus grandes víctimas habituales. Más que con aquéllos sujetacon el peso de su cuerpo la presa que devora. Como no tiene garraprensil al estilo del águila, no cuelga de ella su presa al volar. Lasgrandes armas de ofensa y defensa del cóndor son sus alas dehuesos y músculos atléticos que pueden aturdir y aun enloquecera bestias y hombres; y su pico, ante el que retrocede el buitreleonado, su pico capaz de matar a muchas de sus víctimas de unsolo golpe, arrancar la oreja de un cazador, levantar a pulso lacabeza de un caballo. Sólo que su gancho no es tan agudo como elde las falcónidas y por eso es que busca el talón aquíleo de lasvíctimas: boca u ojo, ano o herida. Mas para sostener tamaña

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herramienta precisa un asta poderosa: su cuello largo y desnudocomo un antebrazo de hombre que así penetra en el cuerpo pro-fundo de sus víctimas dilectas sin ensuciarse con exceso y faci-litando el lavado.

La negra cuadrilla come con esa voracidad suya que frisa enel ensañamiento, porque una antítesis brutal gobierna el régimenalimenticio del cóndor. De un lado la abstinencia forzada - puedeayunar un mes sin morir de pena por eso -, del otro, el atracónde ogro, es decir, el comer hasta donde le da el cuero . . . del buche.

Los comensales se ahitan ahora bárbaramente de carne, tra-gando a veces cuero y todo, ingiriendo aún huesos del tamaño deun puño, embarrados de negra sangre coagulada y vísceras inmun-das, luchando entre sí, empujándose y rechazándose con furia,tironeando tan perrunamente la presa que la res se derrumba alfin al fondo del precipicio, donde los comensales bajan al instantesiguiéndola. Allí, por largo rato, el banquete continúa entre encon-trones y jadeos ahogados y un hedor espeso y el zumbido delescarabajo merdoso y el moscardón que busca terreno para suscresas.

Ya todos están hartos, pero siguen comiendo como recién lle-gados a la mesa. Porque el hambre de la banda de peñas arribano tiene fondo. Un buey o una mula da para un solo almuerzo.Una cabra apenas para el aperitivo.

Alguno de los comilones queda con una achura a medio tragarporque ya no hay sitio para ella en el buche. Casi todos, cuandoquieran irse, no podrán recobrar el vuelo por puro exceso de las-tre y tendrán que acudir al vómito parcial.

Ampojaco, sabiendo por dura experiencia los inconvenientesdel hartazgo, que en casos de peligro, obliga a sacarse con lasgarras los últimos bocados del buche, para poder volar, abandonasu puesto y gana a saltos zurdos el peñasco próximo. Allí se lo veestirar y encoger el cuello varias veces como si tuviera algo atas-cado en el gañote; después limpiarse el pico, refregándolo en unaarista de la piedra. Mira hacia la banda que continúa disputándoselos restos vacunos con un encarnizamiento de perrada. El viejofilibustero comienza a sentir poco a poco el efecto somnoliento delahito, mientras por su oscuro cerebro pasan desdibujadas imáge-

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nes de su vida aventurera: compañeros que ha visto caer, heridosa bala...; alguno que se salvó a duras penas, gracias a que logrórecoger en las patas las boleadoras que le envolvieron en el cuer-po... ; él mismo, que se escapó, cuántas veces, de riesgos mor-tales....

Mientras tanto, allá arriba, entre unas peñas, viene movién-dose un bulto diminuto; se lo ve bajar después a una hondonaday reaparecer al rato sobre un morro, junto al mal paso que perdióa la vaca. Es un pastor de cabras. Trae en las manos una sogade cerda y unas boleadoras de vicuña. De repente oye abajo unpopuloso rumor... ¡Los cóndores en esa veloz perforación de cie-los superpuestos de su ascenso alado!

Y el cabrero que en su sorpresa apenas tiene tiempo de re-volver sus boleadoras, las tira, sin saber cómo, contra el primercóndor que se encumbra casualmente el que derribó a la vaca -y se queda con ojos de espanto y de maravilla...

La impetuosa bestia, liadas las alas por el trifurcado inge-nio, se va de cabeza al plan, con el ruido de un chiflón en unboquete de piedra. Ampojaco se dice que se hunden los cielos

No, no. Reina como siempre, en tierra y cielo, la altísimasoledad de la piedra con su inmaculada corona de invierno queno pasa.

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EL GATO MONTÉS

W

ALT era el buen mozo del bosque. Los propios que lo odiabanno podían menos que admirar, refunfuñando, la ondulosa

esbeltez de su apostura cuando cruzaba su senda con ese andarlento, suelto y evasivamente oblicuo de la familia, pagado a ojosvistas de la condecoración de su piel (pomposa de dibujo, de espe-sor, de brillo, de tersura), de su cola casi cilíndrica y anillada, re-matada en contera de azabache; de la calidad de su guante, quele permitía aquel paso (¡el más digitígrado de todos!) que nadieoye y que, o no toca el suelo o lo toca como si fuera una alfombrapersa. .. y sobre todo, de la esplendidez insostenible de su mirada.

Existe una fatalidad orgánica, esto es, el hecho de que lapropia estructura tiraniza a cada animal imponiéndole secreta-mente, en parte al menos, sus instintos, sus hábitos, tal vez sumoral . . . En el bosque a Wali decíanle el jaguarcito y no sóloporque repetía a su pariente grandote línea a línea en su figuray mancha a mancha en su pelaje, sino por toda su complexión ytoda su alma. Más aún: las virtudes de la gran raza felis estabanmejor representadas o más condensadas en el gato del monte queen cualquier otro miembro, esto es, era mayor el peso específicode su felinidad. Digamos que, en proporción a su tamaño, el gatoera más tigre que el mismo tigre: más atlética fornidez en susmandíbulas, más perfecta acrobacia en su salto y escaladura, másagudeza y aguante en su acecho, más aterciopelamiento en su paso,más, acérrimo encono en sus garras.

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Verdad es que, por herencia de familia, no era de los másaptos para la carrera, no por falta de potencia de impulsión sinopor la viperina flexibilidad de su espinazo y sus miembros. Pero,ya sabemos que, en todo lo demás, era sobrado atleta. Y no eraprecisamente cosa agradable el contemplar su figura en el mo-mento del ataque: la frente hecha un rollo de arrugas, las orejasaplastadas sobre la nuca hasta dar a su cabeza un perfil de cabezade víbora, erizado el mostacho y fruncido hacia arriba el morrohasta desnudar del todo los colmillos, chillando entre estornudosy un encovado bramar, mientras el diablo en persona parecía mi-rar por sus pupilas.

Wali dormía beatarnente el día entero: en invierno al solcito,en algún claro de la espesura; en verano en alguna ramafrondosa, como en un pensil. Al aproximarse la noche, el bellodurmiente despertaba, desperezábase lenta y mimosamente yemprendía su primer paseo.

La linterna sorda de su mirada (peligrosamente confundidaa veces con los bichos de luz) era una de las cosas más temidasde las noches del bosque. Como que a su luz no escapaban rata,conejo o perdiz ocultos - toda esa despreciable sabandija del bajomatorral -, ni los pájaros anidados en la copa de los árboles ma-yores, pues ninguno estaba por encima de las hazañas del nocturnoalpinista. ¿Pájaros o ratones? Wali destrozaba liebres, y, no con-tento, visitaba algunas veces los gallineros de las dos casas máspróximas al bosque, y en una ocasión había penetrado en elaprisco de un Cortijo del cerro, detrás de un cabritillo, y, comole fuera bien, había vuelto por un borrego de apreciable tamaño.En esta última emergencia, atacado por los perros, habíase tiradolimpiamente de espaldas contra el piso, en un hueco de la maraña,luchando con tan limpio estilo y torrentosa bravura, que alebronóa sus contrincantes, o al menos, los dejó con la cara caricatures-camente estropeada mientras él apenas si sacó algún rasguño enla piel.

No mucho después ele eso fué cuando ocurriera aquello quetodos los hijos del bosque comentaran en voz baja mirando a loscostados. .. Cierta madrugada, sacado desconsideradamente de susueño por un leñador - un mocosuelo, según unos, un vejete, se-

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gún otros -, Wali habíale saltado, estrepitosamente, como unchorro de vapor, a los ojos, con las diez uñas y los dos pares decolmillos fuera de sus vainas, y derribándolo boca arriba, sin darletiempo de nada, se había encarnizado después mortalmente en sugarganta.

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EL MONSTRUO DESLENGUADO

Pocos, sin duda, conocían como Mirmo los sombríos secretos de

la vida pública y privada del bosque. Desde la gran modo-rra de los veranos, cuando todo - pájaros, árboles, bestias, pan-tanos, aire - se inmoviliza bajo la tiránica pesadez del sol enros-cado del mediodía o de la siesta, hasta las madrugadas en que elhielo subtropical quema el tronco mismo de los arbustos y con-vierte en húmeda yesca los bananos jóvenes y vuelve de mielparadisíaca las naranjas que hacen tronar la tierra horas y horascon su caída... Desde las noches cavernosas en que no hay másluz que la de los lampiros, si la hay, hasta los mediodías soleadosde invierno, hechos de oro y diamante. Conocía la pasión y agoníade la selva: cuando toda ella se adelgaza casi hasta la muerte bajola sequía como un ciervo bajo el abrazo de la boa - cuando se año-ra con acre delicia la profundidad más negra y fangosa de la tierra,la fragancia pestilencial de los pantanos que nunca ven el solcuando toda la flora y la fauna aspiran desde el remoto fondo delos ijares o de las células el más leve relente de agua: ese olorsacro y enloquecedor de tierra y hojas y viento empapados delluvia. Y el gran viento, que sacude el bosque como si fuera unbarco sobre el mar y quisiera echarlo a pique: y la lluvia cae y caesobre el bosque semejante al caudal y al ruido de todos los ríosdel mundo: olor de humedad abismal, porque el río crece y crece,como leche al fuego, y parece que todo el trópico, desde sus gran-des árboles a sus hormigas, viniera a flote aguas abajo.

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Sí, Mirmo, el oso hormiguero, conocía bien a las criaturas, lasanécdotas, los mil detalles mortales o salvadores del bosque. Esesilenci.o de la alta espesura, difundido sobre mil rumores ahogados,y sólo violado de verdad al salir y al ponerse el sol por una levesesión de aleteos y pobres trinos y nada más (porque el oscuropoder del gran bosque parece repugnar la luz y el canto) si nose cuenta el mugido como subterráneo del yacutoro o el graznidodel yaciyateré, de misteriosa y temible dulcedumbre, o el sollozobestial del tucán, o alguna que otra vez, en la alta noche, el silbidodel urutaú, quebrado en risa de manicomio.

¿Otra música? El vibrar invisible de la cascabel, semejantea un chorro de arena sobre las piedras, o el zumbido de las avis-pas, más belicosas que indios, que anidan a ras de tierra o a alturajusta de los ojos del hombre.

Conocía otras cosas. El gavilán que pelea a pie, como un hom.-bre, o echado de espaldas, como un gato. El chancho del monte,con su espinoso recargue de espaldas, su mirar oblicuo, su babosadentera, su relampagueante colmillada al sesgo. El pequeño coatíserelepe, con su cola ancha y abierta como ala y que hace de talcuando el animalito pajarea y brinca de un árbol a otro.

Mirmo solía hacerse alguna oscura pregunta. ¿Por qué lo queparecía ser hecho para la alegría de los ojos y de todo el ser, es-condía a veces la muerte? Ahí estaba, con sus colmillos lúgubres,la yararácusú, la más suntuosa de color, de dibujo y de líneas detodas sus hermanas. Ahí estaba la escolopendra, que avanza consus cuarenta y dos patas, examinando el terreno con varios paresde ojos, ondulando con la vívida esbeltez de una culebra, su cuer-po de azul esplendoroso; la escolopendra, que cabe en la mano deun niño y es capaz de asesinar a un gigante.

** *

Los vecinos del bosque se dieron la voz de alarma, un mons-truo absolutamente desconocido había aparecido. No podía ser unafalsa alarma, pues eran muchos y cada vez más precisos los infor-mes más o menos coincidentes sobre la misteriosa presencianocturna.

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En que era un animal de cuatro patas parecían concordar loscazadores, exploradores y leñadores, en su mayoría. Sí, jurabaalguno, un cuadrúpedo plantígrado, aunque zambo y con tenden-cia a estacionarse sobre sus patas traseras. Mas no faltó quiénesaseguraban que se trataba de un pájaro de cola inmensa, y otrodijo que lo había visto volar con ella, en lugar de alas. Pero ambos- los que lo creían un cuadrúpedo y los que lo creían un ave -estaban de acuerdo en que la cola del desconocido era un techoportátil que lo protegía del sol en verano y del frío en invierno. Sinembargo, un brujo opinó que aquello era un simple pabellón deguerra.

Igual variedad de versiones existía respecto de su lengua. Evi-dentemente, el poder del monstruo debía estar en esa lengua des-lenguada... Lengua de gusano, tal vez, pero de tres cuartas,decían algunos, a lo que no pocos corregían: una brazada, lo me-nos. ¿Para qué le serviría tamaña herramienta? Era su arma decaza; sin duda con semejante cuerda - pues, al decir de casi todos,tratábase de algo que tenía la forma y el largo de una soga denoria -, enlazaba, tal vez pialando, a sus víctimas. También eranmuchos los que aseguraban que el fantástico animal no tenía bocao, mejor, que en lugar de ella poseía una especie de ojo de cerra-dura: la cerradura del estuche donde guardaba su soga enlazadora.Pero los más coincidían en un detalle más desorientador aún: lohabitual era verlo arrimarse a esa tribu subterránea y enana (perotemida hasta del tigre y de las grandes boas), las hormigas, ymeter su lengua cuan extensa y extensible era, y todavía untadade un líquido viscoso, en el hormiguero mismo, y no retirarla sinocuando estaba forrada de hormigas... ¿Para qué hacía esto?Algunos opinaban que por burla. Otros que por comunicar a sulengua el poder venenoso de todas las hormigas que la picaban.Algún simple que hizo reír a todos, dijo que pudiera ser que sealimentara lisamente -esto es, aspérrirnamente - de hormi-gas... ¿Comer hormigas? ¡Vaya un disparate!, aseguró un tes-tigo que había sorprendido al monstruo revisando prolijamentela maleza en busca de nidos, cuyos huevos agujereaba con susganchosas uñas extrayendo después el contenido con su endiabladalengua. Realmente ésta debía ser empleada por su raza para todo,

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menos para mamar, pues sus cachorros, al hacerlo, la dejaban col-gar afuera...

Otra ventajosa singularidad parecía tener el gran lenguarazde rostro tubiliforme y corvado hacia abajo. Era que en sus explo-raciones acostumbraba siempre echarse a uno de sus hijos sobreel lomo para que desde la altura trasmitiese a su feroz padre losdetalles que él no pudiera recoger. Alguien lo había visto tambiénbañándose en el río, después de la puesta del sol, en los días muycalientes, nadando como si comulgase con el río, con su fiecosacola de quitasol o de vela marina

Empero, en lo que todas las noticias convenían, era en lo re-ferente al tamaño y poder de sus uñas: algo tan truculento que,fuera de toda duda, el tigre tenía razón en evitar su encuentro,como creyó notarlo alguien. En cuanto al alcance de sus brazos yde sus uñas falciformes, el brujo decía haberlo visto defendersedel ataque de dos perros a la vez, con zarpazos lentos, como inde-cisos, torciendo y balanceando el cuerpo, la cabeza casi horizontal,entre largos soplidos.., hasta agarrar a sus dos enemigos casi aun tiempo, a uno por la nariz y al otro por el labio encimero, rete-niéndolos así, con los brazos extendidos, derecho sobre sus patastraseras..

Y he aquí que una bestia de semejante poder y, sobre todo,tan poco parecida a las otras, era un peligro enorme para la segu-ridad de hombres y bestias, y así se dieron todos a buscarla yperseguirla, hasta lograr su objeto, al fin. Estaba dormida, ben-ditamente dormida, y efectivamente, su frondosísima cola le pro-porcionaba una plácida techumbre. La atacaron con macanas ylanzas sin darle tiempo a la defensa.

La verdad es que no podía defenderse. Estaba abrazada aotra forma que la oscuridad no dejó ver al principio. El monstruono era un reptil, ni un murciélago, ni un pájaro. Era un cuadrúpe-do de hocico fino, de cuya boca, tan estrecha como el ojo de unallave, salía una lengua que medía varios jemes... ¿Sería acasoun arma? En todo caso, las uñas sí, eran formidables, y tanto que,a tiempo en que el jaguar le había clavado sus colmillos y garras

eso estaba visible , él le había envasado aquellas uñas suyas

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sin poder desenvainarlas, y así ambos, agresor y agredido, habíanmuerto de su mutuo abrazo inseparable.

NOTA. - El lector habrá ya adivinado, en el infernal protago-nista de mi historia, al bonazo del oso hormiguero que un día,cuando la inteligencia y la benevolencia se den la mano, podráser, honrosamente para el hombre, invitado a vivir en nuestroshuertos, viñedos y jardines, dada su acreditada eficiencia de con-traveneno de las hormigas.

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LAS DUEÑAS DEL VELLOCINO DE ORO

EL sol estaba alto ya. En la meseta de pasto escaso y duro, lamanada de vicuñas, las dueñas del vellocino de oro, pastaba

desde el alba, según costumbre, casi sin descanso.A cierta distancia, parado sobre un morro, vigilaba el patriar-

ca, digno de tan peligroso honor por su coraje, su baquía nume-rosa, su perspicacia siempre alerta. Por largos instantes quedabaen inmovilidad de monolito, o apenas si podía advertirse el girarlentísimo de la testa avizora.

La vigilancia del gran turco estaba principalmente confiadaa su oído. Aunque movía las quijadas con pachorra bovina, sus-pendía en seco la rumia cada vez que la auscultación debía sermás honda: advertíase entonces una mayor tiesura en el bordeanterior de las orejas, o un levísimo cambio de dirección, o casiimperceptibles ondas recorriendo el lomo lanoso. Ni aun en el sueñolas vibraciones del ámbito, aun las más tenues, escapaban a susorejas insomnes, repartidas ahora, con sabiduría ambidextra, endos rumbos contrarios: una hacia adelante, la otra hacia atrás...

En aquella actitud, el hermoso camélido no cedía un ápice engracia y esbeltez a los antílopes y gacelas más estatuarios. Altí-simo de patas y de cuello, con su manto imperial de la flor dolana del mundo (igual a la seda en suavidad, pero superior a ellaen abrigo, ligereza y aguante), de ese color canela de oro llamadovicuña, aunque en los brazos y descendiendo hasta cerca de las

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rodillas, su fleco era de un blanco de nieve al sol. Sus inmensosojos, sí, eran del todo hijos de la noche.

Había nevado la noche anterior y los distantes cerros fron-teros blanqueaban luminosos. (Como es sabido, por lo demás, laVi cuña prefiere la alta nieve montañesa, tal vez porque le sonprecisos la humedad y el pasto tierno, pero sobre todo porquetanto como al calor odia a las moscas de los valles bajos.)

Hacia un lado, y abajo, se extendía una tierra llana, uno deesos lugares que las vicuñas ganan en caso de peligro mayor, puesallí les es fácil descubrir a cualquier enemigo.

Bajo el seguro de la guardia del jefe, tranquilas en la dulzurade su sumisión hecha de timidez y de celo, pacían las hembras,todas de alabar, en verdad, con su finura airosa, sus menudos pies,la espuma dorada de su lana y sus grandes, húmedos ojos de ter-ciopelo sombrío.

Conversaban.-. . . Sí -concluía una vicuña vieja -. Somos las más dis-

tinguidas de toda la familia. Nuestras primas las llamas, nuestrosprimos los guanacos, apenas si merecen que los llamemos nuestrosparientes.

--Dicen que nuestro pelo es el más fino del mundo -dijouna vicuña joven, coqueta doncella rubia de ojos negros, alzandoel breve rabo y dejando caer sus oscuras semillas.

Era a comienzos de marzo. La mayoría de las hembras habíaparido en febrero. Los teques, de gráciles líneas, se mostraban ya-admirables de ligereza y aguante. Una de las hembras, con granretraso, había dado a luz casualmente la noche última, y parasorpresa de todos su parto fu¿ doble. Ahí estaban sus rorros, delargas y delgadas líneas, temblorosas, enormemente abierto a lanovedad del mundo su par de oscuros ojos purísimos a flor deórbitas, los dos mellizos más llenos de inocencia y gracia con quemadre alguna pudiera regalar su vista y su corazón.

De pronto, el patriarca lanza un grito de alerta, algo entre elgemido de la llama y el relincho del guanaco, y baja del obser-vatorio. Las hembras, reunidas en el acto, echando las crías ade-lante y tornando a medias las cabezas hacia el peligro presunto,

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huyen con la cola alzada, el cuello horizontal, bamboleando elvellón blanco del pecho y las ancas.

La madre de los gemelos, que no hizo ademán de moverse,permanece a un lado, al amparo de una peña. El jefe, que cubrela retirada de los suyos guardando distancia, se detiene al fin yse demora un instante, quieto, con los ojos clavados allá lejos, enun tolar, estudiando el signo sospechoso. Después da vuelta lacabeza hacia los suyos. Estos se detienen, tranquilizados. No haymotivo ele alarma, en efecto. Es una tribu hermana, que faldeaahora el cerro nevado. Sobre la armiñada inmensidad las vicuñasson un rebaño del sol.

Llega el relincho del jefe. Sólo la limpidez del silencio y elaire enrarecido permiten oír esa voz lejanísima.

El señor y dueño se yergue de pronto sobre sus patas pos-teriores, intentando, al través, poner sus delanteras sobre el lomode una de sus esclavas. Ella, que adivina la voluntad máscula,doblo sus cuatro patas y se echa sobre el vientre.

Se está casualmente en vísperas de la época que pone en ten-sión ele guerra todos los nervios y músculos, la época arrojadizacomo el zonda o la avalancha, la del celo, cuando el amo y custodiode la familia, más que montar guardia contra los consabidospeligros: cóndor o zorro dorado, puma u hombre... previene entodos los rumbos y senderos la aproximación de sus más entra-ñables enemigos del momento: los que pueden destronarlo de lasdelicias del mando y del amor a la vez, los machos jóvenes reciéndesterrados del clan a coces y mordiscos, o los viejos machos so-litarios, célibes forzosos.

Las hembras están hechas a la escena terrible entre todas:cuando el señor real y el pretendiente se lanzan el uno contra elotro con una ceñida quejumbre, los ojos desorbitados del odio,entre altas manotadas, arrojándose certeros escupitajos a la caraa modo de injuria, hasta que tarde o temprano el duelo llega a sutrance más agudo: cuando los combatientes, con las delanterasarrodilladas y las cabezas a ras de suelo, se debaten en una es-grima de cogotes, ya separados, ya trenzados, buscando sajarselas gargantas con sus dos incisivos superiores de traza canina ysus seis inferiores en aguda forma de pala.

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El amo de nuestro clan ocupa otra vez su atalaya - a cuyopie arnrjilea una planta de doradilla - con las orejas paradasy erguida la elegante altivez del cuello para dar belvedere al cata-lejo militar de los ojos. Y pasa una hora. Pasan dos. Por fin, atrancos lentos, el paternal centinela se dirige hacia los suyos.

—No hay peligro - dice -. Es un día de bendición. Veo y oigoquién sabe a qué distancia. No hay nada...

En efecto, ni una raya siquiera en el diamante de serenidad.Y se echa, recogidas las patas bajo el vientre, y continúa su

rumiar pando. Esposas e hijos lo rodean sumisos.Entonces él, solicitado por la lúcida maravilla del día, por esta

tregua a su ardua vigilancia, por el cariño a los suyos, evoca, enconfidencia familiar, sus recuerdos.

—Oí contar a mi padre - que lo sabía de su padre, y éste delsuyo y así hasta el fin - que las nobles vicuñas no fueron siempreperseguidas. Decía que hubo ¡en qué año sería! un rey llamado Inca,dueño de una muy grande comarca. Bueno, decía que el Inca, queera obedecido por todos sus hijos como yo por ustedes, tenía man-dado que nadie podía atentar contra la vida de una sola vicuña. Ylas vicuñas, que no tardaron en saber esto, empezaron a perder elmiedo al hombre. Dejaban que él se les acercara y algunas hastalo siguieron a su casa. Y así fué cómo se hizo la alianza entre ellos.A trueque del vellón que les esquilaba una vez al año, el hombrecuidaba y mantenía las vicuñas, quiero decir, les concedía el dere-cho a la libertad y a la paz.

"Pero tanta gloria no podía durar. Y así fue que un día lle-garon hombres de regiones ignoradas, y éstos, que empezaronmatando al Inca, mal podían respetar a las vicuñas.

Dos pequeños que esbozan una riña sobre una yareta, se que-dan quietos de pronto, mirando a la distancia. Un vientecillo del-gado riza apenas su lana más suave que plumón de garza.

—Con todo, los hijos del Inca siguieron guardándonos consi-deración. Nos perseguían, es cierto, pero no ofendían a las hem-bras ni a las crías. Y además nunca herían tan a traición, sinser vistos, como ahora.

Una de las hembras deja oír una especie de gemido nasal.

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—Yo alcancé a conocer, siendo muy mozo, una de esas batidasque los mayores llamaban el corral de la Muerte.

Una vicuña tose. Otra se rasca junto a la oreja con una desus patas traseras, descubriendo las tetas garridas.

—Un buen día vimos aparecer una manada como de seis hom-bres. Corno entonces no eran temibles a gran distancia, nos que-dábamos observándolos sin movernos. Pero como ellos se veníanno más hacia nosotros, tuvimos que huir. Al rato hicimos alto yapenas habíamos empezado a pastar, cuando oímos la voz de alar-ma de nuestro amo. Sobre una loma próxima se dejaron ver varioscazadores. Otra vez en retirada. Pero no andaríamos cosa de unacuadra, y ya el cacique alertó de nuevo. Una tropa de guanacosfaldeaba a galope precipitado el cerro del frente. ¡Hombres! ¡hom-bres!, gritó el jefe que venia a la zaga. Ambas familias ganamosun cañadón que daba a una quebrada muy profunda y en la cualno era prudente internarse: tenía una sola salida.

"No había que elegir empero. Nos habían cortado la retirada.—E1 Yastay nos guarde! -dijo una de las hembras, invo-

cando al dios de ojotas que protege a los animales del monte, mien-tras volvía hacia su señor, con la lentitud de la suavidad, sus ojoscomo ensombrecidos por una dulce pena de amor.

—Entonces - continuó el narrador -, galopamos a escape pa-ra alcanzar la otra boca de la quebrada. Mas ésta vejase llena devicuñas que nos precedían en la marcha. Recuerdo que dos jefesde manada se encontraron en la revuelta, y a pesar del peligrocomún, se trabaron en duelo mortal.

El narrador se interrumpe. Sobre el filo de una cumbre re-mota desfila en fuga una piara de vicuñas. Las reconoce. Songuachos, es decir, varones arrojados de distintas familias porlos jefes celosos.

Tino de los mamones cabecea vivamente la ijada materna,buscando la ubre.

El cacique traga de nuevo el bolo de la rumia y prosigue:—Cuando dejamos la quebrada, nuestro asombro fué grande:

el ancho vallo en el que desembocamos estaba rodeado por un in-menso cerco formado de estacas y cuerdas de las que pendían unas

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como vedijas de color que el viento agitaba, y encerrado en aquél,al parecer, todo el muy noble pueblo de las vicuñas. Al poco tiempode llegar nosotros, cerraron la estacada. Y entonces, montadosen sus grandes guanacos coludos (el narrador aludía a los caballoscomenzaron a perseguirnos arrojándonos sus guijarros atados conhiles. No nos los tiraban a los remos, porque ya se sabe que cual-quiera de los nuestros puede huir con las manos o las patas tra-badas: nos los echaban al cuello, porque se sabe igualmente que laelevada altivez de nuestras cabezas no puede aguantar ni el amagode una ligadura en su soporte; y así, luchando a la loquesca porlibrarnos, acabamos muchos por enredarnos del todo hasta caer atierra y aun matarnos a golpes. Ll os machos parecían los prefe-ridos. Eran sacrificados conforme caían. A nosotros, los teques,no nos tenían en cuenta. ¡Qué tropel, hijos, qu é confusión! Creoque hubiéramos perecido casi todos si al jefe de la única familiade guanacos que entró (ustedes saben cómo son ellos de torpes)no se le hubiera ocurrido atropellar, llevándose la barrera por de-lante. Los seguimos campo afuera...

