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17 EL PADRENUESTRO DOXOLOGÍA Y AMÉN

La práctica litúrgica hizo que la oración del Señor concluyese desde muy

pronto con una doxología. Así se practica en la oración ecuménica. Es una

forma de dar gracias, alabar y glorificar al Señor en comunión con los santos

de todos los tiempos.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña:

«La doxología final “Tuyo es el reino, tuyo el

poder y la gloria por siempre Señor” vuelve a

tomar, implícitamente, las tres primeras peti-

ciones del Padrenuestro: la glorificación de su

Nombre, la venida de su Reino y el poder de

su Voluntad salvífica. Pero esta repetición se

hace en forma de adoración y de acción de

gracias, como en la Liturgia celestial. El

príncipe de este mundo se había atribuido con

mentira estos tres títulos de realeza, poder y

gloria (cf. Lc 4, 5-6). Cristo, el Señor, los res-

tituye a su Padre y nuestro Padre, hasta que le

entregue el Reino, cuando sea consumado

definitivamente el Misterio de la salvación y

Dios sea todo en todos».

Con el Amén, la comunidad orante corrobora su confesión de fe, la plena con-

fianza de ser escuchada según la promesa del Señor y su disponibilidad para

que se realicen en nosotros lo pedido en la oración dominical. Pablo escribió a

la comunidad de Corinto: «Todas las promesas han alcanzado su sí en él

[Cristo]. Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya

a través de nosotros». Jesús, según el Apocalipsis, es «el Amén, el testigo fiel

y veraz, el principio de la creación de Dios». El Padrenuestro nos introduce en

la oración del Hijo, que el Espíritu alienta en nuestro corazón. El amén expre-

sa la convicción de que oramos en el Hijo y como hijos. El Padre escucha

siempre la oración filial hecha en el Espíritu del Hijo.

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16 EL PADRENUESTRO Y LÍBRANOS DEL MAL

Cristo nos ha enseñado a pedir y vivir el perdón, a afrontar y superar la tenta-

ción; ahora, en esta última petición, nos invita a implorar la preservación del

Maligno y de todo mal, esto es, de todo cuanto nos impide y dificulta llevar a

cabo nuestra vocación y misión en la historia. La comunidad orante, conscien-

te de la amenaza que pesa sobre ella, vive vuelta hacia aquel que sólo puede

salvarla del «poder del pecado» y del «príncipe de este mundo».

El «nosotros» del orante del «Padrenuestro» se ve acosado por el «rugido» del

mal, pero sabe que en su oración resuena la oración de Jesús: «No ruego que

los retires del mundo, sino que los guardes del maligno». La oración domini-

cal nos abre de este modo a una profunda solidaridad con los hombres y muje-

res de todo tiempo y lugar. Para ellos y para nosotros pedimos ser liberados

del poder de las fuerzas del mal, que pretenden alejarnos de forma definitiva

de la fuente de la vida, Jesucristo muerto y resucitado. El mal está en abando-

nar la fuente de agua viva y cavarse cisternas agrietadas que no pueden conte-

ner el agua vivificadora.

Con esta última petición la comuni-

dad eclesial pide al Señor por ella y

por el mundo entero, para que Dios

nos libre de todos los males. Una

bella explicitación de nuestra peti-

ción, la encontramos en la oración

que el sacerdote recita en la Misa a

continuación del Padrenuestro.

«Líbranos de todos los males, Se-

ñor, y concédenos la paz en nues-

tros días, para que, ayudados por tu

misericordia, vivamos siempre li-

bres de pecado y protegidos de toda

perturbación, mientras esperamos la

gloriosa venida de nuestro Salvador

Jesucristo». La oración dominical

se inscribe así en el horizonte de la

historia de la salvación.

1 EL PADRENUESTRO ENSÉÑANOS A ORAR

Jesús sedujo a sus discípulos por su manera de relacionarse con Dios. Un día,

al terminar su oración personal y solitaria, un discípulo le dice: «Señor, ensé-

ñanos a orar». La petición sorprende, la realiza un hombre de los salmos, con-

vocado varias veces al día a la oración. La vida de Israel se desarrollaba al

ritmo de la oración diaria, semanal y anual.

