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53 18 756 odavía perduraban las emo- ciones causadas por la cruenta batalla de Candela, donde pa- samos la noche del día 8 de julio, celebrando el triunfo cuando el Primer Jefe ordenó la salida de todas las fuerzas restantes, el 9 a mediodía, porque una parte las había lle- vado desde el día anterior el general Pablo González para detener el avance de los pelo- nes sobre Monclova, y volvimos a desandar aquel camino tan conocido, en larga columna, toda la caballería, pues la única infantería, los zapadores que mandaba el ya mayor Francisco L. Urquizo, se habían transformado en dragones, por obra y gracia del botín recogido al enemigo. Detrás de nosotros quedaban los cadáveres insepultos de cientos de pobres pelones, que ha- bían caído ajusticiados, según nuestro sentir, por las balas ven- gadoras del pueblo armado contra la opresión y el crimen huertistas. Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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odavía perduraban las emo-ciones causadas por la cruenta batalla de Candela, donde pa-samos la noche del día 8 de julio, celebrando el triunfo cuando el Primer Jefe ordenó la salida de todas las fuerzas restantes, el 9 a mediodía, porque una parte las había lle-vado desde el día anterior el general Pablo González para detener el avance de los pelo-

nes sobre Monclova, y volvimos a desandar aquel camino tan conocido, en larga columna, toda la caballería, pues la única infantería, los zapadores que mandaba el ya mayor Francisco L. Urquizo, se habían transformado en dragones, por obra y gracia del botín recogido al enemigo. Detrás de nosotros quedaban los cadáveres insepultos de cientos de pobres pelones, que ha-bían caído ajusticiados, según nuestro sentir, por las balas ven-gadoras del pueblo armado contra la opresión y el crimen huertistas.

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Como vanguardia, iban los zapadores montados de Urqui-zo, después don Venustiano, don Jesús y sus estados mayores, entre los que se contaban algunos civiles de grata recordación, cuya actuación posterior fue bien destacada, entre ellos el li-cenciado Jesús Acuña, que fue ministro de Gobernación, Gus-tavo Espinosa Mireles, secretario del jefe, el doctor Oribe, Julio Madero, Isidro Fabela, Vidal Garza Pérez, de Lampazos, ami-go muy querido de quien contaré algunas anécdotas regoci-jadas de su actuación como diputado años después de estos sucesos y que montaba una mula endiablada de cuyas “mañas” haré también mención a su tiempo, así como del caballo “ama-chón” del doctor Oribe.

Detrás de nosotros venía el grueso de la columna; en pri-mer término, la artillería de Carlos Prieto, Pérez Treviño, Al-berto Salinas, y sus oficiales: Daniel Díaz Couder, simpático y valiente, Plinio Villarreal, Agustín Maciel y el valeroso Bruno Gloria, que mandaba las ametralladoras y que estaba feliz con sus dos “cóconas” Hotchkiss, recién capturadas a los pelones.

Y a “paso de campaña”, porque el Primer Jefe era de los hombres que piensan como el Corzo gigante: “despacio, que estamos de prisa”, hollamos nuevamente el largo y polvoso camino que el día anterior habíamos recorrido con la visión de la victoria ante los ojos y que ahora hacíamos triunfantes, pero también ansiosos, porque aquella vieja ciudad tan queri-da, Monclova, antigua capital de Coahuila y Texas, y a la que justamente se puede llamar “la cuna de la Revolución” estaba seriamente amenazada por las huestes del chacal, y en ella te-níamos afectos, amores, deseos y esperanzas; y el corazón de todos aquellos bravos “muchachos” latía apresuradamente el solo pensamiento de que los pelones nos despojaran de aque-lla plaza, para nosotros más cara que ninguna otra; que bien sabíamos que si el enemigo la ocupaba, se desatarían persecu-ciones y hasta el crimen se ensañaría contra nuestros familiares y amigos, y el incendio y la destrucción serían el único destino de nuestros hogares y propiedades.

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Pero no estábamos tristes, porque como ya he dicho, nunca la tristeza se abatió sobre las banderas del constitucionalismo, al menos sobre los revolucionarios de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. No puedo decir lo mismo de otros ejércitos re-volucionarios porque siempre estuve en las fuerzas del noreste, donde aún en medio del fragor del combate, siempre hubo un episodio, siempre hubo una chispa de buen humor; a veces una frase, otras una pregunta y hasta en ocasiones un verso bueno o malo, pero demostrador de la alegría que retozaba en las al-mas juveniles de los sostenedores de la legalidad.