Un estallido, un slbido terminado en un golpe seco, y el ecorepitiéndolo todo, se oyó de repente. ¡Una bala! Como lanzados porun solo envión, todos em prep dieron la huída. Todos, menos unahembra, que cayera fuininada.

La gracia inmaculada de la mañana se manchó ya de sangre.Ya entregaría la pobre bestia, a las manos que así la sacrificaron,su vellón digno de hilarse en husos de oro.

El jefe se quedó un poco atrás, trémulo sobre sus jarretes,los ollares tensos, oteando con ojos saltados de ansiedad el inmóvily vasto paisaje de piedra.

Silbó una segunda bala.El rezagado, con un brinco de elástica esbeltez, prosiguió tras

su prole, localizando ya, aunque vagamente, al enemigo.A monte y cielo el silencio se recobró categórico, pareció tor-

narse agudo como el peligro.Sonó un tercer disparo, y el macho, alcanzado en una mano,

cayó de bruces, lanzando ura especie oc ahogado rclincho y que-dó imnóvjl.

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Las hembras, cuya lealtad conyugal se pone a prueba en talesocasiones, se volvieron precipitadamente, tembloroso todo su pelosolar, el azoramiento dilatado en la dulzura de sus ojos nocturnos,y lo rodearon silbando. Se habrían dejado matar todas, que asímanda la norma ritual, si el macho, incorporándose de golpe, nohubiera, con increíble denuedo, reemprendido la fuga en tres patas,lanzándose con su gente, cuesta abajo, al otro lado del cerro.

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REVELACIÓN DE LA CALANDRIA

A Guillermo y Queca

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1\T o tengo por qué ocultar mi aniñada debilidad por los pájarosya que, no lo dudo, me es común con muchos hombres. Más:

creo que aun los hombres más indiferentes u opacos los quieren dealgún modo o llegarían a tanto si en su infancia se hubieran ha-llado en contacto natural con ellos.

Conocí a un hombre que no era modelo que imitar -se leatribuían cosas más o menos inconfesables -, cuya pasión confe-sable no era el juego, ni la borrachera, ni los cargos con mando yrenta, sino el amor a los pájaros. Tenía buen número y variedad deellos en su casa, sueltos o en grandes jaulas, y les dedicaba a todosuna solicitud y un cariño que ya los hubieran querido para sí sumujer, sus parientes o sus sirvientes. El hombre tenía, pues, enalgún lado, su corazoncito; sólo que se abría hacia una ventanaúnica: su ternura por las criaturas aladas.

Como dice el más amargado y amargo de los filósofos, la esen-cia íntima de los seres vivientes es la voluntad de vivir, tanto omás expresivamente revelada cuanto más inteligentes son. Sóloque en el más inteligente entra la fría reflexión y, con ella, el disi-

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mulo. Y si bien el hombre no es el único animal que usa disfrazy máscara en la Naturaleza, es el que los usa mejor. Por eso sevuelve con inimitable ternura hacia la ingenuidad y la sinceridadde los animales, sobre todo de los animales libres.

El hombre es también la única criatura en quien esa voluntadsagrada llega a atrofiarse, el único que se suicida. Doble motivo,pues, para amar la pura y libre satisfacción de vivir de sus her-manos menores, y con preferencia la más genial de todas: la delos pájaros. (A propósito, no se crea mucho en el total utilitarismodel cazador de pájaros, pues, como los niños, quizá los mata menospor conseguir una presa o ejercer una crueldad inútil, que porposeerlos, por tenerlos entre sus manos.)

Todo el mundo orgánico parece haberse expresado desde elprincipio por la belleza de la forma, del color y del movimiento. Ytambién de la música, Pero esa inconsciente y profunda voluntadestética de lo que vive halló quizá su ápice en el pájaro.

Cuando era niño había en mí una pregunta vehemente, aun-que nunca llegó a formularse en palabra o pensamiento: ¿Cómopuede ser libre y feliz un niño que no tenga ninguna relación conlos pájaros libres? Cierto: el vuelo y el canto de los pájaros esquizá el más claro y apasionado alerta de quienes han cursado suniñez en el campo. Puede creerre que, sin los pájaros, menos hijosde la tierra que del cielo, la vida del hombre sería - o es - terre-nalmente impoética y pesada. Siempre me ha parecido que las vocesde los demás hijos de la tierra son opacas frente a la diáfana vozde los pájaros. Y que hay algo de celeste en la visita de los pájaroslibérrimos a la ciudad de las máquinas y de los hombres meca-nizados.

El hombre ha perdido la libertad salvaje de las otras criatu-ras, sin haber logrado aún la suya, la específicamente humana; ybien, en su lucha por conseguirlo, que constituye su mayor gran-deza, el ejemplo del pájaro es quizá el mayor acicate para su cuer-po y su espíritu. No se crea que exagero. Sólo la miopía de nues-tra alma enjaulada no nos permite ni siquiera ver la belleza de esegran pájaro que vive tan cerca de nosotros y cuyo degradante ré-gimen de vida en nuestros corrales no ha sido suficiente para empo-brecer del todo su alma ni su voz. Me refiero al gallo, con su cresta

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de fuego sin ceniza, con su canto terrenal y etéreo, como de hom-bre y mirlo a la vez, ciertamente universal y para todos: esa sabi-dura de aurora, digo, su voceada te en el so¡ urode el rondo de latiniebla, su verdadero grito de resurrección.

Insisto en que ninguna otra forma de la naturaleza revela contanto fervor corno el pájaro el irisado milagro de vivir.

Por eso es que el hombre antiguo ha expresado su sueño máshermoso en esa alianza del hombre y del pájaro que se llama án-gel. Por eso los pájaros de la infancia están siempre cruzando elalma del adulto corno el arco iris un cielo nublado.

Y el mismo canto de los pájaros armoniosos nos deleita menospor su música que por ser el más claro mensaje y el más límpidoestímulo de vida de la Naturaleza. El almo canto del pájaro!

u'

Entre los pájaros de mis pagos la predilección de mi amor deniño se la llevaba la calandria. Y no justamente por su música,que yo no era del todo capaz de apreciar, como por el hecho dehaber criado un pichón de calandria en casa, el cual llegó a ser eladorno viviente de toda la familia.

Nuestra calandria, más inteligente que todas las aves que seresignan a la vida doméstica, con excepción del loro, tal vez se en-tiende bastante bien con la sociedad humana, siempre que secríe desde chica y suelta. Con la nuestra ocurrió eso. Pese a nues-tro empeño, no pudimos hacerla comer semilla ni fruta; apenas siconseguimos que picase algunos granos de uva. ¡Claro, era carní-vora! (En el monte la calandria es gran cazadora de presas vivas:orugas, insectos adultos, arañas de todo pelaje y hasta el facine-roso ciempiés, rastreándolos pxin.uipalmente en tierra, hurgandopolicialmente las ramas y cortezas, y alguna vez arrestándolos di-rectamente en el aire.)

Nuestra huésped aceptaba, pues, gustosamente toda clase deinsectos y gusanos y carne viva o seca, a que está acostumbrada

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su especie. Como plato desconocido, que aceptó con claro placer,trocitos de huevo duro. Visitaba con reiteración la soga del char-qui, pero su mayor debilidad era el picadillo de las empanadas.

Se hizo, pues, uno de los nuestros. Y era un amoroso recreo denuestros ojos, su figura, una de las más elegantes del gran mundopajaril. (Los pájaros son todos más o menos graciosos, favorecidoscomo están por el don trasfigurador del vuelo, pero no todos sonigualmente esbeltos, y algunos están lejos de serlo, ciertamente,aunque a veces lleven plumaje de encantar o deslumbrar: así elbenteveo, con su cabezota de enano; la paloma y el ánade, mdi-simuladamente pernicortos; la golondrina, encogida de estatura ydesbordada de alas; el tucán, galeote de su pico, y la tijereta, consu cola de corneta Ralley.

La forma de la calandria es ática entre todas: de una propor-ción canónica entre su cabeza y sus patas, su pecho y sus canillas,su pico y sus alas. Su andar es tan donairoso como el del hornero,pero de movimientos aún más gráciles y vívidos. En realidad ensu vida libre es n: o menos imposible sorprenderla en sosiego,si no está durmiendo o empollando.

Eso ocurría con nuestra calandria, que vivía en completa sol-tura. Caminaba con pasitos breves y leves, aunque preferentementea saltos, más ágiles que lcs del tordo y del jilguero, bajando yalzando la cola con un golpecito como de picaporte. O volaba re-mando alacremente, con breves paréntesis de planeo.

Su modesto traje -mezcla de blanco, ocre y negro - eracomo hecho adrede para no llamar la atención o llamarla sólo afuerza de bellas líneas y bellos ademanes... Todos sus movimien-tos unían armoniosamente la vivacidad a la dignidad de su apos-tura, con su delgado y levemente encurvado pico oscuro, sus ca-nillas cetrinas, su cola blanquinegra alzada como un penachocuando posaba sus pies en algo, y abierta como una flor acuáticaen el vuelo, y sobre todo, su hermosa e inteligente cabecita ma-rrón, en cuyos ojos el verde del boscaje nativo revivía hecho unfurtivo relámpago.

Escapábase con frecuencia a la quinta o al matorral vecino,pero sólo a objeto de vagar a sus anchas, pues segura de la pi-

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tanza y su bonísima calidad, no se gastaba en cacerías fatigosas.Terminaba siempre por volver a la casa, cuando muchas vecescomenzaba a mordernos la secreta alarma de que desertara pa-ra siempre.

Se hizo tan sociable, que muchas veces no rehuía la proxi-midad de ningún miembro de la familia, y aun estrechaba dis-tancias, saltando a la punta del pie del que tenía las piernas cru-zadas, cuando, corno ocurría a veces, no prefería posarse en sushombros y simulaba cantarle al oído como en secreto amoroso,con voz de tenuidad y dulzura inolvidables.

Su voz común -de llamada o enojo—, su prosa, digamos,era un desapacible chasquido que no dejaba resquicio alguno parala suposición de que, por la misma garganta, podía salir la mejormúsica alada de la tierra... Nunca se la oímos. La pérdida desu alacrísiino canto -hermano siamés de su libertad - era eltributo que pagaba a su deserción del monte, paraíso de su sacralibertad salvaje. (¡Ay!, quien se esclaviza termina por perder lamúsica de su alma.)

Después, en mis andanzas por campos, hombres y libracos,averigüé lo que pude del pájaro predilecto. Que tiene cierta pre-ferencia, al fijar su hábitat, por la zona fronteriza entre la vege-tación salvaje —que le ofrece su gran espesura protectriz - y lasativa, con su gorda cosecha de insectos y gusanos. Que así resultaun benemérito de la agricultura, y muy especialmente de la delquintero y el hortelano. Que la inteligencia y el amor - en sacraalianza - colaboran por igual en la construcción de su bello nidosemirredondo, trenzado con ramitas, espinas y hierbas, compactoy blando a la vez, y mimosamente tapizado por dentro de borrillade cardo y musgo o lana -, nido que defiende con ronco y ásperogrito de cólera y angustia. Que anda siempre sola o al lado de suamor, nunca en banda. Que como reparte su corazón exactamenteentre los árboles y la luz, no gusta del mero bosque ni de la merallanura, y pasa de un árbol a otro en una larga curva o guirnaldaalada, posándose siempre en la ramita cimera como el primerrayo de sol.

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III

Es un día de zonda de fines de invierno, tan ardiente comocualquiera del verano. Al husmo de perdices o liebres vengo cami-nando sin parar desde el alba: por bañados, por tierras aradas,con terrones duros corno cantos que le muelen a uno los pies, porcallejones de médano que se los sorben, obligándolo a andar comoengrillado; corriendo aquí, marchando largos trechos a escondi-das, agachado y con paso digitígrado; arrastrándome como unlagarto allá, sobre hierbas del polio, arnorsecos o rosetas, claván-dome o raspándome la carne en las púas del algarrobo, la tala, latusca o el chañar, al cruzar los setos vivos o semivivos -la len-gua, la garganta gomosa de sed, después de dos horas de habersorbido la última gota de agua de la cantimplora -, machucadoy rendido al extremo de pesarme como un fardo la escopeta y elmorral en bandolera con dos o tres copetudas, voy aproximán-dome a duras penas al algarrobo, a cuya sombra dejé mi caballoy mis alforjas, cuando escucho...

Sí, sí, es ella. .Me detengo, prestando oído ansioso a la claraefusión, y pasa un largo rato, y aún estoy allí, de plantón, inmóvily asordando hasta el resuello, con la escopeta en descanso, sí,pero sin acordarme para nada de mi dolorida fatiga, y como simi sed misma se hubiera aplacado en las ondas de aquella clarí-sima y trémula fluencia...

En efecto: sonidos líquidos y firmes, como chisquetes deagua, después de una ducha de claras notas tintineantes. ¡Real-mente escucho sediento! Pero no, esa música es completamenteaérea, como toda la de los cantores del aire que han alegrado elalma del hombre desde mucho antes que Sófocles pusiese al ruise-ñor en sus versos. Sí, un canto que es, respecto del humano, loque el mismo pájaro es respecto del hombre: infinitamente másaéreo. Música de una criatura que tiene el aire metido en susplumas y en sus huesos, que canta sobre la rama más alta y levedel árbol, alzándose todavía sobre la punta de los pies, o suspensaen el espacio mismo, pues su cámara es el salón de los cielos.

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¿Que hay gentes a quienes el canto del más musical de lospájaros no dice nada? Qué mucho, si también hay sordos parala música humana.

Pero yo no busco engañarme sobre este misterio de gozo einocencia, esta ablución de serenidad que es el canto alado. Adi-vino que su agrado mágico es independiente, en buena parte, almenos, de su virtud musical. La Naturaleza está llena de ruidosgenialmente seductores: el del arroyo que baja riendo y conver-sando a la sordina con todo lo que encuentra en el camino; el delviento en la selva que despierta su alma profunda o deja oír sussueños; el de la lluvia que golpea con sus innumerables dedos elcofre de la tierra para que ésta entregue algunos de los tesorosque esconde avaramente; el del caballo que relincha aun en lasombra y abre de par en par, de golpe, las puertas del alba. Todolo que se guste. Sólo que hay que convenir que el canto de lacalandria es el más maravilloso de los ruidos de la Naturaleza yella la más vívida criatura del cielo y de la tierra.

Según puede creerse, la calandria es de los pocos pájaros quese ponen a cantar deliberadamente y por el solo gusto de darcurso a algo que los ahoga adentro y que de no hacerlo sin dudalos mataría.

Está allí, en la ramita más alta de una tusca aún no florida.Canta con vivacidad manantial, con espontaneidad incontenible.No sé si vale más la limpidez de su ejecución, o su arrebatadorestilo de contrastes. Una nota secreteada y ternísima, como laque debe tener para anoticiar a sus pichones la gracia de la luzde la mañana - o una frase de dulzura soñadora, corno debe serel arpa de las hadas - o, de repente, lanzado a modo de dardo,un alegro de felicidad celeste. Dos o tres notas más, y calla unrato, escuchando con su oído clarividente los cantos del vecin-dario agreste --aquí cerca o a la distancia -, en el silencio decristal. Porque ella es, ya se sabe, con las ventajas de su genialmemoria, el pájaro-orquesta, esto es, la gruta de resonancia delos otros pájaros. (Pájaro avatar, sin duda, del multilingüe árbolque canta de Las mil y una noches.)

Como la vida misma, el canto de la calandria conjuga dospasiones aparentemente contradictorias: la de la reiteración y la

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de la variación. Si no repite propiamente, al menos sugiere, demodo alucinante, el lenguaje de las otras especies: traslada loscantos ajenos como el pintor traslada la Naturaleza, filtrándolaa través de su alma, creándola de nuevo. Puede sinfonizar asícincuenta melodías distintas, se dice.

Así, pues, no es suyo -y lo es, sin embargo-, lo que estoyoyendo: los líquidos acordes del tordo, los trinos trasparentes delchurrinche, el canto epitalámico de la diuca, la quena de tres agu-jeos de la perdiz, el triángulo de plata del cardenal. No reproducesólo las notas o frases musicales: también el llamado de los po-lluelos con hambre, el grito de terror de padres o pichones, elgarrido de la golondrina, el chiflar del benteveo, el silbido delhombre que arrea una piara. Talla su canto con los otros cantoscomo un diamante con polvo de diamante.

Pero he aquí que su prurito de variedad no es menos haza-ñoso: no repetir nunca dos notas en el mismo orden; variar laexpresión de las notas predilectas hasta lo incontable.

Insisto en que la calandria propiamente no imita ni carica-turiza el canto ajeno: lo que sale de su garganta se parece a loque sale de otras muchas, pero sin confundirse. Más aún: el can-to de una calandria cualquiera no es una pura tautología del cantode las otras calandrias. Cada una imprime en el aire, sin confu-sión posible, su personalidad lírica, su alma inimitable.

Pero no tengo tiempo para divagaciones. Mi calandria haceotra cosa ahora, adrede, acaso, para destacar aún más, por contras-te, el milagro de su música: la profana con ásperos gritos de pelea,con chillidos de burla, con descoyuntadas volteretas de payaso.

Calla por un rato interminable. Y recomienza a cantar otravez en serio, en una especie de delirio sagrado, tanto que el to-rrentoso caudal de su lirismo no cabe en su angosto cauce. Cierto,con su movilidad infatigable, con la inmaculada fulgidez de susojos, con su inspirada polifonía, con su alegría terrestre y aérea- o celestial, mejor- tamaña criatura está revelándose comouna de las musas de la vida, la primera y más pura tal vez.

De tamaño ejemplo mi espíritu acababa de deducir en secretodos enseñanzas: que la libertad es el primero de los bienes, y queel cantar es tan importante como el yantar. ¡Los hombres por

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ganarse la vida pierden de vivir! Mas para la calandria y lossuyos sí que la vida merece ser vivida. Ellos sí que saben bur-larse gloriosamente del memento mori.

¿Alegría? Sólo que ahora descubro una muestra más de nues-tra falla menos evitable: me refiero a nuestra confianza en launiversal validez de lo humano, esto es, de que las otras criaturasvivientes sólo pueden alegrarse con la misma alegría del hombre,sufrir o soñar los mismos dolores o sueños del hombre. Aunquebasta pensar que, por el alma del pá jaro, no ha pasado jamás laidea del pecado o del arrepentimiento, el sentimiento de inferio-ridad ante su semejante convertido en superior jerárquico, eldeseo de ascenso en la burocracia civil, militar o eclesiástica, ode dividendos fructuosos, o de éxito en la lotería o los comicios,para comprender que aquel arrebato de su canto no tenía nadade humano. O mejor, para advertir que era el mismo enigma gene-roso del cosmos, la misma exaltación dichosa de la vida que hamovido en excepcionales momentos a músicos, poetas y pintores,lo que ahora estaba expresándose a través de una garganta depájaro, de un alma de pájaro.. Alegría, sí, sólo que en voltajey amperios que el hombre no ha conocido nunca o no conocetodavía, el hombre que ha desertado voluntario del paraíso de lainocencia de los otros seres, de su concordancia paradisíaca conel latir universal de lo creado. Ciertamente que la risa humanaes una charra desfiguración de la alegría melodiosa del pájaro,la corriente de cuya vida estaba desembocando ahora en el cielo

En los intervalos del canto cabían grandes espacios azulesen que el alma dei cantor y el del auditor respiraban. Aquel cantoremovía y clarificaba las ondas de mi sentimiento y de mi fan-tasía. Era como una fuente en que mi alma se bañaba para saliredénicamsnte joven, es decir, con un infinito de inocencia y ale-gría. Como despertacio por un relámpago comprendí que me halla-ba a una distancia insalvable de las bibliotecas, los bancos, loscongresos, las sacristías y también de las rozagantes vulgarida-des de la aldea.

Estaba como presenciando el nacimiento de una inmortalmañana. Era "el reino de los cielos" que estaba bajando a latierra .

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LOS GITANOS DEL MAR

El mar

RIMEnO el agua, desde el plan del abismo a la cima de la nube;1 después, la tierra. La tierra es sólo una isla rodeada por

grandes aguas que amenazan ahogarla.La dulzura descendente de los ríos es muy poco o nada junto

a la hidrografía horizontal, pero escendente del océano. Sin eltitán cuyo resuello crea las nubes, no existiría vida sobre la tie-rra. 21 fué el verdadero redentor de la esterilidad de la roca.¿Cuántos millones de años fueron precisos para que la hija delfuego o del fango aprendiese a criar musgo? En las algas micros-cópicas del mar está la raíz de la flora y la fauna de la tierra.

Y el mar demuestra en la madrépora que si la tierra engen-dra al animal, a su vez -y mucho antes a veces - el animalengendró a la tierra. El cráter del volcán submarino se cubre depólipos que lo levantan y dilatan. Las borrascas van sembrandolimo y despojos de animales y plantas, y nueces de coco: el cráterdeviene islote, isla, archipiélago..

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La tierra tiene la inercia de la ostra, junto al desasosiego yel nomadismo incorregibles del mar.

Porque el mar está siempre en marcha, llegando y partiendosiempre, y por eso su agua no puede descomponerse. Por eso ypor los Himalayas de sal disueltos en su seno. El agua del mares, sin duda, elemento más vital y potente que la sangre. Es lasangre primordial y universal, con su diástole y su sístole.

Aquí la vida sigue produciéndose y reproduciéndose con laintensidad y desmesura de los días que inauguraron el inundo;la metamorfosis y el devenir tienen un ritmo jadeante. (El tibu-rón que se vuelve sobre sí a devorar sus propias entrañas desga-rradas, es SÓlO un símbolo.) Aquí no hay tiempo ni espacio paralos cementerios.

¿Qué es la fertilidad de la tierra junto al demoníaco podercreador del mar? En la tierra la fuente originaria de toda nutri-ción es la flora verde criándose sobre el delgado haz de la tierra,pues los carnívoros también comen praderas y bosques... sóloque reducidos previamente a presas palpitantes. Pero en el marla millonaria flora microscópica medra en todos los pisos delagua, por lo menos hasta donde llegan noticias de la luz. Y elmar no tiene desiertos baldíos ni en las zonas glaciales. ¿Podéisimaginar vagamente la insondable riqueza de pastos de las super-puestas praderas flotantes y errantes, desde el haz hasta los ba-jos fondos? ¿Y los infinitos rebaños y las infinitas manadas car-niceras que viven de los herbívoros y frugívoros o de otroszoófagos del mar? No hay fecundidad ni violencia de selva deltrópico cue aguante el cotejo. El mar, edén de toda vida, es todouna selva viva y tupida de animales, el jardín de los jardineszoológicos.

Justamente, el mayor peligro para la supervivencia del mares su fecundidad misma. Vías Lácteas de fecundación cubren suhaz o sus bajos fondos en determinadas épocas. El mar podríaanularse, cuajado y convertido en pudridero abierto por el propioexceso de formas vivas. Pero su eficaz técnica de la autodestruc-ción capea el peligro. El arenque, capaz de evacuar individual-mente de cincuenta a setenta y cinco mil huevas, es comido porel bacalao. nste, que puede a su vez rendir nueve millones de

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huevas, pondría en riesgo al mundo, mas tal no sucede porque elesturión sale de los ríos con el visible encargo de ponerlo a raya.El esturión, por su parte, también millonario en su desove, tienesu cordón sanitario en las mandíbulas del tiburón, de hambre sinfondo, pero de fecundidad limitada. Finalmente, los cetáceos, tra-gones casi infinitos, contribuyen con lo suyo. Con bocados infe-riores o superiores a la tonelada, devoran bancos, islas, archipié-lagos de peces.

Porque, naturalmente, todo es grande en el mar, hasta ladistancia que separa los extremos.

Están los peces que se reparten el arco iris en la hondura delas aguas sin enturbiarlo - y las medusas, como hadas navegan-tes -, y los arrecifes de coral que tienen aún en depósito laspedrerías y jardines de Les mil y una noches, pero tambiénestán las trombas, esas espirales de viento y agua que puedenabarcar treinta leguas, y la bruma, noche ciega y muda, que co-mienza a tres jemes de las narices del emparedado, y los mons-truos informes corno fetos y enormes como tormentas, y las tor-mentas que son, a ojos vistas, una amenaza de regreso al caos.

No olvidemos que la antigua Noche se ha refugiado en lospisos bajos del mar, aunque a él le sobra fosforescencia parainventarse una astronomía casera.

Si recordamos que las cuatro quintas partes de nuestrocuerpo son agua, y que en el flujo y reflujo de nuestro respiroy de nuestro corazón está el movimiento del mar, y que su salaun persiste en nuestra sangre, nuestro sudor y nuestras lágri-mas, y que la cal, que ya escasea en nuestro esqueleto y nuestrosdientes, el mar la tiene en conchas y madréporas hasta formarcontinentes, advertiremos que, en cierto modo, aun estamos enel mar o el mar está aún en nosotros.

Existe sin duda una relación entre la cadencia de las olas yla cadencia del miedo y el coraje del hombre.

Junto a la triste debilidad humana, el mar, con su fortalezasalvajemente salubre y álacre (el mar, antídoto de escrófulas y

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ombrices), se conmisera aún y se encarga de rcmcndar nucstrcsllagas y refrescar nuestros instintos. No sólo el pulmón humano:el alma humana misma respira en el mar mejor que en cualquierparte.

El mar fue el primer gran maestro del hombre: de audaciaaventurera primero; de vinculación humana después. Cuando elhombre aceptó el reto del mar y so dispuso a luchar con él—cuerpo a cuerpo, digamos—, ocurrió sin duda el más grandeacto de afirmación humana. (El hombre aprendió a transitar porel mar y a vivir a su costa, mas sin soñar en un regreso parcialo total a él, camino seguido en días inmemoriales por la ballena,el delfín y la foca, antiguos terrícolas, es decir, peatones de nues-tro suelo.)

Claro es que por millares de siglos el hombre, hijo del bos-que, temió al mar como a la misma muerte. Después, en épocascasi recientes, chinos, sumerios, indostanos, asirios, egipcios, sólollegaron a crear civilizaciones fluviales. El miedo místico al marcontinuó aún. Los hebreos -vaya un caso - conocieron de élsólo lo que les llegó a través de fenicios y tartesios, esos desbra-vadores del Mediterráneo. ¿Los griegos? Sí, los más hermosos delos hombres en cuerpo y en espíritu lo amaron tanto que le eri-gieron un monumento insumergible: la Odisea. Y acaso no haysaludo más jubiloso y ferviente en toda la historia que el de lossoldados de Jenofonte aclamando al luminoso Mediterráneo comoel más paternal de sus dioses: ¡Thalassa! ¡Thalassa!

Pero los cristianos siguieron temiendo al mar hasta fines dela Edad Media. ¿No reinaba en él sin contralor, desde su tronogestatorio, Satán, "príncipe de los vientos"? Y sólo cuando losnautas modernos redondearon el mundo, pudo saberse que el martenía tanta agua como para apagar todas las llamas del infierno.Y los grandes viajeros comenzaron a preferirlo como caminomás llano. Y los buzos bajaron a curiosear sus sótanos.

Pero olvidábamos decir que antes de los descubridores cuyosnombres sacramenta la historia, ya otros argonautas anónimos- islandeses, normandos, escandinavos, vascos - venían calle-jeando el océano hasta los arrabales del polo Norte, detrás de la

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estela de Leviatán, el gran coco surgiendo de las tinieblas de alláabajo, que Job cantara inmortalmente desde su pudridero:

¿Sacarás tú al leviatán con el anzuelo o con 7a cuerda que leechares en su lengua?.

Tiene toda arma por hojarasca... Hace hervir como una ollala profunda mar. En pos de sí hace resplandecer la senda, que

parece que la mar es cana.No hay, sobre la tierra su semejante., hecho para nada temer.

Esto podrá hacer sonreír al sesgo a los que hoy beatamen-te a mansalva pescan a la ballena con un anzuelo explosivo.Mas eso no importa. No es poco consuelo, de veras, la experienciasegura de que la naturaleza del mar es tal que los trajines ymanoseos más profanos del hombre no lograrán vulgarizarlonunca, es decir, comprometer la majestad de su grandeza y susalvaje misterio. Cada ola suya parecerá siempre como lo que es:una sirena sonriente o un demonio en cólera.