La respuesta de Jesús fue esta:

«Cuando oréis, decid: Padre,

santificado sea tu nombre, venga

tu reino, danos cada día nuestro

pan cotidiano, perdónanos nues-

tros pecados, porque también

nosotros perdonamos a todo el

que nos debe, y no nos dejes caer

en la tentación» (Lc 11, 2-4). El

evangelista Mateo desarrolla un

poco más esta oración tan senci-

lla como maravillosa. Nosotros rezamos con la versión de este último.

«La oración dominical, según Tertuliano, es, en verdad, el resumen de todo el

Evangelio». San Agustín escribía: «Recorred todas las oraciones que hay en

las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la

oración dominical».

Tomás de Aquino introduce así su comentario al Padrenuestro: «Entre todas

las oraciones la principal es la que Cristo mismo enseñó. Tiene las cinco cua-

lidades que se requieren en la oración, que ha de ser confiada, recta, ordena-

da, devota y humilde». Jesús nos enseña a relacionarnos con Dios como un

hijo pequeño lo hace con su padre: nos dice qué debemos pedir y cómo hacer-

lo.

Juan Pablo II exhortaba a las comunidades cristianas a ser auténticas

«escuelas de oración», de «una oración intensa, que sin embargo no aparta del

compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre tam-

bién al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia

según el designio de Dios». El Padrenuestro hace vivir la historia con libertad

y responsabilidad filial.

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2 EL PADRENUESTRO PERSPECTIVAS DE LA ORACIÓN DOMINICAL

Antes de adentrarnos en el comentario propiamente dicho del Padrenuestro,

conviene volver nuestra mirada a la oración de Jesús. Era una oración filial,

expresión de su confianza, libertad y entrega al designio paterno de salvación.

El hecho que Jesús se dirigiese a Dios con la palabra «Abba, Padre,» y orase

en el Espíritu Santo, son dos características decisivas, entre otras, para enmar-

car la manera como nosotros debemos orar y vivir el Padrenuestro.

Pablo no hace alusión al «Padrenuestro», pero da las claves para comprender

el horizonte y la perspectiva en que debe ser rezado. En la polémica carta a los

Gálatas, escribe el apóstol: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha envia-

do a nuestros corazones el

Espíritu de su Hijo que clama

¡Abba, Padre! De modo que ya

no eres esclavo, sino hijo; y si

hijo, también heredero por

voluntad de Dios» (4, 6-7).

Jesús nos «entregó» la oración,

pero es el Espíritu quien nos

permite rezarla de forma vital.

Por tanto, no podemos repetir

la oración dominical mecánica

y rutinariamente. De niños

aprendimos a recitar las pala-

bras del Padrenuestro, pero

debemos abrirnos todos los

días al Espíritu, si queremos

experimentar una auténtica relación filial con Dios. La oración es obra del

Espíritu en nosotros.

En otro texto fundamental, el apóstol de los paganos argumenta: «El Espíritu

acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como

conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefa-

bles» (Rom 8, 26). Pablo insiste en la garantía que supone la presencia del

Espíritu en el cristiano. Él nos hace orar con las actitudes propias del Hijo y

asegura la fecundidad de nuestra oración. En efecto, el Padre escucha siempre

al «Hijo» y a quien ora en el «Espíritu de su Hijo».

15 EL PADRENUESTRO NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN

Jesús no enseña a eludir la tentación. Él fue tentado y en él lo fuimos todos,

dice san Agustín. Él nos invita a pedir la fuerza del Espíritu para vencer con él

la tentación. Cristo fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado y

vencer.

¿Por qué es indispensable la

tentación? La prueba que viene

de Dios incita al bien. La tenta-

ción que viene del tentador, de

mundo o de la carne, como se

decía antes, ofrece la posibili-

dad de conocerse y de corres-

ponder a la gracia de Dios. Orí-

genes respondía así a nuestra

pregunta: «Dios no quiere im-

poner el bien, quiere seres li-

bres… En algo la tentación es

buena. Todos, menos Dios,

ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la

tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos

nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos

ha manifestado».