“Carrancistas” nos llamaba el enemigo y el indiferente. Mal aplicada la denominación, pues nosotros veíamos en don Venustiano al abanderado, al símbolo del principio constitu-cional, despedazado y hollado por la bota rufianesca y san-grienta del militarismo, encarnado en la figura de simio de Victoriano Huerta y de sus secuaces.

Primeros días de la Revolución. Don Venustiano Carranza, coronel Pablo González, teniente coronel Teodoro Elizondo,

capitán Alfredo Breceda, capitán segundo Federico Silva, capitán Lucio Dávila, capitán Juan Dávila, capitán Rafael Saldaña Galván,

capitán Francisco J. Múgica, Monclova, Coahuila, marzo de 1913. SINAFO.

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Si es cierto que nuestro grito de guerra era el de “¡Viva Ca-rranza!”, esto se explica porque el enemigo nos gritaba “¡Viva Huerta!”, y porque en México los partidos armados siempre in-vocan el nombre de quien los personifica.

Que se me perdone esta digresión, pero estoy haciendo his-toria a mi modo, porque también cada quien “tiene su modo de matar pulgas”, y mis narraciones no tienen pretensiones li-terarias, pero están ajustadas a la verdad, y la verdad es que así pensábamos entonces, y que mi obligación es revivir el pasado tal como fue.

Bajo el sol canicular de aquella tarde brillaban las barbas gri-ses y respetables de los dos hermanos, don Venustiano y don Jesús, que iban impasibles, al largo tranco de sus caballos, y detrás de los dos jefes, a distancia como de veinte metros la pa-lomilla tremenda de los estados mayores armaba un escándalo de todos los diablos, contando anécdotas del combate: que Bul-maro Guzmán, descalificado como “bailarina” durante la fiesta de San Antonio, por haberse “cuarteado” no queriendo bailar, se había distinguido peleando como un valiente; que Primitivo González, “el teniente de la almohada”, había hecho prodigios de valor; y los comentarios a la pregunta filosófica de Manuel Caballero y quién sabe cuántas cosas más, que coreaban gritos y carcajadas, amenizadas con uno que otro trago del maravi-lloso mezcal de Candela, teniendo naturalmente, gran cuidado de que no nos vieran los jefes, que iban embebidos tratando del porvenir de la causa. Nos envolvían nubes de polvo, que levanta-ban los cascos de los caballos, las ruedas de los carros y las de los cañones, pero para nosotros aquello era “petaca menuda”, como decía en lugar de “pecata minuta”, el interminable (por lo largo y flaco) capitán Colunga, a quien llamábamos Don Quijote, por su gran parecido físico al héroe inmortal de Cervantes.

Y así caminamos hasta cerca de las 8 de la noche, en que llegamos a Gloria de Pánuco, de donde don Pablo ya había

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salido llevándose su gente en el ferrocarrilito y de paso a Pan-cho Vela, con su clavícula fracturada. (Y que me perdone el doctor don Francisco Vela González, que lo designe así, pero entonces así lo llamábamos y yo no he perdido la costumbre, autorizada por su vieja y sana amistad, que todavía conservo, para mi satisfacción.)

Inmediatamente ordenó el Primer Jefe que se procediera a embarcar la artillería, para que saliera a Monclova, a ponerse a las órdenes de don Pablo y toda la santa noche fue de gritos de “¡Centinela… aaalerta!”, y clarines tocando a “bota silla” y rodar de los armones de la artillería, etcétera, etcétera.

Y en esa memorable noche, cuando descansábamos de las terribles horas vividas en aquellos tres días de marchas, ataques y contramarchas, de honda tensión nerviosa para todos, un oficial fue a despertar a mi compadre Ricardo González, ya ascendido a mayor médico, como nosotros a mayores de Caballería, para que fuera a atender a uno de los heridos que se había puesto muy grave, al decir del emisario. Mi compadre estaba más dormido que despierto, y se hubiera negado con todo placer, pero don Jesús Carranza oyó el requerimiento desde donde estaba acosta-do, como siempre lo hacía en campaña, sobre los sudaderos del caballo y con la montura por cabecera y ordenó:

—Ándele, Ricardo, vaya a ver qué tiene ese muchacho. Así es que no hubo “tu tía”, y el flamante mayor médico se

levantó restregándose los ojos y siguió al oficial. Lo que acon-teció es la versión que corrió al día siguiente, pero ni garantizo su completa exactitud, ni estoy seguro de la procedencia, pero diré como dicen los señores periodistas: es extraoficial, pero de “fuente que nos merece todo crédito”.