II

La ballena

El exceso de poderío del mar sobre la tierra lo mide bien sucapacidad de haber engendrado ese rompeolas a la deriva, esearrecife de grasa, ese mascarón de proa del abismo: la ballena.La ballena, en vigilia, es fragata que tiene arboladura y velamenen su propio resuello, y, dormida, pertenece al sistema insular.

Claro es que sólo el mar puede criar verdaderos gigantes.¿Qué patas terrestres podrían sostener un cuerpo de dos mil quin-tales de peso? Para las olas eso no es nada. Y alimentar hastadarles un verdadero blindaje de tocino a rebaños sin número detragones casi infinitos .. . eso sólo pueden hacer los cinco océa-nos, colección inacabable de praderas flotantes de superficie yprofundidad.

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Sin embargo hay en la ballena cosas más grandes que sumero tamaño. Hay su sangre de 96° centígrados de temperaturaque le permite condicionar su medio ambiente a través de su es-cafandro de grasa cuando se mueve debajo o entre témpanos. Ynada digamos de su idoneidad para descender hasta una leguao legua y media debajo de las aguas (allí donde los Andes o Piri-neos líquidos ejercen una presión de ciento cuarenta toneladaspor cada pie cuadrado de superficie de su lomo) y subir de allácomo una burbuja de jabón a la paz de los cielos...

Se sabe que los tatarabuelos de la ballena fueron criaturasde la tierra. El mar era sólo su coto de caza, pero se habituaronde tal modo a él que sus patas anteriores trocáronse en pequeñasaletas, se perdieron las de atrás fundiéndose en la arniipotentecola, y la tierra devino en tal grado un jardín prohibido para ella,que arrojada a las playas por una borrasca, muere allí ancladay aplastada por su pro pic peso sin poder moverse una línea.

Eso sí, no quiso renunciar a su leche tibia ni al calor de susangre. Y aunque precisó hundirse bajo las aguas en busca deguarida y alimento, no renuncié a sus pulmones, esto es, a volvera la superficie a respirar a pleno cielo. Sólo que para ello adquirióuna cola de muchos caballos de fuerza que, sin perjuicio de usarlacomo arma soberana, le sirviese también de renio o hélice: enefecto, sus lóbulos horizontales permiten el movimiento de avan-ce sobre un piano vertical, hacia el cenit o el nadir. Adquirió depaso también una aleta dorsal - fibrosa, no de hueso - que unidaa las dos pectorales - sus balancines le aseguran un indispen-sable equilibrio cuando avanza de frente a todo escape.

A velocidades de gran velero la ballena viene recorriendo losmares desde la cima al plan, pasando de un océano a otro, dandola vuelta al mundo desde millones de años antes de SebastiánElcano.

Sobrado siempre de brío creador, el mar aun se dió el lujo deinventar dos tipos de ballena, tan opuestos entre sí como los polosdel globo: las barbadas y desdentadas y de tragadero de botella- con su reina, la ballena azul—, animales más pacíficos que losherbívoros de la tierra, que no persiguen propiamente a nadie,conformándose con dar vía libre al menú que en forma de pececi-

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lbs, gelatina o microbios, les viene a la boca en las praderas semo-vientes de la cima del mar, y esos buzos dentudos (¡dientes tangrandes en ocasiones como el cuerpo de un enano!), las fieras delas fieras: el cachalote, con su garguero por donde puede pasaruna pareja de novios sin gastar genuflexiones, y su cabeza quepuede desfondar un barco, y la orca, el asesino de peor reputaciónde los mares.

Las ballenas azules

Hay ballenas y ballenas. Con su cabeza plana y sus altas man-díbulas, su piel fina como un guante y las arrugas de su gargantay pecho como trazadas a reja de arado, su aleta dorsal en formade hoz, su boca rasgada hasta debajo de los ojos y su cuerpoalargado y liviano (aunque esto suene a broma), la gran amazonade los mares, azul y misteriosa como la lejanía, se distanciaba detodas sus congéneres. (La ballena azul, reina de las ballenas man-sas, lo es también de todas las criaturas vivientes por su magnitud- puede superar los treinta metros de eslora - y por su peso quepuede totalizar centena y media de toneladas.)

Lejos de las costas avanzaba en su emigración de otoño, su-biendo los paralelos rumbo a las aguas ecuatoriales, el rebaño másgrande de todos los tiempos: el de las ballenas a quienes el marinviste con su propio color.

Avanzaban las ballenas azules sobre el azul del mar, denun-ciadas sólo por el resplandeciente blancor de sus estelas y, a ratos,de sus chorros. Avanzaban mediante el movimiento especial de suvasta cola terminada en dos lóbulos aplanados. Venían de lejosy su meta era remota. En general los hijos del mar son nóma-des, y a veces, como en las ballenas, anguilas o caballas, susperegrinaciones, vadeando profundidades y latitudes sin valla, de-Jan chicas a las de los hijos de la tierra y aun del aire.

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Las ballenas azules, en efecto, precisaban como espacio vitalel de la suma de las aguas, cambiando de océano como los rebañostrarhumantes cambian de pradera, subiendo de las cuajadas aguascircumpolares a las afiebradas ondas del trópico.

Singlando por debajo o por encima de las aguas, alzando detarde en tarde sus humeantes chorros al cielo, como verdaderosbarcos a vapor, los rorcuales podían ser encontrados en cualquierencrucijada del mar, siguiendo cualquier rumbo de la rosa de losvientos, bajando el Atlántico norte, remontando el Pacífico sur,desde el mar de Ross o de más allá, rumbo a la línea ecuatorial,pasando frente al Cabo de Buena Esperanza, dirigiéndose hacialos ancianos mares de Oriente, doblando el Cabo de Hornos, paratrasegarse de un océano a otro, y tanto, que a veces un arpónclavado i nocuamente en el lomo de uno de los gigantes frente alas Órcadas podía ser reconocido por su dueño años después en losmares del Japón, o bañándose en las espejeantes aguas del Trópicoaun tenían adheridos a su piel parásitos de los mares de hielo.

Más de una causa entraba como ingrediente de su nomadismo.De un lado, su necesidad de no perder contacto con los peces yanimalículos que constituían su alimento, poseídos también de ma-nía ambulatoria; del otro la conveniencia epicúrea de veranear enlas zonas frígidas, y hacer del invierno primavera pasándolo en lasaguas del Ecuador, reuniendo en uno el edén de sus amores y lacuna de sus hijos. (Tal vez, por encima de todo, era la atraccióntiránica de ambos polos.)

Eran grandes pescadoras en horizonte, no en calado, pues bas-tábales nadar sin apuro o flotar a la bartola sobre las olas comosobre cojines abriendo las bocas de pórtico para que el maná delos mares llamado plancton y demás suministros de su yantar vi-nieren a ellas: cerradas las fauces, el agua sobrante volvía al mara través de las coladeras de sus mal llamadas barbas, luengas deun metro.

Cazadoras superficiales, es cierto. Pero buzos de profesión ydel más largo alcance, su experiencia de profundidades era ma-reante. ¿Qué mucho? Sus vidas solían persistir un siglo y más yse gastaban íntegramente en trajinar la hondura y anchura de losmares. Así sus vastos y acostados cerebros estaban atestados bru-

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mosamente de visiones y sensaciones que no podía albergar en síninguna otra criatura del mundo.

¿Quién conocía como ellas la variedad de los superpuestoshorizontes o pisos submarinos tan diferentes en iluminación ytemperatura, en densidad y salinidad?

Porque el mar no es sólo el acuariurn mayor, ni un estanquesalado. Es un ser vivo, el más enérgico de los seres vivos: una cria-tura latiente y respirante e insondablemente apasionada e inquieta.El océano está perpetuamente desembocando en el océano. Dos ve-ces al día las mareas hinchan su seno. Las corrientes frías quevienen trocando sus hielos en nieblas desde los Polos a la Línea,pasan por debajo o codeándose con las corrientes que van de la Lí-nea a los Polos. Las evaporaciones o flotas veleras de las nubes ylas lluvias son las corrientes y contracorrientes en sentido verti-cal. Partiendo de puntos opuestos, de lo más tórrido de las aguas,dos ríos termales muy azules y salobres y sobre nivel entre bajasriberas verdosas van a calentar el Norte. Un abismo tragón abresus fauces junto a la islas Lafoden. Sólo la profundidad del marpuede albergar toda la profundidad del terror y la maravilla.

Y bien. ¡Nadie podía conocer y conocía mejor todo eso que elgran buzo, la ballena, esa esfinge coronada de algas y cornúculasarribada del abismo para proponer enigmas!

Ya se sabe que la progresiva hondura de las aguas significa elprogresivo destierro de la claridad, y nadie como la ballena conocíaeso: desde el comienzo de la tiniebla absoluta a ese púdico edénde la luz llamado , cielo. Sólo que la noche del mar que es noche dedoble fondo, se desquita de sus tinieblas en su astronomía de fós-foro, en sus constelaciones de superficie o de profundidad. Desdela base a la cima el mar tiene sus luces encendidas como un tras-atlántico nocturno, principalmente para la fiesta del amor. Sonlunas de. . . miel. Y los vilelos que iluminan sus esquifes para via-jar y las salpas y biforos que amenazan incendiar el horizonte yla Vía Láctea que trazan los infusorios sobre las ondas, son sólomuestras de lo que las ballenas conocían.

Callejeaban ellas por los cimientos del mar, donde las áncorasse hunden en dársenas eternas, donde los barcos son tripulados porcriaturas mucho más marineras que las ausentes, allí donde están

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las raíces inarrancables de la vida, donde el verdadero subsuelodel mundo se abona con los sedimentos de todos los pisos del aguay los huesos de tantísimos naufragios.

Conocían las ballenas maravillas y terrores sin cotejo ni nú-mero. Las plantas y animales microscópicos que precisaban jun-tarse en populosas tribus para ser visibles, agitándose y danzan-do ebrios de haber nacido y rabiosamente gozosos de vivir... (yque constituían el bocado favorito de las ballenas azules), y laostra, que era un animal, enraizada en la roca, y el alga nómade,que era una planta. Y algo que no tenía ojos, ni oído, ni estómagoy que ni respiraba ni se movía y que sin embargo era una bestiacon dos pariciones al año: la esponja. Y los cinco rayos punzantesde la estrella de los bajos fondos idéntica en color a la estrellaAldebarán. Y la medusa que respiraba y caminaba con su ondulo-sa cabellera de fuego. ¿Quién conocía como la ballena los pueblosinnumerables como las arenas del mar del hijo más genial de lasondas - y vanguardia de la onda—, el pez, que vuela dentro delagua, y más infatigable que el pájaro, apenas conoce un alto ensu marcha y duerme nadando?

Llenos estaban los oídos de las ballenas con los ecos del mar- el implacable locuaz que no deja hablar a sus hijos - resonan-do en los escollos, las caracolas y las grutas, y en la gruta ilumi-nada del cielo.

¿Y qué visiones de belleza no había en sus ojos? Junto a laorgía de brillos y matices de los peces estaba la de las conchasmarinas con su fabulosa diversidad de formas (de gorro, de cuer-no, de mango, de barreno, de lapa, de tornillo, de aguja, de volu-ta, de mamilla, de huevo, de huso...) y su aun más fabulosoregistro de colores y esplendores, con caprichos que fatigaban laimaginación, porque el genio del mar había trabajado en secretoy con la mayor delicadeza, utilizando el juego de la luz filtrada yel de las olas para esas creaciones cuya muestra mejor - el tesorode los tesoros de las aguas abismales - era la perla.

Y junto a las joyerías del océano otra coquetería suya: losedenes sumergidos. De un lado las grutas, donde a una luz comode luna e iris diluidos se veían rocas damasquinadas o nieladaspor las aguas, y los densos y suntuosos bosques de musgos mar¡-

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nos, fucos y ovas, y parietarias indescifrables: todos los alardes dela vegetación abisal que huyendo de la inconstancia de las ondas,buscaba la fijeza a cualquier precio, aunque fuera la del basalto.

Y del otro lado los arrecifes de coral, la selva enana e inmen-sa, mitad animal y mitad planta, encrucijada de la belleza y elespanto sin igual en el mundo: apoteosis del color de donde to-marían los suyos las gemas, las corolas y los pájaros; el colordel sol y de los cielos, y el lila de ensueño de los lirios, y el verdebotella, y el esmeralda más ávido de luz, y el blanco de la nievetambién y todo lo que pudiera imaginar el sueño de los ciegos.Pero a tamaño vergel y su joyante hierba venían los que la ramo-neaban, y tras ellos los gustadores de carne, todos vestidos mal obien por el espectro solar: la canadilla, y el belemnites, y el pinna,y el cohombro, y la estrella de mar, y el equinodermo, y tantosotros, cuando no el tridacna, arrastrando su nácar gigante o, ves-tido de violeta, el precioso e infernal erizo Diadema, más temidoque los tiburones. Porque allí el exceso de hermosura estaba cus-todiado por el veneno y por el océano que, aun en días de calma,,asaltaba rugiendo desmelenado al invicto rompeolas.

Mas lo que puede estorbar o detener nuestra vida es lo pri-mero, y nada ocupaba la mente de Walia -el gran jefe de lasballenas azules - y los suyos, como las imágenes de los dueñosdel terror submarino, sin contar a su primo, el cachalote y a suprima, la orca.

¿Es que la fealdad iba casi siernprre adscri pta a 10 Cue era.fúnebre o quería parecerlo para dominar a la víctima por simpleacción de presencia ahorrándose hasta el menor esfuerzo? Podíaser o no ser, mas quedaba como hecho sin mentís, no sólo la exis-tencia de gentes poco deseables, sino de las que eran verdaderaspesadillas del abismo. La pestinaca, con su fulminante látigo ter-minado en uña, podía producir escalofriantes desgarros y enve-nenar de alboroque. El pez martillo, sujeto patibulario con cabezade dos porras en cada una de las cuales había un ojo capaz degorgonizar al ingenuo mirón. El largo pez sierra que podía sepa-rar de cualquier carne el pedazo que más le gustara. Y el pezespada, con sus ágiles saltos de esgrimista y sus envíos en línearecta casi siempre inatajables. Y había, para no recordar más,

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aquel que no tenía huesos, ni carne, ni sangre y carecía de arma-dura, pero cuyo ataque era su mejor defensa: el monstruo queondulaba como vela náufraga, pero se hinchaba al pronto de tra-gedia como vela en la borrasca: la multiventosa que abrazaba conocho flagelos largos de varios metros y besaba con cuatrocientasbocas de vampiro y bebía viva a su presa: ¡el pulpo!

Llena estaba, pues, al par de maravillas y terrores el almade las ballenas azules que proseguían su viaje regiamente envuel-tas en sus mantos de armiño -su grasa con su bulto de oro-grafía rodante, mientras las olas, partidas en dos por sus cuer-pos, rimaban con las palmas dobles de sus rabos, aunque, másfrecuentemente, apenas su lomo se destacaba sobre el nivel ma-rino. Sus chorros de vapor, sí, sus dobles tallos que se uníany se abrían en una sola copa a diez y quince metros de altura,con intervalos largos o cortos, y a veces varios o casi todos a untiempo, do modo que aquello, visto a cierta distancia, tenía algode jardín de palmeras o proponía al magín no sé qué absurdavisión de chimeneas de ciudades sumergidas

Cierto, Walla y los suyos, aburridos de las profundidades,adoraban el cielo, y esa infinita sonrisa de los dioses, y nada eramás grato que el mirar de reojo el sol astillándose en su aletadorsal, o en escuchar las primeras dulces gotas de lluvia caersordamente sobre sus lomos, estremeciéndolos de popa a proa.

Como si algo en ellos recordara su remotísima cuna terrena(o lo que vino millones de años después, cuando desmesuradosveranos hacían humear las aguas como sangre, o más tarde, cuan-do los inv

iernos empujaban témpanos hasta la orilla del Ecua-

dor, tiempos en los cuales la estela de ningún barco siguiera ocortara la suya), les deleitaba navegar entre el cielo y el mar,sobre las docenas de pampas y estepas líquidas, en línea recta,dejando a la zaga a cualquier velero y a cualquier vapor también.

Es verdad que cualquier miembro de la tribu de Walla pesa-ba tanto como toda la población de una aldea sin exceptuar susperros y gallinas, y sin embargo (¡oh suavidad de lo más gran-de!), podía vérselos echarse sobre un costado o sobre otro gol-peando las olas con las nadaderas del tórax, meciéndose tan grá-cilnlente en su elemento como una gaviota en el aire. Revolvíanse

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de nuevo desapareciendo y reapareciendo entre las olas, jugandocon ellas, y de pronto, gracias a un profundo envión de la nada-dera caudal, sus cuerpos trazaban una corcova de montaña arribade las aguas y se iban a pique dejando un fragor de trueno quese oía a millas de distancia, y una vorágine de espuma.

Un día dióse una muestra de uno de esos contrastes de miste-riosa hondura en que, por pura voluntad de gracia o de otraintención más secreta, suele complacerse el océano en ocasiones.Y fué que, a estribor de los grandes navegantes, apareció sobrelas aguas otra flota viva increíb l emente minúscula y ligera, perodel más poderoso encanto: las medusas.

El mar estaba en uno de esos momentos de dulzura única enque recuerda a una madre dando el seno al niño o a una niña queduerme. Su serenidad azul no cedía a la del cielo y no podía de-cirse quién imitaba a quién. Apenas el murmullo como de abejasde las cálidas ondas. Sobre ellas apareció primero una vela - untrapo semirredondo a pliegues tendido hacia arriba, en seguidatres, cien, millares de velas transparentes y palpitantes, con es-plendores da ópalos y del más vívido rosa que pueda inventar laprimavera, navegando y navegando, inimitables de silencio y degracia sobre una quilla de... cintas rizadas. ¿Hacia qué islasde la belleza y felicidad del amor se dirigían? ¿Era la flota delas hadas del mar? ¿Eran los barquitos de papel que la auroraniña había hecho con sus propias manos?

¡Quién sabe! Lo cierto es que, ante su paso, algunos de losgrandes monstruos detuviéronse un momento y sus ojos abisa]esreflejaron el rosado viaje en miniatura.

Iv

El Petrel

¿ Cuánto tiempo hacía que el Petrel partiera de aquella lejanay brumosa costa nórdica? ¿Cuántos meses, digo, cuántos años lle-vaba el aguerrido ballenero rodando sobre los mares, sin allegarsea tierra, al menos a tierras hospitalarias par--sí y para sus gentes?

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Aquel barco era, en realidad, una isla flotante habitada porla tripulación con su capitán por rey absoluto, reino totalmenteaislado e independiente, al parecer, del resto del mundo.

¿Rey absoluto? Vaya si lo era el capitán Ticho, con su cauda.losa y profunda experiencia en hombres, barcos y temporales, yque parecía haber vivido tanto corno una vieja ballena... sólo que,a ojos vistas, conservaba intactas la dureza y la flexibilidad delacero más joven, y sus ojos también podían ser del color del acero,grises o azules, pero su barba, sí, era del rojo más ígneo, y tanto,que a veces el humo de su tabaco parecía salir de ella. Fumabaen cualquier momento (su pipa había sido rescatada cierta vez delestómago de un tiburón), pero hablaba poco (juraba más bien ysu voz era ciertamente la del león) o no hablaba nada porque sussúbditos parecían adivinar su pensamiento.

Contábanse innumerables cosas de su valor, de su sabiduríadel mar y de su temeridad, pero eran más, acaso, las que se con-taban - en voz baja esta vez - de su frialdad total ante el do-lor, el espanto o la humillación de sus semejantes. Aunque estoapenas podía ser llamado crueldad, pues era tan inconsciente deella corno el mar o el huracán mismo. De todos modos, los mari-neros estaban seguros de que su alma era tan roja corno supropia barba.

Mas repartamos un poco los pesos en la balanza. La tripula-ción del Petrel, con una sola excepción, acaso, estaba constituidapor hombres de la más varia y opuesta extracción - como raza,educación, rango - cada uno L12 los cuales, en una de naipes oele hierro, no hubiera repugnado de compinche al mismo demonio.Aunque no todos eran incultos. El piloto sabía mucho de lo quepuede saberse de números, ángulos y estrellas. El tercer oficial,manejaba el botiquín con autoridad de médico y boticario en uno.Mason, uno de los arponeros; ex seminarista, sabía latín, lo queno le vedaba ser el mejor blasfemador del barco. Almas infantilesy feroces. No todos eran descreídos, si bien en sus juramentosmezclaban al diablo y a la Santa Madre Iglesia. Uno llevaba col-gado del cuello un crucifijo y un amuleto polinesio. En los días d e-gran calor, desnudos de cintura arriba los más, con los lomos ybrazos tatuados, tenían algo de panteras. iiupersticiosos, eso sí,

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como gitanos o tahures, se procuraban una especie de fruición delterror, relatándose una y otra vez, y al primer pretexto, las másfunerarias consejas: de las almas de los ahogados que emergen aresollar, digo a gemir, entre ola y ola en el brujo silencio de lamedia noche; de la gran serpiente marina cuyo veneno superadiez veces en alcance al de la hamadríada india; del barco pan-teón o fantasma bogando a la deriva meses o años por mareshelados o tórridos sin más tripulación que los cuervos marinos,porque la otra fué licenciada por la peste; del barco que resultócon una vía de agua imposible de calafatear y terminó buceando,porque todo fue obra del demonio esgrimista, el pez espada.

Con brisa suave, el Petrel navegaba a sotavento entrando enaguas cálidas. Noche de luna blanqueando el mar, las cubiertas,las velas. Todo estaba en paz, aunque ese día, después de bárbaroscalambres, había muerto un marinero, que, como en algún otrocaso análogo, fué arrojado al mar después de una zurda y breveceremonia, con una bolsa de carbón atada a los pies. Todo estabaen paz, y hacía rato que la campana había tocado el relevo de lasguardias de la noche. Junto al timón, Jim, el piloto, fumaba tran-quilo en su puesto, después de haber encendido su pipa en el faro-lillo de bitácora. El Capitán y uno de los oficiales estaban en suscamarotes. Maur, el segundo oficial, apareciendo por la escotillade popa, comenzó a pasearse sobre cubierta y eso duró un largorato; después, dirigiéndose a las jarcias de mesana, pareció buscaralgo, aunque distraídamente. Veíanse clavadas en las amuras, porgala bravucona, dientes de cachalote y, por lo demás, no faltabaen el barco tal cual cachivache hecho de marfil marino y hasta unayerga labrada en mandíbula de ballena. El segundo fué al fin asentarse en un bao del alcázar apoyando su brazo en la regala delbote allí colgado. Escuchó con una sonrisa ligeramente burlescao desdeñosa el canto que se alzaba en la noche:

¡Una! ¡dos! ¡tres! ¡siete!

¿Qué fué del grumeteque desde la cofa

bajó de cabeza al mar

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(¡vaya, no hagáis mofa!)porque se puso a mirar,• mirar, mirar

• una sirenita

hermana de Anita

que estaba muy sola

y le hacía señas con la cola...

También escuchó el canto el que montaba guardia en la cofamayor recostado de espaldas en los obenques. No es que allí seestuviese más cómodo que un gato en una cornisa, pero la vidade un tripulante de ballenero era tan dura que aquellas horaspasadas allí, en una noche tibio, mecido muellemente por las olas,tenían algo de viaje en globo y alzaban el alma a algo tan belloy profundo como el sueño de un poeta. Sobre el blanco lechoso ymisterioso del mar, allá en la lejanía, izábase de tarde en tardealgo corno un árbol de cristal o una marmórea columna de grancapitel místicamente resplandeciente. Eran los chorros de las ba-llenas.

Los cantos y el alboroto venían del castillo de proa. Con al-gunas historias de terror y portento, a veces, o como ahora, concanciones de amor o burla, y mientras dos de ellos bailaban des-calzos, los marineros y arponeros trataban de entreabrir un parén-tesis a la bárbara estrechez de sus vidas, a la bronca y monótonasolemnidad del mar.

Una hora más tarde todo era silencio a bordo y el barco avan-zaba sin n-ás ruido que ci susurro del agua acariciando la proa.

La vida de aquellos hombres alternaba con énfasis entre losmás intensos trances de lucha y de peligro y los largos y forzadoshuelgos en que después de asear el barco -o de ajustar velasnuevas y recomponer botes y remos si era después de una borras-ca - no quedaba nada por hacer sino navegar. Y cumplir los ser-vicios de rutina. Desde la salida a la puesta del sol montábaseguardia en las cofas de los tres palos, con relevo cada dos horaspara los vigías. Todos hacían la misma guardia por turno en eltimón.

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Sin contar los días de borrasca y de insondable pánico (hayborrascas que pueden hacer encanecer a un hombre como las vís-peras del ascenso a la horca), ese servicio en las cofas era dcspia-dadamente duro bajo el granizo, la lluvia, el aguanieve, las heladasmudas o los vientos con su silbido y su látigo. Pero los vigías, ojosdel barco, debían estar allí bien atentos y más cuando peor fuerael tiempo, para cantar la aparición lejana de una humareda devapor o una vela, de una isla, una tormenta o un arrecife. Si apa-recía, envolviéndolo todo, ese maleficio de algodón, ese vaho delinfierno Que es la bruma, era preferible anclar y quedar a la escu-cha del menor eco de campana o sirena.

Tirria y celo mal disimulados, intrigas, infidencias y delacio-nes, eso no faltaba, es decir, sobraba entre estos hombres más omenos embrutecidos por las privaciones de semejante vida y porlo que pesaba más: el sometimiento, entre gruñidos y rezongos, ala voluntad asoladora de Ticho.

Todos lo odiaban, tanto como lo temían, con toda el alma. Élsabía y lo sentía como el que más, aunque lo principal se le esca-paba: que ese mando absoluto deshumanizábalo, digo, bestializá-balo a él también. (La fatalidad que soborna a toda la historiahumana: el envilecimiento de los de abajo contagiando punitiva-mente a los de arriba.) En todo caso no había islote del Pacíficoo el Antártico ms solitario que el corazón de aquel hombre.

Habían fracasado en un solo año, dos conatos de sublevación.En el más reciente, el sindicado por Ticho como culpable mayory ahorcado por su orden, había colgado siete días, oscilando a com-pás del barco, de la yerga del trinquete.

Uno solo, quizá, escapaba al contagio general: Maur, el se-gundo oficial, hombre de probado temple y calma a la vez, enquien parecía haberse guarecido un poco de la ecu snimida.d ybondad que desertaban de los otros. ¿Era, pues, querido de todos?Sería mucho decir. Ya era bastante que ninguno de la tripulaciónhablase perrerías de él, y que el Capitán pese a un recóndito co-mienzo de celos, le guardase algo extrañamente parecido a unaconsideración.

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V

La muerte del cachalote

Un nuevo día amaneció al Petrel sobre las aguas. El sol ilu-minó un cielo de tan inocente y azul serenidad como los ojos deun niño. Pero el viento de la noche, sin cambiar de rumbo, habíaaumentado de fuerza.

Se oyó un grito desde la cofa del trinquete:-Allí sopla! ¡Lejos!—Ballenas azules! -confirmó el vigía del palo mayor.Eran, en efecto, Walia y su serrallo.Muchos marineros se apresuraron a subir por las jarcias

hasta las vergas, haciendo después visera con las manos. A grandistancia se dejó ver para todos un vaporoso chisguete, resplan-deciente como la sal en la profundidad del sol.

Ticho apareció sobre cubierta, quedóse allí en pie con los bra-zos cruzados sin que una palabra saliese de su boca; parecía inde-ciso. En general, de todas las ballenas de barba, la azul era con-siderada la de presa más difícil, si no imposible, tanto por laenormidad de su masa como por la velocidad de sus traslados, yasí, casi sin excepción, los barcos balleneros conformábanse conponderar fervientemente el porte de la gran amazona y la alburade su estela sobre las millas azules.

En cambio y con ser el cachalote el más poderoso peligroviviente que pueda afrontar un hombre, era menos difícil poderllegar a las manos con él, y sobre todo él llevaba en su testa variosbarriles de espermaceti, el más precioso aceite de la tierra.

Por lo demás, Ticho no debía prolongar demasiado su cavi-lación.

-Allí sopla! ¡Cachalote! - voceó, en efecto, el vigía delpalo de proa.

-Cachalote a sotavento! - confirmó el del palo mayor.Se alzó un vocerío grande.