Para vencer la tentación es preciso «vigilar y orar», abrirse a la luz del Espíri-

tu para discernir el bien que Dios quiere de nosotros y los medios a poner en

obra para llevar a cabo su voluntad. «Si vivimos por el Espíritu, marchemos

tras el Espíritu». «No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea huma-

na. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras

fuerzas, sino que la tentación hará que encontréis también el modo de poder

soportarla».

Dado que contamos con la luz y la fuerza del Espíritu, se entiende mejor esta

afirmación del apóstol Santiago: «Considerad, hermanos míos, un gran gozo

cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autentici-

dad de vuestra fe produce paciencia: Pero que la paciencia lleve consigo una

obra perfecta, para que seáis íntegros, sin ninguna deficiencia».

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14 EL PADRENUESTRO COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS

OFENDEN

Pedimos perdón de nuestras ofensas porque creemos en el desbordamiento de

la misericordia del Padre. Pero su perdón no penetrará «en nuestro corazón

mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido… Al negarse a

perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo

hace impermeable al amor misericordioso del Padre.

En el Sermón del Monte, Jesús des-

pués de la oración dominical añade:

«Porque si perdonáis a los hombres

sus ofensas, también os perdonará

vuestro Padre celestial, pero si no

perdonáis a los hombres, tampoco

vuestro Padre perdonará vuestras

ofensas». La parábola del siervo sin

entrañas (Mt 18, 21-35) afirma: el

Padre retira su perdón a quien no

perdona al consiervo. Puesto que

Dios no tiene límite al perdonar, el

orante debe reflejar en su vida el

amor del Hijo, que muere perdonan-

do y dando la vida por los que le eje-

cutan.

Quienes oran como hijos deben imitar al Padre misericordioso y hacer el bien

a buenos y malos, amar a los enemigos. Su vida cotidiana debe ajustarse a lo

que oran. La oración no puede ser la repetición de formulas vacías. En ella

nos abrimos al Espíritu para practicar lo que pedimos. «El don de la oración

no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina.

Además el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más

fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de

Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos

de Dios con su Padre y de los hombres entre sí». Porque no debe haber límite

ni medida en el perdón, Pablo enseña: «Con nadie tengáis otra deuda que la

del mutuo amor».

3 EL PADRENUESTRO CONFESIÓN DE FE, PROGRAMA DE VIDA Y ACCIÓN

La oración del Padrenuestro es, ante todo, una confesión de fe. La comunidad

de los discípulos de Jesús proclama e invoca a Dios como Padre y Señor de

cielo y tierra, como origen y principio de toda vida. Esta oración forja de for-

ma progresiva la conciencia de la verdadera identidad cristiana: no somos

simples criaturas, somos realmente hijos. Hace que nos sintamos amados y

educa nuestra afectividad con relación a Dios y a los hombres. «Mirad qué

amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo so-

mos!» (1Jn 3, 1)

El Padrenuestro, por otra parte, es un

auténtico programa de vida filial y

fraterna. Quien ora en el Espíritu

aprende a vivir del don de Dios y

para Dios, desarrolla una profunda

actitud de alabanza y obediencia ante

los insondables designios del Padre

de Jesucristo. La oración le hace más

solidario de los hermanos. Se sabe en

camino con ellos hacia la casa del

Padre a través de los avatares y lu-

chas cotidianas. Tal es el programa

de vida que Jesús propone a los discí-

pulos del reino de Dios. Las diferen-

tes peticiones del Padrenuestro fijan

el camino a seguir para desarrollarse

en la familia de los hijos reunidos en

torno al Padre.

La oración dominical es también un programa de acción. La persona del oran-

te se compromete a trabajar y luchar para que el reinado de Dios acontezca en

su vida y en la historia. En la oración la comunidad eclesial descubre mejor su

misión: dar a conocer al Padre y su solicitud por todos los hombres. Jesús,

criticando la actitud de los paganos, enseñó: «Buscad sobre todo el reino de

Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura». (Mt 6, 33)

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4 EL PADRENUESTRO ORACIÓN DE LA IGLESIA

El Padrenuestro es la oración por excelencia de la Iglesia; forma parte inte-

grante de las principales celebraciones litúrgicas. Es la plegaria de los últimos

tiempos. «Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua

Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por

todas, en Cristo crucificado y resucitado». De sus peticiones brota la esperan-

za de la comunidad creyente, pues recuerda que Dios ha tenido a bien darnos

el reino (cf. Lc 12, 32): somos realmente hijos y «aún no se ha manifestado lo

que seremos» (1Jn 3, 2). La oración del Padrenuestro es verdadera fragua de

fe, esperanza y amor.