Dicen que llegó el doctor Ricardo al catre de campaña don-de yacía el herido, y después de tomarle el pulso, le preguntó:

—¿Qué sientes?—Me duele el pecho, mi mayor —respondió.—A ver, a ver —exclamó Ricardo, después de sentarse en

un cajón de jabón que había junto a la camilla, apoyó la cabeza

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sobre el pecho del enfermo, para oír seguramente el pulmón y mandó:

—Ahora, habla. —¿Qué digo, mi mayor?—Lo que quieras. —Pos no sé qué.—Bueno —dijo Ricardo, impaciente— cualquier cosa.

Ponte a contar si sabes.—Sí sé, mi mayor… uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-

te, ocho… Pero como el doctor Ricardo tenía dos desveladas, el ata-

que a una población, y las contramarchas y marchas referidas, aparte de la noche de jolgorio pasada en Candela, dicen las crónicas que se durmió como un bendito con la cabeza sobre el pecho del enfermo, y que cuando despertó, el desgraciado herido decía con voz débil y cansada:

—18 753… 18 754… 18 755… 18 756…Por supuesto que mi compadre juraba y perjuraba que esta

era una vil calumnia que le levantaba la palomilla y hasta creo recordar que nos culpaba de la invención a Santos y al que escribe, pero el suceso, falso o verídico, llegó hasta las “altas esferas” de la Revolución y se festejó grande y ruidosamente.

Y ya que de médicos se trata, deseo recordar, antes de que nos envuelva con sus recuerdos el torbellino guerrero, a los componentes del Hospital de Sangre de Monclova, que tenía al frente al doctor Guillermo H. Ortiz y como practicante a Francisco Vela González, estudiante de medicina de la Facul-tad de México, donde cortó su carrera en segundo año, para venir a presentarse a las filas constitucionalistas, habiendo sido destinado al Hospital de Monclova. Como enfermeras en aquel primer hospital revolucionario, sin percibir sueldos y solamente impulsadas por su ingénita bondad de mujeres mexicanas, sus sentimientos humanitarios y nobilísimos, y su amor a la causa que habían abrazado los padres, hermanos o parientes de algu-nas de ellas, actuaban varias señoritas y señoras de honorables

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familias de Monclova, cuyos nombres santificados por la cari-tativa tarea que se impusieron de cuidar y atender a los heridos, deben figurar en estas líneas como un homenaje merecido y como un recordatorio de su valor y altruismo, pues casi todas ellas siguieron la causa revolucionaria y emigraron primero a Piedras Negras, después a Eagle Pass y, por último, a Matamo-ros, donde continuaron desempeñando su noble cometido en bien de los heridos. Algunas han muerto, pero aquellas que vi-ven, reciban con estas líneas la gratitud de quienes las estiman y respetan y en cuya memoria no ha muerto el recuerdo de su labor de amor y caridad. Sus nombres son: señoras Carolina A. de Blackaller y Francisca Valdés viuda de Rodríguez y se-ñoritas Carolina, Rebeca, Margarita, Francisca y Adela Blacka-ller; Elvira y Griselda González, Esther F. Colunga, Zapopán Franco, Celia Rivera, Guadalupe Zúñiga y Josefina Villarreal Cárdenas.

Cumplido este deber de gratitud, prosigo mi narración. El 10 de julio, a las dos de la mañana aproximadamente, mandó don Venustiano tocar “bota-silla” y salimos de Gloria en co-lumna, como habíamos venido.

A las 12 del día arribamos a Monclova, entrando por el barrio llamado de España, el que cruzamos entre un diluvio de balas, porque ya el enemigo estaba dentro de la ciudad, pues cuando llegó el general González los pelones habían derrotado a las fuerzas del teniente coronel Emilio Salinas en Bocatoche y no pudo detener su avance con la poca gente que tenía a sus órdenes, a pesar de haber luchado todos como leones.

Pero éste es capítulo aparte y lo dejaremos para relatar la toma de Monclova, y dedicar también un recuerdo a los abne-gados ferrocarrileros, que en aquel día hicieron proezas de va-lor y de pericia para salvar a los heridos, los trenes con bagajes y las infanterías.

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