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Así repercutía en el pecho de aquellos hombres, con el doblegolpe del ímpetu de lucha y el maravillamiento, la aparición delhijo más temible de las aguas que sube del fondo del abismo consu desmesurada cabeza y sus arrugas de habitador y meditadorde las profundidades y sus tortuosos labios de gran esfinge (esoslabios que buscando su sangriento pasto, hozan las raíces del mar),que sube hasta las ondas cimeras a mirar la faz del cielo y a cam-balachear por unos tragos de aire diáfano el fétido y humeante queél trae desde los bajos fondos.

—Timón! Orza un punto. ¡Derecho a sotavento! - ordenóel capitán Ticho.

El velero avanzó gallardo sobre las ondas, ganando distanciarápidamente.

La ballena naveaha siguiendo el mismo rumbo con su cau-dalosa estela de espuma refucilando al sol. De pronto, alzó la colacenitalmente, a la altura de seis veces la estatura de un hombrey buceó, dejando un hirviente lago redondo por todo rastro.

Los vigías cantaron la noticia.—Mantener el rumbo -ordenó el capitán.Disposición dictada menos por la experiencia que por el ins-

tinto. La ballena, aun a la vista es siempre una profundidad, unacertijo. Además su encovada astucia, al sumergirse, la lleva confrecuencia a cambiar de rumbo de modo que es imposible preverhacia qué lado volverá a salir.

En el silencio que sobrevino, se escuchaban sólo el gruñidode las velas y el ruido hueco de las escotillas bajo el viento. Pasadoun tiempo se oyó ordenar:

—¡Abajo las velas de juanete!Momentos después Ticho, parado sobre el bauprés, con sus

barbas y cabellos rojos desgreñados por el viento, revisaba el marcon su largavista.

Al fin se oyó el grito en las cofas:—;Ahí sopla! ¡Ahí sopla!Pero su anuncio fué ahogado por la voz de león del capitán:—Abajo las velas de juanete! ¡Abajo las velas chicas!.

Todos a cubierta menos el vigía de trinquete. ¡Los botes! ¡Arriadlos botes!

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Cuando el cachalote se remonta desde las profundidades segúnla violencia de un águila alzándose desde el plan de un valle, llegaa proyectar toda su masa fuera de las aguas con una entera inmer-sión en los cielos, en tal delirio de fulgor y de espuma, que nadiepuede dejar de advertirlo desde millas de distancia a la redonda:algo hermoso y espantoso.

Eso ocurrió ahora.Chirriaron las poleas y tres botes cayeron al agua. Instalados

en ellos, los oficiales con sus lanzas, los arponeros con sus arpo-nes; los remeros con sus remos. Sólo el primer oficial quedó acargo del barco porque el capitán iba de piloto de uno de los botes.(En forma más o menos oscura cada hombre de la tripulaciónsentía que algo, por debajo de todo, lo separaba de Ticho, y eraque este hombre entraba en la lucha, desafiando las mayores bo-rrascas, no con tranquilo coraje, sino con una alegría feroz, conuna especie de purpúrea felicidad ante el peligro.)

Izadas las velas, y con viento a favor, los botes de enaceitadasquillas apenas si precisaron los remos para rodar como sobre unplano inclinado hacia la ballena, y tanto que el de Ticho - quiende pie manejaba a po pa el remo-timón - llegó a distancia de tiro,como que sus tripulantes sintieron esa caliente y maloliente nieblaque es de cerca el chorro del monstruo.

Quizá éste sospechó algo, pues viró un poco a estribor con unruido como de rompiente.

Sibilante como un dardo fué el susurro de Ticho:—¡En pie! ¡Y duro!

Es más fácil caminar sobre un alambre que mantenerse depie - en el bote que baila burlón sobre las aguas - con la equili-bre firmeza indispensable para hacer puntería sobre el blancoen fuga.

Polo, el arponero del bote, realizó la hazaña, una vez más, lan-zando el arma con tal intensidad que vibró en el aire, a tiempoque el grito más salvaje subía de su pecho:

—jliiibuju-ju-ju-ju!

Como caballo espoleado, la bestia herida arrancó a todo esca-pe, con su acegante polvareda de espuma, mientras Polo, evitandodiestramente ser cogido por la cuerda del arpón, que desde popa

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y pasando por el poste de proa iba desovillando sus espiras en unvértigo de velocidad, recobró su asiento y su remo, mientras, ha-ciendo lo propio, Ticho alerteaba aquella persecución, que de noser por lo menos tan rápida como la fuga de la ballena que losllevaba a remolque, podía significar fácilmente una visita a losmuseos del bajo fondo.

—¡Adelante, niños míos! ¡Remad! Muertos o en agonía, pero

adelante. ¡Que no nos escupa ninguna ola! ¡Que queden atrás todas

las olas! ¡Por todas las espumas y los demonios del mar, remad!

¡Así, así!La tripulación aullaba ahora, mientras echándose adelante y

atrás, remaba tan fantásticamente como si los cuerpos y el marfueran de goma. La maratón duró un larguísimo rato o, al menos,lo pareció a todos. Al fin el prófugo comenzó a dar muestras demoderar la marcha, mas de pronto coleó hacia lo alto, y se embo-telló en el abismo. Detrás de él la cuerda desapareció casi toda.La regala de proa bajó peligrosamente a ras de la espuma de lasolas, obligando a toda la tripulación a correrse hacia atrás, apre-sando los asientos con dedos y uñas (la popa estaba fuera delagua) a fin de contrarrestar la terrible tirantez del cabo. ¿Daríanmás soga?

El trance, no por previsto, era menos intenso y angustioso.Mas en eso comenzó la cuerda a relajarse (el bote fué recogién-dola), aflojó del todo, y la ballena, mostrando de nuevo su sombríolomo brillador, reinició la fuga, aunque con ímpetu muy mermado.Cuando el bote ganó la distancia que buscaba, y recibida la ordenconsiguiente, el arponero hizo un segundo tiro que la ballena corres-pondió con un coletazo gigante, afiebrando la carrera. Mas, no durólargo rato. Su marcha fué perdiendo bríos hasta volverse cojean-te. Todo esto a tiempo que se desangraba caudalosamente, porquesi bien sus venas podrían redimir a legiones de anémicos, la bellenaes de todas las criaturas la de mayor vocación por la hemorragia.

El bote, ligado ya a su presa por lazo doble a modo de brida,se acercó de nuevo, pero esta vez, habiendo permutado su lugarcon el arponero, era Ticho quien venía en la proa, él, que inclinán-dose sobre la borda, esgrimió y votó su lanza que fulgió al sol,

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mientras remando hacia atrás, los remeros hurtaron el bote a loque pudiera venir.

Es decir, a lo que vino, porque herido ahora a fondo y vital-mente, el cachalote se debatió en tan vorticosa batalla de espumay de sangre y ciclópeos mandobles de cola que sus liliputiensesagresores escaparon sólo por el grueso de un pelo de recibir sutalión. Permanecieron un largo rato en silencio clandestinamenteespantados de su propia obra. La ballena echaba sangre como elinfierno puede echar fuego, enrojeciendo siniestramente las aguascomo si allí acabara de ponerse el sol.

Lo que quedaba por hacer después de tamaño lance - faenarla res - no era lo de menos: tarea operosa y morosa en que todoslos del barco se trocaron de golpe en matarifes y en que el cabres-tante, munido de un gran gancho, debió entrar en juego para des-prender las achuras del animal amarrado a babor y retacear ymanejar el colosal tocino, afán de tal monta que uno de los saja-dores, al trepar sobre el lamido lomo, resbaló a un costado y cayóal mar con riesgo mayúsculo.

Todo eso sin contar el degüello de la más grande cabeza delmundo (de algo que puede contener algo de veinte toneladas depeso) y la operación de vaciar la cisterna que en ella se esconde,colmada de un aceite digno de los dioses, y la de llenar de grasarepicada las dos calderas puestas a hervir sobre cubierta ya ave-cinada la noche: todo entre el revolotear, bajando y subiendo ygritando y peleando en el aire, de las aves jiferas del mar.

VI

La batalla de los hielos

Hacía ya largas semanas que el mar de hielo había comenzadoa señalarse y resquebrajarse y todavía - restos de semejantecatástrofe - bogaban muchos témpanos a la deriva.

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El interminable invierno en los arrabales del polo que, sinduda, no fué creado ni como espectáculo siquiera para ojos dehombre, ofrece estas dos caras: nieve y más nieve y huracán trashuracán, la primera; y la otra, peor caso: la inmovilidad y elsilencio vestidos de blanco. Una borrasca suele durar diez días ydiez noches consecutivas o más, y si hay algo más cruel que elsilbido del látigo del verdugo, es el del viento sobre la espaldadesnuda del hielo.

El frío es tan insondable -un frío más doloroso que todaslas heridas -, que casi resulta un alivio pensar en los fuegos delinfierno. Esa conciencia del frío, el hombre la percibe menos conel cerebro que con el cuerpo: un comienzo de momificación, de mi-neralización, mejor, en la punta de la nariz y de los dedos, en todala piel aterrorizada... ¿A cuántos grados bajo cero se coagula lasangre animal que el hombre lleva en sí? ¿A cuántos se cristalizasu alma?

Pero este es ante todo el terrible edén de la blancura. La quie-tud es blanca. La tormenta es blanca. Este destierro implacablede todo color es la muerte blanca, y la muerte de cualquier rumorque suena a blasfemia en este reino del silencio, que parece yasituado fuera del mundo, en algún lejano astro apagado.

Sólo que todo tiene, al fin, su compensación, y la retardadaprimavera del mundo antártico llega con violencia única, aunqueeso había pasado ya. La gran batalla de los hielos, ciertamente.Porque un día, al fin, sobre la tierra y sobre el mar el hielo sedespertó de su sueño que parecía de muerte y se despertó confragor. En el cristalino silencio comenzaron a sentirse ruidos sor-dos y enormes. Viniendo de cerca o de lejos (de treinta o cuarentamillas detrás de la niebla, a veces) llegaban los crujidos y truenosdel deshielo. Simultáneamente la unánime blancura fué mostrandorayas sombrías en todas direcciones, y la batalla comenzó.

Los hielos se habrían a modo de fauces y a veces con ruidossemejantes al casteñetear de dientes del jabalí o del lobo. Los blo-ques desprendidos saltaban y chocaban unos con otros o con laporción de masa total aún intacta. Hacia un extremo, el oleaje, amodo de catapulta, lanzaba los témpanos contra los altos acanti-lados de la costa. En todos lados el resquebrarse y chocar de los

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pedazos era incesante: lo hacían arrancándose una nube de esquir-las y de chispas. . . de duras chispas de hielo. Dijérase que todoel mar hervía. Trozos de chicharrón en olla puesta al fuego pare-cían las congeladas moles saltando aquí y allá.

Pero la función no era sólo en el mar. Ahora distinguíase loque era agua y lo que era tierra. De las costas y playas el venda-val o las corrientes empujaban sonoras avalanchas. Tal cual aludbajaba de alguna escapada ladera con precipitación inatajable, fre-nándose, sin embargo, al zarpar en el agua, entre revolcones deespuma y fango.

Después de su sueño funerario los hielos mostrábanse ahoramás volubles que las nubes. Aunque no hubiera viento las mon-tañas a flote avanzaban solemne y misteriosamente como empu-jadas por invisibles velas.

A veces un gran blanco níveo se movía y levantaba algunospies, y de pronto un crac de buque rompehielos partíalo en dos omás pedazos, y como descarga de un vapor de locomotora el tórridoy arbolado respiro de la ballena azul alzábase a gran altura. Eseenfatismo de la Naturaleza, esa violencia de sus contrastes mos-trábase con tensión extrema, sobreponiéndose a todo el resto conun gran detalle: hacia el lejano fondo sur un alto volcán alzabasu resuello de infierno sobre las grandes lápidas del frío.

Eso había durado semanas y semanas, y aunque la insurrec-ción se mantenía aún, el mar estaba despejado en su mayor partey la tierra lo imitaba. Rocas de colores y playas de arena salíande debajo de la nieve, y aquí y allá comenzaban a verdear manchasde musgo y alguna planta enana intentaba brotar. Porque ya eshora de decir que, pese a su aspecto de cosa muerta, aquella comar-ca no lo estaba, ni mucho menos.

La tierra, sí, era un desierto mucho más verdadero que losarenales de las zonas tórridas, pero en las costas y encima y debajode las aguas bullía y alerteaba la vida.

En efecto, después de ocho meses de no posar ni su cola entierra, los innumerables rebaños de focas, que semanas atrás veían-se obligadas a perforar aquí y allá el techo de hielo para dar pasoa su respiro, estaban ahora en las orillas de rocas o dunas. Losjóvenes penetraban tierra adentro, varias cuadras a veces, y allí

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pasaban las horas, dejando sus gateos o sus juegos sólo para dor-mir con un sueño interrumpido por temblores de gelatina. De losadultos, las hembras daban de mamar a sus rorros, o les impartíanporfiadas lecciones de natación, o lanzábanse al agua en su impla-cable pillaje de peces, demorando su regreso más de un día enocasiones, mientras los machos, sin probar bocado de día ni denoche, saliendo, volviendo al agua con su rasante e ¡jadeante ga-lope, se disputaban los apostaderos nupciales a tarascones lobunos,entre jadeos, bufidos o rugidos sin tregua dominando el fragordel mar.

Porque, naturalmente, las friísimas aguas eran... un hervi-dero de peces de oscuros lomos y plateados flancos y de otrassabandijas de agua salobre. La eterna guerra circular estaba aquítambién: las formas inferiores alimentándose de los jugos delmar; los peces alimentándose de protozorios o pequeños crustá-ceos, y los grandes tragando a los chicos; las focas y los mosta-chudos leones marinos merendando peces; las orcas devorandofocas o ballenas de barba. Veíanse en efecto, a ratos, cerca o pega-dos a la línea del horizonte, arbolando el cielo antártico, los chorrosde varias castas de ballena: la azul, la de nariz de botella, la dejoroba, el calderón.

Otras criaturas más propiamente hijas de la tierra - inteli-gentes y tal vez los únicos naturales civilizados del sur del mun-do -, vivían en el mar y del mar: los pingüinos, los pájaros quedejaron hace millones de años de volar en el aire para volar real-mente sobre el agua y debajo de ella. Habían soportado el inviernoalimentándose con la grasa atesorada el resto del año. Hacía tiem-po que sus grandes bandadas dispersáranse en parejas despuésque cada hembra aceptara el regalo nupcial de una piedra - alu-sión al material de que se hace el nido - que el pretendiente,transportándola en el pico, depositaba a sus pies. Las cluecas esta-ban ya sacando los primeros pichones. Veíanse a los machos ir yvolver del mar con su pasito balanceado de bebé, en esforzadabúsqueda de los peces y crustáceos de cada día para sí y su prole,sin descuidarse de sus enemigos del agua o del aire (la asesinagaviota de los cielos, sin olvidar a la orca) ni de los robos de losde su propia especie.

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Porque también el aire, no bien corrida la noticia de la re-apertura del mar, había comenzado a poblarse de visitantes. Lospetreles, llamados así porque como San Pedro caminan sobre elagua sin hundirse, bogaban sobre la cresta de las olas buscandohuevos de peces y moluscos. El alboroto de las gaviotas era tal aratos que apagaba el de las rompientes. Con todo, el mejor orna-mento del cielo antártico era la visión del gran albatros, con susagudas alas de hoz y tan largas como la eslora de una barca,bogando por larguísimos momentos, rígido como un avión, con laindolencia flotante de una pluma, girando en todos los planos:vertical, inclinado o paralelo al agua, durmiendo en el aire o apeán-dose para hacerlo acunado por las ondas.

VII

El Petrel y las oreas

Fué un día de esa primavera cuando un barco a vela, sorteandoel reiterado inminente peligro de los témpanos a la deriva, entróen aquel mar dirigiéndose a la ensenada de una isla recién liberadaa medias de los hielos. Era el Petrel, es decir, hombres de casi elotro extremo del mundo que llegaban detrás de las ballenas a estearrabal del polo sur, refugio inviolado hasta entonces.

Mundo de lo inmóvil en que los hielos y sus negras resque-brajaduras tenían algo de lápidas y cruces, es decir, de cementerio,y donde la muerte era más pálida que en ninguna parte. Peoraún: su blancura era punitiva, digo, acegante como la desnudezde las antiguas diosas. Mundo del frío, como vedado adrede a lascriaturas de sangre caliente a menos de estar protegidas por unaloriga de grasa, como la ballena, o de pluma, como el pingüino. Ysin embargo, los hombres se atrevían a desafiar aquel mundo des-almado, en que sus escupidas crujían en el aire y sonaban comogranizo al caer sobre el suelo. ¿Cincuenta, sesenta grados bajocero? ¿Es que la sangre del hombre podría aguantar eso sin dete-nerse y su alma sin congelarse y llenarse de brumas?

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Como la ensenada elegida para el desembarco en la costa noestaba expedita del todo, fondearon junto a la franja de hielo quela circuía. Echaron el anda y niientras unos arreaban las velas,los demás comenzaron a descender sobre el muelle de hielo, avan-zaron hasta ganar tierra firme sujetando en ella las amarras delbarco. Maur, el segundo oficial, diese vuelta mirando mar adentro.Algo le llamó la atención y se volvió sobre sus pasos. ¿Orcas?Desenfundó la máquina de fotografiar que colgaba de su hombroy corrió hacia el borde del hielo. Sí, ocho orcas se movían en elagua muy cerca de la orilla, sacando a medias o del todo sus cabe-zas, es decir, las fauces más temibles que hay en los cinco océanos.

No era para desperdiciar tamaño espectáculo y el fotógrafose dió prisa. No hubo tiempo, sin embargo. Cinco o seis de lasballenas acababan de sumergirse cuando el reborde del hielo deno menos de un metro de espesor se conmovió, se alzó y se rompióy el operador hallóse flotando a la deriva sobre un témpano aisla-do, a tiempo que las ocho ballenas aparecieron de nuevo, casi aletacontra aleta, resoplando con fragor y ráfaga de golpe de viento.

Los compañeros de tierra, ahogando un hipo de horror, avan-zaron con ojos explayados hasta el peñascoso borde. ¿Qué podíahacerse? El prisionero apenas si parecía darse cuenta del trance.

Entonces ocurrió algo tan imprevisible como lo que acababade verse; y fué que, a causa del flujo de las aguas o de su remo-ción producida por la endiablada maniobra de las ballenas, el isloteflotante fué acercándose a la masa principal, y las orcas, que pare-cieron ser las primeras en advertirlo, acudieron hacia el canal pró-ximo a cerrarse a tiempo que la presunta víctima saltaba deses-peradamente por encima de él, con el tiempo justo para sentir casidetrás de sus talones el detonante resuello de las bestias, una delas cuales a tres pasos escasos de distancia, lo envolvía triple-mente en el zumbo fragoroso -descarga de compresor de aire—,en el tórrido vapor y en el acre tufo a pescado de su chorro.

Y todos con el frío del polo viboreando en sus espaldas, con-templaron una vez más las ocho negras y curtidas cabezotas so-bresaliendo algunos codos entre los hielos, mirando de costadohacia tierra con sus minúsculos ojos abismales...

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Regreso al círculo humano

El Petrel y su tripulación habían permanecido algunas sema-nas en el mar de los hielos navegantes. También Walia y los suyose innumerables miembros de su vasta familia estaban allí, gozan-do del fresquísimo verano austral, y allí, como en años anteriores,demorarían hasta comienzos del otoño, en que la mayoría de ellos,dejando aquella zona que era como la cuna del mundo de las aguas,retomaría su marcha hacia el invierno del trópico repartiéndosesegún los tres ramales del itinerario viejo de millares de siglospara su especie: el del Pacífico, a lo largo, aunque a buena dis-tancia de la costa chileno-peruana; el otro, a lo largo de las costasde la Argentina y el Brasil, y el tercero, que pasaba frente al Cabode Buena Esperanza, rumbo al océano Índico.

Después del alevoso percance con las orcas a la llegada, lagente del Petrel extremó sus precauciones en aquellos mares sinprovidencia. Sí, de ballenas había allí, en número y variedad, todolo que se quisiera y algo más. Centenares y centenares de rebaños.De ballenas azules y orcas, ya sabemos. Pero también de rorcualescomunes, con sus lomos negro pizarra o negro sepia. Y de ballenasde gorra, esto es, con su verrugón formado por el nido de unacolonia de parásitos. Y de ballenas pigmeas, negras y lustrosascomo etíopes, y no tan pigmeas que no alcanzasen sus seis metrosde cabo a rabo.

—Y aquello? -dijo un día el capitán mirando a gran dis-tancia desde la cubierta del barco. Jim, trágame los anteojos.

Cuando el aludido volvió de la cabina con el largavista variosmarineros habían trepado a las jarcias para ver mejor.

—¡Es una pelea de ballenas! - gritó uno de los vigías.—Calla! - contestó Ticho que seguía observando con su

catalejo, mostrando una sonrisa intrigadora. - No es eso, no eseso.., ya veremos.

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Cuando la mayor proximidad permitió distinguir mejor, pudoverse un enorme animal que daba vueltas sobre sí mismo comoun molinete, azotando al mismo tiempo el agua con un largo parde aletas pectorales. Después, sacando casi todo su cuerpo al airelibre, comenzó a golpearse los costados con dichas aletas, como ungallo que va a cantar.

—Oh! ¡Oh!—Wih! ¡Wih-ih-ih-ih!. . - exclamaba la tripulación, intri-

gada y divertida.El extraño animal mostraba una vasta cabeza sobre un cor-

pachón rechoncho y una joroba en su lomo, cuyo negro charolcontrastaba con su vientre blanquísimo y sus barbas color deherrumbre.

—Pero si es una ballena!—;Sólo que lleva una corcobita a cuestas!—;Y que es un bufón!—Nada, que es que está loca!—¡Eso! ¡Loca, loca de remate!En efecto, el monstruo de doce a quince brazadas de largo,

saltó en eso diagonalmente, alzándose algunos metros en el aire yse dejó caer de espaldas sobre las aguas con un inmenso planazo;flotó un momento así, se dió vuelta sobre su panza, retozó unbuen rato, y al fin, despidiéndose con un grotesco ademán de lacoja, se sumergió del todo. Los marineros reían y aplaudían comoniños.

Era la ballena jorobada, el afamado payaso de los circosdel mar.

Con las agudas precauciones que la presencia de los témpanosy del frío perverso y peligroso como una peste imponían, el Petrellogró cobrar un no despreciable lote de ballenas.

Su camino de regreso hacia las tierras con signo humanosignificó una de las pruebas más abrumadoras a que el Petrel sesometiera nunca.

En el archipiélago de las Georgias del Sur, junto a las Orca-das, y a la isla Esmeralda y al Cabo de Hornos, primero, comodespués frente al Estrecho de Magallanes (esa collera de los dosocéanos mayores, ese inacabable atajo en que el viento lucha a

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brazo partido con las rocas y las olas a un tiempo), habían toma.do conocimiento como en ninguna parte, de la cantidad de pacien-cia, de valor y de confianza en sí mismo que precisa segregar elalma humana para mantenerse a flote ante el tumulto cósmico,ante la pasión desatada de los elementos. Días interminables decellisca, esto es, de nieve y de lluvia pulverizada por la ventolera.Días y noches en que la nieve cayendo sin tregua se amontonabasobre el barco como un contrabando peligrosísimo, y en que, paradesecharlo, la tripulación debía permanecer sobre cubierta, tur-nándose y renunciando en buena parte al sueño. Y las acometidasde esos gigantes sin cuerpo ni figura, hechos sólo de maligna ytozuda violencia y de aullidos: los vientos patagónicos.

Su vía crucis fué más largo, más amargo aún, bajo el dobleflagelo de las penurias físicas y las angustias del hambre, olfa-teando a la muerte que se acerca, como una fiera a su cubil. Pordías y días sus singladuras en aquellos mares, bajo la conjuntaamenaza de las brumas y los hielos a flote, fue como el cruce delmás espeluznante desfiladero.

En verdad que el escolio es mala cosa. No es tierra, digo, isla,ni mar. Es la desolación, la esterilidad y el peligro, esto es, el de-sierto muerto en el desierto vivo del agua. Aquí lo único fecundoes el naufragio. El escollo es la trinchera del océano. Aquí el océanoes más horriblemente solitario que en ninguna parte. Aquí esculpesu misterio y su espanto. Aquí escupe todo su enojo y es furiaporque su dinámica tozuda se quiebra ante su estática. El escolloestá de facción quizá desde siempre, y el mar poco puede con suagresión de millones de años y de olas. Pero el escollo no es todoni mucho por sí mismo: sólo en alianza con la bruma logra todala dimensión de su horror.

La bruma avanza tan lenta y sigilosa como el crecer de lahierba. Como un sueño o un fantasma. Y llena el cielo de des-orientación y tristeza hasta los bordes. Se entreabre a ratos, mues-tra una hilacha de horizonte por broma y vuelve a cerrarse. Labruma no permite ver nada, ni menos advertir el cambio de fondopor el cambio de matiz del agua. ¿Cómo saber ya si los bajíos o lasrompientes están cerca? Cuando la embarcación advierte el escollo

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emboscado por la bruma casi siempre es demasiado tarde. Contraella sólo queda ponerse al pairo o echar el anda.

Poro el escollo es inerte. Hay algo peor que él y es el escolloa la deriva, el iceberg. Y tanto, que en la noche el Petrel debía mar-char muy despacio, poniendo guardia doble de vigías en sus cofas.El timonel debía estar siempre sobre el quién vive! A intervaloslargos o cortos las voces de alerta sonaban durante el día y máslúgubremente durante la noche:

—¡Témpano a proa!—Tmpano a estribor!. . . ¡Veinticinco grados!

En la aguda aurora antártica, el vientecillo petrificaba o hin-chaba o tajeaba las carnes. Los pulmones humeaban espesamenteen las bocas. Albatros, cormoranes, petreles, escoltaban fantástica-mente al barco.

A la distancia, casi siempre, islas tapadas de nieve, blancascomo albatros, con montañas cuyos glaciares eran la fuente de loshielos nómades. Cuando uno de esos níveos bloques, deslizándose dealguna cima, zambullía en las aguas, sentíase como un retumbo dehierros y cristales, alzábase en torno un batallar de espumas y lue-go el témpano reaparecía navegando mar afuera al azar de las co-rrientes.

Comenzaba a cobrar fuerza el viento, las olas iban criándosecon mayor frecuencia debajo del Petrel. Era un sube y baja sintregua, acompañado de cabeceadas a rolidos cada vez más torpes.Las olas se pasaban el barco una a la otra, como en un juegode manos.

Uno de tales días oyóse gritar a los vigías, unos tras otros,con voces de brío y acento casi histéricos:

--Témpano a babor!

—Témpano a babor! ¡Ohohoh!...

Algunos marineros treparon a las jarcias, otros se arrima-ron a la borda.

Lo que aparecía a lo lejos era una isla de unas dos millasde contorno, con nieve en sus cumbres... ¡sólo que la isla flotabay avanzaba de frente! Era, en efecto, un témpano tan desmesu-rado y montañoso (junto a él cualquier barco resultaría un bote)que sus huecos y hondonadas quedaban en la sombra mientras

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en sus picachos sonreía la luz. Y era no sólo que las olas se estre-llaban contra él, hirvientes de espuma, como contra un acanti-lado, sino que de sus laderas se desprendían a la vez nuevas ava-lanchas hacia el mar.

Mientras el barco buscaba a toda costa apartarse del iti-nerario del fantasma, los hombres sentían en sus espaldas unfrío que no era del viento en sus caras o manos.

Pasaron días y días, semanas y semanas. Y cuando los fríosy los vientos y los témpanos y las lluvias cedieron, al fin, aunquede mala gana, lo que vino... fué algo peor. Porque siempre hayalgo peor en el rumbo de la mala suerte. En el Petrel aparecióel escorbuto.

Las carnes fláccidas, dolorosamente tumefactas las piernas,el aliento agrio como el del cachalote y la casi imposibilidad detragar nada. No había remedios que valieran pues faltaba el úni-co que para el caso existe: vegetales y alimentos frescos.

Y con todo, de los atacados murieron apenas dos. Un descuidodel destino permitió que con el Petrel se cruzara un barco car-gado de patatas y cebollas. Crudas las fueron royendo los desahu-ciados hasta poner otra vez los huesos de punta.

Maur, dado a cavilar siempre, había sospechado que tal vezaquello fuera un modo de castigo del mar a los intrusos. Sal,yodo, fósforo, y la perpetua danza de las olas, eran confites de-masiado fuertes para estos niños terribles de la tierra. Verdurasy frutas eran la leche natural de sus críos. Y más que nada,suelo firme para que sus cabecitas no enloquecieran del todo.