Jesús no se limitó a darnos el Pa-

drenuestro para repetirlo mecáni-

camente. Nos dio además el Espí-

ritu para que lo recemos de forma

vital. Por ello afirma el Catecismo

de la Iglesia católica: «Este don

indisociable de las palabras del

Señor y del Espíritu Santo que les

da vida en el corazón de los cre-

yentes ha sido recibido y vivido

por la Iglesia desde los comienzos.

Las primeras comunidades recitan

la Oración del Señor “tres veces al

día” (Didaché 8, 3), en lugar de las

“Dieciocho bendiciones” de la

piedad judía». (2767)

Todos los renacidos del agua y el Espíritu participamos de la vida divina, for-

mamos el cuerpo de Cristo. El cristiano, aun cuando rece la oración del Padre-

nuestro en lo más recóndito de su corazón, lo hace siempre como miembro de

la Iglesia. No sólo comparte con los demás las palabras de Cristo, sino que ora

en él y en su cuerpo, que es la Iglesia. El mismo Espíritu ora en todos y cada

uno de los discípulos del reino.

13 EL PADRENUESTRO PERDONA NUESTRAS OFENSAS

Antes rezábamos: «Perdona nuestras deudas», ahora «perdona nuestras ofen-

sas». Es lo mismo. Santo Tomás de Aquino, comentando el Padrenuestro,

escribía: «A Dios le debemos lo que le hemos arrebatado de sus derechos. Es

derecho de Dios que cumplamos su voluntad, anteponiéndola a la nuestra. Por

tanto, cuando preferimos la nuestra a la suya, quitamos sus derechos a Dios,

en eso consiste el pecado. Así pues, los pecados son nuestras deudas. Y el

consejo del Espíritu Santo es que pidamos a Dios perdón por ello, y por eso

decimos: «Perdónanos nuestras deudas».

Esta petición brota de un corazón

realista, temeroso y humilde. Si

exceptuamos a Jesús y María, to-

dos conocemos por experiencia la

verdad de esta afirmación: «Si

decimos que no tenemos pecado,

nosotros mismos nos engañamos,

y la verdad no está en nosotros».

El temor no es miedo, sino perfec-

to respeto y plena confianza en el

Padre, que sale corriendo a nues-

tro encuentro, para recrearnos

como hijos e introducirnos en su

alegría. Dios es amor y perdón.

«El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un

amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su

amor contra su justicia». Y añade más adelante Benedicto XVI: «Cuando

Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada…, del

padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de

meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su

muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse

para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radi-

cal». Quien acoge de verdad el amor, está llamado a personar. Lo veremos en

la próxima catequesis.

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12 EL PADRENUESTRO DANOS HOY EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA

En las tres primeras peticiones, hemos suplicado y deseado la glorificación de

Dios a través de su obra salvadora. En esta cuarta petición, el orante se pone

en manos del Padre providente, que alimenta a los pájaros del cielo y viste a

los lirios del campo. La oración tiene su punto de anclaje en la bondad desbor-

dante del Padre. Dios es derroche de amor.

Pedimos el pan para «nosotros». En la oración filial se desarrolla la solidari-

dad fraterna. El Padrenuestro es la oración de la familia. Mal rezan quienes

cierran su mano a los hermanos. Y mal rezan también los que buscan acumu-

lar bienes en detrimento del hermano: las riquezas corrompen, por lo general,

el corazón.

Pedimos, por otra parte, el pan de cada

día: los hijos han de caminar fiados en

el Padre, sin buscar seguridades y lujos,

sin despilfarrar. No oremos como los

«paganos». «No andéis agobiados pen-

sando qué vais a comer o qué vais a

beber… Los paganos se afanan por esas

cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial

que tenéis necesidad de todo eso. Bus-

cad sobre todo el reino de Dios y su

justicia; y todo eso se os dará por aña-

didura». Quien pide para él y para los

demás el pan de cada día no busca enri-

quecerse, se contenta con lo necesario.