IX

Gigantomaquia

Hay días en que el mar tiene una benignidad y una dulzuracomparables, cuando menos, a las que brindan los más cuidadosjardines de la tierra. Sólo que su encanto sedativo es doble cuan-

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do el que puede gozarlo acaba de escapar a duras penas de lasasechanzas que suelen jugar los más burlones demonios del abismo.Era el caso de los tripulantes del Petrel.

Un cielo completamente desnudo, con sonrisa de niño, ya esbastante suerte para el que navega; lo es demasiada cuandoel mar, como un gemelo, tiñe con aquella serenidad y aquellaalegría sus ondas azules.

Sobre ondas así iba bogando el Petrel cuando los vigías can-taron:

—;Delfines a la vista!

Aquello era el menudo complemento para la felicidad mari-na, la rúbrica que caracterizaba el buen tiempo, fuera del es-pectáculo en sí, que pocos quisieron desperdiciarlo. Ver surgirdel agua a los cuerpos más lisos y esbeltos del océano - con el or-nato de su aleta dorsal - trazar su puro arco negriblanco sobreel cielo y sumergirse de nuevo en su cielo líquido para resurgirun poco más allá, dar una completa cabriola en pleno aire a variosmetros sobre el nivel del agua y repetirla una y otra vez, des-apareciendo a cada intervalo, ejecutando así una verdadera danzamarina, todo con tal inocencia, brío y gracia que era una traduc-ción perfecta del goce de vivir, un júbilo que volvía casi infantilel alma callosa y rugosa de aquellos hombres.

Pero el delfín es, tal vez, T a más alegre criatura, no del mar,sino de todas las criaturas vivientes. Después de otras pruebasmás juguetonamente acrobáticas, como la de lanzarse en plenoaire muy por encima de las ondas y caer de espaldas sobre ellas,mostrando el nevado vientre, muchos delfines resolvieron darcortejo al barco, pasando en hilera a babor, sumergiéndose yreapareciendo a proa, como patrulla exploradora o mensajera.Con buen vientecillo de popa el Petrel corría con todas las velasdesplegadas, menos el foque.

Pero los delfines dispuestos a competir con él, si se quedabana la zaga un momento, sólo era para ganar la delantera, saltandootras tantas veces a un lado o corriendo a proa, exactamenteigual que un perro juguetón con su amo que marcha a caballo.Si alguno se desviaba a ratos era para lanzarse detrás de algúnpez volador como un galgo detrás de una perdiz.

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Se oyó de pronto:—¡Ballena a proa!—¡Ballena azul!

Un chorro altísimo y de gran cáliz -una verdadera pal-mera vaporosa - se elevaba a lo lejos.

Casi al mismo tiempo los delfines desaparecieron uno trasotro.

¿Qué había pasado? La causa no tardó en ser advertida.A no mucha distancia, hacia babor, vióse avanzar de cos-

tado al más soberano monstruo que hubiera visto nadie hasta en-tonces: una serpiente - la gran serpiente marina que los sabiosy no pocos legos creían pura fábula - de un perfil como decien metros. Veíase ondular, en plano vertical como los gusanos,su desmesurado cuerpo, y en su lomo advertíase, en lugar de es-camas, aletas triangulares.

—¡Orcas! ¡Orcas!—Las ballenas asesinas!

Eso gritaron tres o diez voces casi simultáneas.En efecto, era una bandada de orcas marchando en fila in-

dia, repitiendo cada una el ademán de la que iba adelante, enformación tan perfecta que a la distancia ofrecía la imagen deun solo inacabable monstruo.

La orca, el más negro pirata que registran la anchura y lahondura del mar, demonio número uno del abismo, el único quebusca a designio la sangre caliente, sin perjuicio de merendarsetiburones y otros fiambres sólo por variar de plato, el único quecaza en banda con plan prefijado y concertada acción como loslobos que atacan al gran ciervo o al búfalo.

En celeridad, temeridad y rastrera inteligencia, nadie pue-de competir con esta ballena de bolsillo que no evita ni recela lavecindad de la tierra firme como los otros cetáceos, sino que searrima adrede a ella, dejando apenas ver, cuando eso ocurre, suretinta aleta lomera, y arrebata de la costa lo que se le pone atiro: pingüino, foca u hombre. En la torva inmensidad de losmares helados o templados del sur, no teme seguramente a nadie,ni al propio gran cachalote, pues éste tiene armada sólo su man-díbula inferior mientras ella cuenta con doble armadura y doble

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astucia. ¿Qué mucho que más de la mitad de las focas cazadasen el Antártico lleven, como marca de amo, la huella de susdientes? Pero eso no es todo. Sin espanto y espantosa, va másallá aún, como ya lo veremos.

Escorando a babor, la línea de las orcas se dirigía a sotaven-to, es decir, delante del Petrel y en dirección a donde soplara laballena que se había sumergido ya.

Los del barco sospecharon la ocasión de presenciar un lancede la mayor cacería habida en agua, aire o tierra. El Petrel mar-chaba con buen viento en sus velas, llevando siempre de vanguar-dia a las orcas, cuando en eso, a poco más de cien metrosde distancia, se alzó el torreante chorro de la ballena azul. Pro-bablemente era algún macho solitario, algún patrón de harén ju-bilado por los años o la derrota. En un cerrar y abrir de ojos lasorcas rompieron filas, ganosa cada cual de llegar a su meta.

-¡Arriar las velas de juanete! ¡Y las velas pequeñas! -se,

•oyó ordenar a Ticho. - ¡Abajo el timón!Los vigías quedar= en sus puestos; los demás hombres se

colgaron de las jarcias o se estrecharon junto al cabrestante.Entretanto la ballena había desaparecido y sus seguidores

detrás de ella. Pero eso no duró mucho tiempo. El gran resuelloreapareció a cierta distancia, aunque breve y espasmódico. Suszagueros surgieron junto a él.

La gran ballena, que lleva heráldicamente en su lomo el colordel cielo y el del mar alumbrado por el sol, y para quien todacriatura que no sea de su familia resulta liliputiense, estaba a ojosvistas poseída de miedo ante la traílla de sus mediocres secuaces,como una vaca encumbrada por una cuadrilla de cóndores. Intentófugar por el espacio que quedaba libre a estribor, pero en lasaguas la rapidsz de un viraje depende de la escasez de eslora, y lasuya era larguísima. Sus seguidores, advertidos, le cortaron laretirada, cercándola y la verdadera agresión comenzó, es decir,el más gigantesco cuerpo a cuerpo del mundo.

Las orcas atacaban por delante y por la parte anterior deambos flancos, procurando anular la única defensa del cíclope: sugolpe de cola no menos poderoso que un golpe de mar o un empe-llón de témpano. Con azogado manejo trataban de morder y des-

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garrar al desmesurado contendor, girando de inmediato para con-jurar todo peligro, más descargando al mismo tiempo un coletazosobre su víctima. De pronto alcanzó a verse, que una de las orcas,que parecía inmóvil, estaba ya prendida del labio inferior de lagigante, como una sanguijuela. La batalla pareció acrecer en furiacon los hampones saltando con ímpetu de lobos, sobre las ondas ylos flancos de la ballena, virando para apalear su es palda a cole-tazos. La ballena a su vez no permaneció ociosa: movía su cuerpode un lado a otro, y su musculosa cola, accionada por docenas decaballos de fuerza, describía dos ademanes, los más vastos de lazoología: de través, en dirección contraria a la de las aguas, o dearriba abajo, y entonces una enloquecida ráfaga desfondaba elagua o un acostado trueno se extendía sobre las olas entre espu-mas de catarata.

Pero al fin una orca consiguió amordazar la mandíbula in-ferior de la ballena, del costado opuesto al ya ganado por su com-pinche, y ambas, apretando con tenacidad de buldog pretendíansin duda alguna hacerle abrir las fauces. Los pequeños y los in-mensos golpes de cola parecían ganar en rapidez y fuerza, y tantoque apenas podía distinguirse algún detalle, pues el combate erasólo un vertiginoso remolino velado por el terror blanco, es decir,el del hirviente infierno de espumas.

A un costado, fuera del círculo de la lucha, una de las orcasdebatíase gravemente herida o agonizante, mientras otras, conel espinazo roto, flotaban mostrando su vientre al sol. Pero al fin,en el límite de la resistencia, el leviatán dejó caer la quijada, abrióaquellas indefensas fauces, tamañas como un golfo, y dos de susatacantes, uno primero y otro después, se arrojaron allí sin uninstante de vacilación. Cuando allá adentro la lengua fué sajada,todos los agresores se retiraron a distancia prudencial a sabiendasde que el peligro acrecía en vez de mermar; de tal modo laagonía del monstruo y su titánica hemorragia se convirtió en undelirio de espuma y de sangre, algo más anonadante de ver quecuanto habían presenciado los viajeros del Petrel hasta entonces.

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La tripulación

¿ Cuánto tiempo hacía que el Petrel había dejado su puerto departida? Dos años y algo más. Pero algunos de sus tripulantes noestaban seguros de sus cuentas con el tiempo. ¿Existía el tiempoen el mar, acaso? Aquí el sordo aletear de las velas contralos mástiles, el viento tartamudeando profecías en los aparejos,el rezongo burlesco de la cala, la ferocidad y la bondad irrespon-sables de las olas, el escándalo tempestuoso de gaviotas, cormo-ranes y otras plumas de mar, el tañido angustioso de la campanadel barco adentrándose en la niebla, la pirotecnia del mar en cier-tas noches, el agua que fermenta como mosto y embriaga comovino en las borrascas, días y días y meses y meses sin la visiónde un árbol y tal vez ni de un velamen, de algo que hable delmundo de los hombres, no más color de hierba que el verdemar,ni más humo hogareño que la bruma, ni otro ladrido que el delviento, apenas la candidez de la espuma entre los azules paralelosde abajo y arriba: el mar siempre, más huraño que el bosque oel desierto, el mar que siempre parece volver la espalda, y siempresobre él las maravillas vírgenes, los terrores inmaculados de lodesconocido, siempre oteando el signo de resplandeciente niebla dela ballena, bajo los duros cielos circumpolares, o en las calientesondas, confundido de lejos con las palmeras de las playas.

Tal vez de chicos todos los marineros habían jugado en lasplayas con el mar como un cachorro, o con más frecuenciahabíalos empujado a él la sangre náutica heredada del padre odel tatarabuelo.

Párpados arrugados por el espejear de las aguas o el salpicarde salmuera o espuma en las borrascas. Cutis curtidos menos porel sol que por los vientos cargados de hielo o de yodo y sal.

¡Oh! el viento, el más solitario e irascible de todos les dioses.El viento, la legión de los vientos soplando desde todos los puntos

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de la rosa. Los vientos barrenieves del remoto sur. El desbocadoviento que envían los Andes diagonalmente a través de las pampas.Los de hornalla de los trópicos. Los de los desiertos de arena quesacan chispas del pelo.

Porque dicho está que no había muchas aguas que hubieranescapado a la quilla del Petrel y que sus tripulantes no las hubie-sen incorporado al mapa de sus almas de algún modo, desde lasondas de calma chicha junto a las islas Zonda y tantas más, ylos rebaños de témpanos trashumantes en los glaucos mares delextremo sur hasta las tormentas equinocciales en el Atlánticomedio.

La costumbre es todopoderosa y parece implicar fatalmentealgo de simpatía y cariño y tanto que hasta el preso se apega encierto modo a las rejas de la cárcel. ¿No habían de apegarse losermitaños del mar a aquella cuña de corcho entre dos infinitosque era el Petrel?

Es verdad que el marinaje dormía a tabla rasa, sin más rega-lía que la frazada y el capote de jerga, y que el rancho hacíaseen la crujía, donde acuclillado, cada hombre debía habérselas casiinfaliblemente con la sopa de aceite rancio y ratonadas migas debizcocho, y sólo a veces, con lardo, cecina o abadejo. Pero algo desus almas estaba adherido a todo eso como el monótono y duromarear - o a la saloma (el rítmico dúo entre el contramaestre yellos para capear algo la uniforme truculencia del esfuerzo) o alchifle llamando a la maniobra en la alta noche a veces.

Esos hombres, que en su casi totalidad carecían de hogar entierra, veían uno, sin saberlo, en el Petrel, amañándose a sus palosy cordajes como a un árbol de patio casero, sin que a ello fueranóbice los castigos que nunca escaseaban, desbordados a vecescomo una marea.

Y como si el calofrío del espanto fuera indispensable, a faltade algo mejor, para que el espíritu no se amodorrara con el soporde semejante vida, obraba la variada flora de las supersticionesy leyendas reiteradas incansablemente con el mismo fervor entreuna santiguada y dos reniegos casi siempre: los fuegos de SanTelmo, es decir, las almas en pena de los ahogados trepando a losmástiles, las islas del fondo del mar cuyos árboles tienen hojas de

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''GASTON GORI#- WI SHERTON -

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nácar, los campanarios de las poblaciones sumergidas cuyos repi-ques se lograban sentir a veces, la borrasca que podía ser aplacadarezándole a la séptima ola o arrojándole un crucifijo. (Aunquenada de nada podía a ratos, en estos célibes dantescos, acallar esoque había engendrado el mito de las sirenas: la insondable año-ranza de la mujer expresándose según el temperamento y el mo-mento en sus dos formas extremas: la obscenidad y la ternura.)

Ocurrióles fondear cierta noche junto a una isla del mar an-tillano y he aquí que a la madrugada siguiente debieron demorarun larguísimo rato la partida tan sólo porque el mar estaba can-tando. . ¡ Sí, cantaba el mar, cantaba el mar! Ante ese abiertomisterio quedaron todos sin habla, algunos con el índice amagandoa sus labios, otros con una mano esbozando un gesto de acallar elcorazón, secretamente presos de terror y maravilla. Era algo deprofundidad, de vastedad y de finura al par, algo que venía de muycerca y de muy lejos a la vez, y tan vibrante y subyugante quelos hombres se sintieron corno mágicamente arropados en un man-to de cristal vivo.

¿Qué campanas de plata eran ésas, tañendo en qué inversoscampanarios? Tal vez sólo Maur pensó que allá abajo el mar esta-ba entrando y saliendo de sus cavernas como el aire entra y salede los tubos de un órgano. Los demás sólo atinaron a pensar enalguna zambra de los hechiceros del mar celebrando quizá el arriboa su nadir de las almas de los ahogados... En cualquier caso lainenarrable música llegaba directamente al alma, pero envolvíatambién el cuerpo estremeciéndolo como una brizna en su pode-rosa cadencia. ¿Cuánto tiempo duró aquello? Cuando cesó huboun largo silencio y cuando el hechizamiento se desvaneció unavoz del grupo tradujo el sentir de todos: - ¿ Quién ha sentido en

el mundo una cosa más bonita?Pues la verdad es que, propiciando las reminiscencias, no

faltaban días de ocio, largos días de ocio, cuando por falta hastade un suspiro de aire las velas caían fláccidas. Entonces era tam-bién la ocasión de echar un remiendo a las vestimentas o a las velascon la aguja triangular y el rempujo, o de grabar en un hueso deballena, con algún sabio cuehillejo de bolsillo o un diente de tibu-

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rón, las enormes escenas del oficio fijas en sus retinas, o detatuarse en el pecho o en los brazos, un anda o un bote.

Pero todo eso solía interrumpirse de sopetón cuando habíaque ir a bailar sobre una ballena frente a ese zaguán del abismoque son las fauces del cachalote, o a enhebrar el arpón en el flancode la ballena común arriesgando irse a jorro de ella al cimientodel mar. O era la borrasca, cuando las olas, criándose, esconden elmar, y la noche cae en pleno día, y no hay más iluminación quela de la espuma encendida por el relámpago.

Y también estaba Ticho, el capitán, a quien temían y odiabantodos, sin dejar de confiar en él. Ticho debía haber nacido sin du-da-sobre las olas o en algún escollo. Parecía tener con el mar unparentesco de sangre. Parecía conocer, como otros conocen laslíneas de sus manos, los vientos, las corrientes, los arrecifes, losbajíos. Semblanteaba el cielo, venteaba el olor de la fiebre de laborrasca aún oculta, tomaba el pulso a la marea. Calculaba la fuer-za del viento por el roce en su cara. Conocía todos los mares delmundo, con su variedad de aspectos, temperaturas y caprichos,como un médico conoce a sus enfermos. Olfateaba en la oscuridada la ballena o al islote cercanos. Y sólo Maur, el silencioso segundooficial, igualaba su certería en los cálculos inciertos de la estimay la distancia.

Ticho sabía acaso más cosas de las que él mismo imaginaba.En los momentos de apuro y riesgo grandes, parecía poseído deinspiración, de algo corno una embriaguez lúcida, y no errabanunca o casi nunca. Pero este hombre, que sin duda por índoleo crianza, tendía al endurecimiento, había petrificado del todosu alma con el ejercicio del mando absoluto en la soledad abso-luta del mar. Era ya una pura máquina de lucha y de dominio.Algo perfectamente inhumano. Algo carente ya de toda imagi-nación humana, como los hijos de la zoología, es decir, peor, por-que el animal humano había degenerado en él. Y tanto, quecualquier síntoma de compañerismo o condolencia, le parecía deltodo ridículo y despreciable, y la menor muestra de iniciativa delos otros, de libertad ajena, le resultaba inaguantable y digna decastigo, cuando no de muerte. Sin detenerse a pensar en ello,

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sentía que sus hombres debían ser meros instrumentos suyos.Sentía el flujo de su odio a él impasiblemente, como una resul-tante física. Y también sabía que sólo los frenaba el miedo, peroapenas parecía sospechar que ese miedo y ese odio de que él pa-recía gozarse como de un homenaje a su fuerza, lo aislaban, loencarcelaban más en sí mismo, hasta embrutecerlo vengadora-mente. (Todo esto mientras seguía guardando el secreto de loscelos que Maur despertaba en él: sí, ello era risible y él podíadespreciar a Maur... pero nada le impedía sentir que, de algúnmodo, ese hombre era más fuerte que él.)

Cuando un día, junto al palo de proa, al agacharse para alzarla pipa que acababa de caérsele, algo que sintió vibrar junto a suoreja izquierda se clavó en el tablón del piso, Ticho lo adivinótodo antes de mirar siquiera. Arrancó el cuchillo que aún oscilaba(su afiladísima hoja había marrado por una pulgada su nuca)probó su filo con un dedo, silbando a la sordina y guardó el armaen su cintura con la sonrisa más perversa.

Adivinó la secreta complicidad y la decepción de todos poraquel tiro fallado. Mas eso, en lugar de apenarlo, lo afirmó másen sí mismo, en su ley: sí, él contra todos.

Aunque en esto último estaba en un error, el del espejismovanidoso de todos los tiranos. Honestamente hablando, no esta-ban todos contra él, porque no estaban unidos entre sí y, másaún, porque en la mayoría el miedo y sobre todo el hábito de laobediencia, podían más que su odio. Todo ello sin contar lo con-sabido: la existencia de entregadores o delatores. De un modo uotro Ticho sabía lo que se pensaba en el castilo de proa y estadesconfianza entre ellos mismos era la causa real de la impo-tencia de sus adversarios. Ei mecnisrno aciago de todas lasopresiones.

El gran hecho del día siguiente fué que, tornando de pretextoun simple reclamo, Ticho mandó atar por las muáecas a los oben-ques a un marinero, desnudo de cintura arriba para castigarlopersonalmente como solía hacerlo en ocasiones análogas. Pero nofué así, porque Ticho a veces se superaba en perversidad a símismo.

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—Maur - dijo con voz casi dulce, alcanzándole el látigo yseñalando con el mentón a la víctima. Tenga la bondad... Seme ha resentido un poco la muñeca.

El interés por la escena aumentó a ojos vistas en la tripula-ción casi toda presente. Maur era el único hombre respetado yaun querido, si podía hablarse de respeto y amor en criaturasque, a buen seguro, habían perdido todo respeto de sí mismas ycuya única pasión era el odio. De cualquier modo, esa relacióninterior con Maur era el último débil vínculo que los unía a lohumano, a la dignidad de lo humano.

¿Qué haría el buen Maur?Les pareció que palidecía y que un leve temblor recorría su

cara. En todo caso no hizo el menor ademán de recoger el flageloque le alargaba su jefe. Éste disimuló su estupor y su rabia.

-Maur, haga el favor... -musitó, reiterando el ademánanterior. Maur no se movió.

-Jim! ¡Polo! ¡Tú!... —gritó el capitán con su voz deleón. - ¡Suelten al otro y que ese hombre ocupe su lugar! ¡Quí-tenle la chaqueta primero!

Así se hizo sin que Maur opusiese la menor resistencia. Yaunque no faltaron entre los mirones algunos que ciñeron losdientes y los puños y estuvieron a un tris de vencer la inhibición,nada pasó al fin y el hombre escapado al castigo fué obligadoa azotar, hasta vestrlas de rojo, las esnaldas desudas de Maurque puso toda su hombría en resistir aquello sin exhalar unquejido.

XI

M a u r

Maur era hijo de un profesor casado en segundas nupcias.Nunca se supo qué fué lo que habíalo llevado a dejar su casa yembarcarse en un ballenero. Se decía que por huir de la madras-

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tra y de la sequedad de la pedagogía paterna a la vez. Tambiénse habló de un desencanto amoroso.

Lo que nadie se preguntó nunca es cómo atinó a buscar unoficio de pura actividad física un genio caviloso. Maur lo era enexceso.

No sólo en las horas de reposo sino en las de fajina - en larueda del timón, por ejemplo—, dejaba ver siempre su aire abs-traído. Sólo que nadie sospechaba siquiera en qué aguas se movíansus cavilaciones.

"Quizá ni la veleidad femenina -decía Maur -, ni el mal-estar entre los míos, ni mi fantasía muchachil, tengan la culpade que yo lleve ya tres años de soledad en el mar. Quizá estovenga de más lejos.

"Oh, después de todo, no es cosa de chisgarabíes esta vidade los balleneros entre el cielo y el mar. Quizá el secreto de fondodel alma zoológica y de la humana sea el mismo: la vida, no valela pena vivirla si no se la arriesga. Y eso se cumple aquí comoen ninguna parte. Sí, las batallas verdaderas las dan los elemen-tos. Junto a los desmesurados cazadores del cachalote, arrimán-dose a él de pie en una cáscara de coco que flota sobre el abismo,los demás parecen cazadores de conejos. Sí, ¿pero es que el másauténtico valor humano está en cosas como éstas? ¿Se podrá pro-bar que toda destrucción de vida no implica de algún modo ladestrucción de los verdaderos instintos creadores del hombre?

"No es mera travesura revivir un poco en el horizonte delindividuo y del día de hoy la prodigiosa aventura de la especieen los siglos. Ah, buscar una suerte de embriaguez más profundaque la del poder, del arte y la riqueza, más que el mosto de loshombres y el vino de los dioses, tal vez. . . Pero, ¡cuidado! ¿Esque en los imancs del mar obra sólo la herencia de los abuelosvikingos? ¿0 hay algo mucho más lejano - ¡millones de si-glos! -, es decir, de algo que tiene que ver con lo más remotode nuestras células, puesto que toda vida salió del mar? ¡El mun-do no humano de las aguas! ¡Cuidado! Violamos nosotros sumisterio y su majestad, pero él, ¿no viola a su modo nuestra almay la rebaja a su nivel?

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"El mar, la soledad del mar, a lo largo de los meses y losaños, va disgregando el alma del hombre. El mar es más impla-cable que la selva y puede hacer retroceder el alma humana alo más salvaje, a un pulso, a un ritmo de vida insondablementearcaico. Y no se puede volver al pasado sin enfermar.

"En la inmensidad y la profundidad del mar está, como enninguna parte, el misterio de la vida prehumana, anterior a todamemoria del hombre, que debe fatalmente deshumanizar el cora-zón del aventurero del pensamiento. No hay, pues, a dónde huirdel caos de los hombres: hacerlo es caer mortalmente en la bea-tería o el escepticismo.

"Es cobardía, cuando no voluntad de nihil, el entregarsetotalmente al mar. Es volver al pasado, al más remoto pasado. Y elhombre es la única criatura con apetito de futuro. Sea como sea,tiene que seguir adelante.

"Sí, el hombre debe recobrar y reajustar su contacto amo-roso con la Naturaleza, pero sin renunciar a lo mejor que adquirióen su viaje de dos mil siglos. Sin duda la empresa es larga ydura pero no carece de sentido.

"No se trata sólo de que el mundo parezca estar o esté mon-tado por y para la maldad, la necedad y la servidumbre. Si esoestuviera en la naturaleza de las cosas, sería menos difícil resig-narse. Pero no: el hombre es un ser más o menos inteligente ycon una fácil tendencia a la bondad y a la independencia de espí-ritu. ¿Por qué, pues, hay tanta vileza en la sociedad de loshombres?

Los menos viven del trabajo más o menos inhumano de losmás. El sistema marcha sobre dos rieles: la opresión y la cruel-dad, sólo que ocultos bajo las floraciones llamadas moral, justi-cia, patriotismo. También caridad y educación. El ogro se vistecon plumas de ángel. Huyendo de la sociedad de los hombres vineal mar, huyendo del Estado, el dios moderno más antropófagoque todos los antiguos.

"Pero el hombre no puede huir del hombre. El Petrel essólo un pequeño mundo, una miniatura del otro, con sus defectosagravados. Aquí, como en el otro, la base de todo es una tene-brosa explotación. Las mil y una penurias de los balleneros no

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existen porque sí, sino porque ellas aprovechan a los armadoresdel barco. Y para que todo eso se logre del mejor modo, lo entre-gan a Ticho, sin obligación de responder de sus actos ante nadie,al menos mientras dure el crucero. Y si la obediencia absolutaenvilece a quien la padece, el poder absoluto no embrutece menosa quien lo detenta. Sociedad de presidiarios y verdugos, pues."

Dejamos para la postre decir que Maur era ahora el capitándel barco. La cosa arrancaba del incidente ya referido. Despuésde la flagelación, y apenas con las manos libres, Maur, con elsalto más felino e imprevisible, cayó sobre Ticho, abrazándolo.Profunda era la fuerza de Ticho y su rapidez tan elástica queparecía más de mono o de felino que de hombre; pero esta vez habíadescuidado su guardia, y ocurrió también que cuando intentóusar su pistola, alguien se la hizo saltar de un golpe. En reali-dad toda o casi toda la tripulación se lanzó esta vez contra él,pero Maur ordenó que nadie lo tocase, y no sólo fue obedecido—aunque muy a regañadientes— sino proclamado capitán delbarco allí mismo, y hasta el primer oficial sumó su voto.

-Sea, pues - dijo Maur, después de titubear largamente.-Pero comandaré el barco sólo para llevarlo de regreso.

Ticho fué llevado y encerrado en su cabina, mas al díasiguiente lo hallaron muerto. Rabiase ajusticiado a sí mismo conun estilete escondido entre sus ropas interiores.

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La borrasca

Waila el gran macho azul, era el dueño de un gran serrallode hembras y justamente las más de ellas iban en viaje nupcialhacia la zona donde el sol avecina gloriosamente a la tierra sumisterio de fuego, donde se abría el jardín de sus amores. Mu-chas hembras encintas iban en busca de cuna para sus futuros

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hijos. Las demás eran jóvenes doncellas. En alguna parte estabaviajando la cuadrilla de garzones célibes, manteniéndose siem-pre a buena distancia, pues todo intento de acercamiento des-ataba la oceánica agresión del gran turco. Y así era corno, decuando en cuando, el coro de las olas podía asistir de nuevo almás alto espectáculo de toda la vida de los mares: el misteriode las nupcias de la ballena. WaUa y su consorte alzábanse sobresus colas, unidos por el vientre, es decir, poniéndose de pie parael inmenso, fugaz y azul abrazo bajo los cielos, derrumbándoseen seguida, con pesada languidez sobre el mecido lecho de lasolas.

Fué sin duda uno de esos aéreos instantes, cuando Waliadebió ver algo sospechoso y algo como una señal debió ser dadapor él, pues uno a uno todos los miembros de la gran familia sesumergieron de prisa, y cuando tras largo rato los chorros debruma denunciaron su resurgimiento, navegaban ya a buena dis-tancia y en rumbo diferente.

Un velero, en efecto, se destacó sobre la comba de las aguas,a sotavento.

El Petrel estaba entrando ya en las aureoladas aguas deltrópico.

Desde la mañana, el sol maduro y espeso, estaba en todo. Lasolas tenían ese color combinado del azul del cielo y del verde dela tierra. Y los vuelos de las gaviotas eran como mensajes pos-tales de felicidad cambiados entre el cielo y el mar. Sí, el marindolente, risueño y corno soñando.., aunque nunca sea de con-fiarse, pues - ¡cuántas veces! - suele mostrar su aspecto másinocente como adrede en vísperas de sus más desmesuradastruculencias.

Sin decir nada, ni exteriorizar el menor síntoma de preocu-pación, Maur venía abrigándola desde el mediodía. No era sóloese calor que iba volviéndose extrañamente pegajoso. Era, sobretodo el exceso de calma: ni un soplo de aire en el cielo ni, unamancha de espuma en el agua. Además, el sol parecía envueltoen un ligero tul. Había algo de acecho en el ambiente. El marparecía... metido dentro de sí mismo.

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Maur quedóse cavilando, con su pipa en la mano izquierda,apoyando el codo correspondiente en la otra mano, cuando se leocurrió volverse hacia el barómetro. Su respiración se cortó uninstante. . . El termómetro había bajado diabólicamente. El airecontinuaba totalmente inmóvil, pero ya el mar estaba hinchán-dose en combas amplias, aunque suaves, y el barco comenzaba acabecear.

Algunos miraron hacia arriba. De un color amarillento, elsol, como sin rayos, alumbraba sólo a media luz. El aire seguíaestancado, y los rostros y pechos de la mayor parte de los hom-bres brillaban de sudor, pues el bochorno habíase tornado mássofocante y pringoso. Y sobre todo, bajo tamaña quietud, del modomás inexplicable, un mar áe fondo cruzado y muy grueso, hacíarolar al Petrel cada vez más desconsideradamente.

¿El barómetro? Había bajado más aún. Una aprensión máso menos vaga todavía, se iba apoderando de todos, pero cobróbulto cuando se advirtió que un gran nubarrón oscuro, fileteadode rojo por el sol poniente, había aparecido en el norte.

Las olas iban hinchándose cada vez más, y el balanceo delbarco era tal —cantidad de objetos sueltos rodaban ya por elpiso - que para no caer, oficiales y marineros se prendían fuer-temente de las barandillas o de los obenques o de cualquier cosafirme que tuviesen entre manos. Temblaban lOS tres mástilescomo espantados. El agua comenzaba a saltar ya sobre cubierta.Y a todo esto, el aire siempre en calma chicha.

Se oyó entonces la voz de Mauro:—Manos a las di-izas! ¡Adentro las velas de juanete!—¡Preparaos a arrizar las gavias!Con gran alboroto la tripulación se ap resuró a ejecutar las

órdenes.En ese instante llegó el primer golpe de viento, recibido casi

con alivio, a tal punto la pesadez del aire sofocaba a los hombresen cuyos pechos y espaldas el sudor hacía surcos.

Pero eso duró un instante. Una ola de gran comba y enver-gadura avanzó sobre la nao y al romperse contra la borda invadiótotalmente las cubiertas:

—Arriar la vda mayor!

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Arriaron, en efecto, la enorme vela, y la plegaron y amarraronen los tomadores y pusieron los soportes bajo el botalón.

-¡Echar el anda, soltando muy poca cuerda!

Se estaba haciendo eso, justamente, cuando el viento llegóde nuevo, esta vez con un bramido de profundidad y agudezasalvajes, y en tal ímpetu, que el Petrel se acostó peligrosamentesobre el costado de babor, entre la bataola de objetos que cru-jían, silbaban o rodaban.

Apenas el barco comenzaba a enderezarse, cuando una olaque ocultaba el resto del mar visible avanzó con ademán gigantey cayó contra el Petrel. Cuando éste reapareció, chorreandoagua por todos los lados, sus tripulantes advirtieron que algunasaves del mar giraban enloquecidamente buscando refugio, alre-dedor de los mástiles y que el nubarrón de un rato antes, yaennegrecido del todo, avanzaba entre mudos relámpagos a cubrirtodo el cielo.

En eso comenzó a sentirse otra vez el horrible alarido delhuracán al aproximarse de nuevo, cuando su voz fuá ahogada.Detrás de un relámpago, que mostró toda la mar blanca de espu-mas como si fuese la desnudez de, la tempestad, un trueno, cuyoeco debió repercutir hasta en las últimas cavernas submarinas,desfondó las nubes de un solo golpe. Un río ancho como las bocasdel Plata desembocó desde lo alto sobre el mar, mientras el vientosoliviaba una verdadera flota de olas que avanzaban sobre elPetrel.

La borres--a ofrecíase como algo indivsibe, esto es, comoun ataque combinado y envolvente del viento, las olas y las nubes.

Cual más, cual menos, los hombres se dejaron ganar por elmal presentimiento. Maur, reemplazando al timonel junto a larueda y mandando dar cincuenta brazadas de cadena al anda, acu-dió a lo más temerario como a lo único prudente, tal vez: ponerla proa de cara al temporal.

Y aquello, que era peor que una batalla o un temblor detierra, continuó machacón y sin acabo hasta el aburrimiento, sieso hubiera sido posible. En plena oscuridad, por lo demás, puesel vendaval había roto o apagado todas las lámparas, y así, pese

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a todo, el relámpago era un alivio en aquella noche salida delinfierno o venida de extramuros del mundo.

El Petrel ya no viajaba sobre un mar liso o undoso: estabaatravesando, ¡oh dioses!, una trémula cordillera de agua, entrecimas, valles, desfiladeros y fantásticas avalanchas.

Si el mar estaba ebrio, el barco parecía mareado. Cada balan-ceo era peor que el anterior. A su vez, cada envión del vientodaba impresión de ser el supremo y el final, pero recomenzaba,con un estruendo que provenía no de algo exánime, sino de vocesvivientes y con alma, lamentos, rugidos o alaridos, o una gutu-ración demoníaca oscilando entre lo más ronco y lo más tiple- a ratos corno si se tratara del diálogo entre el domador y lafiera, con gruñidos hirvientes y ásperos gañidos, entre el silbary el restallar del látigo y el eco de las voces de mando -, o yaera como el alboroto de una muchedumbre en un circo sorpren-dida por el incendio.

A veces el movimiento cruzado o atornillado del huracáninmovilizaba el barco, luego le daba un dulce vaivén de cuna yde pronto. . . lo echaba al corazón del infierno. Por ratos, entretumbo y tumbo, según los giros del viento, el barco se acostabasobre el costado de estribor para caer instantes después sobre elde babor, o un rato más tarde se despeñaba casi verticalmentede proa sobre un abismo de espumas, entre chirriar de cade-nas, crujidos del maderamen y el silbar y bramar de cuerdasy velas aún atadas. Y también las voces, despedazadas por elviento, de los hombres que aún luchaban o resistían a su mane-ra. Pues, pese a todo, los marineros querían estar sobre cubiertay no debajo, que cualquier cosa parecía preferible a la idea demorir ahogado allí como una rata.

Cuando semiahogados por un golpe de mar (con la salmueray las algas metiéndoseles en la boca, la nariz o las orejas) con-seguían enderezarse a medias y a ciegas bajo chorros de agua yrespirar a bufidos, un nuevo tumbo líquido los arrojaba al pisoo contra las paredes o los palos y entonces, desesperadamente,con el alma en los dedos y las uñas, trataban de asirse de cual-quier cosa estable, como el náufrago de una tabla flotante o de

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la roca de un escollo. Y cuando alguno lo conseguía, casi siempreotro prendíase de sus piernas o su cintura.

Maur, agachando la cabeza bajo los golpes de agua o sacu-diéndola después con ímpetu, se aferraba con ahínco al timón,empeñado aún en salvar - cosa que sentía cada vez más impo-sible - al barco y a las vidas que llevaba. "Porque así ocurre- pensaba brumosamente - que mientras los demás liban comopequeñas abejas sus pequeños placeres o se ponen el gorro dedormir y apagan la vela, hay hombres que luchan solos, en eldesamparo absoluto del mundo, para tener a raya la demencia delocéano o la imbecilidad de los hombres". .. "¿Demencia? —conti-nuaba delirando Maur -. Quién sabe. . . Los impactos del marparecen dirigidos endiabladamente a los órganos vitales del buque,cuyos cabezazos denuncian ya la ceguera o la idiotez de un hombregolpeado en la nuca. .

Hombres, maderos, hierros, asientos, botellas, objetos irre-conocibles, saltaban o rodaban como bochas de un lado para otro.Y la campana tocando por sí sola, y los gritos esforzados hastahinchar las gargantas eran burlados por el viento, y se oían ajirones, o llegaban como de una distancia remota. O no se oíansimplemente, pues el estruendo de la borrasca era sin duda hechoadrede para ahogar antes de lo difinitivo hasta las voces delhorror humano.

Y aun había otra cosa de mayor pasión y agonía: de másallá o de adentro del tumulto mismo percibíase algo como unarecóndita e infinita quejumbre, pues acaso el huracán era forzadoa hacer lo que estaba haciendo. No, aquello no era furia ciega,aquello daba la seguridad de ser algo implacable y lúcido: lavenganza de los dioses del abismo, el despliegue de un odio acu-mulado por siglos y siglos contra el insoportable intruso que SCi

atrevía a profanar el misterio de las grandes aguas.Y de pronto, contra toda espera, el viento cesó de golpe. A

la luz de un relámpago, el mar se mostró como empeñado enalisar a prisa la curva de sus ondas y apagar el hervor de susespumas. Las voces y los ruidos familiares del barco reapare-cieron como resucitados. Pero la confianza apenas pareció alen-tar de nuevo. Había en el ambiente algo invisible e inquietante

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como un acecho. Y en efecto. La abismal ofensiva recomenzó másfuriosa. El huracán atacó con un alarido ronco y vibrante quefué agudizándose en algo como una rechifla burlesca. El barco,amurallado e inundado de agua por todas partes, volvió a sudanza epiléptica. ¿Qué? El mar mismo parecía embriagarse cadavez más con el propio espanto que derramaba. (A la luz delúltimo relámpago vióse que la borrasca se había llevado todo loque podía ser llevado de sobre cubierta y que faltaban dos botes.)Había, pues, una realidad del horror capaz de superar todo loque pudiera inventar la fantasía más amedrentada.

Algunos de aquellos hombres tan rudos y aguerridos de cuer-po como de alma comenzaban a hacer cosas de solteronas histé-ricas, por ejemplo: dar gritos cuando la pausa del huracán durabademasiados segundos. La tempestad, con su horror enorme y mi-nucioso estaba ya acabando con las resistencias más íntimas delhombre.

No es nada el agotamiento físico; lo peor es la fatiga delalma que la entrega inerme a la fascinación de bruja de la tor-menta. Hay una especie de cobardía heroica que es la resignaciónserena a la fatalidad. Sólo lo verdaderamente heroico es capaz deluchar contra toda esperanza, y, oscuramente, eso era Maur enel fondo.

Todos habían vivido años en unas cuantas horas y sin dudaalgunos tenían las primeras canas y otros habían ya encanecidodel todo.

Un nuevo relámpago, que duró largos segundos, mostró unanueva enorme ola acercándose al barco. ¿Qué precipicio ca yó elviento detrás del encumbrado monte de agua? El Petrel se lanzóde cabeza según una línea no lejana a la perpendicular, tantoque los mástiles parecieron ladearse corno álarnos hachados enel tronco, con un convulso ruido.

Pareció el comienzo del fin. El mismo Maur sintió sin dudaalgo mucho más hondo de lo que revelaron sus palabras dichascomo para sí mismo solamente:

—/Esto se pone feo!De los hombres, muchos gritaron o aullaron. Otros se que-

daron con las bocas abiertas, mudos, y con rostros y ademanes

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de ciegos. El ser humano, desvencijado por el terror grandioso,vuelve a la infancia prehistórica, la de los miedos cavernarios, ya la otra, la de la cuna y el coco.

—Dios mío! - sollozaron.—Madre nuestra! ¡Mamital.Casi todos recordaron entonces lo que nunca debe olvidarse:

que quien navega sobre el mar camina sobre un cementerio infi-nito. Pero el Petrel al fin se levantó de proa dificultosamente,como trepando a gatas por una empinada ladera. Si bien cuandoalumbró el nuevo relámpago, se vió avanzar una ola de tal enver-gadura que parecía tener de retaguardia todo el océano y dosveces la altura de los mástiles. Fué entonces cuando uno de losmarineros, loco del todo ya, sin duda, gritó roncamente:

—SMi capitán) el mar se levanta sobre sus patas traseras!

zuII

Los dos leviatanes

Casi junto con la entrada del invierno habían llegado a lasaguas ecuatoriales las ballenas azules y otras familias de la grantribu que venían del sur. Walia y los suyos entre los primeros.Pero allí estaban ya, de meses atrás, otros pueblos de la mismaraza, procedentes del Ártico, pues como las estaciones están enrazón inversa en un hemisferio respecto del otro, la peregrina-ción se hacía a un tiempo de norte a sur y viceversa, en ambasmitades del globo. Y así ocurría - como ahora - que los nóma-des del Antártico llegaban al Ecuador cuando los del Norte esta-ban retirándose de modo que algunos individuos, confundidos oa sabiendas, incorporábanse a los últimos, pasando así de un poloal otro.

Los cachalotes, las grandes ballenas dientudas, originarias,según tradición, de los mares tórridos, estaban allí como en su

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casa. Era la estación del amor ya lo dijimos, pero también ladel alumbramiento. Veíanse en efecto ballenas madres, con susballenatos de pocos días y de cuatro a seis metros de largo, enprocura de arrimo a las mamas perdidas en el repliegue del vien-tre de la madre, quien, llegada la ocasión, y sin dejar de lucharcon el oleaje, daba su biberón de dulce y pastosa leche a su bebéno en gotas o hilos, sino en una caudalosa riada.

Cual más, cual menos, las distintas familias de ballenas, con-servaban aún, en lo más oscuro del ser, la reminiscencia de losinocentes días del edén, cuando la única criatura de dignidadoceánica -al par del arrecife, la tormenta o la vorágine—, laballena, se paseaba indolentemente por todos los mares, sin quenadie soñase siquiera en lesionar su majestad. Aun después queel pequeño demonio, el hombre, violara las grandes aguas, habíaseguido respetando a las ballenas. Pero eso no podía durar mu-cho, pues demonio y respeto se excluyen mutuamente, y la mise-rable bestezuela terrícola en dos patas se atrevió con el leviatángracias, naturalmente, a las trampas de su alevosa astucia: lacáscara de coco de su bote y su flecha con soga corrediza. Aunasí, siguió sin ánimos de atreverse con la ballena azul, la granreina, como no fuera por excepción demente.

La antigua confianza de la ballena en sí misma estaba lejosya de ser absoluta. Podía verse gran parte de su orográfico cuer-po sobre las aguas en quietud beata, como arrullado por las on-das. .. pero bastaba una vela en el horizonte o un rumor dehélice -y a veces sólo el vuelo de un pájaro - para que la belladurmiente desapareciera. Se trataba entonces, casi siempre, deejemplares ya ofendidos por el hombre.

Aunque es bueno decir que en el cachalote, cuyas fauces den-tadas recuerdan el tridente del antiguo dios marino y cuya testaes la cachiporra del océano, su agresor recibía la del talión decuando en cuando. ¿Qué fatalidad era la que lo arrastraba a envi-dar la ira del monstruo, desmesurada como una pleamar? Y toda-vía el hombre se creía con derecho a escandalizarse de que labestia tan gratuitamente perseguida por él, diese muestras deuna maldad tan talentosa como la suya..

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Sabíase de casos en que al ser arponeado (o sin serlo, sólopor haber visto agredido a su compinche, o por mero gusto) ha-bía vuelto después de fugar sumergido a medias, y poniéndoseal sesgo y casi panza arriba, cogía al bote entre sus mandíbulascomo un mastín a un hueso, o dejaba de lado a los botes (comotigre que salta sobre el cazador mirando en menos a los perros)para volverse a atacar al barco, jubilándolo de un solo golpe desu mollera y enviándolo a los enmohecidos museos del gran fon-do... Esta especie de punición preventiva aparecía aun más mis-teriosa y temible que la borrasca o la vorágine. ¿Qué mucho queel monstruo color de profundidad creara a menudo en torno suyoun vertiginoso círculo de espuma, de terror y de hechizo?

Algo más sencillo pero no menos escalofriante era lo quehabía pasado con la última cacería del Petrel. Su tripulación, quese sentía vivir de alboroque después de salvarse de la gran tor-menta, había empleado más de una semana en reparar sus incon-tables averías. Comenzaba a navegar en aguas del trópico, cuandouna tarde, dos horas antes de ponerse el sol, un solitario chorrose dejó ver a escasa distancia. Bajar los botes, tripularlos y remarhasta la vecindad del monstruo fué obra de no mucho rato. Dosde esas balleneras llegaron casi juntas y a cosa de unas brazadasuna de otra. La de Maur fuá la primera en ponerse a tiro. Ala voz de su jefe, el arponero se alzó sobre sus pies y tras unbreve apronte fundibuló su astil. . . en momentos en que el cacha-lote, doblando su cola sobre el lomo, la bajó como un relámpago.Felizmente los agresores no fueron alcanzados, pero de la vecin-dad y violencia del golpe tuvieron idea por la ráfaga que inclinóal bote sobre el costado de babor. Sólo que un grito inenarrablesalió del otro bote, donde el arpón, desviado por el coletazo alu-cinante, había ido a envainarse mortalmente en el flanco del arpo-nero. La cosa los heló hasta la medula.

Fué no mucho después de eso cuando el anuncio hecho porMaur de que, en adelante, no se apartaría del camino de regresoa la aún lejana orilla nativa contribuyó a levantar los ánimos.Y tanto que un buen día decidieron atacar a una ballena cuyaambiciosa chorretada - la calcularon en treinta codos de altu-ra - arbolaba el cielo. Debía ser la de algún jefe cubriendo la

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retirada de su familia, pues más lejos se alzaba aún uno que otroresuello. En efecto, era Walia y su gente.

La aventura se inició con brioso buen humor, entre juramen-tos y risas.

—Por qué será muda la ballena?—Porque al cantar se ahogaría con los chorros que lanza.—No, no es eso.—Porque si hablara, su voz desfondaría todos los oídos.

—¡Eso!...El monstruo se alejaba a barlovento, y así hubo necesidad

de bogar de bolina, con mucho gasto de remo, entre el ruido delas olas escupiendo la proa, los pilotos alertando la tarea.

—Remad. Así. Remad duro. ¡Duro, duro! ¡Partid en canalal viento! ¡Aun! Por toda la sal y La espuma del mar. ¡Por sutodo y sus tinieblas! ¡Remad!

Remaban mostrando sus torsos desnudos, por encima de laregala, bañados sus músculos de brillo y de sudor, hacia proa elarponero de remero ocasional, hacia popa el piloto esgrimiendoel remo timón.

La ballena -era una ballena azul - elevaba de nuevo sufantástica columna sin hacer más caso de ellos, al parecer, quedel averío que gritaba en el aire girando en torno suyo.

En el primer bote que se acercó a distancia prudente cantóal fin la voz del piloto:

—Arponero, ahora!El arponero se alzó en proa con su lanzón boomerang en la

mano, las piernas muy abiertas para equilibrarse sobre el boteen vaivén, y jugando espléndidamente los relieves de su esculturaviva, arrojó el arma. La bestia herida se lanzó a todo escape,mientras sus agresores, con destrísimos esguinces, se acomodaronen el bote, a fin de no contradecir el despliegue de la soga delarpón, peligrosa como una de ahorcar o una anaconda.

Y como vencidos buenos instantes, el prófugo no diera mirasde detener o aminorar su tren, el bote debió lanzarse en pos atodo remo, seguido de los otros dos. ¿Cuánto duraba ya la verti-ginosa maratón? De pronto, arqueando el montañoso lomo, elanimal buceó entre un vórtice de espumas. Y la cuerda, que pare-

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ció aligerarse sola, llegó a su acabo sin dar tiempo a nada, y elbote amenazó hundirse de proa, con tales muestras de irse aremolque del gran buzo, que fué preciso, para evitarlo, amputarla soga.

Ocurrió poco después de eso que pudieron avistar, destacán-dose sobre el horizonte con su nubosa chimenea, un vapor queavanzaba hacia ellos.

El sol no había caído aún. Al aproximarse, el barco sobre-viviente fué reconocido bien: era un ballenero, el Neptuno.

Mientras el Petrel estaba recogiendo sus botes, el vapor arri-bó, y cambiados los saludos del caso, los recién llegados informá-ronse detalladamente del percance del rato antes.

Escuchaban sonriendo. Hablaron a su turno, sonriendosiempre. El Neptuno era un dechado de vapor ballenero, con sucañoncito en la proa, para el arpón granada; con su cuerda sujetaal barco por un sistema de resortes elásticos a objeto de anularlos sacudones de la ballena herida, con su largo tubo de cauchopara inyectar vapor de la caldera al cetáceo difunto, inflándolocomo un globo a fin de evitar su hundimiento. . . Todo allí eralimpio, preciso, inteligente como un reloj. ¿Para qué decir quedesde la combinación del lazo, la jabalina y el cartucho explosivo,el pescar cualquier ballena era tan divertido o aburrido comopescar un bagre?

En eso, todos volvieron la vista hacia un costado del mar.Walia, que acababa de surgir entre un alba de espuma blancacomo la leche de nuestra madre o como nuestro sudario, erigíade nuevo su campanario de espléndida neblina.

Los recién venidos recrearon un momento sus ojos en el espec-táculo. Después, sin demora, pero sin prisa, el nuevo ballenerofuése aproximando a Walla hasta la distancia que estimó pre-cisa, mientras el artillero de a bordo tomaba y afinaba la pun-tería apuntando al costado de su víctima segura.

Sonó el disparo del cañoncito, y como si fuera su propio eco,sonó la granada que llevando a remolque la cuerda, había pene-trado en el cuerpo de Walia. Sólo que la granada en vez de reven-tar en las entrañas de la ballena, como debía ser, reventó afuera,

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sin herirla de muerte ni mucho menos, aunque sujetándola conun fornido cable.

La ballena perdió la cabeza entre las olas y se puso a nadarcon serena prisa hasta que la cuerda vibró de tensa como cuerdade arpa. Entonces, continuó su carrera, arrastrando al vaporcomo si fuera un rodado. Los hombres sonrieron con suficienciaincrédula, hasta que el capitán, desde el puente de mando, ordenóa la gente del cuarto de máquinas:

—Dar marcha atrás!La orden fué cumplida y por un momento el equilibrio de

las fuerzas inmovilizó a los dos contendores. La cuerda parecíapróxima a estallar... De nuevo el barco siguió a la ballena.

—;Marcha atrás a toda presión! - se oyó gritar al gordocapitán del Neptuno sensiblemente alterado. Pero los hombres,sin sonrisa ya, continuaron a jorro de Walia por la sencilla razónde que ella tenía más caballos de fuerza en su soberana cola queel barco con caldera.

• al fin vino la noche.• cuando en la tarde del día siguiente el Petrel avistó de

nuevo al vapor, el leviatán de hierro seguía obedeciendo servil-mente al de carne.

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LA EX BESTIA

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Los hombres de los árboles

rF ERMINABA la noche en la gran selva. Noche envuelta en unahumedad vaporosa, cálida, fina y cruelmente punzada de mos-

quitos. Pero eso terminaba. El vientecillo precursor del amane-cer ya, y poco después, con el copioso gotear del sereno, la frescurallegaba hasta el frío.

Los cocodrilos del río próximo, que por intervalos habían deja-do oír toda la noche su llanto de niño o su mugido más hondo queel del toro, callaron al fin. Y también calló el último hervoroso re-zongo (mezcla de odio y orgullo y angustia, aspérrima ronquera ytiple plañido a la vez) del tigre de dientes de sable, que parecíavenir de todos lados al mismo tiempo.

Más que en el cielo, el amanecer comenzó a notarse en las gotasdel rocío. Pero el silencio sólo duró instantes: un crescendo degorjeos, arrullos, silbidos y chistidos, se alzó a la redonda, lle-nándolo todo. Y al fin los primeros rayos del sol sonrieronclaramente muy alto sobre el tenebroso verde de la fronda. En-tonces, a medida que el coro aéreo se fué apagando comenzó asentirse el rumor de los bajos fondos: ramas rozadas o troncha-

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das, ecos sordos del suelo y las más diversas voces herbívoras. Lavida de los usuarios del día, 'más o menos escondida o quieta enla noche, comenzaba a moverse; sobre los grandes árboles pró-ximos, en algunas de las horquetas formadas por sus ramas, dis-tinguíanse vagas formas oscuras. Padres e hijos, que apretujadosentre sí, tiritaban hasta hace un momento de frío y tal vez demiedo, se dispersaban ahora, buscando cada cual la mejor ubi-cación para bostezar y desperezarse a su gusto y secar su pelajeal sol.

Sólo que aquellos gorilas o chimpancés... no eran tales. Po-díase sospecharlo de entrada viéndolos caminar demasiado er-guidos sobre sus pies y valiéndose para trepar o descender de susmanos principalísimarnente. Y ello sin contar sus visajes y ade-manes y, sobre todo, los ruidos que salían de sus bocas, no sólogritos, chillidos y gruñidos, sino voces articuladas.

En el coro de voces de esa noche, nadie había turbado másel silencio que ellos. Habíales ocurrido la mayor y más temida delas calamidades: el ataque de la gran boa, con la pérdida de unode sus hijos. Los árboles ofrecían seguridad completa al hombredel bosque, contra todos sus enemigos, menos contra el pitón, quetrepando por los troncos y las ramas mayores sin el menor ruido,en la noche, podía sorprender al hombre del bosque, que solíadespertar cuando ya era demasiado tarde. Más aún: de día sucuerpo podía confundirse perversamente con ciertas ramas, ymás, con las grandes lianas floridas. Pero el terror y el odio sinlímite que inspiraba el monstruo, reconocían aún otras causas: elmisterio de sus ojos fijos y su cuerpo frío entre sus escamascasi minerales, su caminar sin patas unido a la siniestra burla detragar demorándose horas, como paladeándolo, el cuerpo de suvíctima.

Cierto, el hombre de los árboles era, entre todas las criatu-ras, la más indefensa. En su largo pasaje -viejo de millares desiglos - de la posición cuadrúpeda a la bípeda al fin lograda consu más alta consecuencia - el aumento de su cerebro -, el hom-bre terciario tenía la inseguridad del que cruza un puentecolgante. Cada vez más alejado de la elástica seguridad del cuadru-mano, era, como bípedo, un aprendiz torpe sobre sus piernas de-

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masiado cortas, torcidas y flacas, y sus pies novatos, sin contarsu tendencia tiránica a volver, en los momentos cruciales, a laposición abolenga. Había otra cosa, además. A medida que se acon-sejaba más de su cerebro - cuya sabiduría era pobrísima - sucapacidad instintiva mermaba, es decir, esa sabiduría capitalizadapor la especie a través de milenios de experiencia y transmitida acada uno de sus hijos. Su oído y su olfato, sobre todo, eran menoscapaces y sagaces, su sentido de la orientación vacilaba. Muchísi-mas bestias, y todas en conjunto, eran superiores a la criaturadesamparada entre todas, sin concha ni piel protectoras, sin pataso alas rápidas, sin colmillos o zarpas o cascos para el ataque o ladefensa, sin cola prensil siquiera, o secreción venenosa u olor as-fixiante.

De todas las especies oue bullían en el bosque y la praderaparecía la suya la más amenazada de extinción.

¿El hombre imprescindible rey del mundo? Millones y millonesde años el mundo había vivido sin humanidad, sin esa monar-quía por derecho divino. . . El hombre, con los atributos que lo di-ferenciaban de los otros mamíferos, no sólo era el más recientehijo de la zoología -el de abolengo más modesto—, sino quesu superioridad mental era cosa que apenas campeaba por suscabales.

La Naturaleza no tiene presciencia ni es mágica. Tiene inteli-gencia, paciencia y tesón casi infinitos. Ensaya, se equivoca, aprue-ba lo mejor, se corrige. Es una incansable aprendiz. La extinción deespecies demasiado pesadas o débiles, excesiva o insuficientementearmadas o de inteligencia muy pobre, es la mejor prueba de suautocorrección de plana.