La tierra es de todos y comparte los

bienes con los demás. Trabaja sin an-

gustia para que todos tengan lo necesa-

rio para desarrollar una vida digna.

Al pedir el «pan de cada día» para desarrollar la vocación propia y del herma-

no, el orante no se limita a suplicar el necesario alimento para el cuerpo: el

hombre es un todo y necesita también el alimento del espíritu. Pide además el

pan de la Palabra y de la Eucaristía.

5 EL PADRENUESTRO ¡ PADRE !

Dios, en su amor insondable por este mundo, envió a su Hijo único para dar-

nos a conocer su verdadero nombre y la humanidad viviese una nueva rela-

ción con él. Jesús, antes de ir a su pasión, dijo: «Padre justo… Yo les mani-

festé tu nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste sea

en ellos, ¡y yo en ellos!» (Jn 17, 25-26)

Invocar vitalmente a Dios como Padre

es lo más hermoso y atrevido que pue-

de realizar una persona. Porque está

injertada en Cristo, en su cuerpo, y

porque el Espíritu ora en ella, clama:

¡Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15). La adop-

ción filial establece la verdadera digni-

dad del hombre y el modo de relacio-

narse con Dios.

La paternidad humana es pálido reflejo

de la paternidad divina. Dios es Padre

porque engendra a su Hijo desde toda

la eternidad; y porque si creemos en

éste nos da la posibilidad de llegar a

ser sus hijos (Jn 1, 12). Es Padre fiel y

amoroso, tiene verdaderas entrañas

maternas. Una madre puede llegar a

olvidar al hijo de sus entrañas, Dios, no

(Is 49, 15). Padre que crea y salva para

la libertad. No sólo es el origen de

unos hijos, sino de la humanidad. Es el principio y la meta. «De él, por él y

para él son todas las cosas» (Rom 11, 35). Invocar a Dios como Padre es con-

fesar: venimos de él y a él volvemos como a nuestra Patria. Es tomar concien-

cia de nuestra dignidad filial y del camino a seguir: ser sus imitadores. «Sed

misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). «Sed imi-

tadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó

y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.» (Ef 5, 1-2)

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6 EL PADRENUESTRO PADRE “NUESTRO”

Jesús enseñó a sus discípulos a relacionarse filialmente con Dios; pero no de

una forma individualista, sino como una auténtica Fraternidad. La Iglesia es la

familia de los hijos de Dios y, por tanto, Fraternidad. Mateo, a la invocación

Padre, añade «Nuestro». Nadie puede apropiarse a Dios: él es la fuente de la

vida.

«Porque sólo hay uno que tiene derecho a llamar a Dios “mi Padre”, Jesucris-

to, el Hijo unigénito, todos los demás hombres tienen que decir en definitiva:

“Padre nuestro”. Así, para nosotros Dios sólo es Padre en cuanto formamos

parte de la comunidad de sus hijos. Dios es sólo Padre “para mí” en cuanto

que “estoy” en el “nosotros” de sus hijos. El Padrenuestro cristiano «no es

clamor de un alma aislada que sólo reconoce a Dios y a sí misma», sino que

está unida a la comunidad de los hermanos con los que formamos el único

Cristo, en el que y por el que sólo podemos y debemos llamar «Padre» a Dios,

pues sólo en él y por él somos “hijos”». El adjetivo “nuestro” «proporciona a

la fe y a la oración su lugar preciso, pues les dota de su componente cristoló-

gico», recuerda que somos todos uno en Cristo, hijos en el Primogénito de la

creación.

Quien dice Padre «nuestro», con verdad y responsabilidad, se compromete, en

primer lugar, a amar al prójimo como a su hermano; y, en segundo lugar, a

respetarlo en su dignidad de hijo de Dios. Se sentirá también llamado a traba-

jar por la paz y unidad de la familia humana. Más concretamente, puesto que

también las otras iglesias cristianas rezan la oración dominical, el orante tra-

bajará por todos los medios para que se cumpla el deseo de Cristo: «Padre,

que todos sean uno para que el mundo crea».