A lo largo de millones de años la Naturaleza ha hecho - y si-gue haciendo— innumerables ensayos para superar su propia obra.En un momento de épocas muy remotas los insectos representabanla vanguardia de la inteligencia. Después los grandes saurios, semi-erguidos sobre sus patas traseras, y titánicos de masa y de fuerza,fueron los reyes del mundo. Sólo que su cerebro asaz enano conspi-raba contra su monocracia y advirtieron demasiado tarde que laarmadura puede ser sepultura. Luego las aves significaron el ensa-yo más feliz, aunque su estatura craneana no era mucha y sus alas

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valían más para el cielo que para la tierra. Vinieron también losmamíferos y, entre ellos, los grandes carniceros parecían ser losmejores candidatos al dominio del mundo, pero su excesivo podermuscular frenaba su inteligencia. El hombre, en fin, apareció, nosólo como un animal entre los otros, sino como último descendientey beneficiario de todos ellos. No nació sin ombligo, pues el hombre,y su cordón umbilical, estaban arraigados en la Naturaleza entera."Del gusano adquirió su sangre caliente, del tunicado su espinadorsal, del pez la cámara ocular, del tritón sus cinco dedos, delánade picudo y el oso hormiguero sus glándulas mamarias, delcanguro sus pezones y del anaptoformo su placenta.. ." El hombre,erguido ya sobre sus pies, exaltando con ello su cráneo, dejandolibres, para servirlo heroicamente, sus dos manos capaces de esgri-mir armas y herramientas.

La gran hazaña humana venía, pues, en cierto modo, prefigu-rándose en las hazañas anteriores de la epopeya de los seres. Tam-bién sería corona de los lenguajes que le precedieron, el lenguajearticulado, sin el cual no habría idioma, es decir, no habría pensa-miento. Sin el lenguaje humano y el complemento de las diversasherramientas, no serían posibles en el futuro, el pensamiento de losPlatón, la música de los Beethoven, y los más altos edificios de latierra seguirían siendo los de las termitas y las más sabias obrasde ingeniería la de los castores.

Sí, Cl hombre iba a sobrepasar en el futuro vengadoramentetodas las desventajas, aunque hoy la lucecilla que se encendía porratos en su opaco cerebro era muy débil todavía. Sólo que la con-ciencia de su propia inferioridad física y sensorial iba trocándose enel mejor estímulo de su cerebro, en el mejor acicate de su marchapor el peligroso atajo que había tomado. Por lo demás, su ascensono iba a ser una excepción. Estaba en la línea que había llevadoa los reptiles de aplastada cabeza hasta las inteligentes focasde abovedados cráneos, y a los torpes pájaros arcaicos hasta sutalentosa capacidad actual para el nido y la música.

Entretanto, el bosquimano, seguía siendo, antes que nada, uncumplido animal, esto es, que su relación con la Naturaleza eraconsanguínea, por decirlo así. En invierno enflaquecía y su vello setornaba más largo y lanoso; en primavera, remozaba como los de-

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más. Por el movimiento de las bestias y aves, por el color y fres-cor de los follajes, por la posición de las hierbas, por el olor delviento, por la forma y hondura de las huellas, lograba adivinarla proximidad del beneficio o del peligro.

Sus grandes orejas velludas insertas libremente en el cráneoy regularmente movibles podía echarlas hacia atrás, pegándolascontra los parietales, para escuchar los sonidos laderos o zagueros,o para expresar su asombro o su rabia. Para los ruidos delanterossus orejas se extendían a derecha e izquierda como dos pantallas.Más aún: con una oreja podía captar un rumor de frente y almismo tiempo con la otra un rumor de costado. Aplicándolas alsuelo, podía interceptar el eco de lejanos galopes en fuga y asílograba, a veces, ubicar a la fiera cazadora. La sabiduría de suoído probábala no sólo recogiendo ruidos tenuísimos sino clasifi-cándolos, desde el que producía el desliz de la víbora o el rampardel gato montés hasta el piar de tales o cuales pichones reciénnacidos o el aleteo del vampiro o los mil y un rezongos o chillidosdistintos de la selva.

Sus anchas narices de olfateador y venteador siempre alertaaspiraban profunda y eruditamente, hasta individualizarlas, lasemanaciones más diversas. Olía rastros para calcular mejor suedad; olía el agua y las fieras a la distancia. Paladeaba y casimasticaba ciertos olores, con insaciable curiosidad de emanacio-nes y fragancias, porque el olfato era una de las puertas de laSabiduría. Olfateaba la cara a sus semejantes para reconocerloso demostrarles afecto. Creía distinguir por el olor hasta el ca-rácter de cada hombre o de cada animal.

Cierto es que con el crecimiento exagerado del cerebro y laviolenta posición bípeda del ex cuadrumano, su sentido del equi-librio y su sentido muscular habían perdido no poco. Si sobre todacriatura terrestre gravita una atmósfera de quince leguas de alto,ella pesaba más excesivamente sobre el ex cuadrúpedo ya perma-nentemente encabritado: sobre una columna medular horizontalpuesta verticalmente como la del mercurio en el barómetro.

Sí, la mente consciente se iba alzando cada vez más en él,pero aun la mente clandestina era casi tan profunda en él comoen los animales. Así, esos sentidos de la emigración y de la orien-

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tación que, en grado mayor o menor, los poseen acaso todos losanimales - desde las aves de largo vuelo y larga vista hasta laserpiente miope y apegada a la tierra con todo su cuerpo -, sedaba en el hombre, al menos en sus estados de gran intensidademotiva. ¿Por qué no? Por un millón de años el hombre habíasido una bestia pura y llana y aún su cráneo terciario era tanespeso corno cualquier otro del bosque. ¿Es que en sus raptosde cólera no hacía castañetear sus dientes como los jabalíes y loslobos? ¿No se guiaba aún por las bestias para su alimentación,comiendo las frutas que preferían los pájaros y los monos o lostubérculos que buscaban muchos hijos del subosque?

Todo ello, sin decir que su carne y su piel y sus pulmonesresistían tan bien la intemperie como los de cualquier alimaña.¿Agregaremos que cuando precisaba rascarse ciertas partes delcuerpo sabía usar con preferencia su pie a su mano? Pero volva-mos a nuestro relato.

Cuando aquellas criaturas, luego de tirar al suelo buena can-tidad de nueces que fueron cosechando entre su curiosa algara-bía, comenzaron a descender a tierra, pudo verse que constituíanalgo nuevo. Eran seres mediocres de estatura, aunque no de osa-tura, y relativamente inermes pero a quienes la movilidad y laconstante gimnasia arborícola —mera traducción de la versati-lidad de su temperamento y su mente - habían dotado de unaintensa potencia muscular: así, colgados de una mano y oscilandopreviamente el cuerpo, podían lanzarse sobre una rama distante,asiéndola con la otra, o , en cuclillas, lograban proyectarse haciaadelante, como movidos por un resorte, en un terrible salto devarios codos, riendo o rugiendo.

Como los monos, combatían la artritis propiciada por la ex-cesiva humedad del bajo bosque, con un activo ajetreo entre ypor encima de las copas arbóreas.

¿Monos todavía? No, la cabeza menos enana que la de éstos;el pecho poderosamente tapado de músculos, aunque un tantohundido todavía y, sobre todo, los brazos colgantes hasta alcanzary pasar las rodillas, y las piernas cortas apoyadas sobre sus piesen que el dedo mayor se separaba todavía demasiado de los otros.Cara aplastada, y cejas caídas sobre los ojuelos demasiado cerca-

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nos entre sí. La nariz chata con sus agujeros destapados; el cue-llo corto y fornido de las fieras, exactamente el que se precisabapara sostener mandíbulas y molares de gran respeto y caninos deaspecto colmilludo. Sí, todo eso, y la oreja movible y el cuerpovestido de vello lanoso, aunque raleando por varios lados, peroya aquellas criaturas estaban con la frente y los pies fuera de lazoología.

Bajada desde tres o cuatro árboles que le servían de gua-rida (donde toscas plataformas hechas con ramas y bejucos lepermitían dormir sentados sobre sus nalgas y talones, las quija-das entre las rodillas) la pequeña tribu de hombres terciarios seencaminaba hacia el abrevadero encabezada por el jefe. Era ésteun robusto macho de mediana edad, de larga crin que comenzabacasi a un dedo sobre las cejas, y escasa barba. Tanto su actitud ysus ademanes como los de los adultos y niños de la horda no de-nunciaban un excesivo temor, pero sí un alerta que parecía noaflojar en momento alguno.

Por lo demás, era la hora de menor peligro. Las bestias car-niceras —el león negro, el tigre, las jaurías de perros o lobos -cansadas de vagar toda la noche, reposaban en sus guaridas. Sóloque el abrevadero era siempre peligroso como lugar elegido porlas fieras cazadoras para el acecho, que solían prolongarlo, no muyraramente, hasta la salida del sol, cuando el hambre extremo losllevaba a romper sus propias normas.

El jefe y los dos machos que lo seguían inmediatamente avan-zaban con cautela, deteniéndose por instantes, ojeando, auscul-tando, y sobre todo, oliscando profundamente, agachándose a ve-ces hasta el suelo. En la expectación como en el miedo, sus vascasy bien armadas mandíbulas entreabríanse pronunciadamente.

Como ninguna voz o señal de alerta partiera de ellos, el restode la tribu avanzaba detrás suyo. Llegados todos, por fin, a laorilla del río, fueron descendiendo por sus márgenes, tirándosecada cual al suelo de barriga, para abrevarse a su sabor, lentay concienzudamente, dejando caer gotas de agua de sus belfos oechándosela con las manos o la boca unos a otros entre chanzas,risas y esguinces.

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Tan cerca de la bestia como pudieran estarlo aparentemente,los arborícolas daban dos testimonios claros de que entre ellos yla zoología mediaba un gran salto: el jefe y los que parecían sussegundos esgrimían un palote o una rama desbrotada y casi to-dos llevaban calabazas vacías para traer agua. ¿En qué momentola tiniebla animal de sus cerebros se había alumbrado con la ideagenial de esos dos inventos?

Quedóse un buen rato la tribu como disfrutando de la escenalitoral. Nadaban sobre el agua diversas aves. El sol volvía casialumbrador como una aurora el color de los ibis. Parada sobre unasola pata una grulla, con su inmaculado plumaje gris y su coronade plumas doradas, encogía el sinuoso cuello. Desde una ramapróxima un martín pescador se tiraba a ratos de cabeza al aguay se alzaba de nuevo con un pez chispeando en el pico. Y loshombres, grandes y chicos, celebraban con voces y gestos la ha-zaña. O se quedaban un momento silenciosos ante las grandesaguas, es decir, ante la majestad y el misterio de su desfile. Noeran, sin duda, insensibles a aquellas bellezas.

Al fin, con un gruñido y un ademán, el jefe dió la señal departida. No fué obedecido inmediatamente, ni mucho menos, por-que la tribu no era modelo de disciplina. Criaturas esencialmenteemocionales e imaginativas, impresionábanse o distraíanse fá-cilmente, o cambiaban de voluntad o propósito con frecuencia,7pasaban de un envión de la alegría al enojo o al susto, o viceversa.

Cuando en el bosque había frutas en abundancia y el aguaestaba cerca, jugaban casi todo el día, aunque sin dejar de reñiral menor pretexto, todo entre una algarabía que, si bien análoga,diferenciábase radicalmente de aquella de las cacatúas o los monos:en efecto, aquello ya era lenguaje. Un puñado apenas de sonidosclaramente articulados y distintos - largos o breves, ásperos osuaves, roncos o agudos - repetidos muchas veces o poderosa-mente reforzados por la mímica o el visaje; ese era su idioma oconversación. Todos esos sonidos se referían a cosas concretas yexternas, claro está, pues de no ser así, nadie hubiera entendidonada. Pero esos pocos sonidos en relación con el cerebro lo esti-mularon y permitieron ir más allá de lo que tales sonidos expre-

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saban. Y ese más allá buscaba muy penosamente modularse ensonidos nuevos para traducirse.

Al fin, con voces de que sólo puede dar idea el guirigay deun niño o un tartamudo, con gruñidos, gritos, ademanes de ame-naza y reiterados parloteos, el jefe se hizo obedecer, y la granfamilia se encaminó costeando el remanso a la cañada de las za-nahorias, donde también ya apuntaban las primeras fresas.

La lucha del hombre terciario tenía dos frentes bien defini-dos: contra las fieras carniceras y contra el hambre. La primeraera terrible, pero la segunda, por la general, estaba lejos de sergrave, dada la fastuosa y variada abundancia de frutas, cuyaproducción duraba todo el verano y el otoño, quedando para el in-vierno el saldo de frutas secas. La primavera, que abundaba enflores, era la época más pobre en alimentos, pero podía capearseel hambre con raíces y cogollos, no menos que con huevos y pi-chones de pájaros. Por lo demás, en los cañadones próximos, eltrigo ofrecía en los comienzos del verano sus espigas harinosas.

Eso sí, la ex bestia no sabía amodorrarse en el invierno comolos osos, y su imprevisión colocábalo por debajo de la hormiga yla ardilla que guardaban para el mal tiempo lo que sobraba en elbueno. Aun no sospechaba el futuro. Y así en los días en que elfrío volvía más agudas las exigencias del hambre, su menú eramuchísimo más pobre que en el bueno.

No era ningún previlegiado, pues, el arborícola. Para peor, al-go más grave que las fieras y el hambre acababa de caer sobresu estrecho horizonte. Como uno de la horda descubriera ciertatarde una delgada columna de humo elevándose a cierta distanciasobre una colina que quedaba hacia el oriente, tres observadoresde la tribu avanzaron agazapados hasta el linde del bosque. No;aquello no era un comienzo de incendio como creyeron todos. No:el humo salía de una menuda fogata alimentada por criaturas queen torno suyo permanecían de pie o en cuclillas. ¿Eran hombrescomo ellos? ¿Eran fieras de una especie desconocida? El pavorque se apoderó de todos fué tan grande que antes del alba si-guiente la horda emprendió una retirada hacia el norte, a travésde las ramas o por sobre la hierba, que duró días y más días. Sedetuvieron al fin, tal vez porque el bosque raleaba un poco. Aquí

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las noches eran un poco más frías y largas y con el tiempopudieron comprobar que las frutas frescas faltaban por períodosmucho mayores.

Sería el mediodía y los de la horda regresaban al bosque tra-yendo entre las manos racimos de zanahorias y ramos cuajadosde frutillas, cuando un eco extraño llegó de la distancia. Todosquedaron a la escucha, con las peludas orejas tensas y las grandesmandíbulas separadas. Cuando €1 ruido se repitió dos veces se-guidas más claro y próximo - eran ladridos! - todos corrieronhacia lOS árboles tutelares comenzando a trepar por sus troncos.Eso no era tan fácil de hacer para las mujeres y los niños. Eljefe y los mayores prestaron ayuda. Pero algunos ladridos esta-ban ya encima, mientras la bullanga del resto de la jauría sen-tíase a lo lejos, y cuando el jefe, que habíase demorado adredeprotegiendo a los demás, comenzó a trepar, el perro jaro que sehabía adelantado mucho a los suyos, saltó sobre él, asiéndolo deuna pierna. Gimió sordamente el hombre y se dejó caer. Volvién-dose sobre el perro con un giro rapidísimo, le aferró con una manouna pata delantera y con la otra el hocico ahogándolo y obligán-dolo a desprenderse, y le clavó los dientes en la garganta, sacu-diendo su erizada cabeza. Cayó al suelo el animal degollado, mien-tras él, escupiendo sangre, trepaba de nuevo al árbol, con eltiempo justo para salvarse ele la jauría que llegaba ya tumul-tuosamente.

Los bosquimanos no desperdiciaron la ocasión de burlarse dela furibunda impotencia de los perros rojos, arrojándoles frutas,cáscaras o palos, imitando sus aullidos o sus castañeteos de dien-tes, u orinándolos. Los más audaces colgándose de las ramasbajas, los jaqueaban golpeándolos con una vara, o metiéndoselaentre los dientes.

¿Qué mucho? No era la primera vez que su pánico, sus éx-tasis de terror, podían trocarse en furia agresiva o en risa gru-ñente. Tenía a veces el coraje de la rata acorralada. Valido inicial-mente de esa seguridad conferida por los árboles y del hecho depoder manejar como proyectil un coco y como arma una vara,inició el formidable esfuerzo para superar de tarde en tarde suconciencia de presa o víctima —su psiquis herbívora— para de-

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rrotar en sí el terror acumulado en sus células por millares desiglos de destrucción carnicera, y de eso, sin saberlo, pasar a loque vendría más tarde: su trueque interno y externo en animalde combate y victoria contra enemigos superiores siete veces enfuerza, en agilidad y armas naturales.

El hecho era que los arborícolas habían sorprendido más deuna madrugada al mismo tigre de los dientes de yatagán, y deallí, desde los árboles, pudiendo en ellos más el odio que el terror,lo habían atacado con cocos y con gritos, castañeteando los dientes,apuñeándose el pecho, y aun llegaba a ocurrir que el jefe, o algúnotro audaz, descendiendo a tal cual rama de altura aconsejable,lo acosara con una larga vara, tratando de que la bestia clavase enella sus colmillos para quebrárselos con un brusco tirón. La fieraerizada y rugiente, trataba de llegar a la percha de los hombres,sin conseguirlo, y la horda celebraba su fracaso con alaridos yrisas. Y cuando el uñudo peatón resolvía retirarse, sus enemigosseguían acosándolo sin tregua hasta perderlo de vista.

Pero la pandilla de perros de nuestro relato abandonó al finel campo detrás de un ciervo que alguno de ellos descubriera. Atiempo que el alto oleaje de las copas arbóreas alegraba de nuevolos corazones de los ex simios.

Entonces uno de los adultos haciendo oscilar a compás desu cabeza una rama de donde colgaba sus manos, inició algo comouna canturria breve y confusa, de niño o retardado —Haa!,¡waag! ¡Uú!, ¡huú! - rápidamente imitado por los otros, queoscilaban igualmente el cuerpo, golpeando algunos una rama conun palote. Aquello parecía interminable, pero todo terminó, alfin, entre risas, balbuceos, chillidos y señas, dispersándose porlas ramas a buscar cogollos o nidos, oliscando largamente el aire,o bajando nuevamente a tierra. Algunas hembras progresabandificultosamente por entre el ramaje, balanceándose, con el hijoperchado en la cadera.

Así eran los bosquimanos siempre. Parecían que las tres ocuatro ideas que se erguían en sus bajunos cráneos llegaban a do-lenes físicamente y precisaban volver a la inconsciencia animalen cualquiera de sus •muestras y así ya caminando en dos piessolían hacerlo apoyándose en los nudillos de las manos o en un

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palo. ¿ Para qué decir que los bípedos velludos eran esencialmenteimitadores y tanto que cualquier hallazgo o invento individualconvertíase en adquisición colectiva, pese a su tendencia versátil?

En el mundo animal existe la alegría; desde luego la genialde los pájaros. Pero también se muestra en modos y grados dife-rentes en los mamíferos, sobre todo en su niñez y muchachez. Nosólo los cachorros de los felinos son incansables en sus juegos,sino que en ellos suelen participar los mismos padres. Y por cier-to que en los más listos la alegría suele ir unida a un comienzode travesura o de burla: así en ciertos pájaros y mamíferos, sobretodo en los monos.

Esto se daba aún más claramente en los hombres de los ár-boles. Sólo que en estos, la alegría inocente o burlona estaba en-contrando otra vía más propicia para expresarse: la risa. (Asi-mismo traducía a veces su dolor en un gimoteo especialísimo, elllanto, mientras vertía agua calada de sus ojos.)

Mientras el bosquimano vivió en el corazón de la selva tro-pical, la molicie de su clima y la riqueza de su flora, al exigirleapenas un mínimum de esfuerzo, hicieron poco o nada por sueducación, como ocurre con los niños mimados.

Cuando nuestra horda, huyendo de la humareda misteriosa du-rante largas jornadas, fué retirándose hacia el norte, más fresco,las cosas comenzaron a cambiar un poco, sobre todo al verse obli-gados los prófugos a bajar al suelo donde raleaban los árboles, ya acostumbrarse cada vez más a caminar sobre él, apoyando cadavez mejor la planta del pie, y cada vez menos en un bastón y porello mismo valiéndose cada vez mejor de las manos para tirarpiedras o esgrimir o arrojar palos.

También sus juegos progresaron. Se pasaban largas horaschacoteándose, luchando, tirándose de las orejas o el pelo, dispa-rando por el cuelo a esconderse entre chillidos y risas o amenazas,cuando no entre gemidos o lágrimas que duraban muy poco. Ador-nábanse con collares de flores y de bayas, o con cinturones decorteza de árbol. Y de pronto, cuando alguno de los machos, inci-tado tal vez por el celo, poníase a bailar, llevando un verdaderocompás de tres por cuatro, con una mano alzada bien arriba, otrode los machos golpeaba tres veces el suelo de tarde en tarde con

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los pies o una vara, y al fin todos se ponían a bailar en corro,girando alrededor de un montón de frutas, y todo terminaba enabrazos, besuqueos o risas.

Cuando era una hembra la que iniciaba la danza, los machosacudían entre gritos y risas a celebrar la maravilla. Las parejasde enamorados obsequiábanse con frutas o flores. El jefe ejercíasu autoridad como los padres sobre sus hijos valiéndose a veces,para imponerla, de una varilla o una lonja de corteza. Cuando unafruta, por empinada, no lograba ser conseguida a mano, remediá-base el inconveniente introduciendo un bambú delgado en otromayor y éste en otro si era necesario.

No digamos su balbuceado lenguaje: sus chillidos, sus gritosy sus gestos, y sobre todo su rica mímica, eran rápidamente en-tendidos por todos. ¿Pero qué mucho, si con la sola excepción dellenguaje articulado, los demás medios de inteligencia les eran co-munes con ciertos monos?

¿Y quién les sugirió el curar las heridas con hierbas fragan-tes que mitigaban la irritación y espantaban las moscas?

Apenas puesto el sol -y aun antes, si había peligro -, lahorda, como los pájaros, se guarecía en los árboles. Hízolo estavez así, aunque con una novedad: hacia el sur, a distancia de ochoo diez tiros de piedra, vejase subir una apacible columna de humo.Hacia allá avanzaron los espías por entre las ramas cuando lanoche empezó a cerrarse. La noticia con que volvieron debió sermuy importante, pues aunque en parloteo muy bajo, si bien congrandes ademanes y visajes señeros y poniendo a veces los dedosen los labios, el jefe ordenó a la mayor parte de la horda quedarsequieta y en silencio, mientras él y sus segundos se volvían congran cautela y sigilo, hacia el lugar peligroso, allí donde clareabael bosque.

En efecto, en el calvero próximo ardían tres hogueras, en elinterior de cuyo triángulo movíanse sombras al parecer de hom-bres.

Agazapados en las frondas del contorno, a prudente distan-cia, los arborícolas observaban aquello en el colmo del terror y lamaravilla. Aquellos eran hombres, sin duda, sólo que de mayorestatura, y piernas y pies más largos, y de menos vello en el

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cuerpo, y de crin y barbas más frondosas. Y llevaban jirones depiel de oso alrededor de la cintura, y en bandolera sobre los hom-bros, y los que estaban de pie, al menos, se apoyaban sobre unaporra de madera, delgada en una punta y muy gruesa en la otra.¿Hombres? Sin duda, aunque hablaban un lenguaje ininteligible.¿Pero cómo habían logrado vencer y educar al más terrible delos raonstruos, ante el que huían todos, sin exceptuar ni a la granboa ni al gran mamut?

Ahí estaban las tres hogueras en el suelo, lejos de los ár-boles, llameando tranquilas y sin agredir a nadie, mientras algu-nos de los hombres las alimentaban con leñas o ramillas secas.¿Cabía mayor asombro? Dos de los misteriosos pasajeros arras-traron un cervato que yacía muerto y abierto en canal y sin supiel sobre la hierba y lo extendieron sobre el tendal de brasas,junto a una de las hogueras.

Los domadores del fuego

Naturalmente, cuando por su simiesca tendencia a imitar, porla curiosidad de su naciente inteligencia y también por la esca-sez o carencia de frutas o brotes, el hombre terciario comenzóa comer carne, al modo de los félidos y los cánidos, se vió obli-gado, asimismo, a imitar a éstos muchas de sus modalidades ycostumbres. El arte de seguir a la presunta víctima por las huellasy el olor de las pisadas, disimulándose entre las hierbas o lasmatas o detrás de los troncos de los árboles, sin producir en loposible el menor ruido, o el de agazaparse entre la maciega, depreferencia junto al bebedero: todo eso vino de allí. De allí sacótambién su precaución de avanzar a contraviento para evitar quesu olor lo denunciase. Su táctica de seguir por días y días detrásde una manada de herbívoros, esperando que alguna bestia herida

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o algún recental quedase a la zaga más o menos indefenso, ytambién la de arrear algún animal aislado, cuidando su trasera ysus flancos, hasta acorralarlo en algún rincón propicio, ¡eso loaprendió de los lobos y de los perros jaros!

Y de ellos y los felinos plagió el uso de cuevas y cavernas,él, el más desnudo e indefenso, que precisaba de ellas más quetodos, aunque sin mejorarlas en nada. Tanto o más sucio quecualquier animal, allí mismo dejaba los restos de sus comidas- carne, huesos, cueros, plumas - y aun de sus propias deyec-ciones.

Sólo que el hombre hacía rato que había igualado y sobre-pasado a los grandes antropoides que usan un coco o una bayacomo proyectil y manejan una rama como bastón o puntero, en-samblándola cuando es preciso. Convirtió la vara en una maza, esdecir, en sobrehumano elemento de combate. E imitando, sin saber-lo, a la araña que caza hipócritamente con red, inventó la primeratrampa, tapando con ramillas y hierbas algún hueco profundodel terreno. Así pudo vencer a veces al caballo, y aun al hipopó-tamo y al rinoceronte, y comer su carne inmensa.

La inteligencia naciente, reforzando el escaso instinto com-bativo, y éste reforzando con sus triunfos a aquélla, salvaron sinduda a la especie de la suerte corrida por muchas otras: su des-aparición de la tierra. ¡Ay, si su debilidad y su hambre no hubie-ran espoleado y empinado su cerebro! ¡Ay, si éste no lo hubieraayudado a superar sus miedos herbívoros, llegando a conocer lafelicidad de la acción! Pero, eso sí, en él, pensamiento y accióneran indivisibles.

Ciertamente que su progreso mental era lentísimo. Las cosasaparentemente más fáciles de advertir y aprovechar vieron pasardecenas y decenas de siglos antes de que el hombre lo hiciese.Pero de todos modos, la bestia debilísima llevaba en sí, sin queella misma lo sospechase, el comienzo de la más poderosa armaaparecida bajo el sol: un cerebro servido por dos manos.

De allí fueron saliendo a lo largo de los siglos, el garrote, elproyectil de piedra y sobre todo la primera arma blanca, el cu-chillo de piedra, que al principio no fué más que un sílex en forma

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de almendra, groseramente roto por percusión sobre sus dos caras,con uno de sus extremos terminado en punta y el otro ligeramenteredondeado, pero cuyo tosco filo significaba el horizonte de unmundo nuevo. Y de allí salió también el dominio del fuego, sin queel domador supiese que con ello iniciaba su propia aurora en latiniebla de los milenios.

Y ocurrió después que el primo de los grandes monos, en suscorrerías de caza, y ayudado ya por el fuego, se extendió o ascen-dió a regiones más frías: y allí vió la conveniencia de abrigarsecon los cueros de las propias fieras que cazaba.

Podemos suponer que el pensar del hombre terciario, nebulosoen sí, tenía dificultades más o menos insalvables para aclararlopor falta de signos expresivos. No bastaba a ello la mera intuicióno casi adivinación de la horda de lobos cuando obra concertada-mente. Debió, pues, forjarse un lenguaje, y no meramente mímicoo vocal o ambas cosas a la vez como el de muchas otras bestias,sino de otro articulado, que referido al comienzo a las cosas y he-chos externos y concretos, iría, mediante la metáfora, logrando laabstracción y la generalización, es decir, el pensamiento, herra-mienta decisiva en la objetivación del alma y el conocimiento delmundo. ¡El hombre animal pensador! Cierto, el hombre que ya sehabía erguido exteriormente apoyándose en un palo, comienza aerguirse interiormente apoyándose en su inteligencia. ¡Pienso,luego existo!, es un grito de saludo a la aurora y al porvenirmil siglos antes de Descartes. Pues si el hombre puede difinirsecomo el animal que fabrica herramientas, lo es ante todo, comoelaborador de su herramienta esencial, el pensamiento.