11 EL PADRENUESTRO HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

En las horas dramáticas de Getsemaní, Jesús, sostenido por el Espíritu, oró en

estos términos: «¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pe-

ro no sea como yo quiero, sino como tú quieres». Tenía conciencia de haber

venido al mundo para llevar a cabo la voluntad del Padre, pero su condición

humana se resistía. La carta a los hebreos enseña: el Hijo aprendió a obedecer

entre gritos y lágrimas.

¿Qué pedimos al decir hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo? Dios,

nuestro Salvador, «quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la

verdad». Quiere para todos la vida eterna. Jesús dice: «He bajado del cielo no

para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la

voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino

que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el

que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna».

Jesús hizo de la voluntad del Padre su alimento: permaneció en su amor y

mandamientos. Pues bien, los discípulos al orar en el Hijo, y según su ense-

ñanza, desean que la voluntad del Padre se cumpla en ellos y en la creación.

«Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cum-

plir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo». Juan resu-

me así la voluntad de Dios sobre los creyentes: «Y este es su mandamiento:

que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a

otros, tal como nos lo mandó». Pedimos al Padre el Espíritu de ciencia y sabi-

duría para realizar su voluntad como Jesús.

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10 EL PADRENUESTRO VENGA A NOSOTROS TU REINO

La segunda petición de la comuni-

dad orante expresa este deseo del

reino: «tu reino». Pedimos que la

soberanía absoluta de Dios se mani-

fieste plenamente en el acontecer

histórico. La oración de Israel de la

liberación de Egipto proclamaba:

«Dios reinará por siempre jamás».

Isaías anunciaba la alegría de la

vuelta del exilio con esta palabras:

«¡Qué hermosos son sobre los mon-

tes los pies del mensajero que pro-

clama la paz, que anuncia la buena

noticia, que pregona la justicia, que

dice a Sión: ‘¡Tu Dios reina!’»

Jesús proclamó la llegada del reino o reinado de Dios. En la palabra, acción y

pascual del Hijo, el Padre inauguró el reino definitivo. La comunidad de los

discípulos pide al Señor seguir actuando para que su reinado alcance plena-

mente a los hombres de hoy y mañana. Pablo, en intérprete de la fe apostólica,

escribe: «el reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y alegría

en el Espíritu Santo; el que sirve en esto a Cristo es grato a Dios, y acepto a

los hombres». El orante desea y se compromete a vivir bajo la acción del

Espíritu para que reine en nuestro mundo de modo anticipado la justicia, paz y

alegría del reino consumado.

San Cipriano, en su comentario al Padrenuestro, nos ofrece una intuición dig-

na de ser meditada: «Incluso puede ser que el reino de Dios signifique Cristo

en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien

queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra re-

surrección porque resucitamos en él, puede ser también el reino de Dios por-

que en él reinaremos». De esta forma, quien suplica la llegada del reino de

Dios debe dejar reinar a Cristo en su estilo de vida y compromiso en la histo-

ria.

7 El PADRENUESTRO «QUE ESTÁS EN EL CIELO»

La expresión bíblica «que estás en el cielo», no significa un lugar o espacio

reservado a Dios, pues él abraza el universo entero. Con ella, y de acuerdo con

la mentalidad semita, se afirma la cercanía y trascendencia del Padre: su sobe-

ranía y solicitud. Él domina sobre la tierra entera y sobre la historia del mun-

do; pero su amor paternal le lleva a estar vuelto hacia el hombre. Ve a sus

hijos y cuida de ellos, con mucha más razón que de los pájaros o de los lirios

del campo. Es su voluntad llevarnos con él para hacernos partícipes de su vida

y gloria.

El Padrenuestro nos hace tomar con-

ciencia de esta maravillosa verdad: En

Cristo somos ciudadanos del cielo.

Nuestra verdadera patria no es la tierra,

sino el Padre, que nos crea y recrea para

la filiación, para la vida sin ocaso. Co-

mo ciudadanos del cielo, estamos lla-

mados a vivir y caminar confiados y

humildes ante el Padre, que nos abraza

con su solicitud amorosa. Jesús, el Hijo,

vivió siempre vuelto hacia su Padre.