Pero volvamos a nuestro relato. Los hombres del fuego sa-caron la res socarrada y destrozándola con una esquirla de piedray con las manos, comenzaron a comer aquella carne. Y como sitamaña novedad fuera poco, cuando los acechantes volvieron lacabeza hacia un costado, al sentir algo como un sordo gruñido,descubrieron más allá de la hoguera, en el límite de la sombra,dos sospechosas lucecillas verdeantes. ¿Qué?. Era la caraempatillada del mismísimo dueño de los dientes de sable, que, de-tenido, contemplaba parpadeante la escena sin atreverse a saltar

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sobre los amos del fuego!. .. 1, que devoraba a un hombre delos árboles como un gato devora una rata!

Retirándose con el más profundo sigilo a su refugio, los ar-borícolas iniciaron antes del alba una fuga que duró días y días.

Sin duda los abuelos o tatarabuelos de los hombres del fuegohabían vivido por siglos usando de guarida el ramaje de los árbo-les, intimando tan entrañablemente con ellos que llegaron a con-siderarlos sus sacros antecesores. Llamábanse los hijos del Cedroo los hijos de la Palmera.

Pero hacía ya mucho tiempo que sus descendientes, de cabezasmenos chatas y mejor erguidos sobre un más alto par de piernas,eran peatones y nada más. Y recorrían largamente la tierra detrásde presas vivas -porque vivían principalmente de carne - lan-zándose sobre ellas desde un escondite (a veces sobre sus astas siera un ciervo) matándolas con piedras o garrotes, trampeándolasen fosos tapados de ramas, destrozándolas con un informe cuchillode pedernal.

En su largo camino inconsciente por evadirse de la bestialidadeste desvío por el atajo de la carne fué sin duda una ayuda en elsentido de salvar mejor su integridad física y de ampliar su cam-po de acción, pero no lo fue en absoluto sino, tal vez al contrario,en el de propiciar las características más afirmativamente huma-nas: tendencia a abovedar el cráneo, a manejar ideas y el lenguajeque las condiciona, y en cambio contribuyó a buen seguro a felini-zarlo interiormente, esto es, a potenciar su crueldad. Todo ellomientras iría secretamente conspirando contra su salud, pues nisus dientes, ni su estómago, ni sus tripas, predisponíanlo a lacarne, cuyas toxinas el felino elimina gracias a su secreción amo-niacal, que el hombre no tiene.

El gran progreso externo de los hombres del fuego era elhaberse trocado en verdaderas bestias de combate, no menos en laofensa que en la defensa. La antigua insignificante vara del arbo-rícola habíase cambiado en una grave, nudosa y potente clava quemanejada por los atletas afrontaba en casos extremos el ataque

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de las fieras, logrando dar cuenta de ellas a veces para insondablemaravillamiento de la horda.

Pese a ello, el milenario terror a los grandes felinos se apo-deraba de todos apenas el sol caía sobre el horizonte, y por eso elangustioso afán de sus andanzas, tanto como la búsqueda de aguay carne, era asegurar a tiempo el cubil para la noche, en las cuevasde los perros salvajes o en las cavernas abandonadas de las mis-mas fieras, entre los bloques erráticos o el hueco de los troncosviejos, cuya entrada cerraba con lianas trenzadas o ramas espi-nudas. Nada de eso conjuraba del todo el peligro constante que secernía sobre la tímida y temeraria horda, pues a menudo las gran-des fieras - felinos u osos - caían sobre ella con el mismo inso-lente desprecio que si se tratara de gacelas o liebres.

No fué poca hazaña, pues, la ocurrencia de usar una laja, gredabatida y lianas, en el invento de una especie de jaula para trans-portar un puñado de brasas tomadas del resto del incendio, alimen-tándolo con ramillas secas. Eso les permitió pernoctar por primeravez, en un claro del bosque en torno de una enorme hoguera, con-fiando, no sin razón, que ninguna fiera desafiaría el fuego. Ycuando más tarde, el fuego fué encendido en la boca de las caver-nas, aquello significó la más grande victoria del hombre hastaentonces. Sólo que... Pero no anticipenios las cosas.

Repitamos que, por siglos y siglos, el bímano que empezó acaminar sobre la tierra y a imitar el sistema de nutrición de loscarnívoros fué la más desvalida y miserable de las criaturas pues,más que para ningún otro, el mundo estaba habitado por el ham-bre y por el terror.

Era, en realidad, una bestia de carga, la carga del miedo acu-mulado por millares de siglos de bestia perseguida y vuelta a vuel-ta víctima de los consumidores de carne y los sorbedores desangre y medula. Ese fardo de terror herbívoro estaba presto aexplotar al primer gran choque: el rayo, la noche, el rugido de lasfieras. Ese rugido devorante - más estremecedor que el trueno -seguido generalmente del clamor agonizante de la víctima atrapa-da, repercutía en el cráneo del hombre terciario y vibraba larga-mente en todas sus células. Porque si el mundo estaba pobladopor el fuerte de los fuertes, el mamut, y el oso de las cavernas,

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cuyo abrazo podía aplastar como la caída de un cedro, y el rino-ceronte, intangible en su coraza, y la boa, atrincherada en suselva, como el cocodrilo en su río, el gran felino, si no más po-tencia, podía creerse que atesoraba mayor dosis de esa malig-nidad que parecía esparcida en todo lo viviente... Ese horribleprivilegio no sólo se denunciaba en la macicez de los miembrosy músculos, en la flexibilidad perfecta de los movimientos, y enesas su espeluznante hedentina y su atronadora voz, sino tam-bién en la oronda seguridad de su paso y en la desdeñosa altivezde su mirada. La muerte llegaba casi siempre traída por ellos,que podían serpear invisibles entre la hierba, o ver nítidamenteen lo oscuro, o saltar desde su escondite exactamente como elrelámpago salta de la nube. De ahí que fuese tan apremiante enel peatón arcaico la búsqueda de la caverna para el refugio noc-turno que, fuera de la seguridad contra el felino, la significabatambién contra el frío, y contra algo no menos terrible: el excesode vigilia.

La propensión cerval al miedo origináhase en el hombre, comoen el propio ciervo, en su inferioridad combatiente frente a susenemigos. Mas ésta fué puesta en revisión a medida que el cre-ciente despertar de la inteligencia del hombre, usando la mano,el garrote, el proyectil, la trampa o el cuchillo de piedra, equili-braba las probabilidades en la lucha. Creció su confianza en símismo. Esto y su propensión a la risa, fueron amenguando suhistérica inclinación al terror. (Ya se trocaría él, a su vez, ensegregador de espanto.)

Sí, el hombre de las cavernas habíase distanciado no pocodel bosquimano. Lo que perdiera retrayendo algo sus terriblesmandíbulas habíalo ganado irguiendo y abovedando más su crá-neo. También sus piernas habíanse alzado más a costa del exce-sivo largor de sus brazos. Enhestaba mejor el busto y se afir-maba mejor sobre sus pies. Podía correr con velocidad crecientey su aliento se alargaba.

Mas he aquí que al trocarse en catador de carne y medula ytriturador de huesos, su lucha por la comida y la bebida se volvíamás ardua. En realidad había aprendido a resignarse durante días

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al ayuno, como cualquier bestia cazadora. Qué mucho si se habíaya trocado en una de ellas!

Al imitar, un poco por propensión simiesca, a los comedoresde carne y al buscar por conveniencia refugio en cuevas y grutas,el hombre, sin saberlo, copiaba a sus adversarios: felinos y ca-ninos. Así fue como pasó a conocer las angustias y desfallecimien-tos de los cazadores de oficio frente a la defensa misteriosa de lasvíctimas presuntas: frente a la vigilancia profunda y a la agu-deza de olfato, de oído o de vista, y a la subterránea astucia y ala vertiginosa velocidad de los débiles. . . Conoció así, poco apoco, lo que eran las vísceras roídas por largos ayunos, hastasentirlas, a veces, como torciéndose resecas.

¿Qué iba a hacer él, con su endeble y semidespierta inteli-gencia frente a los sinuosos y profundos poderes de ese intelectoanimal, de esa inteligencia anterior y universal llamada instinto,dueña de la tierra y la vida desde millones de años? Porquedonde el hombre era el más inteligente, el animal mostrábase elmás genial...

El cazador arcaico debía arrastrarse por la hierba o la ma-leza como un leopardo o una sierpe, sólo que produciendo un rui-do que podía parecer leve, pero que era, pese a todo, intercep-tado por los voracísimos oídos de la jungla.

Aprendió el arte de seguir por días y días la pista de la carneviviente que huye -venado, antílope o búfalo herido - guián-dose por las pisadas, los excrementos, las señales de los cuerposen las ramas y de los dientes en la hierba y a veces por un mechónde pelo enredado en alguna zarza. Sabía distinguir la edad de unrastro o de un montón de bosta sin equivocarse. No se acercabajamás a su probable presa como no fuera a sotavento, sabiendoque en otra forma el acechado podía captar el olor humano agran distancia.

Y ni qué decir que él sabía ventear profundamente y loca-lizar el escondrijo o pasteadero del animal sin verlo ni oírlo, sólopor su tufo. Cuando acechaba en los bebederos, donde los herbí-voros volvíanse doblemente desconfiados, sabía esperar para elataque -con piedras o palos o con las manos apuntadas a la

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cornamenta - aquel momento único en que el animal, hundiendoel hocico en el agua, asordaba su oído con el rumor de la mismaa la vez que apagaba su olfato.

Sabía infinitas cosas más: que las bestias muy veloces, queconfían menos en el escondrijo que en la rapidez de la fuga, pre-fieren los lugares abiertos o de bosque ralo, para usar mejor suoído, su ojo o su nariz; que cuando el antílope o alguno de susparientes cae, el espíritu de rebaño obliga a los otros a volveral punto donde yace la víctima; y también que si el animal yafué corrido sabe complicar con zigzags y sinuosidades su fugapara derrotar el ojeo o el rastreo; y que la mejor hora para elcazador bimano no está en la noche ni en el día, sino en el alba,cuando los comedores de hierba se entregan con alma al pastodespués de las zozobras y el casi ayuno de la noche.

No era menos importante su erudición en fieras. El felinosaciado se volvía pacífico e indiferente. La superioridad que ledaban las noches lluviosas y oscuras, aumentaba su audacia. Laépoca de las grandes lluvias volvía más peligrosas a las fieras, pri-mero porque la abundancia de pastos y de agua dispersaba laspresas dificultando la caza, y segundo porque las hierbas altasy espesas les permitían emboscarse mejor. También la bestia ca-zadora tenía buen cuidado de marchar a contra viento hacia sublanco. ¿Voces? El rugido de ira, triunfo o amor. Cuando ham-briento buscaba su presa, o callaba, o emitía sólo un rumoreogatuno, algo tan abominable y terrible como la tos ele la panteraexcitada o ese mugir semiahogado del cocodrilo.

Los tres hombres que pernoctaban junto a las fogatas en elcalvero del bosque viajaban en busca de cavernas sin huésped ysitas junto a un río o un arroyo para procurar el traslado detoda la horda. En realidad, desde que comenzara a trocarse encarnicero, el hombre terciario hablase vuelto tan nómade comolos trashumantes, con pies casi tan duros como los de un ciervo.Por siglos ya, al igual de las fieras a quienes imitaba, sólo habíaconsumido, mientras podía hacerlo, carne cruda y sangre hu-

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meante. Ya vimos que ahora le gustaba asar toda o parte de lares antes de comerla. Y más aún: como una pieza sólo se cobrabaa veces con intervalo de días, el sobrante de cada comilona guar-dábase para el día o los días siguientes, y así, cuando no quedabamás recurso, el neocarnicero, como las hienas o los buitres, po-nía buena cara a la carne pestilente.

Así, pues, aunque sin duda ascendía por un lado parecíadescender por el otro. Y sin duda, como ya lo dijimos, íbase dan-do en él cierto aumento de su instinto de agresión o sevicia, noajeno, a buen seguro, a su cambio de régimen nutritivo.

Cuando los hombres, tras de olfatear insistentemente el ai-re, advirtieron el acercamiento del tigre, se allegaron sin premu-ra ni ruido hacia sus porras, y empuñándolas, se quedaron enguardia.

El tigre, visiblemente intrigado, se detuvo en el linde del cal-vero, contemplando la escena. Dos veces gruñó, replegando suspatillas, y dos veces cambió de sitio, mientras los hombres ad-vertían que, tanto como en sus sulfurosos ojos, el relumbre delas llamas se acusaba en sus colmillos de cuatro pulgadas. Cuan-do uno de los hombres atizó el fuego golpeando los tizones, lafiera, instintivamente, saltó hacia atrás. Los hombres esbozaronuna sonrisa sin saberlo. Y pasado un rato más, el visitante optópor irse, aliviando no poco la tensión de los dueños del fuego que,más tarde, lo oyeron rugir a la distancia, celebrando, acaso, algúnataque certero.

Por el cambio de sabor y olor del aire, los hombres advirtie-ron la proximidad del alba. En efecto, el canto de los pájarosinició la claridad del cielo, y ésta fué descendiendo pausadamente,mientras en el bosque y en la pradera próxima sentíase el rumorde los segadores de hierba que iban dejando sus escondites.

Recogiendo sus clavas, la jaula del fuego y un sobrante decarne, los hombres se pusieron en marcha hacia el río que noconocían, pero cuya presencia adivinaban. Cuando lo descubrie-ron lanzaron gritos de júbilo, cambiando impresiones en su ex-traño lenguaje articulado y su abundosa mímica. El río! Era,sin duda, algo más que los hombres y las bestias el nómade te-

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rrible y benigno con sus ondas siempre en viaje y siempre pre-sentes.

Ya su conciencia era lo suficientemente vasta como paradistinguir las costumbres y cualidades de muy diversas bestiasy aves, las características de muchas plantas, la sucesión rítmicade las estaciones, la marcha, crecimiento y mengua de los ríos,la bondad y malignidad del sol y las lluvias, la emigración y re-greso de los pájaros y de algunos animales y los enigmas innu-merables: el del trueno que rugía como varios leones juntos;el del huracán que atacaba como muchas manadas de mamuts; eldel fuego en la tierra y el de las estrellas en la altura de la noche;y tantas cosas más y tantas entrañables aprensiones frente a lodesconocido y misterioso que, a veces, los constreñían hasta cor-tarles el resuello.

Con esa voz articulada suya, cada vez más distinta de lo quesimplemente rugía, gruñía, roncaba o silbaba, solía apostrofar alas bestias o a los meteoros como si ellos debieran entenderlo.

Identificaba a la noche con el horror y la muerte porque enella sus ojos confundían todas las cosas y sobre todo porque erael dominio de los dioses del espanto que comían carne de hombrecomo el antílope comía hierba.

Por eso, el retorno del sol, equivalía a una casi resurrección,y apenas si los coros de todos los pájaros lograban expresar algode la alegría y la gratitud que desbordaban del alma del hombreterciario. Para ella el alba era una promesa de inmortal juventud.

Es cierto que el alma arcaica no albergaba nada o casi nadade eso que, después, llamaríase esperanza, ni sentido alguno delfuturo, pero su singular lenguaje, cada vez más pudiente, creabaya un comienzo de tradición oral, es decir, que la experiencia yla sabiduría y los descubrimientos de los individuos geniales, yano se perdían del todo, sino en parte al menos, persistían comoherencia, aumentando el poder de la horda.

Los tres nómades, bajando por la barranca del río, tiráronsede bruces sobre una ancha piedra para abrevarse. Después, cos-

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teando la orilla, llegaron a la boca de un vado por donde unamanada de caballejos con crines y colas flotantes sobre la co-rriente, la atravesaba después de haber bebido y chapoteado a susanchas. Allí era el abrevadero, en efecto.

Los viandantes, apostados junto a un gran bloque errátil,contemplaban azorados la escena. Animales sueltos o en pequeñastropillas gacelas, cuagas, heniiones, megaceros - acercábansede cuando en cuando al agua desde ambas orillas, con las precau-ciones y el recelo extremos de siempre, agudizándose en el mo-mento de hundir el morro en el agua. El peligro no sólo podía venirde felino agazapado, sino también de debajo de la corriente, y poreso resoplaban con fuerza sobre ella o la manoteaban sonoramen-te: el cocodrilo podía aferrar el hocico chupante y ocasionar la idaa pique de su dueño. Aves acuáticas de toda clase vociferabanaquí y allá, nadando o volando.

De pronto, los nómades ahogaron mal un grito de admiracióny asombro. A buena distancia aún, desde la orilla del bosque, avan-zaban con su andar pando, oscilante y majestuoso, los indiscutidosseñores del mundo. Acostumbrados ya a los grandes espectáculos,los hombres del fuego recogían, casi sin verbo ni pensamiento, suhermosura, su energía o su esplendor inenarrables. Mas nada talvez removía y ensanchaba sus almas como la presencia del mamuty los suyos.

¡El mamut! Su piel era tan dura como la de los árboles; sucuerpo tan magno y poderoso como un bloque. Sus patas semejabantroncos de encina. ¿Quién podía resistir su fuerza? Ni el búfalo,ni el rinoceronte, con su brutalidad soberbia. El león podía seraplastado por él como una cucaracha. Pero no era eso sólo. Elmamut parecía también el mayor concesionario de la sabiduría.En sus ojillos había un brillo más sutil que cuanto pudiera verseen otros ojos, como si mirasen con bonhomía risueña o maliciosala pequeñez y la debilidad de los demás seres. Su trompa misterio-sa y profunda podía cortar delicadamente una flor o derribar unbisonte con un golpe oblicuo.

Y he aquí que aquellos árbitros de la potencia, aquellos fuer-tes que no podían temer a nadie y a nada sobre la tierra, eran

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pacíficos y dulces, mientras no se los molestara. Sus propios col-millos, equivalentes a centenas de colmillos de tigre, parecían másuna insignia que un arma. ¿Serían... algo que estaba por encima delas bestias y los hombres? Tan poderosa y majestuosa se mostrabasu presencia, que la fuerza del río, la serenidad de la llanura, lagrandeza de los árboles, eran como apéndices suyos: todo parecíaun paisaje mamut.

Pero las criaturas soberanas estaban ya en el abrevadero be-biendo tan formidablemente que el caudal parecía bajar entre susmárgenes. Después sus trompas fueron inventando en el aire unjardín de palmeras de agua que se deshojaban frescamente sobresus lomos. (La ex bestia era presa de debilidad y de anonadadorespanto frente a las fuerzas conjuradas del mundo, pero ningunode sus descendientes ha vuelto a gozar de inocencias y maravilla-mientos más profundos, de tal endiosadora identidad con los ele-mentos y los amaneceres.)

Esa misma tarde los nómades tomaron posesión de las doscavernas desocupadas que hallaron en una colina que quedaba ha-cia el sur. Sólo que eso no fué sin pasar por un terrible infortunio.En efecto, después de mediodía había caído sobre ellos un vientotan desbocado seguido de un rajante chaparrón que no pudierondefender la jaula del fuego.

La caverna, elegida por tener una especie de claraboya eramuy amplia y contenía residuos abundantes - huesos, deyeccio-nes, barro seco -que daban fe de que había sido habitada enmuchas ocasiones, y sin duda desde hacía siglos, por diversos in-quilinos de cuatro patas. ¿ Serían ellos los primeros ocupantes bi-manos? Sin duda. De todos modos no se habían allegado a ella sinlas más extremas precauciones y después de un rastreo y un olfateomuy prolijos e insistentes, y siempre apercibidos a la defena.Por el relente amoniacal que aun exhalaba el piso encimero, co-ligieron que un gran felino —tal vez una pareja, o una madrecon su cría - había vivido allí hasta hacía dos o tres lunas. Claroes que nada podía dar fe de que ese reciente poseedor o un nuevoaspirante no volviera esa misma noche, y por eso la pérdida delfuego les resultaba doblemente lamentable.

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Comieron los restos de carne que traían consigo y se tum-baron a dormir vencidos por el desvelo de la noche anterior. Detodos modos el peligro, de haberlo, no se presentaría a buen se-guro sino ya avanzada la noche. No durmieron mucho, sin em-bargo. Antes de medianoche estaban en pie o en cuclillas apoya-dos en sus clavas. La entrada de la caverna era muy grande, yaunque no lo fuera, en verdad que no había por los aledaños pie-dras o troncos sueltos con qué estrecharla hasta impedir el pasode una fiera. Sólo que esa magnitud de la entrada tenía la ven-taja de permitir las evoluciones de la maza esgrimida por los bra-zos de los combatientes. De los tres sólo uno —una especie delacertoso gigante - tenía experiencia en la materia, aunque ellase refiriese a un león muy joven.

Velaron el resto de la noche en variadas posturas, siempreatentos a los ruidos de la soledad. Del río llegaba a ratos el bra-mido de un hipopótamo. A veces, la risa lastimosa de la hiena.Y de nuevo el silencio se recobraba tan hondo que podía perci-birse el vuelo de algún insecto o el de los murciélagos mismos. Loshombres entretenían la inacabable espera del día, a veces dele-treando algunas estrellas mayúsculas, otras olfateando larga ysabiamente el aire. Por él, aunque la oscuridad no cedía, supieronal fin que el alba estaba próxima...

Fué entonces cuando el rugido del tigre retumbó a lo lejos,y los tres, sin decirlo, tuvieron impresión de que la fiera estabajunto al vado. El peligro no les pareció inminente, ni siquiera se-guro, pero cruelmente la desconfianza mordió en sus entrañas.Dijérase que el tiempo se había detenido. ¿Estaba ya comenzan-do el amanecer? Tal vez sí, tal vez no

Un nuevo rugido rayó el espacio, llenándolo de tal modo quelos escuchas ya no dudaron de su proximidad ni de que la fieravenía sobre sus rastros.

En tal momento era cuando las fieras se revelaban como loque eran y habían sido siempre: los patrones del espanto. Antesu presencia y su olor y, sobre todo, ante la súbita explosión yconvulsión de su rugido, el hemión desorbitaba los ojos y el escalo-frío lo bañaba en forma de sudor -el ciervo echaba un gemido

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de agonía- algunos animales caían al suelo, desfondado el co-razón. ¿Qué podía hacer el hombre? ¿Qué mucho que llegara altotemismo, esto es, a considerar a ciertas fieras como anteceso-res sagrados de su raza, hasta rendirles sumisa y temerosa ado-ración?

Los tres nómades se sintieron tan miserables como los pa-jaritos de las zarzas bajo el vuelo del halcón. Sus gargantas esta-ban secas mientras sus hígados parecían hacer agua. Sentíase elretumbo de sus corazones, sordo como si saliera de debajo delsuelo. En realidad estaba ya aclarando rápidamente. Y cuandoles llegó el ruido de un guijarrillo que alguien hacía rodar afue-ra, no dudaron quién fuera el autor. ¿Y era mera alucinación elque las narices del jefe creyeran captar cierto relente amoniacalen el aire que parecía haberse movido un poco? El escalofríosubió por sus espaldas como una liana por el tronco de un árbol.Mezclado con el rumor leve de las pisadas del felino llegaba elde su soplo cavernoso. Un sordo gemido de agonía fué la únicarespuesta..

Cuando el monstruoso visitante entrevió a sus víctimas serocogió sobre sí mismo, diríase que con algún asombro: aplastósesobre el suelo a guisa de sierpe, recogió el cuero de la cara en unfrunce de muchos pliegues, entre el creciente hervor del garguero,desenvainando del todo los colmillos en forma y tamaño de hoz.¡Era la muerte viva!

Pero los hombres habían tenido tiempo de trasmutar su miedoen coraje como la rata acorralada. Erizando el pelo, amusgando lasorejas y castañeteando los dientes destapados con un gruñido queresonaba en el hondón de sus pechos, mantenían las clavas oblicua-mente en alto.

El felino saltó sobre el enemigo que tenía directamente alfrente, cuya arma, abatida un poco antes de tiempo, golpeó sobreuna zarpa del tigre sin impedir desde luego, que éste cayera sobreél, tumbándolo de espaldas, degollándolo de un solo cruce de suscolmillos. Pero la clava del gran guerrero de la izquierda, descar-gada con violencia tan profunda que zumbó en el aire, cayó so-bre el cráneo de la fiera acostándola junto a su víctima. Después,

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ebrios de furia combatiente, ahogando a medias entre las ceñidasmandíbulas una especie de rugido roncante, los sobrevivientesapalearon hasta el hartazgo las costillas, las patas y el morro dela fiera ya inerte, vengando acaso por primera vez a los millaresde hermanos sacrificados como lauchas por un morrongo, por eldueño de los dientes de sable y su despótica parentela. Minutoprodigioso, en aquella alba de los tiempos, cuando algo del co-razón del gran felino muerto pareció entrar en los corazones delos hombres que bramaban como un torrente subterráneo.

La criatura que hasta entonces sólo se había acogido a la re-signación y a la muerte, sabría identificarse también, de ahoraen adelante, con la lucha y la victoria. Desterraría al fin, parasiempre, el temblor herbívoro de su cuerpo y de su alma. (Úni-camente que precisaría un tiempo todavía más largo -como queaún vive en él - para derrotar eso que lo encarcela desde adentro,vedándole ser la criatura más libre de la tierra: el miedo a losfantasmas que lleva en sí y el miedo al prójimo - el del hombreal hombre—, causas totales de su mezquindad y de su crueldad.)

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—L'ois can.

ç1,1.]

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MORGAN (J. de) : La humanidad prehistórica.MORTIMER BATTEN (H.): ¿Poseen preciencia los animales?

—La aparente crueldad de los animales.—La atracción del hogar.

MUÑIZ (F. J.): El ñandú.NEW BIGIN (M.): La vida animal en los desiertos.ONELLI (C.): Páginas diversas.ORBIGNY (A. d'): Viajes.PALMEE (R.) : Seres arboricolas en las selvas tropicales.PATTEN (C. J.): El maravilloso poder de las alas.PIQUE (O. G.): El secreto del cuchillo.PITT (F.): La precisión de algunos animales en el ataque.

—El instinto de curiosidad en los animales.—Diversos tipos de colas.

POKAK (R. 1.): El amor y la vanidad en el mundo animal.PONTING (H. G.): Los lobos de mar: las orcas.PYCRAFT (W. P.): Juegos de aves y bestias.QUIROGA (H.): Anaconda.

—El regreso de Anaconda.—Cuentos de la selva.—El salvaje.

ROBERTSON (G. y J.): Cartas del Paraguay.ROSNY AINÉ (J. H.): Vamireh.

—Eyrimah.—Le felia géant.—La guerre du feu.

RUBIÓ (N. M.) : Cacerías en la selva africana.RUXTON (G.): Aventuras en Méjico.SARMIENTO (D. F.): Obras completas.SETH SMITH (D.) : Animales domesticados por el hombre.SETTON THOMPSON: Animales salvajes en libertad.SPENCE (L.): Animales sagrados.

—Algunos artífices innatos.STEVENSON (R. L.): La isla del tesoro.

—Cuentos.THOMPSON (J. A.): En las garras del pasado.-¿Está avanzando la evolución?—Los secretos de la vida animal.

THOREAU (E. D.): Waiden.—Diario.

TRAVIS JENKINS (J.) : Los monstruos marinos.VEVEES (C. M.) : La doma de animales salvajes.WESTELL (W. P.) : Animales rápidos y lentos.

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Sermón del bosqueEl dios de ojotas ....................................Zum-Hum, primer peatón de la pampa ................ElPeludo ...........................................Las alas de nuestro cielo .............................Vida y muerte de Chumbita, el puma ..................El águila y la liebre ...................................Elsapo .............................................Culampajá, el guanaquito ...............................Bumba, la torcaza ....................................La serpiente y el hombre .............................Laperdiz ............................................El zorro y su vecindario ..............................El carancho y la tijereta .............................Yaguatyrica, el demonio del bosque negro ..............Pajaradas ............................................El zorrino encuentra redentor .........................Dos biografías de la lechuza ..........................El picaflor, grande de América ........................Gloglo, el Bonzo del río ..............................El duende de alas de viento ..........................Los trotacumbres .....................................Bambú, el anta .....................................El gran buzo del cielo ...............................El gato montés ......................................El monstruo deslenguado .............................Las dueñas del vellocino de oro .......................Revelación de la calandria ...........................Los gitanos del mar .................................La ex bestia .......................................Bibliografía .........................................

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IMPRESO EN PEUSEE,DURANTE LA PRIMERA QUINCENA

DE JULIO DE 1960.EN SUS TALLERES DE PATRICIOS 567,

BUENOS AIRES,REPUBLICA ARGENTINA

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