Hablaba y hacía siempre lo que le agra-

daba. En él vemos al Padre.

Teniendo en cuenta la afirmación de

Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendre-

mos a él y haremos morada en él», se comprende bien el comentario de san

Cirilo de Jerusalén: «El “cielo” bien podía ser también aquellos que llevan la

imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea». San Agustín

comentaba: «Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el cielo”

hay que entenderlas en relación al corazón de los justos en el que Dios habita

como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él

Aquel a quien invoca».

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8 EL PADRENUESTRO LAS SIETE PETICIONES

Jesús, el Hijo, después de su Pascua nos dio el Espíritu que clama en nosotros:

Abba, Padre. Y ese mismo Espíritu viene en nuestra ayuda para que pidamos

de acuerdo con las siete peticiones de la oración dominical. Toda petición

viene precedida de la invocación del Padre celeste, con el deseo filial de hon-

rarlo y glorificarlo. La petición se enmarca así en un contexto de acción de

gracias y alabanza, de escucha y entrega amorosa. Una oración que «no aparta

del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre

también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia

según el designio de Dios».

Las tres primeras peticiones, centradas en tu Nombre, tu Reino y tu voluntad,

hacen entrar a los discípulos en el deseo ardiente del Hijo amado: que el Padre

sea glorificado y su plan de salvación se cumpla en la historia. En ellas no

«nos nombramos», pero recordamos cómo el Hijo dio la vida para llevar a

cabo en la historia la triple petición. Ellas afirman en la fe, colman de esperan-

za y alientan el amor y la acción en los que oran.

La cuatro restante peticiones manifiestan la necesidad que todos sentimos y

tenemos de la ayuda solicita de Dios. «Como criaturas y pecadores todavía,

debemos pedir por nosotros, un “nosotros” que abarca el mundo y la historia,

que ofrecemos al amor sin medida de nuestro Dios». Necesitamos «pan» para

el camino. Suplicamos «perdón» por nuestras deudas y ofensas. Pedimos salir

«victoriosos del combate» y ser «liberados del mal». Jesús dijo: pedid, bus-

cad, llamad. Dios es bueno y nos da el Espíritu para avanzar en la historia con

alegría, libertad y esperanza, para contribuir al alumbramiento de un mundo

más justo y fraterno.

9 EL PADRENUESTRO SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

Este es el primer deseo de quien ora «en el nombre de Jesús», esto es, en el

Hijo y siguiendo sus instrucciones: que el nombre del Padre sea santificado.

Dios es santo y pedimos que manifieste su santidad en la historia de nuestro

mundo para que la humanidad entera pueda reconocerlo. Nosotros no hace-

mos santo a Dios; él nos santifica y revela su santidad obrando en favor de la

humanidad. Jesús, el Hijo, oró en estos términos antes de su Pascua: ¡Padre,

glorifica tu nombre! Y se oyó una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré

a glorificarlo! Dios reveló su santidad en las intervenciones liberadoras y sal-

vadoras, en particular en la Pascua de su Hijo. El profeta Oseas proclamó este

mensaje de esperanza: «No actuaré en el ardor mi cólera, no volveré a destruir

a Efraín, porque soy Dios y no hombre; el Santo en medio de vosotros, y no

me dejo llevar por la ira». Deseamos que Dios salga por sus fueros, para que

la humanidad reconozca su santidad y proclame su alabanza. Suplicamos con

Jesús que el Padre muestre su santidad en nosotros y los pueblos veneren su

nombre santo. «Sed santos, porque yo soy santo».

De esta forma, desde el comienzo de la oración dominical, estamos sumergi-

dos en el misterio de Dios y en el drama de la salvación de nuestro mundo.

«Cuando decimos ‘santificado sea tu Nombre’, pedimos que sea santificado

en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de

Dios espera todavía para conformarnos al precepto que nos obliga a orar por

todos, incluso por nuestros enemigos. He ahí por qué no decimos expresamen-

te: Santificado sea tu Nombre ‘en nosotros’, porque pedimos que lo sea en

todos los hombres (Tertuliano)